El agua es algo tan común y tan necesario para nuestra existencia y la existencia de todos los seres vivos que pocas veces nos ponemos a pensar en algunas de las peculiaridades de la misma.
El agua es nuestro estándard de referencia para poder graduar nuestros termómetros con los que medimos las temperaturas. El punto de congelación del agua (cuando el agua se transforma en hielo) es exactamente 0 °C (cero grados centígrados), así se define este punto de referencia. Por otro lado, el punto de ebullición del agua (cuando el agua empieza a hervir) es exactamente 100 °C (cien grados centígrados), así se define este punto de referencia. Pero una cosa que no se les enseña bien a los estudiantes de las escuelas es que el agua hierve exactamente a los 100 grados centígrados al nivel del mar, en donde la presión atmosférica es la presión estándard de una atmósfera de presión (1 atm.) o una altura de 760 milímetros en una columna de mercurio. El punto de ebullición no sólo del agua sino de cualquier otro líquido depende directamente no sólo de la temperatura sino también de la presión atmosférica, , y como todos sabemos la presión atmosférica va disminuyendo conforme vamos escalando a alturas cada vez mayores en las montañas a medida que la densidad del aire se va enrareciendo con la altura (en el espacio exterior la presión atmosférica es prácticamente cero). Esta es la razón por la cual los aviones jet de pasajeros que vuelan a gran altura tienen cabinas presurizadas para los pasajeros, para que puedan respirar normalmente, y si por alguna razón se pierde la presión interior de la cabina (por ejemplo como resultado de un boquete en una de las ventanas del avión) las mascarillas de emergencia puestas encima de cada pasajero caen automáticamente para que los pasajeros puedan respirar oxígeno suficiente a través de las mismas y no tengan dificultades por la baja densidad del aire a dicha altura. Esta es la razón también por la cual los pilotos que vuelan aviones jet de combate siempre viajan con una mascarilla puesta en su cara. La Ciudad de México está situada a una altura considerable sobre el nivel del mar, y esta altura fue incluso un factor de preocupación cuando se celebraron las Olimpiadas en 1968 porque a tal altura los atletas llegados de otros países se tendrían que esforzar un poco más para inhalar más oxígeno (respirando con mayor rapidez) y ello se creía que podía afectar en forma adversa su desempeño en las competencias. Afortunadamente, tal cosa no ocurrió de forma tan marcada como creían que ocurriría.
A alturas mayores como en la Ciudad de México, en donde la presión atmosférica es menor, el agua hierve no a los 100 grados centígrados sino a una temperatura menor. Esto lo saben muy bien los cocineros que viven en lugares situados a gran altura y que tienen que ajustar el tiempo de coción de los alimentos con respecto al tiempo de coción de los mismos alimentos al nivel del mar. Al disminuír el punto de ebullición del agua conforme estamos situados a una altura cada vez mayor, puesto que el agua hierve a una temperatura menor (digamos unos 90 grados centígrados) se requiere de más tiempo para cocinar pasta de spaghetti en la Ciudad de México que en la ciudad portuaria de Veracruz. Así diez minutos en Querétaro pueden bastar para hacer una buena sopa blanda al gusto mientras que en la Ciudad de México unos fideos cocidos en el mismo tiempo seguirán crujientes. Y la gente que vive a grandes alturas como los monjes de los monasterios del Tíbet pueden beber té hirviente sin quemarse. Y en el vacío del espacio exterior, el agua hierve a cualquier temperatura (por ejemplo a menos 50 grados centígrados) porque no hay suficiente presión atmosférica para mantenerla en estado líquido por bastante tiempo.
El agua “evapora” por así decirlo muchas de las reglas más elementales de la química como la regla de que los compuestos se van volviendo más densos conforme pasan del estado líquido al estado sólido al bajar la temperatura con los átomos o las moléculas apilándose en forma ordenada formando una estructura cristalina. Pero el agua desafía esta regla, ya que si el agua la obedeciera el hielo que ponemos en nuestros vasos con refresco se hundiría al fondo en lugar de flotar, y lo mismo ocurriría con los enormes icebergs y las capas polares de hielo en los polos de la Tierra. El agua se expande al congelarse y pasar del estado líquido al estado sólido, formando estructuras con muchos huecos entre sus intersticios.
Si comprimimos un trozo de cualquier sólido entre las paredes de una prensa manual con las cuales lo apretamos a manera de torniquete, el pedazo se volverá más sólido o terminará quebrándose. Sin embargo, si hacemos lo mismo con un pedazo de hielo, oprimiéndolo entre las paredes de una prensa, el pedazo de hielo se volverá más denso convirtiéndose en líquido. Si aflojamos la presión de la prensa el agua dejará de convertirse en líquido y volverá a convertirse en hielo. Este es el mismo principio que opera en el movimiento de los glaciares: el peso de un glaciar crea una capa líquida en la parte inferior del glaciar que le permite deslizarse de un lado a otro siguiendo las corrientes que lo van empujando.
Otra anomalía muy característica del agua es que tiene un punto de ebullición mayor que otras substancias, lo cual en los hechos es algo muy bueno porque de no ser así y si el agua tuviera un punto de ebullición menor entonces los océanos ya se habrían evaporado desde hace mucho tiempo hacia la atmósfera exterior y nuestro planeta se parecería más al planeta Venus.
La explicación para los comportamientos aparentemente anómalos del agua radica en algo que se conoce como los enlaces de hidrógeno. Estos enlaces permiten que alrededor de una molécula de agua se apilen cuatro moléculas de agua circundantes, con cada uno de los dos átomos de hidrógeno de los que consta una molécula de agua jalando un par de electrones de otras moléculas cercanas de agua como nos lo muestra el siguiente dibujo:
Por un milagro de la Naturaleza o por un diseño superior estos enlaces de hidrógeno tienen justo el grado de “pegajosidad” requerido. Si los enlaces de hidrógeno fueran más débiles entonces la unión entre un enjambre de moléculas de agua se rompería y el efecto sería inútil. Y si los enlaces de hidrógeno fueran más fuertes, el agua no tendría la capacidad de poder “correr como el agua” de un lado a otro (por así decirlo) como si fuese un lubricante. De hecho el agua es el lubricante que hace posible la vida en la Tierra y que por sus características anómalas nos ha dado los océanos, los ríos, los lagos y las nubes. Y todo esto se lo debemos a los enlaces de hidrógeno. Algo para recordar la próxima vez que nos presentemos a un examen de química.
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