Con el llamado solsticio de invierno en el hemisferio norte, este sábado 21 de diciembre a las 22:19 horas, tiempo del centro de México, inició la última estación del año, el invierno; también fue la noche más larga y el día más corto del año, de acuerdo con los meteorólogos. El día más corto y la noche más larga del año, se deben a que aparentemente el Sol alcanza una menor altura en el horizonte. Por esto, en el invierno las horas de luz son menores y dan pie a temperaturas más bajas. Por otro lado, en el hemisferio sur comienza el verano, con el fenómeno del Afelio, que es la posición más alta del Sol, es decir, a mayor distancia del astro, cuyos rayos caen verticales al mediodía sobre el Ecuador y la incidencia es más grande, lo que genera más calor.
La palabra solsticio significa “sol quieto”. Existe el solsticio de verano y de invierno. Durante este fenómeno el Sol alcanza su mayor o menor altura aparente en el cielo. El solsticio de invierno marca el inicio de esta estación y es cuando la posición del Sol en el cielo está a una mayor distancia angular negativa del ecuador celeste, y por eso esa zona de la Tierra recibe menos luz.
El invierno se caracteriza por días más cortos, noches más largas y temperaturas más bajas a medida que nos alejamos del Ecuador. Desde un punto de vista astronómico, el invierno comienza con el solsticio de invierno entre el día 20 y 23 de diciembre en el hemisferio norte; este año inició el día 21 y termina alrededor del 21 de marzo. Desde una óptica meteorológica se suelen considerar invernales los meses enteros de diciembre, enero y febrero en el hemisferio norte y junio, julio y agosto en el hemisferio sur.
Según los griegos…
De acuerdo con la mitología griega, los meses de frío y calor se registran después de que Hades, dios del inframundo, rapta a la bella Perséfone para hacerla su esposa. Zeus le ordena a Hades que la devuelva y se la entregue a Deméter, diosa de la tierra y su madre. Sin embargo, Hades engaña a Perséfone y le hace comer semillas de granada, comida del inframundo que la obliga a quedarse allí para siempre. Deméter, sin su hija Perséfone, no tiene felicidad, por lo tanto no cuida a la tierra.
Al igual que en el inicio de otras estaciones previas, pongo en esta entrada una colección de los chistes generados por mi prolífico tocayo y humorista Armando Fuentes Aguirre "Catón", agrupados en rondines (numerados) de 20 en 20 chistes para poder regresar a un punto en donde se se haya dejado pendiente una lectura de los chistes. Es buena temporada del año para aprenderse algunos de los chistes y amenizar las reuniones familiares y las fiestas con los "compas", teniendo cuidado desde luego con los chistes de color subido que Catón ha estado acostumbrando a hacerlo con cada vez mayor frecuencia en años recientes.
Bien, es momento de enlistar los chistes que he ido coleccionando de Catón, agrupados en rondines de veinte en veinte para permitir regresar al punto exacto en el cual se haya dejado pendiente la lectura de los mismos:
Rondín # 1
Florencelia Tetonier, enfermera de profesión, era dueña de un exuberante busto. Se inclinó sobre el paciente para ponerle el termómetro en la boca, y luego de observarlo le informó al médico: “El señor tiene 39 y medio grados de temperatura”. Dictaminó el facultativo: “Quítele dos a cuenta del escote”.
Alce en Celo y Cierva Blanca, pieles rojas, se veían secretamente en un claro del bosque, y ahí se entregaban a deleites carnales indebidos, pues ella tenía esposo y él mujer. Cierto día se hallaban los dos gozando ese placer prohibido cuando Cierva Blanca alzó la vista y vio que alrededor del valle, en las montañas, se alzaban señales de humo que cubrían todo el cielo. Le dijo preocupada a su galán: “Tenemos que ser más cuidadosos, Alce. Los vecinos empiezan a murmurar”.
La señora salió del consultorio médico luciendo una gran sonrisa. Su marido, que la esperaba afuera, le preguntó al facultativo: “¿Está usted seguro, doctor, de que inseminó a mi esposa en forma artificial?”.
Un solitario tipo bebía, hosco, en la cantina “El perro azul”. El cantinero le preguntó: “¿Qué le sucede amigo? ¿Por qué se ve tan triste?”. Respondió el tipo, sombrío: “He tenido muy mala suerte con las mujeres”. “¿Cómo es eso?” –quiso saber el de la taberna. Contó el hombre:” Mi primera esposa se fue con otro hombre, y la segunda no se ha ido”.
Dulcibella llegó a su casa después de la primera cita con su novio. Quiso saber su mamá: “¿No se excedió ese joven?”. “Al contrario mami –respondió Dulcibella–. Me dijo que me lo haría tres veces, y me lo hizo solamente dos”.
Susiflor estaba con su novio en la sala de la casa. Habían sonado en el reloj las 12 de la noche, y la mamá de Susiflor, inquieta, le preguntó desde la escalera: “¿Está ahí tu novio?”. “Todavía no, mamá –respondió ella-, pero ya se va acercando”.
Pitorreal, enfermero de profesión, trabajaba en un hospital público. Había sido generosamente dotado por la naturaleza en la parte correspondiente a la entrepierna. Uno de los cirujanos iba a operar a una señora. En el momento en que la intervención iba a empezar el médico le preguntó a la enfermera que lo asistía: “Señorita Florence: ¿es cierto que el enfermero Pitorreal está tan bien dotado que cuando una mujer lo ve pierde el sentido?”. Respondió la asistente: “Es muy cierto, doctor. Yo todavía no lo hallo”. Le pidió el facultativo: “Haga venir a Pitorreal para que lo vea la paciente a la que voy a intervenir. Andamos algo escasos de anestesia”.
Don Chinguetas llegó tarde a su casa, se acostó al lado de su esposa y se acercó a ella con intenciones claramente eróticas. Doña Macalota lo detuvo. “Hoy no –le dijo-. Me duele la cabeza”. “¡Carajo! –exclamó don Chinguetas con disgusto-. ¿Pues qué les pasa esta noche a todas?”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, iba por una calle apartada cuando le salió al paso un asaltante joven y de no mal ver que la amenazó con una navaja y le dijo: “No grite. Lo único que quiero de usted es su dinero”. Replicó Himenia: “Si lo único que quieres de mí es mi dinero entonces sí voy a gritar”.
Don Algón le comentó a su socio: “Invité a Rosibel, mi secretaria, a pasar un fin de semana en un hotel de playa. Y ¿sabes lo que me dijo?”. Respondió el socio: “No”. Preguntó don Algón, admirado: “¿Cómo supiste?”…
En la cantina el musculoso hombracho le dijo al esmirriado señorcito: “Es usted un pendejo”. Se levantó de la mesa el gurrumino y le preguntó con tono desafiante a su agresor: “¿Me lo dice en serio o en broma?”. Respondió el gigantón al tiempo que se quitaba el saco y se remangaba la camisa: “Se lo digo completamente en serio”. “Qué bueno -dijo entonces el pequeño señor volviendo a sentarse-. Porque ha de saber usted que a mí las bromas no me gustan nada”.
En una aldea de cierto país de Europa del Este un lugareño conoció a una bella turista que tomaba fotos de los castillos y palacios del lugar. Se ofreció a guiarla, y juntos fueron a los sitios de interés de la comarca. De ahí nació entre ambos un súbito romance que culminó cuando él le propuso matrimonio a la hermosa mujer después de hacerle el amor en la umbría soledad de un soto a la orilla del río Salzigbrack. “Antes de que me respondas –le dijo- debo hacerte una terrible confesión. Un día de cada mes me vuelvo un lobo”. “No importa –respondió la muchacha-. Yo también tengo tres días al mes en que me pongo insoportable”.
En la casa de lenocinio, ramería, lupanar, manfla, burdel, zumbido, congal o mancebía, un sujeto de siniestro aspecto le preguntó a una de las mujeres que ahí hacían comercio con su cuerpo: “¿Cuánto cobras?”. “Mil pesos” -respondió la interrogada. “Te daré 10 mil –ofreció el individuo-, en efectivo y por adelantado. Aquí los tienes”. Y así diciendo le entregó el dinero. Añadió luego: “Pero has de saber que soy adicto a las prácticas del Marqués de Sade: acostumbro golpear a mi pareja después de que el acto carnal se ha realizado”. Preguntó, nerviosa, la sexoservidora: “¿Y durante cuánto tiempo me vas a golpear?”. Respondió el tipo: “Hasta que me devuelvas los 10 mil pesos”.
Sor Bette le comentó al jardinero del convento: “Tengo el cuerpo cortado”. El hombre, que conocía la inocencia de las monjitas, la tranquilizó. Le dijo: “Son las pompas, madre”.
Don Cornulio llegó a su casa antes de lo esperado y sorprendió a su esposa encamada con un desconocido. “¡Bribona! –le gritó furioso-. ¡Mala mujer! ¡Hetaira! ¡Meretriz!”. “¡Ay, Cornulio! –se quejó la señora-. ¡Tú llenándome de injurias y yo aquí entrenando para darte un mejor servicio!”.
El hijo mayor de don Poseidón le contó, atribulado, que había embarazado a una muchacha. Según él le hizo el amor una sola vez, pero con eso hubo para poner a la joven en estado de buena esperanza. “Hijo mío -lo amonestó el progenitor-, debiste haber hecho lo que el tren inglés”. El muchacho se desconcertó: “¿Qué hace el tren inglés?”. Respondió don Poseidón: “Siempre sale a tiempo”.
Uglicia, lo digo con temor de faltar a la caridad cristiana, era bastante fea. Aunque su padre tenía una gran fortuna a la pobre muchacha jamás le había salido un pretendiente. Pero, como dice el dicho, nunca falta un roto para un descosido. Llegó de fuera un individuo llamado Picio, igualmente feo, y empezó a cortejar a Uglicia. El padre de la doncella, esperanzado en ver casada a su hija, buscó al recién llegado y le dijo lisa y llanamente: “El día que te entregue a mi hija depositaré en el banco 5 millones de pesos a tu nombre”. Sugirió el tipo: “¿No podría mejor entregarme los 5 millones y depositar en el banco a su hija?”
“¡Gallo desgraciado! -se enojó el granjero-. ¡Aprendió a nadar, y ahora está pisando también a las gansas del estanque!”. (“Me canso ganso”, dijo el gallináceo).
El agente viajero abrió la Biblia que estaba en el cajón del buró de su habitación en el hotel. Leyó en la primera página: “Si estás cansado de pecar te esperamos en la Iglesia de la Luz Iluminada”. Abajo, escrita a mano, había otra anotación: “Si todavía no estás cansado llama al teléfono 1107-23-4288-35 y pregunta por Lasda”.
En la mesa del restorán don Feblicio hizo un movimiento en falso y se echó en el regazo el plato de menudo. “¡Qué bueno! –se alegró la esposa del languidecido señor-. ¡He oído decir que el menudo levanta muertos!”.
Rondín # 2
El papá del niñito le preguntó: “¿Qué quieres ser cuando seas grande?”. Respondió el pequeño: “Repartidor de pizzas”. El señor se asombró: “¿Por qué quieres ser repartidor de pizzas?”. Contestó el niño: “Para que las señoras me dejen acostarme en sus camas como hace mi mamá”.
El ciempiés hembra y la luciérnaga se casaron el mismo día, y fueron con sus respectivos maridos a pasar la luna de miel en el mismo lugar. Al día siguiente de la noche de bodas las dos recién casadas se reunieron a comentar sus experiencias. La luciérnaga le preguntó en voz baja al ciempiés hembra: “¿Cuántas veces te hizo el amor anoche tu marido?”. Respondió ella: “Una vez”. “¿Sólo una vez? –se burló la luciérnaga-. Mi esposo me hizo a mí el amor tres veces”. Dijo con acento pesaroso la ciempiés: “Es que ustedes no tardan tanto en quitarse los zapatos”.
Lorenzo Rafáil y María Candelaria se casaron en el rancho. La noche de las bodas él vio los pies de su flamante mujercita y le preguntó, asombrado: “Oiga usté, María Calaya: ¿por qué tiene los dedos de los pies tan abiertos y separados?”. “Pos no sé, Lorenzo Rafáil -respondió ella, apenada-. Será por andar en el lodo todo el tiempo”. A la mañana siguiente el mocetón le dijo con recelo a la muchacha: “Oiga, María Calaya: quiero hacerli otra pregunta”. “Usté dirá, Lorenzo Rafáil” –contestó, nerviosa, la muchacha. Inquirió el rural mancebo, amoscado: “¿Qué también estaba sentada en el lodo todo el tiempo?”.
En medio del sermón del cura un individuo se puso en pie y abandonó la iglesia. Acabada la misa la esposa del sujeto fue con el sacerdote y le dijo: “No vaya a pensar, padre, que mi marido se salió del templo por lo aburrido de su sermón. Lo que pasa es que es sonámbulo, y camina dormido”.
Don Poseidón, rudo labriego, llevó a su hijo mayor a una cantina. Ahí le anunció que lo enseñaría a beber sin embriagarse. Seguidamente le pidió al cantinero que les sirviera unas copas de tequila. Después de haber bebido cuatro o cinco el muchacho preguntó con inquietud: “Padre: ¿cómo sabe uno que ya está borracho?”. Contestó don Poseidón: “Yo nunca bebo hasta embriagarme, hijo, pero es fácil saberlo. Por ejemplo, si en vez de aquellos dos hombres que están en esa mesa vieras cuatro, entonces sabrías que ya estás beodo”’. “Papá –aclaró el hijo-, nada más hay un hombre”.
Dos amigas se encontraron después de mucho tiempo de no verse. Le preguntó una a la otra: “¿Qué está estudiando tu hija?”. Respondió la otra: “No me lo ha dicho, pero creo que es algo relacionado con la hotelería”. Quiso saber la amiga: “¿Por qué supones eso?”. Respondió la otra: “Porque el otro día la oí decir que ya conoce todos los moteles de la ciudad”.
Afrodisio y Dulcibel se disponían a realizar el acto del amor. Pidió ella: “Apaga la luz”. Afrodisio cerró la puerta del coche.
Babalucas llegó muy enojado a la tienda de mascotas. Lleno de indignación le dijo al propietario: “Vengo a presentar una queja. Compré aquí semillas para pájaros; las sembré y no salió ninguno”.
La oficina de reclutamiento del Ejército se hallaba en un segundo piso, y el departamento de exámenes médicos estaba en el primero, inmediatamente abajo. Cierto joven en edad militar no quería ser reclutado, y le dijo al doctor: “Estoy casi ciego”. El facultativo le revisó los ojos y no encontró en ellos ninguna deficiencia. No obstante, para estar seguro hizo que el presunto ciego se desvistiera todo y luego le pidió a una curvilínea enfermera que pasara frente a él meneándose provocativamente. Le preguntó al recluta: “¿Qué ves?” Respondió el muchacho: “Nada”. Le indicó el médico: “Quizá tus ojos no vean nada, pero otra parte de tu cuerpo está apuntando directamente hacia la oficina de reclutamiento”.
Un ventrílocuo de teatro iba en su automóvil por la carretera y el vehículo tuvo una descompostura grave. Llamó por celular a una ciudad cercana y pidió una grúa. Cerca vio a un ranchero, y mientras llegaba la ayuda entabló conversación con él. “¿Qué tal la vida aquí?” –le preguntó–. “Muy aburrida –respondió el sujeto–. No tiene uno con quién platicar’’. Al ventrílocuo se le ocurrió una idea para divertirse. Le dijo al campesino: “¿Por qué no platicas con tus animales?”. Contestó el labriego, suspicaz: “Los animales no hablan”. “Claro que hablan –replicó el ventrílocuo–. Mira”. Fue a donde estaba el burro: “Dime, burrito: ¿qué hiciste anoche?’’. En seguida, con su voz de ventrílocuo, imitó la respuesta del asno: “Comí pastura y me dormí”. El ranchero quedó boquiabierto. Lugo el ventrílocuo se dirigió a la gallina: “Y tú, gallinita ¿qué hiciste?”. El ventrílocuo hizo como que la gallina respondía: “Puse un huevito; comí maíz y después me dormí también”. Azorado y nervioso el ranchero le pidió al ventrílocuo: “A la chiva no le vaya a preguntar lo que hizo anoche. Es muy mentirosa”.
Pepito lloraba desconsoladamente. La maestra, preocupada, le preguntó: “¿Qué te sucede?”. Entre hipidos y sollozos respondió el chiquillo: “Es que cuando tuve apendicitis me quitaron el apéndice, y ahora el doctor dice que tengo colitis”.
Otro de Pepito. Una noche estaba recitando sus oraciones. De rodillas ante su camita, cerrados los ojitos, las manitas juntas, pidió devotamente: “Diosito: cuida a mi mamita, cuida a mi papito, cuida a mis hermanitos, cuida a mis abuelitos, cuida a mis tíos y a mis primos, cuida a mis amiguitos, cuida a mi perrito. Y de paso cuídate tú también, porque si a ti te pasa algo a todos nos va a llevar la chingada”.
El señor le comentó a su hija: “Por más esfuerzos que hago no puedo recordar el nombre de una canción que dice: ‘Poniendo la mano sobre el corazón...’”. “¿Sobre el corazón? –repitió la chica–. Ha de ser una canción muy antigua”.
Un hombre en competente estado de ebriedad fue haciendo eses –y emes, y enes y eles– a donde estaba un policía y le preguntó con tartajosa voz: “Perdone, mi general: ¿en dónde estoy?”. Le respondió el gendarme: “En la esquina de MacLane y Ocampo”. “Olvídese de los detalles –se impacientó el beodo–. ¿En qué ciudad?”.
Eran los tiempos en que se usaban aún camas cuyos colchones se ponían sobre el llamado “tambor”, una armazón metálica con alambres y resortes. El botones del hotel llamó a la puerta de la habitación donde los recién casados estaban celebrando su noche de bodas. El novio, molesto por la enojosa interrupción, se puso una bata y abrió. Le dijo el botones: “Perdone la molestia, joven. Por órdenes de la gerencia, y atendiendo una petición unánime de los huéspedes del hotel, vengo a aceitar los resortes de la cama”.
Después de algunos años de casados, a doña Macalota le llamó la atención una extraña costumbre que adquirió don Chinguetas, su marido: al terminar de hacer el amor con ella se levantaba del lecho, traía un ramo de flores y se lo ponía encima. Intrigada le preguntó una noche: “Dime, Chinguetas, ¿por qué cada vez que hacemos el amor me traes flores al final?”. Explicó el marido: “Es que como no te mueves nada pienso que estás muerta”. (Nota: También le hacía una guardia y le dedicaba un minuto de silencio).
Casó Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna. La noche de bodas cumplió su deber de marido. Al final le preguntó a su mujercita: “¿Es la primera vez que haces esto?”. Exclamó ella, sorprendida: “¿Qué ya lo hiciste?”.
“Lo siento, Libidiano -le dijo la muchacha al cachondo galán que le pedía ir a la cama con él-. Me prometí a mí misma que nada me entrará antes que el anillo de matrimonio”.
Pirulina, la muchacha más ligera del pueblo, no profesaba ninguna religión. Un día, sin embargo, sintió que la luz de la fe le iluminaba el alma. Fue con el padre Arsilio y le pidió que la recibiera en la asamblea de los fieles. Le dijo con ansia de conversa: “¡Quiero ser bautizada, señor cura! ¡Derrame sobre mí las aguas del bautismo!”. Le respondió el buen sacerdote: “Contigo no serán suficientes esas aguas, hija mía. A ti voy a tener que ponerte en remojo toda la noche”.
Un borrachito fue llevado ante el alcalde del pueblo por una falta grave al reglamento municipal: había hecho aguas menores en la plaza pública. “Son 250 pesos de multa” –le informó el edil. “Es mucho -se inconformó el beodo. “Tal es la multa” –insistió el otro. El temulento le entregó un billete de 500 pesos. Dijo el munícipe: “En seguida le traerán su cambio”. “Guárdeselo –respondió el briago-. Creo que puedo atinarle a su escritorio desde aquí”.
Rondín # 3
A medias de la noche la esposa despertó a su marido. “Ulero -le dijo hablándole en voz queda-, creo que abajo anda un ladrón”. Contestó el tipo: “¿Y qué quieres que haga?”. “Ve a enfrentarlo -respondió la señora-. Nos va a dejar sin nada”. “De ninguna manera bajaré –replicó el señor Ulero-. Esos ladrones generalmente andan armados”. “Entonces iré yo” –dijo muy decidida la señora. En efecto, se levantó, se puso una bata y fue a la planta baja. Poco después regresó sin bata y con los cabellos en desorden. Le preguntó don Ulero: “¿Qué se llevó el ladrón?”. Respondió su mujer: “Tanto como llevárselo, no se lo llevó. Pero fue lo único que le faltó al cabrón: llevárselo”.
“Señor –le informó el gendarme al juez-, una bella mujer fue detenida por pasear desnuda en la playa”. Inquirió el juzgador: “¿Dónde está?”. Contestó el policía: “El compañero que la detuvo se llevó a su casa el cuerpo del delito”.
El seductor citadino no lograba que la fresca zagala campesina le entregara el último de sus encantos. “No entiendo, Silvestrina -le dijo desconcertado-. Me permites que te abrace, que te bese, que te acaricie toda; pero no me permites nunca llegar hasta el final. ¿Por qué?”. Respondió la muchacha: “Es por un dicho que tenemos aquí: ‘De la tapia todo, pero de la huerta nada’”.
“Doctor –le dijo don Languidio al doctor Duerf, siquiatra-, mi esposa se cree gallina”. Preguntó el analista: “¿Y quiere usted que la trate?”. “No, -respondió el señor-. Ella me envió con usted para ver si puede hacer que yo me sienta gallo”.
En la noche de bodas Rosilí se enteró de algo que su novio le había ocultado siempre: al muchacho le faltaba un pie, y usaba en su lugar una prótesis. Desolada llamó por el celular a su mamá. “Mami –le contó llorosa-, Leovigildo no tiene un pie”. “Vamos, hijita -trató de consolarla la señora-. En tratándose de esa medida no debemos ser tan exigentes”.
La trabajadora social habló con don Pitongo. “Entiendo -le dijo-, que es usted padre de 15 hijos, y que su esposa espera otro. ¿No le parece que ya son demasiados?”. “Qué quiere usted, señorita –suspiró el prolífico señor-. Dios me ha mandado esa lluvia de hijos”. Le sugirió la muchacha: “Pues cuando esté con su señora póngase impermeable”.
La madre de doña Burcelaga enfermó. Ella fue a la ciudad donde vivía la señora y estuvo cuidándola dos meses. Cuando regresó a su casa su esposo le dijo: “Tengo algo qué confesarte. En tu ausencia me sentí solo y empecé a visitar a la vecina cuando su marido salía a trabajar. No sólo te fui infiel: además gasté mucho dinero, pues la vecina me pedía mil pesos cada vez que estaba con ella”. “¡Mil pesos! -se indignó doña Burcelaga!-. ¡Qué abusona! ¡Cuando su mamá enfermó yo nunca le cobré nada a su marido!”.
Simpliciano, ingenuo joven ingenuo, contrajo matrimonio. Carecía de experiencia en cosas del amor, de modo que no supo cómo consumar el matrimonio. Le dijo su flamante mujercita: “Haz como los perritos”. Simpliciano se puso de rodillas en el suelo con los brazos en el pecho y las manitas dobladas y luego hizo: “¡Guau guau!”.
Don Usurino Matatías, el avaro del pueblo, estaba en agonía. Su esposa Avidia, rodeada de sus hijos, recogía sus últimas disposiciones. Empezó el cutre con voz desfallecida: “Don Gorrino me debe 10 mil pesos”. “¡Apunten, hijos, apunten!” –ordenó doña Avidia. Prosiguió penosamente el enfermo: “El señor Pepínez me debe 5 mil pesos. Doña Débora me adeuda 3 mil pesos. El señor Insolvio me debe mil pesos”. “¡Qué memoria! -exclamó con admiración Avidia-. ¡Qué lucidez! ¡Ni siquiera en este trance se olvida de sus cuentas! Apunten, hijos, apunten, para poder cobrar las cantidades después de la muerte de su padre, que por cierto ya está tardando mucho”. Don Usurino le impuso silencio con un movimiento de la mano. “Por mi parte –manifestó- le debo a don Moneto 100 mil pesos. Aunque no hay nada por escrito les dejo el encargo de que le paguen ese dinero de modo que mi honor no sea mancillado”. “¡Ah! -gimió con desesperación Avidia-. ¡Ya no apunten nada , hijos míos! ¡Su pobre padre ha empezado a delirar!”.
Sin darme cuenta pasé de la edad de la pasión a la edad de la pensión.
Un arqueólogo encontró una figura de barro que representaba a un hombre desnudo. Se la mostró a su esposa y le dijo: “Es muy interesante: pertenece al período bajo”. La señora vio la figura del hombre y comentó: “La del período alto ha de ser más interesante”.
La mujer de don Algón llamó por teléfono a su oficina. Eran las 11 de la noche y él todavía no regresaba a casa. Para asombro de la señora la secretaria de su esposo contestó la llamada. Le preguntó: “¿Por qué está tardando tanto mi marido?”. “Se debe a la edad -respondió la secretaria-. Y esta interrupción no va a ayudar”.
En el baño del restorán un señor de edad madura –lo conocemos ya con el nombre de don Algón- se oprimía con ambas manos el bajo vientre al tiempo que apretaba las piernas y saltaba de un lado a otro del baño. Al hacer eso repetía entre dientes con tono rencoroso: “¡Ahora me toca a mí, cabrona! ¡Ahora me toca a mí!”. En ese momento entró otro cliente. Vio al añoso caballero haciendo tan extravagantes movimientos y escuchó su insistente manifestación. Le preguntó: “Señor: ¿le sucede algo?”. “No me sucede nada -contestó don Algón-. Lo que pasa es que anoche fui a un motel con una amiguita, y la parte que me estoy apretando me hizo quedar muy mal. Ahora ella quiere hacer lo que hace en el baño, y yo no la dejo que lo haga. ¡Venganza, señor! ¡Venganza!”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, vio en un centro comercial a una linda y salerosa chica. Fue tras ella y le dijo sin más: “Te invito a salir hoy en la noche”. Ella lo rechazó, molesta: “¿Acaso piensas que voy a aceptar la invitación de un perfecto desconocido?”. Repuso Afrodisio, modesto: “Estoy muy lejos de ser perfecto”.
La esposa de Empédocles Etílez lo abandonó a causa de sus continuas borracheras. El ebrio redobló sus ebriedades. El buen padre Arsilio le aconsejó: “Hijo mío, no uses la botella como sustituto de tu mujer”. “Eso es imposible, señor cura -replicó Empédocles-. Ni siquiera cabe”.
Doña Jodoncia se esforzaba en enseñarle al gato de la casa a traerle sus pantuflas. Su hija se burló: “Estás perdiendo el tiempo, mami. Jamás podrás enseñarle eso al gato”. “¡Uh! -exclamó con tono de suficiencia la señora-. Tu papá era más difícil de entrenar, ¡y míralo ahora!”.
Le contó un tipo a otro: “Tuve un sueño muy raro. Se me aparecía un genio y me daba a escoger entre ser mariachi o ser gay”. Preguntó el otro: “Y ¿qué escogiste?”. “¿Tú qué piensas? –respondió el tipo-. ¿A poco crees que iba a andar por ahí cargando tamaña guitarrota?”.
El adolescente le pidió dinero a su papá. “Hijo –lo amonestó solemnemente el señor-: en la vida hay cosas más importantes que el dinero”. “Ya lo sé -admitió el muchacho-. Pero necesitas dinero para salir con ellas”.
Dos amigas se casaron más o menos por la misma fecha. Pasaron tres años y ninguna de las dos había encargado familia. Poco después se encontraron en el súper, y una de ellas lucía las evidentes señas de un próspero embarazo. “¿A qué médico viste?” -le preguntó la otra, interesada. “A ninguno -respondió la que se hallaba en estado de buena esperanza-. Oí hablar de un brujo, un tal Pitorro. Fui a verlo, y mírame”. Dos meses después las dos amigas se toparon nuevamente. Dijo la que no estaba embarazada: “Mi esposo y yo fuimos con el brujo Pitorro, y no dio resultado”. Le aconsejó la otra bajando la voz: “Debes ir sola”.
El telón de esta columnejilla se levanta hoy con un chiste cuyo sentido no capté. Helo aquí. Los marinos de un barco trataban muy mal al cocinero, un hombre llamado Ling. Lo hacían objeto de burlas y toda suerte de indebidos tratos. Cierto día, arrepentidos por su conducta, le pidieron disculpas y le prometieron que en adelante se portarían bien con él. “Gracias -les dijo el cocinero-. En adelante Ling les meneará su té con una cucharita”. “¿Con una cucharita? -se extrañó uno de los marinos-. Pues ¿con qué nos meneabas antes el té?”. Respondió Ling con una gran sonrisa: “Cuando se portaban regular se los meneaba con el dedo”.
Rondín # 4
Comentó Himenia Camafría, madura señorita soltera: “No cabe duda de que con los años te vas haciendo más sabia, más madura. Cuando yo era una adolescente no pensaba en otra cosa que en muchachos, muchachos, muchachos. Ahora, después de haber vivido más años, no pienso en otra cosa que en hombres, hombres, hombres”.
Una niñita tenía la costumbre de chuparse el dedo pulgar. Habían sido inútiles todos los esfuerzos de su mamá para quitarle la manía. Finalmente decidió contarle una mentira útil. Le dijo: “Rosilita: si sigues chupándote el dedo te vas a inflar como un globo”. A los pocos días llegó de visita una vecina que tenía ocho meses de embarazo. Rosilita le dijo: “Ya sé lo que hiciste para estar así”.
La joven madre que recién había tenido un bebé lo dejó encargado con su mamá para viajar a una ciudad cercana. Ahí se encontró a un señor que la conocía. “¿Cómo te va, Florelita? -la saludó afectuosamente el señor-. Oí que tuviste un bebé”. “¡Dios mío! -se consternó ella-. ¿Hasta acá se oyó?”.
A través del cristal la enfermera le mostraba la bebita al orgulloso papá, que la miraba feliz en compañía de un compadre. “¡Mire, compadre! -decía emocionado el feliz padre-. ¡Qué carita preciosa, qué manitas, que ojitos! ¡Y mírele las pompitas, que lindas!”. “Sí -confirmó el compadre-. Ahora pídale que se acerque más, para ver a la bebita”.
Pirulina consiguió que Babalucas, que es tan tonto, la llevara en su automóvil al Ensalivadero, solitario paraje al cual acudían las parejitas en trance de encendido amor. Ya ahí le habló con voz apasionada: “Baba, ¡dime palabras del corazón!”. Babalucas respondió: “Ventrículo… Aorta… Válvula mitral”.
Los novios le pidieron al joven sacerdote: “Queremos que nos case”. “No puedo -respondió el sacerdote-. Me hice la promesa de que jamás oficiaré en ningún matrimonio”. “¿Por qué?” -inquirieron con asombro los novios-. Les explicó el curita: “En el seminario me enseñaron que no debo participar nunca en juegos de azar”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llegó a su casa después de un viaje que duró semanas. Al día siguiente le relató a un amigo lo que le había sucedido. “Anoche le hice el amor a mi mujer –narró-. Al terminar, movido por la costumbre que adquirí en el largo tiempo que duró mi ausencia, saqué la cartera y le entregué un billete”. “¡Qué barbaridad! -se consternó el amigo-. Debes haber pasado un gran apuro”. “Y eso no fue lo peor -continuó el otro-. Ella sacó su bolsa y me dio cambio”.
La casa de Pepito estaba cerca de una de mala nota. Dos o tres veces por semana el chiquillo veía salir de ahí, ya muy entrada la noche, a un sujeto de sospechoso aspecto: llevaba lentes oscuros y sombrero de ala ancha que le servía de embozo. Además se tapaba el rostro con las solapas del saco para que nadie pudiera identificarlo. Tanto le llamó la atención a Pepito la actitud del individuo que una noche lo siguió hasta su domicilio. Desde entonces cada vez que el hombre, después de su visita al establecimiento de pecado, pasaba frente a la casa de Pepito, el travieso chiquillo le decía con cavernosa voz desde atrás de la ventana: “Ya sé dónde vives... Ya sé dónde vives...”. El tipo, al oír aquello, profería toda suerte de palabras de enojo y amenaza. Un día Pepito fue a confesarse por instancias de su mamá. El cura le preguntó: “¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?”. “¡Ah! -exclamó Pepito-. ¡Ahora ya sé también dónde trabajas!”.
La señora se dirigió al guardia del zoológico: “¿Por qué no están visibles el oso y la osa panda?”. “Es la época del celo -explicó el hombre-. Se encuentran en su cueva, apareándose”. Preguntó de nueva cuenta la mujer: “Si les echo cacahuates ¿saldrán?”. Inquirió a su vez el guardia: “¿Saldría usted?”.
Rosibel le dijo a Susiflor: “Me gusta que llegue el calor. En invierno me dan muchos resfriados”. Aventuró Susiflor: “Será que no te cubres el pecho”. “Sí me lo cubro -aseguró Rosibel-, pero mi novio siempre trae las manos frías”.
Ya conocemos a Avaricio Matatías. Es un sujeto avaro, cicatero, cutre y ruin. El día del cumpleaños de su esposa le regaló un zapato. Le dijo: “El otro te lo daré en la Navidad”.
Dulcibella, muchacha de buenas formas, le comentó a Rosilí: “Viajar en un autobús atestado es para mí como participar una ceremonia religiosa”. “¿Por qué?” -se sorprendió Rosilí. Contestó Dulcibella: “Siempre hay imposición de manos”.
Don Astasio no tuvo ya ninguna duda: su esposa lo engañaba. Eso le provocó una grave depresión. Ya no salía de su cuarto; no comía; todo el tiempo estaba sumido en silencio hosco. Una mañana su pequeño hijo fue corriendo a donde estaba su mamá y le dijo con alarma: “¡Mi papá se quiere arrojar por la ventana!”. Respondió la señora, displicente: “Dile que no lo haga. Le puse cuernos, no alas”.
Los recién casados salieron a su viaje de bodas en el automóvil de él. Poseído por ignívomas ansias amorosas, el novio no pudo contener más los ímpetus de su pasión, y al ver a las afueras de la ciudad un motelito de corta estancia o pago por evento se dirigió a él de inmediato, pues ardía ya en deseos de consumar las nupcias. Al entrar en la habitación que les fue asignada –la número 210– el muchacho le dijo a su flamante mujercita: “Siento un calor intenso. Encenderé el aire acondicionado”. Le informó la joven desposada: “El de este cuarto no funciona”.
Don Algón, salaz ejecutivo, le comentó a un amigo: “Mi secretaria es muy buena. Pero cuando es mala es mucho mejor”.
Goreto era un piadoso joven muy muy dado a devociones y lecturas pías. En una fiesta entabló conversación con una linda chica, y quiso tratar con ella uno de sus temas favoritos. Le preguntó: “¿Crees en el pecado original?”. “Pues te diré –respondió ella–. En estos tiempos ya es difícil encontrar un pecado verdaderamente original”.
Don Poseidón le dijo a Gerinelda, su hija mayor: “Tu novio es un engañador, un redomado hipócrita, un mentiroso”. La muchacha se asustó: “¿Por qué piensas eso, padre mío?”. Contestó el rudo campesino: “Anoche me dijo que va a pedir tu mano. ¡Como si no supiera yo lo que realmente quiere!”.
En un cuarto de hotel dos chicas conversaban luego de beber algunas copas. El rumbo de la plática las llevó a un tema algo escabroso: se preguntaron por cuánto dinero estarían dispuestas a ir a la cama con un hombre. Le preguntó una a la otra: “¿Lo harías por 10 mil pesos?”. “Sí”. “Yo también. ¿Y por 5 mil?”. “También”. “Yo igualmente”. De seguro las paredes de la habitación no eran muy gruesas, pues desde el aposento vecino se escuchó una voz de varón: “Cuando lleguen a los 300 pesos me avisan”.
Tibia y de plenilunio era la noche. La romántica muchacha le dijo a su galán con voz llena de emoción: “¡Me gustaría poner luz en tu vida!”. Respondió el lúbrico sujeto: “Entonces vámonos a lo oscurito”.
El jefe de personal rechazó al joven que solicitaba empleo cuando le dijo que era soltero. “Lo siento –le dijo–, pero aquí preferimos hombres casados”. Preguntó el solicitante: “¿Son más maduros?”. “No –le explicó el otro–. Lo que pasa es que están más acostumbrados a obedecer órdenes”.
Rondín # 5
Al empezar la noche de bodas la nerviosa recién casada le dijo a su flamante maridito: “Siento un no sé qué”. Le contestó él: “Espera un poco y sentirás un sí sé qué”.
En cierta ciudad del norte, fronteriza, iban por la calle dos muchachos demasiado finos para ser de frontera. Un majadero tipo les gritó: “¡Adiós, sílfides!”. Respondió con enojo uno de ellos: “¡Pos nos la pegaría tu papá!”.
La viuda se enteró de que su difunto esposo había dejado la mayor parte de su fortuna a una vedette. Fue con el administrador del panteón y le dijo que quería hacer un cambio en la lápida de su marido. Preguntó el encargado: “¿Qué modificación le quiere hacer?”. Respondió la señora: “La inscripción dice: ‘Descansa en paz’. Añádale por favor: ‘Hasta que nos volvamos a ver, cabrón’”.
En su primera noche de casado el novio se despojó con elegante movimiento de la bata de popelina verde que lo cubría y se dejó ver por primera vez al natural ante su novia. Preguntó ella: “¿A eso se refería tu mamá cuando me dijo que tenías cosas de niño?”.
Curro Tenédorez, torero de profesión, le confió tribulado a un amigo: “Pienso que mi mujer me está poniendo los cuernos”. Inquirió el otro: “¿Por qué supones eso?”. Explicó Tenédorez: “Cuando en el ruedo alzo el estoque para consumar la suerte suprema el toro me dice: ‘No irás a matar a un compañero, ¿eh?’”.
Un individuo joven llegó a la tienda y le pidió a la encargada que le mostrara unos guantes de mujer, pues quería hacerle un regalo a su novia. Preguntó la chica: “¿De qué medida usa ella los guantes?”. El cliente se apenó. “La verdad, no sé”. Le indicó la vendedora: “Ponga su mano en la mía y dígame si es más grande o más pequeña que la de su novia. Así sabré la medida de los guantes”. Dijo el tipo al tiempo que ponía su mano en la de la muchacha: “También quiero regalarle a mi novia un brassiére”.
Dulcibella le anunció a su mamá: “Afrodisio Pitongo me invitó a ir con él a su departamento”. La señora conocía la fama de cachondo del salaz sujeto, de modo que le dijo con alarma a su hija: “Por ningún motivo dejes que se te suba ese hombre, pues eso te deshonrará”. “No te preocupes, mami –replicó Dulcibella-. Ya pensé en eso: yo me le subiré primero y lo deshonraré a él”.
El doctor Ken Hosanna le preguntó a su paciente: “¿Le dieron resultado las pastillas para dormir que le receté?”. “No, doctor -contestó el hombre-. Lo único que se me durmió es lo que no quiero que se me duerma cuando no puedo dormir”.
“Señor juez -habló el indignado marido-: quiero divorciarme de mi mujer”. “¿Por qué?” -inquirió el juzgador. Explicó el sujeto: “Invitó a un compadre a desayunar”. Dijo el juez: “El Código Civil no contempla entra las causales de divorcio el hecho de invitar a un compadre a desayunar”. Precisó el demandante: “Mi mujer toma el desayuno en la cama”.
Uglicia no era precisamente una belleza. Sin embargo tenía una gran autoestima y se sentía soñada, aunque tenía las piernas como un hilo (del cero) y zambas. Cierto día sus familiares y amigos se sorprendieron cuando ella les informó que se proponía ir con un agente de espectáculos a ofrecer sus servicios de bailarina. “No vayas -le dijo su mamá, que quería evitarle algún mal rato-. Para presentarse en la oficina de ese señor hay que tener muy buenas piernas”. Uglicia demostró la alta estima en que se tenía cuando respondió: “¿Está descompuesto el elevador?”.
Babalucas, ya lo conocemos, es el hombre más tonto del condado. En una fiesta les comentó a sus amigos: “Necesité cinco años para aprender a tocar la guitarra como la toco”. “Es cierto -confirmó su esposa-. Los primeros tres se los pasó tratando de averiguar por dónde se le soplaba”.
En la penumbra de la cabina del jet la azafata fue corriendo hacia el asiento del fondo, donde iba aislada una pareja, y les dijo con severidad al hombre y a la mujer: “Ustedes saben que está absolutamente prohibido fumar en el avión”. Respondió el hombre: “No estamos fumando”. La azafata se desconcertó: “¿Y entonces por qué está saliendo humo de aquí?”.
“Háblame de sexo”. Así le dijo a su papá la niña adolescente. Tosió el señor, turbado, y respondió: “Ve con tu mamá”. “No -rechazó la muchachita-. No quiero saber tanto”.
Empédocles Etílez y sus compañeros de parranda tuvieron en medio de la borrachera una ocurrencia que les pareció genial: irían a cantar una serenata al pie de la ventana de Zafiria, la única sexoservidora que en el pueblo había. Se proponían entonar a cuatro voces, en homenaje a la odalisca municipal, la sentida canción “Virgen de media noche”, éxito de Daniel Santos. Ya iban a subir al coche cuando surgió un inconveniente: Etílez mostraba estar en el último grado de la beodez, tanto que a duras penas podía mantenerse en pie. Le dijo entonces uno de sus contlapaches: “Tú maneja, Empédocles. Andas demasiado ebrio para cantar”.
La clase de Biología trataba esa mañana acerca de los ovíparos. “Juanito -pidió la profesora-, pasa al pizarrón y dibuja un huevo”. El niño tomó el gis y en gesto inconsciente metió la otra mano en el bolsillo del pantalón. Desde el fondo del salón gritó Pepito: “¡Va a copiar!”.
Babalucas puso una sala de masajes. Fracasó. Era de autoservicio.
El capitán del barco avistó a dos náufragos, hombre y mujer jóvenes, que hacían señas desesperadas desde la playa de una isla. Fue en una lancha a rescatarlos, y en el tronco de una palmera vio cinco marcas hechas con cuchillo. “¿Ya tienen aquí cinco años? -preguntó asombrado. “No -respondió el hombre-. Apenas llegamos ayer”.
Una encuestadora le preguntó a Libidio: “¿Le gustan las mujeres con muslos gruesos o con muslos delgados?”. Contestó él sin vacilar: “Más bien me gusta lo intermedio”
La mamá de Susiflor le dijo: “El camino para llegar al corazón de un hombre pasa por su estómago”. Acotó Susiflo.r: “No creo que pase tan arriba”.
La enamorada chica le dijo a su novio: “¡Mis cabellos son tuyos, uno a uno! ¡Tuyos son mis ojos; tuyos mis labios! ¡Mi corazón es tuyo! ¡Tuyos son todos mis pensamientos!”. Protestó él: “¡Cómo eres mala! ¡Te estás reservando lo mejor!”.
Rondín # 6
Un amigo del esposo de Uglicia, mujer más fea que un coche por abajo, le preguntó: “¿Qué harías si encontraras a tu señora en brazos de otro hombre?”. Respondió el otro: “Llamaría al manicomio para avisar que un loco se les había escapado”
Sin saber cómo, Tirilita se encontró en el cuarto 210 del Motel Kamawa. Ahí la condujo, si no con engaños sí con astucias, su novio Pitorrango. En menos tiempo del que tarda en persignarse un cura loco el avieso galán ya tenía en el lecho del placer a la candorosa joven, a la que primero despojó de la ropa que vestía y luego de la impoluta gala de su doncellez. Volvió en sí la muchacha de aquel deliquio que la obnubiló, y al ver perdida su pureza rompió a llorar desconsoladamente. “No te aflijas, mi cielo –la consoló el seductor-. Mañana mismo iré a tu casa; hablaré con tus padres y pediré tu mano en matrimonio. Repararé mi falta”. “Está bien -respondió Tirilita al tiempo que se enjugaba las profusas lágrimas-. Entonces repara también las fuerzas y hazme esto mismo otra vez”
El padre O’Hare, cura de la iglesia de Saint Patrick, decidió aprender a jugar golf, a falta de otros entretenimientos de mayor sustancia que por causa de su ministerio le estaban prohibidos. El primer día que fue al campo lo acompañó sor Bette, la superiora del convento de la Reverberación, pues en el curso del recorrido iban a tratar varios asuntos de la incumbencia de ambos. Hizo su primer tiro el padre O’Hare y no atinó a pegarle a la pelotita. “¡Uta! -exclamó-. ¡Fallé el tiro!”. “¡Padre! -se azaró sor Bette-, acordémonos de que estamos en la santa presencia de Dios, que en todas partes se halla, incluso aquí. Le suplico no diga maldiciones, no sea que en su justificado enojo el Señor haga caer un rayo sobre usted como castigo a sus intemperancias de lenguaje”. “Perdone, reverenda madre -se disculpó el sacerdote-. Ya me habían dicho que este juego hace que aflore en aquellos que lo juegan lo mejor y lo peor de la naturaleza humana. Lamento haber ofendido su pudor”. Así diciendo se dispuso el cura a hacer su segundo tiro. Volvió a fallarlo y volvió a proferir con iracundia: “¡Uta! ¡Fallé el tiro!”. “¡Por Dios, padre! -lo reprendió nuevamente sor Bette-. No maldiga usted. Le puede caer un rayo del Señor”. “Mil perdones, su reverencia -se disculpó otra vez el párroco-. No se volverá a repetir”. Hizo un tercer tiro y lo falló otra vez. “¡Uta! -exclamó igual que antes-. ¡Fallé el tiro!”. En eso se abrieron las nubes y del cielo cayó un rayo que fulminó a sor Bette. Desde lo alto se escuchó una majestuosa voz: “¡Uta! ¡Fallé el tiro!”.
Usurino Matatías, el hombre más avaro del lugar, estuvo con una dama de tacón dorado. Al terminar el trance le dio un cheque y le dijo: “Si la próxima vez lo haces bien te lo firmaré”.
Don Feblicio, señor de edad más que madura -andaba ya en la ochentena-, salió del laboratorio que tenía en el sótano de su casa y se presentó, orgulloso, ante su asombrada esposa. El provecto señor iba sin ropa y lucía en la entrepierna una magnífica tumefacción propia de la juventud. Le dijo a la atónita señora: “A ver qué opinas ahora de mis estúpidos experimentos”.
“Quiero que sepa, jovencito, que esto no me gusta nada”. Lord Feebledick le dijo esas flemáticas palabras a Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de los faisanes, cuando lo sorprendió follando con lady Loosebloomers, su mujer. “Tiene usted razón, milord –admitió el mozo-. Visto desde afuera este espectáculo es muy poco estético”.
Uglicia, hay que decirlo, era muy fea. Cuando se acercaba a un espejo el cristal huía para no tener que reflejarla. Pero a nadie le falta Dios, dice el refrán. La doncella tenía riquezas, pues de su padre había heredado gran fortuna tanto en dinero como en bienes raíces. Llegó de la ciudad un forastero y de inmediato se aplicó a la tarea de cortejar a Uglicia. Llegó al extremo heroico de proponerle matrimonio. Le dijo ella: “Tú quieres casarte conmigo porque tengo dinero”. “Todo lo contrario –se defendió él-. Quiero casarme contigo porque yo no lo tengo”.
Un chico llevó a su novia a cenar en restorán. El mesero les trajo sendos vasos de agua. Preguntó el galán: “Esta agua ¿es pura?”. Respondió el camarero: “Tan pura como su novia, joven”. Dijo el muchacho: “Entonces tráigame un refresco embotellado”.
La fecunda mujer le informó a la trabajadora social: “Tuve cinco hijos con mi primer marido, cuatro con el segundo y tres yo sola”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, manifestó orgullosa: “Mi marido es campeón de polo”. Babalucas quiso saber: “¿Norte o Sur?”.
En otra ocasión la misma doña Panoplia le comentó a su amiga Gules: “Me encanta el tenor Solfado. Lo que más me gusta de él es su Rigoletto”. Preguntó doña Gules bajando la voz: “¿Tan íntimamente lo conoces?”.
El elefante le pidió sexo a la hormiguita. “Está bien –accedió ella-. Pero sólo si lo hacemos en forma segura”. Preguntó el paquidermo: “¿Cómo?”. Respondió la hormiguita: “Tú abajo y yo arriba”.
Cuando su hijo cumplió 5 años de edad el feliz papá le dijo a su mujer: “Una mensualidad más al hospital y el niño será realmente nuestro”.
El directivo del equipo de futbol le hizo saber a Himenia Camafría, madura señorita soltera: “Efectivamente, señorita, vendemos a nuestros jugadores; pero únicamente a otros clubes”.
Don Chinguetas y doña Macalota fueron a pasar varios días en la playa. Una de esas noches, ya en la cama, ella acercó su cuerpo al de su esposo en modo insinuativo. “¡Ah no! –protestó don Chinguetas retirándose inmediatamente-. ¡Estoy de vacaciones!”.
Aquel señor, ferrocarrilero jubilado, era de condición modesta, y sin embargo tenía en la sala de su casa una lujosa colección de trofeos de cacería: cabezas de leones, colmillos de elefantes, pieles de cebra, etcétera. Explicó a sus amigos: “Tiré del switch equivocado e hice que se descarrilara el tren del circo”.
El doctor Dyingstone, famoso explorador al servicio de la Sociedad Anglobritánica Inglesa de Geografía y Cartografía, regresó a su campamento en medio de la jungla y encontró a su esposa en la cama con el guía de la expedición. Antes de que el estupefacto señor pudiera pronunciar palabra le dijo su mujer: “Mister Bwana me estaba haciendo una demostración de los ritos de fertilidad de la tribu magumba, y resulta que son asombrosamente parecidos a los nuestros”.
Leonardo terminó de pintar su obra maestra, la Mona Lisa, y por primera vez se la mostró a la Gioconda. La vio ella y preguntó, amoscada: “¿Y entonces por qué me hizo usted desnudarme toda para pintar el cuadro?”.
El padre Arsilio, párroco de la Santa Reverberación, le dijo a Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que no lo cometan en el día del Señor): “Seamos justos, hermano, y reconozcámoslo: ¿qué haríamos nosotros de no ser por el pecado?”.
La flecha del piel roja atravesó de lado a lado el túrgido busto de la mujer que iba a su viaje de luna de miel con el pionero. Pese a tener clavada en el profuso tetamen la aguzada saeta la recién casada no dio muestra alguna de dolor. Le dijo apenada a su flamante maridito: “Querido: tengo que confesarte algo”
Rondín # 7
“Mi novia es insaciable en la cuestión sexual –le contó aquel muchacho a su papá–. Me pide que le haga el amor todos los días; frecuentemente dos veces seguidas, y en ocasiones hasta más. No hallo cómo hacer que pierda interés en el sexo”. Con laconismo le aconsejó su padre: “Cásate con ella”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, chocó el automóvil de su esposo contra un árbol de robusto tronco. Tal fue el golpe que la parte delantera del vehículo quedó toda chafada. “¡Caramba! –se apuró doña Panoplia ante la gente que acudió–. Espero no haber dañado a los caballos de fuerza. Mi marido está muy orgulloso de ellos”.
La adivinadora consultó su bola de cristal y le dijo al cliente: “Eres padre de tres hijos”. “Eso es lo que tú crees –se burló el tipo–. Soy padre de cuatro hijos”. Replicó impertérrita la adivinadora: “Eso es lo que tú crees”.
En el consultorio médico la curvilínea chica le dijo al facultativo al tiempo que ambos se vestían: “Lo encontré muy bien, doctor. ¿Para cuándo quiere mi próxima visita?”.
El cliente del restorán llamó al mesero y le reclamó enojado: “Hace media hora le pedí un café y no me lo ha traído”. Replicó el camarero: “No me grite, que no estoy sordo. ¿De qué quiere su pastel?”.
Dulcibella, muchacha en flor de edad, casó con don Geroncio, señor más viejo que dos pericos juntos. A su regreso de la luna de miel la recién casada le confió, extática, a una amiga: “Antes de casarnos mi marido me dijo: ‘Por mi edad lo haremos como el marqués: una vez al mes’. ¡Pero la noche de bodas me adelantó tres meses!”.
Al salir del teatro un griego de la época clásica le comentó a otro: “Supongo que Esquilo es bueno, pero uno viene al teatro a divertirse”.
Don Chinguetas le preguntó al agente de viajes: “¿Cuánto me costaría pasar tres días en Las Vegas con mi esposa?”. El hombre le informó la cantidad. Quiso saber don Chinguetas: “¿Y si voy solo?”. Respondió el agente: “Calcule usted el triple”.
La joven esposa le relató a una amiga: “Mi marido llegó anoche con el ánimo caído, pero me puse brassiére de media copa, medias rojas de malla con liguero, pantaletita crotchless, negligé transparente y zapatos de tacón aguja, y se lo levanté”.
El Poqui Tapolla es un nuevo personaje de esta columneja. La naturaleza se olvidó de dotarlo bien en la entrepierna, tanto que cuando el urólogo lo examinaba debía echar mano a una lupa. En cierta ocasión el Poqui dijo en el baño de vapor del club: “Unos milímetros más de bíceps y sería yo Mister Universo”. Acotó un socio: “Y unos milímetros menos de aquello y serías Miss Universo”.
Acerca de la medida del atributo masculino hay mucha discusión. Por encargo del Instituto de Sexología Kinsey dos chicas hicieron una encuesta a ese respecto. Una de ellas le preguntó a un sujeto: “Dígame, señor: tratándose del sexo en el varón ¿qué importa más? ¿El tamaño o la técnica?”. Respondió de inmediato el individuo: “Desde luego la técnica es lo que importa más, señorita. El tamaño no cuenta para nada”. La encuestadora llamó a su compañera: “¡Glafira! ¡Otro de picha corta!”. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Pese a su indigencia varonil el Poqui Tapolla contrajo matrimonio con una linda joven. La noche de las nupcias el desposado se puso frente a su flamante mujercita y con displicente ademán dejó caer la bata de popelina verde que había comprado en el súper especialmente para la ocasión. La muchacha, que por primera vez veía a su marido al natural, comentó con cierto desencanto: “Mi mamá me dijo que esta noche me darías una sorpresa muy grande. Pero, la verdad, a mí no me parece nada grande”.
“Mi marido me trata como a un perro”. Eso le contó doña Facilisa a su vecina. “¿Te golpea?” -se alarmó ésta. “No -precisó doña Facilisa-. Quiere que le sea fiel”.
Babalucas le dijo a su primogénito: “Hay dos palabras, hijo mío, que te servirán para abrirte muchas puertas en la vida. Son ‘Jale’ y ‘Empuje’”.
La mujer de don Astasio se acicalaba a la caída de la tarde; se pintaba como coche y vestía ropa provocativa. Luego le decía a su esposo: “Ahorita vengo”, y no regresaba sino hasta en horas de la madrugada. Una noche el celoso marido la siguió, y grande fue su sorpresa cuando la vio entrar en una casa en cuya puerta brillaba un foco rojo. Era a todas luces –especialmente a esa- un lupanar, casa de ramería o lenocinio, manfla, burdel, zumbido, mancebía, prostíbulo o congal. Fue don Astasio a donde estaba un policía y le dijo: “Señor gendarme: acabo de descubrir que mi señora viene todas las noches a ese establecimiento de pecado. Si entro yo a sacarla provocaré un escándalo. Le ruego que vaya usted por ella”. Así diciendo le proporcionó un retrato hablado de su liviana cónyuge. Entró al lugar el guardia y salió a poco empujando a una mujer. “Oiga -le indicó don Astasio-. Esa no es mi esposa”. “¡Pero es la mía!” -clamó el gendarme hecho una furia.
Edison contrajo matrimonio. En la noche de bodas le dijo muy enojado a su mujer: “¿Cómo que con la luz apagada? ¿Entonces pa’ qué chingaos crees que inventé el foco?”.
La recién casada le preguntó a su maridito cuando éste llegó de trabajar: “¿Qué te parecería una buena cena, mi amor?”. “No, mi vida -declinó él-. Vengo cansado; preferiría cenar aquí mismo en la casa”.
Don Poseidón, rudo labriego, asistió a una fiesta en una casa rica de la ciudad. Entabló conversación con uno de los invitados y le dijo: “Mire qué mujer tan fea aquélla que está allá. No me la soplaría ni aunque me pagaran”. “¡Señor mío! -protestó con iracundia el otro-. ¡Esa mujer es mi esposa!”. “Perdone usted -se disculpó don Poseidón-. Entonces sí me la soplaría. Y gratis”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a la linda Dulciflor: “¡Te quiero con toda el alma, te amo con todo el corazón y te deseo con todo lo demás! ¡Sé mía!”. Inquirió ella: “Y ¿te casarás conmigo?”. Respondió Afrodisio, molesto: “No me cambies la conversación”.
Los papás de aquella chica le decían “La payasa”. Salió con su chistecito.
El odontólogo extrajo con una pinza la muela del paciente, y se sorprendió al ver que de la pieza pendía una especie de hilo con dos bolitas. “¡Caramba! -exclamó azorado-. ¡La muela tenía la raíz más profunda de lo que me supuse!”.
Rondín # 8
El galancete llevó en su automóvil a una chica al solitario paraje llamado El Ensalivadero, lugar al que acudían las parejitas en trance de pasional amor. Ahí le dijo con preocupación fingida: “¡Qué oscura está la noche! ¡Ni siquiera alcanzo a ver mi mano!”. Respondió ella: “Y ahí donde me la tienes puesta menos la vas a ver”.
El marqués Ote y el conde Nado se iban a batir en duelo por el amor de la duquesa Ladda. Tenían ya las pistolas en la mano cuando llegó ella a toda prisa. Descendió de su carruaje y fue corriendo hacia ellos al tiempo que les gritaba con desesperación: “¡No se maten! ¡Hay pa’ los dos, no sean pendejos!”.
Jamás imaginó Liriola que su esposo Pitorrango le saldría tan cachondo. Todos los días le pedía sexo, y a veces ni siquiera se lo pedía: simplemente lo tomaba aprovechando que ella estaba en el lecho, acostada en decúbito prono, o inclinada sobre la lavadora. Era insaciable Pitorrango; parecía toro semental. Por efecto de esas continuas solicitaciones su pobre mujer andaba toda escuchimizada, lasa y lánguida, como si la aquejara algún extraño mal semejante a aquél que Horacio Quiroga describió en su macabro cuento “El almohadón de plumas”. Al ver que se le estaba yendo el aliento de la vida la infeliz acudió a la consulta de un médico de fama. Después del correspondiente examen clínico, y tras interrogar in extenso a la paciente, el sabio facultativo concluyó que la causa del agotamiento de Liriola eran las constantes demandas eróticas de su marido, que a más de ser cotidianas exigían notable esfuerzo físico. Sucede que el tal Pitorrango tenía más imaginación que el autor del Kama Sutra para inventar posiciones y posturas, algunas de ellas tan exóticas como la llamada “gavilán en vuelo”, en la cual el hombre se pone de pie junto a la cama; la mujer, entonces (Nota de la redacción. Nuestro estimado colaborador se extiende por dos fojas útiles y vuelta en la descripción pormenorizada de esta posición sexual, descripción que, aunque sumamente interesante, nos vemos en la penosa necesidad de suprimir por falta de espacio). Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. El doctor le dijo a Liriola: “Si quiere usted salvar la vida debe pedirle a su marido que reduzca sus demandas amorosas. Son tan intensas y frecuentes que sospecho que el señor está tomando las miríficas aguas de Saltillo. Sólo esas taumaturgas linfas son capaces de dar al varón tales arrestos. En el futuro haga usted el amor solamente los lunes, miércoles y viernes, pues si mantiene el ritmo actual dejará la existencia en el colchón”. Liriola, fiel a la prescripción del médico, le dijo esa misma noche a Pitorrango: “En adelante haremos el amor solamente tres veces por semana”. “Muy bien -admitió él-. Entonces en adelante vendré a la casa únicamente cada tercer día”. ¡Verraco!.
Don Ultimio pasó a mejor vida, y al punto su compadre Pijaleón empezó a trabajar el punto con la viuda. A la salida del panteón le dijo: “¡Qué guapa se ve usted de luto, comadrita!”. Respondió ella enjugándose las lágrimas: “Y eso que el negro no me favorece nada”.
Con preguntas también formo hoy mi columneja... ¿Cuál es la frase más famosa de César? “Yo hago la ensalada”.... ¿Por qué a las mujeres de 50 años les aparecen tantos achaques? Porque casi todas tienen 65... ¿Por qué Flacidia se dio un balazo cerca de la rodilla? Porque se iba a sucidar. Preguntó dónde estaba el corazón y alguen le dijo que a la altura del seno izquierdo... ¿Cuál es la estadística más interesante de la época de las Cruzadas? Se vendieron 3 mil cinturones de castidad y 12 mil copias de llaves... ¿Por qué salió embarazada la telefonista? Seguía el método del ritmo, y le dio a su marido un número equivocado”... ¿Por qué el sacerdote maya Ne-Chachak tenía fama de inteligente? Se guardaba las doncellas y las ofrendas de oro, y a los dioses del cenote les echaba galletitas... ¿Por qué los cocuyos batallan tanto con las cocuyitas? Ellas nunca quieren con la luz encendida... ¿Por qué Pepito le llevó una sandía a la maestra? El día anterior le llevó una manzana, y ella le dio un beso... “¿Sabes cuál es el mejor anticonceptivo oral?”. “No”. “Ése” ... ¿Por qué a la chica que se estaba casando le temblaban las piernas? Porque dentro de pocas horas se iban a separar... Cuando el maestro les pidió a los niños que le dijeran palabras terminadas en -ollo, ¿qué respondió Pepito? “Espalda “... ¿Qué dijo el contratista que hizo la Torre de Pisa? “Me robé un poco de material de la cimentación, pero estoy seguro de que nadie se va a dar cuenta jamás”... ¿Qué le dijo Tarzán a Jane cuando ésta se negaba a abrirle la puerta porque había llegado en la madrugada? “Si no me abres me voy a una casa de Chitas”... ¿Por qué la señora que dio a luz a su primer bebé no le puso al niño el nombre del papá? Porque su marido insistió en que se llamara como él... ¿En qué se parecen las chicas que se han asoleado en la playa a los pavos? La carne blanca es la mejor... ¿Por qué México va a ser un paraíso terrenal? Porque al paso que vamos todos andaremos a poco como Adán y Eva... ¿Qué dijo el predicador cuando por error fue a una casa de mala nota en vez de ir a un hotel? Comentó: “El cuarto no era muy bueno, ¡pero qué servicio!”… ¿Por qué a aquella muchacha le decían “La troyana”? Porque le abría la puerta al primer desconocido que le hacía un regalo... ¿Qué dijo Groucho Marx cuando su hijo no fue aceptado en un club de natación por ser él judío? “Su madre es cristiana. Al menos dejen que se meta en la alberca hasta el ombligo”... ¿Qué le contestó el Empédocles Etílez a su esposa cuando ésta le dijo: “Has de haber perdido la raya” (o sea el sueldo). Le respondió: “Como si plancharas tan bien”… ¿Por qué Babalucas pensó que su mujer era muy tonta? Porque iba a tener un hijo, e ignoraba que hacía tres años él se había hecho la vasectomía... ¿Por qué hay que sospechar de la veracidad de los chinos? Porque son millones y millones y dicen que su deporte preferido es el ping-pong... ¿Qué hizo don Wormilio cuando encontró a su mujer con un hombre muy alto. Nada. Esperará a sorprenderla con un chaparrito... ¿Qué le dijo Pirulina a Simpliciano cuando en la noche de bodas éste le preguntó si era virgen? “Ay, sí! ¿Y a poco tú eres San José?”.
Lo que en la mujer es adulterio, y en el hombre travesura, se da con mayor frecuencia cuando baja la temperatura. Hacía frío aquella tarde. Lord Feebledick regresó de la cacería de la zorra y encontró a su mujer, lady Loosebloomers, en estrecho consorcio de libídine con Wellh Ung, el fornido mocetón encargado de la cría de los faisanes. Milady adujo para justificarse: “Es que no está funcionando la calefacción”. “Ten más cuidado, mujer -recomendó el marido-. ¿Qué tal si en vez de ser yo quien te encontró en esta situación hubiese sido cualquier otra persona?”. “Es cierto -admitió ella-. En adelante procuraré ser más cuidadosa”. “Y tú, muchacho -se dirigió lord Feebledick a su sirviente-, ¿acaso no es ésta la hora de dar de comer a los faisanes?”. “Los dejé ya bien comidos, milord -respondió el mozo-. Usted sabe que no me gusta faltar a mis deberes”. “Entre los cuales, por cierto -replicó, severo, el dueño de la finca-, no está el de suplir la ausencia de la calefacción”. “Señor -dijo Wellh Ung-, nada me cuesta dar un pequeño servicio adicional”. “Por éste no esperes ningún pago” -le advirtió el jefe de la casa. “Ay, Feebledick -lo reprendió lady Loosebloomers-, no seas cutre. ¿Qué te cuesta darle una pequeña propina a este muchacho por el servicio térmico que me prestó? De no ser por él me la habría pasado tiritando en la cama”. Le contestó milord: “Siempre he sospechado que hay entre tus ancestros un francés. En Francia tienen sexo; en Inglaterra tenemos bolsas de agua caliente”. “Para ti quizá es lo mismo -contestó lady Loosebloomers-, pero no para mí. Yo suelo practicar la erotolalia: me gusta hablar con mi pareja al hacer el amor. Cuando tuve aquella relación con mister Shaw solíamos tratar cuestiones sociales que a él le interesaban mucho. Con este joven sostengo amenas pláticas sobre la flora y la fauna en Devonshire. ¿Acaso se puede conversar con una bolsa de agua caliente?”. “Razonable parece el argumento -reconoció lord Feebledick-, pero no es suficiente para justificar un consorcio adulterino. Sé que la carne es débil, y que es difícil romper algunos hábitos. Si yo no puedo dejar la pipa, tampoco puedo pedirte que renuncies a esta lúbrica afición. Pero una cosa voy a solicitarte: ya que no puedes ser casta, procura ser cauta”. Así dijo lord Feebledick, y después de hacer una leve inclinación de cabeza para despedirse de lady Loosebloomers y de su concubinario se dirigió a la biblioteca a resolver el crucigrama del Times.
Don Algón y una amiguita fueron a un motel. Al terminar el trance que los llevó ahí el salaz ejecutivo le preguntó a la muchacha. “El rato que acabamos de pasar aquí ¿no te hace desear otro?”. “Sí -respondió la muchacha-, pero no está aquí”.
Pirulina le dijo al juez: “Este hombre abusó de mí a medias”. “¿Cómo a medias?” -se desconcertó el juzgador. “Sí -explicó Pirulina-. Me pagó con dos billetes de 500 pesos, y uno de ellos era falso”.
“Acúsome, padre, de que soy bígamo”. Eso le confesó el muchachillo adolescente al padre Arsilio. El buen sacerdote se asombró: “¿Cómo es eso?”. Explicó el chamaco: “Acostumbro cambiar de mano”.
El sesentón le preguntó a su médico: “¿Cree usted, doctor, que puedo vivir otros 20 años?”. El facultativo inquirió a su vez: “¿Bebe usted?”. “No”. “¿Anda con mujeres?”. “No”. ¿Se desvela con sus amigos?”. “No”. Dijo entonces el galeno: “¿Y entonces pa’ qué chingaos quiere vivir otros 20 años?”.
En el campo nudista un socio le presentó a otro a una nueva socia, mujer de exuberantes prendas físicas tanto en el hemisferio norte como en el correspondiente al sur. El presentado le dijo a la frondosísima mujer: “Siento un gran gusto al conocerla”. Replicó ella: “Sí. Ya lo estoy viendo”.
Doña Frigidia le reclamó a su esposo: “¿Por qué nunca dices mi nombre cuando me haces el amor?”. Explicó don Frustracio: “Porque no quiero despertarte”.
La encuestadora le preguntó al señor: “¿Cuántas veces a la semana hace usted el amor con su esposa”. Respondió el señor: “Dos”. “Lo felicito –le dijo la muchacha-. Su vecino lo hace sólo una vez”. “Bueno -razonó el sujeto-. Yo tengo más derechos que él. Después de todo es mi esposa”.
Un toro de enorme corpulencia y aguzados cuernos arrinconó a un hombre contra la pared. El animal se vuelve hacia la vaca y le pregunta con feroz acento: “¿Éste fue el cabrón que te agarró las tetas?”.
Frase poco célebre: “Algunos hombres cuentan aventuras que nunca tuvieron, y algunas mujeres tienen aventuras que nunca contarán”. Otra igual: “Cuando un hombre se vuelve rico se hace travieso. Cuando una mujer se vuelve traviesa se hace rica”.
El maduro señor vio inútiles todos sus esfuerzos y se dejó caer por fin de espaldas en la cama. Su esposa le dijo: “En este renglón no guardaste nada para la jubilación ¿verdad?”.
Aquel tipo se casó con una oficial de tránsito. La noche de las bodas ella lo multó por no ponerse casco, por exceso de velocidad y por ir en dirección equivocada.
Jactancio, muchacho faceto, presumido, alardeaba en una fiesta de sus conquistas amorosas, imaginarias todas. Lo escuchaba con impaciencia un caballero que por su educación no podía dejar de oír las necedades del majadero mozalbete. Proclamó el torpe mancebo: “Todas las mujeres que ve usted en esta reunión han sido mías. Menos, claro, aquella señora. Es mi mamá”. “Qué coincidencia –replicó el señor, imperturbable–. Entonces entre los dos las hemos tenido a todas”.
Un bromista le tapó los ojos a Himenia Camafría, madura señorita soltera, y luego le dijo disfrazando la voz: “Si no adivinas quién soy tendrás que darme un beso”. Respondió de inmediato la señorita Himenia: “¿Don Miguel de Cervantes Saavedra? ¿Thomas Alva Edison? ¿Cuauhtémoc? ¿Salomón?”.
Don Moneto, dineroso señor, salió de su banco y un pordiosero le pidió una limosna. El banquero iba de prisa, de modo que respondió: “Le daré algo a mi regreso”. Manifestó muy digno el pedigüeño: “No doy crédito”.
Rondín # 9
El señor, inquieto porque era ya la medianoche y el novio de su hija no se despedía, se asomó por el barandal del segundo piso y preguntó: “Susiflor: ¿está ahí abajo Pitorrango?”. “Todavía no, papi –respondió la muchacha–. Pero ya lo veo con ganas”.
El alambrista del circo entró en su remolque y sorprendió a su mujer haciendo cosas de voluptuosidad con el trapecista. “¿Qué significa esto, Chanfaina?” –preguntó iracundo–. Replicó la mujer: “A ti no hay quién te entienda. La vez que me hallaste con el enano me dijiste que había caído muy bajo, y ahora que estoy con el del trapecio te enojas también”.
Don Martiriano, sufrido esposo de doña Jodoncia, se rindió por fin ante las repetidas instancias de su mujer, que le exigía ir a ver al dentista. “Pero la dentista ha de ser mujer” –se atrevió a condicionar don Martiriano–. “¿Por qué?” –preguntó con recelo doña Jodoncia. Explicó don Martiriano: “Porque quiero que una mujer me diga: ‘Abra la boca’, en vez de: ‘¡Cierra el hocico!’”.
Dos amigos veían en la tele una película de ambiente judicial. Comentó uno: “Yo no creo en la eficacia de esas máquinas detectoras de mentiras”. “Yo sí –acotó el otro–. Estoy casado con una”.
El topo le hizo al conejito una propuesta al mismo tiempo deportiva e indecorosa. Le dijo: “Vamos a jugar una carrerita de aquí hasta aquella piedra que se ve allá. Yo iré bajo la superficie de la tierra; tú correrás sobre ella. El que llegue primero a la piedra podrá hacer con el otro lo que quiera”. El conejito aceptó la apuesta. A una voz del topo los dos emprendieron la carrera. El conejito ni siquiera se acercaba aún a la piedra cuando el pequeño topo asomaba ya la cabeza en la meta. Entonces, según los términos de la apuesta, el topo dispuso del conejito a voluntad. El conejo, al mismo tiempo mohíno y enojado, le pidió al topo”. “Dame la revancha. Cuando hay desquite no hay quien se pique”. Jugaron otra vez la carrera y el resultado se repitió: cuando el conejito iba apenas a medio camino el topo ya había llegado a la meta. Otra vez repitió con el enojado conejo su indecorosa acción. El conejito, picado –dicho sea sin segunda intención–, le exigió al topo repetir la carrera. El resultado fue el mismo. Ya iba el topo a cobrar otra vez la apuesta en los mismos términos cuando una zorra que observaba los acontecimientos se dirigió al conejito y le dijo: “Eres un tontejo o un pentonto, a escoger. ¿No te has dado cuenta todavía de que son dos topos, uno al principio y otro al final de la línea? Se están burlando de ti”. Respondió el conejito con delicado acento y atiplada voz: “No me importa eso. Y tú no te metas: deudas de juego son deudas de honor”.
Don Astasio sorprendió a su mujer, doña Facilisa, en apretado trance de fornicio con el vecino del 14. Le dijo con energía al hombre, aunque procurando no perder su acostumbrada ecuanimidad: “Esto no se va a quedar así”. “Claro que no, vecino –le respondió, cortés el individuo-. Ya le había prometido yo a su señora esposa que al terminar esto le ayudaré a tender la cama”.
Pepito invitó a Tirilita, su pequeña y linda amiga, a jugar en su alberquita. Le propuso: “Nos descalzaremos y meteremos los pies en el agua”. La niña se preocupó: “¿Y si se me moja mi ropita?”. “Eso no sucederá -la tranquilizó Pepito-. Nos descalzaremos hasta arriba”.
Otro de Pepito. Cierto día le preguntó a su mami cómo nacían los niños. La señora, algo turbada por aquella súbita pregunta, trató de explicarle el milagro de la vida recurriendo al tradicional ejemplo de los pajaritos y las florecitas. Una semana después la familia de Pepito fue a una boda. El novio era flacucho y esmirriado, enclenque, raquítico, cuculmeque, tilico y escuchimizado. La desposada, por el contrario, era gigantea, robusta, bien nutrida y dueña de prominente tetamen y abultado nalgatorio. Pepito se inclinó hacia su mamá y le dijo al oído: “Me parece muy poco pajarito para tamaña floresota”.
Doña Golona, matriarca con mucha ciencia de la vida, amonestaba a sus nietas y les advertía sobre los riesgos del trato con los hombres. Les dijo: “Si un individuo las invita a tomar licor con él no acepten”. Preguntó, divertida, una de las nietas: “¿Podríamos acabar debajo de la mesa, abuela?”. “No -respondió doña Golona-. Podrían acabar debajo del individuo.
La adivina, tras consultar su bola de cristal, le anunció a la chica que la visitó: “Muy pronto llegará a tu vida un hombre”. “Ya lo sé -sonrió la muchacha-. Alto y moreno ¿verdad?”. “No –replicó la adivinadora-. El que yo digo es otro. Te lo entregarán en la clínica de maternidad aproximadamente dentro de 8 meses”.
Picia, muchacha rica, pero fea -o muchacha fea, pero rica, según se vea- le decía a su novio, gemebunda: “¡No lo niegues, Interesio! ¡Te quieres casar conmigo porque soy rica!”. “Todo lo contrario, vida mía –protestó él-. Me quiero casar contigo porque yo soy pobre”.
Una tía de Pirulina que vivía en otra ciudad tenía algún tiempo de no ver a la muchacha. Con motivo de las vacaciones fue a su casa. La mujer gustaba de meter la nariz en los asuntos ajenos, de modo que de buenas a primeras le preguntó con traviesa sonrisa a su sobrina: “¿Ya te picó el gusanito del amor?”. “Sí, tía –respondió ella bajando la voz-. Pero cuando veas a mi novio sabrás que no me picó precisamente un gusanito”.
Este día no voy a orientar a la República. Es lunes, y bien puede pasarse la Nación sin mi palabra admonitoria. Después de todo se trata de un solo día. En vez de hablar de política recordaré a petición de uno de mis cuatro lectores una oración muy útil en la vida cotidiana. Si esa plegaria se reza con verdadera devoción protege contra uno de los mayores peligros que en la existencia diaria podemos encontrar. Hago una aclaración: debemos evitar a toda costa actuar de tal manera que los demás tengan que recitar esa invocación para protegerse de nosotros. La oración que en seguida ofrezco no viene en ningún breviario, eucologio, libro de preces o devocionario. Así, bien harán mis lectores en aprenderla de memoria para poder decirla. He aquí el texto de esa útil oración: “¡Oh Señor, Señor, Señor! / Mándame pena y dolor. / Mándame males añejos. / Pero lidiar con pendejos / ¡no me lo mandes, Señor!”... (Debe rezarse todas las mañanas antes de salir de la casa o al empezar una junta de trabajo).
“Me da un condón” –le pidió el cliente al farmacéutico. “Los tengo en tres presentaciones –le informó el hombre-. Para principiantes, con un solo condón para los sábados. Para solteros, con tres condones para martes, jueves y sábados. Y para casados, con 12 condones”. Preguntó el comprador: “¿Por qué tantos?”. Explicó el de la farmacia: “Uno para enero, otro para febrero, otro para marzo”
Doña Balena, señora que pesaba 10 arrobas –cada arroba equivale a 11 kilos y medio-, les comentó a sus amigas: “Todos los días voy al gimnasio, pero cuando acabo de ponerme el leotardo quedo tan agotada que ya no puedo hacer ninguna clase de ejercicio”
Él y ella eran radioaficionados. Su común afición los condujo al matrimonio. (Nunca se sabe a dónde pueden conducir las aficiones). La noche de las bodas ella se mostró decepcionada por las exiguas dimensiones de entrepierna de su maridito. Le dijo con tono desabrido: “No sabía que eras de onda corta”. Replicó él: “No es que yo sea de onda corta, Amilia. Lo que pasa es que tú eres de banda ancha”
Daisy Mae, muchacha americana, de Poughkeepsie, sufría dificultades de lenguaje. A la hora del amor en vez de gritar: “Oh my God!” gritaba: “Oh my dog!”
El busto femenino ha ejercido siempre un poderoso atractivo sobre el varón. Dos teorías hay a ese respecto. La primera dice que ese atractivo se debe a la evocación del seno materno. La segunda afirma que a la vista de un tetamen generoso el hombre siente asegurada la nutrición de su progenie. El caso es que en una cena de gala quedaron juntos Bubilina, mujer de senos túrgidos, y el doctor Alfárez, cirujano plástico. Un pronunciado escote dejaba a la vista en toda su magnífica opulencia el doble encanto de la hermosa dama. A la mitad de la cena le dijo ella al médico: “Me gustaría, doctor, que me quitara algo de mi busto”. “Será un placer –repicó el facultativo-. ¿Qué quiere que le quite?”. “¡Los ojos!” –profirió con enojo Bubilina.
El cuento que abre hoy el telón de esta columnejilla es de color subido, muy subido. Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y de inmediato le sobrevino un acceso de singultos tan intenso que para aliviar a la señora su médico de cabecera hubo de administrarle una potente menesunda. Quien no quiera exponerse a un accidente igual debe abstenerse de leer el vitando chascarrillo que ahora sigue… Tres individuos acudieron a una casa de mala nota. El dicho establecimiento tenía una particularidad extraña: cobraba según la medida de entrepierna que tuviera el cliente. A medida mayor, mayor tarifa. Acabado el menester que ahí los había llevado, los tres sujetos salieron del local y al punto comentaron lo que a cada uno le habían cobrado. Resultó que dos de ellos habían pagado mucho, y el tercero poco. Explicó éste antes de que los otros aventuraran alguna otra explicación: “Es que ustedes pagaron a la entrada, y yo a la salida”.
“Ahora que nos vamos a casar –le dijo él a ella– no te pido nada. Lo único que espero de ti es que me seas fiel”. “Está bien –aceptó ella–. Te seré fiel con la mayor frecuencia que me sea posible”.
Rondín # 10
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su esposa le contó a una amiga: “Anoche mi marido me besó la mano cuando estábamos cenando”. Comentó la otra: “¡Qué romántico!”. “No –aclaró la mujer del majadero–. Es que no había servilleta”.
Declaró don Languidio: “Hace unos días me tomé una pastilla de Viagra y se me atoró en la garganta. Es fecha que todavía no puedo doblar el cuello”.
El marido iba a salir de viaje. Su mujer le pidió: “Dame para pagarle al casero lo que le debemos”. “No tengo dinero –negó el hombre–. Hazle como puedas”. Al regreso del tipo le informó la señora: “Hice lo que pude, tal como me dijiste. Le di al casero algo que le gustó bastante. Con eso le pagué todo lo que le debíamos. Y en la semana que estuviste ausente quedaron pagados también los próximos 14 meses”.
Terminó el trance de amor y el indio maya le dijo muy ufano a la doncella: “Deberías darme las gracias por esto, Nikteria. Después de lo que acabo de hacerte ya no corres el riesgo de que los sacerdotes te echen al cenote de las vírgenes”.
En el cálido acogimiento del lecho conyugal el marido se acercó a su esposa dispuesto ya para el acto del amor. La señora estaba pensando en otra cosa, de modo que le dijo a su consorte: “Todo ha subido. Ha subido el aguacate; ha subido el detergente; ha subido la cebolla; ha subido el recibo del gas… Todo ha subido”. Y siguió con una larga retahíla de quejas a propósito de lo mucho que había subido todo. La interrumpió el hombre, mohíno: “Tú acabas de conseguir que algo baje”.
Don Algón y su linda secretaria terminaron de arreglarse las ropas en la oficina del salaz ejecutivo. Le dijo él a ella: “¿Está ya más tranquila, Susiflor? ¿Se ha convencido de que hay cosas que usted puede hacer y una computadora no?”.
Don Frustracio se asomó por la ventana y exclamó con acento ensoñador: “¡Qué hermosa está la luna!”. Doña Frigidia, su mujer, dijo inmediatamente: “Hoy no. Me duele la cabeza”.
Sor Bette fue con sus alumnas a una tienda de ropa. Le preguntó a la dependienta: “¿Por qué es tan caro este abrigo?”. Le explicó la encargada: “Porque es de lana virgen”. La monjita se volvió hacia sus pupilas y les dijo: “¿Lo ven, muchachas? ¡La virtud paga!”.
Babalucas le pidió con ansiedad a su novia Loretela: “¿Hacemos el amor, mi vida? ¡Por favor, dime que estás dispuesta a hacer el amor conmigo!”. Replicó ella: “Otra pregunta estúpida como ésa y me salgo de la cama, me visto y me voy de tu departamento”.
La vedette le preguntó a su compañera: “¿Cómo te fue anoche con ese muchacho norteño con el que saliste?”. Respondió la otra: “Me hizo una impresión profunda”. “¿De veras?” –se interesó la amiga. “Sí –respondió la vedette-. Me dejó impresa en la barriga la hebilla de su cinturón”.
El tipo se presentó con don Chinguetas: “Soy de la Sociedad Protectora de Animales”. Inquirió él: “¿Protector o protegido?”.
Don Gerolano se esforzó bastante, pero no pudo ponerse en aptitud de hacer honor a los encantos de la joven y linda Loretela. No por eso perdió la presencia de ánimo. Cuando la muchacha le dijo: “Esto está blando”, el provecto señor respondió tranquilamente: “¿Ah sí? Y ¿qué dice?”.
El novio de Eglogia, la hija de don Poseidón, habló con él: “Vengo a pedirle la mano de su hija”. El rudo labrador se volvió hacia su mujer: “Te dije que es un pendejo. Mira con lo que se conforma”.
El niñito le preguntó a su padre: “¿Tienes muy buen estómago?”. El señor se extrañó: “¿Por qué me preguntas eso?”. Explicó el pequeño: “Oí que mi mamá le dijo al vecino que tú te tragas todo”.
El elefante y la hormiguita acudieron ante un oficial del Registro Civil. Dijo el paquidermo: “La hormiga y yo queremos casarnos”. “¿Queremos? –repitió con enconoso acento la hormiguita–. ¡Tenemos qué!”.
Don Gerolano, señor de muchos calendarios, casó con Pomponona, mujer en flor de edad y de abundosas prendas físicas. Ella le hacía constantes demandas de erotismo, lo cual traía al provecto señor exangüe, exánime, exinanido y extenuado. Cierto día ella le anunció que esa noche iría a dormir en casa de su mamá. Así, don Gerolano quedó solo en la suya. Antes de acostarse fue al baño a cumplir el obligado rito de satisfacer una necesidad menor. (Una compañía teatral itinerante presentó en cierto lugarejo la tragedia “Otelo”. Llegó la escena cumbre. Desdémona, después de rezar sus oraciones, se mete en el lecho. Desde la galería se oyó el grito de un pelado: “¡Desdémona! ¿Qué no vas a mear?”). Fue, pues, don Gerolano al baño. Y sucedió que por más esfuerzos que hacía no lograba encontrar la parte que necesitaba para cumplir el menester que ahí lo había llevado. Dirigiéndose a dicha parte le dijo con ternura: “Ya no te escondas, linda. Puedes salir: la ninfómana no está”.
Don Algón, salaz ejecutivo, anhelaba gozar los encantos de su linda secretaria Susiflor. Ella, sin embargo, resistía tenazmente el asedio de su cachondo jefe. Pero el viejo porfió tanto que al fin Susiflor cedió –se dio–. En la habitación 210 del Motel Kamawa tuvo lugar el desigual encuentro. Acabado el trance don Algón sacó de su cartera unos billetes y se los dio a la chica. Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas. “¡Perdóname, preciosa! –exclamó el ejecutivo sinceramente apenado–. ¿Te ofendí al darte ese dinero?”. “No –respondió Susiflor–. Lloro al pensar en todo el que he perdido haciendo esto de gratis con los otros jefes y los demás empleados”.
El severo papá de Dulcibella le advirtió al galancete que cortejaba a su hija: “En esta casa, joven, las luces se apagan a las 11 de la noche”. “No importa, señor –repuso con ligereza el boquirrubio–. Al cabo no vamos a estar leyendo”.
Don Cornulio llegó a su casa cuando no se le esperaba y sorprendió a su mujer follando con un desconocido. Al ver ese espectáculo el mitrado marido profirió en altísonos dicterios y maldiciones de gran peso. “Repórtese usted, caballero –le dijo en tono de reproche el cuyo–. Hay una dama presente”.
Simpliciano, muchacho candoroso, contrajo matrimonio con Pirulina, mujer de mucho mundo. La noche de las bodas él le dijo, solemne: “Tengo un regalo para ti, mi vida: el regalo de mi virginidad”. “Te lo agradezco mucho, cielo –contestó ella–. Al regreso yo te compraré una corbata”.
Rondín # 11
Hubo un incendio en el convento y todas las madres salieron hechas ídem. Sor Bette le sugirió a la superiora: “Busque usted al padre capellán”. Inquirió la reverenda: “¿Para que rece?”. “No –precisó sor Bette–. Para que cambien de ropa. Usted trae su sotana y de seguro él ha de traer su hábito”.
Lord Fluffyrump fue invitado a participar en una orgía. Llegó a la ocasión luciendo frac y sombrero de copa, monóculo y bastón. Perdió un poco su flema británica cuando vio a los asistentes. Estaban todos sin ropa, tirados sobre las alfombras o despatarrados en los sillones, haciendo cosas que obligaron a milord a acomodarse el monóculo para ver bien aquello. Recuperó al punto, sin embargo, su acostumbrada indiferencia y le preguntó a uno de los criados: “¿A qué hora se va a servir el té?”. “¿El té?” –repitió desconcertado el camarero. “El té, naturalmente –repitió lord Fluffyrump con impaciencia–. Si no ¿cuál es el propósito de esta reunión?”.
El ardiente galán ansiaba gozar ya el más íntimo encanto de su novia. Ella se resistía. Le decía una y otra vez: “Soy señorita”. Con eso quería significar que conservaba aún la gala de su virginidad, y que no estaba dispuesta a permitir que algo le entrara si antes no le entraba el anillo de casada. Sin embargo, no hay pertinacia mayor que la de un hombre en rijo. El Señor le dio al varón dos órganos muy importantes, pero los dos no pueden funcionar al mismo tiempo. El novio porfió y porfió y porfió, y consiguió finalmente, bajo palabra de matrimonio, que la muchacha accediera a entregarle por adelantado la impoluta flor que le iba a dar cuando fuera su esposo. La entrega tuvo lugar en un ameno y soledoso prado. El galán tendió a la chica sobre el suelo y luego él se tendió sobre ella. En el curso del acto el muchacho se asombró al ver que su novia, que él creía ingenua y cándida, hacía movimientos que la más lasciva cortesana habría envidiado. Una y otra vez adelantaba la pelvis con gran ímpetu; le daba vueltas como figurando la letra o; se torcía y retorcía en modo tal que provocó la rápida terminación de las acciones. El novio, enfadado por verse vencido tan prontamente en aquel dulce combate, le dijo amoscado a la muchacha: “Los movimientos que hiciste no son propios de una señorita”. “Sí lo son –replicó ella-. Son los movimientos propios de una señorita a la que el pendejo de su novio acostó sobre un hormiguero”.
El esposo y la esposa llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro, el portero celestial, le preguntó al marido: “¿Cuántas veces engañaste a tu mujer?”. El hombre, apenado por la presencia de su cónyuge, respondió bajando la cabeza: “Una vez”. Le indicó el apóstol de las llaves: “Le darás una vuelta a la muralla de la mansión celeste”. No echaba aún a caminar el contrito señor cuando San Pedro le preguntó a la mujer: “Y tú ¿cuántas veces le fuiste infiel a tu marido?”. A esa pregunta la esposa respondió con otra: “¿Tienes una bicicleta?”.
La tía de Pepito declaró: “En toda mi vida no recuerdo haber dicho más de dos mentiras”. “Y con ésta tres” –completó el niño.
Ella le dijo a él: “Soy muy pudorosa. Lo haremos con la luz apagada”. “Está bien –admitió él-. Entonces déjame cerrar la puerta del coche”.
El recién casado llegó a su departamento y encontró a su flamante mujercita en estrecho abrazo de pasional amor con un individuo de estatura procerosa, rubio y fornido, que vestía ropas clericales. Mudo el cuclillo al ver aquello le dijo su esposa: “Antes de casarnos te informé que tenía un pastor alemán y tú me dijiste que no había problema, que podía traerlo al departamento”.
Una amiga le preguntó a la mujer de don Languidio: “¿Qué te gusta más: la Navidad o hacer el amor?”. Sin vacilar respondió ella: “La Navidad”. “¿Por qué?” –quiso saber la amiga–. Explicó la señora: “Es más seguido”.
La casa iba a ser fumigada, de modo que el señor y la señora hubieron de pasar la noche en un hotel. En la recepción el encargado le indicó al señor: “Debe usted registrarse”. Inquirió el señor: “¿Mi esposa también?”. “No –replicó el empleado–. Ella es clienta de años”.
Una mujer joven llegó a la farmacia y le pidió a la dependienta: “Dame por favor una caja de toallas sanitarias”. Seguidamente alzó la vista al cielo y exclamó con fervoroso acento: “¡Gracias, Diosito!”.
En la barra de la cantina, ante su copa, declaró el astroso ebrio: “Alguna vez fui rico”. Preguntó el cantinero: “¿Cuándo?”. Suspiró el beodo: “Hace dos divorcios”.
Un tipo le contó a otro: “Mi madre trajo al mundo 14 hijos. La tenemos en un pedestal. Ahora espera el hijo número 15. Papá la bajó del pedestal”.
El famoso explorador inglés sir Fluffyrump y su esposa iban por la helada soledad del Himalaya cuando les salió al paso el Yeti, a quien sus malquerientes llaman el Abominable Hombre de las Nieves. El monstruo tomó en sus membrudos brazos a la señora y se alejó con ella. Sir Fluffyrump le gritó a su mujer: “¡Dile que te duele la cabeza!”.
Astatrasio Garrajarra, el borrachín del pueblo, llegó a su casa, como de costumbre, a horas de la madrugada. En la oscuridad de la alcoba se desvistió y se metió en la cama. Lo sintió su esposa y le preguntó. “¿Eres tú, Astatrasio?”. Respondió el temulento: “Si no soy yo vas a ver la que se va a armar”.
Don Senilio, señor octogenario, fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: “Acúsome, padre, de que anoche estuve con una linda chica de 20 años y le hice el amor tres veces”. “Grave pecado es ése –lo amonestó el buen sacerdote–, siendo tú casado. De penitencia rezarás tres rosarios, uno por cada vez”. Exclamó lleno de alegría don Senilio: “¿Entonces usted sí me cree, padrecito?”.
La enamorada chica le dijo a su galán: “Me voy a tatuar tu rostro en una de mis bubis”. Opinó él: “No me parece buena idea”. “¿Por qué?” –quiso saber la muchacha–. Respondió el novio: “Al paso de los años voy a andar por ahí con cara larga”.
Terminado el partido de futbol femenino las jugadoras estaban todas bajo la ducha. En eso el árbitro irrumpió en el baño y todas se cubrieron apresuradamente con manos o con toallas. “¿Por qué se cubren, chicas? –les preguntó el hombre, burlón–. ¿No decían en el campo que estoy ciego?”.
Don Inepcio llegó a su casa y le comentó a su esposa: “Vengo de ver al médico. Me dijo que no puedo cargar cosas pesadas, que no puedo hacer ejercicios violentos y que no puedo hacer el amor”. Preguntó la mujer: “¿Cómo supo eso último?”.
Dos pericos pasaron frente a una rosticería. Uno de ellos vio a los pollos que daban vueltas en el rosticero y comentó con enojo: “¿Cuándo se acabará esta ola de pornografía?”.
El cuento que despide hoy estos renglones pertenece a la época en que las parejas bailaban como deben bailar el hombre y la mujer: abrazados y en promisorio arrimo, no como ahora, que danzan separados, con movimientos de robots o autómatas, la mirada perdida y el ritmo más perdido todavía… Un tipo le dijo a otro: “Mi novia tiene las bubis en la espalda y las pompis por delante”. Al oír esa declaración comentó cautelosamente el otro: “Se ha de ver muy rara”. “Rara sí se ve –admitió el tipo–. ¡Pero vieras qué a gusto baila uno con ella!”.
Rondín # 12
“¡Bésame! –le pidió ella con anheloso acento a su galán–. ¡Bésame lleno de pasión y seré tuya para toda la vida!”. “No exageremos, linda –acotó él–. Te besaré solamente para que seas mía este fin de semana”.
La señora le dijo al juez de lo familiar: “Mi marido me engaña”. Inquirió el letrado: “¿Cómo lo sabe?”. Explicó la mujer: “Mi hijo no es suyo”.
Tetonina Pompona, de profesión vedette, le mostró a una amiga el retrato de su más reciente novio. Era un vejete mal encarado, ceñudo, de gesto avinagrado. Comentó Tetonina: “La foto no lo favorece mucho. No se le ve la cartera”.
Don Chinguetas, inspirado por tres o cuatro libaciones –o cinco, o seis, o siete–, llamó por teléfono desde el bar a doña Macalota, su consorte, y le advirtió engallado: “¡Prepárate a hacer el amor dos veces seguidas!”. Preguntó ella: “¿Vienes con algún amigo?”.
Uglicia, ya lo sabemos, es bastante fea. Su marido fue a la consulta del doctor Ken Hosanna. Después de examinarlo le informó el facultativo: “Le tengo dos noticias: una mala y una buena. No deberá usted hacer el amor con su esposa por un largo tiempo”. Preguntó el hombre: “Y ¿cuál es la mala noticia, doctor?”.
Don Terebinto llegó a su casa anticipadamente de un viaje, y pese a que eran apenas las 5 de la tarde encontró a su mujer en la cama sin otra cosa encima que un moño en la cabeza. A más de eso oyó ruidos extraños en el clóset. Fue derechureramente hacia él, lo abrió y vio dentro a un individuo. Hecho una furia, el cornígero señor llenó a su esposa de invectivas y baldones. Replicó ella: “Tú tienes en el clóset tus palos de golf, tu raqueta de tenis y tu bola de boliche. ¿Y yo no puedo tener nada ahí?”.
La cazadora de fortunas logró pescarse un riquísimo petrolero texano, que además era hombre joven, guapo y musculoso. La noche de bodas la desposada se sorprendió agradablemente al ver que su flamante maridito se había hecho tatuar el nombre de ella en su atributo de varón. Explicó el petrolero: “Me pediste que mi mejor propiedad la pusiera a tu nombre”.
Dos muchachillos adolescentes se reunieron en casa de uno de ellos a ver una película pornográfica llamada “Colegialas Calientes”, con actuación de la primera actriz Pussy Purr y el eminente actor Dick Hard. A media película uno de los púberes manifestó: “Mi mamá me dijo que si veo películas como ésta me voy a quedar ciego. Yo las voy a seguir viendo hasta que necesite lentes”. El otro muchachillo declaró preocupado: “A mí me advirtió mi papá que si veía cosas como ésta me convertiría en estatua de piedra. Y ha de ser cierto, porque una parte ya se me está endureciendo”.
Conocemos muy bien al tal Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. En el bar les contó a sus amigachos: “Yo siempre hago que mi mujer grite en el curso del acto del amor”. Preguntó uno, interesado: “¿Cómo logras eso?”. Explicó Capronio: “La llamo por el celular y le digo con quién lo estoy haciendo”.
Don Chinguetas le dijo a su esposa: “He decidido donar mis órganos”. Le sugirió doña Macalota: “Dona tu cerebro y tu pija. Son los que están menos usados”.
El capitán del velero ordenó: “¡Tiren el ancla!”. “No manche, capi –protestó el marinero Babalucas–. Está casi nueva”.
La recién casada le anunció a su maridito: “Pronto seremos tres en la casa”. “¡Mi amor!” –la abrazó él emocionado y conmovido–. “Sí, cielo mío –confirmó ella–. Mamá vendrá a vivir con nosotros”.
Susiflor le comentó a su abuelita: “Descubrí que mi novio es sadomasoquista, fetichista, voyeurista y exhibicionista”. Respondió la anciana: “Sus ideas políticas no importan, hijita, con tal de que sea un buen muchacho”.
El notario reunió a los sobrinos de don Crésido y les leyó su testamento: “En el momento de dictar mi última voluntad estoy en plena posesión de mis facultades físicas y mentales, como lo prueba el hecho de que todo lo que tenía me lo gasté en vino y mujeres”.
El sacerdote le dijo al feligrés: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Respondió el hombre, estupefacto: “¿Tanto, che pibe?”.
El joven Inepcio casó con Aspasia, mujer que en asuntos de la cama tenía eso que en terminología moderna se conoce con el nombre de expertise. A la mitad del primer acto del connubio –vale decir a los 5 segundos de haberlo comenzado– el ansioso mancebo le preguntó a su desposada: “¿Te está gustando, Aspasia? ¿Te está gustando?”. “Mira –respondió ella–. Si esto fuera un programa de televisión yo ya habría cambiado de canal”.
En su primer día en el club nudista don Algón sintió pruritos de pudor, y cuando una linda chica se acercó a él se cubrió la entrepierna con un periódico abierto: “¡Caramba! –se admiró la muchacha–. ¿Cómo la enseñó a leer?”.
Todos los que estaban aquella noche en la casa de mala nota –maturrangas, proxenetas y lenones– quedaron estupefactos al ver entrar en el local a un señor muy serio vestido de boy scout, con mochila, bastón, sombrero y demás accesorios escultistas. El recién llegado notó el pasmo de la concurrencia y explicó pesaroso: “¡Vieran ustedes lo que tengo que inventar para que mi esposa me deje salir los viernes en la noche!”.
No hay hombre más dispuesto a pedir perdón por sus pecados que un crudo. Al filo del mediodía despertó Astatrasio Garrajarra después de haberse corrido una parranda de órdago la noche anterior. Se sorprendió al ver que todas las cosas habían amanecido pintadas de morado y que alguien había puesto en el mundo un altavoz que magnificaba todos los sonidos. Lo primero que hizo el desdichado después de recuperar algo de su ser fue revisar sus bolsillos y su cartera. Unos y otra los halló vacíos. En eso irrumpió su esposa en la recámara. Le dijo al temulento hecha una furia: “¡Ya todo el barrio sabe que anoche te gastaste 10 mil pesos bebiendo y follando con una mujer pública!”. “¡Fantástico! –se alegró Garrajarra–. ¡Pensé que había perdido ese dinero!”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, le dijo a la criadita de la casa: “Te regalo este negligé, Sisa. La otra noche me lo puse y no le gustó nada a mi marido”. “Regáleselo a alguien más, señito –sugirió la fámula–. Yo también me lo puse hace unas noches y tampoco le gustó”.
Rondín # 13
Los amigos de don Chinguetas lo invitaron a una reunión de hombres solos donde se exhibiría una película porno. Él rechazó la invitación. Manifestó: “No me gustan las películas pornográficas. Odio ver a un cabrón que en 5 minutos tiene más sexo, y más variado, que el que he tenido yo en toda mi desgraciada vida”.
El novio que esa mañana se iba a casar llevó aparte al padre Arsilio y le ofreció en voz baja: “Le daré mil pesos de limosna, señor cura, si quita usted de mis promesas matrimoniales ésa de la fidelidad”.
La linda chica invitó a Babalucas a visitarla en su departamento. Le dijo: “Siéntate un momentito, Baba. Voy a bajar las luces, a poner en el estéreo música romántica, a quitarme la ropa y ponerme un negligé, a preparar la cama y a servir unas copas de champaña”. Contestó el badulaque: “Mejor vendré otro día. Hoy estás muy ocupada”.
Impericio, joven varón sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Al empezar la noche de las bodas él le dijo: “No esperes mucha experiencia de mi parte”. Repuso Pirulina: “Y de la mía no esperes mucha virginidad”.
“¿Es la embajada de Laos?”. “Sí”. “Por favor mándeme uno de vainilla”. (Un chiste más como ése y mis cuatro lectores quedarán reducidos a dos)
La tía de Pepito tenía ya 5 años de casada y no había podido encargar familia. Una mañana llegó exultante de felicidad y anunció hecha unas campanillas: “¡Estoy embarazada, gracias al Señor!”. “¿A cuál señor?” –preguntó Pepito muy interesado.
“Dos cosas me gustan de ti –le dijo la linda chica a su galán–. Tu franqueza y tu sentido del humor”. Replicó él: “También dos cosas me gustan de ti”. Quiso saber ella: “¿Cuáles son?”. Precisó el galán: “Estás sentada arriba de ellas”.
Don Chinguetas y doña Macalota se fueron a la cama enojados, pues habían tenido una más de sus frecuentes riñas conyugales. Ni siquiera se dieron las buenas noches antes de apagar la luz. Poco después, en la penumbra y el silencio de la habitación, ella puso su mano en la entrepierna de su marido. La sintió él y le dijo: “¿No que estás enojada?”. Replicó doña Macalota: “Contigo sí, pero con ella no”.
Nadie que tenga escrúpulos de moralina debe leer el inverecundo cuento que descorre hoy el telón de esta columnejilla. Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y al punto le sobrevino un desarreglo estomacal que su médico de cabecera hubo de tratarle con pastillas de cachunde y una permistión de té de suelda, istafiate, cenizo y gordolobo. Una bella mujer acudió a la consulta de un médico y le dijo que le habían aparecido en la cara interna de los muslos unas como rozaduras o laceraciones que la tenían bastante preocupada. Después del correspondiente examen el galeno le indicó: “Su problema desaparecerá con una navaja de afeitar”. “¿Para depilarme?” –inquirió ella. “No –precisó el facultativo-. Para su novio”.
La nuera le comentó a su suegra: “Su hijo es muy romántico, señora. Dice que mis besos son el único alimento que necesita”. Acotó la suegra: “Con razón está tan flaco”. Aclaró la muchacha: “No son los besos la causa de su flacura. Lo que lo tiene así es el postre”.
En el hospital el paciente le contó a su amigo: “Antes de mi operación la enfermera me hizo sentir muy mal. Empezó a decir: ‘No esté nervioso; tranquilícese; todo va a salir bien’”. “¿Y eso te hizo sentir mal? –se sorprendió el amigo-. Antes deberías estar agradecido con ella por decirte eso”. Respondió el otro: “No me lo decía a mí. Se lo decía al cirujano”.
Babalucas le anunció a su esposa: “Voy a vender este martillo. Pediré por él 5 mil pesos”. Le dijo la señora: “Permíteme antes engrasar el mango”. Preguntó con extrañeza el badulaque: “¿Para qué?”. Explicó la señora: “Porque te van a decir que te lo pongas ya sabes dónde”.
Con anheloso acento el recién casado le pidió a su flamante mujercita: “¡Desvístete!”. Contestó ella: “Espera un poco, por favor. Espera”. “¡Anda! –insistió él lleno de ansiedad-. ¡Desvístete!”. “Espera –repitió la muchacha-. Ten paciencia”. “¡Desvístete, por favor! –volvió a suplicar el ardiente galán -. ¡Ya somos marido y mujer!”. “Sí –admitió ella-. Pero todavía estamos en el atrio de la iglesia”.
La casa de mala nota se incendió una noche. Por fortuna todas las señoras que ahí prestaban sus servicios pudieron salvarse de la conflagración. Les preguntó un reportero ante las ruinas que dejó el incendio: “¿Qué impresión les causó el siniestro?”. Contestó una: “Estamos sobrecogidas”. “Lo sé –replicó el entrevistador-. Pero ¿qué impresión les causó el siniestro?”.
Aquel gran taller industrial era manejado exclusivamente por mujeres. Desde la directora general hasta la más modesta empleada pertenecían al sexo femenino. Para marcar las horas de entrada y de salida, lo mismo que para llamar a comer, usaban una campana. Y es que, como todas eran feministas radicales, cuando se hicieron cargo del taller no quisieron que hubiera ahí ningún pito.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Pese a eso les relató con emotivo acento a sus amigos: “Conocí a una pobre mujer que, siendo honrada, virtuosa y decente, se vio en la penosísima necesidad de hacer comercio con su cuerpo para poder mantener a su hijo enfermo, a su madre paralítica y a su infeliz padre privado de razón. Me contó su dolorosa historia, y créanme ustedes que casi sentí ganas de llorar mientras me la estaba follando”.
El marido regresó a su casa cuando no se le esperaba y sorprendió a su mujer en estrecho abrazo de fornicación con un desconocido. Desconocido para él, pues a las claras se veía que la señora tenía familiaridad con el sujeto, a juzgar por la forma en que le hablaba: le decía “papucho”, “cochototas” y “¡Méngache mi chulo!”. (Se ve que a la infiel le gustaba la letra che). Al ver eso el marido prorrumpió en dicterios contra su esposa. Razonó ella: “No me permites ir a desayunar con mis amigas. Te enojas si veo series o juego al Candy Crush. No has hecho arreglar el televisor. ¿Entonces en qué me voy a divertir?”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, le contó a una compañera: “Anoche tuve una pesadilla. Soñé que me atacaban los animales con cuya piel se hizo este abrigo que llevo”. “Absurdo sueño –comentó la otra-. Los conejos no atacan”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, acertó a quedar al lado de una linda chica en la barra de la cantina. Le ofreció un cigarro y dijo ella: “No”. Le preguntó si podía invitarle una copa, y respondió la muchacha: “No”. Le pidió: “¿Puedo tener el número de tu teléfono?”. Contestó ella: “No”. Finalmente Afrodisio la invitó: “¿Vamos a mi departamento?”. Rechazó la chica: “No”. “Está bien –se resignó Afrodisio-. De cualquier modo no la habría pasado bien contigo: hablas demasiado”.
Un ardiondo galán desafiaba a su dulcinea: “No le saques”. Respondía ella: “Pues no le metas”.
Rondín # 14
El señor y la señora se iban a divorciar. Dijo él: “Yo me quedaré con el negocio. Para eso tú no aportaste nada”. Replicó la señora: “Entonces yo me quedaré con los hijos. Para eso tú tampoco aportaste nada”.
El marido de doña Lina Cosco pasó a mejor vida. No habían transcurrido ni dos meses del deceso del señor cuando una comadre de la viuda se la topó en el centro comercial. Iba muy oronda del bracete con un negro muy guapo que –después supo la comadre- tocaba el güiro en un conjunto de música afrocubana llamado La Cumbancha Yumurí. “¿Cómo estás, comadrita?” –le preguntó algo desconcertada la señora a la viuda. “Pues ya lo ves –respondió ella con fingido acento de tristeza al tiempo que le mostraba al negro-. Aquí, todavía de luto”.
Don Tilingo y su mujer iban por un oscuro callejón cuando les salió al paso un asaltante. El facineroso apuntó con su pistola al asustado señor y lo conminó: “¡La bolsa o la vida!”. Don Tilingo se volvió hacia su consorte: “Aquí te hablan, mi vida”. Valido de esa especie de autorización el hombre gozó cumplidamente a la señora y luego se alejó canturreando una tonada que decía: “Por fin / ahora soy feliz, / por fin he realizado / el amor soñado / en mi corazón…”. El esposo, mohíno, le dijo a su mujer: “Noté que en el curso de este trance te movías mucho, y con gran ímpetu, como nunca has hecho conmigo”. Ella se justificó: “Al mal paso darle prisa”.
El cliente se quejó con el mesero del restorán: “La sopa está fría”. Opuso el camarero: “¿Cómo puede saberlo si ni siquiera la ha probado?”. “No –reconoció el señor-, pero la mosca está tiritando”.
Don Chinguetas llegó a su casa a altas horas de la madrugada. Venía en competente estado etílico y despedía un sospechoso olor a perfume barato. “¿De dónde vienes?” –le preguntó hecha un basilisco doña Macalota, su mujer. Contestó don Chinguetas: “No me lo recuerdes, porque me vuelvo a ir otra vez ahí”.
Doña Liriola recibió esa tarde a sus amigas del club de los jueves. A la hora de la merienda les sirvió copitas de vermú y piononos. Estaban las señoras disfrutando el licor y los dulces cuando irrumpió en la sala don Gorilo, el esposo de doña Liriola. Sin decir palabra la tomó en los brazos y se la llevó cargada por la escalera hasta la alcoba, como hizo Clark Gable con Vivien Leigh en “Lo que el viento se llevó”. Un cuarto de hora después regresó la señora con sus amigas. Venía despeinada y con las ropas en desorden. Le preguntó una: “¿Qué te sucedió?”. Explicó ella: “Mi marido me hizo el amor. Los rijos de la carne lo acometen de pronto, y no puede resistirlos”. Dijo una: “¿Cómo es posible que te haga eso cuando tienes invitadas?”. Repuso doña Liriola: “Va mejorando. Antes me lo hacía aquí mismo en la sala delante de la concurrencia”.
Un individuo preguntó en la librería: “¿Tienen ‘La mujer inmoral’?”. Lo corrigió el empleado: “Es ‘La mujer inmortal’”. Dijo el sujeto: “Entonces no me interesa”.
Babalucas se presentó en el plantel universitario y le informó al secretario: “Me duele un testículo”. Replicó el hombre, desconcertado: “Ésta es la Facultad de Derecho”. El tontiloco se admiró: “¿Qué para cada huevo tienen una Facultad?”.
“¿Cuál es la diferencia entre adulterio y fornicación?”. El maestro de la clase de Biblia les hizo esa pregunta a las señoras. Opinó una: “Creo que son lo mismo. Yo he cometido las dos cosas, y en las dos se siente exactamente igual”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. El empleado de la funeraria le preguntó: “¿Qué tipo de caja le gustaría para su señora suegra?”. Inquirió a su vez Capronio: “¿Tienen una caja fuerte?”.
El plomero terminó de hacer su trabajo. La señora de la casa, mujer guapa que vestía sólo un negligé traslúcido, le pagó y le dijo luego, vacilante: “Hay algo más que quiero pedirle, pero no me atrevo”. “Usted dirá, señora” –respondió el plomero, interesado. Con mucha pena la mujer habló: “Mi marido es un hombre bueno, ¿sabe?, pero es señor de edad, y hay cosas que ya no puede hacer. Tiene ciertas limitaciones físicas, usted me entenderá”. “La entiendo, señora” –respondió el plomero, excitado. Prosiguió ella: “Usted es joven, y se ve tan fuerte. Creo que podría hacer algo por mí, siquiera por una sola vez, que mi marido ya no está en posibilidad de hacerme”. Exclamó, ansioso, el plomero: “¡Haré lo que sea, señora! ¡Lo que sea!”. “Muy bien –dijo entonces la mujer-. Mueva el piano y póngalo en este otro lado de la sala”.
En el solitario paraje llamado El Ensalivadero la linda chica se acercó insinuante a Babalucas y le murmuró al oído: “Los pajaritos lo hacen. Las abejitas lo hacen. ¿Qué te parece si lo hacemos nosotros?”. Respondió el badulaque, dudoso: “No creo que podamos volar, pero en fin, vamos a intentarlo”.
Otro de Babalucas. Le dijo al mesero del restorán: “Dame una mesa de la orilla. Oí en la tele que va a llover en la Mesa Central”.
Avaricio Cenaoscuras, el hombre más cicatero del pueblo, caminaba por una playa de Acapulco. Un conocido suyo se lo topó. “¿Qué andas haciendo por acá?”. Respondió el cutre: “Estoy de luna de miel”. Quiso saber el otro: “¿Y tu esposa?”. Contestó Avaricio: “Vine solo. Me casé con una viuda, y ella ya pasó por esto”.
Don Timoracio le contó a un amigo: “Voy a sugerirle a mi mujer que compartamos los quehaceres de la casa”. Le preguntó el amigo: “¿Te has vuelto feminista?”. “No –replicó don Timoracio-. Lo que pasa es que yo solo no puedo ya con todos”.
Cierto señor pasó a mejor vida. En el funeral su hijo sollozaba desconsoladamente. “No llores –trató de consolarlo su mamá-. Mira: lo más probable es que ni siquiera sea tu padre”.
En altas horas de la noche sonó el timbre de la puerta. La señora se asomó por la ventana del segundo piso y en la oscuridad nocturna alcanzó a ver ante la puerta a cuatro tipos que se caían de borrachos. “¿Qué quieren?” –les preguntó irritada. Preguntó a su vez con tartajosa voz uno de los beodos: “¿Aquí es la casa de Empédocles Etílez?”. Respondió de mal modo la mujer: “Sí, aquí es”. “Por favor –le pidió el ebrio-, baje a decirnos cuál de nosotros cuatro es Empédocles Etílez”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo una proposición poco decente a Dulciflor, muchacha de buenas familias. Ella se molestó: “¡Eres el último hombre con el que haría eso!”. Sin inmutarse preguntó Afrodisio: “¿Cuántos hay antes que yo?”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, le confió a su amiga doña Gules: “Mi marido bizquea cuando hace el amor”. Respondió pensativa doña Gules: “Ya decía yo que le notaba algo raro”.
El juez reprendió severamente al individuo: “La señora aquí presente se queja de que hallándose usted en completo estado de ebriedad le dijo que tiene cara de nalga”. El acusado se volvió hacia la quejosa y luego de mirarla detenidamente contestó: “No recuerdo haberle dicho eso, señor juez, pero de que la tiene la tiene”.
Rondín # 15
Dulcibel, joven soltera que pasaba ya de la treintena, les anunció llorosa a sus papás que estaba un poquitito embarazada. “¡Santo Cielo! –profirió su madre, consternada-. Dime: ¿al menos lo hiciste por amor?”. “No –confesó apenada Dulcibel-. Lo hice por dinero”. “¿Cómo por dinero?” –se escandalizó su padre. “Sí –confirmó Dulcibel-. Le pagué”.
En la barra de la cantina un individuo bebía su copa, solo y sombrío. El cantinero le preguntó: “¿Qué le sucede, amigo? ¿Por qué tan triste?”. Respondió el bebedor: “Mi esposa me dijo que no tendríamos sexo durante un mes”. Dijo el de la cantina: “Tiene usted razón en estar triste”: “Sí –replicó el sujeto, pesaroso-. Hoy se cumple el mes”.
Mercuriano, viajante de comercio, regresó a su casa un día antes de lo programado. Al entrar oyó algazara en la recámara: exclamaciones, risas, alboroto. Abrió la puerta de la alcoba y lo que vio lo dejó pasmado: su mujer estaba en el lecho conyugal en compañía de cinco individuos. Tanto ella como los sujetos se hallaban totalmente sin ropa. Antes de que el atónito marido pudiera articular palabra le dijo la señora: “No vayas a pensar mal, Mercuriano. No es lo que parece”.
Terminó el trance de erotismo en el Motel Kamawa y la chica se echó a llorar desconsoladamente. “¡No supe lo que hacía!” -gimió contrita y tribulada. “Pienso que sí lo sabías -acotó el galán-. Lo hiciste bastante bien”.
La esposa de Astatrasio le dijo: “Anoche venías borracho”. Preguntó el temulento: “¿Cómo lo sabes?”. Explicó ella: “Besaste al reloj de pedestal y a mí me querías dar cuerda en una bubis”.
En el campo nudista le dijo él a ella: “Mírame a los ojos, Edalvina. Así sabrás que lo que siento por ti es verdadero amor”. “Mejor te miraré otra parte –replicó la muchacha-. Así sabré si lo que sientes por mí no es sólo deseo”.
La señora de la casa reprendió severamente a la criadita soltera, pues salió con la novedad de que estaba embarazada. La muchacha se defendió: “¿A poco usted no tuvo hijos?”. “Sí los tuve–replicó la señora-. Pero todos son de mi marido”. Remachó la criadita: “Éste también”.
El cliente le preguntó a la sexoservidora: “¿Conoces bien tu oficio?”. Respondió ella: “Al revés y al derecho”. “Muy bien –dijo el sujeto–. Lo haremos al revés”.
Don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, casó con Pomponona, que vivía sus mejores años y era propietaria de ubérrimos atributos físicos tanto en la parte norte como en la comarca sur. Al día siguiente de las bodas la mamá de la novia la llamó por teléfono a fin de saber cómo le había ido en la noche nupcial. “Fue un sueño” –manifestó Pomponona–. “¿De veras?” –se admiró la señora–. “Sí –confirmó la recién casada–. Se la pasó dormido”. (Nota: dormido tanto en la parte norte como en la comarca sur)
Aquel pequeño pueblo no era neoliberal, sino conservador. Tenía 5 mil almas y un poco más de cuerpos. Privaban en él las costumbres de antaño; el cura y el alcalde se dividían la tarea de mirar por el bien de la gente en esta vida y en la otra. Había delitos y pecados, claro, pero unos y otros era de poca monta –municipales, digamos– y se purgaban ya con unos días de detención en el calabozo de la cárcel pública, ya con un rosario de penitencia impuesta en el confesonario. Cierto día sucedió lo impensable: una casa de mala nota llegó a establecerse ahí. Aquello fue un escándalo. El párroco tronó desde el púlpito contra aquel lugar de perdición, camino seguro hacia el infierno. El periódico local, “La Voz del Mundo”, apoyó el proyecto en sus editoriales: no se podía poner freno al progreso y la civilización. El alcalde, por su parte, se hizo pendejo. (En eso, decía, consiste el arte de gobernar). Las partes en conflicto acordaron hacer una consulta pública. Todos los hombres en edad de ejercer fueron convocados y se recabó el voto de cada uno. Los escrutadores hicieron el conteo de la votación y uno de ellos anunció el resultado: “A favor de que se ponga el congal: mil 500 votos. En contra de que el congal se ponga: dos votos”. “¡Trampa! –gritó un sujeto–. ¡El cura votó dos veces!
Terminó el trance de erotismo en la habitación número 210 del popular Motel Kamawa. Ella le dijo a él: “Si fueras un caballero no me habrías pedido que hiciera esto”. Respondió él: “Y si tú fueras una dama no me habrías cobrado”.
Rosibel, la linda secretaria de don Algón, llamó por teléfono a su mamá y le avisó: “Hoy llegaré tarde a la casa, mami. Ayer cometí un error en la oficina y me jefe quiere que lo cometa otra vez”.
La madama de la casa de mala nota le trajo al cliente una daifa de feo rostro, desdentada boca e hirsuta cabellera; mujer entrada en años y más entrada aún en kilos. Le preguntó al sujeto: “¿Usted es el que pidió la oferta de la semana?”.
El recepcionista del hotel le informó a Babalucas: “La habitación incluye dos niños gratis”. “No los queremos –rechazó el badulaque–. Ya tenemos cuatro”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiga Celiberia: “Anoche un hombre me iba a poseer a punta de pistola, pero en eso llegó un policía y me quitó la pistola”.
Pepito le propuso a su pequeña vecina: “Vamos a hacer cositas, Dulcilí. Mi mamá quiere que vaya a confesarme y no tengo materia prima”.
Don Cornulio llegó a su casa y la nueva criadita le comunicó: “Señor: me da mucha pena decirle esto, pero su esposa estaba con un hombre en la recámara. Cuando usted llegó el hombre se escondió abajo de la cama”. “Ha de ser nuevo –meditó don Cornulio–. Todos los demás se esconden en el clóset”.
Don Languidio Pitocáido y su esposa cumplieron cuatro décadas de casados y fueron a una playa a pasar una segunda luna de miel. A su regreso los amigos del provecto señor lo invitaron a tomar una copa y le preguntaron en tono picaresco: “¿Cómo te fue?”. “No muy bien –contestó, pesaroso, el señor Pitocáido–. Hace 40 años mi mujer no hallaba cómo contenerme. Ahora no hallaba cómo consolarme”.
Todas las vacas tenían ya sus becerritos, menos una. Y es que era la única a la que ningún toro se le había acercado nunca. Por tal motivo la infeliz andaba siempre triste; no se explicaba la causa del desdén; no sabía por qué los fuertes machos no la buscaban para propósitos generativos. Finalmente, después de observar su conducta en el prado, una de sus compañeras dio con la clave del problema. Le dijo a la vaquita: “Con razón ningún toro se te acerca, Galatea. Los bloques de sal son para lamerlos, no para sentarte en ellos”.
En cierta reunión coincidieron una anciana de condición humilde y un hombre con aspecto de profesionista. La vejuca oyó que todos llamaban “doctor” al elegante caballero, de modo que fue hacia él y le dijo: “Qué bueno que está usted aquí, doctor. No tome a mal que aproveche yo la oportunidad, pero fíjese que desde hace una semana empecé a sentir un dolor muy fuerte aquí en el pecho, que se me va a la espalda, y luego me baja a los ijares, y ahí se me clava. La otra noche....”. “Perdóneme, señora –la interrumpió cortésmente el caballero–. No soy doctor en Medicina: soy doctor en Economía”. “Ah –repuso la humilde ancianita–. Entonces pregúnteme usted a mí lo que quiera saber”.
Rondín # 16
Aquel hombre se estaba refocilando con una esposa ajena en el lecho conyugal de la mujer. De pronto oyó que se abría la puerta de la casa. Saltó de la cama con la velocidad que da el instinto de conservación y se metió en el clóset. Desde ahí oyó, aterrorizado, que el marido de la señora entraba en el cuarto. Ella le dijo con toda naturalidad: “Mi amor: tengo antojo de pizza. ¿Irías a traerme una?”. El marido salió, y eso lo aprovechó el tipo para vestirse y salir huyendo a escape. Llegó a su casa, todavía nervioso por el susto, y fue a la recámara. Le dijo su esposa: “Mi amor: tengo antojo de pizza. ¿Irías a traerme una?”.
“Es inútil que insistas, Leovigildo –le dijo la preciosa chica a su insistente galán–. ¡Jamás podrás entrar en mi corazón!”. “Eso no importa, Susiflor –contestó el tipo–. La verdad es que no es ahí a donde quiero entrar”.
El elefante le manifestó a la elefanta: “No me interesa saber lo que los hombres dicen acerca de nuestra memoria. No recuerdo haberte prometido que me casaría contigo”.
Un individuo en completo estado de ebriedad estaba abrazado a un poste de la calle. Al tiempo que se esforzaba hasta ponerse rojo, decía una y otra vez apretando los dientes: “¡Tienes que salir! ¡Tienes que salir!”. Y volvía a esforzarse al tiempo que abrazaba al inmovible poste. Comentó una señora que pasaba: “El insensato pretende sacar el poste”. En torno del temulento se formó un corro de gente que entre divertida e intrigada seguía su lucha con el poste. “¡Tienes que salir! –repetía el briago– ¡Tienes que salir!”. Y sudaba y trasudaba por el tremendo esfuerzo. De pronto se escuchó una formidable trompetilla. Y dijo con alivio el borrachito, iluminado el rostro por una beatífica sonrisa: “¡Vaya! ¡Hasta que saliste!”.
Dulcilí, hermosa joven, acompañaba en el piano a su novio en la interpretación de la romanza “Soy como la golondrina”. Al genitor de la muchacha le llamó la atención la pasión que se traslucía en la voz del cantante, de modo que fue a la sala. Lo que vio lo puso en paroxismo de iracundia. He aquí que mientras cantaba “Soy como la golondrina” el tenor metía la mano en el escote de la pianista. Hecho una furia el papá de Dulcilí, le dijo al cantante: “Señor mío: usted no es como la golondrina, es como la chingada”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le contó a un amigo: “Estoy muy preocupado. Mi médico me dijo que voy a morir si sigo persiguiendo mujeres”. El otro se sorprendió: “No es posible. Eres joven; te ves sano, robusto, lleno de vida”. “Sí –repuso Pitongo–. Pero una de las mujeres que he estado persiguiendo es su esposa”.
El cuento que hace bajar el telón de esta columnejilla es de color subido. Las personas que no gusten de leer cuentos de color subido deben saltarse hasta donde dice “FIN”… El autobús iba atestado, el viaje era muy largo y Clarabel estaba muy cansada, de modo que aceptó la invitación que le hizo un hombre joven para que se sentara en su regazo. Pasaron unos minutos y dijo Clarabel, nerviosa: “Perdone, joven: siento algo que me cala”. “Disculpe usted –se azaró el muchacho–. Es mi pipa”. Terció un señor de edad madura: “Venga a sentarse en mi regazo, señorita. Yo hace 20 años que ya no fumo”. FIN
Doña Macalota sorprendió a su casquivano esposo don Chinguetas en trance de refocilación con Famulina, la linda criadita de la casa. “Canallainfamedesgraciadomaldecidovil! –le gritó en solo golpe de voz–. ¡Esto por ningún motivo te lo voy a permitir!”. “¡Qué mal me tratas! –replicó don Chinguetas en tono de quejumbre–. Ya me hiciste dejar el cigarro. ¿Ahora quieres también quitarme esto?”.
Conocemos bien a Usurino Matatías. Es el hombre más avaro de toda la comarca. Su desdichada esposa les contaba a sus vecinas los apuros que pasaba por causa de la cicatería de su marido: “Apenas tengo qué comer. ¿Pedirle algo para mi arreglo personal? ¡Ni soñarlo!”. Acotó una de las vecinas: “Sin embargo veo que traes el pelo muy rizado”. Explicó la señora: “Para eso quito un foco y meto el dedo en la electricidad”.
Hubo en el pueblo una tremenda inundación. Pasados unos días relataba un tipo: “Mi señora y yo nos salvamos de perecer ahogados gracias a nuestra afición a la música. Cuando las aguas empezaron a crecer ella salió flotando en el cello y yo la acompañé en el piano”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, organizó una cena e invitó a don Poseidón, ranchero acomodado. Comentó la anfitriona: “Acabo de regresar de París, y vengo encantada por la cortesía de los franceses: siempre le besan la mano a las señoras”. Opinó don Poseidón: “La intención podrá ser buena, pero la puntería es pésima”.
Tetonina Grandnalguier, vedette de moda, mujer de exuberante geografía anatómica, acudió a la consulta del doctor Duerf, psiquiatra de gran fama. Le dijo preocupada: “Doctor: creo que soy ninfómana”. El analista se llevó una mano en la barbilla e hizo: “Mmm”. Eso le ayudaba a cobrar mayores honorarios. En seguida le dijo a la guapa mujer: “Desvístase, señora, y acuéstese en el diván. Voy a preparar un par de whiskies para que me cuente con toda calma su problema”.
¡Qué mortificación tan grande pasó don Algón! Después de mucho batallar consiguió por fin que su secretaria Rosibel accediera a ir con él al popular Motel Kamawa. Y sucedió que a la hora de la verdad el salaz ejecutivo no pudo ponerse en aptitud de hacer honor a la ocasión. “No se preocupe, jefe –lo consoló la linda chica–. Con el aumento de sueldo que me dio quedé más que satisfecha”.
El señor y la señora, ancianos ya, dormían en su recámara. De pronto la viejecita, a pesar de ser algo sorda, despertó al oír que su esposo le decía una y otra vez: “¡Feliz Año Nuevo! ¡Feliz Año Nuevo!”. “¿Te has vuelto loco, Añilio? –le dijo al mismo tiempo molesta y asombrada–. ¿Qué es eso de ‘¡Feliz Año Nuevo, Feliz Año Nuevo!’? ¡Estamos en junio!”. El anciano señor se enderezó a duras penas en la cama, buscó en el buró su dentadura postiza, se la puso y dijo luego con angustiada voz: “¡Felisa, me muero! ¡Felisa, me muero!”.
Babalucas, ya lo sabemos, es el tonto más grande del condado. Sí, es aquél que puso una florería y cerró el 10 de mayo por ser el Día de las Madres. Es el mismo a quien se le ocurrió la idea de una sala de masajes de autoservicio. En cierta ocasión una señora le contó: “Mi esposo está escribiendo una novela. Dedica más de 12 horas diarias a ese trabajo”. Le dijo Babalucas: “Perdonará usted mi opinión, señora, pero creo que su marido es un pendejo. Por 200 pesos podría comprarse una ya escrita”. En cierta ocasión el tontiloco asistió a una conferencia. El disertante habló de los suevos y otros pueblos bárbaros. Seguidamente preguntó: “¿Saben ustedes qué influencia tuvieron los suevos en la caída del Imperio Romano?”. Babalucas se apresuró a contestar: “Deben haber tenido bastante. Para tumbar un imperio se necesitan muchos suevos”.
A través de la ventana Pepito veía a la joven y guapa vecina que trabajaba en su jardín luciendo una muy breve falda. El chiquillo le dijo a su papá: “La vecina se agachó a plantar unas flores”. El señor, que leía su periódico, pregunto distraídamente: “¿Rosas?”. “No -contestó Pepito-. Blancos”.
Una señora acudió a la consulta del doctor Duerf y le dijo preocupada: “Doctor: a mi esposo le ha dado por creerse perro”. Respondió el célebre analista: “Seguramente padece una forma de esquizofrenia zoomórfica con desdoblamiento de la personalidad y delirio involutivo de alienación regresiva. Pura imaginación, claro, pero de cualquier modo hágame usted un favor. Voy a ir con mi familia a Cuernavaca este fin de semana. Présteme a su marido para que me cuide la casa”.
Babalucas iba en el coche de su esposa. La señora se pasó una señal de alto y fue detenida por un oficial motociclista. Le pidió el agente: “Permiso para conducir”. Babalucas le dijo a su mujer: “Pásate al asiento de atrás. El oficial quiere conducir”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, sufrió ayer una vergüenza muy grande. Llevó a pasear a su perrita poodle, finísima y de elevado pedigrí, como ella. Nunca solía hacer ese paseo –el encargada de hacerlo era el mozo de la casa-, pero ese día el hombre se reportó enfermo, de modo que tuvo doña Panoplia hubo de cumplir esa función. Nunca lo hubiera hecho: iban por la calle camino del parque cuando un perrazo apareció de pronto y sin pedir permiso alguno empezó a hacer con la perrita lo que los perros hacen en la calle. Lo peor de todo es que lo hizo con pleno consentimiento de la poodle, que no sólo admitió el hecho sin protesta, sino que al parecer lo disfrutaba mucho, a juzgar por su expresión extática. Doña Panoplia se apenó muchísimo, pues además la gente que pasaba celebraba con risas y comentarios picarescos el apuro de la encopetada dama. Llamó a un muchachillo que estaba cerca y le ofreció. “Te daré 50 pesos si me detienes a la perrita para alejarme yo unos pasos y no ver este espectáculo”. Respondió el chamaco: “Tendrá que darme 100. Es el perro del carnicero, y siempre asegunda”.
“Creo que estoy empezando a superar mi problema de alcoholismo, doctor –dijo muy animado el individuo-. Sigo viendo elefantes azules y cocodrilos verdes, pero ya no vuelan”.
Rondín # 17
Se trataba de clavar unos postes de la electricidad. Al terminar la jornada de trabajo la cuadrilla de Babalucas puso tres. “¿Tres nada más? –exclamó el capataz-. ¡Los de la otra cuadrilla clavaron 30!”. “Sí -reconoció Babalucas-. Pero los dejaron todos salidos”.
Capronio le ofreció a su suegra: “Le regalaré un pasaje de avión a las Mil Islas, pero a condición de que se quede una semana en cada una”.
La señora le dijo a su marido: “Inepcio, me gustaría hacer el amor contigo en una cama de fakir de ésas que tienen clavos”. “¿Para qué?” -se sorprendió Inepcio-. Respondió la mujer: “Para ver si de ese modo siento algo”.
Pepito le preguntó a su madre: “Mami: ¿una niña de 7 años puede quedar embarazada?”. “No, hijito –respondió la señora–. Eso no es posible”. Exclamó entonces Pepito con enojo: “¡Ah, esa Rosilita! ¡Me hizo vender mi bicicleta!”.
El pitcher novato salió a lanzar su primer juego en grandes ligas. Al primer bateador le dio base por bolas. Al segundo también. Lo mismo hizo con el tercero. ¡Tres bases por bolas seguidas!” Naturalmente el manager del equipo llamó a otro pitcher. El novato llegó al dugout y muy enojado arrojó el guante al suelo. “¡Carajo! –exclamó furioso–. ¡El cabrón me saca cuando estaba tirando juego sin hit ni carrera!”.
Doña Macalota recibió una herencia que le dejó su tía Solia, y con el dinero hizo construir un local con dos oficinas. La primera daba a la calle; la segunda estaba atrás. La señora le propuso a su esposo que ocupara la segunda, pues la que daba a la calle podría rendir un alquiler mayor. En seguida puso un aviso en el periódico ofreciendo esa oficina. El mismo día acudió un presunto inquilino. “Señora –le dijo a doña Macalota–, entiendo que va a alquilar usted la parte de adelante”. “En efecto –contestó ella–. La parte de adelante es la que tengo en renta”. Preguntó el interesado: “¿Por qué no alquila también lo de atrás?”. “No –respondió la señora–. Eso ya lo está ocupando mi marido”.
Dulcibel salió con un muchacho en su automóvil. Siempre iban solos al romántico paraje llamado El Ensalivadero, pero en esa ocasión iría con ellos una pareja amiga del muchacho. Los invitados ocuparon su sitio en el asiento trasero. Al ver eso exclamó Dulcibel con asombro: “¡Mira! ¡También para eso sirve el asiento de atrás! ¡Para llevar personas!”.
Una hermosa mujer dueña de exuberantes atributos anatómicos se estaba pesando en una báscula pública. Un borrachito se acercó a fin de verla mejor. La guapa mujer puso una moneda en la báscula y observó su peso. Preocupada, se quitó el abrigo que llevaba y echó otra moneda. Al ver su peso mostró igual preocupación que la vez anterior. Se quitó el saco del vestido sastre y echó otra moneda. Luego se quitó los zapatos. Le dijo el borrachín en tono ansioso: “¡Sígale, señorita! ¡Yo traigo más monedas!”.
Ya conocemos a Afrodisio Pitongo: es hombre proclive a la concupiscencia de la carne. En el bar le propuso de buenas a primeras a una linda chica: “¿Vamos a mi departamento a follar?”. Replicó ella con enojo: “¿Acaso eres un maniático sexual?”. Preguntó Afrodisio: “¿Es requisito?”
Dos compadres fueron de cacería. La primera noche bebieron unas copas al amor de la fogata del campamento. Uno de ellos se veía meditabundo y cabizbajo. “¿Qué le pasa, compadre? –le preguntó el otro con amistosa solicitud–. Lo veo muy pensativo”. “Le diré la verdad, compadre –respondió el otro–. Usted no conoce bien a su comadre, mi señora. Es una mosquita muerta. Su carácter es liviano, y temo que en mi ausencia esté haciendo el amor con otro hombre. No estoy a gusto. Regresaré a mi casa mañana mismo”. “No se inquiete –lo tranquilizó el compadre–. ¿Con quién podría estar haciendo el amor mi comadrita? Tanto usted como yo estamos acá”.
Empédocles Etílez llegó ebrio a su casa en horas de la madrugada, como de costumbre. Se metió en la cama, y al sentir que su esposa despertaba hizo como que estaba leyendo. Le dijo a la señora: “Me la pasé toda la noche en la lectura de este libro. Ya ves que está muy grande”. “¿Leyendo un libro, eh? –masculló con enojo la mujer–. Cierra esa maleta y vete a dormir al otro cuarto”.
Pudicia, linda muchacha que estudiaba en colegio religioso, fue de vacaciones a su casa. Cierta noche la invitó a salir un joven muy apuesto que al amparo de las sombras nocturnales le dio un beso. “¡Ay, Leovigildo! –exclamó Pudicia acongojada–. ¡Esto ha de ser pecado! ¡Sentí muy bonito!”.
El agente de bienes raíces enumeraba las ventajas de la casa que ofrecía en venta al señor y a la señora. “Y además –les dijo–, para ustedes que tienen hijos esta casa posee una gran ventaja: está a tiro de piedra de la escuela”. En ese momento una piedra dio en la frente del presunto comprador y lo hizo venir descalabrado al suelo. Sin turbarse comentó el agente: “¿No les digo?”.
Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, le confió a una amiga: “Sospecho que mi marido está follando con Ardilia, la muchacha de la casa, pero no tengo forma de comprobar el adulterio”. Le indicó la amiga: “Yo tengo un perico que me cuenta lo que en mi ausencia hace mi esposo Te lo prestaré por unos días. El cotorro te lo dirá todo. El único problema es que hace tiempo una mujer maltrató al perico, y éste ya nunca volvió a hablar delante de mujeres desconocidas. Pero eso no importa: te disfrazas de varón y el perico hablará contigo”. En efecto, doña Macalota llevó el perico a su casa y lo puso en la recámara a fin de que observara todo lo que pasaba ahí. Al día siguiente se vistió con ropas masculinas y fue a hablar con el perico. La vio el loro, meneó la cabeza y luego dijo: “¡Sí que son especiales los habitantes de esta casa! ¡Un viejo cogelón y una vieja travestista!”.
La señora le dijo a su marido: “Para celebrar nuestros 10 años de casados (Nota: bodas de aluminio) iremos a un crucero de seis días y haremos el amor todas las noches”. Ella no quería ya tener más hijos, y el esposo sufría de mareos. Fue entonces el señor a la farmacia y compró seis condones y seis parches contra el mareo. Al día siguiente la mujer le dijo: “Encontré otro crucero mejor. Dura diez días”. Volvió el señor a la farmacia y compró diez condones y diez parches contra el mareo. Un día después la señora volvió a decir: “Hallé otro crucero aún mejor. Dura dos semanas”. Fue el señor y pidió 14 condones y 14 parches contra el mareo. El farmacéutico no pudo contenerse ya. Le preguntó al señor: “Perdone la curiosidad: ¿por qué coge usted tan seguido si se marea tanto?”.
Doña Jodoncia iba con su esposo don Martiriano por la playa cuando vio a una mujer a quien natura había dotado con extrema prodigalidad: turgente era su busto; exuberantes sus caderas; opulentas las redondeces de sus piernas y muslos. “¡Qué barbaridad! –exclamó doña Jodoncia escandalizada–. ¡Si yo tuviera un cuerpo tan provocativo como ése no saldría jamás de mi recámara!”. Dijo don Martiriano, humilde: “Yo tampoco”.
El pescador llegó de regreso al puerto llevando un colosal pez vela, el más grande que en esas playas se había visto. Lo pescó después de varias horas de fatigosa lucha, como en “El Viejo y el Mar”, de Hemingway. Muy orgulloso estaba el pescador haciéndose tomar fotografías junto al enorme pez cuando pasó un hombrecito que llevaba una docena de pequeños peces colgados del hilo de su anzuelo. El tipo que había pescado al gran pez vela miró al otro con mirada desdeñosa. El hombrecito se volvió hacia él y le preguntó con voz de lástima: “¿Nada más uno pescaste?”.
Cierta señora que iba en taxi se inquietó al ver que el taxista manejaba con extrema velocidad y en forma peligrosa. “Tome precauciones por favor –le pidió–. Soy madre de 12 hijos, y estoy esperando otro”. El taxista se amoscó. “¡12 hijos y está esperando otro! –le dijo a la mujer–. ¿Y me pide a mí que tome precauciones?”.
Un tipo le comentó a otro: “Mi esposa Madanita pesa 160 kilos. Está montando a caballo para bajar de peso”. “¿Y eso ha resultado?” –preguntó el otro–. “En cierta forma sí –responde el señor–. El caballo ha bajado ya 60 kilos”.
Nalgarina fue al parque a pasear a su perrita. Ahí se topó con Afrodisio, que también paseaba a su perro. En otro tiempo ella y él habían tenido amores, y decidieron recordarlos atrás de unos arbustos. Los dos perritos se acercaron y vieron la ardiente escena pasional. El perro, algo apenado, le dijo a la perrita: “No te fijes. Están haciendo lo que les dicta su instinto. Esperemos nada más que no se vayan a quedar pegados”.
Rondín # 18
Doña Jodoncia y su esposo don Martiriano fueron a un día de campo. De pronto oyeron palabras amorosas. Dijo doña Jodoncia: “Son un muchacho y su novia. Por lo que he oído parece que el joven está a punto de pedirle a la chica que se case con él. Tose para que el muchacho sepa que estamos aquí”. “¡Ah no! –protestó don Martiriano-. ¡A mí nadie me tosió!”.
La señora le preguntó a su marido: “¿Recuerdas que hace unos meses me dijiste que ibas con tus amigos a pescar truchas aquel fin de semana?”. “Sí -respondió algo nervioso el tipo-. ¿Por qué me lo preguntas?”. Bufó la señora: “¡Tu trucha te llamó por teléfono para decirte que está embarazada!”.
Don Chinguetas salió de su casa rumbo a la oficina, pero se dio cuenta de que había olvidado su celular. Regresó a su casa y subió a la recámara por él. Al pasar frente al baño vio a doña Macalota, su esposa, que estaba sin nada de ropa pesándose en la báscula. “¿Cuánto hoy, nena?” -le preguntó al tiempo que le daba una palmadita en una nalga. “Lo de siempre -respondió ella sin volver la vista-. Dos garrafones grandes”.
La institución llamada matrimonio parece estar en vías de extinción. Un cierto amigo mío tiene una extraña teoría acerca de eso. Dice que la crisis de la institución matrimonial se debe al instinto de conservación del planeta, que se vale de recursos como ése -la desaparición del matrimonio- para hacer que ya no crezca tanto la población del mundo. En efecto, las parejas casadas tienden a ser más prolíficas que las que no están unidas por ese vínculo. Debido a lo mismo, opina mi amigo, están creciendo en número los matrimonios entre personas del mismo sexo. “Es otro truco de la Tierra –afirma- para evitar que siga proliferando esa nociva plaga que somos los humanos”. La teoría de mi amigo es muy aventurada, ciertamente, pero también la de Malthus fue considerada así, y el tiempo le está dando la razón. Sin embargo debemos decir como el señor cura a quien otro le preguntó si alguna vez la Iglesia permitiría que los sacerdotes se casaran: “¡Uh, padre! –suspiró el curita-. ¡Eso lo verán nuestros hijos!”.
El anciano médico de la familia iba a examinar a Dulcilí. “A ver, hija -le pidió en tono paternal-. Enséñame esa partecita que a ustedes las mujeres las mete en tantos problemas”. Dulcilí, confusa, empezó a desvestirse. “¿Qué haces, muchacha? -la detuvo el doctor-. Lo único que quiero verte es la lengua”.
El hotel para recién casados ofreció un coctel de bienvenida a las novias. No asistió ninguna. El gerente le preguntó al encargado: “¿Le hiciste publicidad al coctel?”. “Y mucha -repuso el individuo-. En la pared de cada cuarto les puse a las novias un cartel de invitación”. “¡Pendejo! –se enojó el gerente-. ¡Ahí no lo vieron! ¡Se los hubieras puesto en el techo!”.
Doña Pasita comentó: “Mi marido tiene 80 años, pero en la cama se porta como un animal salvaje”. “¿De veras?” -se asombraron sus amigas. “Sí –confirmó ella-. Se hace pipí en las sábanas para marcar su territorio”.
A media noche llegaron unos novios con el juez del condado y le pidieron una licencia de matrimonio. El hombre, adormilado, les entregó una y respondió a la pregunta del ansioso novio, que quería saber si cerca había algún hotel. Poco después el casamentero se dio cuenta, azorado, de que en vez de una licencia de matrimonio les había dado una de pesca. Se apresuró a ir al hotel y les gritó a través de la puerta de la habitación: “¡Suspendan todo! ¡La licencia que les di no es de matrimonio! ¡Es de pesca!”. “Demasiado tarde -replicó el novio-. Ya estamos bien pescados
“En cosas de la cama mi marido lo hace de perrito”. Las amigas de doña Lobarda, la esposa de don Calendárico, señor de muchos años, se asombraron al oír eso. “¿De veras?” –preguntó una–. “Sí –confirmó doña Lobarda–. Cuando en la cama me le acerco con intención romántica se da la vuelta y hace el muertito”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Celiberia: “Estoy leyendo una novela pornográfica. Es el libro más indecente, más sucio, más asqueroso e inmoral que ha caído en mis manos. Tiene 665 páginas. Afortunadamente ya lo estoy terminando”.
El nutriólogo le dijo con solemne acento a Pirulina: “Somos lo que comemos”. “Ah, caray –se preocupó ella–. Entonces yo soy rápida, fácil y barata”.
La robusta señora acudió a la consulta del doctor Duerf, analista de gran fama. Después de 302 sesiones el siquiatra le dio su diagnóstico: “Tiene usted doble personalidad”. Esa noche la señora le informó a su marido: “Dice el doctor Duerf que tengo doble personalidad”. “Ya lo he notado –replicó el señor–. Y comes por las dos”.
San Pedro, el portero celestial, aplicaba un examen a los varones antes de admitirlos en la morada de la eterna bienaventuranza. Quería estar seguro de su pureza y castidad, y de que habían dejado en la Tierra todos sus bajos instintos de carnalidad. El tal examen consistía en colgarles una campanita en la alusiva parte, y luego hacer desfilar ante ellos a una mujer de exuberantes formas completamente desnuda. La campanita sonaba siempre, y los examinados tenían que ir a pasar otra temporada en el purgatorio. Sucedió una vez que el examinado permaneció impertérrito ante los encantos de la voluptuosa fémina. No se excitó al verla, y por lo tanto no se agitó la campanita. Feliz, el apóstol de las llaves le dijo al individuo: “Has aprobado el examen. Eres puro como un nardo, casto como una azucena. Bienvenido seas a la morada celestial”. Así diciendo ordenó a sus ayudantes: “Entréguenle la llave del Cielo”. La trajo un ángel de apostura singular. Entonces sonó la campanita.
La esposa de Babalucas le ofreció: “¿Te preparo una hamburguesa?”. “Sí –aceptó el tonto roque–. Pero no le pongas cátsup. Ya sabes que el médico me tiene prohibido que coma carne roja”
Doña Frigidia es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión pensó ir de vacaciones a las Islas del Sur, y ese sólo pensamiento bastó para helar toda la cosecha de ananás en la región. Una noche su esposo don Frustracio se le acercó en la cama. “¿Qué quieres?” –le preguntó ella, que estaba ya dormida–. Respondió con voz tímida el señor: “Quiero hacer el amor”. Doña Frigidia se enojó: “¿Y para eso me despiertas? ¿Qué no sabes dónde están las cosas?”.
Doña Cebilia, mujer sumamente entrada en carnes, se dispuso a darse un chapuzón en el mar. Oyó que un muchachito la proponía a otro: “¿Nos metemos en el mar?”. “Ahora no podemos –oyó la robusta dama que contestaba el otro–. La señora lo va a usar”.
Don Chinguetas le dijo a doña Macalota: “Nuestra hija se va a casar. Deberías decirle cómo portarse en la noche de bodas”. “Ay, Chinguetas –suspiró ella–. Decirle a una chica de hoy cómo portarse en la noche de bodas es como enseñarle a Einstein a sumar”.
Cuando el hombre volvió en sí de la operación vio en torno de su lecho a un grupo de consternados médicos. “Incurrimos en un pequeño error –le dijo uno–. En vez de sacarle el apéndice le hicimos una operación de cambio de sexo. Ahora es usted mujer”. “¡Santo Cielo! –se espantó el sujeto–. ¿Quiere eso decir que ya no tengo lo que tenía antes?”. “Lo tendrá cuantas veces quiera –lo tranquilizó el facultativo–. Pero será de otros”.
Una señora comentaba acerca de su marido: “¡Qué cosas hace el tiempo! ¡Lo que de novios era para mí fruto prohibido ahora es fruta seca!”.
Esta chica es ambiciosa y exigente. Le dicen “La piedra de amolar”: al que anda con ella le sale filo.
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