Ayer cerca de la medianoche ocurrió el equinoccio de primavera de 2019. O sea que hoy empieza la primavera de 2019. Al igual que como acostumbro hacerlo cada vez que empieza una nueva estación del año, hoy es el día propicio para reproducir una colección de algunos de los chistes de mi prolífico humorista tocayo Armando Fuentes Aguirre “Catón” que he ido coleccionando con el paso de los meses. Y al igual que en las ocasiones anteriores, los chistes aparecen agrupados en rondines de veinte en veinte para permitir retomar la lectura de los chistes en un punto en el cual se haya dejado pendiente.
Ojalá y el lector disfrute de algunos de los chistes de Catón puestos abajo, qué mejor forma de recibir la primavera que con un poco de risas y humor. Con suerte y el lector podrá llevarse algunos chistes buenos para amenizar una reunión en su próxima fiesta a la que sea invitado, y sin duda alguna será invitado predilecto a fiestas si toma fama por estar equipado con una buena colección de chistes.
Rondín # 1
Sherlock Holmes le dijo al doctor Watson, su inseparable compañero (tanto que daban mucho qué decir): “Aquella mujer que ve usted allá acaba de dejar a su marido para irse con otro hombre. Su esposo es opiómano y heroinómano, poco dado a expansiones carnales. La señora, en cambio, es ardiente en el renglón del sexo. Le gusta en particular la posición llamada doggy style. Usa lencería atrevida y lee novelas eróticas”. “By Jove! –exclamó asombrado el doctor–. ¿Cómo puede usted saber tantas cosas acerca de esa mujer con sólo verla?”. “Elemental, mi querido Watson –respondió el genial detective–. Es mi esposa”.
Iban a bautizar al hijo de doña Letea. Preguntó el sacerdote: “¿Dónde está el niño?”. “¡Ah! –exclamó ella–. ¡Ya sabía yo que algo se me había olvidado!”.
“Me acuso, padre —le dijo Pirulina a don Arsilio—, de que anoche hice el amor con mi novio”. “De penitencia —le indicó el buen sacerdote— rezarás un rosario”. “Rezaré dos, padrecito —replicó Pirulina—. Esta noche voy a salir con él otra vez”.
Capronio le comentó a su suegra: “Usted y yo tenemos algo en común”. “¿Qué es?” —receló la señora. Contestó Capronio: “A los dos nos habría gustado que su hija se hubiera casado con otro”.
La señora rechazó a su marido. “Hoy no. Me duele la cabeza”. Ofreció el urgido señor: “Te prometo no hacerte nada en la cabeza”.
El maestro de Pepito lo felicitó: “En estos días tus tareas han mejorado bastante”. “Gracias, profe —agradeció el chiquillo—. Es que mi papá anda de viaje”.
Don Algón, salaz ejecutivo, conoció en una fiesta a una linda chica. Le dijo: “Corazoncito —en alguna parte había oído esa expresión—: daría 500 pesos por besar esa boquita preciosa”. Con sonrisa insinuativa respondió la muchacha: “¿Por qué no aspira al gran premio de los 5 mil pesos?”.
En la reunión de parejas los hombres se fueron al jardín y las mujeres siguieron en la sala. Uno de los señores señaló la medida de algo con las manos, que puso más o menos a 12 pulgadas una de la otra. Eso fue visto por las señoras. Y comentó la esposa del señor: “O está diciendo de qué tamaño era el robalo que pescó o está echando una mentira muy grande”.
“Cachondeo” le llaman unos. Otros dicen “pichoneo”. En el sureste mexicano esa acción recibe el nombre de “guacamoleo”. Los norteamericanos hablan de “necking” o “foreplay”, según el caso. Es el acto por el cual un hombre y una mujer se acarician lúbricamente, ya como anticipación del concúbito, ya como sustituto de él. Eso es precisamente lo que estaban haciendo aquella mujer casada y su amante en la sala de la casa de ella. Los libidinosos tocamientos que en forma recíproca se practicaban eran de tal intensidad que me es imposible describirlos aquí por temor a faltar lo mismo a la Ley de Imprenta que a las prescripciones de la decencia y la moral. En eso estaban cuando se oyó llegar un coche. Le preguntó la mujer a su querido: “¿Alguna vez has vendido enciclopedias?”. “No” –contestó el hombre desconcertado por aquella insólita pregunta. “Pues empieza a hacerlo –le dijo ella al tiempo que le alargaba al hombre un libro grande-. Ahí viene mi marido”.
Magnum McGunner, audaz cazador blanco, estaba de cacería en África. Iba en busca de Behemot, un legendario elefante que era entre los paquidermos lo mismo que entre los cetáceos era Moby Dick. Su tamaño, se decía, era el de una catedral; sus colmillos medían 20 pies. Caminaba McGunner por la selva cuando sintió la urgente gana de dar trámite a una necesidad menor. Se acercó a un tronco, apoyó en él su rifle y procedió a hacer lo que tenía que hacer. ¡Horror! De pronto lo que McGunner creyó el tronco de un árbol cobró vida. ¡Era una de las gigantescas patas de Behemot! Indignado por la incivil mojadura recibida el elefante derribó de un empujón al audaz cazador blanco y luego levantó la pata para aplastar con ella al espantado meón. “I’m doomed” –pensó Mc.Gunner. En castellano esa expresión podría traducirse como “Estoy jodido”. En eso, sin embargo, sucedió un milagro. De la espesura surgió un grupo de aborígenes que profiriendo agudos ululatos y agitando sus lanzas frente a Behemot lo hicieron recular, y luego huir. El audaz cazador blanco no daba crédito a aquel súbito prodigio. Se puso en pie y les dijo lleno de emoción a los salvajes: “¡Gracias, amigos míos! ¡Me habéis salvado la existencia! ¡Os daré por eso una generosa propina, quizá un sixpence! Mas decidme: ¿por qué pusisteis en riesgo vuestras vidas para salvar la mía? ¿Por qué evitasteis que el elefante me aplastara?”. Respondió el que parecía jefe de los salvajes: “Es que no nos gusta la carne molida”.
El doctor Duerf, célebre analista, tenía en su edificio una guapísima vecina, mujer joven a quien natura había dotado de una profusa orografía anatómica. Cierto día se toparon los dos en el elevador. Le dijo ella: “Perdone, doctor, que aproveche la oportunidad para contarle un problema que tengo. Fíjese que todas las noches me sueño desnuda”. “No se preocupe –la tranquilizó el psiquiatra-. Lo mismo me sucede a mí”. La muchacha se asombró: “¿Todas las noches se sueña usted desnudo?”. “No –precisó el analista-. También todas las noches la sueño a usted desnuda”.
Don Feblicio, señor de muchos años –estaba ya en la edad en que se sentaba de sentón y se levantaba de pujido-, se registró en un hotel. El botones que lo acompañó a su cuarto le dijo en voz baja: “Señor: puedo ofrecerle algo que le hará pasar una agradable noche”. “Me gusta la idea –replicó el senil caballero-. Por favor tráemela al tiempo”. Vaciló el botones, y aclaró: “Hablo de chavas, no de cheves”. “Precisamente –repuso don Feblicio-. Tráeme la chava al tiempo. Si me la traes caliente no la podré enfriar, y si me la traes fría no la podré calentar”.
El padre Arsilio organizó en su parroquia un retiro espiritual para hombres solteros. En la plática inicial les preguntó: “¿Saben ustedes qué es la eternidad?”. “Sí, padre –levantó uno la mano–. Es el tiempo que media entre el momento en que yo termino y el momento en que mi amiga deja de hablar, se viste y se va a su casa”.
Don Poseidón le dijo al galancete que le pedía la mano de su hija: “El hombre que se case con Glafira se llevará una joya”. “A verla” –se interesó el boquirrubio.
Dos señoras intercambiaban confidencias acerca de sus respetivos cónyuges. Dijo una: “Mi marido es fanático del futbol. Cuando hacemos el amor y llega al orgasmo grita: ‘¡Gooool!’”. Repuso la otra: “El mío es aún más fanático. Cuando su equipo anota un gol grita: ‘¡Aaaaah!’”. Se extrañó la primera: “¿Y por eso es más fanático?”. “Sí –confirmó la otra–. Grita así porque tiene un orgasmo”.
Cierto señor fue al súper acompañado por su hijo adolescente. El muchachillo iba jugueteando con una moneda de 10 pesos, de las que están a punto de desparecer para ser sustituidas por nuevos billetes de 20 pesos, indicio claro de gran inflación. En imprudente impulso el hijo del señor se llevó la moneda a la boca y se la tragó. La moneda se le atoró en la garganta. Su padre trató de hacer que la expulsara, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Igual de infructuosas fueron las maniobras practicadas por el gerente y empleados de la tienda, que acudieron apresuradamente. De seguro el jovencito iba a morir asfixiado por causa de su imprudencia. En eso, sin embargo, llegó una dama vestida con elegancia, y se enteró de lo que sucedía. Sin vacilar llevó su mano a la entrepierna del adolescente y empezó a apretarle los testículos, primero con suavidad, luego con intensidad mayor y por último con todas sus fuerzas. Al sentir ese tremendo apretón el muchacho arrojó la moneda. La mujer se la embolsó y se dispuso a retirarse. “¡Gracias, señora! –prorrumpió con emoción el padre–. ¿Es usted doctora, o paramédica especializada en urgencias como ésta?”. “No –replicó ella–. Soy abogada, y me dedico a representar mujeres en casos de divorcio”.
Simpliciano era ingenuo y candoroso. Pirulina, en cambio, tenía más historia que “México a través de los siglos”. Cuando el inocente muchacho anunció su propósito de desposarla sus padres se consternaron. “Pero, hijo –habló llena de angustia su mamá-, esa muchacha se ha acostado con todo México”. Preguntó Simpliciano: “¿La ciudad, el estado o el país?”.
“Su esposo, señora, la acusa de haberlo engañado. Dice que llegó a su casa y la encontró en brazos de un sujeto al que llamaba ‘papacito’, ‘negro santo’ y ‘cochototas’”. “Al contrario, señor juez. Fue él quien me engañó a mí. Me dijo que iba a llegar a la casa a las 11 de la noche, y llegó a las 9 y media”.
Babalucas era empleado de cierta oficina pública. Un extranjero se presentó a hacer un trámite y Babalucas le pidió su nombre. Respondió el visitante: “John O’Brian”. Babalucas se impacientó: “Decídase”.
En otra ocasión el mismo Babalucas preguntó en una librería: “¿Tienen algún libro de Hemingway?”. Le informó el encargado: “Tenemos ‘El viejo y el mar’”. Dijo el badulaque: “Deme el mar”.
Rondín # 2
Tetonina se llamaba, y era dueña de dos grandes cualidades que solía realzar vistiendo un suéter ajustado. (Eso me hace recordar a Anatole France. Gustaba de las damas pechugonas, y decía que una mujer sin busto grande es como una cama sin almohadas). Don Algón, el jefe de la bien dotada chica, le preguntó una mañana: “Perdone, señorita Tetonina: su suéter ¿es de lana o de algodón?”. “De lana” –respondió la chica. “Soy alérgico a la lana –declaró el salaz ejecutivo-. Hágame el favor de quitárselo”.
El padre Arsilio estaba resolviendo un crucigrama. “Ayúdeme, madre –le dijo a sor Bette, su ama de llaves-. Cosa propia de la mujer, en cuatro letras. Las tres primeras son –oño”. “Moño” –contestó sin vacilar la reverenda. Le pidió el padre: “¿No tiene un borrador?”.
Bragueto iba a casarse con Uglicia. Eso tenía intrigado a todo el pueblo, pues el galán era guapo y bien plantado, en tanto que la novia no tenía otro atractivo que la fortuna de don Crésido, su padre, hombre dineroso. Faltaban unos días para la boda, y una noche Uglicia se echó en brazos de su prometido hecha un mar de lágrimas. Le contó entre sollozos: “¡Mi papá se arruinó! ¡Invirtió todo su dinero en una mina inundada, en una plantación de ananás que los elefantes arrasaron, y en acciones de un banco en Trebisonda que fue expropiado por el gobierno revolucionario!”. “¡Caramba! –exclamó Bragueto–. ¡De lo que fue capaz tu padre con tal de impedir nuestro matrimonio!”.
Ciriano el sacristán le dijo al padre Arsilio: “Vaya usted al confesonario, señor cura. Lo esperan muchos clientes”. “No digas ‘clientes’ –lo aleccionó el buen sacerdote–. Di ‘penitentes’. Eso de ‘clientes’ se oye muy mal”. Opuso el rapavelas: “‘Penitentes’ se oye peor”.
La esposa de don Algón entró de puntillas a la oficina de su marido, que estaba de espaldas a la puerta, y traviesamente le tapó los ojos. Dijo el ejecutivo: “Regresa a tu escritorio, Rosibel. Ahora no tengo tiempo para eso”.
Lord Highrump le dio una hoja de papel al cocinero y le dijo: “Mi suegra vendrá a pasar unos días con nosotros. Ésa es la lista de sus platillos favoritos. Si le hace usted uno solo quedará de inmediato despedido”.
“¿Cómo está tu esposa, Babalucas?”. “Te diré: las opiniones se encuentran bastante divididas”.
Terminada la película don Martiriano y su esposa doña Jodoncia salieron del cine. Le comentó él: “La parte que más me gustó fue cuando la señora que estaba atrás de nosotros te dijo que te callaras”.
A aquella chica le decían “La tierra”. Era de quien la trabajaba.
La mujer del capitán de barco le comunicó a su esposo: “Voy a tomar clases de natación”. “¿Por qué?” –se extrañó él. Explicó la señora: “Recordé que me dijiste que si algún día te engañaba me echarías al mar”.
Semés, el sultán de Bagdad, tenía 500 esposas y 500 concubinas. (No podía entrar al baño por causa de la enorme cantidad de medias que sus mujeres ponían a secar ahí). Entre los jenízaros que cuidaban el harén había uno de origen africano, nubio para mayores señas. Tenía estatura procerosa –más de 2 metros 10 era su altura- y músculos de hierro. Sucedió que a Jodaira, la favorita del sultán, le asaltó el urente deseo de refocilarse con el lacertoso mílite, para lo cual le dio una cita: lo esperaría esa noche en el gineceo. El hombre aceptó aquel riesgoso encuentro, y aun le dio a Jodaira un anticipo de los placeres que para ella reservaba, pues le acarició con erótica destreza las más apetecibles partes de su cuerpo. Eso fue visto por Sinhuév, el eunuco encargado de la vigilancia del serrallo, quien puso lo sucedido en conocimiento del sultán. Al punto el furibundo jefe hizo apresar al africano y lo sometió a un destino peor que la muerte: por propia mano le cortó con su filoso puñal damasquinado los testes, dídimos o compañones. En seguida el sultán requirió su yatagán para decapitar a la infidente hurí, pero ella empezó a contarle un cuento más largo aún que éste, y eso le salvó la vida. Ni aun así escarmentó la lúbrica Jodaira. Tiempo después les dijo a sus amigas que estaba teniendo trato de fornicio con Pitón, el jefe de la guardia del palacio. Preguntó una, admirada: “El Pitón que dices -¿no es ese hombrón alto y corpulento? ¡Qué suerte tienes!”. “Y eso no es nada –replicó Jodaira-. ¡Hubieras visto el que Semés capó!”.
Afrodisio, hombre concupiscente, le hizo una proposición salaz a Dulcilí, muchacha ingenua. Ella se negó. Le dijo: “No puedo hacer lo que me pides. Faltaría a dos mandamientos: el sexto y el noveno”. “¿Y qué importa? –replicó el libidinoso individuo-. Seguirías cumpliendo ocho. Es un magnífico promedio”.
Dos gallinitas estaban en el corral de la granja cuando pasaron por ahí dos hambrientos vagabundos. Le dijo una de las gallinas a la otra: “¡Odio la forma en que me desvisten con la mirada!”.
Don Mercuriano, agente de ventas de la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S.A. de C.V., iba a salir de viaje. Ya había subido a su automóvil cuando le habló su esposa. “No me dejaste dinero para los gastos de la casa”. “Coge” le indicó don Mercuriano-. “Me parece muy bien –se alegró ella-. ¿Cuánto crees que debo cobrar?”. “¡No te acomodes, descarada! –repuso el viajante con enojo-. ¡Coge de lo que tenemos en el banco!”.
“¿Me engañaste, Mesalina?”. Esa pregunta le hizo don Leovigildo a su mujer. Su inquietud no carecía de fundamento. La pareja tenía seis hijos; tres niños y tres niñas. Todos seis eran bellos como ángeles: las niñas parecían muñequitas; los niños semejaban querubines. Pero llegó el séptimo y salió muy feo, feísimo, tanto que el médico que lo trajo al mundo le puso un crucifijo enfrente cuando lo vio, como hacían en las películas de Bela Lugosi quienes se topaban con el vampiro Drácula. Dicho sea de paso, por una extraña ironía de la vida —o de la muerte— el célebre actor que en las películas retrocedía espantado a la vista de un crucifico está sepultado, envuelto en su capa de Drácula, en el cementerio de la Santa Cruz, en Los Ángeles. Lugosi tuvo cinco esposas, y se le atribuyeron amores clandestinos con la sensual artista Clara Bow. O sea que el monstruo no era tan monstruoso. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Don Leovigildo sospechó que su esposa lo había coronado, que era adúltera, pues todos sus hijos eran agraciados, y ninguna gracia poseía el último. Así, le preguntó solemne: “¿Me engañaste, Mesalina!”. Clamó ella: “¡Te juro que esta vez no!”.
El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que no tiene mandamientos sino sólo amables recomendaciones), fue en calidad de misionero a las Islas de los Mares del Sur a llevar a los nativos la buena nueva de que se irían al infierno si no aceptaban el bautizo. Llevó consigo (cosa que dio de qué hablar a la congregación) a Miss Erere, organista y maestra de la escuela dominical. Lo primero que advirtieron los recién llegados fue que las hermosas aborígenes andaban con el busto descubierto, pues sus coloridas faldas eran tan breves que sólo les cubrían de la cintura para abajo. En su primer sermón el pastor Fages les dijo que irían a parar a la Gehena de fuego si no se cubrían el pecho. El siguiente domingo llegaron todas con el busto cubierto, pero con la parte de abajo descubierta, pues la escasa tela que usaban para vestirse no alcanzaba a cubrir ambas regiones. Miss Erere se escandalizó. “Hermano –le dijo al reverendo–, debemos enseñarles a estas pobres mujeres la diferencia entre el bien y el mal”. El pastor Fages volvió a pasear la vista por las bellas nativas (14 veces la había pasado ya) y luego declaró: “Tiene razón, hermana. Usted enséñeles el bien y yo me encargaré de enseñarles lo demás”.
“Te invito a una sesión de sexo en grupo”. Arbogasto, el nuevo inquilino del edificio, se sobresaltó bastante cuando Afrodisio Pitongo, su vecino de departamento, le hizo esa desusada invitación. Y no es que el recién llegado fuera timorato, gazmoño o mojigato, no. Había oído hablar de las diversas formas de sexo en grupo que estuvieron de moda en el país del norte allá por los sesenta: swinging, sex parties, wife swapping, polyamory, etcétera. Pero eso de recibir una invitación concreta a participar en una sesión de sexo grupal lo sacó de onda, si me es permitido usar esa expresión hertziana. Con tono vacilante le preguntó a Pitongo: “Y ¿quiénes asistiremos a esa reunión de sexo en grupo?”. Enumeró el que invitaba: “Tu esposa, tú y yo”. Al punto replicó Arbogasto: “No me gusta la idea”. “Está bien –concedió Afrodisio–. Entonces tú no vayas”.
Tres maduras señoritas solteras, a saber: Solicia Sinpitier, Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, fueron de visita al zoológico de la ciudad. Al pasar frente a la jaula del gorila, éste clavó la vista en Celiberia y al punto mostró evidentes señas de febricitante excitación carnal. Empezó a dar saltos simiescos; se golpeó el pecho con los puños y profirió los bramidos estentóreos que lanzan los primates a la vista de una hembra apetecible. No pararon ahí los rijos del gorila: dobló las rejas de su jaula, salió de ella y tomando en sus membrudos brazos a la espantada Celiberia se perdió con ella entre los árboles. “¡Ah! –exclamó consternada la señorita Himenia–. ¿Qué tiene ella que no tengamos nosotras?”.
Don Chinguetas se topó en la calle con un antiguo compañero de escuela. “¡Hola, Ulpiano! –lo saludó con alegría–. ¡Qué gusto me da verte!”. Le indicó el otro: “Ya no me llamo Ulpiano. ¿Recuerdas las cuchufletas que me hacían todos por ese extraño nombre terminado en -ano? Fui con un juez; inicié un procedimiento de jurisdicción voluntaria y me cambié el nombre”. Don Chinguetas le preguntó: “¿Cómo te llamas ahora?”. Respondió el amigo: “Lúculo”.
Don Sinople Gules, señor de buena sociedad, hablaba de sus antecedentes familiares. “Mi abuelo –relató– viajó de Europa a América en barco en busca de libertad. Desgraciadamente sólo un mes pudo gozar ese preciado bien”. Alguien se sorprendió: “¿Por qué tan poco tiempo?”. Explicó don Sinople: “En el siguiente barco lo alcanzó mi abuela”.
Rondín # 3
Albertano Malatesta, el nuevo miembro de la banda de don Carmelino, uno de los más importantes jefes de la Mafia, le hizo un inocente albur al gánster. Cuando éste se burló de la prominente panza de Albertano, él le contestó: “Es de agosto pacá”. Se atufó el mafioso al ver que los que estaban ahí contenían la risa al escuchar aquel albur. Sin embargo, el alburero no receló cuando esa misma tarde uno de los hombres de don Carmelino le pidió que fuera con él a un bosque en las afueras de la ciudad. Se acercaba ya la noche; las sombras invadían la floresta; soplaba entre las frondas un viento sibilante y los ojos de las alimañas montaraces brillaban con siniestro fulgor en las tinieblas. “¡Caramba! –se estremeció Malatesta–. ¡Me da miedo este bosque tan solitario, tan oscuro!”. Replicó el otro: “¿Y qué no diré yo, que tengo que regresar solo?”.
Estamos en “La hermana de lord Byron”, restorán de lujo. De pronto una joven pareja que se hallaba ahí cenando se tiró al suelo y se puso a hacer el amor apasionadamente a la vista de los azorados comensales. El gerente del establecimiento acudió al punto y reprendió al violinista gitano que había estado junto a la mesa de los amantes: “Te dije, Tzigano, que no tocaras con tanta emoción””.
Avidio, muchacho mexicano avecindado en Falfurrias, Texas, donde trabajaba en una planta elaboradora de mantequilla, recibió el mensaje que le enviaron sus hermanos desde su pueblo, Cuitlatzintli. Decía el tal mensaje: “Papá testó. Ven pronto”. Movido en parte por el amor filial y en parte por la esperanza de la herencia (amor filial: 5 por ciento; esperanza de la herencia: 95), Avidio pidió permiso en la mantequillera e hizo el viaje hasta el lugar donde vio la primera luz. Llegó tarde: su padre había fallecido ya. Se consternó el muchacho por la muerte de su progenitor, y porque supo que en su testamento el señor había dejado todos sus bienes a su esposa. (Consternación por la muerte del progenitor: 2 por ciento. Por lo del testamento: 98). La viuda no le guardó al difunto el obligado luto de un año, con todo y ser su única y universal heredera. Un mes nomás vistió de negro. Al siguiente se puso medio luto –blusa blanca; falda negra–, y luego estrenó vestuario nuevo, multicolor y alegre, comprado en la capital con el dinero que le dejó el finado. Con eso el pueblo tuvo un nuevo motivo de murmuración. El último que había tenido databa de 1927: el escandaloso amasiato del general Huiloncio, federal, con la Madre Ponchita, monja cristera. La inaudita conducta de la viuda fue reprobada por unanimidad, e incontinenti se le expulsó de la Cofradía de la Reverberación, de la cual era portaestandarte ad perpetuam. Quienes habían sido sus amigas y compañeras de lotería ahora se cruzaban a la otra acera cuando la veían venir. A ella no le importaban esos desaires, antes bien le venían guangos, si me es permitida esa expresión plebea. Todas las tardes salía a pasear por la alameda en un calesín con cochero y caballo engallado, y hacía que a la salida de la misa la esperara en el atrio del templo una criada que le servía ahí mismo una taza de chocolate con piononos. Sucedió que cierto día Avidio recibió en Falfurrias un nuevo mensaje: “Mamá testa”. No leyó más. De inmediato pidió un nuevo permiso en la mantequillera –el gringo refunfuñó, pero ni modo– e hizo el viaje a Cuitlatzintli para acompañar en sus últimos días a su madrecita santa, y de paso ver lo de su testamento. (Interés por la madrecita santa: uno por ciento; interés por lo del testamento: 99). ¡Qué herencia ni qué ojo de hacha! Nueva decepción. Avidio encontró a su madre más fresca que una lechuga; flamante, pimpante, rozagante, como si en vez de ser viuda de 60 otoños fuera doncella de 19 abriles. Desolado les preguntó a sus hermanos: “¿Por qué entones me pusieron ese mensaje que decía: ‘Mamá testa’?”. Le contestó el mayor: “No leíste completo el mensaje, y lo que leíste no lo leíste bien. El mensaje decía: ‘Mámate ésta: nuestra madre se casó con el caporal del rancho’”.
Al final de esta columneja viene un cuento de color rojo encendido. Quienes lo lean lo harán, como dicen los franceses, “a ses risques et périls”, o sea por su cuenta y riesgo. Viene ahora el cuento rojo que arriba se anunció… Linda, muy linda era la dependienta de la panadería. Tenía unos grandes ojos negros de esos que cuando lo miran a uno le dicen: “Dese preso”. Era una lástima que ningún hombre se los viera, pues más llamaban la atención otros encantos de la chica: su munífico busto, que ella gustaba de mostrar al mundo con ayuda de un suéter ajustado o una blusa generosamente descotada; sus bien torneadas piernas, que parecían hechas de alabastro, y su soberbio caderamen, que la muchacha sabía mover con femenina maestría para atraer las miradas masculinas. De esa inconsciente incitación se vale la naturaleza para perpetuar la vida. Gratias agimus tibi, Domine. Te damos gracias, Señor. Sucedió que cierto día llegaron al mismo tiempo a la panadería un hombre joven y un maduro caballero; aquél en flor de edad, éste de muchos calendarios. Ambos llevaban sendas bolsas de papel de estraza, sólo que el doncel traía en la suya pan, en tanto que el senescente señor llevaba fruta en la suya. El muchacho se quejó con la empleada de la panadería: “Ayer compré aquí este pan –le dijo–, y hoy amaneció completamente duro”. “Discúlpenos –se apenó la muchacha–. Con gusto se lo cambiaremos por pan recién hecho”. Y así diciendo se inclinó a tomar las nuevas piezas, con lo cual dejó a la vista todo lo que a la vista se debe ocultar. Hecho el cambio se dirigió al señor de edad madura, que estaba ahí con su bolsa. Le preguntó: “¿A usted también se le endureció?”. “No, señorita –respondió con feble voz el aludido–. Pero estoy empezando a sentir ahí unas cosquillitas”.
Ni siquiera se quitaron la ropa. El famoso pintor y su sensual modelo fueron acometidos de repente por ardorosos arrebatos lúbricos, y así vestidos se entregaron con vehemencia a los deliquios de la pasión carnal. De pronto el artista escuchó pasos. “¡Mi esposa! –le dijo asustado a la modelo-. ¡Rápido, desvístete!”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. En cierta ocasión se topó con un amigo. Le dijo: “Vengo de un viaje de placer”. “¿Ah sí? –se interesó el otro-. ¿A dónde fuiste?”. Contestó Capronio: “Al aeropuerto, a dejar a mi suegra”.
Lord Highrump, el audaz explorador británico, andaba en compañía de su esposa por el Himalaya. De pronto se les apareció el Abominable Hombre de las Nieves. En mi ciudad había un vendedor de nieve de sabores que tenía una barriga prominente. Se anunciaba como “El abdominable hombre de las nieves”. Pero veo que me estoy apartando de la historia. Vuelvo a ella. El peludo monstruo tomó en sus membrudos brazos a la esposa del explorador y se perdió con ella en las estribaciones de un glaciar. Lord Highrump anotó en su libreta la hora precisa en que su mujer le había sido arrebatada, a fin de consignar el dato en el informe que debía presentar en Londres a la Real Sociedad de Geografía. Luego prosiguió sus observaciones sobre el clima y orografía de la zona. Al día siguiente apareció la señora. Aunque venía desgreñada y con las ropas en desorden lucía una gran sonrisa. “¡Highrump! –le dijo con jubiloso acento a su marido-. ¡Haz constar en tus registros que el Abominable Hombre de las Nieves no es tan abominable como dicen!”.
La muchacha casadera le preguntó a su madre: “Mamá: ¿hay hombres fieles?”. “Claro que sí, hija –respondió la señora—. Los fieles difuntos”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, ha tenido muy pocos roces con la vida, y esos escasos roces han sido en partes relativamente inocuas, como los brazos por ejemplo. Tan grande falta de mundanidad la lleva a concebir ideas peregrinas. Tenía un perico muy hablantín que dominaba con maestría la lengua castellana. Recitaba trozos enteros del Quijote; se sabía el “Nocturno a Rosario”, de Manuel Acuña, y era dueño un variadísimo catálogo de palabras raras tales como “perigallo”, “borborigmo” y “capichola”. El talento gramático del loro hizo que la señorita Himenia diera en la flor de pensar que el perico podía enseñar a hablar a las gallinas del corral. Ya se soñaba charlando con ellas sobre los sucesos de actualidad o los cotilleos del gallinero. Así, llevó al cotorro al corral y lo dejó con las gallinas a fin de que procediera a la enseñanza. Ningún caso le hicieron ellas, que siguieron escarbando el suelo en busca de alimento. El que de inmediato reparó en la presencia del perico fue el gallo, que sintió amenazado su señorío sobre las gallinas por aquel extraño pajarraco verde. Corriendo y agitando las alas fue hacia él en ominosa actitud beligerante. “¡Paz, hermano gallo! —lo detuvo el loro—. Puedes estar tranquilo. Yo vengo únicamente en calidad de profesor de idiomas”.
Con lamentoso acento el gusanito le dijo a la gusanita: “¡Pensar que nosotros comimos primero de la manzana, y son los otros los que se van a llevar toda la publicidad!”.
La esposa de Pitorreal le comentó a una amiga: “No puedo dormir boca arriba. Siento que me ahogo”. Le recomendó la otra: “Pues acuéstate bocabajo”. Replicó la señora: “¡Qué bien se ve que no conoces a Pitorreal!”.
“Amo el amor de los marineros, que besan y se van”. A ese amor cantado por Neruda pertenecía el de Timoneo, que en la marina mercante pasó su juventud. Una notable diferencia había, sin embargo: Timoneo no sólo besaba antes de irse. Por muy buenos que fueran los besos de las mujeres a quienes conocía en los puertos, él demandaba más que un beso, y siempre lo obtenía, pues era hombre galano, y sabía decir “Te quiero” y “Me casaré contigo” en doce idiomas. Disfrutaba los besos, desde luego, ya fueran sólo “un leve palpitar de mariposa”, como dijo el Músico Poeta, o verdaderas cópulas con lengua y labios; modo de besar llamado en los puertos americanos french kissing; en los de Canadá frencher; en los de Alemania kntutshen; en los puertos de Hungría megcsókol csókolózin (cuando los amantes magiares terminaban de decir el nombre ya se les habían pasado las ganas); en Italia pomiciare; en Irlanda shift y en Australia pash. (Curiosamente en España y los países de América Latina tal manera de besar no tiene una designación específica, pero algunos datos confiables permiten suponer que los besos con lengua y labios se conocen y practican también en esas partes del planeta. Las cosas del sexo son universales, no como las prescripciones de la moral, que cambian de país a país. Lo que en unas naciones es delito en otras es deleite). Advierto, sin embargo, que he perdido el hilo del relato. Vuelvo a él. Cumplidos los 40 años de su edad Timoneo pensó que pensar debía en asentar la cabeza, como hizo en Sevilla el hidalgo de Machado. Decidió entonces tomar esposa propia. Digo “propia” porque muchas ajenas había tomado en sus andanzas por los siete mares. Eso sí: no quería mujer de puerto, o que viviera cerca del mar, pues temía desposar a alguna que hubiera tenido trato con marino. Así, iba por pueblos alejados de la costa buscando esposa que no supiera nada de marinerías. A fin de cerciorarse de eso ideó un curioso medio: llevaba consigo siempre un remo, y le preguntaba a la muchacha en turno: “¿Qué es esto?”. “Un remo” –contestaban todas. Así descubría él que tenían conocimiento de las cosas del mar. “Un remo”. “Un remo”. “Un remo”, decían todas. Y Timoneo desesperaba. Cierto día, en una remota aldea de la montaña, el nauta vio a una doncella de cabellos rubios, blanca tez y ojos azulinos. Fabiola se llamaba, igual que la dulce heroína de la novela del cardenal Wiseman. Se enamoró de ella a primera vista. Era apacible, como la brisa de la bahía de Nápoles; al hablar parecía que cantaba, así de armoniosa era su voz; su caminar tenía el ritmo de una barcarola. le mostró el remo y le hizo la pregunta: “¿Qué es esto?”. “No sé” –respondió ella. Y en seguida aventuró, dudosa: “¿Una pala para menear un gran perol? ¿La raqueta de algún juego extranjero?”. Al oír esas equívocas respuestas Timoneo se sintió en el séptimo cielo de la felicidad. ¡Su amada no sabía nada de las cosas del mar! Eso era indicio cierto de que no había tratado con marinos, y que guardaba íntegras su pureza y su virtud. La desposó, pues. La noche de la boda, luego de un ágape sencillo, la condujo a la cámara nupcial donde tendría consumación el matrimonio. Procedería con delicadeza, iba pensando, a fin de no lastimar el pudor o los delicados miembros de la inocente joven. Mas sucedió ¡oh, desgracia!, que tan pronto entraron en la habitación se operó en ella un repentino cambio. Fabiola se convirtió en Friné o Mesalina. Con gesto descocado se soltó el pelo, empezó a desnudarse provocativamente y luego le preguntó con tono rudo al azorado marinero: “¿Qué lado de la cama prefieres, chico guapo? ¿El de babor o el de estribor?”.
“Estoy embarazada”. El anuncio que Dulciflor, joven soltera, hizo a sus padres los sobresaltó. “¡Mano Poderosa!” –exclamó consternada la mamá llevándose las manos a la cabeza, pero cuidando de no descomponer su peinado–. Esa antigua jaculatoria alude a Jesús, María y José, y a los ancianos padre de la Virgen, Santa Ana y San Joaquín, cada uno de ellos representado por un dedo de la mano. Alguna vez pregunté en una tienda de artículos religiosos el precio de la estampa de los también llamados Cinco Señores. “Cuesta 10 pesos –me informó la monjita que atendía el despacho–. Le sale a 2 cada uno”. Pero veo que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Cuando Dulciflor manifestó que se hallaba en estado de buena esperanza su papá le preguntó: “Y el padre de la criatura ¿asumirá su responsabilidad?”. “Pienso que sí –respondió la muchacha–. Ya tengo la promesa de seis de ellos”.
Doña Trisagia era excesivamente piadosa. Así como hay señoras que no pueden prescindir de su doctor, y lo consultan casi diariamente por esto y por aquello, así a doña Trisagia le era imposible no confesarse cada día. Una y otra vez buscaba al padre Arsilio para decirle lo que ella consideraba graves culpas, y que eran en verdad minucias: “Cometí un gran pecado de la carne, señor cura: me comí yo sola medio kilo de molida”. “Acúsome, padre, de que hoy no hallé nada de qué acusarme”. Una tarde llegó a confesarse, cosa que ya había hecho en la mañana. Molesto, el padre Arsilio le dijo al verla: “Hoy tengo mucha gente. No vengas a quitarme el tiempo, a menos que hayas matado a alguien”. Salió doña Trisagia del confesonario y dijo a quienes estaban esperando: “Los que no hayan matado a alguien pueden retirarse. El señor cura se está ocupando hoy únicamente de casos de homicidio”.
“Vamos a hacerlo de pie”. El querindongo de Facilda Lasestas, mujer casada pero de cuerpo complaciente, quedó sorprendido al escuchar lo que la pecatriz le dijo en el cuarto 110 del popular Motel Kamagua. “¿De pie?” –le preguntó, extrañado. “Ya lo oíste –confirmó Facilda-. Y así lo haremos siempre de hoy en adelante: de pie”. “¿Por qué?” –quiso saber el hombre. Explicó ella: “Mi marido se enteró de nuestra relación, y me hizo prometerle que no volvería a acostarme contigo”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. En cierta ocasión su suegra le contó: “Cuando yo era joven posé para un cuadro llamado ‘Eva y la serpiente’”. “¿De veras, suegrita? –fingió interesarse el desgraciado-. Y ¿quién posó como Eva?”.
Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, llevó a Dulcilí, muchacha ingenua, a un ameno prado al pie de la montaña. Ahí, sobre el césped, la hizo conocer por vez primera los deliquios del amor sensual. Terminado el bien cumplido trance Dulcilí se tendió de espaldas en la grama, ahíta y satisfecha, y luego comentó gustosa: “Tenía razón mi abuelo. Siempre dijo que se la pasa uno mejor en el campo que en la ciudad”.
Don Chinguetas le prestó su automóvil a su esposa, doña Macalota, pues el de ella estaba en la agencia para revisión. Al regresar le dijo la señora: “Tu coche tiene algún problema. Se calienta inmediatamente y luego no funciona”. La linda criadita de la casa escuchó aquello y comentó muy divertida: “¡Miren! ¡Qué cierto es eso de que todas las cosas se parecen a su dueño”.
“Tú pagas las bebidas, la cena y el hotel –le dijo Pirulina a su galán-. El resto de la noche corre por mi cuenta”.
El médico rural fue por la noche al jacal de un joven campesino cuya esposa, primeriza ella, estaba a punto de dar a luz. En la humilde morada de la pareja no había energía eléctrica, de modo que el doctor usó para iluminarse una lámpara de baterías. “Ya viene la criatura” -dice proyectando el haz de luz sobre la escena. Nació el bebé, en efecto. “Viene otro” –anuncio el médico sin dejar de echar la luz-. ¡Y otro más!”. El campesino le dijo muy nervioso: “Doctor, apague ya su lámpara. Parece que es la luz lo que los está atrayendo”.
Rondín # 4
Solemne y orgulloso uno de los internos del manicomio se presentó ante el director: “Soy Marco Antonio, conquistador de Egipto”. “Me sorprendes –sonrió el funcionario-. La última vez me dijiste que eras Napoleón, conquistador de Europa”. “Es cierto -reconoció el alienado-. Pero descubrí que la que dice ser Cleopatra folla mejor que la que se cree Josefina”.
Doña Otonia contó en la merienda de los jueves: “Todos los días me dolía la cabeza. Conocí a un estudiante de Medicina, y tres veces por semana me hace una trepanación. Con ese tratamiento las jaquecas han desaparecido” “¿Trepanación? -se sorprendió una de las asistentes-. ¿Y hecha por un estudiante? ¡Imposible!”. “Pos no sé -replicó doña Otonia-. Pero desde que ese muchacho se me trepa ya no me duele la cabeza”.
La esposa de Babalucas dio a luz un hijo, el tercero. “Ya no tendremos más” –sentenció el badulaque. “¿Por qué?” –quiso saber la señora. Explicó Babalucas: “Leí que uno de cada cuatro niños que nacen en el mundo es chino, y yo quiero puros mexicanos”.
María Candelaria, muchacha lugareña, fue a la ciudad en busca de trabajo. En el pueblo quedó Lorenzo Rafáil, su enamorado. Pasó un año sin que los dos se vieran. Pero un día el desolado joven recibió un mensaje: ¡María Candelaria regresaba al pueblo! Llegaría en el tren tal día a tal hora. En la fecha del feliz retorno ahí estaba Lorenzo Rafáil, en la estación del ferrocarril, a lomos de su burro. Sucedió que cerca andaba una linda burrita. El jumento de Lorenzo se encendió al punto. Alborotado, comenzó a rebuznar en modo wagneriano. Reparaba; tiraba coces; pugnaba por ir hacia la burra. A duras penas Lorenzo Rafáil lo pudo contener. “¡Mira! –le dijo con enojo al cachondo pollino-. ¡Ni que el mensaje te hubiera llegado a ti!”.
Susiflor le comentó a Libidiano: “Me gustan los hombres con los pies bien puestos en la tierra”. Respondió el salaz sujeto: “En cambio a mí me gustan las mujeres con los pies bien puestos en el aire”.
Un buzo iba por el fondo del mar y vio a un grupo de bellísimas sirenas que celebraban una fiesta en una gruta submarina. Lleno de excitación se acercó a la cueva y le dijo a una de las sirenas: “¿Puedo pasar?”. “Lo siento -respondió la hermosa-. No tenemos entradas”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a salir a Susiflor. “¡Ah no! –opuso ella-. Conozco a los de tu calaña. Primero me invitarás una copa. Luego me llevarás a cenar. En tercer lugar me pedirás que vayamos a bailar. Después, como cuarto paso, me sugerirás ir a tu departamento. ¡Puedo leer en ti como en un libro abierto!”. “En ese caso -replicó Afrodisio- no te pierdas el quinto capítulo. Es el más interesante”.
Babalucas y su esposa, mujer tan limitada de caletre como su marido, acudieron a la consulta del doctor Ken Hosanna y le dijeron: “Llevamos ya cinco años de casados y no hemos podido tener hijos. Nuestros padres opinan que eso se debe a que los dos somos muy cortos de entendederas”. Declaró el facultativo: “Esto no tiene nada que ver con el cociente intelectual. Se relaciona con el sexo. ¿Cada cuándo lo hacen?”. Respondieron ambos a la vez: “¿Qué es ‘sexo’?”.
Viene ahora un cuento que la Liga de la Decencia no recomendaría. Las personas que no gusten de leer cuentos que la Liga de la Decencia no recomendaría deben pedir a alguien que se los lea... La esposa de Avaricio Cenaoscuras, hombre ruin y cicatero, le dijo a su marido: “No hemos comido carne en varios meses. Dame dinero para comprar por lo menos medio kilo de molida”. Respondió el cutre: “Ven conmigo”. Así diciendo la llevó frente a un espejo. Sacó de su cartera un billete de 500 pesos y lo puso frente al espejo. Le dijo a su esposa al tiempo que le mostraba la imagen del billete reflejado en el espejo: “¿Ves ese billete? Es tuyo”. Luego le puso el mismo billete ante los ojos y le dijo: “¿Ves este billete? Es mío”. Así diciendo lo guardó otra vez en la cartera y se fue riendo con risita burlona. Esa noche el tal Avaricio llegó a su casa y halló a su esposa en la cocina acomodando en el refrigerador varios kilos de carne. Y no era carne molida, sino de la mejor y más cara: filetes, lomos, cortes de primera. Le preguntó asombrado: “¿De dónde salió toda esa carne?”. Respondió la señora: “Ven conmigo”. Lo llevó frente al espejo, se levantó las faldas y puso el abundante nalgatorio frente a la bruñida superficie de cristal. “¿Ves ésas pompas? -le preguntó al avaro señalándole las que se reflejaban en el espejo-. Son tuyas”. Añadió luego mostrándole las verdaderas: “¿Y ves estas otras? Ahora son del carnicero”.
“Anoche le hice el amor a mi mujer dos veces”. Así se jactó un sujeto ante sus dos amigos. Y añadió: “Al llegar la mañana ella me dijo: ‘¡Eres un tigre!”. Se ufanó el segundo: “Yo a mi señora le hice el amor tres veces. Al llegar la mañana me dijo: ‘¡Eres un toro sementall!’”. El tercero no decía nada. “Y tú —le preguntaron los otros— ¿cuántas veces le hiciste el amor anoche a tu mujer?”. Respondió el interrogado: “Una vez”. “¿Sólo una vez? —se burlaron sus amigos—. Y ¿qué te dijo al llegar la mañana?”. Contestó, modesto, el tipo: “Me dijo: ‘¡Síguele, papacito!”.
Una linda chica chica iba por la calle llevando en los brazos un extraño gato cuyo pelaje mostraba diferentes tonos: negro, gris, amarillo, pardo, café, blanco. La muchacha se veía disgustada. Se topó con una amiga que le preguntó: “¿Qué haces con ese gato?”. Respondió ella, mohína: “Afrodisio Pitongo me invitó a su departamento y ahí me hizo una proposición indecorosa. Me prometió regalarme uno de colores si iba a la cama con él. ¡Pero yo yo pensé que hablaba de un televisor!”.
Una secretaria se quejó con otra del mal carácter de su patrón. “Haz lo que yo —le aconsejó la amiga—. Cuando mi jefe se enoja cruzo la pierna, me levanto la falda un poquito y dejo que me vea la pierna. Con eso el disgusto se le pasa”. A los pocos días se encontraron las dos. “¿Cómo te ha ido con el consejo que te di? —le preguntó la amiga—. ¿Has aplicado lo de enseñarle la pierna para bajarle el enojo?”. “Sí —respondió la otra—. Pero yo tengo que enseñarle otras cosas. Mi jefe salió más enojón que el tuyo” .
Libidiano, galán concupiscente, invitó a Rosibel a salir. Le dijo que irían al cine y luego a cenar. “Vamos —aceptó ella—, pero cada quién se hará cargo de lo suyo”. Fueron al cine, y Rosibel pagó su boleto. Fueron a cenar, y Rosibel pagó su cena. De regreso en el coche Libidiano puso su mano en la rodilla de la chica. Rosibel se la quitó de ahí y la puso en la entrepierna del galán. Le dijo: “Quedamos en que cada quien se haría cargo de lo suyo”.
Empezó a caer un fuerte aguacero, y la esposa de don Languidio Pitocáido se sorprendió al ver que su marido salía al jardín y exponía a la lluvia la entrepierna. “¿Por qué haces eso?” -le preguntó asombrada. Explicó él: “Dicen que con la lluvia todo cobra vida”.
El profesor le preguntó a Pepito: “Si veo que a un pobre asno le dan de garrotazos en la calle, y detengo la mano del que lo golpea, ¿qué virtud estoy practicando?”. Arriesgó el chiquillo: “¿El amor fraternal?”.
Comenzó la noche nupcial. El novio, hombre fornido y musculoso, dejó caer la elegante bata de baño que lo cubría. Levantó los membrudos brazos, los flexionó para mostrar los bíceps, expandió el pecho como Charles Atlas y luego le dijo con orgullo a su flamante mujercita: “¡Mira, Rosilí! ¡Noventa kilos de dinamita!”. Ella lo contempló despacio y dijo luego: “Muy poca mecha para tanta dinamita”.
En la noche de bodas Dulcibella se enteró de algo que no sabía: a su novio le faltaba un pie, y en su lugar usaba una prótesis. Desolada le puso un mensaje a su mamá. “Leovigildo no tiene un pie”. “No te apures, hija -trató de consolarla la señora-. Tú papá no tiene ni la cuarta parte de esa medida, y hemos sido muy felices”.
El señor llamó a su pequeño nieto a fin de que saludara a su compadre, que llegó de visita. Le dijo: “Ven, Diploma”. “¿Diploma? –preguntó extrañado el compadre-. ¿Por qué le dices así?”. Explicó el señor: “Eso fue lo que trajo mi hija de la universidad”.
El muchacho recién casado acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna. Le dijo que su mujercita le pedía amor todos los días –en ocasiones dos veces cada día- y eso lo tenía exhausto, exánime, agotado. “Llévese estas píldoras para dormir –le indicó el facultativo-. Estoy seguro de que lo ayudarán bastante”. El muchacho se desconcertó: “¿Cómo es que me receta píldoras para dormir?”. “No son para usted -respondió el médico-. Déselas a su esposa. Así podrá usted reponerse”.
Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, trataba inútilmente de obtener los favores de Taisia, voluptuosa mujer experta en las variadas artes del amor. “¡Te deseo ardientemente! –le dijo desesperado-. ¡Si no accedes a lo que te pido dame al menos la luz de una esperanza!”. “Lo siento -respondió ella-. Si tanto deseo sientes tendrás que usar lámpara de mano”.
Rondín # 5
Bucolio, joven labrador sin ciencia de la vida, casó con Nalguirina, artista de un circo que acertó a pasar por el lugar donde vivía el muchacho. Ignorante de las cosas de himeneo Bucolio le preguntó a su padre, don Poseidón, qué debía hacer en la noche de las bodas. “No se apure m’hijo -lo tranquilizó el genitor-. La naturaleza se encargará de mostrarle el caminito de la felicidad”. Al día siguiente de los desposorios don Poseidón le preguntó con sonrisa socarrona a su retoño: “¿Encontró m’hijo el caminito de la felicidad?”. “Sí, ‘apá -respondió el mocetón-. Aunque, la verdad, a mí me pareció más bien autopista de cuatro carriles”.
Rosilí, muchacha soltera, comunicó en su casa que se hallaba en estado de buena esperanza, o sea embarazada. “-¡Cómo! -exclama su mamá llena de consternación. Interviene el papá de Rosilí. “-No hagamos preguntas tontas -dice-. Ya sabemos cómo. Lo que nos interesa saber es con quién”.
Aquel señor era sobrino de un sacerdote cuya edad frisaba ya en los 90 años. Cierto día fue a visitarlo en la casa de reposo donde estaba. Conversaba con él cuando llegó una monjita llevando la merienda del anciano: un plato de avena, un vaso de leche y dos galletas. Notó el sobrino que en la charola iba también una pastilla de color azul. Por su color y por su forma le llamó la atención esa pastilla, y se acercó a mirarla. Su sorpresa no tuvo límites: ¡era Viagra! Estupefacto le preguntó a la religiosa: “Oiga, madre: esta pastilla ¿es para mi tío?”. “-Así es, señor -contestó la reverenda-. Todos los días al caer la tarde le damos una igual”. “Pero, madre -dijo el hombre sin entender aquello-. Esa pastilla es Viagra”. “Ya lo sé, señor, ya lo sé” -respondió calmosamente la monjita al tiempo que le daba la pastilla al viejecito. “¡Pero cómo! -profirió escandalizado el visitante-. ¡Mi tío es un anciano! ¡Es sacerdote! ¿Y le dan Viagra?”. “Sí –admitió la sor-. Y eso ha dado muy buenos resultados. Tanto él como nosotras estamos muy felices”. “¡Qué dice usted!” -se espantó el sobrino a punto de caer de espaldas. “Lo que oye -repitió la monjita-. No sé por qué, pero desde que le damos esas pastillitas el padrecito ya no se rueda en la cama, como antes que cada rato se nos caía”.
Amaneció por fin, y con la primera luz del nuevo día llegó a su final la noche de bodas. Antes de echarse a dormir el flamante marido le dijo a su exhausta mujercita: “Florisel: quiero que sepas que gasté 5 mil pesos en la boda”. “Y ¿a qué viene eso?” –preguntó ella sin entender–. “Lleva la cuenta –le pidió el desposado–. Esta noche desquitaste los tres primeros pesos”.
Bustilia, muchacha de buen ver y de mejor tocar, invitó a Babalucas a ir al cine. Le dijo, sugestiva: “Hay un rincón en la sala que tiene solamente dos butacas. A él no llega la luz de la pantalla. Nadie pasa nunca por ahí; nadie se sienta cerca. Podemos hacer cosas sin que nos vea nadie”’. Babalucas aceptó. En efecto, fueron al cine y ocuparon el discreto rinconcito. Tan pronto se apagó la luz y empezó la proyección del filme la muchacha se acercó, incitante, a Babalucas y le ofreció los labios para el primer beso. Se sorprendió, por tano, cuando el badulaque le dijo: “Vámonos”. “¿Por qué?” –quiso saber ella, desconcertada–. Respondió el tontiloco poniéndose de pie para marcharse: “Ya vi la película”.
Una amiga le preguntó a Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne: “¿Qué prefieres en las mujeres: muslos gruesos o muslos delgados?”. Respondió el salaz sujeto: “Si quieres que te diga la verdad, más bien prefiero lo intermedio”.
Don Agapito, señor de edad madura, les recomendó a ciertos amigos suyos de su mismas edad una lujosa casa de mala nota. Les apuntó la dirección del establecimiento y les dijo que él mismo haría la reservación correspondiente, pero que no podría acompañarlos por causas de fuerza menor. Se refería a su edad y condición física. Llegaron los amigos al congal, burdel, lupanar o mancebía, y uno de ellos llamó a la puerta. Por un ventanillo asomó la dueña del local. Dijo uno de los visitantes: “Venimos de parte de Agapito”. Inquirió la madama: “¿Cuántos son?”. Respondió el otro: “Cuatro, sin Pito”. Preguntó la mujer: “¿Entonces a qué vienen?”.
Le dijo un tipo a otro: “Sufro una angustia grande. Mi hijo mayor cumplió 25 años. Es decente, trabajador, no fuma, no bebe, no le gusta el juego, no se desvela con mujeres...”. “¿Y por qué te angustias? –se extrañó el amigo–. Parece un muchacho modelo”. “Precisamente –dijo el tipo–. Sospecho que mi esposa me engañó. ¡Es imposible que yo sea el padre de un hijo así!”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, y su amiguita Solicia Sinpitier, célibe también, estaban viendo un documental sobre los parques nacionales de Estados Unidos. Dijo la señorita Himenia: “¡Cómo me gustaría ver el Gran Cañón del Colorado!”. “A mí también –comentó la otra–. Y además los pelirrojos tienen fama de ser apasionados”.
Doña Macalota, la mujer de don Chinguetas, sorprendió a su marido en el lecho conyugal con una estupenda morenaza. Antes de que la estupefacta señora pudiera articular palabra su casquivano esposo le dijo: “El médico lo único que me prohibió fue el tabaco y el alcohol”.
“Me compré tres condones de la marca ‘Olímpicos’ –le comentó don Chinguetas a doña Macalota, su mujer–. Uno es color oro, otro color plata y el tercero color bronce. Esta noche me pondré el color oro”. “Ponte mejor el color plata –le sugirió en tono seco la señora–. Quizás así no acabes primero como haces siempre”.
La esposa del jefe indio le dijo: “Entiendo que quieras justificar tu nombre, Toro Sentado, pero también hay otras posiciones”.
Una pregunta para poner a pensar: “La gorra ¿es funda-mental?”.
He aquí 10 cosas que una mujer no debe decirle nunca a un hombre en el momento del sexo: 1.- “¿De veras ya estás ahí?”. 2.- “¿Y para esto me despertaste?”. 3.- “Creo que el techo necesita pintura”. 4.- “Esta tarde me examinó el doctor. Mañana ve a que te pongan una inyección de penicilina”. 5.- “¿Cuándo es cuando voy a sentir bonito?”. 6.- “¡Cómo que ya! ¡Se suponía que si dejabas de fumar durarías más tiempo!”. 7.- “No me hagas caso. Siempre acostumbro limarme las uñas en la cama”. 8.- “¿Por favor me pasas el control remoto?”. 9.- “¿Te conté lo de mi cambio de sexo?”. 10.- “Zzzzz”. Y recordemos enseguida las 10 cosas que un hombre no debe decirle nunca a una mujer en el momento del sexo: 1.- “Ahora que te veo sin ropa ¿qué te parece si mejor lo hacemos con la luz apagada?”. 2.- “Tampoco sabes cocinar ¿verdad?”. 3.- “Grita, para que la vecina piense que soy bueno en la cama”. 4.- “¿No has pensado en hacerte una liposucción?”. 5.- “Sólo por jugar ¿te cubres la cabeza con esta bolsa de papel?”. 6.- “¡Mira! ¡Te ves más joven de lo que te sientes!”. 7.- “Ojalá no me arrepienta de esto mañana que esté sobrio”. 8.- “Qué raro: con ropa tienes mejor aspecto”. 9.- “¿Podrías presentarme alguna amiga tuya?”. 10.- “Zzzzz”.
Lady Loosebloomers, la esposa de Lord Feebledick, riñó con su cocinera, una irlandesa belicosa y levantisca. La mujer desafió a su patrona: “Cocino mejor que usted”. “¿Quién te lo dijo?” –se molestó milady–. “Su marido –replicó la hija de Eire–. “Y en la cama soy mucho mejor que usted”. “¿También eso te lo dijo mi marido?” –se encrespó lady Loosebloomers–. “No –contestó la irlandesa–. Eso me lo dijeron el chofer, el mayordomo, el jardinero, el caballerango, el guardabosque, el encargado de la cría de faisanes…”.
Una vaca y un toro se encontraron en el prado. “Me llamo Clarabella –se presentó la vaca–, pero dime no más ‘Clara’, pues con los años se me acabó lo bella”. “Y yo me llamo Agapito –dijo el toro–. Pero dime no más ‘Aga’. A mí también los años me han maltratado mucho”.
La señora y su marido fueron al súper. Ella sugirió, preocupada: “Creo que es mejor que te quedes en el coche, Leovigildo. Hace meses no ves los precios de las cosas, y el doctor te recomendó no tener emociones fuertes”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le anunció jubilosa a su amiga Celiberia: “¡Creo que Geroncio tiene intenciones matrimoniales!”. Quiso saber la otra: “¿Por qué supones eso?”. Respondió la señorita Himenia: “Me preguntó si ronco”.
Don Grumpo, viejo cascarrabias, fue a la consulta del doctor Ken Hosanna. Éste lo interrogó: “¿Qué le sucede?”. Respondió de mal modo el vejancón: “Para eso le pago. Usted es el que debe saber qué me sucede”. Dijo entonces el facultativo: “En ese caso lo enviaré con un veterinario. Él averigua lo que tiene su paciente sin interrogarlo”.
Doña Macalota le reclamó a su esposo don Chinguetas: “¿Por qué miras tanto a la vecina? Yo tengo lo mismo que ella, ¿no?”. “Sí, mi amor –contestó don Chinguetas–. Pero tú lo has tenido por 30 años más”.
Rondín # 6
El recién casado le pidió en la cocina a su inexperta mujercita: “Hazme 20 pares de huevos fritos”. “¿Te vas a comer veinte pares de huevos frito?” –inquirió con asombro la muchacha–. “Claro que no –respondió él–. Nada más el único par que te va a salir bien”.
“¡Quita las manos de ahí!” –le exigió la indignada muchacha a su encendido y lúbrico galán–. “Perdóname, Rosibel –se disculpó el muchacho–. Es que estoy ciego de amor por ti, y ya sabes cómo se nos desarrolla a los ciegos el sentido del tacto”.
Dos niñitas estaban jugando en la casa de una de ellas, y la visitante vio una báscula de piso. Preguntó: “¿Qué es esto?”. “No sé –respondió la otra–. Pero no te le acerques. Ha de ser un bicho peligroso, porque cuando se suben a esa cosa mi papá se suelta echando maldiciones y mi mamá grita enojada”.
En el circo el joven y apuesto domador presentaba a un fiero cocodrilo. Le ordenaba: “¡Dame un beso!”. El saurio nada más abría, furioso, sus espantosas fauces. “¡Un beso, te digo!” –repetía el guapo domador–. El cocodrilo rugía, amenazante. Entonces el domador tomaba un tubo de fierro y le daba al animal un tremendo golpe en la cabeza. El cocodrilo, asustado y dolorido, acudía dócilmente y besaba en la mejilla al domador. Una estruendosa ovación saludaba aquella hazaña. Pidió el hombre: “¿Hay entre los asistentes alguien que se atreva a hacer esto mismo?”. “Yo me atrevo –se levantó un individuo del público–. Pero a mí no necesita pegarme con el tubo”.
Babalucas hizo un viaje de su pueblo a la gran ciudad. Al llegar le pidió al taxista que lo llevara a un sitio donde hubiera mujeres complacientes con las cuales se pudiera pasar un agradable rato. Le dijo el del taxi: “Lo llevaré al Columpio del Amor. Es una casa de mala nota muy reconocida. Ahí encontrará lo que busca”. Al día siguiente el mismo taxista pasó por Babalucas a su hotel. Le preguntó, curioso: “¿Cómo le fue anoche en el Columpio del Amor?”. “Muy mal –respondió mohíno el badulaque–. No pude entrar a la famosa casa”. “¿Por qué?” –se sorprendió el taxista–. Explicó Babalucas: “Sobre la puerta había un foco rojo”. “Naturalmente –dijo el otro–. Es una casa de mala nota; por eso tiene un foco rojo”. “Sí –aceptó el tonto roque–. Pero nunca se puso en verde”.
Don Martiriano es el sufrido esposo de doña Jodoncia. Un compañero suyo le dijo en la oficina: “Te veo triste, Marti. ¿Qué te pasa?”. Respondió con voz feble el desdichado: “Tengo muchos problemas en mi casa. Ya no sé qué hacer”. El amigo trató de consolarlo: “No te aflijas. A la salida del trabajo nos iremos por ahí a ahogar tus penas”. “Es inútil –acotó don Martiriano con un hondo suspiro–. Mi mujer sabe nadar muy bien”...
“Dime, Pepito –preguntó la profesora–. ¿Qué significa la palabra ‘monogamia’?”. “No sé exactamente, maestra –contestó el chiquillo-, pero supongo que tiene algo que ver con ‘monotonía’”…
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierto día su esposa le preguntó: “¿Estás triste porque mi mamá se va mañana?”. “Si –respondió Capronio–. Yo pensé que se iba hoy”.
Dulcilí le dijo a Susiflor: “El vino me afloja la lengua”. Replicó Susiflor: “A mí la ropa”.
Una mujer célibe y bastante entrada en años le contó a su amiga: “Anoche iba yo por un oscuro callejón y me salió al paso un individuo que me apuntó con una pistola y me dijo: ‘¡El dinero o el honor!’”. “¡Qué barbaridad! –se consternó la amiga–. ¿Y qué sucedió luego?”. Replicó la madura señorita: “Hice como que no traía dinero”.
La señora le preguntó a su hija: “¿No se propasó anoche contigo ese muchacho?”. “Al contrario, mami –contestó la chica–. Me dijo que me haría el amor dos veces, y solamente me lo hizo una”.
Lord Feebledick regresó a su finca rural después de un viaje que hizo a Londres. James, el mayordomo, le anunció: “Su esposa, lady Loosebloomers, está en la cama con laringitis’’. “¡Cómo! –se molestó lord Feebledick–. ¿Ahora con un griego?”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a confesarse con el padre Arsilio. Le preguntó el buen sacerdote: “¿Has caído en la tentación, hija?”. Respondió la señorita Himenia: “Caer, lo que se llama caer, no, padre. Pero sí me he dado unos dos o tres tropezoncitos”.
Babalucas fue a la conferencia de un astrónomo. “La luz del Sol –dijo el conferencista– llega a la Tierra a una velocidad de 186 mil millas por segundo”. “¡Qué chiste! –le comentó Babalucas a su vecino de asiento–. ¡Viene de bajadita!”.
Un tipo le dijo muy orgulloso a otro: “Me compré un reloj de buró. Tiene carátulo luminosa, de modo que puedo saber la hora por la noche”. Replicó el otro: “Para saber eso yo no necesito reloj. Le agarro una pompa a mi mujer y ella me dice: ‘¡No la tiznes! ¡Son las 2 y media de la madrugada!’”.
La señora cumplió 40 años. Su marido le dijo: “Ten cuidado, Forientina. A lo mejor te cambio por dos muchachas de 20”. “No me preocupo –replicó ella–. Sé que no tienes corriente para 2-20”.
Aquel joven médico veterinario era especialista en inseminación artificial. Un granjero le pidió que fuera a su establo a inseminar a una vaca muy fina que tenía. El veterinario le dijo que podía ir tal fecha a tal hora. “Ese día no estaré en la granja –le dijo el hombre–, porque saldré de viaje con mi esposa. Pero mi mamá lo atenderá. ¿Necesita algo en particular?”. Le pidió el facultativo: “Solamente ponga un clavo en la pared del establo donde está la vaca. Lo necesito para colgar mi equipo”. El día acordado llegó el veterinario a la granja y, en efecto, lo recibió la anciana madre del granjero. Le preguntó fríamente: “¿Usted es el hombre que va a inseminar a la vaca?”. “Así es, señora” –replicó el veterinario–. “Sígame” –le ordenó la mujer–. Así diciendo lo llevó al establo. “Ésa es la vaca –le dijo con gesto hosco–. Yo me retiro, pues no quiero ver lo que va usted a hacer. Y ahí está el clavo que pidió. Supongo que es para colgar su ropa, ¿no?”.
Se iba a casar Dulcibel, púdica doncella que no conocía las duras realidades de la vida (ni las blandas tampoco). Buscó a una amiga suya que tenía ya varios años de casada y le preguntó entre rubores cómo era eso de la noche de bodas. “Es como cuando traes una muela picada –le contestó la otra–. Te duele, pero no quieres que te la extraigan”.
El señor fue al bar del hotel a tomarse una copa. De pie en un extremo de la barra se hallaba una dama de grandes preponderancias posteriores. El señor no podía apartar la vista del exuberante nalgatorio de la mujer. “¡Oiga! –le reclamó con enojo el cantinero–. ¡No le esté viendo el trasero a esa dama! ¡Es mi esposa!”. “Yo no le estoy viendo nada” –rechazó el tipo–. “¡No lo niegue! –insistió el barman–. ¡Desde que llegó no le ha quitado la vista de ahí atrás!”. Opuso el otro: “Soy un caballero, señor mío, y no suelo fijarme en esas cosas. Ya no me esté molestando con sus impertinencias. Sírvame un teculo doble”...
“¡Eres un semental, Astasio! –felicitó la señora a su marido–. Hace dos años te hicieron la vasectomía, y aquí me tienes: ¡otra vez embarazada!”.
Don Chinguetas fue a visitar a su amigo Avaricio, que tenía una panadería. Al despedirse le dijo el tahonero: “Espera. Voy a darte unas piezas de pan para que se las lleves a tu nieta”. “No te molestes –le indicó don Chinguetas–. La niña tiene un mes de edad”. “El pan también” –contestó don Avaricio.
Rondín # 7
Llevaron ante el novel juzgador a una mujer acusada de ejercer la prostitución en la vía pública. “¡No sea tan severo conmigo, señor juez! –suplicó la desdichada–. ¡Tengo 40 años y seis hijos! ¡Éste es el único modo en que puedo darles de comer!”. El joven juez, desconcertado y condolido, no supo cómo actuar. Fue a su privado; tomó el teléfono y llamó a un juez emérito que gozaba de gran fama por su sabiduría y sentido de la justicia y equidad. “Maestro –le preguntó–. ¿Qué le daría usted a una prostituta de 40 años de edad y con seis hijos?”. Respondió el sapientísimo jurista: “Cuando mucho unos 500 pesos”.
Los amigos de Galancio se asombraron al verlo regresar al pueblo casado con una mujer muy fea. Le preguntaron: “¿Cómo es posible que siendo tú tan bien parecido te hayas casado con ese adefesio?”. “Amigos míos –respondió con una gran sonrisa el recién casado–. Caras vemos, camas no sabemos”.
El padre Arsilio cumplió años, y sus feligreses lo festejaron con gran cariño. Al día siguiente el buen sacerdote le contó a don Poseidón, granjero acomodado, cómo toda la gente del pueblo le había llevado obsequios a la fiesta. “Me regalaron frijol, maíz y trigo –dijo–. Alguien llevó un marranito. Pero lo que más me llamó la atención fue cuando la hija de usted puso un huevo en la mesa de regalos”. “¡Carajo! –se enojó el vejancón–. ¡Ya le había yo dicho que no se acercara al gallo del corral!”.
Un individuo llegó a su trabajo en la oficina con un ojo morado. “¿Qué te sucedió?” –se alarmó uno de sus compañeros–. “Fui a un baile de disfraces –narró el individuo–. Me tocó bailar con una muchacha que llevaba un vestido estampado con el mapa de México. Me preguntó de dónde era yo. Y lo único que hice fue poner el dedo en la Ciudad de México”.
Apareció un anuncio en el periódico: “Solicitamos caballero para ayudar a vestir y desvestir a bailarinas de table dance. Ofrecemos salario de 15 mil pesos por semana y prestaciones superiores a las de ley. Interesados acudir a…”. Y se proporcionaba un domicilio en la capital. Un individuo se presentó a pedir el empleo. “Llene esta solicitud –le dijo el encargado–. Pero tendrá usted que ir a Tijuana”. “¿A Tijuana? –se sorprendió el sujeto–. ¿Por qué a Tijuana”. Le informó el hombre: “Hasta allá llega la fila de solicitantes”.
Don Algón, maduro ejecutivo, le dijo a la voluptuosa rubia que buscaba empleo: “Veo que pide usted 5 mil pesos de sueldo a la semana, señorita Florilí. Se los pagaré con placer”. “¡Ah no! –replicó prontamente la muchacha–. ¡Tendrá que pagarme con dinero!”.
Don Sinople le dijo a doña Panoplia, su mujer: “Si supieras cocinar no tendríamos que pagar una cocinera”. Replicó ella: “Y si tú supieras follar no tendríamos que pagar un chofer”.
El experto en motivación daba una conferencia a las esposas de los vendedores, y trataba de enseñarles que la ayuda de la mujer es importante en el trabajo de su marido. “Por ejemplo usted, señora –se dirigió a una esposa joven–. Díganos qué hace para estimular a su marido”. Preguntó la muchacha, ruborosa: “¿Aquí, delante de todos?”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión pasó frente a una agencia de viajes que anunciaba un viaje a Honolulú, y eso bastó para que ese año se helara toda la cosecha de ananás en las islas de los mares del sur. Una vez el marido de la gélida mujer le contó a un amigo: “La otra noche le hice el amor a mi mujer en forma tan apasionada que por poco la despierto”.
Una joven mujer fue a consultar a Madame Horshit, adivinadora. La mujer clavó la vista en su bola de cristal y luego le dijo con sibilina voz a la muchacha: “Conocerás a un hombre alto, guapo, musculoso, rico e inteligente que te pedirá que te cases con él”. Le preguntó la chica: “¿Y qué haré con el hombre chaparro, feo, panzón, pobre y pendejo con el que ya estoy casada?”.
Un individuo se presentó ante el juez: “Quiero divorciarme de mi esposa”. “¿Por qué?” –preguntó el juzgador–. Respondió el sujeto: “Por adúltera y afrentosa”. “Lo de adúltera lo entiendo –dijo el juez–. Pero, ¿qué es eso de ‘afrentosa?’”. “Permítame explicarle –contestó el tipo–. Ayer llegué a mi casa y encontré a mi esposa en el lecho conyugal en brazos otro hombre”. “Ya veo –manifestó el letrado–. Ahí está lo de adúltera”. “Ahora viene lo de afrentosa –prosiguió el individuo–. Cuando mi mujer me vio ni siquiera dejó de hacer lo que estaba haciendo. Siguió con sus meneos y me dijo: ‘¡Qué bueno que llegaste, Corneliano! Siéntate y fíjate muy bien cómo lo hace este señor, a ver si aprendes’”.
Don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, leía el periódico y le comentó a su esposa: “Me preocupa la explosión demográfica”. “Ése no es problema tuyo –acotó ella–. A ti ya no se te enciende la mecha”.
El reportero le preguntó al anciano a quien su familia festejaba: “¿A qué atribuye usted el hecho de estar cumpliendo 100 años?”. Respondió el veterano: “A que nací en 1918”.
Pepito estaba rezando sus oraciones de la noche: “Por favor, Diosito: cuida a mi papá, cuida a mi mamá, cuida a mis hermanos, cuida a mi perro y cuídame a mí. Y cuídate tú también, porque si algo te pasa a ti, a mí, a mi perro, a mis hermanos, a mi mamá y a mi papá nos llevará la chingada”.
Lo macabro está a un paso de lo risible. Lo muestran las películas de Ed Wood, y lo muestra también el relato que me hizo un cierto amigo mío. Me contó: “Antes de ir a la tumba mi abuelita fue a una cantina, y luego estuvo toda la noche en un motel de paso”. Obviamente mostré asombro al oír esas palabras, pero en seguida me explicó lo sucedido. Murió su señora abuela, y la familia se dispuso a darle cristiana sepultura. Cuando el cortejo fúnebre llegó al panteón se desató súbitamente una lluvia torrencial, y los dolientes se refugiaron en la capilla del cementerio. El chofer de la carroza pensó que el féretro había sido bajado ya, y se retiró del sitio sin darse cuenta de que el ataúd seguía en el vehículo. Era sábado por la tarde. El dueño de la funeraria acostumbraba salir de la ciudad los fines de semana, de modo que el tal chofer pensó que podía usar la carroza y entregarla hasta el lunes. Así lo hizo. Fue en ella a la cantina donde solía reunirse con sus amigos. Luego, llegada ya la noche, llevó a una amiguita que tenía a un motel, y ahí estuvieron hasta bien avanzada la tarde del domingo, gozando de la vida con la muerta cerca. Mientras tanto los familiares de la difuntita la buscaban afanosamente por cielo mar y tierra, pues en la funeraria no les supieron decir dónde estaba el chofer con la carroza. Sólo hasta el lunes, cuando llegó con el vehículo, el hombre se enteró del paseo que había dado a la abuelita, y finalmente ella pudo reposar en paz.
El charro Chicharro fue a comprar un caballo. Llevó con él a su pequeño hijo a fin de que empezara a aprender las cosas de la charrería. El dueño le trajo un alazán de buena alzada y andadura buena, y el charro Chicharro le palpó con detenimiento las ancas y los frentes para dar cumplimiento al viejo dicho según el cual “El caballo y la mujer pecho y nalga han de tener”, y el otro que reza: “Caballo que llene las piernas, gallo que llene las manos y mujer que llene los brazos”. El niño observó intrigado tales tocamientos y luego preguntó a su padre: “¿Por qué sobas al caballo por delante y por atrás?”. Contestó el charro Chicharro: “Quiero saber si es bueno antes de comprarlo”. El pequeñito se angustió: “¿Entonces el vecino va a comprar a mi mamá?”. (Ahí falló otro proverbio de la charrería: “Caballo, rifle y mujer, sólo el dueño ha de saber”).
Don Cornulio oyó ruidos en el clóset de su esposa. Lo abrió y ahí estaba un compadre suyo. “Qué bueno que lo veo, compadre –le dijo el mitrado al individuo–. Sírvame de testigo: mi mujer dice que no tiene nada qué ponerse, y casi no lo vi entre tanta ropa”.
Un viajero extravió su ruta en descampado. Vio a lo lejos una pequeña luz y fue hacia ella. Resultó ser la casa de un granjero. Le dijo éste: “Podrá pasar aquí la noche, pero deberá compartir la cama con mi hijo Pitoloco, un rudo mocetón de 20 años”. “Perdone usted –se disculpó el viajero–. Debo estar en el cuento equivocado”. Y así diciendo fue a buscar otra pequeña luz. La halló bien pronto. Esta vez el dueño le dijo: “Podrá pasar aquí la noche, pero deberá compartir la cama con mi hija Bellaflor, una linda muchacha de 20 años”. “¡Vaya! –pensó aliviado el viajero–. Ahora sí estoy en el cuento correcto”. “Pero no intente nada con ella –prosiguió el paterfamilias–, porque se les verá conmigo”. “¡Señor mío! –se irguió ofendido el visitante–. ¡Pertenezco a la Liga de la Liga! ¡De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo!”. “Su aristocracia no la pongo en duda –replicó el granjero–. Es su pija la que me inspira cierta desconfianza. Por si las dudas pondré una almohada entre usted y Bellaflor. No se atreva a saltar ese obstáculo”. “Antes saltaré a un precipicio” –juró el otro–. Y cumplió su palabra: la almohada fue para él un insalvable muro. Al día siguiente la bella joven le mostró la granja. Pasaron por el gallinero, y la muchacha le comentó al sujeto: “Mi padre va a comprar otro gallo. El último que adquirió no les hace nada a las gallinas”. “¿Por qué?” –preguntó el visitante–. “Quién sabe –respondió Bellaflor–. Ha de pertenecer también a la Liga de la Liga”. En eso una ráfaga de viento le arrebató a la muchacha el sombrerito de paja con que se protegía del sol y lo llevó al otro lado de la tapia. “No se preocupe, señorita –la tranquilizó el viajero–. Brincaré la barda y le traeré su sombrerito”. “¡Bah! –se burló Bellaflor–. ¡No brincó la almohada, y va a brincar la barda!”.
“Esta noche no –dijo la excepción-. Tengo la regla”.
La esposa de Abdulá le preguntó irritada: “¿Por qué cada vez que va a venir mi mamá me sales con que tienes que ir a la Meca?”.
Rondín # 8
Don Gerontino, señor de muchos años, cortejaba con discreción a la señorita Himenia, célibe igualmente de madura edad. Una tarde ella le ofreció una copita de licor de grosella, y luego él se sirvió por cuenta propia tres o cuatro más. Animado por esas libaciones el provecto galán le dijo a su anfitriona: “Amiga mía: aunque vea usted invierno en mis canas y otoño en mi rostro, quiero que sepa que en mi corazón late todavía un cálido verano”. Respondió la señorita Himenia, que también había bebido varias copas de aquel travieso licor: “Preferiría yo ver un poco de primavera más abajo”.
Meñico Maldotado, joven con quien natura se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, casó con Pirulina, muchacha sabidora. La noche de las bodas él dejo caer la bata de popelina verde que su mamá le había confeccionado para la ocasión y se presentó por primera vez al natural ante su flamante mujercita. Ella miró atentamente la aludida parte y luego preguntó irritada: “¿A quién piensas que vas a satisfacer con eso?”. Meñico respondió con una gran sonrisa: “A mí”.
“¡Eres a toda madre!”. Así le dijo Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, a Marilina Grandpompier, muchacha de buena sociedad, ya no tan buena. (La sociedad quiero decir, no Marilina). He de reconocer que la expresión usada por Pitongo carece de aticismo, pero la dijo con entusiasmo tal que se perdona su vulgaridad. La linda joven había aceptado la invitación que le hizo el salaz tipo a beber un par de copas. Fue entonces que Afrodisio le dijo aquello: “¡Eres a toda madre!”. Repitió la frase cuando ella accedió a acompañarlo a su departamento: “¡Eres a toda madre!”, y la volvió a decir porque Marilina no puso reparos a ir con él a la cama: “¡Eres a toda madre!”. Terminado el trance de fornicio la muchacha le dijo con tono grave a su galán: “Si a consecuencia de esto salgo embarazada y no te casas conmigo, me quitaré la vida”. “¡Te digo! –exclamó alegremente el tal Pitoncio–. ¡Eres a toda madre!”.
Nalgarina, vedette de moda, iba a desposar a un rudo sujeto de nombre Frank Henstein, que ciertamente no se caracterizaba por su galanura. Una amiga le preguntó a la cantatriz: “¿Por qué te casas con ese hombre? Es más feo que pegarle a la Madre Teresa”. “Ya lo sé –respondió ella–. Pero tiene algo muy grande que me encanta”. “¿Qué es? ¿Qué es?” –inquirió la amiga abriendo mucho los ojos para oír mejor–. Contestó Nalgarina: “Su cuenta bancaria”.
Ella se quitó la ropa. Él también. Ella se tendió en el lecho. Él también. Ella se dispuso a conversar un poco. Él no: poseído por urentes ansias se dispuso a iniciar las acciones amatorias. Ella lo detuvo y le preguntó: “¿Cómo te llamas?”. Él respondió, impaciente: “Afrodisio Pitongo”. Y le dijo ella: “Yo soy Floribela Dulcimel. Ahora sí puedes proceder. Mi mamá me tiene prohibido tratar con extraños, pero ya nos presentamos”.
Doña Gordoloba y su hija estaban metidas hasta el cuello en la caldera con agua donde los antropófagos las estaban cocinando. En torno de ellas bailaban en corro los caníbales, y junto con ellos danzaba también un hombre blanco. Doña Gordoloba le comentó a su hija: “Ahora sí ya no me cabe duda, Fredesvinda. Tu esposo es un traidor”.
El niñito le pidió a su padre: “Dime cómo es la luna”. El señor se sorprendió al escuchar aquella inusitada petición. Le dijo al pequeñín: “¿Por qué me lo preguntas?”. Respondió el inocente: “Porque oí que mi mamá le dijo al vecino: ‘Despreocúpate. Mi marido no se da cuenta de nada. Siempre anda en la luna’”.
Un sultán le dijo a otro: “Me gusta mucho tu odalisca favorita y la quiero para mí. Te ofrezco por ella su peso en oro”. Pidió el otro sultán: “Dame un mes de plazo”. “¿Para pensarlo?” –preguntó el primero. “No –respondió el otro–. Para engordarla”.
Loretela regresó de la cita con su novio luciendo una sonrisa de oreja a oreja. Le comentó, feliz, a su compañera de cuarto: “¿Recuerdas que te dije que Pitorrango tenía un no sé qué? ¡Ahora ya sé que tiene un sí sé qué!”.
El empleado del banco le informó a la señorita Pompisdá: “Este billete de 500 pesos es falso”. ¡Qué barbaridad! –se consternó ella–. ¡Entonces ese canalla me violó!”.
Se llamaba Gustavo Adolfo, quizá por eso era tan romántico. El nombre de ella era Thaisa, quizá por eso era… como era. Se casaron. La noche de las bodas el sentimental muchacho apagó la luz de la habitación aprovechando que su flamante mujercita había ido al baño, y encendió luego algunas velas junto al tálamo nupcial a fin de crear una atmósfera propicia a la amorosa entrega. Apareció Thaisa; vio aquel arreglo y exclamó luego, divertida: “¡Ay, Tavo Popo! ¿Para qué me pones velas? ¡Ni que fuera virgen!”.
Babalucas era dependiente de farmacia. Llegó un cliente y le preguntó: “¿Tiene ungüento?”. Respondió el badulaque: “Nomás me sé el de Pulgarcito y el de Caperucita Roja”.
“¡Peliforra!”. Ese duro voquible, sinónimo de mujer fácil, le espetó don Astasio a su esposa Facilisa cuando la sorprendió refocilándose con un sujeto en el lecho conyugal. “Por favor, marido –replicó ella muy digna–, espera a que el señor se vaya. No debemos discutir nuestros problemas delante de las visitas”.
El encargado de la oficina de pasaportes interrogó a los solicitantes: “¿Cuál es su nombre?”. Respondió el primero: “Rodocindo Pelilla”. “¿Y el suyo?”. Contestó el otro: “Peralvino Pelilla”. Inquirió el funcionario: “¿Alguna relación?”. “Nada más una –contestó Rodocindo–, pero es que andábamos muy tomados”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, asistió a una boda. Al salir le comentó a don Sinople, su marido: “Los novios son muy semejantes entre sí. Él pertenece a la familia más antigua del pueblo y ella a la profesión más antigua del mundo”.
El sumo sacerdote maya le dijo a la hermosa doncella: “No te voy a arrojar al cenote, Nictehana. Te voy a llevar conmigo, y a los dioses, les guste o no les guste, les voy a echar una pizza”.
En el campo nudista la curvilínea chica le dijo al nuevo socio: “Caramba, don Heréctor. Me parece que está teniendo usted malos pensamientos”.
“¡Miserable! ¡Despreciable! ¡Abominable! ¡Detestable! ¡Execrable! ¡Vituperable! ¡Reprobable!”. Todos esos voquibles ofensivos le espetó doña Macalota a su esposo don Chinguetas cuando lo sorprendió refocilándose con la joven y linda criadita de la casa. “Pero, mujer –trató de justificarse el tarambana–. Marilina terminó su quehacer más temprano que de costumbre, y no era cosa de dejar que estuviera mano sobre mano sin hacer nada”.
Don Ausencio era más sordo que una tapia. Que una tapia sorda, quiero decir, pues ya se sabe que las paredes oyen. Cierto día hizo un viaje en tren con su hijo, y éste entabló plática con el pasajero que iba al lado. En el curso de la conversación el muchacho se enteró de que el señor era del mismo pueblo de sus padres, y así se lo hizo saber a su papá gritándole al oído. “Pregúntale –le dijo don Ausencio– si conoció a Isigonia Lapetates”. Tal era el nombre de la esposa del sordo señor y madre del muchacho. “¿Que si la conocí? –se apresuró a contestar el pasajero–. Claro que la conocí, incluso en el sentido bíblico de la palabra. Es la mujer de cascos más ligeros que he tratado a lo largo mi vida. En el pueblo le decíamos ‘La Tosferina’, porque todos la tuvimos”. Pregunto don Ausencio ansiosamente: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Respondió, mohíno, el muchacho: “Dice que no la conoció”.
El Lobo Feroz quiso aprovechar la inocencia de Caperucita Roja para acercarse a ella. Le propuso con sonrisa mendaz y untuoso acento: “Hermosa niña: ¿jugamos a las comiditas?”. “¡Uh no! –rechazó la invitación Caperucita–. Así con eme no”.
Rondín # 9
El juez llamó aparte a la acusada, mujer de espléndido tetamen y aventajado nalgatorio. Le dijo: “Lo primero que le voy a pedir, señorita, es que no crea el cuento ése de que los jueces somos insobornables”.
Afrodisio, galán concupiscente, estaba yogando con Dulcibella, muchacha sin ciencia de la vida, en la habitación número 210 del popular Motel Kamagua. En medio del erótico episodio ella le preguntó al lúbrico sujeto: “¿Me amas, Afrodisio?”. “¡Carajo! –exclamó con impaciencia el tipo–. ¿A quién se le ocurre hablar de amor en un momento como éste?”.
Daré salida ahora a una breve sucesión de cuentecillos cuyo objeto es aligerar el ánimo de la República. Un amigo de Babalucas le presentó a su hermano músico: “Toca en la sinfónica. Viola”. “Debe decidirse –sentenció el badulaque–. Los dos ejercicios son incompatibles”… En el cuarto 110 del popular Motel Kamagua la linda chica observó con extrañeza que su galán tenía húmeda la nariz. Explicó él: “Es que esta noche voy a hacerlo de perrito”… Nos encontramos en Dodge City, uno de los más salvajes pueblos del Salvaje Oeste. El villano, torvo individuo de cabello negro, bigote negro, traje negro, sombrero de copa negro y –afuera– caballo negro, está abusando de la linda Lily Mae, cuyo padre no quiso venderle su rancho. En medio del trance exclama Lily Mae con entusiasmo: “¿Y a esto llaman ‘un destino peor que la muerte’?”… El perro de don Leovigildo se llamaba Almirante. Tan sonoroso nombre tenía explicación: el caniche era blanco, negro, amarillo, gris, leonado y pardo. Decía su dueño: “Al verlo todos se almiran”. El Almirante era muy inteligente, lo cual nos enseña a no juzgar a nadie por su pelaje. Don Leovigildo le colgaba al cuello una canasta con una moneda de 10 pesos y el can iba a la calle y le traía el periódico. Cierto día el señor no tuvo moneda fraccionaria, de modo que puso en la canasta un billete de 50 pesos, seguro de que el vendedor le enviaría en ella el cambio. Sucedió que en esa ocasión el perro tardó en regresar. Don Leovigildo lo esperó media hora, tres cuartos de hora, y ni luces del animalito. Salió, pues, a buscarlo. No tardó en dar con él: estaba en el cercano parque refocilándose con una perra callejera. “¿Qué haces, Almirante? –le preguntó estupefacto–. ¡Jamás habías incurrido en esta anómala conducta!”. Respondió el perro sin suspender su acompasado in and out: “Es que siempre me dabas nada más lo del periódico”.
“El que enamora casadas/ tres cosas debe tener:/ mucha labia, mucha suerte…/ y patas para correr”. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, estaba refocilándose con mujer ajena en el domicilio conyugal de la pecatriz. De pronto se oyeron cerca golpes retumbantes. Tembló la tierra; se agitó el candil del techo y vinieron a tierra los objetos que había en el buró. “Es mi marido –dijo nerviosamente la mujer–. Conozco sus pasos”.
En la entrevista de trabajo Babalucas declaró: “Hablo dos idiomas”. Le preguntó el entrevistador: “¿Español e inglés?”. Respondió Babalucas: “Oui”. Le indicó el otro: “Eso es francés”. “Ah –se alegró el tontiloco–. Entonces hablo tres”.
Don Algón llamó a su secretaria por el interfono. “Señorita Rosibel –le dijo–. Quiero verla en el acto”. “Caramba, jefe –se desconcertó la linda chica–. No le conocía esas aficiones. Pero en fin, hable con mi novio, a ver él qué opina”.
Don Pacianito, empleado público de modesta condición, se acercó a la musa de la noche que ofrecía sus servicios en una esquina al tiempo que mascaba chicle y daba vueltas a su bolsa de chaquira. Le pidió: “¿Me haría usted el favor, amable señorita, de darme a conocer el monto de su tarifa, coste, tasa, honorarios o arancel?”. La sexoservidora le proporcionó a don Pacianito el dato que le solicitaba. Preguntó el tímido señor en tono vacilante: “¿Podría otorgarme un financiamiento a 30, 60 y 90 días?”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión pasó frente a un cine en el cual se exhibía el film “Labios de fuego”, y eso bastó para que los labios se congelaran. Una noche don Frustracio, el marido de la gélida mujer, consiguió después de muchas instancias, súplicas y rogativas que su esposa accediera al cumplimiento del débito conyugal, al cual se había negado desde enero del año 2015. Terminado el inusual concúbito don Frustracio se levantó de la cama, tomó una flor del búcaro que estaba sobre el chifonier y la depositó solemnemente sobre el cuerpo de doña Frigidia. Le preguntó ella, extrañada: “¿Por qué haces eso?”. “¡Santo Cielo! –profirió el marido con simulado asombro–. Perdóname. Es que creí que estabas muerta”.
El pulpo hembra y el pulpo macho contrajeron nupcias. La noche de las bodas la flamante desposada le dijo a su marido: “Ahora sí te permito que hagas lo que nunca te dejé hacer cuando éramos novios. Puedes poner tus manos aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí, aquí y aquí”.
Soy de los pocos varones que reconocen que los hombres somos más chismosos que las mujeres. Más aún: puedo decir que el chisme femenino es entretenimiento, en tanto que el chisme masculino es asesinato. Algo de semejante, sin embargo, tienen las chismosas y los chismosos: la lengua de una mujer o un hombre que chismorrean sigue funcionando después de que su mente y su conciencia han dejado de funcionar. Tal es el caso de doña Chalina, la chismosa del barrio. Fue corriendo con su vecina, la esposa de don Languidio, caballero de madura edad, y le dijo atropellando las palabras, tal era la ansiedad que tenía por dejar salir su chisme: “¿Ya sabes que tu marido te engaña?”. “Qué interesante” –respondió con displicencia la señora–. A doña Chalina le sorprendió esa falta de sorpresa. Le preguntó a la esposa: “¿No te interesa saber con quién te está engañando?”. “No –replicó ella–. Más bien me gustaría saber con qué”.
“Tengo 30 años; soy bella y curvilínea y acabo de llegar al puerto después de un mes de vacaciones. Te cobraré mil pesos”. Así le habló la musa de la noche al joven marinero. Respondió éste: “Yo tengo 20 años; soy guapo y musculoso y acabo de llegar al puerto después de seis meses en el mar. Te cobraré 500”.
Nos hallamos en la Edad Media. Un dragón se estaba comiendo a un caballero con todo y armadura. Le dijo a otro dragón: “Tienen el carapacho un poco duro, pero son sabrosos”.
Simpliciano, joven sin ciencia de la vida, llevó en su automóvil a Pirulina, muchacha sabidora, al Ensalivadero, solitario paraje al que solían ir las parejitas que no tenían dinero para pagarse un cuarto de motel. Ahí le preguntó: “Piru: si intento hacerte el amor ¿gritarás pidiendo ayuda?”. Respondió la aventajada chica: “Sólo si la necesitas”.
Declaró don Chinguetas: “Mi esposa Macalota y yo somos inseparables. Nada menos ayer se necesitaron cuatro vecinos para separarnos”.
La hija de don Poseidón le comentó a su padre: “Voy a probarme el vestido de novia de mi mamá. Si me queda lo usaré en mi boda”. Le preguntó el señor: “¿Estás embarazada de seis meses?”. “¡Claro que no!” –se sorprendió la chica. Le hizo saber don Poseidón: “Entonces no te va a quedar”.
Sor Bette llevó a un día de campo a sus jóvenes alumnas del Colegio de la Reverberación. Al llegar a un ameno sitio campirano vieron a una gallinita que corría desalada seguida muy de cerca por el gallo. Sucedió por desgracia que la gallina atravesó el camino en el momento en que pasaba un raudo vehículo que la atropelló y dejó sin vida. “¿Lo ven, niñas? –aleccionó la monjita a sus pupilas-. Prefirió la muerte antes que consentir en el pecado”.
Hay pulgas inglesas, las de las ingles, y hay pulgas caninas, las de los perros. Dos de esta clase estaban conversando en la oreja de un caniche callejero. Le preguntó una a la otra: “¿Tú qué piensas? ¿Habrá vida en otros perros?”.
La mamá de Babalucas se preocupó bastante cuando supo que su hijo andaba de novio con una mujer de no muy buena fama, pues al parecer había tenido dimes y diretes con todos los hombres del pueblo. Aunque el pueblo no era grande la inquietud de la señora tenía fundamento: Ligerina Pompisdá –así se llamaba la aludida- a nadie negaba negaba nunca un vaso de agua. Así las cosas, la señora habló con su hijo: “Baba –le dijo con maternal acento-, no puedes casarte con esa muchacha. Es promiscua”. Respondió el badulaque: “No me importa a favor de quién está. Lo único que espero es que me sea fiel”.
Unos amigos bebían sus copas en el bar Becho, la cantina de aquel pequeño pueblo agrícola. En eso pasó a toda velocidad el carro de bomberos del lugar. “Hay un incendio –dijo uno levantándose a toda prisa-. Me voy”. Le preguntó otro: “¿Eres bombero voluntario?”. “No –replicó el primero-. Pero el marido de mi vecina sí lo es”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Solicia Sinpitier, célibe como ella: “Conocí a un viudo muy atractivo y de muy buenas familias. Tiene un árbol genealógico muy grande”. Preguntó bajando la voz la señorita Sinpitier: “¿Qué también así se llama aquello?”.
Rondín # 10
Declaró un abuelo: “Me preocupa mucho mi nieto mayor. Ya está en edad de tener trato con mujer, y si no se cuida puede contraer herpes, y hasta sida. Me gustaría que encontrara una chica como las de antes, que lo único que le pegue sea una gonorreíta”.
Dos señoras entablaron plática en la antesala del doctor. Dijo una: “Mi marido es tocólogo”. Manifestó la otra: “El mío es meteorólogo”. “¡Mira! –exclamó la primera-. ¡Tuviste mejor suerte que yo!”.
Se llamaba Baby Lou, y era niño bien de 40 años. En cierta ocasión iba en su convertible rojo acompañado por una linda chica de 18. Se distrajo para poner la mano en el escote de su amiga y fue a estrellarse contra un árbol de recio tronco que crecía en el camellón. El árbol era un fresno (Fraxinus angustifolia), planta olácea de folíolos aserrados, con flores sin cáliz ni corola cuyos estambres y pistilo... (Nota de la redacción: Nuestro estimado colaborador se extiende durante cuatro fojas útiles y vuelta en la descripción botánica del fresno, descripción que, aunque interesante, nos vemos en la penosa necesidad de suprimir por falta de espacio). Cuando Baby Lou volvió en sí después del encontronazo se vio frente a un oficial de tránsito que le dijo: “No se preocupe. Usted está bien. Su compañera salió disparada del vehículo, pero cayó sobre unos arbustos, y está ilesa”. “Sí me preocupo –gimió desolado Baby Lou-. No ha visto usted lo que ella tiene en la mano”.
Don Frustracio es el sufrido esposo de doña Frigidia, la mujer más fría del planeta. Esta señora tiene una fértil imaginación para inventar pretextos a fin de no recibir en su lecho a su marido. El último que esgrimió para rechazarlo fue que estaba sumamente preocupada por la posibilidad de que Jair Bolsonaro, representante de la ultraderecha, se convirtiera en mandatario de Brasil. Ayer el desdichado esposo le comentó a un amigo: “Por las noches mi mujer se convierte en espejismo”. “¿Cómo es eso? –se extrañó el amigo-. Los espejismos son algo que puedes ver, pero no tocar”. “Precisamente” –concluyó, mohíno, don Frustracio.
Tetonia y Nalgarina eran vedettes. Vivían en continuo pleito, echándose indirectas –y directas- una a la otra. Anoche Tetonia le dijo a Nalgarina: “Vienes de muy abajo. Recuerdo cuando sólo tenías un par de zapatos”. “Sí –replicó la otra-. Y tú me preguntabas para qué servían”.
Dos señoras vecinas de departamento se reunieron a tomar un cafecito después de que sus respectivas trabajadoras domésticas terminaron el quehacer. La conversación las llevó a tratar temas de su vida conyugal. Dijo una: “Te voy a confesar algo muy íntimo: cuando hago el amor con mi marido no siento absolutamente nada”. “Tampoco yo –declaró la otra-. Pero sí siento muchas cosas cuando lo hago con el mío”.
En el cuarto 210 del popular Motel Kamagua, don Algón, maduro y salaz ejecutivo, le dijo a la joven y linda chica que lo acompañaba: “Me encanta, Loretela, que tengas edad para ser mi hija ¡y que no lo seas!”.
La recién casada habló con su mamá. Le comentó: “Mi marido me desespera, madre. No fuma; no bebe; no sale con amigos por la noche; no se la pasa todo el tiempo viendo el futbol en la televisión; no deja tirada su ropa en el baño; no ronca; me da todo lo que le pido… ¡No hallo ningún pretexto para pelear con él!”.
Naufragó el barco, y un pasajero y una hermosa mujer llegaron a una isla desierta. Entre los restos del naufragio el hombre encontró un hacha, y con ella se puso a cortar troncos afanosamente. Luego buscó unas cuerdas para atarlos. Cuando terminó su obra la mostró, orgulloso, a la mujer. Ella le dijo muy enojada: “No es usted un caballero. Pensé que iba a hacer una balsa, no eso”. ¡El náufrago había hecho una cama!.
El pequeño hijo de la gran escritora le contó a su amiguito: “A mi mamá le van a hacer un busto”. Preguntó éste: “¿Se lo hará algún escultor famoso?”. “No –aclaró el niño-. Un cirujano plástico”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, relató feliz: “Me alegra mucho que mi mujer se haya afiliado al movimiento feminista. Ahora habla mal de todos los hombres, no nada más de mí”.
Cierto curita joven llegó a un hotel de la ciudad. No iba solo: discretamente lo acompañaba una de sus feligresas, mujer guapa. El padrecito le dijo al encargado de la recepción: “Quiero un cuarto”. En eso -¡horror!- el presbítero vio que venían unas señoras de su parroquia. Apresuradamente emprendió la retirada. Le preguntó en voz alta el recepcionista: “¿Y el cuarto?”. Lo oyeron las señoras, y vieron a su párroco. Se apresuró a responder éste: “Honrar a tu padre y a tu madre, hijo. Honrar a tu padre y a tu madre”.
Estamos en tiempos de la Revolución. Una corte marcial juzgó a un soldado federal por desertor, y lo condenó a muerte. La víspera de la ejecución el capitán que iba a dirigir el pelotón de fusilamiento fue a hablar con su jefe. “Mi general –le dijo preocupado-, creo que debemos negar al condenado su último deseo”. “¿Por qué?” –preguntó el superior. Respondió el capitán: “Pide pasar la noche con su esposa”. Dijo el jefe: “No veo por qué se le debe negar ese deseo. Un hombre tiene derecho a pasar la última noche de su vida con su esposa”. “No me expliqué bien, mi general -precisó el capitán muy apurado: “El soldado no pide pasar la noche con su esposa. Quiere pasarla con la de usted”.
El Príncipe Azul le dio un beso en los labios a la Bella Durmiente. Ella abrió los ojos y sonrió. “Ahora –le anunció el príncipe–, te voy a despertar las bubis”.
Sonó el timbre en la puerta del departamento 12. Abrió el dueño y vio frente a sí a un individuo de traza misteriosa que vestía gabardina de hule color caqui con cuyas solapas se tapaba el rostro, y que se cubría con un sombrero tipo fedora, como los que usaban Humphrey Bogart y Peter Lorre en sus películas. El extraño sujeto dijo en voz baja con misterioso acento: “Los cerezos de otoño han florecido ya”. Respondió el otro: “El espía vive en el 14”.
Doña Jodoncia, la fiera esposa de don Martiriano, le avisó a su marido: “Voy a salir”. El señorcito preguntó tímidamente: “¿A qué hora regresarás?”. Replicó la tremenda mujer: “¡A la hora que se me dé la gana!”. “Está bien –concedió don Martiriano–. Pero ni un minuto más tarde ¿eh?”.
Aquella señora de nombre Madanita era sumamente robusta y multiplicadamente entrada en carnes. Una tarde iba caminando por la calle. La temperatura era de 38 grados; caía un sol de plomo. Doña Madanita notó que un individuo la seguía muy de cerca, tanto que casi le pisaba los talones. “Deje de seguirme –le ordenó irritada– o llamaré a un policía”. “No la estoy siguiendo, señora –se justificó el sujeto–. Estoy tratando de aprovechar la sombra”.
El cliente llamó al mesero y se quejó: “Este filete sabe muy chistoso”. Autorizó el camarero: “Pues con toda confianza ríase, caballero; ríase”.
Doña Panoplia de Altopedo, mujer de buena sociedad, puso un aviso en el periódico en el cual solicitaba una cocinera. Se presentó una, y doña Panoplia le preguntó: “¿Qué clase de cocina practica usted?”. “De las dos clases” –respondió la mujer–. La señora De Altopedo no entendió. Preguntó: “¿Cómo de las dos clases?”. Explicó la solicitante: “Para que vuelvan los invitados y para que no vuelvan”.
“Pasemos la noche en el Motel Kamagua”. Esa extraña proposición le hizo el novio a su flamante mujercita al salir de la ciudad en automóvil para iniciar el viaje de luna de miel. El muchacho no quería manejar después del ajetreo de la boda y de la fiesta nupcial, y se le ocurrió la peregrina idea de descansar en ese hotel a la orilla de la carretera. Entraron, pues. El empleado que los recibió les dijo: “Pasen al cuarto 110”. “¡Ah no! –protestó al punto la novia–. La cama de esa habitación rechina mucho. Danos mejor la 114, la 122 o la 205, que no tienen ese problema”.
Rondín # 11
Una amiga de la novia de Babalucas le dijo a la muchacha: “Tengo la impresión de que tu novio es medio pendejo”. Ella trató de defenderlo: “Eso lo dices porque sólo lo conoces a medias”.
Lord Feebledick regresó a su finca rural después de la cacería de la zorra. Al entrar en la alcoba conyugal vio a su esposa, lady Loosebloomers, en la sospechosa compañía de Wellh Ung, el joven encargado de la cría de los faisanes. Tanto la señora como el toroso mancebo estaban a medio vestir. “¡Bloody be! –bufó milord hecho una furia–. ¿Por qué los encuentro así, desvistiéndose?”. Replicó lady Loosebloomers: “Estás por completo equivocado, Feebledick. No nos estamos desvistiendo: ya nos estamos vistiendo”.
El doctor Ken Hosanna tomó su estetoscopio y le pidió a la lindísima paciente: “Desvístase toda, señorita Pompinier. La ciencia médica acaba de descubrir nuevas vías para oír los latidos del corazón”.
Ya conocemos a Astatrasio Garrajarra. Es el borrachín del pueblo. Cierta mañana, después de cierta noche, el temulento se metió por equivocación al templo donde el buen Padre Arsilio estaba oficiando misa. El borracho escuchó música de órgano y la confundió con la radiola de la cantina. Entró en la iglesia en el preciso instante en que el sacerdote decía: “Santo, santo, santo…”. Y respondió el beodo: “El Enmascarado de Plata, el Enmascarado de Plata, el Enmascarado de Plata”.
“Mi ímpetu sexual ha decrecido –le confesó don Languidio a su compadre Pitorro–. Tengo problemas para hacerle el amor a mi mujer”. Dijo el compadre: “Es una pena que ni tú ni yo dispongamos de las miríficas aguas de Saltillo. De ellas se dice que pueden poner en aptitud de hacer obra de varón hasta a la momia del faraón egipcio Tutankamón. A falta de esas taumaturgas linfas a mí me ha dado muy buenos resultados el pan de perifollo. Ese condimento, según voz popular, imbuye al hombre arrestos juveniles y lo lleva a izar con brío el lábaro de su masculinidad, sea cual fuere su edad o condición”. En todas las panaderías buscó ansiosamente don Languidio el dicho pan, y no lo halló. Cuando llegó a su casa le preguntó a su esposa: “¿Sabes dónde podría hallar pan de perifollo?”. Respondió la señora: “Aquí tengo de ese pan”. “No lo sabía” –se sorprendió don Languidio. Explicó la mujer: “Es que lo tengo reservado para el compadre Pitorro”.
Una joven señora comentó en la reunión con sus amigas: “Mi marido me ocasiona muchos problemas. En tres meses que llevo casada con él ya he rebajado siete kilos”. Se escuchó un coro unánime: “¿Me lo prestas?”.
Babalucas vendía un perro. “Es manso y obediente” –le dijo a un posible comprador. Preguntó éste: “¿Y de pedigree?”. Aseguró Babalucas: “No bebe ni una gota”.
El padre Arsilio reprendió a Pirulina. “Hija mía: no me gustan nada ese suéter tan apretado y esa falda tan corta y ajustada que llevas”. “A mí tampoco me gustan, padrecito” –replicó la pizpireta chica. “Y si no te gustan –se asombró el buen sacerdote– ¿por qué los usas?”. Pirulina: “Entiendo que a usted le gusta la pesca, señor cura. Y ¿qué usa de carnada? ¿Lo que le gusta a usted o lo que les gusta a los peces?”.
En el intermedio del concierto un estudiante de música fue al pipisrúm. Mientras desahogaba una necesidad menor se puso a ver la partitura de la obra que la orquesta acababa de tocar. En eso llegó un borrachito y se puso a hacer lo mismo. “¡Y de memoria, güey!” –le dijo muy orgulloso al estudiante.
Doña Macalota regresó de un viaje. Su hijito le dijo: “Mi papi es muy miedoso, y la muchacha de servicio es muy amable. “¿Por qué dices eso?” –se inquietó la señora. Respondió el pequeñín: “Por las noches a mi papá le daba miedo porque no estabas tú, y la muchacha lo dejaba dormir en su cama”.
Con tono suplicante la esposa de Capronio le rogó: “Llévame al cine”. El tipo se molestó: “Me lo pides como si nunca te hubiera llevado”. “Ya sé que me has llevado –reconoce humildemente la señora–. Pero me dicen que ahora hay películas de colores”.
El señor Caradura enviudó. Al mes ya iba por la calle acompañado por una exuberante muchacha de color. Se topó con una comadre suya que le preguntó, molesta: “¿Cómo ha estado, compadre? Desde la muerte de mi comadre no lo había visto”. “Pues ya me ve, comadrita –respondió el viudo abrazando por la cintura a la estupenda morenaza–. Todavía de luto”.
La mamá de Pepito le repasaba la lección de Geografía. Le preguntó: “¿Cuál es la capital de Coahuila?”. Pepito vaciló. “No lo recuerdo”. “Es Saltillo –le dijo la señora–. Para que no se te olvide, esta noche no te daré sal. ¿Cuál es la capital de Aguascalientes?”. “Tampoco me acuerdo” –respondió el chiquillo. “Es Aguascalientes –le informó la mamá–. Para que no se te olvide, esta noche no te daré agua”. El papá de Pepito le pidió a su esposa: “Pregúntame algo a mí”. Lo interrogó ella: ¿Cuál es la capital de Sinaloa?”. Confesó el señor: “No lo sé”. Pepito consultó rápidamente su libro. Vio que era Culiacán y le dijo a su mamá: “¿Le das tú la mala noticia, mami, o se la doy yo?”.
Un gusanito vio algo que le gustó mucho y exclamó entusiasmado: “¡Qué culito tan lindo!”. Al punto oyó una vocecita que le dijo: “No te emociones, pendejo. Soy tu otro extremo”.
Don Carmelino, caballero siciliano, viajó a los Estados Unidos invitado por su hijo, que vivía en Nueva York. El muchacho quería que su padre conociera el american way of life, de modo que lo llevó al Yankee Stadium a presenciar un juego de beisbol con las grandes estrellas del ayer. Jamás en su vida había visto el visitante un partido del “Rey de los Deportes”. En la primera entrada Mickey Mantle conectó un hit. “¡Corre, Mickey, corre!” –gritó entusiasmado el hijo. En el segundo inning, Roger Maris pegó un doble. “¡Corre, Roger, corre!” –exclamó otra vez el muchacho. En la tercera entrada llegó a batear Joe DiMaggio. El pitcher hizo el lanzamiento. Bola una... Bola dos... Bola tres... Bola cuatro... DiMaggio tiró el bate y se dirigió trotando lentamente a la primera base. “¡Corre, Joe, corre!” –empezó a gritar con ansiedad el señor grande. “Éste no debe correr, padre –lo corrigió su hijo–. Tiene cuatro bolas”. “Mamma mia!” –se preocupó don Carmelino. Y empezó a gritar: “¡Camina con cuidado, Joe! ¡Camina con cuidado!”.
Cierta chica que vivía en Washington le contó a una amiga su última experiencia en materia de relaciones amorosas: “Anoche salí con un chico del Sur, concretamente de Atlanta. Me invitó a tomar una copa, a cenar y luego a bailar. Todo ese tiempo se portó como un perfecto caballero sureño. Al final me invitó a conocer el departamento que tiene en la ciudad”. Preguntó la amiga, curiosa y traviesa al mismo tiempo: “Y ¿qué hizo en el departamento ese perfecto caballero del Sur?”. “Pues te diré –respondió la otra–. Ahí se puso bastante norteño”.
Tenía un campesino / un burro (o un jumento o un pollino), / y por ahorrar dinero, / pues traía un problema financiero, / decidió ya no darle maíz, cebada, / avena ni forraje. En suma nada. / El borrico, paciente, / buscaba en vano donde hincar el diente, / y el campesino, orondo, / decía: “Este negocio va redondo”. / Un día, sin embargo, / harto de aquel ayuno ya tan largo, / el asno fue al granero / y juntando su esfuerzo postrimero / con una gran patada / la puerta derribó toda quebrada. / Comió cebada, maíz, forraje, avena / hasta que tuvo la barriga llena, / y al campesino tuno / le dijo: “Me impusiste aquel ayuno / porque mi sacrificio / fuera de tu fortuna nuevo inicio, / mas llevaste a tal grado aquel ahorro / que si a mí mismo no me doy socorro / en este mismo día / de cuero de tambor ya serviría”... Aprendan este cuento / quienes han concebido el pensamiento / de no atender ningún clamor social / en medio de la crisis general...
Don Crésido, rico señor, pasó a mejor vida. El notario que hizo el testamento convocó a la que fue su secretaria. “Señorita Rosibel –le dijo–. Me permití llamarla porque es usted una de las legatarias de don Crésido”. “Oh, no –replicó ella, ruborosa–. Es cierto que una vez pasé con él un fin de semana en Cancún, pero nunca fui eso que usted dice”.
En la playa Susiflor y Dulcilí veían a los atléticos bañistas que pasaban. Exclamó Susiflor mirando a uno: “¡Qué hombrón!”. “No te fíes de apariencias –le aconsejó Dulcilí–. Conozco a uno que vive en casa con dos garages, y lo único que tiene es una bicicletilla”.
Un sujeto de nombre Musculino practicaba el fisicoculturismo. Más el físico que el culturismo, hay que decirlo. Contrajo matrimonio con una avispada chica de nombre Clarabel. La noche de las bodas hizo ante ella jactancia de su atlética contextura. Se despojó de su camisa y le mostró los bíceps. “Mira –le dijo–. Un centímetro más y sería Míster Universo”. En seguida se quitó la camiseta, con lo que puso al descubierto su toroso torso. “Mira –repitió–. Un centímetro más y sería Míster Universo”. Luego dejó caer pantalón y calzoncillo. Su flamante mujercita lo vio y dijo: “Mira. Un centímetro menos y serías Miss Universo”.
Rondín # 12
Después de que el Titanic colisionó contra el imprudente iceberg el capitán Smith llamó a sus oficiales y les ordenó que tranquilizaran a los pasajeros. Una señora le preguntó llena de alarma al encargado de cubierta: “¿A qué se debe esta inclinación del barco? ¿Nos estamos hundiendo?” “Oh, no, señora –respondió prontamente el marinero–. Es que vamos a llenar la alberca”.
Don Rupestre era hombre campirano, desconocedor de los convencionalismos de la sociedad. Tenía una hija en edad de merecer, llamada Eglogia, dueña de prominentes atributos delanteros y traseros. Cierto día un muchacho citadino se presentó ante él y le dijo: “Señor: vengo a pedirle la mano de Eglogia”. “¿La mano? –contestó receloso don Rupestre–”. “No me tome por tonto, jovencito. Ya sé lo que realmente quiere de ella”.
El recién casado llegó a comer por primera vez en su nidito de amor. Al terminar le dijo a su flamante mujercita: “¡Qué rica estuvo la comida, cielo mío!”. Dijo ella, orgullosa: “¡Y la compré con mis propias manos!”.
Pepito vivía frente a una casa de mala nota. Todos los jueves veía entrar en ella a un individuo que se ocultaba tras unos gruesos lentes negros. Cierta noche Pepito le dijo: “Ya sé a lo que vienes”. Contestó el sujeto hablando con voz ronca: “No te metas en lo que no te importa, niño”. El día siguiente el director de la escuela llamó a Pepito y lo reprendió por una de sus tantas travesuras. En respuesta le dijo el chiquillo: “Trae usted aliento alcohólico”. Respondió con ronca voz el director: “No te metas en lo que no te importa, niño”. “¡Ah! –exclamó Pepito–. ¡Ahora ya sé también dónde trabaja!”.
Pebetina se llamaba aquella chica que vivía en la hermosa ciudad de Buenos Aires. Cierto día fue a confesarse. “Acúsome, padre, de que voy a casarme con un divorciado”. Le dijo el confesor: “Respeto la decisión que ha tomado usted, hija. Pero antes medítela”. Contestó Pebetina: “Ya me la medí, padre, y la sentí muy bien”.
Dos mujeres jóvenes hacían un viaje en autobús. No advirtieron que en el asiento de atrás iba dormitando un borrachín. Le preguntó una a la otra: “¿Tú las darías por 3 mil pesos? Me refiero a tus muchas cualidades”. “Sí las daría –replicó la otra–”. “¿Y por 2 mil?”. “Quizá también”. “¿Y por mil?”. “A lo mejor”. Intervino en eso el borrachín: “Cuando lleguen a los 200 pesos me despiertan.
“Quiero que me haga la castración”. El cirujano del hospital quedó asombrado cuando el señor Venancio le hizo esa peregrina petición. “¿Cómo es eso?” –le preguntó admirado. Explicó don Venancio con su particular ceceo: “El doctor de mi pueblo me dijo que necesito que me hagan la castración, y yo tengo absoluta confianza en su criterio”. “Pero, señor Venancio –le indicó el facultativo–, lo que usted me pide es algo sumamente delicado. Tendría yo que someterlo a una serie de exámenes a fin de ver si procede esa intervención tan drástica”. “Nada, nada –replicó el señor Venancio, terco–. Hágame usted la castración”. Ante la insistencia del paciente el facultativo pensó que debía confiar en la opinión de su colega. Además su esposa le estaba pidiendo que le cambiara el coche por otro de modelo más reciente. Procedió entonces a hacer la dicha castración. Acabada que fue la intervención le preguntó en su cuarto a don Venancio cómo se sentía. Respondió el señor: “Siento como si me hubieran quitado un enorme peso de encima. De abajo en este caso”. Dijo el cirujano: “Estaré pendiente de usted para ver cómo evoluciona lo de su castración. Y ahora discúlpeme. Debo regresar al quirófano a hacer una circuncisión”. “¡Coño! –exclamó don Venancio consternado–. ¡Ésa era la palabreja!”.
Le decían “el príncipe charro” por no decirle “el pin… chaparro”. Y es que era bajo de estatura, tanto que para atarse las cintas de los zapatos no tenía que agacharse. El tal chaparro se inscribió en un club nudista, pero bien pronto fue expulsado de él. Una socia se quejó: “Siempre anda metiendo la nariz en mis cosas”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, llenó la solicitud de su licencia para manejar. En el renglón donde decía: “En caso de accidente avisar a…”, puso: “La prensa, el radio y la televisión”.
Dulciflor, ingenua joven, resultó un poquitito embarazada. Les dijo a sus papás: “Fue por autosugestión”. “¿Cómo por autosugestión?” –inquirió el padre. Explicó Dulciflor: “Me sugestionó un muchacho en su auto”.
“Lo único que haces es verme las bubis” –le reclamó la muchacha a su galán–. “No es cierto” –protestó él–. “Claro que es cierto –reafirmó la chica–. A ver: ¿de qué color tengo los ojos?”. Arriesgó el muchacho: “¿36 b?”.
“¡Así, papacito! ¡Así!”… “¡Muévete, mi negra! ¡Cómo que me haces una o!”… Grande fue la sorpresa del padre Arsilio cuando oyó al pie de su ventana esas palabras a las que acompañaban jadeos acezantes, respiraciones agitadas y entrecortados monosílabos. El buen sacerdote abrió el postigo y lo que vio lo dejó atónito y suspenso: he aquí que un hombre y una mujer estaban en el jardín practicando el más antiguo rito natural. Don Arsilio reconoció a la pareja. Ella era Colchonina, mujer que daba a título oneroso lo que de la naturaleza había recibido gratuitamente; él era Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne. “¿Qué hacen ustedes?” –les preguntó, severo–. Ociosa pregunta, a fe mía: pese a la oscuridad reinante se veía a las claras lo que estaban haciendo. A falta de respuesta de los que follando estaban les ordenó en forma terminante: “¡Suspendan eso inmediatamente!”. Contestó Afrodisio sin siquiera alterar el ritmo de su acción: “Quizás en otra ocasión podamos suspenderlo, señor cura, pero esta vez tendrá que perdonarnos. Ya vamos muy adelantados”.
Babalucas le preguntó a su compañero de oficina: “¿Qué horas son?”. Consultó el otro su reloj y le informó: “Las 8 menos 5”. “¿Para qué complicas las cosas? –se molestó Babalucas–. Di sencillamente que son las 3”.
Candidito era un virtuoso joven de ésos que Monseñor Tihamer Toth llamaba “flores de castidad, espejos de pureza y faros de incorruptibilidad”. Pertenecía a todas las asociaciones piadosas de su pueblo. Cierto día vio en la plaza a una muchacha cuyos ojos decían al varón que la miraba: “¡Date preso!”. Candidito la miró y quedó apresado. Rondó la ventana de la hermosa, y cuando ella acudió a la reja le confesó su amor. No haré larga la historia, que por ser de amor es breve. Se casaron. La noche de las bodas ella se mostró al natural ante su alelado maridito. Él preguntó con temblorosa voz: “¿Recuerdas, Pechichona (así se llamaba la desposada), que el Señor les dijo a Adán y Eva: ‘Creced y multiplicaos’?”. Respondió ella: “Sí, lo recuerdo”. Y Candidito declaró, turbado: “Pos yo ya estoy creciendo”.
Noche de bodas. El joven Simpliciano tomó por los hombros a su flamante mujercita y le preguntó, solemne: “Dime, Pirulina: ¿eres virgen?”. Respondió ella: “¿Qué ya vas a poner el nacimiento?”.
Doña Macalota mostró inquietud porque su esposo don Chinguetas iba a hacer un largo viaje. Le dijo él: “No te preocupes. Volveré cuando menos lo esperes”. Replicó doña Macalota: “Eso es precisamente lo que me preocupa”.
Rosibel, la linda secretaria de don Algón, le pidió un consejo a su compañera de oficina: “Mañana es el cumpleaños del jefe, y quiero enviarle un mensaje de felicitación. ¿Cómo piensas que debo firmar: ‘Suya atentamente’ o ‘Suya cordialmente’?”. Sugirió la otra: “Creo que en tu caso deberías firmar: ‘Suya frecuentemente’”.
Un tipo le dijo a su mejor amigo: “Me pasa algo muy raro. Puedo hacer el amor con todas las mujeres, menos con la mía”. Declaró el otro: “A mí me sucede todo lo contrario. No puedo hacer el amor con ninguna mujer, sólo con la tuya”.
“Las mejores horas de mi vida las he pasado en brazos de una mujer casada”. Los asistentes a la misa en catedral quedaron estupefactos al escuchar esas palabras, pues las dijo el obispo de la diócesis. Preguntó luego Su Excelencia ante el silencio de la azorada feligresía: “¿Saben quién es esa mujer?”. Y se respondió a sí mismo con una gran sonrisa: “¡Mi mamá, hermanos!”. Todos rieron, y aun hubo algunos que aplaudieron la ingeniosa salida del jerarca. Entre los que estaban en la celebración se hallaba un cura joven. Al día siguiente regresó a su parroquia pueblerina, y en la primera misa que ofició quiso emular el recurso oratorio del dignatario. Manifestó como él: “Las mejores horas de mi vida las he pasado en brazos de una mujer casada”. Sucedió lo mismo: los feligreses quedaron asombrados. Preguntó el curita: “¿Saben quién es esa mujer?”. Y respondió en seguida triunfalmente: “¡Es la mamá del señor obispo!”.
Rondín # 13
Una gallina le dijo a otra: “Los huevos que tú pones son tan chiquitajos que se venden a 1 peso cada uno. En cambio los que pongo yo son tan grandes que se venden a 1.50”. Replicó la otra: “¿Y crees que por un chinche tostón voy a andar por ahí toda desfundillada?”.
La encuestadora le preguntó a Afrodisio Pitongo: “¿Practica usted el sexo seguro?”. “Sí –respondió el salaz sujeto–. Siempre me cercioro de que el marido está fuera de la ciudad”.
El empleado de don Algón le pidió permiso para faltar aquella tarde. Le explicó que su señora suegra había pasado a mejor vida, y debía asistir a su sepelio. “¡Ah no! –rechazó con enojo el director–. ¡Primero es el trabajo que la diversión!”.
El doctor Ken Hosanna, sentado en el suelo después de la caída que sufrió, le dijo a su paciente de prominente busto: “Señorita Tetonnia: la próxima vez que le pida que respire profundamente deme tiempo de hacerme a un lado”.
Un piloto aviador de edad madura contrajo matrimonio con una mujer en flor de vida y dueña de exuberantes atributos. En la noche de bodas se dispuso a consumar las nupcias. Estaba apenas en los prolegómenos del caso –lo que los norteamericanos llaman el foreplay– cuando se oyeron toques en la puerta. El piloto fue a abrirla, y con asombro se vio frente a otro piloto. Le explicó su flamante mujercita: “Será tu copiloto. Lo invité por si a ti te pasa algo”.
Estamos en Transilvania. Una asustada doncella le contó a su madre: “Anoche entró por la ventana Drácula a mi alcoba”. Inquirió la señora, preocupada: “Y ¿qué te hizo?”. La cándida muchacha le detalló circunstanciadamente lo que le había hecho. Y decretó la madre: “No era Drácula”.
El rey Luis XV vio que a su palacio habían llevado una sala estilo Luis XV. “Sacadla de aquí –ordenó al punto–. Ya sabéis que no me gustan esos muebles modernistas”.
El padre Arsilio y el rabino Lamden tenían buena amistad. Cierto día estaban conversando, y el sacerdote le preguntó a su amigo: “Ustedes no pueden comer jamón, ¿verdad?”. “Así es –respondió el rabino–. No podemos comer jamón”. “Qué lástima –dijo el padre Arsilio–. Es muy sabroso”. Tras unos instantes de silencio preguntó el rabino Lamden : “Ustedes no pueden tener trato con mujer, ¿verdad?”. “Así es –contestó el sacerdote–. No podemos tener trato con mujer”. “Qué lástima –se condolió el rabino–. Eso es mucho más sabroso que el jamón”.
No recuerdo si el sapientísimo señor Sobarzo recogió en el útil libro que escribió sobre el vocabulario de Sonora la expresión “áñil”, usada allá para significar “¡Naturalmente!”, “¡Claro!”, “¡Por supuesto!”, “¡A huevo!”. Sucedió que en un barrio de Hermosillo escaseó el agua. Cierta señora llamó por teléfono a un programa de radio que recibía quejas de los ciudadanos y le dijo al encargado: “Tengo que levantarme a media noche a coger agua, porque el resto del día ya no llega”. Preguntó el locutor: “¿Y anoche cogió?”. Hizo una pausa la señora y respondió en seguida: “¡Áñil!”.
Noé escuchó ruidos extraños en el clóset de su recámara en el arca, y advirtió en su esposa señales claras de nerviosidad. Abrió el clóset y vio en él a un individuo. Antes de que el patriarca pudiera pronunciar palabra su mujer se justificó: “Tú también subiste al arca dos ejemplares de cada especie”.
Babalucas se iba a casar. Lo visitó un agente de seguros y le dijo: “Ahora que va usted a casarse debería tomar un seguro de vida”. “No creo necesitarlo –respondió el badulaque–. Ella no es tan peligrosa”.
Acnerito, el hijo de doña Holofernes y don Poseidón, cumplió 18 años. Su madre pensó que el muchacho estaba ya en edad de saber ciertas cosas de la vida, y le pidió a don Poseidón que le hablara de lo que hacen las abejitas y los pajaritos. El genitor llevó aparte a su hijo y con él sostuvo el diálogo siguiente: “¿Recuerdas, hijo, la última vez que fuimos tú y yo a la ciudad?”. “Sí, ’apá”. “¿Y recuerdas que en la calle nos abordaron dos muchachas muy pintadas que mascaban chicle y llevaban bolsas de chaquira, medias de malla y zapatos de tacón aguja?”. “Sí, ’apá”. “¿Recuerdas que las llevamos al hotel?”. “Sí, ’apá”. “¿Y recuerdas lo que ahí hicimos con ellas?”. “Sí, ’apá”. “Bueno –concluyó don Poseidón–. Eso es lo que hacen las abejitas y los pajaritos”.
Las socias del Club Gardenia invitaron al general Ote a su reunión mensual a fin de que les hablara de sus experiencias en la milicia. Manifestó él: “Les agradezco la invitación, señoras mías, pero me veo en la penosa necesidad de no aceptarla. Soy muy mal hablado, y temo que en el curso de la plática se me escape alguna palabra inconveniente, lo cual me apenaría bastante”. “No se preocupe usted, mi general –lo tranquilizó una de las señoras-. En vez de decir esa palabra diga usted: ‘metáfora’. Nosotras entenderemos”. Asistió, pues, el general a la reunión y narró una de sus experiencias de soldado. “Estaba yo en un pueblo del norte del país y conocí a una hermosa mujer. Tenía un busto espléndido, enhiesto y firme; una grupa como de potra arábiga; piernas torneadas y muslos que se adivinaban invitadores como puertas que se abrían para brindar placeres indecibles. Y ya no le sigo, señoras, porque nomás de acordarme de aquella mujer ya se me está levantando la metáfora”.
Es necesario ahora que aligeres el contenido de tu inane columneja narrando algunos otros chascarrillos. Por ejemplo, el de la muchacha que en el aeropuerto se despidió con amorosos abrazos y apasionados besos del apuesto joven. Cuando el avión levantó el vuelo la muchacha rompió a llorar desconsoladamente. La bondadosa dama que iba a su lado le preguntó, solícita: “¿Lloras porque tu marido se queda y tú te vas?”. “No, -respondió la muchacha sin dejar de llorar-. Lloro porque ahora voy a mi casa con él”...
Don Algón iba a contratar una nueva secretaria, y entrevistó a una de la cual le habían hablado muy bien. “Dígame, señorita Rosibel -le preguntó-. Si le ofrezco 15 mil pesos de sueldo a la semana, ¿me dirá que sí?”. Contestó de inmediato Rosibel: “Por ese sueldo le diré que sí varias veces a la semana”.
Tirilina era una chica muy flaquita. Cierto día se tragó entera una aceituna, y cinco muchachos huyeron del pueblo...
Un grupo de parejas de edad madura se reunieron a cenar. Los maridos empezaron a hablar de sus respectivas experiencias. Acabados los relatos uno de ellos comentó en tono filosófico: “No cabe duda. Hemos tenido altas y bajas”. Su esposa le musitó a la amiga que tenía al lado: “Él ya tiene puras bajas”.
Estamos en tiempos de revolución. Cacariola, madura señorita soltera hija del dueño de la hacienda, estaba en su alcoba aplicándose los polvos de arroz que le disimulaban las arrugas. De pronto se escucharon gritos, disparos, tropel de caballería. La mamá de Cacariola le dijo con angustia: “¡El Cielo te proteja, hija de mi alma! ¡Llegaron los revolucionarios, esos lujuriosos vándalos ultrajadores, deshonradores de mujeres!”. “¡Qué barbaridad! –exclamó consternada Cacariola–. ¡Y yo en estas fachas!”.
“Me acuso, padre –dijo la linda Pimpinela en el confesionario–, de que estoy entregada en cuerpo y alma al Señor”. “Eso no es pecado –la tranquilizó el buen padre Arsilio–. Por el contrario, es una gracia muy grande estar entregada así al Señor”. “¿Al de la tienda?” –preguntó tímidamente Pimpinela–.
Don Cornulio está triste. ¿Qué tendrá don Cornulio? Sus compañeros de la oficina le preguntaron: “¿Te pasa algo?”. Respondió el señor, atribulado: “Mi hijo acaba de decir su primera palabra”. “¿Y eso te entristece? –se extrañaron los otros–. Deberías estar feliz”. “Así es –admitió don Cornulio–. Pero esa palabra la pronunció en una reunión en la que estaban mis amigos y compadres. Dijo: ‘Papá’. ¡Y todos voltearon!”… .
Rondín # 14
Don Algón, salaz ejecutivo, le contó a su socio: “Ayer la pasé en grande. Llevé a Rosibel, mi secretaria, al club de golf para enseñarle el juego. Nos divertimos como no te imaginas. Ella no tiene facultades para eso, y se pasó todo el tiempo echando la pelotita a los arbustos”. Preguntó el otro sin entender: “¿Y dónde estuvo la diversión?”. Respondió don Algón: “Atrás de los arbustos”.
“Los hombres son muy malos, hija mía –aleccionó doña Holofernes a su hija–. No te fíes”. “Jamás me fío, mami –aseguró la muchacha–. ... Siempre lo hago de riguroso contado”.
Tres amigos fueron de vacaciones a Cancún. En el hotel conocieron a unas chicas que viajaban juntas: una telefonista, una enfermera y una profesora. Al día siguiente los amigos comentaron en el desayuno sus respectivas experiencias. Dijo uno: “A mí no me fue muy bien con la telefonista. No pude hacer nada. Lo único que me decía era: ‘Un momentito por favor’”. “A mí tampoco me fue bien con la enfermera –declaró el segundo igualmente atribulado–. Tampoco me dejó hacer nada. Se la pasó toda la noche diciéndome: “No se mueva, señor; no se mueva”. Manifestó el tercero: “Pues a mí me fue peor con la profesora”. Preguntaron los amigos: “¿Tampoco te dejó hacer nada?”. “Me dejó hacer todo –respondió el tipo, que se veía desfallecido, exánime, agotado–. Pero cuando terminé me dijo: ‘No lo hiciste muy bien. Tendrás que repetir la tarea cinco veces’”.
El borrachín del pueblo agonizaba en el hospital de pobres víctima de sus excesos. Un sacerdote acudió a impartirle los últimos auxilios de la religión. “Dime, Beodio –le preguntó–. ¿Renuncias a Satanás?”. “No, padre –respondió el borrachín–. Ignoro lo que me espera en el otro mundo, y en mis circunstancias no creo conveniente indisponerme con nadie”.
Tres amigos expertos en cosas de sexualidad cambiaban impresiones acerca de un tema interesante: la ropa íntima femenina. “A mí me gusta sencilla y sin adornos” –dijo uno–. Dijo otro: “En cambio a mí me gusta con encajes y otros detalles atrevidos”. “A mí –dijo el tercero– me gusta que la ropa íntima femenina sea como los libros que leo”. “¿Cómo?” –preguntaron los otros–. Respondió el tipo: “Con mucho contenido humano”.
El gallo perseguía a las gallinas por todo el corral, y cuando las alcanzaba cumplía en ellas el rito antiguo de la naturaleza. (Recordemos el mexicanísimo dicho: “¡Ay, quién tuviera la dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!”). Al final de la jornada el gallo estaba agotadísimo. El pato le indicó: “Es que todo el día les haces el amor a las gallinas”. Respondió el gallo: “No es hacerles el amor lo que me cansa. Lo que me jode es correr tras ellas”.
Un señor se hallaba en el lecho de agonía y le dictó a un notario público su última voluntad. “Dejo toda mi fortuna a mi esposa Gorgolota con una condición: que se vuelva a casar”. “¿Que se vuelva a casar? –se asombra el notario–. ¿Por qué?”. Explicó el señor: “Quiero que haya alguien que sienta mi muerte”.
Una señora le preguntó a otra: “¿Cómo es el amor con tu marido?”. Respondió la otra: “Como la noche del Grito de Independencia”. “¿Con mucho entusiasmo, mucho fuego?”. “No. Una vez al año”.
El atractivo pero tímido muchacho le dijo en su automóvil a la avispada chica: “Florilí: tú sabes que soy muy tímido. Necesito que me ayudes. Si estás dispuesta a permitirme que te tome una mano, mírame. Si quieres dejarme que te dé un beso, sonríe”. Ella prorrumpió en una formidable, estrepitosa carcajada. (Esperemos que el muchacho haya entendido).
Aquel vaquero estaba tan borracho que sus amigos decidieron jugarle una pesada broma. Le quitaron la silla a su caballo y se la volvieron a poner, pero al revés, con la cabeza de la silla hacia la cola del caballo. Al día siguiente, ya en su casa, la esposa del vaquero le dijo: “Levántate ya, Billy. Es hora de que te vayas al trabajo”. “No tengo en qué irme –responde el vaquero tristemente–. Anoche le cortaron la cabeza a mi caballo, y para poder llegar aquí tuve que venir todo el tiempo tapándole la tráquea con la mano”.
Estamos en tiempos de las Cruzadas. Sir Galahad, caballero de la alta nobleza en la Bretaña, se disponía a salir con sus mesnadas a fin de reconquistar el Santo Sepulcro en poder de los infieles. Aunque confiaba plenamente en la fidelidad de lady Guinivére, su esposa, siguió el uso de todos los cruzados y le hizo poner un cinturón de castidad. Llamó a su mejor amigo, sir Grandick, que no iba a ir a la Cruzada porque la espada se le había descompuesto, y le puso en las manos la llave del cinturón. Le dijo: “Pongo en tus manos esta llave, amigo mío, para que la guardes hasta mi regreso. Con eso guardarás también el honor y pureza de mi mujer, a quien te confío igualmente, pues conozco tu calidad de caballero y tu condición de hombre de honor”. Sir Galahad le entregó la llave a su amigo y subió luego a su caballo para emprender el camino a Tierra Santa. No había andado ni una lengua cuando a todo galope lo alcanzó sir Grandick al tiempo que le gritaba: “¡No es la llave!”.
Agotada, desfallecida, exhausta, la recién casada le dijo a su insaciable maridito al terminar el primer día de la luna de miel: “¡Te amo, Enrique!”. “No me llamo Enrique” –se amoscó él–. “Perdóname, Libidio –se disculpó la chica–. Estaba pensando en el rey Enrique porque ya vas en el octavo”.
Cuatro mamás, las cuatro católicas devotas, hablaban con señalado orgullo acerca de sus respectivos hijos, miembros destacados de la iglesia. “El mío es cura párroco –dijo una con orgullo–. Cuando entra en algún sitio todos dicen: “¡Padre!”. “Mi hijo es obispo –dijo la segunda con ufanía mayor–. Cuando entra en algún sitio todos dicen: “¡Su Excelencia!”. Comentó la tercera con satisfacción aún más grande: “Mi hijo es cardenal. Cuando entra en algún sitio todos dicen: “¡Eminencia!”. Y dijo la cuarta con orgullo que nadie podía superar: “Mi hijo es punk. Usa ropa estrafalaria; está todo cubierto de tatuajes, incluyendo el rostro; lleva los pelos erizados y pintados de rojo, amarillo, verde, morado, café, anaranjado y azul. Cuando entra en algún sitio todos dicen: “¡Dios mío!”.
El auditor que visitaba el banco le pidió a la curvilínea secretaria del gerente: “Deme por favor la llave que le di a guardar ayer”. La muchacha se sacó la llave del sitio más sorprendente. “¿Qué significa esto? –se asombró el auditor– ¿Por qué trae la llave ahí?”. “Señor –explicó la muchacha–, usted me dijo que la guardara en un lugar al que nada más tuviera acceso el gerente del banco”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. En cierta ocasión hizo un viaje en avión de hélice. A su lado iba una monjita. De pronto fallaron los motores de la nave, y el avión empezó a caer en vertiginosa picada. La religiosa tomó de la mano al tal Capronio y le dijo con angustia: “¡Hermano! ¡Recemos para llegar al Cielo!”. “Va a estar cabrón, madre –contestó el ruin individuo–. Precisamente vamos en dirección contraria”.
El borrachín iba pasando cae que no cae junto a una barda. “¡Hola, cachetona!” –saludó volviendo la vista hacia arriba–. En lo alto de la barda se oye a una mujer decirle a otra: “Ya te he dicho que no te sientes en la barda, Nalgarina. Estamos en un campo nudista”... Tetina Grandchichier anhelaba ser concertista de guitarra, pero tenía el busto tan exuberante que aún con los brazos extendidos no alcanzaba a tañer el instrumento. Acudió a un joven cirujano plástico y le pidió que le redujera el busto. El novel médico, después de contemplar extasiado la ubérrima pechera de Tetina, le hizo una sugerencia. “Señorita Grandchichier: ¿no le gustaría que mejor le alargáramos los brazos?”.
Te tengo una buena noticia –le dijo don Algón a su socio don Pitorro–. Conseguí que mi secretaria salga contigo hoy en la noche”. “¡Magnífico! –se alegró don Pitorro–. Y yo tengo otra buena noticia para ti: tu mujer no saldrá esta noche a esa junta que te había dicho”.
El niñito le preguntó a su mami: “¿Qué le regalaría mi papá a la muchacha? ¿Una bici, una moto o un caballo?”. La señora, extrañada, preguntó a su vez: “¿Por qué piensas que le regaló alguna de esas cosas?”. Explicó la inocente criatura: “Porque anoche que saliste mi papi fue a su cuarto, y poco después oí que le dijo: ‘Ahora súbete tú, mamacita”’.
Suspiraba la pequeña Rosilita: “Si me caso tendré un marido como mi papá. Si no me caso tendré el carácter agrio de mi tía Solteria. De cualquier modo estoy jodida”.
Babalucas les contó a sus amigos: “Anoche entró en mi casa un ladrón raro. Cuando llegué saltó por la ventana y dejó toda su ropa, sus zapatos, su reloj…”
Alce en Celo y Cierva Blanca, pieles rojas, se veían secretamente en un claro del bosque, y ahí se entregaban a deleites carnales indebidos, pues ella tenía esposo y él mujer. Cierto día se hallaban los dos gozando ese placer prohibido cuando Cierva Blanca alzó la vista y vio que alrededor del valle, en las montañas, se alzaban señales de humo que cubrían todo el cielo. Le dijo preocupada a su galán: “Tenemos que ser más cuidadosos, Alce. Los vecinos empiezan a murmurar”.
Rondín # 15
“¡Con eme!” –dijo la joven esposa con energía–. “¡Con ge!” –exclamó su marido igualmente enfático–. “¡Con eme!” –insistió ella–. “¡Con ge!” –repitió él–. “¡Te digo que con eme!” –volvió a repetir ella–. ¡Caramba! –se desesperó él–. Tengo un mes fuera de la casa, trabajando, ¿y ahora que llego tú quieres primero comer?”.
Aquella casa estaba llena de paquetes de condones. Los había sobre las mesas y las sillas; se veían en los armarios y alacenas; llenaban los estantes y repisas. Hasta en el suelo había condones. El amigo que visitó al dueño de la casa se sorprendió al ver esa cantidad enorme de preservativos. Le preguntó asombrado: “¿Tan grande así es tu actividad sexual? Ni los claros varones de Saltillo la tienen tan intensa”. “No se trata de mi actividad sexual –respondió el otro con pesaroso acento–. Tú sabes que siempre he padecido este tic nervioso que me hace guiñar continuamente el ojo. Por mi estado de nervios todos los días me duele la cabeza. Voy a la farmacia y le digo al encargado: ‘Me da una caja de aspirinas’. El tipo me ve guiñar el ojo; me hace otro guiño igual y me pasa disimuladamente un paquete de preservativos. Y aquí me tienes, con la casa llena de condones y siempre con jaqueca”.
Mesalinia, joven mujer de generoso cuerpo, contrajo matrimonio. Alguien del pueblo la conocía bien, y contó en la cantina: “Entiendo que en la noche de bodas su marido le hizo el amor como ningún hombre se lo había hecho antes”. “¿Cómo?” –se interesaron los otros–. Precisó el tipo: “Sin pagarle”.
¿Cuáles son, en promedio, los médicos de más baja estatura? Los proctólogos, porque son especialistas enanos.
A mí no me gusta hablar mal de las personas. Eso, desde luego, le quita interés a la conversación. Himenia Camafría, madura señorita soltera, le dijo al gendarme de la esquina: “Aquel hombre que va allá iba a hacerme tocamientos lúbricos, pero en eso llegó usted y escapó”. “No se preocupe –la tranquilizó el jenízaro–. Me retiraré y a lo mejor regresa”.
Un compañero de Babalucas comentó en la oficina: “Ronco tan fuerte que yo mismo me despierto”. Le sugirió el badulaque: “¿Por qué no te vas a dormir a otro cuarto?”.
Facilisa, mujer casada, estaba yogando en su domicilio con un nuevo querindongo. Le indicó: “Si de repente llega mi marido métete en el clóset y permanece en él hasta que se vaya”. Preguntó, inquieto, el follador: “¿Y si tarda en irse?”. “No hay problema –respondió la pecatriz–. Les tengo ahí agua y comida para cinco días”.
“No sabes hacer el amor” –le dijo el marido a su mujer. Días después llegó a su casa y la encontró en el lecho conyugal con un desconocido. “¿Qué haces?” –le preguntó furioso. “Aquí –contestó ella-, buscando una segunda opinión”.
La señorita Peripalda les contó a los niños del catecismo que entre todos los santos del Cielo los que llevan las aureolas más grandes son las vírgenes y los mártires. Pepito, como de costumbre, estaba papando moscas. “A ver, niño –le preguntó de súbito la catequista-. ¿Cuáles son los santos que llevan las aureolas más grandes?”. Aventuró Pepito, cauteloso: “¿Los más cabezones?”.
“Tengo cinco hijos –declaró la señora en una fiesta-. Dos de mi primer marido y dos del segundo”. Alguien quiso saber: “¿Y el otro?”. Respondió con orgullo la señora: “Ése lo hice yo solita”.
El jefe de la Guardia Nacional de cierta república centroamericana llamó al presidente de la República y le dijo: “Señor: nos invadieron miles de criaturas extraterrestres”. “¡Oh! –exclamó el presidente, cuyo catálogo de interjecciones era limitado-. Y ¿qué están haciendo?”. Respondió el otro: “Sobre eso hay dos noticias: una mala y una buena. La mala es que comen políticos. La buena es que mean gasolina”.
“Acúsome, padre, de que anoche le acaricié el busto a mi novia”. Así le dijo en el confesonario el joven Simpliciano al padre Arsilio. Inquirió el sacerdote: “¿Se lo acariciaste por encima de la ropa o por abajo?”. “Por encima” –precisó el muchacho. “Pendejo –replicó el confesor-. Se lo hubieras acariciado por abajo. La penitencia es la misma”.
“Tengo unas rayas extrañas en el busto”. El doctor Ken Hosanna examinó esa parte de la joven mujer y luego diagnosticó: “Su problema está en las uñas”. “No lo creo, doctor –opuso la paciente–. Siempre las traigo muy cortas”. “En las uñas de su novio” –completó el facultativo–.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, recibió en su casa a sus invitados. Uno de ellos vio en el salón de trofeos una piel de oso que servía como alfombra.
“Tiene historia –relató don Sinople, el marido de doña Panoplia–. Estaba yo en los bosques canadienses participando en la cacería del alce cuando de pronto se me apareció el feroz plantígrado”. Lo interrumpió la señora Marga Yate, una de las invitadas: “Pensé que nos iba a hablar del oso”. Tosió el famoso cazador y continuó. “El terrible animal se alzó sobre sus patas traseras, y de inmediato presentí su ataque”. “A lo mejor iba a bailar” –sugirió la señora Yate–. Volvió a toser don Sinople y prosiguió su narración. “Levanté mi rifle…”. “¿Se le había caído?” –preguntó doña Marga, interesada–. Tosió una vez más el cazador, preocupado porque las toses se le estaban acabando. “Disparé y cayó el oso a mis pies. Sentí haber dado muerte a aquel espléndido ejemplar, pero éramos el oso o yo”. “Qué bueno que fue el oso –opinó la señora Marga Yate–. Usted no hubiera lucido mucho como alfombra”…
Eric el Rojo, jefe de los vikingos, se puso en pie en la proa de su nave y ordenó a sus marinos: “¡Abordar!”. Le dijo uno de ellos al remero que tenía al lado: “Siempre ordena lo mismo, por eso nunca dejo de traer mi costura”.
Usurino Matatías, el hombre más avaro de la comarca, se preocupó bastante cuando su hijo le anunció que aquella noche iba a salir con una chica.
“No gastes mucho –le advirtió–. Cuida los centavos, que los pesos se cuidarán solos”. Cuando su hijo regresó de la cita el avariento señor quiso saber lo concerniente al asunto del dinero. Le informó el muchacho: “El gasto fue de 100 pesos”. “No es mucho” –suspiró con alivio Matatías–. Precisó el muchacho: “Era todo lo que ella traía”.
El hombre de la Edad de Piedra pintó en la pared de la gruta un mamut con siete pares de colmillos y dos colas. Le preguntó su mujer: “¿Dónde has visto un mamut así?”. “En ninguna parte –respondió el troglodita–. Pero voy a volver locos a los paleontólogos”.
La señora aleccionó a su hija: “No está bien que llegues a la cita antes que tu novio”. “¿Por qué no, mami? –replicó la chica–. A él le encanta que le tome la delantera”.
Rondín # 16
El ardiente galán le pedía a su linda dulcinea la dación de su más íntimo tesoro. Ella trataba de sofrenar los vehementes impulsos de su futuro esposo, pues tanto su mamá como las monjas del colegio le habían dicho que “eso” no se debe hacer antes del matrimonio. Le decía la muchacha a su ardoroso novio: “Nos vamos a casar dentro de un mes. ¿Acaso no puedes aguantar la espera?”. Repuso él: “Se me va a hacer muy larga”. Ella abrió los ojos, asombrada. “¿De veras? –exclamó con vivísimo interés–. ¡Pues motivo de más para esperar!”.
Cierto señor perdió los dientes en un accidente de automóvil. Por negligencia no remedió la pérdida, de modo que pasaron días, semanas, meses y el hombre seguía desdentado. Su esposa le pidió una y otra vez que acudiera al dentista, pero él no hacía caso. Por fin se decidió, y sin decir nada a su mujer fue a con un odontólogo que en breve tiempo le puso dientes nuevos. El tipo fue directamente a su casa deseoso de dar la sorpresa a su consorte. Ella estaba en la ducha, de espaldas a la puerta del baño. Con pasos tácitos, sin hacer ruido, el marido se le acercó y le dio una traviesa mordidita en el cuello. La señora le dijo sin volver la vista: “¿Qué haces aquí a esta hora? Vete inmediatamente, que no tarda en llegar el chimuelo”.
Avaricio Cenaoscuras, el hombre más cicatero del pueblo, dejó estupefactos a sus amigos al presentarse en el café ataviado elegantemente. Lucía traje nuevo de casimir inglés; zapatos de los más caros; camisa espléndida de seda y corbata de gran lujo. “¿Y eso? –se sorprendieron los amigos–. ¿A qué se debe el estreno, que debe haberte costado algunos miles? Te habíamos visto la misma ropa durante años y ahora pareces gentleman inglés”. Explicó don Avaricio con tono hosco: “Mi esposa dio a luz cuádruples”. Preguntaron los otros sin entender la explicación: “¿Y eso qué tiene qué ver con este nuevo lujo?”. Replicó Cenaoscuras: “¿Qué caso tiene tratar de controlar los gastos si en tu misma casa no te apoyan?”.
Una joven mujer de exuberantes curvas llegó a una mueblería y le pidió al encargado que le mostrara un juego de sala sexual. Así dijo: “Un juego de sala sexual”. Sonrió el empleado: “Querrá usted decir ‘seccional’”. Respondió ella: “Cada quien da a sus muebles el uso que quiera darles”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, esposa de don Sinople Gules, estaba muy orgullosa porque le habían terminado de construir su nueva casa. Le preguntó una amiga: “¿Y tienes dónde recibir a tus amistades?”. “Desde luego –respondió ella, ufana–. Solamente en mi recámara hay tres clósets”.
Ovonio Grandbolier, el hombre más perezoso del condado, le dijo una mañana a su mujer: “Hoy me levanté con ganas de trabajar”. “¿De veras?” –se asombró ella. “Sí –confirmó el tal Ovonio–. Voy a acostarme otra vez, a ver si se me pasan”.
La esposa de Babalucas llamó a la policía: “¡Por favor! –suplicó llena de angustia–. ¡Detengan a mi esposo antes de que vaya a cometer una locura!”. “¿Qué sucede?” –preguntó el oficial de guardia–. “Acabo de dar a luz –explicó la señora–. Tuve gemelos, ¡y mi marido salió furioso a buscar al otro hombre!”.
Doña Macalota iba todos los días a su banco. Al parecer hallaba diversión en depositar y retirar dinero a cada rato. “Señora –le advirtió el joven banquero que la atendía–, me permito sugerirle que no mueva tanto su cuenta”. “¿Por qué?” –se atufó doña Macalota. “Mire usted –le explicó el muchacho–. Esto de las cuentas bancarias es como una relación que se basa solamente en lo sexual: a fuerza de tanto meter y sacar se va haciendo menor el interés”.
Don Algón, salaz ejecutivo, pasó un fin de semana en Cuernavaca con una linda chica a la que conoció en un bar. Terminado aquel buen fin le preguntó, evocador: “¿Olvidarás alguna vez, preciosa, lo que hicimos en estos dos días de pasión?”. La interrogada preguntó a su vez: “¿Cuánto me das por olvidarlo?”.
El encargado de la recepción en el hotel les informó a Babalucas y a su esposa: “Por el precio de la habitación tienen ustedes derecho a dos niños gratis”. El badulaque se amoscó: “¿Y para qué diablos queremos dos niños, aunque sean gratis?”.
Don Chinguetas le contó a doña Macalota, su mujer: “Anoche tuve un sueño muy extraño. Soñé que un hombre guapo y joven te iba a hacer el amor. Yo me interpuse, e hice que se alejara y te dejara en paz”. “¡Ah! –se irritó doña Macalota–. ¡Como siempre, metiéndote en lo que no te importa!”.
Cierta mujer se estaba refocilando en el lecho conyugal con un hombre que no era su marido. Llegó éste y la sorprendió en el trance. “¡Eres una infame! –le dijo hecho una furia–. ¿Así faltas a la fe que me juraste al pie del ara? ¡Peliforra!”. Replicó ella: “Por favor no uses palabras raras en la casa, y menos en presencia de extraños. Además tú también me has engañado muchas veces”. “Tienes razón –reconoció el marido–. ¿Te parece si olvidamos nuestras mutuas faltas y hacemos borrón y cuenta nueva?”. “Me parece muy bien –aceptó la señora–. Pelillos a la mar”. En ese punto intervino el sujeto que estaba con la señora. Le preguntó: “Ahora que ya se arreglaron ¿podemos continuar?”.
Los amantes llegaron al mismo tiempo al culmen del acto pasional, y ambos cayeron lánguidos y exhaustos de espaldas en el lecho. Él encendió un cigarro. Ella, después de un rato de silencio, empezó a llorar calladamente. “¿Qué te pasa?” –preguntó el hombre–. La joven mujer estalló en llanto. “¡No supe lo que hacía!”. Dijo él: “Me sorprendes. En mi opinión lo hiciste bastante bien”.
Aquella gallinita puso por primera vez un huevo. Se quedó estupefacta al ver que el huevo que puso echó a correr velozmente y se perdió en la lejanía. La gallinita, azorada, fue con su mamá y le contó lo sucedido. “¿Qué gallo fue el que te pisó?” –preguntó la gallina madre–. “Aquél búlico que se ve allá” –señaló la hija–. “No te extrañe que el huevo haya corrido –le dijo la gallina–. Ese gallo tiene pie de atleta”.
Capronio, sujeto ruin, cínico y desconsiderado, sacó a bailar el vals a una muchacha en una fiesta de 15 años. Apenas habían dado unos cuantos pasos de baile cuando el aprovechado tipo deslizó su mano y la puso en la pompis de la joven. Ella protestó airadamente: “¡Quite la mano de ahí!”. Imperturbable, Capronio pasó su mano a la otra pompis al tiempo que le preguntaba a la indignada chica: “¿Qué ésta la traes inyectadita?”.
Goretino llegó virgen al matrimonio. La noche de las bodas la naturaleza y el instinto, sabios maestros los dos, le mostraron lo que debía hacer, pero el inexperto mancebo no encontraba el caminito del amor. “Ay, Gore –suspiró su flamante mujercita–. Pensé que ibas a venir muy erótico, y estoy viendo que vienes muy errático”.
El cuento que ahora sigue motivó las iras de doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Lo leyó y exclamó horrorizada: “Anatema sit!”, antigua locución latina con que los eclesiásticos vituperaban aquello que iba contra sus enseñanzas. No pudo decir más la ilustre dama: la lectura de ese vitando chascarrillo la dejó fuñingue, es decir débil, agotada, sin fuerza aun para tenerse en pie. Su reacción me hace pensar que el cuento es bueno. Lo publico, entonces, pero cambio algunas de las palabras que en él se usan. Mis cuatro lectores sabrán cuáles son y pondrán en su lugar las que deben ser… Una boa, serpiente de gran tamaño, sufría eternas hambres por causa de la escasez de presas. Determinó entonces dedicarse a la profesión más antigua del mundo. Quiero decir que pensó en hacerse prostituta. Le informó su plan al búho y le pidió su opinión al respecto. “No creo que tu idea funcione –le dijo la sapiente ave nocturna–. Tu apetito es voraz, y no podrás resistir la tentación de comerte a tus posibles clientes”. “Me esforzaré en frenar mi instinto –aseguró la boa–. Seré una profesional”. En efecto, puso un cartel en el cual se anunciaba como sexoservidora. Ese mismo día llegó su primer cliente: un conejo. La boa le dio a conocer el monto de sus honorarios y le ofreció “completa satisfacción o la devolución de su dinero”. “A darle, pues” –aceptó el cachondo conejito–. La boa lo atrajo hacia sí con sus poderosos anillos. Al hacerlo sintió que su cliente estaba gordito, en buenas carnes. Tenía hambre la serpiente, como siempre, y no pudo evitar el impulso de llevarse el conejo a las fauces y tragárselo. En eso, sin embargo, recordó la advertencia del búho y pensó en su deber profesional. Regurgitó, pues, al conejo. Salió éste de las profundidades de la boa todo aturrullado, con los pelos mojados y en desorden, y exclamó lleno de entusiasmo: “¡Uta! Sí así estuvo la besada ¡cómo irá a estar la fornicada!”.
Aquel marido era machista consumado. Le dijo a su mujer: “Yo me parto la espalda trabajando todo el día mientras tú te la pasas en la casa sin hacer prácticamente nada”. La señora, harta de las majaderías de su esposo, le propuso: “Cambiemos los papeles. Mañana yo saldré a la calle a cumplir tus tareas de vendedor y tú te quedarás aquí a hacer las labores de la casa”. El marido, burlón, aceptó el trato. Al día siguiente tuvo que levantarse una hora y media antes que de costumbre a fin de preparar el desayuno, disponer a los niños para la escuela y tener lista la ropa que llevaría al trabajo su mujer. Ésta dormía aún plácidamente. Despertó tras un buen sueño, y luego de arreglarse se sentó a la mesa a esperar que su esposo le sirviera de desayunar. Luego le dio un apresurado beso en la mejilla y salió de la casa. El hombre llevó a los hijos al colegio; llegó al supermercado a hacer las compras; fue a pagar los recibos del agua, la luz, el teléfono y el gas. Después se dirigió al banco a hacer algunos trámites. Regresó a la casa; lavó los platos del desayuno; tendió las camas; barrió el piso; lavó y planchó la ropa e hizo la comida, esmerándose en hacerla bien para lucirse con su esposa. En eso llamó ella para decirle que no la esperara a comer, pues lo haría con unas amigas. Para entonces ya era hora de ir por los niños a la escuela. El tipo les dio de comer, y después de lavar otra vez los platos se puso a hacer con ellos la tarea. Les sirvió la merienda; los bañó y acostó y en seguida preparó una rica cena para su mujer. Otra vez llamó ella para avisarle que no iría a cenar, pues se había encontrado a una antigua compañera del colegio e iría con ella a tomarse unas copas. A esas horas el tipo estaba ya todo molido y derrengado. Apenas tuvo fuerzas para desvestirse y acostarse. Se metió en la cama cuando pasaba ya la medianoche, Apagó la luz y se dispuso a dormir. En eso lo asaltó un espantoso pensamiento. Se dijo lleno de angustia: “¡Nomás falta que esta cabrona venga borracha y quiera hacer el amor!”.
Noche de bodas. Terminó el primer trance de amor y el enamorado novio le dijo a su flamante mujercita: “¡Te amo, Dulcibel!”. Le pidió ella: “¡Repíteme eso!”. Volvió a exclamar el vehemente galán: “¡Te amo, Dulcibel!”. “No –aclaró la muchacha–. Repíteme eso que me acabas de hacer”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, le confió a su amiga doña Gules: “Mi marido tiene una forma muy extraña de hacer el amor”. Replicó la otra, pensativa: “Ya lo decía yo”.
Rondín # 17
Susiflor iba a contraer matrimonio. Una amiga de su mamá le aconsejó: “Desde el primer día de casada pon a tu esposo en su lugar. Cuando yo me casé le dije a mi marido al regresar de la luna de miel: “A partir de hoy dejarás de fumar, dejarás de beber, dejarás de jugar a las cartas, dejarás de salir con tus amigos, dejarás de ver el futbol en la televisión…”. Preguntó Susiflor: “Y ¿dejó de hacer todo eso?”. “No lo sé –respondió con voz triste la señora–. Ese mismo día me dejó a mí”.
La recién casada no sabía cocinar, de modo que contrató a una cocinera, mujer en buenas carnes. Una noche la joven esposa le dijo a su maridito: “Mi amor: a la cocinera se le quemó la cena. ¿Te conformarás con un rato de amor?”. “Está bien –accedió él–. Que venga la cocinera”.
Rsibel, linda muchacha, le comentó a su amiga Susiflor: “El pantalón que traigo debe ser de lana virgen”. Preguntó Susiflor: “¿Por qué supones eso?”. Contestó Susiflor: “Porque sin quererlo yo las piernas se me cierran”.
Una joven señora se jactaba de su buena figura. “Ahora peso menos que el día que me casé”. “Se explica –acotó una de las presentes–. Ahora no estás embarazada”.
Doña Jodoncia y don Martiriano iban por el centro comercial cuando pasó junto a ellos una mujer de cintura juncal, generosa y bien acomodada dosis de caderas, ubérrimo tetamen y provocativo atuendo de escote pronunciado y minifalda. Por arriba se le veía hasta abajo y por abajo se le veía hasta arriba. Su actitud y sus movimientos estaban llenos de sensualidad. “¡Qué vergüenza! –prorrumpió doña Jodoncia con escándalo dirigiéndose a su esposo–. ¡Te juro que si yo me viera así no saldría nunca de la casa!”. “Para serte sincero –replica tímidamente don Martiriano–, si tú te vieras así yo tampoco saldría nunca de la casa”.
Dos norteamericanos, socios el uno del otro, viajaron a México. Querían poner un negocio de bungee, ese riesgoso juego que consiste en lanzarse desde una elevada estructura atado a una cuerda elástica. Buscaron un pequeño pueblo y en la plaza empezaron a levantar la torre. Una multitud de curiosos se reunió a observar la extraña obra. Cuando la estructura estuvo terminada uno de los americanos se fue a la fonda a descansar y el otro se quedó a cuidar las instalaciones. Había tanta gente, sin embargo, que decidió dar la primera demostración saltando él mismo. Una hora después llegó a la fonda. Su compañero se espantó al verlo: iba lleno de cardenales y chichones, sangraba profusamente por nariz y boca y traía dos o tres costillas rotas. “¿Qué te sucedió?” –le preguntó espantado–. “Salté de la torre” –respondió con voz feble el infeliz–. “¿Y la cuerda estaba demasiado larga? –inquirió el otro lleno de alarma–. ¿Te golpeaste contra el suelo?”. “No –contestó el lacerado–. Pero dime: ¿qué demonios es una piñata?”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Su suegra le contó el sueño que la noche anterior había tenido: “Soñé que me moría, y vi el lugar preciso donde por mis merecimientos estaré en el otro mundo”. “¿Y qué la despertó, suegrita? –le pregunta Capronio con fingida solicitud–. ¿El intensísimo calor que hacía ahí?”.
Una gallina le dijo a otra en el corral: “Cuídate de aquel gallo. Es muy muy fogoso y rudo al hacer el amor. Cada vez que me pisa me paso hasta quince días poniendo huevos revueltos”.
Un muchacho llegó al departamento de joyería de la tienda y le pidió a la encargada: “Quiero un regalo para una señorita”. Preguntó la empleada: “¿Qué tipo de regalo busca usted?”. Respondió el muchacho: “Uno que me ayude a convencerla de que ya es tiempo de que deje de ser señorita”.
El rudo sargento irrumpió violentamente en la barraca donde dormían los reclutas, encendió la luz y gritó a todo pulmón: “¡Son las 5 de la mañana! ¡Levántense, hijos de p…!”. Todos saltaron de la cama, menos uno. Furioso el mílite se dirigió hacia él. Recargado tranquilamente en la cabecera de la cama le dijo el recluta: “Había muchos, ¿verdad, mi sargento?”.
Mesalina, mujer joven y guapa, fue a confesarse con el nuevo párroco. “Me acuso, padre –le dijo avergonzada–, de que estoy teniendo una relación carnal con el cura de la parroquia vecina”. “¡Insensata! –clamó con iracundia el sacerdote–. “¡Eres una descarada, una infame, una desvergonzada! ¡Perteneces a mi parroquia, grandísima bribona! ¡Esa relación la deberías tener conmigo!”.
Llegó a su casa don Astasio y, como de costumbre, halló a su esposa en trance de carnalidad con un toroso individuo de la más baja condición social, según se advertía por un tatuaje en forma de perro bulldog que ostentaba en el antebrazo izquierdo con la inscripción “Loco y violento”. Y es que tratándose de sus eróticos devaneos doña Facilisa no hacía distinción de persona: ejercía con todos la más generosa liberalidad; aplicaba sin reserva la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, documento según el cual todos los hombres fueron creados iguales. Habituado ya a los trances de fornicio de su lasciva esposa don Astasio colgó su saco en el perchero y del bolsillo de su chaleco extrajo la libreta donde solía anotar denuestos para enrostrárselos a su mujer cuando la hallara en esos ilícitos performances. Así, procedió a dar lectura con voz de tenedor de libros a los últimos adjetivos que había espigado: “Bagasa, enquillotrada, granillera, calientacamas, calvadora...”. “Astasio –le dice la señora sin perder el compás de lo que hacía–. No es de buena educación ponerse a leer en presencia de las visitas”.
Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, decidieron juntar sus ahorros para poner una pequeña granja avícola. Propuso la señorita Himenia: “Compraremos 100 gallinas y un gallo”. Acotó la señorita Celiberia: “Para 100 gallinas necesitaremos varios gallos”. “¡De ninguna manera! –protestó con vehemencia la señorita Himenia–. ¡Gallinero sí; promiscuidades no!”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, fue a una fiesta, y alguien le presentó a don Crésidoo, señor rico y maduro. Le dijo Nalgarina: “Al verlo a usted pienso en mi tercer marido”. “¿De veras? –se interesó don Crésido–. Pues ¿cuántas veces se ha casado?”. Con un mohín de coquetería respondió Nalgarina: “Dos”.
Aquel muchacho estaba casado con una chica que era secretaria. Vivía feliz con ella; sólo una sombra opacaba su ventura: la muchacha tenía poco busto, y a él le gustaban las mujeres con mucha pechonalidad. Bien lo dijo Balzac: una mujer sin busto es como una cama sin almohada. Cierto día entraron los dos en una tienda de antigüedades y vieron ahí una lámpara de estilo oriental que les gustó. La compraron, y al llegar a la casa él la frotó para limpiarla. De la lámpara salió un genio. “Gracias por liberarme –le dijo el genio–. Tienes derecho a que te cumpla dos deseos”. Sin vacilar pidió el muchacho: “Haz que el busto de mi mujer sea más grande”. El genio hizo un ademán sobre el menguado planisferio de ella, y los dos atributos pectorales de la asombrada chica crecieron en manera extraordinaria. “¡Santo Cielo! –exclamó la muchacha al ver su frontis lleno con tan munífico caudal–. ¡Con esto no voy a poder alcanzar el teclado de la computadora, y perderé el trabajo! ¡Usa tu segundo deseo para pedirle al genio que me reduzca el busto!”. El muchacho, sin apartar la golosa mirada del nuevo atractivo de su mujercita, frotó otra vez la lámpara, y cuando el genio apareció le dijo: “Haz que los brazos de mi mujer sean más largos”.
El borrego se bajó por fin de la borreguita. Preguntó ella tímidamente: “Esto que acabamos de hacer ¿significa que ya no podré dar lana virgen?”.
Babalucas era el telonero del teatro. El joven concertista que iba a dar su recital le dijo con orgullo: “El violín en el que voy a tocar tiene 300 años de antigüedad”. Le contestó el badulaque: “Tú échale, bato. Nadie se dará cuenta”.
El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que no lo cometan con más de dos personas a la vez) predicó el sermón dominical y dijo con voz altitonante: “¡Escucha, pecador! ¡Óyeme, tú que estás entregado a la embriaguez, a la pereza, a la gula, a la fornicación!”. Se oyó la voz de un niño: “Te habla, papi”.
El técnico en rayos equis se casó con una de las pacientes. Comentó la enfermera: “No sé qué le vería”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierto amigo suyo le dijo: “Estoy muy triste. El médico le dio un año de vida a la madre de mi esposa”. “No te entristezcas –lo consoló el majadero–. Un año se pasa volando”.
Rondín # 18
Nos hallamos en Londres. El marido le dijo a su mujer, que se hallaba desnuda en la cama, y muy nerviosa: “Está bien, Gwendolyn: admitamos que esta falda escocesa es tuya. Pero ¿y la gaita?”.
“Me acuso, padre, de que me gusta hacer el amor a oscuras”. Así le dijo en el confesonario una joven mujer al padre Arsilio. “Eso no es pecado, hija mía –la tranquilizó el buen sacerdote–. Por el contrario, la oscuridad puede servir para evitar que por los ojos entren tentaciones de concupiscencia lúbrica y erótica que lleven, ellas sí, a cometer algún pecado grave contra la castidad”. “No me entendió usted bien, padre –precisó la feligresa–. Me gusta hacer el amor a’os curas, a ’os sacristanes, a ’os seminaristas…”.
El empresario de espectáculos, acostumbrado al trato con gente de la farándula, y a quien por tanto nada sorprendía, se asombró bastante cuando un perro se presentó en su oficina y hablando con toda corrección le dijo que quería que lo contratara para actuar en su teatro. “¿Qué sabes hacer?” –le preguntó. “Imito artistas” –respondió el perro. Y así diciendo procedió a hacer una perfecta imitación de Frank Sinatra, Nat King Cole y Louis Armstrong”. “No está mal –le dijo el empresario–. Pero procura no imitar a nadie. Sé tú mismo”.
Don Inepcio le contó a su mujer: “Lo muchachos de la oficina me invitaron a una stag party, una fiesta para solteros donde van a pasar películas pornográficas. Naturalmente rechacé la invitación”. “Ve –lo incitó la señora–, a ver si aprendes algo”.
El señor llegó muy triste de su cita con el médico. Le comentó a su esposa: “El doctor me dijo que no puedo fumar, que no puedo beber, que no puedo desvelarme, que no puedo hacer el amor”. “¡Caramba! –exclamó ella–. ¿Cómo supo esto último”.
“Encontré a mi mujer en brazos de otro hombre –le contó un individuo al médico–. Ella me dijo: ‘Tomemos un café y hablemos’. Al día siguiente la sorprendí otra vez en la cama con un desconocido. Me volvió a decir: ‘Tomemos un café y hablemos’. Y hoy por la mañana la hallé de nuevo en el lecho conyugal con un sujeto. Me repitió: ‘Tomemos un café y hablemos’. ¿Qué piensa de esto, doctor?”. “Amigo –respondió el facultativo–, usted no necesita un médico: necesita un abogado”. “No, doctor –opuso el visitante–. Quiero que me diga si no me irá a hacer daño estar tomando tanto café”.
Don Martiriano llamó por teléfono a su mujer, doña Jodoncia. Relató con temblorosa voz: “Me topé con un antiguo compañero de la escuela y le dio mucho guste verme. Me invitó a tomar una copa hoy en la noche, luego a cenar y después a un teatro de revista. ¿Puedo ir?”. “Claro que sí, viejito –respondió la voz–. Pásala bien y diviértete mucho”. Después de un instante de vacilación dijo don Martiriano: “Perdone usted. Número equivocado”. (“Número erróneo”, solía decir don Pablo Salce, noble señor y gran cronista de Linares, Nuevo León).
Aquella linda chica de esculturales formas lucía orgullosa la casaca del equipo de futbol americano de su universidad. El coach le dijo: “Lo siento, pero esa casaca sólo puede llevarla quien es del equipo”. Respondió ella: “Anoche lo fui”.
Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, rezaba sus oraciones de la noche. “Señor: tú sabes que nunca pido nada para mí. Pero, por favor, mándale a mi pobrecita madre un yerno”.
Un rudo mocetón del campo fue a la ciudad y pidió hablar con el juez de lo familiar. Manifestó: “Quiero divorciarme de mi esposa”. El jurisconsulto era dado a la grandilocuencia, de modo que en vez de preguntarle con dos palabras: “¿Por qué?” le contestó solemne: “¿Qué causal de las contempladas por el articulado del Código Civil invoca usted para solicitar la disolución del vínculo matrimonial?”. Alcanzó a entender el agreste mancebo que el juez le preguntaba por qué se quería divorciar, y respondió: “Fui engañado al matrimonio”. Inquirió el juzgador: “¿Cuál fue ese dolus malus al que usted pretende dar fuerza resolutoria? ¿En qué consistió el engaño?”. Respondió el mancebo: “La escopeta con que mi suegro me obligó a casarme no estaba cargada”.
En la oficina de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses cometer adulterio a condición de que estén al corriente en el pago de sus aportaciones) el cuidador del templo se estaba refocilando cumplidamente con la señorita Gimme Theold, la organista de la iglesia. En el curso de la acción ella mostró algunos escrúpulos. Le dijo el individuo: “El pastor nos tiene prohibido el baile, pero esto no es bailar”.
Se llama Facilda Lasestas, y es mujer de cuerpo complaciente. Cierto día llamó a su puerta un agente de ventas, hombre joven y de muy buen parecer. Le dijo el vendedor: “¿Me permite un segundo?”. “Claro que sí –respondió Facilda al tiempo que lo hacía pasar–. Pero recuérdeme por favor cuándo le permití el primero”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, asistió a los ejercicios espirituales que el padre Arsilio predicó para los socios de la Majestuosa Cofradía de Nobles y Elevados Caballeros de la Santísima Humildad. El buen sacerdote les pidió a los cofrades: “Levanten la mano los que quieran ir al Cielo”. Todos la levantaron, menos don Martiriano. “¿Cómo es eso? –se sorprendió el padre Arsilio–. ¿No quieres tú ir al Cielo?”. “Sí quiero, señor cura–respondió el hombrecito–. Pero antes necesito pedirle permiso a mi mujer”.
Un individuo se presentó a la consulta del doctor Retino, oftalmólogo y optometrista. Se quejó: “Doctor: se me juntan las letras”. “Pues páguelas” –le aconsejó el facultativo.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Se enteró de que una amiga suya había dado a luz una bebita y fue a visitarla en la maternidad. Le preguntó: “¿Cómo le vas a poner a la niña?”. Respondió con orgullo la flamante madre: “Se va a llamar Virgen”. “No le pongas así –sugirió el majadero–. Si sale como tú, ese nombre le va a servir cuando mucho hasta los 16 años”.
Babalucas y su esposa fueron por primera vez al mar. Ella probó el agua y le comentó a su marido: “Está salada”. Sugirió el badulaque: “Ponle azúcar”. Ella llevaba entre sus cosas una bolsita de edulcorante y la vació en el océano. Volvió a probar el agua y declaró: “Sigue salada”. Le indicó a Babalucas: “Es que no le meneaste”.
Doña Macalota le pidió a don Chinguetas: “Dame dinero. Necesito comprar cortinas para las ventanas de la recámara, pues temo que el vecino me vaya a ver desnuda”. Replicó don Chinguetas: “Si el vecino te llega a ver desnuda él será el que ponga cortinas en sus ventanas”.
En el cuarto 210 del popular motel Rosas de Venus los nuevos amantes se dispusieron a consumar su pasajero amor. Ella sacó de su bolso una regla de medir. “¿Eres masoquista? –preguntó el galán–. ¿La traes para que te golpee con ella?”. “No –contestó la muchacha–. Es para una estadística que llevo”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a Pudenciana, doncella de virtudes, a un día de campo. Grande fue la sorpresa de la inocente joven cuando se percató de que nadie más asistió al pícnic. Y es que a nadie más había invitado el lascivo sujeto. Así, la muchacha se vio a solas con Pitongo en aquel alejado paraje campirano. ¿Qué más podía hacer la desdichada que ceder a las instancias de Afrodisio? Después de todo él había llevado la comida –dos tortas de jamón con aguacate– y las bebidas, un par de sodas de fresa, coloradas. La coición tuvo lugar a campo abierto, sobre “el de grama césped no desnudo” (la expresión es de Góngora); esto es decir sobre el zacatito. Estaban en plena refocilación cuando acertó a pasar por ahí un pastorcito con su rebaño de ovejas. Eso se debió seguramente a la cercanía de la Navidad. El muchachito, asombrado, se detuvo a ver qué es lo que hacían aquel hombre y aquella mujer. ¿Sostenían una pelea cuerpo a cuerpo? ¿Estaban acaso jugando a las luchitas? Pudenciana, aunque se hallaba en posición de decúbito supino, o sea de espaldas en el suelo, alcanzó a ver a la criatura, y le dijo con alarma a su amador: “¡Un niño, Afrodisio! ¡Un niño!”. Respondió Pitongo respirando con agitación: “O una niña, lo que sea; pero no te me distraigas”.
¿Por qué la esposa de don Cornífero se hallaba en la cama si el reloj marcaba ya la una de la tarde? El señor, viajante de comercio, había regresado sin aviso de un prolongado periplo, y se amoscó al ver así a su cónyuge, tendida en el no tendido lecho y en un estado de agitación nervioso que no podía disimular. Don Cornífero hizo lo que cualquier marido en su caso habría hecho: abrió la puerta del clóset. En su interior estaba un individuo en cueros, quiero decir nudo, corito, descalzo de los pies a la cabeza. “¿Quién es usted?” –le preguntó el esposo hecho una furia–. Era imposible que el interrogado sacara su tarjeta de presentación. Estaba, como dice el vulgarismo, en pelota. Respondió, sin embargo: “Soy el exterminador de termitas”. “¿Exterminador de termitas? –se atufó don Cornífero–. ¿Así, sin ropa?”. El individuo fingió revisarse y dijo luego: “Caramba. El problema es más grave de lo que yo creía”.
Rondín # 19
“Este hogar es católico”. Así rezaba en tiempos ya pasados el letrero que muchos ponían en la ventana de su casa para evitar la visita de misioneros evangélicos. Alguien con buen sentido del humor puso su propio cartel: “Este hogar es caótico”.
“¿Cuáles son las tres partes del cuerpo de la mujer que, según las estadísticas, el hombre besa primero antes de proceder a realizar el acto del amor?”. El concursante en el programa de preguntas y respuestas vaciló. “Los labios” –aventuró inseguro–. “Muy bien” –confirmó el conductor del programa–. “El cuello” –prosiguió dudoso–. “¡Correcto! –exclamó el otro–. “Y ahora, por el gran premio de los 64 pesos (también ahí había llegado la austeridad), díganos cuál es la tercera parte del cuerpo de la mujer que el hombre besa antes del acto del amor”. El concursante había llevado consigo a un asesor francés, pues ya se sabe que los franceses tienen fama de dominar las artes amatorias. Se volvió hacia él para pedirle ayuda. Le dijo el hombre: “A mí no me preguntes, mon ami. Yo ya me equivoqué en las primeras dos respuestas”.
‘Me acuso, padre, de que anoche pequé gravemente con mi novio con las manos y la boca”. Así le dijo Florilí en el confesonario al padre Arsilio. “¡Santo Cielo! –invocó el buen sacerdote-. ¡Cómo fuiste a hacer eso, desdichada! Eres celadora perpetua de la Venerable Cofradía del Fervor, portaestandarte de la Congregación de Congregantes y secretaria de la Sociedad Samaritana ¿y aún así incurriste en tales actos lúbricos manuales y bucales? ¡Insensata! Tendrás que lavarte las manos y hacer gargarismos con agua de San Serenín el Casto. En fin, dime exactamente qué fue lo que hiciste con tu novio. Pero antes déjame acomodarme bien en el asiento para oírte mejor”. Explicó su pecado Florilí: “Me dijo él que si le permitía acariciarme el busto. Yo me enojé bastante. Le hice una seña grosera con las manos y con la boca le dije que se fuera a tiznar a su mamá”.
Un tipo le contó a su amigo en el bar Roco: “De no ser por los niños mi esposa y yo nos habríamos divorciado”. El otro se conmovió: “¿Los niños les pidieron que no se divorciaran?”. “No –aclaró el sujeto-. Ni ella ni yo quisimos quedarnos con ellos”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a la consulta de un médico joven y galano. El apuesto doctor, después de hacer el correspondiente interrogatorio clínico, le pidió: “Desvístase por favor y acuéstese en la mesa de exámenes”. “Lo haré –replicó muy seria la señorita Himenia-, pero sepa usted que está jugando con fuego”.
Tetonina Grandnalguier, vedette de moda, puso los ojos en don Algón, salaz y adinerado ejecutivo. Una noche de luna llena salieron de paseo y ella le dijo a su provecto galán: “Si viera usted, don Algón, cómo me pone romántica la lana. Digo, la luna”.
Simpliciano, candoroso doncel, se enamoró de Taisia, mujer de pródigos encantos lo mismo por la parte anterior que por la posterior. Le propuso matrimonio y ella, aunque sorprendida por la proposición, aceptó su ofrecimiento. Él le dio el anillo de compromiso, pidió su mano y mandó hacer las invitaciones de la boda. No obstante la inminencia de las nupcias ansiaba gozar ya de las bellezas de la joven, pero no se animaba a pedir ese adelanto pues temía lastimar el pudor y recato de su inocente prometida. Le confió tal cuita a su mejor amigo. Le preguntó: “¿Crees que Taisia aceptará darme su amor antes de casarnos?”. “Claro que sí –lo animó el otro-. ¿Por qué iba a hacer contigo una excepción?”.
La historieta que hace descender hoy el telón de esta columnejilla es algo irreverente. Las personas que no gusten de leer historietas irreverentes sáltense en la lectura hasta donde dice: “mi departamento”… Sucedió que un día llegaron al mismo tiempo al cielo una monjita, una mujer casada y una muchacha de tacón dorado, vale decir sexoservidora. San Pedro, el apóstol de las llaves, recibió a las recién llegadas frente a las puertas de la mansión eterna y procedió a buscar sus respectivos expedientes a fin de asignarles el lugar donde debían estar. Leyó el historial de la monjita y dijo luego: “Veo que dedicaste toda tu vida a la oración y a hacer el bien a tu prójimo. Recibe esta llave de oro, que es la llave del cielo”. Leyó en seguida Simón Pedro el expediente de la mujer casada. Declaró: “Observo que tu vida fue de sacrificio; la ofrendaste con abnegación a tu esposo y a tus hijos. Algunas veces, sin embargo, sentiste ganas de retorcerles el pescuezo. Deberás expiar esa secreta culpa antes de entrar al cielo. Toma esta llave de plata, que es la llave del purgatorio”. Procedió por último a leer el expediente de la muchacha de tacón dorado. Esa lectura le tomó el resto de esa mañana y parte de la tarde. Tras de cerrar por fin aquel grueso legajo se secó el sudor que le perlaba la calva, se compuso la túnica y dijo a la sexoservidora: “Veo aquí que eres mujer sensual, libidinosa, lasciva, voluptuosa, lúbrica, viciosa, concupiscente, lujuriosa, salaz y licenciosa. Toma esta llave de bronce”. Preguntó, desolada, la muchacha: “¿Es la llave del infierno?”. Replicó San Pedro bajando la voz: “No. Es la llave de mi departamento”.
Simpliciano, ingenuo doncel sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Ella no deseaba embarazarse pronto, de modo que llevó consigo una caja de condones y al empezar la noche de bodas se los dio a su maridito. Simpliciano, feliz de la vida, procedió a inflarlos como globos y a jugar con ellos saltando por toda la habitación. Pirulina meneó la cabeza y comentó: “Bien me dijo tu mamá que nunca dejarías de ser niño”.
Un tipo le preguntó a otro: “¿Vas a viajar en las vacaciones de Navidad?”. Respondió el otro, mohíno: “No tengo para quedarme en mi casa, menos voy a tener para viajar”.
Doña Cacariola cambiaba confidencias con su mejor amiga. Quiso saber ésta: “¿Cómo es tu marido en la cuestión del sexo?”. Respondió doña Cacariola: “Como los meteorólogos, que se la pasan hablando del clima pero no pueden hacer nada acerca de él”.
Los recién casados llegaron de su luna de miel y ocuparon el departamento donde vivirían. Ella tomó de la mano a su flamante esposo y lo llevó a la sala, luego a la cocina y finalmente a la recámara. A continuación le dijo: “De esas tres habitaciones escoge una, solamente una, donde quieres que yo sea buena”.
Don Poseidón viajó a la gran ciudad. Tan pronto bajó del autobús se le acercó una muchacha de tacón dorado y le ofreció sus servicios. Le preguntó él a cuánto ascendía el monto de sus honorarios, y la sexoservidora se lo dijo. “Es demasiado –rechazó don Poseidón–. En mi pueblo puedo conseguirme una muchacha por un par de medias”. La otra se atufó: “¿Y entonces a qué diablos viene usted a la ciudad?”. Contestó don Poseidón: “A comprar medias”.
Pepito, niño de tres años, dio en la manía de chuparse el dedito pulgar. Su mamá lo amonestó: “Si te chupas el dedo te va a crecer la panza como si te la hubieras inflado”. Días después llegó una tía a visitar a los papás del niño. La joven señora estaba enferma de gustos pasados, es decir embarazada. La vio Pepito y le dijo con tono de reproche: “Ya sé lo que hiciste para tener así la panza”.
La esposa de Babalucas entró en el baño y vio la cosa más rara que imaginar se pueda: su marido estaba bajo la ducha cubriéndose del agua con un paraguas. “¿Por qué haces eso?”, le preguntó asombrada. Explicó Babalucas: “Es que no hay toalla”.
Doña Macalota y su esposo don Chinguetas caminaban por la orilla de un caudaloso río. Aventuró ella: “Si me cayera al río ¿te arrojarías a él para salvarme?”. Don Chinguetas inquirió a su vez: “Si te dijera que sí ¿te echarías al río?”.
Pancho el mexicano trabajaba en un rancho de Texas. Cada semana le daba unos dólares a su patrón, que era un buen hombre, para que le comprara un boleto de la lotería del Estado. Cierto día el billete resultó premiado con un millón de dólares. El norteamericano sabía que Pancho tenía débil el corazón, y temió darle la notica de repente, pues eso podía afectarlo. Así, decidió prepararlo antes de darle a buena nueva. Le preguntó como quien no quiere la cosa: “Pancho: si te ganaras en la lotería un millón de dólares ¿qué harías con el dinero?”. Respondió el mexicano: “Le construiría a mi madrecita santa una casita en el pueblito donde vive en México; le compraría unas tierritas a mi pobre viejo, y el resto lo depositaría en el banco para la educación de mis hijos y para la vejez de mi querida esposa”. El mister, conmovido, procedió entonces a darle la noticia: “Pues alégrate. Ganaste un millón de dólares en la lotería”. “¡Aijajajá! –lanzó Pancho un grito de borracho–. ¡Agárrense, cantineros, viejas y casineros de Las Vegas, que a’í les va su mero padre pa’ enseñarles cómo se gasta el dinero un mexicano!”.
¡Qué manera de dar principio a la semana laboral! Con un relato de color subido que reprobaron de consuno la Liga de la Decencia y la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Si lo saco a la luz es solamente porque nunca me ha gustado el principio de la semana laboral. Se llamaba Melisenda Marilyn Carletta Guiniver MacFerland Devonshire, y pertenecía a la especie de mujeres que en inglés reciben el nombre de “gold diggers”, o sea que usan sus encantos para atrapar a un hombre rico y dejarlo luego pobre. Conoció a un petrolero texano de fortuna inmensa y lo entuturutó hasta el punto de hacer que la desposara. La noche de las nupcias Melisenda Marilyn etcétera se sorprendió al ver que su flamante maridito, en plena aptitud ya de proceder a la consumación del matrimonio, se había hecho tatuar en la alusiva parte el nombre completo de su esposa. Le preguntó, intrigada y complacida al mismo tiempo: “¿Por qué hiciste eso?”. Respondió él: “Recuerda que como condición para casarte conmigo me hiciste prometer que pondría a tu nombre la mejor de mis propiedades”.
Babalucas le preguntó a un amigo: “¿Qué te parece mi novia?”. “No está mal –respondió éste–, pero tiene las piernas demasiado cortas”. “¿Cortas? –se atufó Babalucas–. Le llegan al suelo ¿no?”.
Dulciflor, muchacha ingenua, le contó a su compañera de cuarto: “Anoche salí con mi novio y tuve un accidente de automóvil”. Comentó ella: “No se te nota”. Replicó, mohína, Dulciflor: “Se me notará dentro de algunos meses”.
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