sábado, 24 de diciembre de 2011

Las ropas nuevas del Emperador (cuento)



La entrada publicada en esta bitácora en la Nochebuena del año pasado (2010) en la cual se reprodujo el cuento inmortal El patito feo de Hans Christian Andersen parece haber tenido una buena aceptación entre mis lectores, tan buena que he decidio poner para esta Nochebuena otro cuento del mismo autor.

El cuento aplica muy bien a hechos de la vida cotidiana. En muchas ocasiones, en las altas esferas del poder, es común ver que al Primer Ministro, al Rey o al Presidente rara vez se les trata de contradecir, aunque estén completamente errados. Los ayudantes y consejeros inmediatos de los jefes de Estado, pensando más en la seguridad de sus bien remunerados empleos que en su obligación de tener que hacerle ver al jefe de Estado sus crasos errores, sobre todo cuando tales errores van a ocasionar muchos perjuicios, le dicen lo que creen que quiere escuchar. Al darle el visto bueno en todo, sin contradecirlo jamás, el jefe de Estado puede perder el piso y caer en su propia trampa llegando a creer que es infalible, que por estar siempre en lo correcto (según él) es casi un dios, ensoberbeciéndose y haciéndole aún más difícil a sus ayudantes y consejeros inmediatos el tratar de hacerle ver sus errores, lo cual puede ser tan comprometedor como para un ratón el tratar de ponerle el cascabel al gato (esto último, el cascabel del gato, es motivo de otro cuento que trata de cómo ningún ratón se atrevió a ponerle el cascabel al gato, ni siquiera el que propuso tal solución para hacer saber a los ratones sobre la presencia cercana del gato).

Ni el Primer Ministro, ni el Rey, ni el Presidente ni Emperador alguno son infalibles, y ciertamente no son dioses. Son humanos, propensos a cometer errores y a tomar malas decisiones como cualquier otro. Y aunque lo más difícil es aceptar los errores propios, cuando se está al mando de una nación cuya seguridad y bienestar dependen de las decisiones que se tomen en las altas esferas de gobierno, el mandatario está prácticamente obligado a ponerse en tela de duda a sí mismo en todo lo que decida, y suponer que cuando sus ayudantes y consejeros inmediatos le aplauden cualquier cosa lo están haciendo no tanto por que realmente estén convencidos de que está en lo correcto sino por decirle lo que creen que él quiere oír de ellos. En México, en los grises tiempos de José López Portillo (el hombre que destruyó la economía nacional contribuyendo con sus malas decisiones a dejarle al país la mayor deuda externa de país alguno en aquél entonces), es famoso el relato que va como sigue:
Presidente: Estaba pensando que la construcción del nuevo monumento es un gran despilfarro.

Secretario: En efecto, es una pérdida miserable de recursos del pueblo que no se justifica.

Presidente: Pero cambié de parecer, y creo que el motivo de homenaje al cual estará dedicado el monumento es justo.

Secretario: Tiene usted toda la razón, Señor Presidente, como siempre; no debemos pasar por alto esta magnífica oportunidad para llevar a cabo el proyecto que usted concibió en un momento de inspiración digna de su elevado talento creativo.

Presidente: Con relación a los acusados de llevar a cabo actos de terrorismo, había concluído que tales hombres eran unos miserables que no merecen menos que la pena de muerte.

Secretario: Desde luego, Señor Presidente. Hay que aplicarles todo el peso de la ley. Se justifica enviarlos al paredón o a la horca para que paguen con sus vidas el atrevimiento de haber desafiado a su administración.

Presidente: Aunque pensándolo mejor, son hombres con familias que se pusieron en riesgo ellos mismos y a sus familias luchando por sus ideales, y quien lucha de buena fé por sus ideales no puede ser tan malo y merece el indulto, un acto de misericordia que de paso aumentaría mi popularidad como hombre generoso y magnánimo con sus enemigos.

Secretario: ¡Brava decisión, Señor, por la cual Usted será aplaudido por muchas generaciones venideras como un político benevolente cuya grandeza se equipara a la de los Césares de Roma!

Presidente: ¿Qué horas son?

Secretario: ¡Las que Usted mande, Señor Presidente!
Inspirado por el cuento, compuse una partitura musical que intenta capturar la esencia del mismo, la cual reproduzco en su totalidad más abajo al final del cuento. La partitura consta de 19 páginas. Se puede bajar cada página de Internet, y en virtud de que cada página en su tamaño original en formato de imagen PNG ocupa el equivalente de una hoja tamaño carta, se pueden imprimir todas las páginas (una por una) de que consta la partitura, en la mayoría de los casos enviando la imagen directamente a la impresora. Quienes tengan un programa de cómputo para transcribir las notas de la partitura, lo pueden hacer con toda confianza, ya que de hecho la notación empleada ha sido ajustada para tales efectos, lo cual permite obtener posteriormente (en la mayoría de esos programas de cómputo) el archivo musical en formato MIDI o en algún otro formato entendible por las computadoras, para poder escuchar la música que va de la mano con el cuento. Aunque parecen ser demasiadas hojas, hay secciones completas de la composición musical que se repiten, pero no pude usar la notación abreviada que se usa en la teoría de la música para tales efectos en virtud de que los programas de cómputo para composición musical como el que yo usé (MusicWrite, de Voyetra) carecen de las capacidades para poder “saltar hacia atrás” repitiendo la sección a partir de cierto punto. Esto significa que, una vez que los lectores con aptitudes musicales vayan identificando esas secciones que se repiten, no se verán en la necesidad de transcribir todas las notas, pueden copiar esas secciones que se repiten mediante la técnica de copiado y empastado que casi todos los programas de composición musical incluyen. Quienes sepan leer directamente una partitura musical tocándola al piano (esta es la prueba de fuego que separa a los verdaderos músicos de los músicos amateur) podrán entretenerse con este material en esta Nochebuena, sobre todo tomando en cuenta que exceptuando en las ciudades grandes ya no hay muchos lugares en los que vendan partituras musicales como se acostumbraba hacerlo en el pasado.

Quienes hayan leído el cuento de chicos y que tengan sus propios hijos, tal vez querrán aprovechar estas vacaciones navideñas para leerles el cuento a sus propios hijos, enfatizando la moraleja del cuento.

He aquí el cuento, tras el cual se reproducirán las partituras musicales que le dan un fondo musical al cuento y que el lector puede empezar a transcribir de inmediato si cuenta con un programa propio para llevar a cabo redacción y composición de obras musicales. Antes de proceder a la lectura del cuento, deseo poner del conocimiento de mis lectores que para la próxima temporada de Navidad (no precisamente en Nochebuena, sino un poco antes) tengo la intención de compartir con mis lectores los secretos de algunos trucos de magia, con los cuales podrán impresionar a sus amistados y a sus familiares en una época en la que debe reinar la alegría y la felicidad que nos distrae aunque sea un poco de las duras realidades de la vida.


Las ropas nuevas del Emperador
De: Hans Christian Andersen


Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso». -¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada. Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

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Bien, hemos llegado en el último párrafo al final del cuento. A continuación se reproducen las hojas de la composición musical completa para el cuento, haciéndose hincapié que para poder obtener cada hoja en tamaño completo es necesario hacer clic en cada imagen (que en este caso no es más que un thumbnail) y proceder a descargar directamente de Blogger cada hoja por separado.