Este día es el primer día de la temporada de Otoño del pandémico (y, según algunos, apocalíptico) año 2020.
De acuerdo al Observatorio Astronómico Nacional, en esta ocasión el otoño llega el 22 de septiembre. Los días de tardes frescas y hojas de árboles cayendo durará 89 días y 20 horas, finalizando el 21 de diciembre, día que iniciará el invierno. El equinoccio de otoño de este año será, en el hemisferio norte a las 15:31 horas (hora peninsular).
Como acostumbro hacerlo en cada cambio de estación al comienzo de la nueva estación, reproduzco aquí una nueva colección de chistes del incomparable cuan prolífico humorista tocayo mío Armando Fuentes Aguirre "Catón". Al igual que en entradas anteriores de este tipo, los chistes están subdivididos en rondines (grupos) de 20 en 20, para que así cualquiera que no tenga tiempo para alcanzar a leer todos los chistes de esta entrada en la bitácora podrá regresar al lugar en donde dejó pendiente su lectura con tal solo recordar el rondín en el que se encontraba el último chiste que estaba leyendo.
Bueno, sin mayores preámbulos y para no perder más tiempo, pasamos a la lectura de la nueva colección de chistes recopilados del editorialista-humorista Catón:
Rondín # 1
“Acaríciame, Juan! ¡Bésame!”. “No”. “¿Por qué no? Somos pareja, y todas las parejas lo hacen”. “Sí, pero nosotros somos pareja de policía, Luis”.
Aquella noche Empédocles Etílez andaba más borracho que de costumbre. Llamó a los del trío que cantaba en la taberna y les pidió con tartajosa voz: “Tóquenme una de Colita de Lanolina”. El del requinto lo corrigió: “Es Lolita de la Colina”. Farfulló luego el temulento: “Ahora quiero oír una de Camín Chorrea”. “Es Chamín Correa” –volvió a enmendarle el hombre. Chapurró enseguida Empédocles: “Cántenme algo de Buchaca Grande”. “Es Chabuca Granda” –lo corrigió otra vez el del trío. El ebrio, exasperado, le dijo al individuo: “¡Ya cábrate, callón!”
En reunión de amigos surgió el tema del matrimonio. Declaró uno: “Yo estoy agradecido con esa institución. Gracias al matrimonio no tengo que andar por ahí discutiendo y peleando con extraños”.
Un muchachillo del barrio le preguntó a Pepito: “¿Cómo te llamas?”. Respondió él: “Pepito”. “¡Mira! –exclamó el otro-. ¡Le cambias una letra a tu nombre y pasas a llamarte Peputo!”. Y así diciendo profirió una sonora carcajada de burla. Pepito, entonces, le preguntó al otro: “Y tú ¿cómo te llamas?”. “Leovigadro” –contestó el burlador. “¡Mira!” –exclamó Pepito-. ¡Le cambias todas las letras a tu nombre y pasas a tiznar a tu madre!”.
El solitario vaquero se vio de pronto ante un piel roja que lo amenazaba con su lanza. Tomó su rifle para dispararle, pero el arma se trabó. “¡Ya me llevó la chingada!” –exclamó con desesperación el cowboy. En eso se oyó una majestuosa voz venida de lo alto: “No te ha llevado, hijo mío. Échale tierra en los ojos al indio; derríbalo; toma su lanza y clávasela”. Así lo hizo el vaquero, y liquidó a su adversario. En eso aparecieron 500 pieles rojas que rodearon al cowboy. Se oyó otra vez la majestuosa voz venida de lo alto: “¡Uta! ¡Creo, hijo mío, que ahora sí ya te llevó la chingada!”.
Al día siguiente de la noche de bodas el novio se veía exánime, agotado, feble, laso, cuculmeque y escuchimizado. Tal debilidad se explica: su mujercita le había demandado el cumplimiento del débito conyugal 12 veces en 24 horas. Después de un sueño inquieto el desfallecido galán abrió los ojos, y de inmediato su flamante esposa lo requirió de nuevo. “¿Otra vez? –gimió él con voz audible apenas-. Mi amor, con ésta ya serían 13”. Replicó ella, impaciente: “¿Y qué? ¿Acaso eres supersticioso?”.
Babalucas le dijo a un amigo: “Conseguí chamba en San Francisco”. Preguntó el amigo: “¿De qué?”. Respondió Babalucas: “Del Rincón”.
En la cena de gala de la Convención Nacional de Nudistas el presidente de la organización se puso en pie para pronunciar el brindis de la noche. “Queridos compañeros –empezó-. Siento una extraña sensación al dirigirme a ustedes”. Le indicó una señora: “Es que tiene usted su cosa metida en la ponchera”.
Un cachivache ¿es un hoyo que está por convertirse en bache?.
Doña Cicuta pasó a mejor vida. Meses después su esposo la siguió. Llegó al Cielo el finado, y a la primera que vio en la morada celestial fue a su mujer. Doña Cicuta corrió a abrazarlo. “¡Ah no! –la rechazó el señor-. Yo dije nada más: ‘Hasta que la muerte nos separe’”.
En la suite nupcial el novio tomó por los hombros a su desposada y le preguntó, solemne: “Dime, Pirulina: ¿eres virgen?”. Respondió la chica: “Faltan meses para la Navidad. No me digas que ya vas a empezar a poner el nacimiento”.
Doña Panoplia de Altopedo y su esposo don Sinople fueron a visitar la hacienda heredada por él de sus mayores. El encargado de la casa, un viejo campesino, hizo que su mujer les sirviera un guiso a base de conejo silvestre. Doña Panoplia preguntó: “¿Cómo se cogen los conejos?”. “Bueno –empezó a explicar el hombre-. El conejo se le sube a la coneja y…”. “No –aclaró la señora, turbada-. Lo que quiero saber es cómo se cazan”. “No se casan –replicó el granjero-. Nomás cogen”.
En el velorio del señor su viuda clamaba desesperadamente: “¿Cómo voy a llenar el gran hueco que dejas?”. “Comadrita -preguntó uno de los presentes, evidentemente inspirado por espíritus etílicos-. ¿Se admiten sugerencias?”.
“¡Qué vergüenza! –le reprochó un empresario a otro-. Me enteré de que le besaste la mano al director del banco para que te concediera un crédito. ¡Qué indignidad! ¡Besarle la mano!”. “¡Anda! –replicó, ligero, el otro-. ¡Y él no sabe lo que tendrá que besarme a mí para que yo le pague!”.
“¿Soy yo el primer hombre con el que duermes?”. Esa pregunta le hizo el novio a su flamante mujercita al comenzar la noche de las bodas. Respondió ella: “Si te quedas dormido, sí”.
Una señora llamada doña Otelia estaba poseída por el monstruo de los ojos verdes, que así llamaban los antiguos a los celos. Esto de los celos es algo muy extraño. Resulta inentendible, por ejemplo, que un hombre que por años no ha mirado a su mujer se ponga furioso si otro hombre la mira. Lo celos femeninos suelen ser más enconados que los del varón. Basta recordar a Medea, cuyos terribles crímenes por celos son tema de algunas de las más trágicas tragedias griegas. Cuídate de una mujer celosa: es capaz de todo, hasta de amarte. Pero me estoy alejando de mi historia. Vuelvo a ella. Doña Otelia revisaba todos los días las solapas del saco de su esposo. Un día descubrió un cabello claro. “¡Me estás engañando con una rubia!” –clamó con iracundia–. Al siguiente día encontró un cabello oscuro. “¡Me estás engañando con una morena!” –profirió furiosa–. Un día después no halló ningún cabello. “¡Ah! –montó en cólera ignívoma–. ¡Me estás engañando con una mujer calva!”.
El médico del pueblo salió de cacería con su carabina al hombro. Lo vio un lugareño y le preguntó, curioso: “¿A dónde va, doctor?”. Respondió el facultativo: “Voy a cazar conejos”. “Ah, vaya –dijo el otro–. Pensé que llevaba el rifle por si le fallaban los recursos de la ciencia”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le comentó a un amigo: “Tengo una nueva novia. Me gusta porque es hermosa, culta, amable, inteligente, simpática y adúltera”.
“¡Mesero! –llamó el indignado cliente–. ¡Este pescado blanco de Pátzcuaro me sabe a mar!”. “No me extraña, señor –repuso el camarero–. Los peces de ese lago suelen ser muy cariñosos”.
El joven marido fue a la farmacia a comprar un condón. El farmacéutico le dijo: “Se nos acabaron los de color blanco. Tenemos solamente preservativos negros y otros color de rosa con pintitas verdes”. “Deme uno negro” –pidió el muchacho–. Pasaron 10 años de esto que he narrado. Una mañana el hombre que compró aquel condón estaba en la sala de su casa. Se le acercó su hijo mayor y le preguntó: “Papá: ¿por qué todos mis hermanitos son blancos, y yo soy negro?”. “¡Anda, cabrón! –le contestó su padre con enojo–. ¡Y date de santos de no haber nacido color de rosa con pintitas verdes!”.
Rondín # 2
El puerco espín le dijo a su hembra: “Me alejo de ti para siempre, esposa mía. Te amo, pero me has lastimado mucho”
Una noche abrileña de 1775 el gran patriota americano Paul Revere fue a caballo avisando por el camino a los colonos que las tropas del rey habían llegado. Les gritaba a voz en cuello: “The British are coming!”. Llegó a una casa y una hermosa mujer abrió la puerta. “¡Los ingleses se acercan! –le dijo Paul Revere–. ¡Avísale a tu esposo!”. Le informó ella: “Mi marido no está. Anda de viaje”. “Ah vaya –replicó el gran patriota al tiempo que descabalgaba–. Entonces olvidémonos de los ingleses”.
Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Al empezar la noche de las bodas ella fue hacia él y le dijo con tono sugestivo: “Estamos solos, amor mío”. “Sí –respondió Simpliciano tomando su celular–. ¿A quién le hablamos?”.
Salió del templo el cortejo que acompañó a las cenizas de don Terebinto. En el curso de los ritos funerarios uno de los antiguos compañeros de colegio del finado estuvo observando a su viuda, mujer de no muchos calendarios y de apreciables atributos físicos. A la vista de tales atractivos el hombre pensó que quizá podría llenar el hueco que su difunto amigo había dejado. Así, a la salida de la iglesia se presentó a la viuda y después de darle el pésame le dijo. “Señora: dicho sea con el mayor respeto, está usted muy guapa”. Ella, enjugándose una lágrima con la punta del pañuelo, respondió: “Y debería verme cuando no he llorado”.
La parejita de recién casados se instaló en su nidito de amor. Ella le dijo a él: “Has de saber que eso del sexo no me gusta ni mucho ni muy poco. Lo haremos un día sí y un día no”. “Muy bien –aceptó él–. Entonces vendré a la casa cada tercer día”.
El duque de Highrump invitó a su amigo lord Walleyed a la cacería del ciervo. Al regreso de la excursión venatoria el mayordomo de la finca le preguntó al visitante: “¿Cazó milord un ciervo?”. “Ninguno –respondió Walleyed–. Pero vi entre los árboles una bestia grande y corpulenta, de mirada fiera y crin pelirroja, que al caminar gruñía y bufaba amenazadoramente, y tuve ocasión de disparar sobre ella”. “Jesus, Mary and Joseph! –exclamó consternado el mayordomo, que era irlandés–. ¡Se me hace que cazó usted a la duquesa!”.
Don Chinguetas llegó del trabajo. Su esposa doña Macalota lo abrazó amorosamente, lo besó, le quitó el saco y la corbata y empezó a desabotonarle la camisa. “¡Por favor! –la rechazó él–. ¡Cuando estoy en mi casa quiero olvidarme de lo que hago en la oficina!”.
Un citadino que paseaba por el campo vio a una muchachita que conducía con esfuerzo a un gran toro. Le preguntó: “¿A dónde llevas ese toro?”. Respondió la zagala: “Lo llevo a la granja del vecino, a que cubra a una vaca”. El hombre, que veía las fatigas de la jovencita, le preguntó: “¿Y no puede hacer eso tu papá?”. “No –contestó ella–. Tiene que ser el toro”.
Pompafina fue al parque a pasear a su perrita poodle. Ahí encontró a Libidiano, que también andaba con su perro. En otro tiempo ella y él habían tenido amores pasionales, y decidieron recordarlos aprovechando la cómplice protección de unos arbustos. Los caniches no pudieron menos que contemplar la ardiente coición de sus amos. La perrita, confusa, no sabía qué hacer: “No te apenes –la tranquilizó el perrito–. Lo único que hacen es obedecer su instinto”.
Empédocles y Astatrasio, ebrios de profesión, se hallaban en la cantina, como siempre. Ese día les dio por hablar de sus respectivas vidas. Astatrasio le preguntó a Empédocles: “¿Por qué nunca te casaste?”. El otro suspiró. “Tuve una novia –dijo–. Cuando yo estaba borracho ella no quería casarse conmigo, y cuando estaba sobrio yo no me quería casar con ella”.
Dulcibella despidió en la puerta de su casa al inexperto y tímido galán. Le dijo: “Gracias, Inepcio, por los dos besos que me diste”. “¿Dos? –se sorprendió él–. Fue uno solamente”. “No –reiteró ella–. Fueron dos: el primero y el último”.
La curvilínea chica presentó en la ventanilla de banco un cheque para cobro. Le preguntó el cajero: “¿Tiene usted alguna identificación?”. “Sí –respondió ella–. Un tatuaje en forma de corazón arriba de la pompa izquierda”.
El asesor en eficiencia laboral y ahorro de tiempo mostró sus técnicas ante un público formado por jefes de producción de varias fábricas. Al terminar les dijo: “Una cosa les aconsejo: no traten de aplicar estas técnicas en su casa”. “¿Por qué?” –preguntó uno–. Explicó el experto: “Durante varios meses estuve observando la rutina que seguía mi esposa al preparar el desayuno. Me di cuenta de que hacía muchos viajes al refrigerador, a la despensa, a los gabinetes de la cocina, y traía siempre una sola cosa. Un día le dije: ‘¿Por qué no traes varias cosas a la vez?’. Desperdicias mucho tiempo; eres poco eficiente; no sabes hacer bien lo que haces”. Preguntó otro del público: “Y eso, ¿sirvió para ahorrar tiempo?”. “Claro que sí –aseguró el conferencista–. Antes mi esposa tardaba 20 minutos en hacer el desayuno. Ahora yo me lo preparo en 10”.
Un hombre llegó al bar del hotel y hablando dificultosamente le pidió al cantinero: “Da-da-dame u-un te-te-tequila, por fa-favor”. El cantinero, compasivo como casi todos los de su oficio, le dijo: “Veo que sufre usted de tartamudez, señor”. “S-s-sí –respondió el otro–. De-de-desde ni-niño. Y na-nada me ha po-podido cu-curar”. “Yo también fui tartamudo –le contó el cantinero–. Pero un día puse mi cabeza entre los muslos de mi esposa y eso me curó”. El hombre prometió seguir el consejo. Una semana después regresó. “Da-da-me u-un te-te-tequila, por fa-vor” –tartajeó como la vez pasada–. Le dijo el cantinero: “Veo que sigue usted tartamudeando, señor –comentó el cantinero–. ¿No siguió la receta que le di?”. “La-la se-seguí –responde el tartamudo–, pe-pero no-no dio re-resultado. De cua-cualquier mo-modo da-dale las gra-gracias a tu es-esposa”.
Terminó el trance de amor erótico en la habitación 210 del popular Motel Kamawa. En su pasional encuentro los amantes habían puesto en práctica todas las posturas amatorias descritas por el Kama Sutra y otras inéditas que en el momento improvisaron. Entonces él le pidió a ella: “Anda, no seas tímida: dime cómo te llamas”.
En la sala de última espera del aeropuerto se anunció por el altavoz que habría un retraso de dos horas en la salida del avión. Un tipo evidentemente ebrio prorrumpió en palabras altisonantes, y eso azaró a una monjita que estaba ahí. Una pasajera reprendió con enojo al individuo: “¡No diga usted maldiciones delante de la madre!”. “Perdone, reverenda –se disculpó el temulento–. No pensé que usted las quería decir primero”.
Doña Macalota se miraba en el espejo. Le preguntó a su esposo: “¿Me querrás cuando sea vieja, fea y arrugada?”. Contestó don Chinguetas: “Claro que te quiero”.
La recién casada le dijo a su flamante maridito: “Ahora que ya somos marido y mujer tu mamá será mi mamá, y mi mamá será tu mamá”. Replicó él: “Estoy seguro de que a mi papá le va a gustar el cambio”.
El turista fue corriendo a donde estaba un pescador en la playa. “¡Venga rápido! –le pidió lleno de angustia–. ¡Mi esposa se está ahogando y yo no sé nadar! ¡Si la salva le daré un millón de pesos!”. El pescador se lanzó a las olas, llegó hasta donde estaba la mujer y la trajo de regreso a la orilla, sana y salva. “¡Gracias, amigo mío! –profirió el turista emocionado–. ¡Le debo la vida de mi amada esposa! ¡Se ha ganado usted el millón de pesos!”. Y diciendo eso fue a tomar en sus brazos a la señora. “¡Santo Cielo! –exclamó sorprendido–. ¡Pensé que era mi esposa, y es mi suegra!”. “Mi puta suerte –meneó la cabeza el pescador, atribulado–. ¿Cuánto le debo, señor?”.
En el velorio del finado una comadre soltera le dijo a la viuda: “¡Qué hueco tan grande deja mi compadre!”. Respondió con enojo la mujer: “¡Si hubieras estado casada 40 años tú también lo tendrías igual!”.
Rondín # 3
La luciérnaga hembra permitió por fin que la luciérnaga macho le hiciera el amor. En el momento en que éste consumó la ansiada unión cayó un rayo. Se iluminó toda la bóveda celeste y se escuchó un trueno fragoroso. La luciérnaga hembra le comentó a su galán: “Traías muchas ganas ¿no?”.
El joven ejecutivo bancario llegó con aspecto de cansancio al bar. “¿Qué te sucede? –le preguntó un amigo, preocupado–. ¿Por qué te ves así, desfallecido y agotado?”. Con voz débil explicó el interrogado: “Se cayó el sistema en la oficina y tuve que entretenerme con mi secretaria”.
Don Poseidón, ranchero acomodado, fue invitado por unos señores de la ciudad a comer en un restaurante de mariscos. La mesera les sirvió una mariscada al centro, y todos empezaron a degustar el platillo. “Está muy bueno el abulón” –opinó uno–. “El callo de hacha está riquísimo” –dijo otro–. “Lo que no me gusta –manifestó el tercero– es la hueva de lisa”. “Es cierto –confirmó don Poseidón volviendo la vista a la mesera–. La muchacha se ve bastante lenta”.
Cantó el trovador: “Tengo un pájaro azul…”. “Pobrecillo –dijo la señorita Himenia, compadecida–. Ha de ser falta de circulación”.
El desdichado tipo estaba en una cama de hospital vendado de pies a cabeza igual que momia egipcia. Su esposa acudió a verlo. “Gorilo me golpeó” –gimió el lacerado–. “¿Cómo es posible? –se asombró la señora–. ¡Gorilo es tu mejor amigo! ¿Por qué te golpeó?”. “Porque le di la razón” –respondió con voz feble el pobre tipo–. “No entiendo” –se desconcertó la señora–. Relató el golpeado: “Me dijo: ‘Mi esposa es fantástica para hacer el amor’. Y yo le dije: ‘Tienes razón. Me consta’”.
Pirulina, muchacha sabidora, casó con Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida. Al comenzar la noche de las bodas el flamante desposado asomó por la ventana de la habitación. La luna rielaba entre las nubes y las estrellas daban su trémulo fulgor. “¡Hermosa noche!” –exclamó con emoción el novio. “Bueno –se impacientó Pirulina-. ¿Venimos a platicar o a coger?”.
Un casado le comentó a otro: “Vivo en un edificio de apartamentos de interés social. Las paredes son tan delgadas que la otra noche le propuse a mi mujer: ‘¿Hacemos el amor?’, y obtuve cuatro respuestas diferentes”.
La esposa del científico entró sin anunciarse en su laboratorio y ¡oh, sorpresa! lo encontró en flagrante trance de fornicio con su guapa y joven asistente. “¿Qué es esto, Paracelso? -le reclamó hecha una furia. “Por Dios, Burcelaga -le respondió con toda calma el hombre-. ¿Acaso ya se te olvidó que te dije que estaba tratando de producir la vida en condiciones de laboratorio?”.
Una vedette le comentó a su compañera: “Estoy indignada. Hay quienes piensan que por estar una en el espectáculo pueden tomarse todo tipo de libertades. Ayer un individuo del público me buscó entre bambalinas y me dijo que si aceptaba acompañarlo a su hotel me regalaría un anillo”. Pidió la otra: “A verlo”.
En el lobby bar del hotel un individuo le hizo una proposición salaz a la guapa mujer que tenía al lado. Respondió ella con enojo: “No soy de las que se venden por dinero”. “¡Fantástico! –se alegró el sujeto-. ¿Entonces es de a gratis?”.
El pirata Morgan tenía un gancho en vez de mano izquierda. Estaba en una playa de moda con su esposa, señora grande y gorda. En eso pasó una estupenda rubia con las pompas y las bubis llenas de curitas. Apuradamente le dijo el pirata a su mujer: “¡Te juro que ni siquiera la conozco!”.
El muchacho le preguntó a su padre: “¿Por qué si tú eres tan lampiño yo tengo bigote?”. Le contestó el señor: “Es que saliste a tu mamá”.
En el sillón de la sala el hombre y la mujer estaban en abrazándose y besándose. De pronto ella se puso en pie y le dijo a su acompañante: “¿Alguna vez has vendido seguros?”. “Nunca” –respondió él, extrañado. “Pues empieza ahora –le indicó ella-. Ahí viene mi marido”.
“¿Le eres fiel a tu marido?”. Eso le preguntó el padre Arsilio a doña Facilisa en el confesonario. “Sí, padre –contestó ella–. Frecuentemente”.
Mis cuatro lectores conocen bien a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Llamó por teléfono al veterinario y le dijo: “Voy a enviarle a mi perro cocker con mi suegra. Le pone una inyección letal. Al cocker lo baña y lo desparasita; después pasaré por él”.
Susiflor le preguntó a Rosibel: “¿Ya fijaste la fecha de tu boda?”. Respondió la muchacha: “Yo quiero casarme en noviembre. Mi novio prefiere que nos casemos en diciembre. A mi papá le gustaría que la boda fuera en marzo, y mi mamá me pide que me case en julio porque en ese mes se casó ella. Pero el ginecólogo opina que la boda debería ser lo antes posible”.
Dulcibella le dijo a Florilí: “Anoche tuve mi primera experiencia sexual”. “A ver –se interesó la amiga-. Siéntate y cuéntamelo todo”. “Te lo contaré de pie –repuso Dulcibella-. Por ahora no puedo sentarme”.
Al día siguiente de la intervención quirúrgica el cirujano pasó visita a su paciente. Le indicó: “Deberá usted abstenerse de fumar, de beber, de salir con amigos y de andar con mujeres”. “¿Hasta cuándo, doctor?” –preguntó, desolado, el hombre. Respondió el facultativo: “Hasta que acabe de pagarme”.
Lord Burton, famoso explorador, iba por la selva africana cuando lo acometió un elefante enfurecido. Ya lo iba a aplastar con sus enormes patas cuando de los arbustos surgieron unos salvajes que con sus lanzas y sus gritos ahuyentaron al temible paquidermo. “¡Gracias! –les dijo el famoso explorador-. ¡Me han salvado ustedes la existencia! ¿Por qué lo hicieron?”. Uno de los aborígenes le explicó: “Es que no nos gusta la carne molida”.
El recién casado le confió a un amigo: “¿Tengo dudas acerca del pasado de mi esposa?”. “¿Por qué?” –se intrigó el amigo. Respondió el otro: “Al empezar la noche de bodas me tardé en el baño, y ella me gritó: ‘¡Date prisa, güey, que no tengo toda la noche para ti solo!’”.
Rondín # 4
“Sé que tienes una amante” –le dijo la mujer a su marido. Y añadió: “¿Qué no te basta hacer el ridículo conmigo?”.
Desde el consultorio del ginecólogo la joven señora llamó por teléfono a su esposo y le anunció: “El doctor dice que es muy probable que vayas a ser papá”. El marido se alegró, pues ya tenía cinco años de casado y aún no disfrutaba los goces de la paternidad. Quiso oír la buena nueva de labios del médico, de modo que le pidió a su mujer: “Ponme en el teléfono al doctor”. “Ahora te lo paso –respondió ella-. Deja nomás que acabe de vestirse”.
Noche de bodas. En el curso del primer acto de amor el recién casado notó algo que lo llevó a preguntar a su flamante mujercita cuando acabó el trance: “Dime, Loretela: ¿soy yo el único hombre con el que has hecho esto?”. “No -respondió ella con paladina sinceridad-. Pero si te sirve de consuelo te diré que tampoco has sido el peor”.
Rufiano, hombre del bajo mundo, tuvo trato de fornicio con una maturranga a quien pagó sus servicios por adelantado. Diestro en menesteres de colchón el individuo de mi cuento le hizo a la prostituta un trabajo de tan elevada calidad erótica que la daifa gozó cumplidamente la ocasión, según lo demostraron sus jadeos, resoplidos y profusas exclamaciones de placer. Terminado el lúbrico acto la mujer le dijo a su amador: “Hagámoslo de nuevo. Esta vez no te cobraré”. Por segunda ocasión Rufiano llevó a la musa de la noche al culmen del deliquio. Tan satisfecha quedó la perendeca que le pidió al hombre repetir el acto. Le ofreció: “Ahora yo te pagaré a ti”. Sucedió, por desgracia, que Rufiano ya no pudo ponerse a la altura de las circunstancias. Quiero decir que a pesar de todos sus esfuerzos no logró izar el lábaro de su masculinidad. Así, la mujer se fue del cuarto, desilusionada. En el lecho Rufiano se dirigió a su parte de varón. “¡Desgraciada! –la apostrofó enojado-. Cuando se trata de gastar o gozar gratis siempre estás dispuesta, pero ¡ah!, que no se trate de ganarme yo una lanita, porque entonces no cuento contigo”.
“Mi mujer es muy ardiente –les dijo don Cornulio a sus amigos–. Ni ella ni yo fumamos, y casi todos los días hallo cenizas en la cama”.
Doña Macalota le contó a su esposo don Chinguetas: “Mi mamá va a vivir cerca de nosotros. Compró una casa que está a tiro de piedra de la nuestra”. Replicó don Chinguetas: “No me des ideas”.
El novio de Glafira, hija de don Poseidón, fue a pedir la mano de la muchacha. El vejancón le advirtió al pretendiente: “Quiero que sepa, joven, que mi hija es mujer de muchos calzones”. “Qué raro –se extrañó el galán–. Yo solamente le conozco tres”.
En la fiesta de hombres solos uno de ellos levantó su copa y dijo: “¡Brindemos por nuestras esposas y nuestras novias!”. “¡Sí! –exclamó otro–. ¡Y por que nunca lleguen a encontrarse!”.
Mesalina se llamaba, y tenía en el pueblo fama de ligera. Cierto día fue a confesarse con el padre Arsilio y le dijo que se había acostado con casi toda la población masculina sexualmente activa de la localidad. El buen sacerdote se consternó. Pensó que el infierno aguardaba a la pecatriz. Le dijo con severo acento: “¿Sabes lo que te vas a ganar con esa vida de fornicación que llevas?”. “Nada, padre –respondió Mesalina–. Nunca cobro”.
En el campo nudista una linda chica le dijo a otra: “¡Odio a los hombres que te visten con la mirada!”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, le preguntó a la criadita de la casa: “Dime, Famulina: ¿le eres fiel a tu marido?”. “Sí, señora –aseguró la mucama–. Y también al suyo”.
Noche de bodas. El sabidor desposado le hizo a su mujercita una perfecta demostración de amor. Con singular pericia de consumado amante la llevó tres veces seguidas a la cumbre de la felicidad; le dio a conocer todos los deliquios y los éxtasis todos del placer. “¡Caray, Pitoncio! –profirió encantada la flamante esposa–. ¡Qué idea tan equivocada tiene de ti mi papá! ¡Dice que eres un bueno para nada!”.
“Mi esposa no me admite en su lecho”. Esa dramática declaración hizo don Frustracio ante un consejero matrimonial. El terapeuta se dirigió a doña Frigidia, consorte del quejoso. “Señora –le preguntó–. ¿Acaso no le gusta a usted el sexo?”. “Sí me gusta –replicó doña Frigidia–. ¡Pero este maniático sexual me lo pide tres y hasta cuatro veces en el año!”.
El mulo de don Rético, indómito animal –el mulo, no don Rético–, le dio una coz a su amo en la molondra, vale decir en la cabeza, y con eso lo mandó expeditamente al otro mundo. Al velorio del finado acudieron innúmeras mujeres. “¡Cuántas amigas tienes!” –le dijo a la viuda una vecina–. “Ni siquiera las conozco –replicó la señora–. Son esposas venidas de toda la comarca a pedirme que les preste el mulo”.
Un majadero briago se plantó en medio de la cantina y gritó a voz en cuello: “¡Todos los que están aquí son unos culeros, menos yo! ¡Y a ver si alguien se atreve a desmentirme!”. Se puso en pie un hombrón de estatura procerosa y poderosos músculos. “Yo mero” –dijo–. Y así diciendo le propinó al lenguaraz una tremenda bofetada que lo hizo caer al suelo echando sangre por los nueve orificios naturales de su cuerpo. El temulento se levantó dificultosamente, se puso al lado del que lo había golpeado y de nueva cuenta se dirigió a la concurrencia: “¡Todos los que están aquí son unos culeros, menos nosotros dos! ¡Y a ver si alguien se atreve a desmentirnos!”.
El atildado señor pidió en la librería: “Busco una obra llamada ‘El cardenal’”. La encargada del establecimiento le indicó: “Aquí no vendemos libros religiosos”. Aclaró el cliente: “El libro que estoy buscando trata del pájaro”. Replicó secamente la mujer: “Pornografía menos”.
“¡Adúltero!” –le gritó doña Macalota a don Chinguetas cuando lo sorprendió en el lecho conyugal refocilándose con la guapa vecina del 14. “Lo soy –admitió el casquivano esposo–. Pero a ver: ¿qué otro defecto me conoces?”.
La señorita Celiberia visitó a su amiga Himenia, soltera como ella y también de bastantes calendarios. Grande fue su sorpresa al ver que su anfitriona tenía su casa llena de condones. Los había sobre la mesa de la sala, del comedor y la cocina; colmaban los sillones y las sillas; estaban dentro de los clósets, encima del piano. Por todas partes había condones. “Compro dos cada día” –le explicó la señorita Himenia a su asombrada visitante–. “¿Para qué? –le preguntó la señorita Celiberia–. Ni siquiera los usas”. “No –respondió Himenia–. Pero el farmacéutico ya está empezando a interesarse en mí”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, acudió junto con su marido don Sinople a la consulta de un consejero matrimonial. Le dijo don Sinople: “En los últimos 14 meses mi esposa y yo no hemos estado de acuerdo ni una sola vez”. Acotó doña Panoplia: “Han sido 15”.
El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus fieles incurrir en pecado de lujuria a condición de hacer después un donativo en dinero a la congregación), el reverendo Rocko Fages, digo, fue a llevar la Buena Nueva a los indios kamukos, habitantes de Yanó, una de las Islas Vírgenes. La primera buena nueva que les comunicó fue que se iban a ir al infierno por no estar casados religiosamente. Les ordenó que se presentaran ante él con sus mujeres a temprana hora del siguiente día para unirlos en sagrado matrimonio. Obedecieron los isleños, y el reverendo ofició un matrimonio colectivo. Terminada la ocasión alguien le preguntó a uno de los aborígenes: “¿Qué tal estuvo la boda?”. “¡Ka!” –respondió el nativo–. (En el dialecto local la palabra “Ka” quiere decir: “A todísima madre”). Y añadió feliz: “¡Todos agarramos vieja nueva!”.
Rondín # 5
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su esposa, que es algo gordita, le reclamó un día: “Se dice: ‘mi media naranja’. ¿Por qué tú me presentas diciendo: ‘Les presento a mis tres cuartos de naranja’?”.
“¡Qué potente eres, Simpliciano! –felicitó Pirulina a su flamante maridito–. ¡Apenas acabamos de regresar de la luna de miel y ya tengo cuatro meses de embarazo!”.
El romántico doncel fue con su novia al Ensalivadero, solitario paraje a donde acuden por la noche las parejas húmedas. En el asiento de atrás del automóvil el enamorado galán le dijo con emoción a la muchacha: “¡Me gustan tus cabellos, tu frente, tus ojos, tus mejillas, tu nariz, tus labios, tus dientes, tu…!”. “Bueno –lo interrumpió ella, impaciente–. ¿Viniste a coger o a hacer inventario?”.
Don Poseidón le preguntó al pretendiente de Glafira: “¿De modo, joven, que quiere usted casarse con mi hija?”. “No solamente quiero, señor –respondió el solicitante–. Debo”.
Don Cornulio entró en la alcoba y vio a su esposa yogando con un desconocido. Antes de que el mitrado pudiera pronunciar palabra le dijo su mujer: “Tú tienes la culpa. Me dejas sola demasiado tiempo”. Respondió don Cornulio con enojo: “¡Pero si nada más fui a la cocina por un vaso de agua!”.
El jefe de personal interrogó a la linda aspirante a secretaria: “¿Tiene usted referencias, señorita?”. “Tengo tres –contestó la curvilínea chica–. Busto 106, cintura 60, cadera 98”.
Doña Gorgolota se quedó estupefacta cuando su hija en edad de merecer le hizo una pregunta: “Mami: ¿cuándo te casas ya no te pagan por hacer eso?”
“Santo Señor San Alejo: / te pido con devoción / que me quites lo pendejo / y me aumentes lo cabrón”.
Respirando agitadamente el ciempiés macho le pidió a la hembra: “Abre las piernitas por favor, mi vida”. Respondió ella, terminante: “No, no, y cien veces no”.
Pepito y su amigo Juanilito estaban en el parque cuando pasó junto a ellos una estupenda morena de erguida proa y ondulante popa. Comentó Pepito, pensativo: “No sé, pero algo que me dice que en la vida hay algo más que tablets y futbol”.
En su consultorio el joven médico sonrió cuando su padre le contó que estaba teniendo problemas de disfunción eréctil. Le recetó ciertas pastillas y le aseguró que ese fármaco le levantaría el denuedo. “No sabía que también se llamara así” –dijo el señor–. Y así diciendo le entregó mil pesos a su hijo. “¡Por Dios, padre! –protestó el muchacho al tiempo que le devolvía el dinero–. ¡Cómo piensas que voy a cobrarte la consulta!”. “El dinero no es por la consulta –aclaró el progenitor–. Es para que no le digas a tu mamá que vine a verte. Del efecto que hagan las pastillas ella no se enterará”.
La señora le puso a su hija un nombre extraño: Cicatriz. Explicaba: “Es lo que me quedó de una caída”.
Doña Holofernes, mujer de pueblo chico, quería que su hija estudiara en la ciudad. Don Poseidón, su esposo, se resistía a la idea: pensaba que en la gran urbe acechaban todos los peligros. La gran urbe era la capital del Estado, que tenía 100 mil habitantes. Doña Holofernes se salió con la suya –siempre se salía con la suya– y la muchacha hizo el viaje a la ciudad. Pocos días después la madre recibió un mensaje de la escuela. De inmediato le informó a su marido: “Ya matricularon a Glafira”. “¡Carajo! –se consternó don Poseidón–. ¡Te dije que algo malo le iba a suceder!”.
Blanca Nieves y el Príncipe Azul contrajeron matrimonio. Al día siguiente de la noche de bodas el desposado le preguntó a su flamante mujercita: “¿Te gustó lo de anoche, vida mía?”. “Sí –respondió Blanca Nieves–. Pero me hicieron falta los otros seis”
En el lecho conyugal la desilusionada señora le dijo a su apenado esposo: “No guardaste nada para la jubilación, ¿verdad?”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Le comentó a su mujer: “¡Ah, ese cuerpo porno que tienes!”. Preguntó ella, halagada: “¿De veras tengo este cuerpo porno?”. “Sí –confirmó Capronio–. Por no hacer dieta, por no hacer ejercicio…”.
La encuestadora entrevistó a Babalucas: “¿Cuántas veces le hace usted el amor a su esposa en la semana?”. Contestó el badulaque: “Cuatro”. “Felicidades –lo congratuló la chica–. Su vecino lo hace sólo una vez”. “Bueno –replicó Babalucas–. Yo tengo más derechos que él. Después de todo soy el marido”.
La profesora les dictó a los niños el cuento de la gallina de los huevos de oro. Al final de la clase Juanilito le preguntó a Pepito: “La palabra ‘huevos’ ¿se escribe con v o con b?”. “No estoy seguro –respondió Pepito–. Por si las dudas yo puse: ‘La gallina de los tanates de oro’”. Conceptuoso vocablo usó el chiquillo. El término “tanates”, derivado de la lengua náhuatl, sirve entre otras acepciones para nombrar a los testículos, por el parecido de éstos con la bolsa –tanate– usada por los trabajadores de las minas para extraer el material.
“Mi marido es hombre de muchos tanates” –dijo una señora para encomiar el arrojo de su esposo–. “No es cierto, comadrita –la corrigió otra–. Yo solamente le he tentado dos”.
En el baile casero estaba una guapa señora toda de negro hasta los pies vestida. De pronto se oyeron los acordes de una sabrosa cumbia, y uno de los invitados nombró a la atractiva dama. Así se decía antes cuando un hombre le pedía a una mujer que bailara con él: nombrarla. “Está bien –aceptó la señora la invitación del tipo–. Pero báileme despacito, por favor. Estoy de luto”.
La mamá del muchachillo adolescente le ordenó que fuera a confesarse pues llevaba ya tres semanas de no hacerlo. En el confesonario le dijo el mozalbete a don Arsilio: “Acúsome, padre, de ser bígamo”. “¿Cómo es eso?” –se asombró el buen sacerdote–. “Sí –confirmó el adolescente–. Cambio de mano”.
Don Languidio, maduro caballero, tenía problemas de disfunción eréctil. En la cena de parejas salió el tema de la inflación, y don Languidio declaró: “Todo ha subido”. Intervino su esposa: “No todo; no todo”.
Tabu Larrasa se llamaba esta sexoservidora. A pesar de su antigua y abnegada profesión era carniseca tanto en la comarca norte como en la zona sur. Después de ahorrar por algún tiempo fue con un cirujano plástico el cual, mediante sendas y hábiles intervenciones, le agrandó considerablemente ambas regiones corporales. La vio una compañera y comentó: “¡Caramba! ¡Veo que has ampliado el negocio!”.
La linda chica le dijo a su galán: “Todos los novios de mis amigas ya pidieron su mano, y tú eso es lo único que no me has pedido”.
La mamá de Babalucas se sorprendió al ver que su hijo y la esposa de éste dormían en literas. El padre del badulaque halló la explicación: “El día que se casó me preguntó Baba cómo debía acostarse con su mujer, y yo le dije que él arriba y ella abajo”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, manifestó: “El sexo entre un hombre y una mujer puede ser maravilloso. Claro, si te toca estar entre el hombre y la mujer adecuados”.
Don Astasio y su mujer asistieron a un retiro espiritual. En una de las sesiones el padre Arsilio habló con elocuencia acerca de la fidelidad en el matrimonio. (“You don’t play the game you don’t set the rules”, le dijo cierto tipo a un sacerdote católico cuando en su boda le hizo saber sus obligaciones de casado). Tras escuchar los conceptuosos conceptos del orador sagrado acerca de la fidelidad conyugal la esposa de don Astasio le comentó a su marido: “Tiene mucha razón el señor cura. En adelante procuraré serte fiel con más frecuencia”.
El muchacho empezó a escanciarle el vino a la muchacha. Le pidió: “Dime cuándo”. Respondió ella: “Eso te lo diré después. Por lo pronto sírveme más vino”.
El astrólogo le preguntó a la futura madre: “¿Bajo qué signo concibió usted a su hijo?”. Respondió ella: “Bajo uno que decía: ‘No pise el césped’”.
La recién casada era insaciable en lo que al sexo se refiere. Le pedía a su marido el cumplimiento del débito conyugal dos y tres veces en el mismo día. Para quien bebe las miríficas aguas de Saltillo eso no habría sido ningún problema, pero el desposado no disponía de las taumaturgas linfas, de modo que andaba ya agotado, laso, feble, exánime y desguanguilado. Se iba a cumplir un mes del matrimonio, y su mujercita le preguntó: “¿Qué quieres para ese día?”. Con voz apenas audible respondió el lacerado: “Llegar”.
Rondín # 6
Aquel hombre, cansado de placeres, decidió buscar esposa. Quería una que no hubiese conocido las cosas del mundo y de la carne, de modo que se alegró bastante cuando conoció a una chica modosa y recatada. La cortejó discretamente, para no herir su virtud y su candor, y aun la acompañó en sus devociones cotidianas, pues la muchacha gustaba de oír dos o tres misas cada día. Por fin se llegó la fecha de la boda. Esa noche, ya en la habitación nupcial, él salió del baño y se sorprendió mucho al ver en la cama a su mujercita, sin nada encima y recostada en actitud lúbrica y sensual como de Mesalina, Thais o Friné. “¡Pero, Goretina! –exclamó el hombre al mismo tiempo consternado y sorprendido–. ¡Yo esperaba verte de rodillas!”. “¡Ah no! –rechazó ella–. Cuando lo hago en esa posición después siempre me duele la espalda”.
Aquel señor regresó de su viaje un par de días antes de lo esperado. Aunque el reloj marcaba ya la medianoche su mujer no estaba en el domicilio conyugal. El señor despertó a la criadita de la casa y le pregunta: “¿Dónde está la señora?”. “Salió de cacería” –respondió la muchacha–. “¿De cacería?” –repitió el señor sin entender–. “Sí –confirmó la criadita–. Me dijo: ‘Ahora que no está mi marido voy a echarme una liebrita’”.
El seductor galán estaba refocilándose con mujer casada en el lecho conyugal de la señora. En eso se oyeron grandes golpes acompasados como de enorme martillo mecánico que golpeaba una y otra vez el piso. Temblaron los cimientos de la casa; vinieron al suelo varios cuadros que colgaban de la pared; se agitaron los candiles; vibraron los cristales de las ventanas. El asustado follador pensó que aquello era un terremoto, pero la mujer lo sacó de su equivocación. Le dijo: “Es mi marido. Conozco bien sus pasos”.
La mamá y la hija de don Chinguetas le pidieron dinero para comprar el vestido de novia de la chica. El genitor le preguntó a su esposa: “¿Por qué no usa el vestido con el que tú te casaste?”. “No le queda –repuso la señora–. Ella no está embarazada”.
Susiflor le contó a su amiga Rosibel: “Mi matrimonio es un paraíso. Una vez por semana mi marido y yo salimos a tomar una copa, a cenar, a bailar y luego, a manera de aventura, vamos a un motelito a hacer el amor. Yo salgo el viernes y mi marido el sábado”.
A la prima Celia Rima, versificadora de fin de semana, se deben estos traviesos versillos a propósito del primer Informe de AMLO: “Si habla palabras sinceras / informará el informante / que su única obra importante / han sido las mañaneras”.
El padre Arsilio notó que doña Facilisa no se daba golpes de pecho al decir “Por mi culpa, por mi culpa, por mi grave culpa”. Los golpes se los daba en la región correspondiente a la entrepierna. Al terminar la misa la llamó y le preguntó por qué hacía eso. “Padre –razonó la feligresa–, los golpes de arrepentimiento se los debe dar uno en la parte donde he pecado más”.
“Si no te casas conmigo –amenazó Babalucas– me arrojaré por la ventana”. La chica se burló: “Estamos al nivel de la calle”. Declaró Babalucas, terminante: “¡Me arrojaré 10 veces!”.
El tipo le dijo a la hermosa mujer que tenía al lado en el bar: “Daría 500 pesos por posar mis labios en esa boca suya tentadora”. Replicó la mujer: “¿Y por qué no optas mejor por el gran premio de los 5 mil pesos?”.
Un tipo le informó a otro: “Tu mujer hace el amor con todos los hombres del pueblo”. “No es cierto –negó terminantemente el otro–. Conmigo no lo hace”.
Le nueva secretaria de don Algón le comentó a una compañera: “Me dicen que el jefe es muy buena onda con las empleadas de la oficina; que todas lo aman”. “Sí –confirmó la otra–. Por cierto, hoy te toca a ti amarlo”.
El sacerdote maya apartó a la linda doncella del borde del cenote. “Vamos a mi casa, linda –le indicó–. A los dioses les voy a echar una pizza”.
Pirulina le contó sus pecados al buen padre Arsilio. Le dijo: “Acúsome de que ayer fui con mi novio al Ensalivadero”. “Ese lugar –inquirió el confesor– ¿es el sitio al que acuden por las noches las parejas en rijo?”. “Van en coche” –acotó Pirulina–. Y prosiguió: “Ahí él empezó a besarme french style”. “¿Qué es eso?” –se inquietó el sacerdote–. Explicó la muchacha: “Es un beso en el que no sólo intervienen los labios, sino también la lengua”. “¡Señor San Blas! –exclamó consternado el eclesiástico–. (San Blas es el santo al que se invoca para prevenir y curar los males de garganta). “¿Imaginas, desdichada, la cantidad de microbios que se trasmiten mutuamente quienes participan en ese lúbrico ósculo?”. Replicó Pirulina: “Cuando te besan así en todo piensas, menos en microbiologías. Luego mi novio me acarició con exhaustividad por arriba y por abajo. Finalmente me llevó al asiento de atrás del automóvil y me hizo el amor”. “Muy mal hecho” –amonestó el padre Arsilio–. “No, señor cura –lo corrigió la muchacha–. Me lo hizo muy bien”. “Eso no quita el pecado –indicó el párroco, severo–. En penitencia rezarás un rosario”. “Padre –aventuró la chica–: si rezo dos ¿tendré derecho a una segunda vez?”.
El marido de doña Gorgolota comentó: “Mi esposa se pone todas las noches una máscara de lodo verdinegro para el cutis”. Preguntó alguien: “Y esa máscara ¿le mejora el aspecto?”. Contestó el marido: “Si se la deja puesta, sí”.
Propuso el avieso galán: “¿Me aceptas una copa?”. La ingenua chica respondió: “Sí”. “¿Otra copa?”. “Sí”. “¿Una más?”. “Sí”. “¿Me acompañas a mi departamento?”. “Sí”. “¿Nos vamos a la cama?”. “Sí”. Terminado el erótico deliquio él le ofreció: “¿Un cigarro?”. Y ella: “No. Mi mamá me ha dicho que si estoy con un hombre y le digo que sí a todo, el hombre se aprovechará de mí”.
Don Cornulio llegó a su casa y sorprendió a su cónyuge en trance de fornicio con un hombre de estatura desmedrada. Mediría a lo mucho 7 palmos. El palmo es la distancia que va del extremo del dedo pulgar al del meñique poniendo la mano abierta; más o menos 20 centímetros. Don Cornulio le gritó a la pecatriz: “¡Mujer infiel!”. “Medio infiel nada más –se defendió ella–. Observa la estatura del señor”.
El hijo del cocodrilo se quejó: “No tengo dinero”. Le contestó su padre: “Lo tendrás cuando seas cartera”.
Don Algón entró en el cuarto del archivo y se asombró al ver al encargado follando con su lindísima asistente. “¿Qué es esto, Archibaldo?” –le reclamó enojado–. “Perdone, jefe –replicó el archivista–. Ya habíamos terminado nuestra trabajo, y no nos gusta estar sin hacer nada”.
Don Frustracio, el abnegado esposo de doña Frigidia, asomó por la ventana de la alcoba y vio la luna llena. “¡Qué hermosa luna!” –profirió arrobado–. Doña Frigidia replicó de inmediato: “Hoy no. Me duele la cabeza”.
Pepito le contó a su papá: “Un niño de la escuela me dijo que me parezco mucho a ti”. El señor, orgulloso, le preguntó: “Y tú ¿qué le dijiste?”. “Nada –replicó Pepito enfurruñado–. Es más grande que yo”.
Rondín # 7
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, tenía un perico. Cierto día notó que el loro andaba nervioso, desasosegado. Lo hizo revisar por un veterinario. Tras el correspondiente examen el médico dictaminó: “A su perico le hace falta una periquita. Tengo una que puede ser su novia por algunos días. El alquiler es de mil pesos”. Doña Panoplia llevó a su casa a la cotorrita y la puso en la jaula del perico. Al punto el loro se lanzó sobre ella y empezó a desplumarla. “¿Por qué haces eso?” –le preguntó azorada doña Panoplia–. Respirando agitadamente contestó el pajarraco: “¡Por mil pesos la quiero encueradita!”.
Le dijo: “Acúsome de que ayer fui con mi novio al Ensalivadero”. “Ese lugar –inquirió el confesor– ¿es el sitio al que acuden por las noches las parejas en rijo?”
Loretela, linda chica, era dueña de un perro collie escocés. A esa misma raza perteneció Lassie, la famosa perra de las películas y la televisión. A pesar de su nombre, que significa algo así como “Muchachita”, Lassie no era perra, sino perro. Los camarógrafos debían hacer prodigios para que no se vieran en la pantalla los notables atributos de macho de Pal (“Amigo”), que tal era el nombre real del perro. En su tiempo “Lassie” fue una celebridad. Cuando a mediados de los años cuarenta se le llevó a Nueva York para una presentación “personal” en Radio City, “Lassie” ocupó una suite en el Hotel Plaza que costaba 380 dólares diarios. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del cuento. Vuelvo a él. Loretela notó que a su perro le caía sobre los ojos el pelo de la cabeza, lo cual le estorbaba la vista. Su veterinario le recetó un depilatorio, y la muchacha fue a comprarlo en la farmacia. El encargado le advirtió: “Tenga cuidado. Este depilatorio es muy fuerte. Si excede usted la dosis le arderán los brazos o las piernas”. Aclaró Loretela: “El depilatorio es para mi collie”. Y dijo el farmacéutico: “Ahí le arderá todavía más”.
Doña Macalota llegó a su casa cuando no se le esperaba y sorprendió a don Chinguetas, su marido, en inmoral consorcio de libídine con la joven y exuberante muchacha de servicio. “¡Cabrón!” –le gritó la airada señora a su casquivano cónyuge–. “Ay, Macalota –respondió con sentimiento don Chinguetas–. Tú insultándome y yo aquí entrenando para darte un servicio mejor”.
Tres tipos entablaron conversación en una fiesta y cayeron en el tema del sexo. Presumió uno: “Yo hago el amor 30 veces en el mes”. Manifestó el segundo: “Yo lo hago 15 veces”. El tercero no decía nada. “¿Y tú?” –le preguntaron–. Contestó: “Lo hago dos veces en el mes”. Dijeron los jactanciosos: “¿Tan poquito?”. Argumentó el otro: “Para un cura de pueblo chico no está mal”.
Una hermosa mujer acudió a la consulta del doctor Duerf, psiquatra. Le informó: “Soy de carácter débil, y eso me lleva a entregar las galas de mi honor al primer hombre que me las pide. Las galas de mi honor, quiero decir. Luego la conciencia no me deja dormir”. El doctor Duerf se puso una mano en el mentón e hizo: “Mmm”. Esa actitud pensativa le permitía elevar sus honorarios. En seguida le dijo a la mujer: “Ya veo. Quiere usted que le fortalezca el carácter”. “No –opuso ella–. Quiero que me debilite la conciencia”.
El hijo mayor de don Poseidón embarazó a una chica, y el viejo debió pagar una indemnización. El segundo hijo de don Poseidón embarazó a otra chica y de nuevo el padre hubo de pagar la indemnización correspondiente. Sucedió que la hija de don Poseidón salió embarazada. “¡Magnífico! –se alegró él–. ¡Ahora nosotros cobramos!”
El papá y la mamá de Pepito estaban haciendo el amor apasionadamente en su recámara. Por el ojo de la cerradura los observaban el chiquillo y su hermanito menor. El pequeño, intrigado, le preguntó a Pepito: “Dices que eso es algo muy divertido. ¿Por qué entonces ninguno de los dos se está riendo?”.
Una joven mujer acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna. Le contó llena de preocupación: “Doctor: últimamente me ha estado saliendo vello en todo el cuerpo. Lo tengo ya piloso, vellido, lanuginoso, hirsuto. Mire”. Así diciendo se aligeró por completo la ropa y se mostró al natural ante el facultativo. Le preguntó angustiada: “¿Qué padezco, doctor?”. “Padece osita” –respondió mimoso el galeno al tiempo que se acercaba con lasciva intención a la paciente.
Tetana y Nalgarina, vedettes de profesión –otras actividades marginales tenían también-, estaban hablando acerca del futuro. Manifestó Tetana: “Yo invierto mi dinero en comprar dólares. Ya tengo 100 mil”. Nalgarina, por su parte, declaró: “Yo lo invierto en comprar navajas suizas. Ya tengo 500”. “¿Navajas suizas?” –se extrañó Tetana. “Sí –confirmó Nalgarina-. Llegará el tiempo en que perderé mis atractivos; los hombres ya no se fijarán en mí. Y no sabes todo lo que es capaz de hacer un muchacho con tal de tener una navaja suiza”.
Al día siguiente de la fiesta doña Macalota le preguntó, irritada, a su esposo don Chinguetas: “¿Quién era esa rubia oxigenada con la que estuviste anoche tan acaramelado?”. “No me lo preguntes –replicó el casquivano marido-. Bastantes problemas tuve para explicarle a ella quién eras tú”.
Un majadero individuo le dijo con acento imperativo al encargado de la tienda de mascotas: “Cuatro ojos (el muchacho usaba lentes): dame un kilo de alimento para perro. Y muévete, pendejo, que no tengo tu tiempo”. Le preguntó el muchacho, amable: “El alimento ¿se lo va usted a llevar o vendrá su mamacita a comérselo aquí?”
Don Roso tenía frente despejada, por no decir que era calvo de solemnidad. Cierto día se compró una peluca o bisoñé y de inmediato se puso el añadido a fin de darle la sorpresa a su mujer. Cuando llegó a la casa su esposa ya dormía. Don Roso se acostó a su lado, le tomó una mano y se la puso en su nueva cabellera. La señora dijo, adormilada: “Está bien, compadre. Nomás que sea rapidito, porque ya no tarda en llegar el pelón”.
Ella le dijo a él: “Soy una mujer recatada, decente y pudorosa. Quiero que lo hagamos con la luz apagada”. “Muy bien –aceptó él–. Entonces voy a cerrar las puertas del coche”.
Disertó el profesor Oastro: “La cigüeña es un ave migratoria que abunda en España durante los meses de verano, y en invierno vuela al norte de África. Mide hasta un metro de altura; su plumaje es blanco, salvo las plumas remeras, que son negras. Acostumbra hacer su nido en las chimeneas de las casas y las torres de las iglesias, mismo nido al que regresa cada año”. Pepito lo interrumpió. “No siga, maestro. Ya estamos bastante grandecitos para creer en la cigüeña”.
La adivinadora consultó su bola de cristal y le anunció a la linda chica: “Un hombre llegará a tu vida”. “Ya llegó –sonrió ella–. Tengo mi novio”. “Y anoche estuviste con él –añadió la adivinadora–. El hombre al que me refiero llegará dentro de unos nueve meses”.
Don Crésido le reprochó al pretendiente de su hija: “Usted quiere casarse con Uglina porque tiene dinero”. “Todo lo contrario, señor –replicó el tipo–. Quiero casarme con ella porque yo no lo tengo”.
Avidia rompió relaciones con su novio. Le dijo: “Mis sentimientos hacia ti han cambiado”. Él le pidió: “Devuélveme entonces el anillo que te di”. “No –se negó Avidia–. Mis sentimientos hacia el anillo no han cambiado”.
Una encuestadora le preguntó a Pitorro: “¿Cómo le gustan a usted lo muslos femeninos? ¿Gruesos o delgados?”. Contestó él: “Más bien prefiero lo intermedio”.
En el restorán un tipo se levantó de la mesa y les anunció a sus compañeros: “Voy a ver a mi chica”. Un mesero le informó: “El baño está al fondo a la derecha”.
Rondín # 8
Aquel señor llegó a su casa cuando no se le esperaba y sorprendió a su cónyuge en ilícita deleitación carnal con un desconocido a quien al parecer conocía muy bien, pues le decía “papucho”, “negro lindo” y “cochochón”. Al ver aquello el esposo profirió en dicterios: “¡Maturranga! ¡Zaborra! ¡Meretriz!”. La mujer se defendió: “Ya vi todas las series que hay en Netflix. ¿Con qué quieres que me distraiga?”.
Conocemos muy bien al tal Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Fue a la playa con su esposa y su suegra. Le pidió a su mujer: “Dile a tu mamá que entre en el mar antes que nosotros, para que ahuyente a los tiburones”.
En la fiesta don Chinguetas le dijo al anfitrión: “Mire qué mujer aquélla tan más fea. Yo no me la soplaría ni gratis”. Declaró con voz seca el anfitrión: “Es mi esposa”. “Perdone –se disculpó Chinguetas–. Entonces sí me la soplaría. Y pagando ¿eh?, pagando”.
“Cómete una docena de ostiones en su concha. Son afrodisíacos”. Ese consejo le dio Pitongo, hombre diestro en afanes de colchón, a su amigo Cuculmeque, señor de muchos calendarios y que por eso batallaba a veces para poner en alto el lábaro de su masculinidad. ¡Ah! Si el pobre Cuculmeque hubiese dispuesto de un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo no habría necesitado recurrir a aquel molusco. Bien conocida es la virtud de esas taumaturgas linfas. Por vía de experimentación se le administraron unas gotas a la momia de un faraón, y el monarca egipcio no sólo recobró el espíritu de vida, sino también sus rijos de varón, hasta el punto de que ahí mismo en el laboratorio dio buena cuenta de los experimentadores –tres–, que ni oportunidad tuvieron de correr para ponerse a salvo del faraónico ímpetu. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Cuculmeque fue a una marisquería y consumió no una docena de ostiones, como su amigo le había aconsejado, sino 12 docenas, pues esa noche tenía compromiso con una exuberante dama con la que por primera vez se encontraría. Abreviaré la historia, que va saliendo ya muy larga. Los ostiones no dieron resultado, pero al siguiente día Cuculmeque arrojó 14 perlas.
Aquella mañana la enfermera Florencina traía un escote sumamente pronunciado que dejaba a la vista su abundoso tetamen, tanto en la parte que en inglés se llama cleavage –la línea entre los dos senos de la mujer– como en los hemisferios mismos. Florencina le tomó la temperatura a un hombre joven y le informó al doctor: “El paciente tiene 39 y medio grados de temperatura”. Dictaminó el facultativo: “Réstele dos a cuenta del escote”.
Los pericos vieron pasar al jet que dejaba tras de sí una larga estela blanca. Uno comentó admirado: “¡Qué velocidad la de ese pájaro!”. Acotó otro: “Tú también volarías a esa velocidad si se te fuera quemando el fundillo”.
Algunos hombres cuentan aventuras que nunca tuvieron. Algunas mujeres tuvieron aventuras que nunca cuentan. El señor llegó a su casa después de haber estado con una linda chica en el cuarto número 210 del popular Motel Kamawa. Al descender del coche se vio en el espejo y advirtió asustado que traía en el cuello las evidentes señas de los apasionados chupetones que en el curso del amoroso trance le dio su compañera. El pequeño hijo del señor andaba en el jardín. Fue hacia él y le propinó una fuerte nalgada que hizo que el chiquillo prorrumpiera en llanto. Salió asustada la mamá y le preguntó a su esposo: “¿Por qué llora el niño?”. “Le di una nalgada –respondió el señor–. Lo abracé, y en vez de darme un beso me mordió el cuello. Mira cómo me lo dejó”. “Anda –dijo la mujer–. Y no sabes a mí cómo me tiene los muslos”
“Tengo algo qué confesarles” –les dijo Loretela a sus papás–. Preguntó llena de inquietud la madre: “¿De qué se trata?”. “Me apena mucho lo que voy a decirles –respondió la muchacha–, pos estoy embarazada”. “¡Cómo es posible! –se indignó el papá–. ¿De nada sirvieron nuestros desvelos y nuestros sacrificios? ¿De nada sirvió la formación que recibiste en el hogar? ¿De nada sirvió haberte enviado al colegio de monjas? ¿Todo para que digas ‘pos’ en vez de ‘pues’?”.
En el curso de la fiesta que ofreció en su casa lord Feebledick notó que su esposa, lady Loosebloomers, no estaba atendiendo a los invitados. Fue a buscarla y la encontró en la alcoba en plena refocilación carnal con Sir Heinie Highrump, su más cercano amigo. Antes de que milord pudiera articular palabra lady Loosebloomers le impuso silencio: “Shhh. Está muy borracho. Cree que eres tú”
Aquel señor le comentó a su esposa: “Fui con el médico, y aparte de recetarme unas pastillas me dijo que no puedo fumar, que no puedo beber y que no puedo hacer el amor”. Preguntó la señora: “¿Cómo supo esto último?”.
El cura párroco del pueblo notó que las velas de los altares de la iglesia estaban desapareciendo misteriosamente. Llamó al sacristán, lo hizo arrodillarse en el confesonario y desde el otro lado de la rejilla le preguntó: “En sagrada confesión dime, Ciriolo: ¿quién se está robando las velas?”. “No oigo” –dijo el hombre–. Repitió el cura en voz más alta: “¿Quién se está robando las velas?”. “No se oye nada nada” –volvió a decir el sacristán–. “Mentiroso –se exasperó el párroco–. Yo te oigo a ti muy bien”. “Pero de este lado no se oye –alegó el otro–. Si no me cree hagamos la prueba. Póngase usted aquí; yo ocuparé su sitio en el confesonario y desde ahí le hablaré. Verá que no me escucha”. Así lo hicieron. El sacerdote se arrodilló en el lugar del penitente y el sacristán se sentó en el del confesor. Desde ahí le preguntó al cura: “¿Quién va a mi casa a tirarse a mi señora mientras yo estoy aquí?”. Contestó al punto el párroco: “¡Mira! ¡De veras que en este lado no se escucha nada!”.
Rufiano y su mujer se vieron en el último extremo de la necesidad, pues él perdió su empleo y no pudo encontrar otro. Así las cosas le dijo a la señora: “Tendrás que salir tú a buscar dinero si quieres que mantengamos nuestro tren de vida”. “¿Y en qué voy a trabajar? –replicó ella–. No sé hacer más que una cosa; tú sabes bien cuál es”. “Pues haz eso –contestó él–. Los latinos decían: necessitas caret lege. La necesidad carece de ley. Tal proloquio es el origen de la frase popular ‘La necesidad tiene cara de hereje’, equivocada traducción pero más expresiva, mucho más, que la correcta”. “Estás divagando” –lo interrumpió la esposa–. “Tienes razón –reconoció el marido–. En nuestras circunstancias no necesitamos digresiones sino acciones. Esta misma noche irás a ejercitar el oficio que llaman el más antiguo del mundo, quizá porque desde los tiempos más remotos el hombre ha abusado de la mujer y ha hecho de ella un objeto para su provecho y su placer, lo cual…”. “Divagas otra vez –lo interrumpió de nuevo la señora–. Yo voy ahora mismo a prepararme a fin de iniciar mi nuevo giro, tan diferente del de esposa”. “El matrimonio –declaró Rufiano– es una institución social que…”. “¿Otra vez empiezas con tus divagaciones? –lo detuvo la impaciente cónyuge–. Venga, dame el poco dinero que nos queda. Con él compraré lo necesario para presentarme esta noche en sociedad”. En efecto, fue la señora a una sex shop y adquirió los siguientes artículos: una pantaleta crotchless, un brassiére de media copa, medias negras de malla con liguero, zapatos altos de tacón aguja, minifalda de tela charolada color rojo encendido y blusa que dejaba a plena vista sus atributos pectorales. Igualmente se compró una boa de plumas y un bolso de chaquira y lentejuela. En su casa se maquilló al modo estridentista y ensayó frente al espejo diferentes poses de sensualidad. Hecho eso se persignó –había oído decir que muchas sexoservidoras lo hacen antes de comenzar su jornada de trabajo– y así dispuesta se salió a la calle. Regresó a su casa en horas de la madrugada y puso en manos de su esposo sus ganancias de la noche: mil 100 pesos. Le preguntó Rufiano: “¿Tu cliente te dio 100 pesos de propina?”. “No –respondió la señora al tiempo que se dejaba caer, desfallecida, en el sillón–. Mis 11 clientes me dieron 100 pesos cada uno”.
La mamá del estrangulador de Boston le comentó a su vecina: “Me preocupa mi hijo. Nunca sale dos veces con la misma chica”.
“En síntesis, señores del jurado –concluyó su alegato el abogado defensor–, ¿enviarán ustedes a la cárcel a esta hermosa y agradecida joven cuyas medidas son 90-60-90, o le permitirán que regrese a su coqueto y acogedor departamentito ubicado en la Calle 17 número 93, interior 4, y cuyo teléfono les proporcionaré gustosamente?”.
Doña Gorgolota anunció en la merienda del Club de Costura que su hija se iba a casar. “Y ya bordé las toallas para los novios –añadió orgullosa–. Las de mi hija dicen: ‘Ella’. Las de mi yerno dicen: ‘Eso’”.
Una chica le contó a otra: “Mi novio Cástulo es todo un caballero. No me besa al estilo francés; no me acaricia el cuerpo; no me pide que hagamos el amor… ¡Ya me tiene harta! ¡Lo voy a mandar a freír hongos!”.
Aquel granjero relató en el bar del pueblo: “A veces me acometía a mitad del campo el deseo de tener sexo con mi esposa. Nos pusimos de acuerdo: cuando sintiera yo esa gana dispararía mi escopeta. Ésa sería la señal para que ella saliera de la casa y viniera corriendo a donde estaba yo. El plan funcionó bien por algún tiempo. Pero luego empezó la temporada de caza, y ahora raras veces veo a mi mujer”.
El camello se acercó a su hembra con evidentes intenciones lúbricas. Le dijo ella: “No estés jorobando”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, voluntaria de varias asociaciones filantrópicas-eso le permitía aparecer con frecuencia en las páginas sociales del periódico de su localidad-, se presentó en la tétrica oficina de don Usurino Cenaoscuras, el hombre más avaro de la comarca, a fin de pedirle su contribución para una colecta que cierta asociación piadosa estaba haciendo en favor de la niñez de los países subdesarrollados. Después de expresarle a don Usurino sus buenos deseos por el éxito de sus actividades, palabras que el cutre oyó con gesto agrio, la encopetada señora le dijo: “¿Sabía usted, caballero, que con el equivalente de 10 dólares se puede alimentar durante un mes a un niño pobre en algunos países de Asia y África?”. No respondió nada don Usurino, y menos aún echó mano a la cartera. Despidió con ademán grosero a doña Panoplia. Ese mismo día, sin embargo, se puso a investigar cuáles eran esos países, a fin de enviar a alguno de ellos a sus numerosos hijos.
Aquellos recién casados pasaron su luna de miel en un hotel de Las Vegas. La noche de las bodas fue de pasión compartida. Bastante compartida. He aquí que cuando fueron a pagar la cuenta el gerente del hotel les informó que no sólo no debían nada, sino que además les iba a dar un cheque de 5 mil dólares. “¿Por qué?” –exclamaron ellos boquiabiertos. “No se asombren -contestó el individuo-. A otra pareja le acabamos de dar 10 mil. Lo que sucede es que la noche de bodas de ustedes solamente la trasmitimos por televisión, y en cambio la de ellos la subimos a las redes sociales”.
Rondín # 9
“Los invito a una orgía”. Lord Feebledick y su esposa lady Loosebloomers recibieron esa invitación de su vecino, sir Fluffy Buttocks. El pliego invitatorio traía una indicación: “Código de vestuario: no llevar ninguno”. Quizá los esposos dejaron de ver esa advertencia, el caso es que milord llegó de esmoquin a la orgía, y milady de vestido largo. Cuando entraron en la mansión y vieron a la concurrencia sin prenda alguna encima y follando a diestra y a siniestra no dejaron de extrañarse un poco. Lord Feebledick se caló su monóculo para certificar la escena, y lady Loosebloomers echó mano a sus lentes con mango de marfil, como hacía Margaret Dumont en las películas de los hermanos Marx. Con flema británica milord hizo caso omiso de lo que sucedía y le preguntó al mayordomo de la casa: “¿A qué hora se servirá el té?”. “Milord –respondió el hombre ceremoniosamente–, en esta ocasión no serviremos té”. “¿Ah no? –dijo lord Feebledick enarcando las cejas–. ¿Entonces cuál es el propósito de la reunión?”.
Candidito, joven varón sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Al comenzar la noche nupcial el desposado le anunció a su flamante mujercita: “Piru: voy a darte un regalo”. “¿De veras, Candi? –se alegró ella–. ¿Qué me vas a dar?”. “Mi pureza –respondió él, solemne–. La conservé intacta a fin de ofrendarla el día de mis bodas a la mujer a quien daría el dulcísimo título de esposa. Tu regalo es mi virginidad”. “¡Ay, qué lindo! –replicó Pirulina–. Yo también tengo un regalo para ti. Mañana te compraré una corbata.
El novio de Glafira, la hija de don Poseidón, se presentó a pedir su mano (la de Glafira, digo, no la de don Poseidón). Le dijo al viejo: “Aunque el matrimonio se debe dar por hecho vengo a cumplir esta formalidad”. El genitor se encrespó: “¿Quién le dijo a usted, joven carininfo, que el matrimonio con mi hija se debe dar por hecho?”. Respondió lacónicamente el galancete: “Me lo dijo el ginecólogo”.
La fotógrafa artística le comentó a María Candelaria, linda zagala campesina: “¡Qué gran silueta tiene tu novio!”. “No es la silueta, señito –contestó la muchacha bajando la voz–. Lo que pasa es que acostumbra echarse en la bolsa del pantalón todo el manojo de llaves de la hacienda”.
El hijo mayor de don Martiriano y doña Jodoncia se iba a casar. Cuando el muchacho se levantó por la mañana le dijo don Martiriano: “Hijo mío: hoy será uno de los días más felices de tu vida”. “Papá –aclaró el hijo–, el casamiento es mañana”. “Precisamente –confirmó don Martiriano–. Hoy será uno de los días más felices de tu vida”.
Él medía 1.40 de estatura, ella 1.80. Le dijo la mujer: “Doy por terminada mi relación contigo”. “¿Por qué?” –preguntó, desolado, el galán–. Respondió ella: “Porque cuando hago el amor me gusta que me miren a los ojos, no al ombligo”.
“Tengo problemas de disfunción eréctil –le dijo don Chinguetas a su médico-. Batallo para hacerle el amor a mi mujer”. “Le aconsejo tomar esta pastilla –prescribió el facultativo al tiempo que le entregaba una-. Vaya ahora mismo con su esposa y tómese la pastillita. Después llámeme y dígame si el medicamento funcionó”. Poco después el médico recibió la llamada. “Doctor –le dijo don Chinguetas-, llegué a mi casa y mi señora no estaba. Me envió un mensaje donde me dice que su papá enfermó, y va a cuidarlo una semana”. Preguntó el médico: “¿Tiene usted a alguien más con quien probar los efectos de la pastilla?”. “Sí, doctor –contestó don Chinguetas-. Tengo una amiguita, y están también la muchacha de servicio, una antigua novia, mi secretaria, una comadre, la esposa de mi mejor amigo y la vecina del 14”. “Muy bien –dijo el galeno-. Vaya con cualquiera de ellas, tómese la pastilla y…”. “Doctor –lo interrumpió don Chinguetas-. Con ellas no batallo”.
En la cocina del convento la madre superiora dijo de repente: “Necesito un curita”. “¿Se cortó usted, madre?” –inquirió, preocupada, una novicia. “No –contestó la reverenda-. Pero de cualquier modo necesito un curita”.
La maestra reprendió a Pepito por sus travesuras: “Si sigues portándote mal te pondré una mala nota. ¿Sabes qué es una mala nota?”. Aventuró el chiquillo: “¿La mamá de los malanitos?”.
Himenia Camafría, madura célibe, le aventaba el calzonaje a don Cucurulo Patané, señor de muchos calendarios pero dineroso. Una tarde lo invitó a su casa y le ofreció una merienda de pastel que había comprado con sus propias manos y una copita de vermú. Al terminar la colación la anfitriona le propuso a su invitado: “Juguemos a las escondidillas. Me ocultaré en alguna parte de la casa y usted me buscará. Si me encuentra podrá disponer de mi persona como más le plazca. Si no me encuentra estoy atrás de las cortinas de la sala”.
Sir Lancelot y sir Galahad se disponían a ir a la Cruzada. Antes de partir los dos nobles caballeros brindaron 14 veces por el buen éxito de su campaña con otros tantos vasos de recio vino borgoñón. Incitado por los espíritus cordiales que en el buen vino residen sir Lancelot le hizo una confidencia a su amigo y compañero: “Voy a ponerle un cinturón de castidad a mi mujer. Tendrá un fuerte candado, y me llevaré la llave a la Cruzada”. Respondió sir Galahad, que estaba ya también poseído por el borgoña: “Perdóname, Lance, pero tu esposa es tan fea, tan extremadamente fea, que no necesitas ponerle cinturón. Su tremenda fealdad bastará para que ningún hombre se le acerque”. “Ya lo sé –reconoció sir Lancelot-. Pero cuando regrese de la Cruzada le voy a decir que se me perdió la llave”.
“Un pendejo callado es oro molido”. La frase es de Ernesto “El chaparro” Tijerina, hombre de genio e ingenio, inolvidable amigo. Y este proverbio popular lo saqué de un libro de Xavier Gutiérrez, gran poblano: “No te le acerques a un chivo por delante, a una mula por atrás y a un pendejo por ningún lado”. Sirvan esos dos apotegmas como lección de vida.
“Tengo dos culitos” –así le dijo en el teléfono un compadre a don Chinguetas–. Con eso quería significar que estaba en compañía de dos damas complacientes, y que necesitaba a alguien que le hiciera el cuarto. Don Chinguetas se percató en ese momento de que su esposa, doña Macalota, había descolgado la extensión del teléfono, y por tanto estaba oyendo todo. Así, cuando su compadre le dijo: “Tengo dos culitos”, don Chinguetas contestó de inmediato: “Pues hágase operar, compadre, porque lo normal es tener solamente uno”.
Un mozalbete se quejaba: “Fui engañado al matrimonio. El rifle con que me amenazó mi suegro para que me casara con su hija no tenía balas”.
La recién casada regresó de su luna de miel, la cual tuvo lugar en Niagara Falls. Les comentó a sus amigas: “Las cataratas fueron la segunda cosa que vi que no era tan grande como yo había pensado”.
Jactancio P. Tulante, hombre presuntuoso y fanfarrón, hablaba de su novia. Declaró: “La traigo muerta”. Le sugirió un amigo: “Toma Viagra”.
El juzgador le dijo al acusado: “Veo en su expediente que ha tenido usted cinco procesos por fraude bancario y uno por acoso sexual”. “Es cierto, su señoría –admitió el reo–. El dinero no lo es todo en esta vida”.
El cartel del teatro de variedades anunciaba: “Más de 50 coristas”. Don Cucurulo salió de la función muy decepcionado. Dijo: “Todas son coristas de más de 50”.
Impericio le comentó a su amigo Libidiano: “Mi novia se queja de que soy muy aburrido al hacer el amor”. El amigo, hombre diestro en menesteres de colchón, le aconsejó: “Ponle sal y pimienta al asunto”. Al día siguiente Impericio le contó: “Anoche seguí tu consejo, y mi novia salió corriendo”. Preguntó Libidiano: “¿Le pusiste sal y pimienta al asunto?”. “Sí –respondió Impericio–. Ahí fue donde mi novia salió corriendo”.
“Hooker!... Harlot!... Whore!... Bawd!... Hot pants!... Cyprian!... Floozy!.. Tart!...”. Todos esos voquibles que en lengua inglesa sirven para nombrar a las mujeres que ejercen la prostitución le asestó lord Feebledick a su esposa, lady Loosebloomers. “¿Por qué me dices eso?” –preguntó ella–. “¿Cómo por qué? –rebufó el lord–. Este lunes te encontré en la cama con el mayordomo James. El martes te sorprendí yogando con Wellh Ung, el encargado de la cría de faisanes. El miércoles te vi en la cochera haciendo el amor con el chofer en el asiento del Rolls-Royce. El jueves tuviste sexo con el jardinero atrás de los rosales. El viernes te revolcaste en la paja del establo con el caballerango Highrump. Y el sábado me pusiste el cuerno con Hardcock, el vecino. ¿Y aun así te ofendes porque te llamo ‘hooker’, ‘harlot’, ‘whore’ y lo demás?”. “Ah, Feebledick –respondió lady Loosebloomers con acento lamentoso–. ¿Ya se te olvidó que a ti te dedico todos los domingos? Por la mañana te acompaño a la iglesia; en la tarde tomo el té contigo; por la noche jugamos al whist. ¿Y me agradeces eso? No. ¡Tú nada más te fijas en lo malo!”.
El galán se acercó a su dulcinea con evidente intención lúbrica. Le dijo ella: “Contén tus ímpetus, Pitoncio. Piensa en la explosión demográfica”. “Pienso en ella –respondió el ardiente amante–. El problema es que ya traigo encendida la mecha”.
Rondín # 10
Don Algón puso un aviso en el periódico, pues requería una nueva secretaria. Para su sorpresa la primera solicitante que se presentó fue una perrita chihuahueña. En el examen que le pusieron, el animalito demostró tener vastos conocimientos de computación, finanzas, auditoría y contabilidad de costos. Don Algón, sin embargo, no quería tener una perrita como secretaria. Le preguntó: “¿Posee usted un segundo idioma?”. Respondió la perrita: “Miau”.
La maestra le pidió a Pepito: “Explícame el Principio de Arquímedes”. Dijo Pepito: “Una noche el papá de Arquímedes se le subió a su esposa. Ése fue el principio de Arquímedes”.
Un tipo le dijo a otro: “Te ves macilento y demacrado. ¿Qué te sucedió?”. Contestó el otro: “Me sacaron el apéndice”. Opuso el amigo: “Eso no es motivo para que te veas así. A muchos les han sacado el apéndice”. Preguntó el otro, sombrío: “¿En un asalto?”.
El toro Agapito veía con ojos tiernos a la vaquita Claribel, que estaba al otro lado de la cerca de alambre de púas. “Ven a mí, Agapito –lo invitó cierto día Claribel–. Hagamos un becerrito”. Incitado por esas palabras sugestivas el toro tomó impuso y saltó la cerca. “Bienvenido, Agapito –le dijo Claribel–. Procedamos ahora a hacer el becerrito”. “Imposible –gimió el toro–. Ya soy Aga solamente. Lo demás se me quedó en la cerca”.
“¡Claro que somos marido y mujer!” –le dijo don Chinguetas al recepcionista del hotel, que lo miró con ojos de sospecha cuando llegó con una estupenda morenaza–. Y añadió para mayor certeza: “Yo soy el marido de mi mujer y ella es la mujer de su marido”.
El prisionero iba a ser fusilado a las 6 de la mañana. Contando los minutos aguardaba que se cumpliera su destino. Entró en la celda el padre Arsilio y le anunció: “Hijo mío: te he conseguido una hora de gracia”. “¡Qué bueno, padrecito! –se alegró el infeliz–. ¡Que pase Gracia!”.
El recién casado le preguntó con emoción a su dulcinea: “¿Me amarás cuando sea viejo, gordo y calvo?”. “La verdad, no sé –respondió ella con inusual franqueza–. Bastante trabajo me está costando amarte ahora que eres joven, flaco y greñudo”.
La paciente le reclamó, furiosa, al doctor Ken Hosanna: “¡A consecuencia del medicamento que me dio me creció considerablemente el vello en las axilas y otras partes!”. La revisó el facultativo y dijo: “El vello no se lo puedo quitar, pero le puedo hacer trencitas”.
Un individuo a quien apodaban el Pichón casó con Castalina, muchacha ingenua y púdica. Al empezar la noche de las bodas el desposado se presentó por primera vez al natural ante su mujercita. Cuando lo vio ella supo de inmediato que el apodo de su marido no tenía nada que ver con cosas columbinas, o sea de palomas, sino que hacía alusión a la munificencia con que natura lo dotó. Le pidió, suplicante: “Pichón: te ruego que actúes con delicadeza. Tengo débil el corazón”. Descuida –la tranquilizó el bien guarnido galán–. Te prometo que hasta allá no llegaré”.
La señora le dijo al juez de los divorcios: “Mi marido me engaña. Él no es el padre de nuestro hijo”.
“Luego me desabotonó la blusa”. Loretela se estaba confesando con el padre Carulino, el nuevo y joven párroco del pueblo”. ¿Y luego?” –preguntó con cierta agitación el padrecito–. “Luego –siguió Loretela– me desabrochó el brassiére y me llenó el busto de besos al mismo tiempo ardientes y húmedos”. “¿Y luego? ¿Y luego?” –quiso saber el confesor con excitación creciente–. “Luego –continuó la muchacha– me acostó en el diván de la sala y se tendió sobre mí”. “¿Y luego? ¿Y luego? ¿Y luego?” –inquirió el curita respirando fuerte–. “Luego –dijo Loretela– llegó mi mamá y ya no pasó nada”. Estalló el confesor: “¡Vieja metiche!”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, contrató a un jardinero. El sujeto era calvo de solemnidad, por eso a la señora le extrañó el apodo que tenía: el Pájaro Loco. Ese mote se aplicaba a quienes tenían copete despeinado, como el del pajarraco de las caricaturas. Así, le preguntó curiosa: “Dígame, buen hombre: ¿por qué le dicen a usted el Pájaro Loco?”. Respondió el jardinero: “No entraré en detalles, seño. Bástele saber que tengo 18 hijos”.
Don Gurrumino, atildado caballero –fifí, se dice ahora–, sufrió una descompostura en su automóvil y se vio solo y sin ayuda en descampado. Había caído ya la noche; llovía como en recuerdo de Noé y soplaba un viento gélido. El desolado viajero miró a lo lejos una lucecita y se dirigió hacia ella. Resultó ser una finca rural. El hombre llamó con fuertes golpes de aldabón; se abrió la puerta y apareció el dueño de la casa, al parecer labrador acomodado. Don Gurrumino, después de hacer su presentación formal y de extender su tarjeta al granjero, le explicó el predicamento en que se hallaba y le pidió hospitalidad para no tener que pasar la noche al descubierto. El labrador le franqueó la entrada y le dijo que tenía una cama disponible. Pero le declaró un escrúpulo: la cama estaba en el cuarto de su hija Dulcibel. ¿No se aprovecharía de ella? (De Dulcibel, quiero decir, no de la cama). “¡Señor mío! –protestó con vehemencia el visitante–. Pertenezco a la Cofradía de la Reverberación. El código ético de esa orden me veda incluso un mal pensamiento en relación con las mujeres, especialmente las viudas y doncellas. Tenga usted la certeza de que no pondré en su hija una mirada, y menos aún otra cosa”. El granjero, fiado en la promesa de su huésped, lo condujo a la habitación de su hija, zagala en flor de edad cuyas apetecibles formas se adivinaban bajo el camisón de dormir. “No recele usted de mi presencia, señorita –la tranquilizó don Gurrumino–. Soy miembro de la Cofradía de la Reverberación y pongo mi honor y la virtud de la mujer por encima de cualquier bajo instinto de varón”. Los dos ya en sus respectivos lechos, apagada la luz y en silencio la casa, don Gurrumino oyó que la muchacha le decía con voz queda: “Tengo frío”. Caballerosamente el señor puso sobre ella una de sus cobijas. A poco Dulcibel dijo con sugestivo acento: “Me siento sola en esta cama tan grande”. Don Gurrumino la tranquilizó: “No está usted sola, mi pequeña amiga. La acompaña su ángel de la guarda”. Transcurrió la noche y no sucedió nada, tal como había prometido el visitante. Al día siguiente don Gurrumino fue al corral de la casa. Ahí estaba la hermosa Dulcibel dándoles de comer a las gallinas. El viajero observó que el gallo no hacía nada en relación con ellas, aunque se le acercaban, amorosas. Le preguntó a la muchacha: “¿Por qué el gallo no va hacia las gallinas, pese a que éstas se muestran bien dispuestas a admitirlo?”. “No lo sé –respondió con acritud la joven–. El muy pendejo ha de pertenecer también a la Cofradía de la Reverberación”.
“¿Sabes qué se me antoja?”. Esa pregunta le hizo el joven esposo a su mujercita al llegar al restorán. “Sí sé -contestó ella-. Pero espera a que estemos en la casa”.
Una corista de Las Vegas le contó a su compañera: “Ando con un petrolero texano. Es tan rico que tiene una avioneta, y él mismo la vuela”. Dijo la otra: “Cualquiera puede tener una avioneta y volarla él mismo”. Replicó la corista: “¿En la sala de su casa?”.
Don Cornulio presentó una queja en la línea aérea: “Deben ustedes tener mayor cuidado con el manejo de equipajes. Mi esposa viajó a San Luis a la reunión de su colegio, y su maleta trae etiqueta de Cancún”.
El jefe de policía fue al convento de las Madres Pías, pues una noche antes un grupo de maleantes había entrado en el claustro. “Nos quitaron el poco dinero que teníamos” –le informó la superiora. “Y nos querían comer” –añadió sor Dina, anciana religiosa. “También se llevaron los cálices y candelabros” –dijo la superiora. “Y nos querían comer” –repitió sor Dina. Prosiguió la reverenda: “Se robaron igualmente los ornamentos de la capilla”. “Y nos querían comer” –volvió a decir sor Dina. “A ver –interrumpió el jenízaro, extrañado-. ¿Cómo está eso de que se las querían comer?”. “Sí –confirmó sor Dina-. Oí que uno de los bandidos le dijo a otro: ‘Y después que acabemos de robarlas nos las echaremos al plato’”.
Suspiró una casada: “¡Cómo me gustaría tener seis hijos!”. Opinó otra: “¿No te parecen demasiados?”. Suspiró con más hondura la casada: “Es que tengo 12”.
Don Etilio Catacepas era un sapiente enólogo. De él se decía que su olfato y su lengua eran tan finos que con ellos podía identificar cualquier vino y determinar su edad con precisión. Cierto viticultor le ofreció una copa de tinto a fin de probar su habilidad. Catacepas aspiró el aroma del vino, le dio un pequeño sorbo y dictaminó sin vacilar: “Mariquilla. 18 años”. “Falló usted –lo corrigió el de la bodega-. Es un tempranillo de dos años”. “No –aclaró don Etilio-. Yo me refiero a la muchacha que pisó la uva en el lagar”.
Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, asistió con sus amigas a la merienda de los jueves. Terminado el ambigú una de las señoras anunció: “Me voy a mi casa. La muchacha de servicio sale hoy, y debo ir a cuidar a los hijos y a mi esposo”. “Yo también me retiro–dijo doña Macalota-. Los hijos salen hoy, y debo ir a cuidar a mi esposo y a la muchacha de servicio”.
Rondín # 11
Kid Groggo, boxeador cuyos mejores años habían pasado ya, le preguntó en la esquina del ring a su manejador: “¿En qué round vamos?”. Le contestó el mánager: “Cuando suene la campana empezará el primero”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Le dijo a su compadre: “Le tengo una mala noticia, compadrito. Su esposa, mi comadre, actúa completamente desnuda en un table dance”. “No puede ser” –palideció el otro. “Si no me cree –declaró Capronio- vamos esta noche al antro y la verá”. Allá, en efecto, fueron. Apenas habían ocupado su mesa cuando apareció en escena una mujer con antifaz. El compadre vaciló: “Así con antifaz no reconozco a mi señora”. Dijo Capronio: “Espere a que se quite la ropa. Entonces la reconoceremos los dos”.
Un perro le dijo a otro: “Anoche mi novia y yo lo hicimos de hombrecito”
Y un tigre a su tigresa: “¿Qué tal si hacemos el salto del hombre?”
El torero le confió a su picador: “Sospecho que mi mujer me está poniendo los cuernos”. “¿Por qué?” –preguntó al varilarguero–. Explicó el diestro: “Cada vez que alzo el estoque el toro me reclama: ‘¿Qué? ¿Vas a matar a un compañero?’”.
La linda chica le dijo a su galán: “Tú me invitas al cine sólo para hacerme tocamientos”. “No es cierto –negó él–. La gente me vería”. Replicó la muchacha: “Podemos sentarnos mero atrás”.
“Si sigues fumando se te harán chicas las bubis”. Mil veces le había dicho eso Carmelino a su novia Susiflor. Se casaron, y la noche de bodas él se presentó por primera vez al natural ante su flamante mujercita. Lo miró ella y le preguntó decepcionada: “¿Fumaste mucho?”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Viajó con su esposa a un país arábigo, y un jeque se prendó de la señora. Le ofreció a Capronio 200 camellos por ella. “¡Imposible!” –exclamó él–. “¿Por qué?” –quiso saber el jeque–. Explicó Capronio: “Es muy difícil importar camellos a México”.
El papá de Dulcibel se dio cuenta, molesto, de que pasaban ya las 12 de la noche y el novio de la muchacha todavía estaba con ella en la sala. Se presentó ante ellos y amonestó al romeo: “Ya es hora de ir a la cama, jovencito”. Contestó el boquirrubio: “Eso mismo le proponía yo a Dulcibel, señor, pero ella quería que lo hiciéramos aquí en el sillón”.
Himenia Camafría, célibe de madura edad, le preguntó al joven y apuesto boy scout: “¿Ya hiciste tu buena obra del día?”. “Sí, señorita” –respondió el muchacho–. “Muy bien –le indicó Himenia–. Ahora voy a decirte cuál puede ser tu buena obra de la noche”.
Babalucas, de visita en la Ciudad de México, le dijo a un amigo: “Estoy teniendo problemas para ir de un lugar a otro”. Le sugirió el amigo: “Cómprate un boleto de Metro”. El badulaque se asombró: “¿Los hay tan grandes?”.
Un chica le contó a otra: “Por fin logré el anhelo de mi vida: conocí a un muchacho amable, dulce, tierno, delicado, culto, sensible, detallista… Desgraciadamente ya tenía novio”.
La guapa y curvilínea paciente le informó al doctor Ken Hosanna: “Me duele la garganta”. Al punto le ordenó el galeno: “Quítese toda la ropa”. “¡Cómo! –se amoscó la mujer–. ¿Quitarme toda la ropa por un dolor de garganta?”. “Tiene usted razón –admitió el facultativo–. Déjese los zapatos”.
Pepito le preguntó, curioso, a su mamá: “¿Por qué le das el pecho a mi hermanito?”. Respondió la señora: “Es su alimento”. “Entonces –sugirió Pepito– dáselo también a mi papá. Anoche andaba tan hambreado que la criada tuvo que alimentarlo”.
“Me dicen que andas con otra mujer”. Ese reclamo le hizo doña Macalota a su casquivano esposo don Chinguetas. “Mentira –negó él enfáticamente–. Es la misma”.
Babalucas le contó a un amigo: “Me comí en la playa una docena de ostiones en su concha que me vendió un pescador, y ahora me siento mal”. Preguntó el amigo: “¿No notaste que estaban malos cuando te los abrió?”. Exclamó sorprendido el tontiloco: “¿Había que abrirlos?”.
La señora daba consejos a su hija casadera: “El camino para llegar al corazón de un hombre pasa por su estómago”. Acotó la muchacha: “Yo conozco una veredita que pasa un poco más abajo”.
Por la calle iban dos chicas, una de estupendas prendas físicas, la otra poco agraciada. Las vio un sujeto y les dijo: “¡Adiós, par de cosotas!”. Como suele suceder fue la fea la que protestó: “¡No somos cosas para que nos diga así!”. Aclaró el tipo: “Yo me refería al par de cosotas de tu amiga”.
Ben Sinado, apodado por sus amigos Lucky Ben, contó su historia: “Me hice novio de la que es ahora mi esposa. Sus ricos padres no me querían bien: tenía fama de mujeriego. Yo les juré que esa parte de mi vida había quedado atrás; que amaba a su hija y que siempre le sería fiel. A regañadientes accedieron a nuestra relación. Una noche fui a su casa. No había nadie, estaba solamente mi futura suegra. Era mujer hermosa, todavía con restos de su juventud y de atractivas formas. Me dijo: ‘Ahora que estamos solos voy a confesarte que me atraes mucho. Quiero tener un acostón contigo’. Y así diciendo me echó los brazos al cuello. Salí corriendo. Aún no llegaba al coche cuando me alcanzaron ella, su marido y mi novia: ‘¡Te pusimos una prueba –me dijeron felices– y la superaste!’. Lo que nunca han sabido es que salí corriendo porque en el coche traía los condones”.
Don Cornulio habló con su mujer: “Me dicen que me estás engañando con un radioaficionado”. Contestó la señora: “Negativo. Cambio y fuera”.
Un vagabundo halló en la calle una cartera llena de billetes. Se compró ropa y calzado finos; comió a sus anchas en elegante restorán y salió fumando un puro. En una esquina vio a una chica del talón cuyos notorios atributos delanteros y traseros fueron causa de que el hombre sintiera en la entrepierna una inusitada conmoción. Preguntó el vagabundo dirigiéndose a la susodicha parte: “¿Y ’ora tú? ¿Cómo sabes que traigo dinero?”.
Rondín # 12
La joven esposa le comentó a su marido: “La vecina del 14 ha de usar calzones espiritistas”. “¿Calzones espiritistas? –se desconcertó el muchacho–. No entiendo”. Explicó la esposa: “Es que cree que tiene unas pompas del otro mundo”.
El padre Arsilio se topó con Astatrasio, el borrachín del pueblo, que en ese momento iba saliendo de la pulquería “Las glorias de Lindbergh”. Le dijo con lamentoso acento: “¡Cómo me duele, hijo, verte salir de ese lugar!”. “No hay problema, padrecito –farfulló el temulento–. ¡Me vuelvo a meter!”.
La noche de las bodas el recién casado supo sin lugar a dudas que su noviecita no tenía nada en qué sentarse. Quiero decir que por la parte posterior era tábula rasa, más lisa y plana que la superficie de una mesa de billar. Le indicó terminante: “Cuando regresemos de la luna de miel irás todos los días a la tortillería”. “¿A la tortillería? –se sorprendió ella–. ¿Para qué?”. Le explicó el desposado: “Para que hagas cola”.
El jefe de personal le informó al solicitante: “El sueldo es según aptitudes”. “Ah no –rechazó el tipo–. Con eso no me alcanza para vivir”.
En el consultorio del doctor Ken Hosanna la curvilínea chica terminó de vestirse. Le dijo al facultativo: “Lo encuentro bien, doctor. ¿Cuándo quiere la próxima visita?”.
La señorita Peripalda, catequista, estaba desolada. Relató: “Puse un aviso en la puerta del templo parroquial solicitando socias para la Congregación de Vicentinas. El mismo día se inscribieron mil. Pero es que pensaron que se trataba de un club de admiradoras de Vicente Fernández”.
En el baño de vapor los señores hablaban de sus preferencias en cuestión de lencería femenina. Dijo uno: A mí esa ropa íntima me gusta blanca”. Declaró otro: “Yo la prefiero en negro”. Manifestó un tercero: “A mí me encanta de color rojo con aplicaciones de encaje en tono gris”. “¡Ah! –exclamó el cuarto–. ¡Entonces tú debes ser el marido de Chupita!”.
“¿Qué hace ese hombre abajo de la cama? –le preguntó don Cornulio a su mujer cuando la vio en el lecho sin ropa alguna encima (la mujer, no el lecho), las sábanas en desorden y un sujeto escondido bajo el mueble–. Contéstame, vulpeja inverecunda, mesalina impúdica: ¿qué hace ese hombre abajo de la cama?”. “No lo sé –respondió calmosamente la señora–. Cuando tú entraste estaba arriba”.
El médico le informó a Babalucas: “Su hijito nació bien, señor, pero está un poco bajo de peso”. “¿Y qué quería usted? –se molestó el tontiloco–. Mi esposa y yo apenas tenemos tres meses de casados”.
Aquel boxeador había visto ya pasar sus mejores años sobre el ring. Le pidió con vehemencia a su manejador: “¡Consígueme una pelea con Kid Groggo! ¡Estoy seguro de que le puedo ganar! ¡Consígueme una pelea con Kid Groggo!”. “¡Joder! –respondió molesto el mánager–. ¿Cuántas veces tendré que repetirte que tú eres Kid Groggo?”.
Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Al empezar la noche de las bodas le preguntó, solemne: “¿Eres virgen?”. “¡Por favor, Simpli! –se impacientó Pirulina–. ¿En una noche como ésta te vas a poner a hablar de religión?”.
El doctor Ken Hosanna le dijo a su linda paciente: “Le tengo una buena noticia, señora”. “Señorita” –lo corrigió ella–. “Ah –se corrigió entonces a sí mismo el médico–. Entonces le tengo una mala noticia, señorita. Está usted embarazada”. “No puede ser –objetó la muchacha–. Lo único que hacemos mi novio y yo es mirarnos”. “Entonces –concluyó el facultativo– eso significa que tiene usted los ojos muy abiertos y su novio la mirada muy penetrante”.
El maestro de Historia Contemporánea les indicó a sus estudiantes: “El próximo jueves les pondré un examen sobre el periodo presidencial de Clinton. Desde luego el examen será oral”.
El curita recién ordenado le pidió al padre Arsilio que lo oyera confesar y le dijera luego su opinión acerca de la forma en que impartía el sacramento de la reconciliación. Después de oírlo actuar en el confesonario el veterano sacerdote le dijo al neófito: “No lo haces tan mal, hijo, pero te sugiero que cuando alguien te confiese un pecado grave exclames: ‘¡Virgen Santísima de Guadalupe!’, ‘¡Santo Cielo!’ o ‘¡Jesús, María y José!’, y no: ‘¡Uta!’, ‘¡En la madre!’ y ‘¡Ah cabrón!’”.
Susiflor le contó a su vecina: “Anoche mi marido llegó del trabajo con el ánimo caído, pero lo llevé a la recámara y se lo levanté”.
Don Poseidón, labrador acomodado, asistió a una cena de gala en la ciudad. A su regreso le contó a su esposa: “Me tomé seis o siete vasos de una bebida que se llama güisqui, y eso me hizo contarles a los invitados mis pleitos en el palenque y la cantina. Un mequetrefe se permitió poner en duda mi hombría, y entonces me puse en pie y me saqué una cosa que les demostró a todos los presentes que soy hombre”. “¡Santo Dios! –se consternó la señora–. ¿Qué te sacaste, Poseidón?”. Contestó el ranchero: “Mi credencial del IFE”.
Un sacerdote maya le sugirió a su colega: “¿Qué te parece si en vez de tocar los tambores y luego arrojar las doncellas al cenote ahora le hacemos al revés?”.
Pepito le preguntó a su papá: “¿Qué es pene?”. “Ya estás en edad de saberlo –respondió el padre–. Esto es pene”. Y así diciendo le mostró su parte de varón. Poco después el señor estaba leyendo el periódico en la sala y oyó por la ventana del jardín el diálogo que sostuvo Pepito con su pequeño vecino Juanilito. Le dijo: “Ya supe qué es un pene”. Juanilito preguntó, curioso: “¿Qué es?”. Pepito entonces le mostró el suyo y le dijo: “Es como éste, pero un poco más chiquito”.
“Si no te duermes –le advirtió el papá de Pepito al revoltoso crío- vendrá a llevarte el Hombre del Costal”. “¡Éjele! –se burló el chiquillo-. Ése viene solamente cuando tú no estás, y no trae ningún costal”.
Don Poseidón le contestó, severo, al mozalbete que le pidió permiso para sostener relaciones de noviazgo con su hija: “Dudo en darle mi respuesta, joven, pues no sé si sus intenciones son buenas o son malas”. Preguntó muy interesado el pretendiente: “¿Significa eso que puedo escoger?”.
Rondín # 13
Lord Feebledick llegó a su finca después de la cacería de la zorra, y el entrar en la alcoba conyugal vio a su mujer, lady Loosebloomers, en trance de refocilación carnal con el nuevo preceptor francés. Antes de que milord pudiera articular palabra le dijo lady Loosebloomers: “He aquí una magnífica oportunidad, Feebledick, para que le demuestres a Monsieur Coucheur tu flema británica y los efectos de la buena educación que recibiste en Eton”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a comprar un reloj de pedestal. El relojero le mostró uno en forma de apolíneo atleta desnudo que en la región de la entrepierna tenía un reloj de cuco. Le dijo: “Pero en vez del pajarito adivine usted qué sale de la casita cuando el reloj da la hora”.
Babalucas se quejó con sus amigos: “Mi nueva novia me salió dormilona”. “¿Cómo dormilona?” –se extrañó uno. “Sí –confirmó el turulo-. Todas las noches me pregunta: ‘¿Cuándo nos vamos a acostar?’”.
En la habitación número 210 del popular Motel Kamawa tuvo lugar el encuentro de Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, con Dulciflor, joven mujer a quien el torpe galán sedujo con su melosa labia de tenorio. En medio del trance de voluptuosidad la cándida doncella le preguntó a Pitongo: “Pero ¿me amas, Afrodisio?”. El lascivo sujeto se irritó: “¿A quién se le ocurre hablar de amor en un momento como éste?”.
Pirulina fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: “Acúsome, padre, de que anoche follé con mi novio”. Inquirió el buen sacerdote: “¿Cuántas veces?”. “Padre –contestó Pirulina en tono de reproche-, el pecado para usted, la contabilidad para mí”.
El señor habló con su hijo adolescente: “Es cierto, Onanito: ese acto es propio de tu edad. Pero no se hace delante de las visitas”.
Un tipo le contó a otro: “Anoche vi a tu esposa en una fiesta”. Opuso el otro: “No creo que haya sido mi esposa. Me dijo que iba a visitar a su mamá”. Reiteró el primero: “Estoy absolutamente seguro de que era tu mujer”. “Dime -quiso saber el otro-: “¿qué ropa llevaba?”. “No lo sé -contestó el amigo-. Me salí antes de que los invitados se vistieran”.
“Estoy enamorada de usted, padre –le dijo la linda e ingenua penitente al joven y apuesto sacerdote–. Sé que ese amor sacrílego es un pecado grave que pone en riesgo mi alma. ¿Cree usted que me salvaré?”. “Te salvarás –replicó el gallardo cura–, pero sólo porque al rato tengo misa”.
La esposa de Babalucas le pidió que fuera a la panadería a ver si ya había salido el pan. Fue el turulo y le preguntó al panadero: “¿Ya salió el pan?”. Contestó el de la tahona: “Sí”. “Dígame a dónde fue –quiso saber Babalucas–, para darle la información completa a mi mujer”.
Hubo una vez una discusión entre el Creador y el industrial norteamericano Henry Ford. Le dijo éste al Señor: “Tu mejor invento es la mujer, y el mío es el Ford modelo T. Sólo que tu invento tiene numerosas fallas, en tanto que el mío está muy cerca de la perfección”. Replicó el Creador: “Podrás presumir todo lo que quieras, pero una cosa te voy a decir: muchos más hombres se han subido a mi invento que al tuyo”.
Don Geroncio, señor de edad madura, iba a casar con Pomponona, frondosa mujer en plenitud de edad. Preocupado por el compromiso el senescente novio fue a la consulta de un prestigiado médico y le pidió que le recetara algo que le fortaleciera la libido. “Tome usted las miríficas aguas de Saltillo –le sugirió el galeno-. Unas cuantas gotas de esas taumaturgas linfas lo pondrán de inmediato en aptitud de hacer obra de varón. La momia de un faraón egipcio las tomó a principios del siglo, y es fecha que no deja aún de funcionar”. Declaró don Geroncio: “Conozco la virtud de esas milagrosas aguas, pero no tengo tiempo ya de ir a Saltillo a requerirlas”. “En ese caso –indicó el facultativo- le voy a recetar clorhidrato de yohimbina. Con eso se sentirá usted como muchacho de 15 años”. Pocos días después el maduro señor regresó al consultorio del doctor. Le preguntó éste: “¿Funcionó la yohimbina?”. Contestó el añoso paciente: “Lo único que sentí fue un intenso cosquilleo en la mano derecha”. “¿Lo ve? –exclamó con acento triunfal el médico-. ¡Le dije que se iba a sentir como muchacho de 15 años!”.
“Con todo respeto, señorita: ¡qué hermoso busto tiene usted!”. Así le dijo un tipo a la bien dotada chica en la barra de la cantina “Las ilusiones de Leopardi”. “Favor que usted me hace –agradeció la joven–. O, mejor dicho, dos favores los que me hace”. “Perdonará mi atrevimiento –prosiguió el individuo–, pero con el mismo respeto le diré que su encanto pectoral me ha seducido en tal manera que estaría dispuesto a darle 10 mil pesos si me permitiera depositar un ósculo en cada uno de sus preciosos hemisferios”. La muchacha sintió por un momento la tentación de indignarse, pero la contuvo el pensamiento de que al día siguiente debía pagar la mensualidad del coche, de modo que se decidió a aceptar la propuesta de su admirador. “Después de todo –dijo para sí– esto que tengo no es jabón que se gaste”. Fueron, pues, a la parte trasera del restorán, y ahí la chica puso al descubierto sus grandezas. Opulento era el busto, ciertamente, enhiesto, ebúrneo. Los perfectos senos parecían cálices para beber en ellos el dulce néctar del amor sensual. Marfilina la piel, las aréolas como pétalos de rosa. El individuo contempló a su placer el doble encanto de la joven, y aun lo acarició con deleitación morosa. Le preguntó ella: “¿A qué horas va usted a depositar los ósculos?”. “Creo que tendré que privarme de ese gusto –dijo el tipo–. No tengo los 10 mil pesos”.
“Estoy embarazada”. Eso les dijo Dulciflor, joven soltera, a sus papás. “¡Cómo!” –profirió su padre, desolado–. “Ay, papi –se impacientó la chica–. Tú ya sabes cómo”.
Astatrasio Garrajara, el borrachín del pueblo, se corrió aquella noche una de sus cotidianas farras, al término de la cual se vio en el lecho en compañía de una mujer. Después de hacer lo consabido le pidió: “Revísame muy bien a ver si no me dejaste huellas de chupetones o bilé, no sea que la gacha de mi vieja se dé cuenta de que me acosté contigo”. “¡Pendejo! –bufó con iracundia la mujer–. ¡Yo soy la gacha de tu vieja!”.
Rosibel, la secretaria de don Algón, contrajo un fortísimo resfriado. Sus compañeras la visitaron en su departamento, y una de ellas la tranquilizó: “No te preocupes por el trabajo, Rosi. Loretela le está tomando el dictado al jefe; Clarilú le lleva el café; yo le tomo sus llamadas telefónicas, y ya contratamos a una sexoservidora para que te supla a ti después de las horas de oficina”.
El superior del soldado le informó: “Un consejo de guerra te condenó a muerte por haber dicho ante un espía del enemigo que ya no tenemos parque”. Preguntó el reo: “¿Me fusilarán?”. “No –replicó el jefe–. Morirás en la horca”. “¿Lo ve? –exclamó con voz de triunfo el condenado–. ¡Ya no tenemos parque!”.
En medio de la oscuridad nocturna dos tipos que presumían de su respectiva dotación viril se pusieron a desahogar una necesidad menor desde un puente sobre el río. Comentó uno: “¡Qué fría está el agua!”. Replicó el otro: “Deja lo fría: lo profunda”.
“¡Furcia! ¡Vulpeja! ¡Maturranga! ¡Hetera! ¡Mesalina! ¡Pecatriz!”. Todos esos calificativos denostosos le espetó doña Macalota a la joven y linda criadita de la casa cuando la sorprendió en ilícito arregosto con don Chinguetas, su marido. “Quién la entiende, señora –contestó la mucama en tono de reclamo–. Antes me regañaba usted porque no atendía a su esposo, y ahora que lo atiendo me regaña también”.
El guardián del cementerio se sorprendió al ver entrar en el panteón a un individuo que llevaba un féretro en una de esas carretillas verticales, sin cajón, que reciben el nombre de “diablitos”. Se apersonó ante él y le preguntó: “¿Qué lleva usted ahí?”. “Es mi suegra –respondió el sujeto–. Vengo a darle cristiana sepultura”. Inquirió de nuevo el guardia: “¿Y por qué la trae en un diablito?”. Explicó el tipo: “Para que se vaya acostumbrando”.
Vagancio, hombre sin oficio ni beneficio, le anunció muy contento a su mujer: “Vi en el periódico una oferta sensacional para viajar a Dubai. Voy a ahorrar para llevarte ahí”. Retobó la señora: “Cabrón, primero llévame a la Soriana”.
Rondín # 14
Nos encontramos en un cantón de Suiza. Son los tiempos de Guillermo Tell. Una linda zagala campesina se presentó en el cuartel de arqueros y preguntó por Llet Omrelliug. La interrogó el jefe de la guardia: “¿Eres su esposa?”. “¡Oh no! –negó vivamente la muchacha–. Soy señorita”. Repuso el otro: “No me extrañaría que fueras señorita aun siendo su esposa. Llet Omrelliug es el arquero con peor puntería que tenemos”.
La curvilínea acompañante de don Algón le dijo con acento ensoñador a su maduro galán: “Me encantan los sonidos susurrantes. El de la brisa vespertina al pasar entre las hojas de los álamos; el del arroyuelo al deslizar sus linfas por el valle; el que hacen los billetes al ser contados después de una noche de amor…”.
Cornulio llegó a su casa inesperadamente. Cuál no sería su sorpresa –frase inédita– al encontrar a su mujer en el lecho conyugal con un sujeto. Tanto ella como el individuo se hallaban, si bien no hechos nudo, sí completamente nudos, coritos, esto es decir en cueros, sin ropa alguna encima. Antes de que el atónito marido pudiera articular palabra le dijo alegremente su mujer: “¡Qué bueno que llegaste, Cornu! ¡Tengo el gusto de presentarte a mi maestro de nudismo!”.
“¿Cogemos?”. Ese vocablo, ciertamente de escaso contenido romántico, empleó Babalucas para pedirle coición a su novia Loretina. Ella quiso saber si el anheloso galán traía consigo algún dispositivo tendiente a evitar el embarazo. (Hombre prevenido vale por dos; mujer prevenida vale por ella sola). Le preguntó a Babalucas: “¿Traes alguna protección?”. “Claro que sí –aseguró el badulaque–. Siempre cargo mi medalla de San Cristóbal”.
La maestra de Ciencias Naturales le preguntó a Pepito: “¿Qué es un solípedo?”. Arriesgó, cauteloso, el muchachillo: “¿Un ebrio solitario?”.
El padre Arsilio reprendió a Thaisia, joven mujer de su parroquia que tenía fama de que a ningún hombre le negaba nunca un vaso de agua. “Hija mía –la amonestó en tono paternal–, ¿por qué eres tan dada a dar tu cuerpo?”. “Padrecito –respondió la interrogada–. Pienso que debo compartir con mi prójimo lo que me dio la Madre Naturaleza antes de que me lo quite el Padre Tiempo”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Aindamáis –eso quiere decir “además” – es consumado machista. Solía decir el majadero: “La mujer perfecta es aquella que inmediatamente después de hacer el amor contigo se convierte en un six de cerveza bien helada, una pizza de cuatro ingredientes y un televisor de pantalla ancha donde están pasando un juego de la NFL”.
La esposa de don Tiberio acudió a la consulta del doctor Duerf, psiquiatra, y le dijo: “Mi marido no me responde bien”. “Señora –le indicó el analista–, los problemas de disfunción eréctil no corresponden propiamente a mi especialidad. Lleve a su esposo con algún urólogo o terapeuta sexual”. “No me entendió usted bien, doctor –replicó la consultante–. Cuando le digo algo a mi marido él siempre me responde con alguna grosería, y quiero que lo analice para saber por qué”.
El novio de Glafira, la hija de don Poseidón, fue a pedir la mano de la muchacha. El genitor le preguntó: “¿De cuánto dispone usted al mes para mantener a mi hija?”. Respondió el solicitante: “De 18 mil pesos”. “No está mal –juzgó don Poseidón–, sobre todo si a esa cantidad se le suman los 15 mil pesos mensuales que gana Glafira en su trabajo”. Aclaró el novio: “Ya están sumados”.
Empédocles Etílez llegó a su casa en horas de la madrugada. Su mujer lo esperaba hecha un obelisco. (Nota de la redacción: Seguramente nuestro amable colaborador quiso decir “hecha un basilisco”). Le dijo: “Bebiste otra vez ¿verdad?”. “¡Te juro que no, viejita! –protestó el temulento–. ¡Si quieres te soplo”. “Está bien –se apaciguó la señora–. Pero después me dices si bebiste otra vez”.
Don Valetu di Nario, caballero de muchos almanaques y exquisita educación, contrajo matrimonio con Vulgaria, joven mujer sin lustre de buenas maneras. Cuando se vieron solos en la suite nupcial del hotel donde pasarían su noche de bodas ella empezó sin inhibición alguna a aventar la ropa que vestía al tiempo que exclamaba alegremente: “¡Ahora sí! ¡A darle vuelo a la hilacha!”. Don Valetu le pidió con sentimiento: “Te suplico que no le digas así a mi parte de varón”.
En el tablao en penumbra el Ninio de las Monjas, viejo bailador de flamenco, interpretó unas malagueñas. “¡Qué bien se conserva el Ninio! –le comentó uno de la concurrencia a su vecino de asiento–. ¡Y con qué maestría toca las castañuelas!”. “No son las castañuelas –precisó el otro–. Es su dentadura postiza”.
Con mujer casada estaba yogando el follador. En medio del erótico deliquio le pidió ardientemente: “¡Bésame!”. “¡Ah no! –se negó ella–. Bastante infiel le estoy siendo ya a mi marido al hacer esto como para añadir además lo otro”.
“¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y solamente la verdad?”. Esa solemne pregunta le hizo el secretario de la corte judicial a la estupenda rubia acusada de ejercer en la vía pública la más antigua profesión del mundo. Replicó la voluptuosa mujer: “Diré la verdad y solamente la verdad, pero no toda la verdad. Si digo toda la verdad pondré en apuros al juez, al fiscal, al defensor de oficio y a ocho de los 12 miembros del jurado”.
El anuncio en la carretera decía: “Campo nudista. Un kilómetro”. El viajero calculó la distancia y detuvo su automóvil. Le preguntó a un campesino que andaba por ahí: “¿Dónde está el campo nudista?”. “No hay tal campo nudista –respondió el labriego-. Antes los conductores pasaban a toda velocidad y atropellaban a mis marranos. Ahora todos manejan despacito al pasar por aquí”.
Don Gerontino, señor de edad madura -superaba la ochentena-, casó con Pora Quitevas, mujer de 30 abriles dotada de prominentes atributos anatómicos. La noche de las bodas ella se desnudó del todo y se tendió en la cama en actitud voluptuosa de Cleopatra o de la maja que Goya encueró para la eternidad. La vio así don Gerontino y se sentó a escribir algo. Le preguntó Pora, extrañada: “¿Qué es lo que escribes?”. Terminó el añoso galán, firmó lo escrito y luego entró en el lecho. Decía el papel: “No se culpe a nadie de mi muerte”.
Don Chinguetas fue a una clínica y le tocó ser atendido por una doctora joven, agraciada de rostro y de atractivo cuerpo. La profesionista puso la mano en el pecho de su paciente y le indicó: “Diga 33”. Don Chinguetas dijo: “33”. Seguidamente la médica puso la mano en el abdomen del señor y le pidió: “Diga 33”. “33” –repitió don Chinguetas. Luego la bella doctora puso su mano en los atributos de varón de su paciente y volvió a ordenarle: “Diga 33”. Empezó don Chinguetas. “Uno… Dos… Tres… Cuatro…”.
“¡Papacito! ¡Negro santo! ¡Cochototas!”. Esas palabras provenientes de la alcoba escuchó el doctor Duerf, analista, cuando llegó a su casa en hora desusada. Abrió la puerta de la recámara y ¿qué vio? A su esposa, en erótico trance pasional con el vecino del 14. Preguntó lleno de iracundia: “¿Qué significa esto?”. Replicó la mujer: “A ti te corresponde explicarlo. Tú eres el psiquiatra”. (No tomó en cuenta la señora que el doctor Duerf no llevaba consigo su diván)
El charro Charrete salió a cabalgar con la linda señorita Dulciflor, a quien daba clases de equitación. De pronto el caballo que montaba la muchacha dejó salir un sonoroso cuesco, ventosidad o flato tan fuerte que abrió un profundo bache en el camino. Dulciflor dijo, confusa: “¡Perdón!”. “¡Mire! –se soprendió el charro Charrete-. ¡Yo creí que había sido el caballo!”.
Decía un dicho antiguo: “Viejo que con moza yace, requiescat in pace”. Y otro: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”. A las mujeres jóvenes se les advertía: “No te cases con viejo por la moneda. / La moneda se gasta y el viejo queda”. Desatendió esa admonición Avidia, joven y ambiciosa fémina, y le aventó los calzones a don Añilio. Así se dice cuando una mujer se le insinúa abiertamente a un hombre. Dicho señor llevaba sobre sí muchos calendarios, pues se acercaba a los 80. “Agradezco tu interés en mi persona, linda –le dijo a la resbalosa-, pero no puedo tener trato de carnalidad contigo”. “¿Por qué?” –quiso saber Avidia. Contestó el provecto señor: “Me lo impide la constitución”. Preguntó ella: “¿La Constitución General de la República?”. “No –precisó don Añilio-. La constitución física. Ya no me responde”.
Rondín # 15
Lisa y Sally eran hermanas gemelas. Lisa contrajo matrimonio, y Sally la ayudó a preparar su maleta para el viaje nupcial. Le dijo Lisa: “No sé por qué me están temblando las piernas”. “Es natural –apuntó Sally-. Recuerda cómo temblamos tú y yo cuando nos iban a separar”.
Noche de bodas. El flamante novio se plantó frente a su mujercita y dejó caer la bata que lo cubría, con lo cual quedó ante ella completamente al natural, quiero decir sin nada encima aparte de unas gotas de Old Spice. La joven esposa apartó al punto la vista. “¡Vida mía! –se consternó el romeo–. ¿Acaso ofendí tu virginal pudor mostrando a tus ojos de doncella mi parte de varón?”. “No –replicó la muchacha–. Lo que pasa es que mi mamá me dijo que ya casada no me fijara en pequeñeces”.
En el baile casero un tipo le pidió a una de las chicas: “¿Me concedes esta pieza?”. “Lo siento –negó ella–. No eres mi tipo”. Opuso el sujeto: “Te estoy pidiendo una pieza, no una transfusión de sangre”.
La señora le preguntó a su vecina: “¿Por qué le dices a tu marido ‘El Pérsico’?”. Explicó la otra: “Por golfo y por conflictivo”.
El arquitecto les presentó a don Chinguetas y a doña Macalota el plano de la residencia que había diseñado para ellos. Lo revisó don Chinguetas y objetó: “No tiene cuarto de juegos. ¿Dónde voy a meter a mis amigos?”. “Y no tiene clóset –observó doña Macalota–. ¿Dónde meteré yo a los míos?”.
Rosilita le dijo a Pepito: “Mi papá es el hombre más guapo y más inteligente del mundo”. “No hables tan fuerte –le aconsejó Pepito–. Puede oírte ese individuo feo y pendejo que vive con ustedes”.
En la fiesta una madura dama trabó plática con un senescente caballero. “Me llamo Clarabella –le dijo, coqueta– pero llámeme Clara nada más, pues con los años se me acabó lo bella”. Replicó el señor: “Mi nombre es Agapito, pero llámeme solamente Aga. A mí también me ha maltratado mucho el tiempo”.
En el corral el perico de la casa se sacudió las plumas y exclamó lleno de enojo: “¿Por qué nadie le ha enseñada a este maldito gallo que no hay gallinas verdes?”.
El inconsolable viudo gemía en el funeral de su esposa. “¿Qué voy a hacer, Dios mío? ¿Qué voy a hacer?”. El padre Arsilio trató de consolarlo: “Con el tiempo hallarás otra buena mujer y…”. “Sí, padre –admitió el viudo–. Pero yo quiero decir qué voy a hacer hoy en la noche”.
La mamá del niño recibió un reporte de la escuela: su hijo nunca hacía la tarea. “¡Ah! –reprendió la señora al muchachillo–. ¡Eres irresponsable y flojo como tu padre!”. “¡Oye! –protestó el esposo–. ¡Yo no soy flojo ni irresponsable!”. Replicó la señora: “Nadie está hablando de ti”.
“Los testículos de Trump llegan hasta Ucrania”. Así leyó en voz alta doña Macalota en el periódico. La corrigió su esposo don Chinguetas: “Tentáculos, mujer. Tentáculos”.
Flordelisia, hermosa joven, invitó a Babalucas a visitarla en su departamento. Lo recibió cubierta únicamente por un vaporoso negligé que dejaba a la vista todos sus encantos. “Siéntate un momentito, Baba –le pidió–. Voy a abrir una botella de champaña y a traer dos copas, a poner en el estéreo música romántica, a disminuir la intensidad de la luz y a disponer la cama”. “Mejor vengo otro día –le dijo el badulaque–. Hoy estás muy ocupada”.
Pepito y sus papás veían en la tele la película “Fabiola”, que trata de los primeros tiempos del cristianismo. En una escena se observa cómo los cristianos eran arrojados a los leones en el coliseo romano. Ante eso Pepito se echó a llorar lleno de aflicción, lo cual conmovió mucho a sus padres. “¿Por qué lloras, hijito?” –le preguntó la mamá, emocionada–. Entre lágrimas respondió Pepito: “A aquel pobrecito león no le ha tocado ni un cristiano”.
Doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías y censora de la pública moral, asistió a una conferencia sobre biología y se asomó al microscopio que había llevado el expositor. “Son células” –le explicó el conferencista–. Inquirió la señora: “¿Por qué se mueven tanto?”. Le explicó el maestro: “Se están reproduciendo”. Doña Tebaida se retiró inmediatamente del microscopio y exclamó irritada: “¡Qué vergüenza! ¡Y a plena luz del día!”.
La bella y joven viuda salió del cementerio después de haber dado cristiana sepultura a su marido. En la puerta del panteón fue abordada por un individuo que le dijo: “Perdonará usted esta imprudencia mía, señora, pero soy de otra ciudad y temo no volverla a ver. Por eso me atrevo a hablarle en este momento que, lo sé bien, es inoportuno. Vine a visitar la tumba de mis padres, y el azar me hizo coincidir con usted en este sitio de tristeza. Quiero decirle que al verla me enamoré perdidamente de usted por la hermosura de su rostro…”. “Y eso que he estado llorando” –lo interrumpió la inconsolable viuda.
Comentaba cierto señor: “Mi esposa pone atención a mis palabras únicamente cuando hablo dormido”.
El artista de la Edad de Piedra terminó de hacer su pintura en un muro de la cueva. Puso en ella varios bisontes, un mamut, cazadores con lanzas, y en el centro de la escena pintó a una mujer desnuda con tres tetas en vez de dos. Contempló su obra, orgulloso, y dijo a sus compañeros con una gran sonrisa: “¡La de teorías que va a provocar esto!”.
Al regresar del viaje nupcial el marido le preguntó a su flamante mujercita: “¿Te gustó nuestra luna de miel, mi amor?”. Respondió ella: “Me pareció muy corta”. “Fueron tres semanas, cielo” –acotó el desposado–. Precisó la muchacha: “No hablo del tiempo”
La estudiante de Medicina le contó a una amiga: “Presenté examen de Anatomía ante tres maestros. Me tocaron los órganos sexuales”. “¡Canallas! –se indignó la amiga–. ¡Denúncialos en #MeToo!”.
Don Añilio, maduro caballero, comentaba con admiración: “¡Qué sabia es la naturaleza! A mí se me acabó el vigor sexual, y al mismo tiempo a mi esposa se le desaparecieron aquellos dolores de cabeza que le daban todas las noches”.
Naufragó el barco. Un hombre y una mujer jóvenes llegaron a una isla desierta. Aunque no se conocían, muy pronto las forzadas circunstancias hicieron que se conocieran bien, y como resultado de ese conocimiento al paso de los años tuvieron siete hijos. Sucedió que un día pasó por ahí un navío que los llevó a seguro puerto. Al descender del barco el hombre le dijo a la mujer: “Fue un gusto haberla conocido, señora. Deseo para usted y sus encantadores hijos la mejor de las suertes, y ojalá algún día la vida me depare la grata oportunidad de volver a saludarla”. (Nota de la redacción, Aunque nuestro amable colaborador no lo dice pensamos que ese individuo merece el calificativo de cabrón y lo declaramos persona non grata).
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierto día su novia le comunicó: “Voy a tener un hijo. Debemos casarnos”. Opuso el tal Capronio: “Un hijo no es razón para casarse”. “¡Desgraciado! –estalló la mujer–. ¡Nosotros ya tenemos cinco!”.
La abuela le aconsejó a su nieta en edad de merecer: “Búscate un hombre que te convenga, hija”. “Lo haré, abuelita –respondió la muchacha–. Pero antes me divertiré con hombres que no me convengan”.
Un individuo llegó a la consulta del doctor Duerf, célebre analista. Llevaba una rana en la cabeza. “Ayúdeme, doctor –le pidió con voz ronca–. No sé qué extraño animal me salió allá abajo de entre las ancas”.
Dulciflor le dijo a Clarabel: “Vayamos a aquella playa solitaria. Ahí podremos nadar desnudas y no nos verá nadie”. Replicó Clarabel: “¿Qué caso tiene nadar desnudas si nadie nos verá?”.
Rondín # 16
El recién casado llegó a su casa en hora desusada y sorprendió a su flamante mujercita en estrecho abrazo de indiscutible contenido erótico con un individuo alto, rubio y que vestía ropas clericales. Antes de que el sorprendido esposo pudiera articular palabra habló su esposa: “Ni me digas nada, Astifino. Antes de casarnos yo te dije que tenía un pastor alemán”.
“Soy sadomasoquista, travestista, exhibicionista, voyeurista y onanista”. Eso le informó el tipo que pedía empleo al jefe de personal. Y añadió: “No creo que todo eso quepa en el rengloncito de la solicitud donde dice ‘Sexo’”.
Babalucas se compró un par de guantes. “¿En qué mano va éste?” –le preguntó al dependiente. Sonrió el hombre: “En la derecha, claro”. Volvió a preguntar Babalucas: “¿Y este otro?”.
Noche de bodas. El recién casado evocó ante su mujercita: “¿Recuerdas, mi cielo, el día que nos conocimos? Estábamos en una fiesta y había tanta gente que no encontrabas silla. Yo te cedí mi asiento”. Respondió ella, emocionada: “Lo recuerdo muy bien, mi amor”. “Bueno –completó él–. Ahora te toca a ti”.
Al salir de la oficina el empleado invitó a su compañero: “Vamos a tomar unas copas. Yo pago”. “Hoy no puedo –declinó el otro–. Mi vecino tuvo un problema con su esposa y se puso en huelga de amor. No le da sexo. Esta noche voy de esquirol”.
El hombre y la mujer estaban en el sillón de la sala besándose y acariciándose apasionadamente. De pronto la mujer suspendió los arrumacos y le preguntó al sujeto: “¿Alguna vez has vendido servicios funerales a futuro?”. Respondió el tipo, desconcertado: “Nunca”. “Pues empieza ahora –le sugirió la mujer–. Ahí viene mi marido”.
El príncipe era tan feo que la Cenicienta, en vez de salir corriendo a las 12 de la noche, escapó a las 7 y media de la tarde.
Al terminar la misa el padre Arsilio les comunicó a sus feligreses: “Estoy juntando dinero para comprar una imagen de Santiago Apóstol que me cuesta 3 mil pesos. En este pueblo hay un adúltero. Si en la misa del próximo domingo no deposita esa cantidad en el cepo de la limosna diré quién es y con quién está engañando a su mujer”. Dos domingos después el buen sacerdote habló a la feligresía: “Les tengo dos noticias: una mala y una buena. La mala es que este pueblo está lleno de adúlteros, de cornudos y de esposas infieles. La buena es que el domingo pasado junté para comprar las imágenes de los 12 apóstoles, los cuatro evangelistas y los 26 mártires de la Cristiada”.
El vendedor puerta por puerta le comentó a un amigo: “La pérdida de empleos me ha perjudicado mucho. Ahora más maridos están en su casa”.
Un tipo le comentó a otro: “Camelina ya no es mi novia”. “Me alegra saberlo –dijo el otro–. La verdad es que nunca me expliqué por qué andabas con ella, si además de ser tremendamente fea y antipática es la mujer más liviana del pueblo. Se ha acostado con todos los hombres en edad de ejercer. Qué bueno que ya no es tu novia”. “No –completó, mohíno, el tipo–. Ahora es mi esposa”.
La señorita Peripalda, catequista, le confió a una amiga que un hombre la había invitado a ir con él a su departamento. La amiga preguntó: “¿Y vas a ir?”. “Todavía no sé –respondió la señorita Peripalda–. Antes debo decidir si esa invitación es una tentación del demonio o la respuesta del Señor a mis oraciones”.
Doña Macalota le dijo a su esposo don Chinguetas: “La vecina del 14 me contó que su marido le hace el amor todas las noches. ¿Por qué no haces tú lo mismo?”. Replicó don Chinguetas: “No creo que eso le gustaría al vecino”.
El hombre prehistórico trataba de convencer a la mujer: “Hagámoslo esta noche, Trogla. Ahora que inventaron el hacha de piedra el mundo se puede acabar el día menos pensado”.
Ella pasó por él en su automóvil. Tan pronto subió al coche él se precipitó sobre ella y la llenó de ardientes besos y caricias de elevado contenido erótico. “Espera” –le pidió ella–. Preguntó él: “¿A que lleguemos al motel?”. “No –respondió ella–. A que se bajen mis papás”.
Babalucas estaba yogando con mujer casada en el propio lecho de la pecatriz. Repentinamente se escucharon pasos. “¡Mi marido!” –se espantó la señora. “¡Rápido! –le dijo Babalucas-. ¡Métete en el clóset!”.
La marciana andaba muy atareada. Su pequeño hijo le pedía con insistencia que le sirviera ya la cena. “¡Espérame! –se impacientó la marciana-. ¡Nada más tengo ocho manos!”.
Otro sobre el mismo tema. Un hombre de la Tierra vio por primera vez a una mujer de Marte y no pudo contener la risa: la marciana tenía las pompas por delante y las bubis por atrás. Tal burla hizo que la alienígena se molestara. Levantó el brazo y dirigiendo la axila hacia el terrícola le dijo en tono amenazante: “Si te sigues riendo te voy a mear”.
En lo relativo a atributo varonil el joven Meñico Maldotado estaba muy por abajo del promedio general. Ni a sargento segundo llegaba. Contrajo matrimonio, y la noche de bodas se mostró por primera vez al natural ante su mujercita, listo ya para proceder a la consumación del matrimonio. Antes de hacerlo tranquilizó a su esposa: “Disipa tu inquietud, amada mía. Seré muy delicado”. “Ninguna inquietud abrigo –respondió la novia-. Con eso que tienes no creo que puedas ser indelicado”.
El penitente le dijo en el confesonario al padre Arsilio: “Acúsome, padre, de que tengo dos esposas: una en Tijuana y otra en Mérida”. “Pero, hijo –se consternó el buen sacerdote-. ¿Cómo puedes hacer eso?”. Respondió muy serio el tipo: “Padre: hay aviones”.
Cuando el galán llevó a su dulcinea a su casa brillaba ya el sol. El papá de la chica enfrentó, furioso, al mozalbete: “¿Por qué trae usted a mi hija a estas horas? ¡Son las 7 de la mañana!”. Contestó el boquirrubio: “Es que entro a trabajar a las 8”.
Rondín # 17
El marido le informó a su mujer: “Anoche te aposté en el póquer y perdí. Deudas de juego son deudas de honor: tendrás que irte con el hombre que me ganó la partida”. “¡Qué barbaridad! –profirió la mujer-. ¿No pensaste, infame, en mi honor y mi virtud? ¡Apostarme así, igual que si fuera un vil objeto! ¿Cómo pudiste caer en semejante atrevimiento?”. “Ningún atrevimiento –opuso el jugador-. Tenía tercia de reyes”.
“Las cosas tienen alma”. Esa insólita declaración hizo don Cucoldo al llegar a la mesa del café con sus amigos. Pensaron ellos que su compañero había empezado a hacer estudios filosóficos, o que pertenecía ahora a alguna religión naturalista o inclinada al panteísmo. Uno le preguntó: “¿Por qué dices que las cosas tienen alma?”. Explicó don Cucoldo: “Llegué a mi casa en hora desusada y hallé a mi esposa sin ropas en la cama, poseída por singular agitación. Algo había presentido, seguramente, porque en ese mismo instante estalló un formidable incendio. Los dos salimos corriendo de la habitación. En ella hay un ropero grande, antiguo, y clarito alcancé a oír que pedía con suplicante voz: “¡Salven los muebles!”.
La señora detuvo su automóvil ante el semáforo en rojo. Cambió la luz a verde y no arrancó pese a los bocinazos de los conductores que estaban atrás de ella. Se puso en ámbar el semáforo, de nuevo en rojo y otra vez en verde y la señora no avanzaba. Los automovilistas arreciaron sus protestas con el claxon. Acudió el oficial de tránsito y le preguntó a la mujer: “¿Qué sucede, señora? ¿No le gusta ninguno de los colores que tenemos?”.
El papá de Pepito lo llevó con un psicólogo. Al parecer el chiquillo había despertado demasiado pronto a la cuestión del sexo y pensaba demasiado en esas cosas. El especialista dijo que le iba a hacer al niño unas preguntas. Empezó: “¿Qué es lo primero que el hombre le introduce a la mujer cuando se casan?”. Respondió sin vacilar Pepito: “El anillo”. Le preguntó el psicólogo: “¿Qué se le agranda a la esposa con el matrimonio?”. “El nombre” –contestó el muchachillo de inmediato. Inquirió luego el facultativo: “¿Qué tiene el Papa que no usa?”. Respondió Pepito: “El nombre también”. En eso intervino el papá del niño. Le dijo al psicólogo: “Mejor examíneme a mí, doctor. Yo soy el que piensa demasiado en la cuestión del sexo”.
Hace algún tiempo peroré ante una audiencia formada por juristas. Narré en esa ocasión el cuento de la turista extranjera que en cierto pequeño pueblo mexicano acudió ante el juez pedáneo y se quejó de haber sido víctima de los bajos instintos de un vecino de la localidad. Declaró que iba ella por un oscuro callejón cuando repentinamente le salió al pasó el individuo. Usando de violencia la puso contra la pared y así, de pie como estaba ella, la hizo objeto de su lascivia, su lujuria y su sensualidad. Relató que al siguiente día se lo topó en el tianguis del lugar y pudo averiguar su nombre. El juzgador envió dos gendarmes a traer al acusado. Al verlo quedó atónito: el tipo era un hombre de estatura ínfima, en tanto que la denunciante medía casi 2 metros de altura. “Señora –amonestó a la mujer–, deberá usted fundar su acusación y aportar pruebas fehacientes, pues según su declaración, que consta en autos, el acusado cometió el delito que le imputa estando usted de pie. La gran diferencia de estaturas hace físicamente imposible tal acción”. Explicó la turista: “Es que él se ayudó con un cazo de esos para hacer chicharrones de marrano”. Pidió el juez: “Traigan el cazo”. Lo trajeron. “A ver, chaparro –le ordenó el juzgador al indiciado–. Súbete al cazo”. Obedeció el petiso. Ni aun sobre el recipiente alcanzaba a llegar a la cintura de la mujer. “Señora –sentenció entonces el letrado–, no logró usted demostrar su acusación. El chaparro sale libre”. La extranjera salió de ahí diciendo pestes de la justicia mexicana. El chaparrito ya se iba también, muy escurrido. El juez lo detuvo: “A ver, chaparro, ven acá. Ya te declaré inocente, y nadie puede ser juzgado dos veces por el mismo delito. Aquí entre nos dime: ¿hiciste lo que dice la mujer?”. Vaciló el sujeto pero finalmente admitió: “Sí lo hice”. Y el juzgador, asombrado: “¿Cómo te las arreglaste? Ella es una giganta, tú un pigmeo. Ni siquiera trepado sobre el cazo llegabas a donde tenías que llegar”. “No, señor juez –aclaró el tipo–. Yo le hice en otra forma. Le eché el cazo en la cabeza y me agarré de las orejas”.
El padre Arsilio predicó unos ejercicios para mujeres casadas. En el curso de la predicación las exhortó a la fidelidad matrimonial. Les preguntó: “¿Saben ustedes cuál es la diferencia entre adulterio y fornicación?”. Una señora levantó la mano. “Ninguna –respondió con gran firmeza–. Yo he hecho las dos cosas, y se siente exactamente lo mismo”.
Un tipo iba corriendo en cueros por la calle. Lo detuvo un policía: “¿Por qué va usted sin ropa?”. Explicó el individuo: “Así nací”.
El rano salió de entre las ancas de la rana y exclamó: “¡Mira, es verdad! ¡Saben a pollo!”.
Al subir al avión que los traería de regreso de su luna de miel el enamorado esposo le dijo a su flamante mujercita: “Veo que te tiemblan las piernas, cielo mío. ¿Estás nerviosa?”. “No –respondió la muchacha–. Han de estar temblando por la excitación de verse otra vez juntas”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su suegra le contó: “Mi padre fue amaestrador de fieras en un circo”. “¡Qué interesante, suegrita! –respondió el majadero–. Y ¿le enseñó a usted algún truco?”
Camalina, joven mujer de cuerpo complaciente, le dijo en el confesonario al señor cura don Arsilio: “Acúsome, padre, de que tengo tratos de fornicación con muchos hombres”. “Pero, hija –la reprendió paternalmente el sacerdote–, ¿qué ganas con eso?”. Camalina se enojó: “Perdone, padre: ¿es confesión o auditoría?”
En aquella mesa de café hablábamos de todo: de mujeres, de libros, de películas, de historia, de música, de teatro... De dos cosas no hablábamos jamás: de religión y de política. En ambas materias éramos escépticos. Por eso nos sentimos algo incómodos cuando una mañana llegó a sentarse con nosotros un conocido que no formaba parte de la mesa y que nos dijo de buenas a primeras: “Vengo de tener mi conversación diaria con Dios. Es mi amigo personal”. Exclamó uno de los contertulios: “¡Te lo hubieras traído, cabrón! ¡Tengo muchas cosas qué reclamarle!”. Fue entonces cuando intuí el significado del segundo mandamiento del Decálogo, que prohíbe tomar el nombre de Dios en vano. Evoqué a ese respecto una de las muchas anécdotas de Yogi Berra, famoso pelotero de beisbol. Era catcher, y cuando un jugador latino dibujó en el suelo con su bate una cruz antes de batear, Yogi la borró con su guante y le indicó: “Deja que el Señor se limite a ver el juego”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le sugirió a su amigo Pudenciano que fueran a una mancebía o lupanar. El amigo declinó la invitación. Manifestó: “Ni siquiera puedo con lo que tengo en mi casa”. Replicó Pitongo: “Entonces vamos a tu casa. Te ayudaré”.
El novio de Glafira habló con don Poseidón, el padre de la chica: “Vengo a pedirle la mano de su hija”. “Tómala –respondió sin vacilar el genitor–. La encontrarás en mi bolsillo; ahí está siempre”.
El doctor Ken Hosanna les dijo a sus asistentes de cirugía y a las enfermeras: “Es cierto: en vez de traer al quirófano a la mujer del cuarto 16 trajimos al señor del 15. Pero haciendo a un lado esa pequeña equivocación no cabe duda de que fue todo un éxito la operación de agrandamiento del busto”
Don Chinguetas llegó a su casa en horas de la madrugada. Venía oliendo a jabón chiquito, pues había estado con cierta dama sin complicaciones en la habitación 210 del popular Motel Kamawa. En la penumbra de su alcoba el casquivano señor procedió a desvestirse para meterse en la cama. Al hacerlo se dio cuenta de que había dejado en el motel la camiseta y el calzón. Su esposa, doña Macalota, le preguntó atufada: “¿Y tu ropa interior?”. “¡Santo Cielo! –exclamó con fingida consternación don Chinguetas-. ¡Me robaron en el Metro!”.
Don Luterito, labriego que al don unía el din, pues era de posibles, vino del rancho a la ciudad a surtir el mandado. Empezaba diciembre, temporada en la cual los establecimientos comerciales acostumbraban regalar a sus clientes los calendarios para el siguiente año. Fue a la tienda de abarrotes llamada “El gato negro” y ahí compró el piloncillo y el Café del Oso. Le dieron su almanaque. Fue a la botica de Toñita Lomelí –“farmacia” se dice hoy– y pidió las medicinas que le había encargado su mujer. Toñita misma le entregó los medicamentos, y con ellos el correspondiente calendario. En la Casa Sánchez adquirió la semilla mejorada de frijol y también recibió ahí el almanaque. En la cantina “Lontananza” se tomó –era ya mediodía– una copita (¿o fueron dos o tres?) de San Martín, mezcal. Igualmente le dieron su calendario. Luego comió y durmió la siesta en el Hotel Jardín –el dueño le había dado su almanaque al registrarlo– y por la tarde fue a saludar al Santo Cristo en su capilla. Disfrutó un rato de palique con los rancheros que acudían a la Plaza Acuña, y caída ya la noche abordó un cochecito de caballos que lo llevó al 900, casa de lenocinio cuyo nombre correspondía al número del local que ocupaba en la calle del Ferrocarril. Ahí contrató los servicios de una señora dueña de habilidades que en los ámbitos domésticos no se conocían. Cumplido el trato don Luterito le pagó a la mujer la buena obra que había hecho, y en seguida se le quedó mirando. “¿Te falta algo?” –le preguntó la daifa–. Preguntó a su vez don Luterito: “¿Usted no me va a dar almanaque?”.
“Estaba yo follando con mujer casada cuando llegó el marido y me apuntó con su pistola –relató Afrodisio Pitongo–. Salté por la ventana y eché a correr. El hombre me disparó. Dos veces oí silbar la bala”. Preguntó uno: “¿Cómo dos veces?”. “Sí –confirmó Afrodisio–. Una vez cuando la bala me pasó a mí y otra cuando yo pasé a la bala”.
Pepito reprobó el examen de Historia. Su tía Aña lo reprendió: “En mis tiempos yo podía decir los nombres de todos los presidentes de México”. “Sí, tía –admitió Pepito–. Pero entonces eran solamente dos o tres”.
Pomponona, mujer frondosa y en plenitud de edad, iba a casar con don Valetu di Nario, senescente caballero. Días antes del casorio le dijo: “Sé bien que eres ya señor de edad, pero quiero que me prometas que me harás el amor por lo menos dos veces en el año: el día de mi santo y en nuestro aniversario de bodas”. “¡Santo Cielo! –exclamó don Valetu consternado–. ¡Tenía que tocarme una ninfómana!”.
Rondín # 18
Babalucas salió de su casa esa mañana. Le preguntó a uno que pasaba: “¿Qué horas son?”. Respondió el interrogado: “Las 8 menos 5”. “No puede ser –opuso el tontiloco–. ¿Las 3?”.
En la fiesta una joven señora comentó: “A mi marido le gusta mucho el beisbol. Lo juega todos los domingos”. “¿De veras? –se interesó uno de los invitados–. Y ¿qué posición le gusta?”. “Ése es otro tema” –se ruborizó la muchacha.
Dos trogloditas les dieron sendos garrotazos a dos mujeres y luego cada uno arrastró a la suya por los cabellos y la llevó a su respectiva cueva. Un tercero, sonriendo con galantería, le dio un ramo de flores a otra y luego la llevó del brazo a su caverna, que estaba ya repleta de mujeres. Uno de los trogloditas le comentó a su compañero: “Inventó un nuevo método y parece que le está dando buenos resultados”.
Don Algón y su socio vieron que los empleados y empleadas de la oficina habían formado parejas y estaban refocilándose sobre los escritorios o en el piso. Le dijo Don Algón a su socio: “No sé qué pienses tú, pero a mí me parece que esto de la hora del café ya está degenerando mucho”.
Cuatro recién casadas coincidieron en el lobby del hotel donde pasarían su noche de bodas. En el curso de la conversación supieron que el marido de una de ellas tenía 20 años, el de la segunda 30, el de la tercera 40 y el de la cuarta era ya de edad madura. Acordaron encontrarse ahí mismo la mañana siguiente. Ya reunidas se saludarían diciendo cada una “Buenos días” tantas veces como su esposo le hubiera hecho el amor en el curso de la noche nupcial. El día siguiente, en efecto, se juntaron. La del marido de 20 años saludó con una gran sonrisa: “¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Buenos días!”. La del esposo de 30 años saludó, también sonriendo: “¡Buenos días! ¡Buenos días!”. La del marido de 40 saludó igualmente contenta: “¡Buenos días!”. Y dijo la cuarta desposada: “Hola”.
Aquel hombre tenía la sospecha de que su esposa lo engañaba y contrató a un detective para que la siguiera. Al día siguiente el investigador le dio el informe: “La señora estuvo en dos bares de mala muerte y luego entró al Motel Kamawa”. “¡Ira de Satanás! –clamó el marido, que en su juventud había leído novelas de Salgari–. ¿Cómo fue qué hizo eso mi mujer?”. Explicó el detective: “Lo estaba siguiendo a usted”.
Susiflor se iba a casar. Pocos días antes de la boda accedió a estar en la intimidad con su futuro esposo, al fin y al cabo faltaban ya pocos días para el desposorio. Terminado el amoroso trance, en el cual la novia tuvo un desempeño que dejó a su galán ahíto y satisfecho, Susiflor le preguntó: “¿Después de esto ya no me vas a preguntar si sé cocinar?”.
“Kung Fu” es el nombre de una de las más exitosas series en la historia de la televisión. Trasmitida en 63 episodios entre 1972 y 1975 narra las aventuras en el Oeste americano de Kwai Chang Caine, un monje chino diestro en esa disciplina, el kung fu, que le permite hacer frente a los ataques de los malos a pesar de ser él hombre pacífico. El rol protagónico fue desempeñado por David Carradine, hijo de John Carradine, uno de los más conocidos actores de carácter de Hollywood. Nacido en 1936, David murió trágicamente hace 10 años, en Bangkok, Tailandia, a consecuencia de un raro accidente relacionado con cosas de erotismo. Segundo en importancia entre los personajes de la serie es el maestro Po, mentor del Caine en su niñez y juventud. El papel del sabio monje ciego estuvo a cargo de Keye Luke, quien muchos años atrás había actuado en la célebre película “The good earth”, basada en una novela de Pearl S. Buck, Premio Nobel de Literatura. En “Kung Fu” conmueve la relación entre el anciano Po y su joven discípulo, al que llama “pequeño saltamontes”. Es la relación de un amoroso padre con un hijo que ansía aprender el bien y evitar todas las formas que en el mundo adopta el mal. Lejos de ese contexto que brinda abundantes motivos para la reflexión, y al margen de las dramáticas historias que forman la serie, he relatado aquí un cuento paródico de aquellos episodios que muchos todavía habrán de recordar. He aquí esa narración. El estudiante Caine le dice a Po: “Maestro venerado: desde niño he vivido en el convento, y tengo la sensación de que no he hecho nada en él”. Responde el filósofo: “Dime, pequeño saltamontes: ¿has seguido el furtivo paso de los ciervos por las fragosidades y quebradas de los altos montes?”. “Sí, maestro –responde Kwai Chan Caine-. He seguido el furtivo paso de los ciervos por las fragosidades y quebradas de los altos montes”. “Y dime –vuelve a preguntar el filósofo-: ¿has aspirado el perfume de las flores de loto que crecen en la superficie de cristal del estanque en cuyas quietas aguas nadan los dorados peces?”. “Sí, maestro –vuelve a contestar el joven discípulo-. He aspirado el perfume de las flores de loto que crecen en la superficie de cristal del estanque en cuyas quietas aguas nadan los dorados peces”. “Otra cosa dime –pide el maestro Po-. ¿Has salido del lecho a medianoche para tratar de oír en la bóveda celeste la música que las estrellas cantan a su paso por la insondable vastedad del cosmos?”. “Sí, maestro –replica nuevamente Caine-. He salido del lecho a medianoche para tratar de oír en la bóveda celeste la música que las estrellas cantan a su paso por la insondable vastedad del cosmos”. “¡Pos por eso no has hecho nada en el convento, güey! –estalla el maestro Po-. ¡Te la has pasado en puras tonterías!”.
Babalucas, el tonto mayor de la comarca, le hizo una severa reclamación a su novia: “Me dicen que te han visto salir con todos mis amigos”. “No seas tontito, mi amor! -lo tranquiliza la chica-. Mira: contigo voy al cine, al teatro, al antro, al paseo, a todas partes. Con ellos al único lado que voy es al Motel Kamawa”.
Una guapa mujer llegó al consultorio del doctor Duerf, eminente psiquiatra. Iba completamente nuda, es decir, sin nada de ropa encima. “¡Ayúdeme por favor, doctor! -le suplicó llena de angustia-. ¡Tengo un grave complejo de inferioridad! ¡Siento que todo el mundo se me queda viendo!”.
Para agrandar un poco el menguado presupuesto familiar aquel pobre sujeto se presentaba los fines de semana como luchador enmascarado con el nombre de El Dragón Rojo. Un día lo contrataron para enfrentarse a El Espanto Negro, terrible luchador, rudo también e igualmente enmascarado. La lucha sería máscara contra máscara: el que perdiera se deberían quitar la suya y dar a conocer su identidad en público. Tras de luchar cerca de tres horas El Dragón Rojo logró por fin vencer a su adversario. Sangrando, con dos costillas rotas, cubierto todo el cuerpo de violáceos moretones, reunió sus últimos arrestos y en un supremo esfuerzo logró poner la espalda de su rival contra la lona hasta que el árbitro hizo el conteo final. Cuando El Espanto Negro, conforme a lo acordado se quitó la máscara El Dragón Rojo vio el rostro de su feroz enemigo y exclamó con asombro: “¿Usted, suegra?”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, le comentó a una amiga: “Mañana me caso”. “¡Felicidades! –respondió la amiga. ¡Por primera vez vas a dormir con un marido propio!”.
Un tipo le dijo a otro: “Mi esposa me abandonó”. Propuso el otro: “Vamos a tu casa a ahogar tus penas en vino”. Dijo el tipo: “No tengo”. “¿No tienes vino?”. “No. No tengo pena”.
Un invidente pedía limosna en la puerta de la iglesia. Llegó una viejecita, y el hombre le dijo con doliente voz: “¡Una limosnita para este pobre ciego que no puede disfrutar el don más grande de la vida!”. “¡Pobrecito! -se condolió la anciana-. ¿A qué edad lo castraron?”.
“¿Por qué te estás desvistiendo en presencia de ese hombre?”. Tal pregunta le hizo don Cornulio a su mujer cuando la sorprendió en situación irregular con un sujeto. “Te equivocas totalmente –adujo ella–. No me estoy desvistiendo. Me estoy vistiendo”.
El doctor Ken Hosanna le dijo a su paciente: “Le tengo dos noticias, una mala y otra peor. Tiene usted tisis galopante. Y en el caso de esa enfermedad mis honorarios son por yarda”.
Comentó Babalucas: “No me explico por qué Diosito no les puso a los zancudos una lucecita igual a la de los cocuyos o luciérnagas. Si tuvieran con qué alumbrarse no andarían en la noche picando a lo pendejo”.
Himenia Camafría, célibe madura, se mostró decepcionada al ver el Gran Cañón del Colorado. Le dijo a su amiguita Celiberia: “Vine hasta aquí porque pensé que el Colorado era un hombre pelirrojo”.
Doña Macalota entró sin avisar en la oficina de su esposo don Chinguetas. Cuál no sería su sorpresa –inédita expresión– cuando vio que el señor tenía sentada en el regazo a su linda secretaria. Antes de que la encrespada cónyuge pudiera articular palabra le dijo don Chinguetas: “No pienses otra cosa. El negocio va tan mal que estoy tomando un curso de ventriloquía”.
Naufragó un barco. Tres sobrevivientes, dos mujeres en flor de edad y un hombre también joven, fueron a dar a una isla desierta, que a su llegada dejó de serlo. Bien pronto la naturaleza impuso sus dictados, y ambas chicas entraron en relación carnal con el muchacho. A fin de evitar celos o rencillas las mujeres elaboraron lo que en inglés se llama schedule y en español programa: a una de ellas el varón le haría el amor los lunes, miércoles y viernes, a la otra los martes, jueves y sábados. Los domingos el galán descansaría. A las pocas semanas de ese arreglo el pobre tipo andaba ya exhausto y agotado. Las ojeras le llegaban hasta la cintura, traía la mirada desvaída, vacilante el paso y tembloroso el pulso. La cosa se explica: no era de Saltillo. El varón que bebe las miríficas aguas de esa hermosa ciudad puede hacer frente a un compromiso así, y aun a otros mayores, sin que su integridad y fortaleza se vean disminuidas ni siquiera un ápice. El caso es que el hombre del relato estaba ya al borde de la extenuación por las continuas demandas amorosas de las insaciables féminas, que no daban reposo a su libido a costa de la salud del infeliz. Éste no oía de sus compañeras otras palabras que no fueran: “¡Otra vez!”, “¡Más aprisa!” y “¡Dale dale!”. Cierto día los náufragos vieron que una canoa se acercaba. En ella venía un hombre joven como ellos. “¡Estoy salvado! –pensó lleno de alegría el muchacho–. Me dividiré el trabajo con el compañero”. Pisó la playa el recién llegado e hizo caso omiso de las mujeres. Fue derechito al hombre y le dijo con melifluo acento: “Hola, guapo”. “¡Chin! –exclamó lleno de aflicción el lacerado–. ¡Se jodieron los domingos!”.
Rondín # 19
La besó en el cuello. La besó en los hombros. Llenó con sabios ósculos la ebúrnea copa de sus senos. Besó también su vientre, anunciador del cercano paraíso. Luego se inclinó como vasallo ante su reina y le besó los albos pies. Fue luego con sus ardientes labios a las rodillas y a los muslos, y por último cubrió de besos el florido campo de su mons veneris. “¡Pendejo! –exclamó Babalucas al ver al galán de la película francesa hacer todo eso–. ¡El güey no sabe que los besos se dan en la boca!”.
Doña Jodoncia le dijo a don Martiriano: “El mes próximo vamos a cumplir 25 años de casados. ¿Qué haremos?”. Propuso él con timidez: “¿Guardamos un minuto de silencio?”.
Ya conocemos a Jactancio P. Tulante: es un sujeto vanidoso y engreído. Hace unas noches estuvo con una linda chica en la habitación 210 del popular Motel Kamawa. Al terminar el trance le preguntó a la muchacha: “¿Disfruté yo tanto como disfrutaste tú?”.
Lord Feebledick llegó a su finca rural después de jugar en el club la partida semanal de whist, y encontró a su mujer en ilícito concúbito con Wellh Ung, el lacertoso jayán encargado de la cría de los faisanes. “¡Hideputa! –clamó contra el verraco usando una palabra que aprendió en su viaje a España–. ¡Y en horas de trabajo!”. Opuso el mancebo: “Con el mayor respeto, milord, me permito recordarle que hoy es mi día libre”.
“Vi a tu esposa besándose en el jardín con un sujeto”. Eso le dijo a don Chinguetas un amigo. Preguntó él: “¿Era un tipo alto, moreno, de bigote?”. “En efecto, así es, sí, efectivamente, es cierto” –confirmó el amigo, que en todo era redundante menos, al decir de su esposa, en lo tocante al acto conyugal–. “Es el jardinero –le informó don Chinguetas–. Ése agarra hasta puñaladas”.
El joven reportero le comunicó a su jefe: “Un terremoto destruyó la ciudad de Zskbrptljgqzctbmnlj”. Le ordenó el hombre: “Averigua cómo se llamaba la ciudad antes del sismo”….
Nalgarina le preguntó a su amiga Pomponona: “La primera vez que tuviste sexo, ¿lo hiciste por amor o por dinero?”. “Debe haber sido por amor –ponderó ella–. El tipo me dio 50 pesos, y eso no es dinero”… .
La señorita Peripalda, catequista, tenía un perico, según antiguo uso de las mujeres que a cierta edad aún no se habían casado, y que por eso eran llamadas “cotorronas”. El tal loro era hablador, tenía un vasto catálogo de maldiciones, de modo que cuando el padre Arsilio llegaba a merendar a la caída de la tarde la señorita Peripalda cubría la jaula del perico con un lienzo oscuro para que creyera que era ya de noche, se durmiera y no dijera sus malas razones. Cierto día el señor cura, en vez de ir a merendar, llegó a desayunar. La catequista le tapó la jaula al perico. Y dijo éste con enojo: “¡Qué chinche día tan corto!”.
Una vez ante un médico famoso llegóse un hombre de mirar sombrío. “Doctor –le dijo–. Siento un dolor muy raro que me sube por el lado derecho del cuerpo, desde el pie hasta la cabeza”. Lo examinó el galeno y dictaminó: “Advierto una tensión con metátesis flogogénica en el sistema muscular. Sube del músculo pedio al tibial; pasa al sóleo, al poplíteo y al crural; llega al cuádriceps femoral; se traslada al psoasiliaco; asciende por el triángulo lumbar y luego por el deltoides y el trapecio; ataca el músculo esternocleidomastoideo y termina en el masetero y esplenio de la cabeza”. Preguntó con inquietud el tipo: “Y ¿cuál es el tratamiento?”. Sentenció el facultativo: “El dolor es causado por una orquicatabasis progresiva. Tendré que hacer una orquectomía, es decir, le corteré uno de los testículos: el del lado derecho”. “¡Cielo santo! –prorrumpió el pobre hombre, que sentía un cariño muy especial por esa parte de su anatomía–. Me aflige escuchar eso, doctor, pero si no hay otro remedio a mi dolor proceda usted a la intervención”. El médico operó, en efecto, y privó al desdichado de uno de sus testes. Varias semanas después llegó nuevamente el tipo al consultorio. “Siento el mismo dolor –dijo al galeno–, ahora en la parte izquierda del cuerpo”. Hizo su examen el facultativo y emitió el diagnóstico: “Advierto lo que puede ser una orquioepididimitis. Tendré que proceder a la ablación del segundo testículo”. “¡Oh destino aciago, calamidad funesta! –exclamó el individuo–. Doctor: me someto a tan adverso hado. Proceda usted a dicha operación”. El médico, en efecto, deja al sujeto sin el otro dídimo. Privado de aquella doble parte el lacerado sintió que los pantalones le quedaban flojos en la entrepierna, carente ahora de la materia que antes contenía. Así, fue con un sastre para encargarle unos pantalones a la medida. Se dispuso el maestro cortador a tomar las medidas. Puesto de rodillas puso la cinta de medir en la entrepierna. En seguida le dijo al individuo: “No se mueva, señor. Si no tomo bien las medidas el pantalón le apretará, y eso le causará un dolor que le va a subir por todo el lado derecho del cuerpo, desde el pie hasta la cabeza”.
Una señora fue con una gitana que adivinaba la suerte por medio de la bola de cristal. Advirtió que la bola tenía tres agujeros. “¿Para qué son?” –preguntó a la gitana–. Respondió la mujer: “Cuando el negocio de la adivinación va mal doy clases de boliche”.
La enfermera llamó al joven carnicero que aguardaba, nervioso, en la sala de espera de la maternidad. Le informó: “Su esposa dio a luz un bebé lindísimo. Pesó 3 kilos y medio”. Pregunta el carnicero: “¿Con o sin hueso?”.
La señorita Peripalda, catequista, fue a confesarse con el padre Arsilio. “Acúsome –le dijo– de que por la noche me asaltan las tentaciones de la carne”. “Recházalas, hija –le aconsejó el buen sacerdote–. Recházalas”. “¡Ah no! –se asustó la piadosa señorita–. ¿Y luego si se van y ya no vuelven?”.
La esposa de don Chinguetas llegó a su casa y sorprendió a su marido en apretado trance de concupiscencia con una guapa morena. “¡Eres un infame! –le gritó–. ¡Un aleve traidor villano y ruin!”. “Pero, mujer –respondió con tono lamentoso don Chinguetas–. ¿No puedo divertirme un rato sin que eso te moleste?”.
En la playa de un hotel de moda la señora recogió un caracol. Le dijo a su esposo acercándole el caracol al oído: “Escucha. ¿No oyes el murmullo del mar?”. “No –respondió el señor, hosco–. Lo único que oigo es: ‘10 mil pesos por noche, sin alimentos’”.
El sultán, desolado, les preguntó a las mujeres de su harén: “¿Cómo puede ser eso? ¿A las 100 les duele la cabeza?”.
“Mi marido fue a un motel con una rubia”. Eso le contó doña Pamema a su vecina. Preguntó ésta: “¿Lo viste cuando iba entrando?”. “No –contestó la señora-. Lo vi cuando iba yo saliendo”.
El cliente interrogó al abarrotero: “¿Está usted seguro de que estos huevos son frescos?”. “Tan frescos son, señor –respondió el hombre-, que las gallinas no los han extrañado todavía”.
Después de 40 años de trabajo don Gerontino se jubiló como tenedor de libros de la Compañía Jabonera “La Espumosa”. Con tal motivo los directivos de la empresa le obsequiaron una loción para después de rasurarse y le dieron un diploma hecho en una hoja de máquina. Por la noche los empleados lo invitaron a celebrar la ocasión en una casa de mala nota. Ahí todos se hicieron de una pareja, menos el festejado. Fue don Gerontino al baño y le habló con enojo a su parte de varón. “¡Pendeja! –le dijo-. ¡Yo también me estaría divirtiendo si tú no te hubieras jubilado antes que yo!”.
La maestra del jardín de niños le preguntó a Pepito: “¿Cómo se llama el esposo de la vaca?”. Respondió el chiquillo: “Buey”. “No –lo corrigió la profesora-. El esposo de la vaca se llama toro”. Precisó Pepito: “El toro es el amante”.
Dos chicas que habían estado en el mismo colegio se encontraron después de algunos años de no verse. Una vestía con modestia; la otra, en cambio, iba hecha un brazo de mar. (Nota de la redacción. La última vez que se usó esta expresión empleada por nuestro amable colaborador fue en 1935). La que vestía modestamente le preguntó a la de los lujos: “¿A qué te dedicas para poder vestir así?”. Respondió la otra: “Vivo de mis acciones”. “Te felicito –le dijo la primera-. ¿Por qué no vienes a cenar hoy en mi casa para hacer recuerdos?”. “No puedo –replicó la otra-. Precisamente hoy en la noche tengo acción”.
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