viernes, 21 de junio de 2019
Chistes de Catón para el Verano 2019
La Primavera de 2019 ha llegado a su fin. Y empieza la calurosa temporada del Verano de 2019. Como ya es costumbre en esta bitácora, para celebrar la nueva temporada se pondrá a continuación una colección de los mejores chistes de mi tocayo Armando Fuentes Aguirre, mejor conocido como Catón. Al igual que en las anteriores entregas, los chistes están agrupados en rondines de veinte en veinte para facilitarle al lector el poder regresar al punto en el cual dejó su lectura pendiente en caso de que no haya terminado de divertirse con toda la colección de chistes.
La risa es el mejor remedio para poder afrontar cualquier enfermedad, eso lo recomiendan muchos médicos. A lo mejor el lector encuentra aquí algún chiste que le guste o que le parezca bueno para contárselo a sus amigos o a sus amiguitas (a ellas también les gusta reir) para el próximo reventón en la playa.
Se advierte de antemano (para quien aún no lo sabe) que algunos de los chistes de Catón son de color subido, aunque no hay chistes que puedan considerarse vulgares. Sin embargo, puesto que todos los chistes de Catón se publican en varios de los principales periódicos de México, supongo que la popularidad de los mismos ha podido mantener la censura a raya impidiendo que los H. Moralistas de la muy H. Liga de la Decencia puedan cerrar dichos periódicos como medida de presión hacia el editorialista Catón. Y es que algunas cosas son demasiado buenas como para perderlas por la moralina de unos cuantos. (En algunas ocasiones, cuando se pasa de tueste en el color de sus chistes, el mismo Catón advierte de antemano a quienes se consideran puros e inmaculados que no lean el chiste sobre el cual se lanza la advertencia, aunque esto seguramente es como una tentación como lo que produce todo lo “prohibido”.)
Rondín # 1
Después de que el Titanic colisionó contra el imprudente iceberg el capitán Smith llamó a sus oficiales y les ordenó que tranquilizaran a los pasajeros. Una señora le preguntó llena de alarma al encargado de cubierta: “¿A qué se debe esta inclinación del barco? ¿Nos estamos hundiendo?” “Oh, no, señora –respondió prontamente el marinero–. Es que vamos a llenar la alberca”.
Don Rupestre era hombre campirano, desconocedor de los convencionalismos de la sociedad. Tenía una hija en edad de merecer, llamada Eglogia, dueña de prominentes atributos delanteros y traseros. Cierto día un muchacho citadino se presentó ante él y le dijo: “Señor: vengo a pedirle la mano de Eglogia”. “¿La mano? –contestó receloso don Rupestre–”. “No me tome por tonto, jovencito. Ya sé lo que realmente quiere de ella”.
El recién casado llegó a comer por primera vez en su nidito de amor. Al terminar le dijo a su flamante mujercita: “¡Qué rica estuvo la comida, cielo mío!”. Dijo ella, orgullosa: “¡Y la compré con mis propias manos!”.
Pepito vivía frente a una casa de mala nota. Todos los jueves veía entrar en ella a un individuo que se ocultaba tras unos gruesos lentes negros. Cierta noche Pepito le dijo: “Ya sé a lo que vienes”. Contestó el sujeto hablando con voz ronca: “No te metas en lo que no te importa, niño”. El día siguiente el director de la escuela llamó a Pepito y lo reprendió por una de sus tantas travesuras. En respuesta le dijo el chiquillo: “Trae usted aliento alcohólico”. Respondió con ronca voz el director: “No te metas en lo que no te importa, niño”. “¡Ah! –exclamó Pepito–. ¡Ahora ya sé también dónde trabaja!”.
Pebetina se llamaba aquella chica que vivía en la hermosa ciudad de Buenos Aires. Cierto día fue a confesarse. “Acúsome, padre, de que voy a casarme con un divorciado”. Le dijo el confesor: “Respeto la decisión que ha tomado usted, hija. Pero antes medítela”. Contestó Pebetina: “Ya me la medí, padre, y la sentí muy bien”.
Dos mujeres jóvenes hacían un viaje en autobús. No advirtieron que en el asiento de atrás iba dormitando un borrachín. Le preguntó una a la otra: “¿Tú las darías por 3 mil pesos? Me refiero a tus muchas cualidades”. “Sí las daría –replicó la otra–”. “¿Y por 2 mil?”. “Quizá también”. “¿Y por mil?”. “A lo mejor”. Intervino en eso el borrachín: “Cuando lleguen a los 200 pesos me despiertan.
“Quiero que me haga la castración”. El cirujano del hospital quedó asombrado cuando el señor Venancio le hizo esa peregrina petición. “¿Cómo es eso?” –le preguntó admirado. Explicó don Venancio con su particular ceceo: “El doctor de mi pueblo me dijo que necesito que me hagan la castración, y yo tengo absoluta confianza en su criterio”. “Pero, señor Venancio –le indicó el facultativo–, lo que usted me pide es algo sumamente delicado. Tendría yo que someterlo a una serie de exámenes a fin de ver si procede esa intervención tan drástica”. “Nada, nada –replicó el señor Venancio, terco–. Hágame usted la castración”. Ante la insistencia del paciente el facultativo pensó que debía confiar en la opinión de su colega. Además su esposa le estaba pidiendo que le cambiara el coche por otro de modelo más reciente. Procedió entonces a hacer la dicha castración. Acabada que fue la intervención le preguntó en su cuarto a don Venancio cómo se sentía. Respondió el señor: “Siento como si me hubieran quitado un enorme peso de encima. De abajo en este caso”. Dijo el cirujano: “Estaré pendiente de usted para ver cómo evoluciona lo de su castración. Y ahora discúlpeme. Debo regresar al quirófano a hacer una circuncisión”. “¡Coño! –exclamó don Venancio consternado–. ¡Ésa era la palabreja!”.
Le decían “el príncipe charro” por no decirle “el pin… chaparro”. Y es que era bajo de estatura, tanto que para atarse las cintas de los zapatos no tenía que agacharse. El tal chaparro se inscribió en un club nudista, pero bien pronto fue expulsado de él. Una socia se quejó: “Siempre anda metiendo la nariz en mis cosas”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, llenó la solicitud de su licencia para manejar. En el renglón donde decía: “En caso de accidente avisar a…”, puso: “La prensa, el radio y la televisión”.
Dulciflor, ingenua joven, resultó un poquitito embarazada. Les dijo a sus papás: “Fue por autosugestión”. “¿Cómo por autosugestión?” –inquirió el padre. Explicó Dulciflor: “Me sugestionó un muchacho en su auto”.
Hoy, Día de Muertos, quiero escribir de cosas de la vida. Sentencia una sentencia popular: “En el modo de agarrar el taco se conoce al que es tragón”. Yo lo soy, y ni siquiera digo mea culpa. Tampoco necesito agarrar un taco para que se vea mi calidad de comilón: la anuncia esta barriga mía de canónigo feliz que no sabe de dispepsias o gastralgias. Tengo panza de músico, bendito sea el Señor, capaz de digerir lo mismo yantares cardenalicios que infames comistrajos de figón. “El estómago -postuló Cervantes- es la oficina donde se fragua la salud del cuerpo”. Esa oficina funciona en mí con eficacia grande. Hace unos días, por ejemplo, comí junto al majestuoso templo expiatorio de León, en Guanajuato, una tremenda mixtión llamada “bomba”, hecha con trozos de jícama aderezados con una especie de vinagreta y con generosa añadidura de queso blanco y chile. Tan explosiva combinación –de ahí el nombre de bomba- me hizo lo que el aire a Juárez, si me es permitido mencionar el nombre del autor de la Primera Transformación. Gusto de las comidas sustanciosas, y por lo mismo huyo de esos restoranes ahora tan en boga donde te sirven en un plato cuadrado que tiene casi el mismo tamaño de la mesa un trocito de carne o de pescado que mide lo que una estampilla de correos, con unas hojitas verdes, una varita de material desconocido y algunos dibujitos en el plato para que no se vea tan horro, tan vacío. A mí denme algo que alimente tanto el cuerpo como el espíritu. Unos tacos, por ejemplo, esencia de la comida mexicana; manjar de ricos y pobres; delicia que se construye en un instante poniendo en la tortilla algún sabroso guiso y enrollándola o doblándola para comerla. En todos los sitios de este vasto y hermosísimo país he comido tacos, y todos los he gozado con deleite. Sin embargo mis favoritos son los tacos de “Los pioneros”, en mi ciudad, y los del Chino, en Hermosillo. Cuando voy a la capital sonorense a perorar pido que en el contrato respectivo se incluya una cláusula que obligue a la parte contratante a llevarme a comer tacos de cabeza, pero que sean del Chino. Eso hice la semana pasada, cuando estuve en el Congreso Internacional de Minería y al día siguiente en la Feria del Libro de Hermosillo. Y si alguien llega a mi ciudad y no va a “Los pioneros” a probar sus tacos de cachete, paradisíaco regalo, es como si no hubiera ido a Saltillo. En medio de las calamidades que nos rodean el sencillo placer de disfrutar un taco es una bendición. Decía Georges Bernanos: “Todo es gracia”. Pero esa gracia, la de comerse un rico taco, es una gracia por la cual los mexicanos debemos dar las gracias.
“Lele”. Así le dijo una chica oriental a su galán de México cuando éste empezó a hacerle el amor en el cuarto 210 del popular Motel Kamagua. “Perdona –se disculpó él-. Lo haré más despacito, para que no te duela”. “No –aclaró la muchacha-. Lele más aplisa”.
“¡Así, papacito! ¡Así!”… “¡Muévete, mi negra! ¡Cómo que me haces una o!”… Grande fue la sorpresa del padre Arsilio cuando oyó al pie de su ventana esas palabras a las que acompañaban jadeos acezantes, respiraciones agitadas y entrecortados monosílabos. El buen sacerdote abrió el postigo y lo que vio lo dejó atónito y suspenso: he aquí que un hombre y una mujer estaban en el jardín practicando el más antiguo rito natural. Don Arsilio reconoció a la pareja. Ella era Colchonina, mujer que daba a título oneroso lo que de la naturaleza había recibido gratuitamente; él era Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne. “¿Qué hacen ustedes?” –les preguntó, severo–. Ociosa pregunta, a fe mía: pese a la oscuridad reinante se veía a las claras lo que estaban haciendo. A falta de respuesta de los que follando estaban les ordenó en forma terminante: “¡Suspendan eso inmediatamente!”. Contestó Afrodisio sin siquiera alterar el ritmo de su acción: “Quizás en otra ocasión podamos suspenderlo, señor cura, pero esta vez tendrá que perdonarnos. Ya vamos muy adelantados”.
Babalucas le preguntó a su compañero de oficina: “¿Qué horas son?”. Consultó el otro su reloj y le informó: “Las 8 menos 5”. “¿Para qué complicas las cosas? –se molestó Babalucas–. Di sencillamente que son las 3”.
Candidito era un virtuoso joven de ésos que Monseñor Tihamer Toth llamaba “flores de castidad, espejos de pureza y faros de incorruptibilidad”. Pertenecía a todas las asociaciones piadosas de su pueblo. Cierto día vio en la plaza a una muchacha cuyos ojos decían al varón que la miraba: “¡Date preso!”. Candidito la miró y quedó apresado. Rondó la ventana de la hermosa, y cuando ella acudió a la reja le confesó su amor. No haré larga la historia, que por ser de amor es breve. Se casaron. La noche de las bodas ella se mostró al natural ante su alelado maridito. Él preguntó con temblorosa voz: “¿Recuerdas, Pechichona (así se llamaba la desposada), que el Señor les dijo a Adán y Eva: ‘Creced y multiplicaos’?”. Respondió ella: “Sí, lo recuerdo”. Y Candidito declaró, turbado: “Pos yo ya estoy creciendo”.
Noche de bodas. El joven Simpliciano tomó por los hombros a su flamante mujercita y le preguntó, solemne: “Dime, Pirulina: ¿eres virgen?”. Respondió ella: “¿Qué ya vas a poner el nacimiento?”.
Doña Macalota mostró inquietud porque su esposo don Chinguetas iba a hacer un largo viaje. Le dijo él: “No te preocupes. Volveré cuando menos lo esperes”. Replicó doña Macalota: “Eso es precisamente lo que me preocupa”.
Rosibel, la linda secretaria de don Algón, le pidió un consejo a su compañera de oficina: “Mañana es el cumpleaños del jefe, y quiero enviarle un mensaje de felicitación. ¿Cómo piensas que debo firmar: ‘Suya atentamente’ o ‘Suya cordialmente’?”. Sugirió la otra: “Creo que en tu caso deberías firmar: ‘Suya frecuentemente’”.
Un tipo le dijo a su mejor amigo: “Me pasa algo muy raro. Puedo hacer el amor con todas las mujeres, menos con la mía”. Declaró el otro: “A mí me sucede todo lo contrario. No puedo hacer el amor con ninguna mujer, sólo con la tuya”.
“Las mejores horas de mi vida las he pasado en brazos de una mujer casada”. Los asistentes a la misa en catedral quedaron estupefactos al escuchar esas palabras, pues las dijo el obispo de la diócesis. Preguntó luego Su Excelencia ante el silencio de la azorada feligresía: “¿Saben quién es esa mujer?”. Y se respondió a sí mismo con una gran sonrisa: “¡Mi mamá, hermanos!”. Todos rieron, y aun hubo algunos que aplaudieron la ingeniosa salida del jerarca. Entre los que estaban en la celebración se hallaba un cura joven. Al día siguiente regresó a su parroquia pueblerina, y en la primera misa que ofició quiso emular el recurso oratorio del dignatario. Manifestó como él: “Las mejores horas de mi vida las he pasado en brazos de una mujer casada”. Sucedió lo mismo: los feligreses quedaron asombrados. Preguntó el curita: “¿Saben quién es esa mujer?”. Y respondió en seguida triunfalmente: “¡Es la mamá del señor obispo!”.
Rondín # 2
Una gallina le dijo a otra: “Los huevos que tú pones son tan chiquitajos que se venden a 1 peso cada uno. En cambio los que pongo yo son tan grandes que se venden a 1.50”. Replicó la otra: “¿Y crees que por un chinche tostón voy a andar por ahí toda desfundillada?”.
La encuestadora le preguntó a Afrodisio Pitongo: “¿Practica usted el sexo seguro?”. “Sí –respondió el salaz sujeto–. Siempre me cercioro de que el marido está fuera de la ciudad”.
El empleado de don Algón le pidió permiso para faltar aquella tarde. Le explicó que su señora suegra había pasado a mejor vida, y debía asistir a su sepelio. “¡Ah no! –rechazó con enojo el director–. ¡Primero es el trabajo que la diversión!”.
El doctor Ken Hosanna, sentado en el suelo después de la caída que sufrió, le dijo a su paciente de prominente busto: “Señorita Tetonnia: la próxima vez que le pida que respire profundamente deme tiempo de hacerme a un lado”.
Un piloto aviador de edad madura contrajo matrimonio con una mujer en flor de vida y dueña de exuberantes atributos. En la noche de bodas se dispuso a consumar las nupcias. Estaba apenas en los prolegómenos del caso –lo que los norteamericanos llaman el foreplay– cuando se oyeron toques en la puerta. El piloto fue a abrirla, y con asombro se vio frente a otro piloto. Le explicó su flamante mujercita: “Será tu copiloto. Lo invité por si a ti te pasa algo”.
Estamos en Transilvania. Una asustada doncella le contó a su madre: “Anoche entró por la ventana Drácula a mi alcoba”. Inquirió la señora, preocupada: “Y ¿qué te hizo?”. La cándida muchacha le detalló circunstanciadamente lo que le había hecho. Y decretó la madre: “No era Drácula”.
El rey Luis XV vio que a su palacio habían llevado una sala estilo Luis XV. “Sacadla de aquí –ordenó al punto–. Ya sabéis que no me gustan esos muebles modernistas”.
El padre Arsilio y el rabino Lamden tenían buena amistad. Cierto día estaban conversando, y el sacerdote le preguntó a su amigo: “Ustedes no pueden comer jamón, ¿verdad?”. “Así es –respondió el rabino–. No podemos comer jamón”. “Qué lástima –dijo el padre Arsilio–. Es muy sabroso”. Tras unos instantes de silencio preguntó el rabino Lamden : “Ustedes no pueden tener trato con mujer, ¿verdad?”. “Así es –contestó el sacerdote–. No podemos tener trato con mujer”. “Qué lástima –se condolió el rabino–. Eso es mucho más sabroso que el jamón”.
No recuerdo si el sapientísimo señor Sobarzo recogió en el útil libro que escribió sobre el vocabulario de Sonora la expresión “áñil”, usada allá para significar “¡Naturalmente!”, “¡Claro!”, “¡Por supuesto!”, “¡A huevo!”. Sucedió que en un barrio de Hermosillo escaseó el agua. Cierta señora llamó por teléfono a un programa de radio que recibía quejas de los ciudadanos y le dijo al encargado: “Tengo que levantarme a media noche a coger agua, porque el resto del día ya no llega”. Preguntó el locutor: “¿Y anoche cogió?”. Hizo una pausa la señora y respondió en seguida: “¡Áñil!”.
Noé escuchó ruidos extraños en el clóset de su recámara en el arca, y advirtió en su esposa señales claras de nerviosidad. Abrió el clóset y vio en él a un individuo. Antes de que el patriarca pudiera pronunciar palabra su mujer se justificó: “Tú también subiste al arca dos ejemplares de cada especie”.
Babalucas se iba a casar. Lo visitó un agente de seguros y le dijo: “Ahora que va usted a casarse debería tomar un seguro de vida”. “No creo necesitarlo –respondió el badulaque–. Ella no es tan peligrosa”.
Acnerito, el hijo de doña Holofernes y don Poseidón, cumplió 18 años. Su madre pensó que el muchacho estaba ya en edad de saber ciertas cosas de la vida, y le pidió a don Poseidón que le hablara de lo que hacen las abejitas y los pajaritos. El genitor llevó aparte a su hijo y con él sostuvo el diálogo siguiente: “¿Recuerdas, hijo, la última vez que fuimos tú y yo a la ciudad?”. “Sí, ’apá”. “¿Y recuerdas que en la calle nos abordaron dos muchachas muy pintadas que mascaban chicle y llevaban bolsas de chaquira, medias de malla y zapatos de tacón aguja?”. “Sí, ’apá”. “¿Recuerdas que las llevamos al hotel?”. “Sí, ’apá”. “¿Y recuerdas lo que ahí hicimos con ellas?”. “Sí, ’apá”. “Bueno –concluyó don Poseidón–. Eso es lo que hacen las abejitas y los pajaritos”.
Las socias del Club Gardenia invitaron al general Ote a su reunión mensual a fin de que les hablara de sus experiencias en la milicia. Manifestó él: “Les agradezco la invitación, señoras mías, pero me veo en la penosa necesidad de no aceptarla. Soy muy mal hablado, y temo que en el curso de la plática se me escape alguna palabra inconveniente, lo cual me apenaría bastante”. “No se preocupe usted, mi general –lo tranquilizó una de las señoras-. En vez de decir esa palabra diga usted: ‘metáfora’. Nosotras entenderemos”. Asistió, pues, el general a la reunión y narró una de sus experiencias de soldado. “Estaba yo en un pueblo del norte del país y conocí a una hermosa mujer. Tenía un busto espléndido, enhiesto y firme; una grupa como de potra arábiga; piernas torneadas y muslos que se adivinaban invitadores como puertas que se abrían para brindar placeres indecibles. Y ya no le sigo, señoras, porque nomás de acordarme de aquella mujer ya se me está levantando la metáfora”.
Es necesario ahora que aligeres el contenido de tu inane columneja narrando algunos otros chascarrillos. Por ejemplo, el de la muchacha que en el aeropuerto se despidió con amorosos abrazos y apasionados besos del apuesto joven. Cuando el avión levantó el vuelo la muchacha rompió a llorar desconsoladamente. La bondadosa dama que iba a su lado le preguntó, solícita: “¿Lloras porque tu marido se queda y tú te vas?”. “No, -respondió la muchacha sin dejar de llorar-. Lloro porque ahora voy a mi casa con él”...
Don Algón iba a contratar una nueva secretaria, y entrevistó a una de la cual le habían hablado muy bien. “Dígame, señorita Rosibel -le preguntó-. Si le ofrezco 15 mil pesos de sueldo a la semana, ¿me dirá que sí?”. Contestó de inmediato Rosibel: “Por ese sueldo le diré que sí varias veces a la semana”.
Tirilina era una chica muy flaquita. Cierto día se tragó entera una aceituna, y cinco muchachos huyeron del pueblo...
Un grupo de parejas de edad madura se reunieron a cenar. Los maridos empezaron a hablar de sus respectivas experiencias. Acabados los relatos uno de ellos comentó en tono filosófico: “No cabe duda. Hemos tenido altas y bajas”. Su esposa le musitó a la amiga que tenía al lado: “Él ya tiene puras bajas”.
Estamos en tiempos de revolución. Cacariola, madura señorita soltera hija del dueño de la hacienda, estaba en su alcoba aplicándose los polvos de arroz que le disimulaban las arrugas. De pronto se escucharon gritos, disparos, tropel de caballería. La mamá de Cacariola le dijo con angustia: “¡El Cielo te proteja, hija de mi alma! ¡Llegaron los revolucionarios, esos lujuriosos vándalos ultrajadores, deshonradores de mujeres!”. “¡Qué barbaridad! –exclamó consternada Cacariola–. ¡Y yo en estas fachas!”.
“Me acuso, padre –dijo la linda Pimpinela en el confesionario–, de que estoy entregada en cuerpo y alma al Señor”. “Eso no es pecado –la tranquilizó el buen padre Arsilio–. Por el contrario, es una gracia muy grande estar entregada así al Señor”. “¿Al de la tienda?” –preguntó tímidamente Pimpinela–.
Don Cornulio está triste. ¿Qué tendrá don Cornulio? Sus compañeros de la oficina le preguntaron: “¿Te pasa algo?”. Respondió el señor, atribulado: “Mi hijo acaba de decir su primera palabra”. “¿Y eso te entristece? –se extrañaron los otros–. Deberías estar feliz”. “Así es –admitió don Cornulio–. Pero esa palabra la pronunció en una reunión en la que estaban mis amigos y compadres. Dijo: ‘Papá’. ¡Y todos voltearon!”… .
Rondín # 3
Don Algón, salaz ejecutivo, le contó a su socio: “Ayer la pasé en grande. Llevé a Rosibel, mi secretaria, al club de golf para enseñarle el juego. Nos divertimos como no te imaginas. Ella no tiene facultades para eso, y se pasó todo el tiempo echando la pelotita a los arbustos”. Preguntó el otro sin entender: “¿Y dónde estuvo la diversión?”. Respondió don Algón: “Atrás de los arbustos”.
“Los hombres son muy malos, hija mía –aleccionó doña Holofernes a su hija–. No te fíes”. “Jamás me fío, mami –aseguró la muchacha–. ... Siempre lo hago de riguroso contado”.
Tres amigos fueron de vacaciones a Cancún. En el hotel conocieron a unas chicas que viajaban juntas: una telefonista, una enfermera y una profesora. Al día siguiente los amigos comentaron en el desayuno sus respectivas experiencias. Dijo uno: “A mí no me fue muy bien con la telefonista. No pude hacer nada. Lo único que me decía era: ‘Un momentito por favor’”. “A mí tampoco me fue bien con la enfermera –declaró el segundo igualmente atribulado–. Tampoco me dejó hacer nada. Se la pasó toda la noche diciéndome: “No se mueva, señor; no se mueva”. Manifestó el tercero: “Pues a mí me fue peor con la profesora”. Preguntaron los amigos: “¿Tampoco te dejó hacer nada?”. “Me dejó hacer todo –respondió el tipo, que se veía desfallecido, exánime, agotado–. Pero cuando terminé me dijo: ‘No lo hiciste muy bien. Tendrás que repetir la tarea cinco veces’”.
El borrachín del pueblo agonizaba en el hospital de pobres víctima de sus excesos. Un sacerdote acudió a impartirle los últimos auxilios de la religión. “Dime, Beodio –le preguntó–. ¿Renuncias a Satanás?”. “No, padre –respondió el borrachín–. Ignoro lo que me espera en el otro mundo, y en mis circunstancias no creo conveniente indisponerme con nadie”.
Tres amigos expertos en cosas de sexualidad cambiaban impresiones acerca de un tema interesante: la ropa íntima femenina. “A mí me gusta sencilla y sin adornos” –dijo uno–. Dijo otro: “En cambio a mí me gusta con encajes y otros detalles atrevidos”. “A mí –dijo el tercero– me gusta que la ropa íntima femenina sea como los libros que leo”. “¿Cómo?” –preguntaron los otros–. Respondió el tipo: “Con mucho contenido humano”.
El gallo perseguía a las gallinas por todo el corral, y cuando las alcanzaba cumplía en ellas el rito antiguo de la naturaleza. (Recordemos el mexicanísimo dicho: “¡Ay, quién tuviera la dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!”). Al final de la jornada el gallo estaba agotadísimo. El pato le indicó: “Es que todo el día les haces el amor a las gallinas”. Respondió el gallo: “No es hacerles el amor lo que me cansa. Lo que me jode es correr tras ellas”.
Un señor se hallaba en el lecho de agonía y le dictó a un notario público su última voluntad. “Dejo toda mi fortuna a mi esposa Gorgolota con una condición: que se vuelva a casar”. “¿Que se vuelva a casar? –se asombra el notario–. ¿Por qué?”. Explicó el señor: “Quiero que haya alguien que sienta mi muerte”.
Una señora le preguntó a otra: “¿Cómo es el amor con tu marido?”. Respondió la otra: “Como la noche del Grito de Independencia”. “¿Con mucho entusiasmo, mucho fuego?”. “No. Una vez al año”.
El atractivo pero tímido muchacho le dijo en su automóvil a la avispada chica: “Florilí: tú sabes que soy muy tímido. Necesito que me ayudes. Si estás dispuesta a permitirme que te tome una mano, mírame. Si quieres dejarme que te dé un beso, sonríe”. Ella prorrumpió en una formidable, estrepitosa carcajada. (Esperemos que el muchacho haya entendido).
Aquel vaquero estaba tan borracho que sus amigos decidieron jugarle una pesada broma. Le quitaron la silla a su caballo y se la volvieron a poner, pero al revés, con la cabeza de la silla hacia la cola del caballo. Al día siguiente, ya en su casa, la esposa del vaquero le dijo: “Levántate ya, Billy. Es hora de que te vayas al trabajo”. “No tengo en qué irme –responde el vaquero tristemente–. Anoche le cortaron la cabeza a mi caballo, y para poder llegar aquí tuve que venir todo el tiempo tapándole la tráquea con la mano”.
Estamos en tiempos de las Cruzadas. Sir Galahad, caballero de la alta nobleza en la Bretaña, se disponía a salir con sus mesnadas a fin de reconquistar el Santo Sepulcro en poder de los infieles. Aunque confiaba plenamente en la fidelidad de lady Guinivére, su esposa, siguió el uso de todos los cruzados y le hizo poner un cinturón de castidad. Llamó a su mejor amigo, sir Grandick, que no iba a ir a la Cruzada porque la espada se le había descompuesto, y le puso en las manos la llave del cinturón. Le dijo: “Pongo en tus manos esta llave, amigo mío, para que la guardes hasta mi regreso. Con eso guardarás también el honor y pureza de mi mujer, a quien te confío igualmente, pues conozco tu calidad de caballero y tu condición de hombre de honor”. Sir Galahad le entregó la llave a su amigo y subió luego a su caballo para emprender el camino a Tierra Santa. No había andado ni una lengua cuando a todo galope lo alcanzó sir Grandick al tiempo que le gritaba: “¡No es la llave!”.
Agotada, desfallecida, exhausta, la recién casada le dijo a su insaciable maridito al terminar el primer día de la luna de miel: “¡Te amo, Enrique!”. “No me llamo Enrique” –se amoscó él–. “Perdóname, Libidio –se disculpó la chica–. Estaba pensando en el rey Enrique porque ya vas en el octavo”.
Cuatro mamás, las cuatro católicas devotas, hablaban con señalado orgullo acerca de sus respectivos hijos, miembros destacados de la iglesia. “El mío es cura párroco –dijo una con orgullo–. Cuando entra en algún sitio todos dicen: “¡Padre!”. “Mi hijo es obispo –dijo la segunda con ufanía mayor–. Cuando entra en algún sitio todos dicen: “¡Su Excelencia!”. Comentó la tercera con satisfacción aún más grande: “Mi hijo es cardenal. Cuando entra en algún sitio todos dicen: “¡Eminencia!”. Y dijo la cuarta con orgullo que nadie podía superar: “Mi hijo es punk. Usa ropa estrafalaria; está todo cubierto de tatuajes, incluyendo el rostro; lleva los pelos erizados y pintados de rojo, amarillo, verde, morado, café, anaranjado y azul. Cuando entra en algún sitio todos dicen: “¡Dios mío!”.
El auditor que visitaba el banco le pidió a la curvilínea secretaria del gerente: “Deme por favor la llave que le di a guardar ayer”. La muchacha se sacó la llave del sitio más sorprendente. “¿Qué significa esto? –se asombró el auditor– ¿Por qué trae la llave ahí?”. “Señor –explicó la muchacha–, usted me dijo que la guardara en un lugar al que nada más tuviera acceso el gerente del banco”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. En cierta ocasión hizo un viaje en avión de hélice. A su lado iba una monjita. De pronto fallaron los motores de la nave, y el avión empezó a caer en vertiginosa picada. La religiosa tomó de la mano al tal Capronio y le dijo con angustia: “¡Hermano! ¡Recemos para llegar al Cielo!”. “Va a estar cabrón, madre –contestó el ruin individuo–. Precisamente vamos en dirección contraria”.
El borrachín iba pasando cae que no cae junto a una barda. “¡Hola, cachetona!” –saludó volviendo la vista hacia arriba–. En lo alto de la barda se oye a una mujer decirle a otra: “Ya te he dicho que no te sientes en la barda, Nalgarina. Estamos en un campo nudista”... Tetina Grandchichier anhelaba ser concertista de guitarra, pero tenía el busto tan exuberante que aún con los brazos extendidos no alcanzaba a tañer el instrumento. Acudió a un joven cirujano plástico y le pidió que le redujera el busto. El novel médico, después de contemplar extasiado la ubérrima pechera de Tetina, le hizo una sugerencia. “Señorita Grandchichier: ¿no le gustaría que mejor le alargáramos los brazos?”.
Te tengo una buena noticia –le dijo don Algón a su socio don Pitorro–. Conseguí que mi secretaria salga contigo hoy en la noche”. “¡Magnífico! –se alegró don Pitorro–. Y yo tengo otra buena noticia para ti: tu mujer no saldrá esta noche a esa junta que te había dicho”.
El niñito le preguntó a su mami: “¿Qué le regalaría mi papá a la muchacha? ¿Una bici, una moto o un caballo?”. La señora, extrañada, preguntó a su vez: “¿Por qué piensas que le regaló alguna de esas cosas?”. Explicó la inocente criatura: “Porque anoche que saliste mi papi fue a su cuarto, y poco después oí que le dijo: ‘Ahora súbete tú, mamacita”’.
Suspiraba la pequeña Rosilita: “Si me caso tendré un marido como mi papá. Si no me caso tendré el carácter agrio de mi tía Solteria. De cualquier modo estoy jodida”.
Babalucas les contó a sus amigos: “Anoche entró en mi casa un ladrón raro. Cuando llegué saltó por la ventana y dejó toda su ropa, sus zapatos, su reloj…”
Rondín # 4
“¡Con eme!” –dijo la joven esposa con energía–. “¡Con ge!” –exclamó su marido igualmente enfático–. “¡Con eme!” –insistió ella–. “¡Con ge!” –repitió él–. “¡Te digo que con eme!” –volvió a repetir ella–. ¡Caramba! –se desesperó él–. Tengo un mes fuera de la casa, trabajando, ¿y ahora que llego tú quieres primero comer?”.
Aquella casa estaba llena de paquetes de condones. Los había sobre las mesas y las sillas; se veían en los armarios y alacenas; llenaban los estantes y repisas. Hasta en el suelo había condones. El amigo que visitó al dueño de la casa se sorprendió al ver esa cantidad enorme de preservativos. Le preguntó asombrado: “¿Tan grande así es tu actividad sexual? Ni los claros varones de Saltillo la tienen tan intensa”. “No se trata de mi actividad sexual –respondió el otro con pesaroso acento–. Tú sabes que siempre he padecido este tic nervioso que me hace guiñar continuamente el ojo. Por mi estado de nervios todos los días me duele la cabeza. Voy a la farmacia y le digo al encargado: ‘Me da una caja de aspirinas’. El tipo me ve guiñar el ojo; me hace otro guiño igual y me pasa disimuladamente un paquete de preservativos. Y aquí me tienes, con la casa llena de condones y siempre con jaqueca”.
Mesalinia, joven mujer de generoso cuerpo, contrajo matrimonio. Alguien del pueblo la conocía bien, y contó en la cantina: “Entiendo que en la noche de bodas su marido le hizo el amor como ningún hombre se lo había hecho antes”. “¿Cómo?” –se interesaron los otros–. Precisó el tipo: “Sin pagarle”.
¿Cuáles son, en promedio, los médicos de más baja estatura? Los proctólogos, porque son especialistas enanos.
A mí no me gusta hablar mal de las personas. Eso, desde luego, le quita interés a la conversación. Himenia Camafría, madura señorita soltera, le dijo al gendarme de la esquina: “Aquel hombre que va allá iba a hacerme tocamientos lúbricos, pero en eso llegó usted y escapó”. “No se preocupe –la tranquilizó el jenízaro–. Me retiraré y a lo mejor regresa”.
Un compañero de Babalucas comentó en la oficina: “Ronco tan fuerte que yo mismo me despierto”. Le sugirió el badulaque: “¿Por qué no te vas a dormir a otro cuarto?”.
Facilisa, mujer casada, estaba yogando en su domicilio con un nuevo querindongo. Le indicó: “Si de repente llega mi marido métete en el clóset y permanece en él hasta que se vaya”. Preguntó, inquieto, el follador: “¿Y si tarda en irse?”. “No hay problema –respondió la pecatriz–. Les tengo ahí agua y comida para cinco días”.
“No sabes hacer el amor” –le dijo el marido a su mujer. Días después llegó a su casa y la encontró en el lecho conyugal con un desconocido. “¿Qué haces?” –le preguntó furioso. “Aquí –contestó ella-, buscando una segunda opinión”.
La señorita Peripalda les contó a los niños del catecismo que entre todos los santos del Cielo los que llevan las aureolas más grandes son las vírgenes y los mártires. Pepito, como de costumbre, estaba papando moscas. “A ver, niño –le preguntó de súbito la catequista-. ¿Cuáles son los santos que llevan las aureolas más grandes?”. Aventuró Pepito, cauteloso: “¿Los más cabezones?”.
“Tengo cinco hijos –declaró la señora en una fiesta-. Dos de mi primer marido y dos del segundo”. Alguien quiso saber: “¿Y el otro?”. Respondió con orgullo la señora: “Ése lo hice yo solita”.
El jefe de la Guardia Nacional de cierta república centroamericana llamó al presidente de la República y le dijo: “Señor: nos invadieron miles de criaturas extraterrestres”. “¡Oh! –exclamó el presidente, cuyo catálogo de interjecciones era limitado-. Y ¿qué están haciendo?”. Respondió el otro: “Sobre eso hay dos noticias: una mala y una buena. La mala es que comen políticos. La buena es que mean gasolina”.
“Acúsome, padre, de que anoche le acaricié el busto a mi novia”. Así le dijo en el confesonario el joven Simpliciano al padre Arsilio. Inquirió el sacerdote: “¿Se lo acariciaste por encima de la ropa o por abajo?”. “Por encima” –precisó el muchacho. “Pendejo –replicó el confesor-. Se lo hubieras acariciado por abajo. La penitencia es la misma”.
“Tengo unas rayas extrañas en el busto”. El doctor Ken Hosanna examinó esa parte de la joven mujer y luego diagnosticó: “Su problema está en las uñas”. “No lo creo, doctor –opuso la paciente–. Siempre las traigo muy cortas”. “En las uñas de su novio” –completó el facultativo–.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, recibió en su casa a sus invitados. Uno de ellos vio en el salón de trofeos una piel de oso que servía como alfombra.
“Tiene historia –relató don Sinople, el marido de doña Panoplia–. Estaba yo en los bosques canadienses participando en la cacería del alce cuando de pronto se me apareció el feroz plantígrado”. Lo interrumpió la señora Marga Yate, una de las invitadas: “Pensé que nos iba a hablar del oso”. Tosió el famoso cazador y continuó. “El terrible animal se alzó sobre sus patas traseras, y de inmediato presentí su ataque”. “A lo mejor iba a bailar” –sugirió la señora Yate–. Volvió a toser don Sinople y prosiguió su narración. “Levanté mi rifle…”. “¿Se le había caído?” –preguntó doña Marga, interesada–. Tosió una vez más el cazador, preocupado porque las toses se le estaban acabando. “Disparé y cayó el oso a mis pies. Sentí haber dado muerte a aquel espléndido ejemplar, pero éramos el oso o yo”. “Qué bueno que fue el oso –opinó la señora Marga Yate–. Usted no hubiera lucido mucho como alfombra”…
Eric el Rojo, jefe de los vikingos, se puso en pie en la proa de su nave y ordenó a sus marinos: “¡Abordar!”. Le dijo uno de ellos al remero que tenía al lado: “Siempre ordena lo mismo, por eso nunca dejo de traer mi costura”.
Usurino Matatías, el hombre más avaro de la comarca, se preocupó bastante cuando su hijo le anunció que aquella noche iba a salir con una chica.
“No gastes mucho –le advirtió–. Cuida los centavos, que los pesos se cuidarán solos”. Cuando su hijo regresó de la cita el avariento señor quiso saber lo concerniente al asunto del dinero. Le informó el muchacho: “El gasto fue de 100 pesos”. “No es mucho” –suspiró con alivio Matatías–. Precisó el muchacho: “Era todo lo que ella traía”.
El hombre de la Edad de Piedra pintó en la pared de la gruta un mamut con siete pares de colmillos y dos colas. Le preguntó su mujer: “¿Dónde has visto un mamut así?”. “En ninguna parte –respondió el troglodita–. Pero voy a volver locos a los paleontólogos”.
La señora aleccionó a su hija: “No está bien que llegues a la cita antes que tu novio”. “¿Por qué no, mami? –replicó la chica–. A él le encanta que le tome la delantera”.
Rondín # 5
El ardiente galán le pedía a su linda dulcinea la dación de su más íntimo tesoro. Ella trataba de sofrenar los vehementes impulsos de su futuro esposo, pues tanto su mamá como las monjas del colegio le habían dicho que “eso” no se debe hacer antes del matrimonio. Le decía la muchacha a su ardoroso novio: “Nos vamos a casar dentro de un mes. ¿Acaso no puedes aguantar la espera?”. Repuso él: “Se me va a hacer muy larga”. Ella abrió los ojos, asombrada. “¿De veras? –exclamó con vivísimo interés–. ¡Pues motivo de más para esperar!”.
Cierto señor perdió los dientes en un accidente de automóvil. Por negligencia no remedió la pérdida, de modo que pasaron días, semanas, meses y el hombre seguía desdentado. Su esposa le pidió una y otra vez que acudiera al dentista, pero él no hacía caso. Por fin se decidió, y sin decir nada a su mujer fue a con un odontólogo que en breve tiempo le puso dientes nuevos. El tipo fue directamente a su casa deseoso de dar la sorpresa a su consorte. Ella estaba en la ducha, de espaldas a la puerta del baño. Con pasos tácitos, sin hacer ruido, el marido se le acercó y le dio una traviesa mordidita en el cuello. La señora le dijo sin volver la vista: “¿Qué haces aquí a esta hora? Vete inmediatamente, que no tarda en llegar el chimuelo”.
Avaricio Cenaoscuras, el hombre más cicatero del pueblo, dejó estupefactos a sus amigos al presentarse en el café ataviado elegantemente. Lucía traje nuevo de casimir inglés; zapatos de los más caros; camisa espléndida de seda y corbata de gran lujo. “¿Y eso? –se sorprendieron los amigos–. ¿A qué se debe el estreno, que debe haberte costado algunos miles? Te habíamos visto la misma ropa durante años y ahora pareces gentleman inglés”. Explicó don Avaricio con tono hosco: “Mi esposa dio a luz cuádruples”. Preguntaron los otros sin entender la explicación: “¿Y eso qué tiene qué ver con este nuevo lujo?”. Replicó Cenaoscuras: “¿Qué caso tiene tratar de controlar los gastos si en tu misma casa no te apoyan?”.
Una joven mujer de exuberantes curvas llegó a una mueblería y le pidió al encargado que le mostrara un juego de sala sexual. Así dijo: “Un juego de sala sexual”. Sonrió el empleado: “Querrá usted decir ‘seccional’”. Respondió ella: “Cada quien da a sus muebles el uso que quiera darles”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, esposa de don Sinople Gules, estaba muy orgullosa porque le habían terminado de construir su nueva casa. Le preguntó una amiga: “¿Y tienes dónde recibir a tus amistades?”. “Desde luego –respondió ella, ufana–. Solamente en mi recámara hay tres clósets”.
Ovonio Grandbolier, el hombre más perezoso del condado, le dijo una mañana a su mujer: “Hoy me levanté con ganas de trabajar”. “¿De veras?” –se asombró ella. “Sí –confirmó el tal Ovonio–. Voy a acostarme otra vez, a ver si se me pasan”.
La esposa de Babalucas llamó a la policía: “¡Por favor! –suplicó llena de angustia–. ¡Detengan a mi esposo antes de que vaya a cometer una locura!”. “¿Qué sucede?” –preguntó el oficial de guardia–. “Acabo de dar a luz –explicó la señora–. Tuve gemelos, ¡y mi marido salió furioso a buscar al otro hombre!”.
Doña Macalota iba todos los días a su banco. Al parecer hallaba diversión en depositar y retirar dinero a cada rato. “Señora –le advirtió el joven banquero que la atendía–, me permito sugerirle que no mueva tanto su cuenta”. “¿Por qué?” –se atufó doña Macalota. “Mire usted –le explicó el muchacho–. Esto de las cuentas bancarias es como una relación que se basa solamente en lo sexual: a fuerza de tanto meter y sacar se va haciendo menor el interés”.
Don Algón, salaz ejecutivo, pasó un fin de semana en Cuernavaca con una linda chica a la que conoció en un bar. Terminado aquel buen fin le preguntó, evocador: “¿Olvidarás alguna vez, preciosa, lo que hicimos en estos dos días de pasión?”. La interrogada preguntó a su vez: “¿Cuánto me das por olvidarlo?”.
El encargado de la recepción en el hotel les informó a Babalucas y a su esposa: “Por el precio de la habitación tienen ustedes derecho a dos niños gratis”. El badulaque se amoscó: “¿Y para qué diablos queremos dos niños, aunque sean gratis?”.
Don Chinguetas le contó a doña Macalota, su mujer: “Anoche tuve un sueño muy extraño. Soñé que un hombre guapo y joven te iba a hacer el amor. Yo me interpuse, e hice que se alejara y te dejara en paz”. “¡Ah! –se irritó doña Macalota–. ¡Como siempre, metiéndote en lo que no te importa!”.
Cierta mujer se estaba refocilando en el lecho conyugal con un hombre que no era su marido. Llegó éste y la sorprendió en el trance. “¡Eres una infame! –le dijo hecho una furia–. ¿Así faltas a la fe que me juraste al pie del ara? ¡Peliforra!”. Replicó ella: “Por favor no uses palabras raras en la casa, y menos en presencia de extraños. Además tú también me has engañado muchas veces”. “Tienes razón –reconoció el marido–. ¿Te parece si olvidamos nuestras mutuas faltas y hacemos borrón y cuenta nueva?”. “Me parece muy bien –aceptó la señora–. Pelillos a la mar”. En ese punto intervino el sujeto que estaba con la señora. Le preguntó: “Ahora que ya se arreglaron ¿podemos continuar?”.
Los amantes llegaron al mismo tiempo al culmen del acto pasional, y ambos cayeron lánguidos y exhaustos de espaldas en el lecho. Él encendió un cigarro. Ella, después de un rato de silencio, empezó a llorar calladamente. “¿Qué te pasa?” –preguntó el hombre–. La joven mujer estalló en llanto. “¡No supe lo que hacía!”. Dijo él: “Me sorprendes. En mi opinión lo hiciste bastante bien”.
Aquella gallinita puso por primera vez un huevo. Se quedó estupefacta al ver que el huevo que puso echó a correr velozmente y se perdió en la lejanía. La gallinita, azorada, fue con su mamá y le contó lo sucedido. “¿Qué gallo fue el que te pisó?” –preguntó la gallina madre–. “Aquél búlico que se ve allá” –señaló la hija–. “No te extrañe que el huevo haya corrido –le dijo la gallina–. Ese gallo tiene pie de atleta”.
Capronio, sujeto ruin, cínico y desconsiderado, sacó a bailar el vals a una muchacha en una fiesta de 15 años. Apenas habían dado unos cuantos pasos de baile cuando el aprovechado tipo deslizó su mano y la puso en la pompis de la joven. Ella protestó airadamente: “¡Quite la mano de ahí!”. Imperturbable, Capronio pasó su mano a la otra pompis al tiempo que le preguntaba a la indignada chica: “¿Qué ésta la traes inyectadita?”.
Goretino llegó virgen al matrimonio. La noche de las bodas la naturaleza y el instinto, sabios maestros los dos, le mostraron lo que debía hacer, pero el inexperto mancebo no encontraba el caminito del amor. “Ay, Gore –suspiró su flamante mujercita–. Pensé que ibas a venir muy erótico, y estoy viendo que vienes muy errático”.
El cuento que ahora sigue motivó las iras de doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Lo leyó y exclamó horrorizada: “Anatema sit!”, antigua locución latina con que los eclesiásticos vituperaban aquello que iba contra sus enseñanzas. No pudo decir más la ilustre dama: la lectura de ese vitando chascarrillo la dejó fuñingue, es decir débil, agotada, sin fuerza aun para tenerse en pie. Su reacción me hace pensar que el cuento es bueno. Lo publico, entonces, pero cambio algunas de las palabras que en él se usan. Mis cuatro lectores sabrán cuáles son y pondrán en su lugar las que deben ser… Una boa, serpiente de gran tamaño, sufría eternas hambres por causa de la escasez de presas. Determinó entonces dedicarse a la profesión más antigua del mundo. Quiero decir que pensó en hacerse prostituta. Le informó su plan al búho y le pidió su opinión al respecto. “No creo que tu idea funcione –le dijo la sapiente ave nocturna–. Tu apetito es voraz, y no podrás resistir la tentación de comerte a tus posibles clientes”. “Me esforzaré en frenar mi instinto –aseguró la boa–. Seré una profesional”. En efecto, puso un cartel en el cual se anunciaba como sexoservidora. Ese mismo día llegó su primer cliente: un conejo. La boa le dio a conocer el monto de sus honorarios y le ofreció “completa satisfacción o la devolución de su dinero”. “A darle, pues” –aceptó el cachondo conejito–. La boa lo atrajo hacia sí con sus poderosos anillos. Al hacerlo sintió que su cliente estaba gordito, en buenas carnes. Tenía hambre la serpiente, como siempre, y no pudo evitar el impulso de llevarse el conejo a las fauces y tragárselo. En eso, sin embargo, recordó la advertencia del búho y pensó en su deber profesional. Regurgitó, pues, al conejo. Salió éste de las profundidades de la boa todo aturrullado, con los pelos mojados y en desorden, y exclamó lleno de entusiasmo: “¡Uta! Sí así estuvo la besada ¡cómo irá a estar la fornicada!”.
Aquel marido era machista consumado. Le dijo a su mujer: “Yo me parto la espalda trabajando todo el día mientras tú te la pasas en la casa sin hacer prácticamente nada”. La señora, harta de las majaderías de su esposo, le propuso: “Cambiemos los papeles. Mañana yo saldré a la calle a cumplir tus tareas de vendedor y tú te quedarás aquí a hacer las labores de la casa”. El marido, burlón, aceptó el trato. Al día siguiente tuvo que levantarse una hora y media antes que de costumbre a fin de preparar el desayuno, disponer a los niños para la escuela y tener lista la ropa que llevaría al trabajo su mujer. Ésta dormía aún plácidamente. Despertó tras un buen sueño, y luego de arreglarse se sentó a la mesa a esperar que su esposo le sirviera de desayunar. Luego le dio un apresurado beso en la mejilla y salió de la casa. El hombre llevó a los hijos al colegio; llegó al supermercado a hacer las compras; fue a pagar los recibos del agua, la luz, el teléfono y el gas. Después se dirigió al banco a hacer algunos trámites. Regresó a la casa; lavó los platos del desayuno; tendió las camas; barrió el piso; lavó y planchó la ropa e hizo la comida, esmerándose en hacerla bien para lucirse con su esposa. En eso llamó ella para decirle que no la esperara a comer, pues lo haría con unas amigas. Para entonces ya era hora de ir por los niños a la escuela. El tipo les dio de comer, y después de lavar otra vez los platos se puso a hacer con ellos la tarea. Les sirvió la merienda; los bañó y acostó y en seguida preparó una rica cena para su mujer. Otra vez llamó ella para avisarle que no iría a cenar, pues se había encontrado a una antigua compañera del colegio e iría con ella a tomarse unas copas. A esas horas el tipo estaba ya todo molido y derrengado. Apenas tuvo fuerzas para desvestirse y acostarse. Se metió en la cama cuando pasaba ya la medianoche, Apagó la luz y se dispuso a dormir. En eso lo asaltó un espantoso pensamiento. Se dijo lleno de angustia: “¡Nomás falta que esta cabrona venga borracha y quiera hacer el amor!”.
Noche de bodas. Terminó el primer trance de amor y el enamorado novio le dijo a su flamante mujercita: “¡Te amo, Dulcibel!”. Le pidió ella: “¡Repíteme eso!”. Volvió a exclamar el vehemente galán: “¡Te amo, Dulcibel!”. “No –aclaró la muchacha–. Repíteme eso que me acabas de hacer”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, le confió a su amiga doña Gules: “Mi marido tiene una forma muy extraña de hacer el amor”. Replicó la otra, pensativa: “Ya lo decía yo”.
Rondín # 6
Susiflor iba a contraer matrimonio. Una amiga de su mamá le aconsejó: “Desde el primer día de casada pon a tu esposo en su lugar. Cuando yo me casé le dije a mi marido al regresar de la luna de miel: “A partir de hoy dejarás de fumar, dejarás de beber, dejarás de jugar a las cartas, dejarás de salir con tus amigos, dejarás de ver el futbol en la televisión…”. Preguntó Susiflor: “Y ¿dejó de hacer todo eso?”. “No lo sé –respondió con voz triste la señora–. Ese mismo día me dejó a mí”.
La recién casada no sabía cocinar, de modo que contrató a una cocinera, mujer en buenas carnes. Una noche la joven esposa le dijo a su maridito: “Mi amor: a la cocinera se le quemó la cena. ¿Te conformarás con un rato de amor?”. “Está bien –accedió él–. Que venga la cocinera”.
Rsibel, linda muchacha, le comentó a su amiga Susiflor: “El pantalón que traigo debe ser de lana virgen”. Preguntó Susiflor: “¿Por qué supones eso?”. Contestó Susiflor: “Porque sin quererlo yo las piernas se me cierran”.
Una joven señora se jactaba de su buena figura. “Ahora peso menos que el día que me casé”. “Se explica –acotó una de las presentes–. Ahora no estás embarazada”.
Doña Jodoncia y don Martiriano iban por el centro comercial cuando pasó junto a ellos una mujer de cintura juncal, generosa y bien acomodada dosis de caderas, ubérrimo tetamen y provocativo atuendo de escote pronunciado y minifalda. Por arriba se le veía hasta abajo y por abajo se le veía hasta arriba. Su actitud y sus movimientos estaban llenos de sensualidad. “¡Qué vergüenza! –prorrumpió doña Jodoncia con escándalo dirigiéndose a su esposo–. ¡Te juro que si yo me viera así no saldría nunca de la casa!”. “Para serte sincero –replica tímidamente don Martiriano–, si tú te vieras así yo tampoco saldría nunca de la casa”.
Dos norteamericanos, socios el uno del otro, viajaron a México. Querían poner un negocio de bungee, ese riesgoso juego que consiste en lanzarse desde una elevada estructura atado a una cuerda elástica. Buscaron un pequeño pueblo y en la plaza empezaron a levantar la torre. Una multitud de curiosos se reunió a observar la extraña obra. Cuando la estructura estuvo terminada uno de los americanos se fue a la fonda a descansar y el otro se quedó a cuidar las instalaciones. Había tanta gente, sin embargo, que decidió dar la primera demostración saltando él mismo. Una hora después llegó a la fonda. Su compañero se espantó al verlo: iba lleno de cardenales y chichones, sangraba profusamente por nariz y boca y traía dos o tres costillas rotas. “¿Qué te sucedió?” –le preguntó espantado–. “Salté de la torre” –respondió con voz feble el infeliz–. “¿Y la cuerda estaba demasiado larga? –inquirió el otro lleno de alarma–. ¿Te golpeaste contra el suelo?”. “No –contestó el lacerado–. Pero dime: ¿qué demonios es una piñata?”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Su suegra le contó el sueño que la noche anterior había tenido: “Soñé que me moría, y vi el lugar preciso donde por mis merecimientos estaré en el otro mundo”. “¿Y qué la despertó, suegrita? –le pregunta Capronio con fingida solicitud–. ¿El intensísimo calor que hacía ahí?”.
Una gallina le dijo a otra en el corral: “Cuídate de aquel gallo. Es muy muy fogoso y rudo al hacer el amor. Cada vez que me pisa me paso hasta quince días poniendo huevos revueltos”.
Un muchacho llegó al departamento de joyería de la tienda y le pidió a la encargada: “Quiero un regalo para una señorita”. Preguntó la empleada: “¿Qué tipo de regalo busca usted?”. Respondió el muchacho: “Uno que me ayude a convencerla de que ya es tiempo de que deje de ser señorita”.
El rudo sargento irrumpió violentamente en la barraca donde dormían los reclutas, encendió la luz y gritó a todo pulmón: “¡Son las 5 de la mañana! ¡Levántense, hijos de p…!”. Todos saltaron de la cama, menos uno. Furioso el mílite se dirigió hacia él. Recargado tranquilamente en la cabecera de la cama le dijo el recluta: “Había muchos, ¿verdad, mi sargento?”.
Mesalina, mujer joven y guapa, fue a confesarse con el nuevo párroco. “Me acuso, padre –le dijo avergonzada–, de que estoy teniendo una relación carnal con el cura de la parroquia vecina”. “¡Insensata! –clamó con iracundia el sacerdote–. “¡Eres una descarada, una infame, una desvergonzada! ¡Perteneces a mi parroquia, grandísima bribona! ¡Esa relación la deberías tener conmigo!”.
Llegó a su casa don Astasio y, como de costumbre, halló a su esposa en trance de carnalidad con un toroso individuo de la más baja condición social, según se advertía por un tatuaje en forma de perro bulldog que ostentaba en el antebrazo izquierdo con la inscripción “Loco y violento”. Y es que tratándose de sus eróticos devaneos doña Facilisa no hacía distinción de persona: ejercía con todos la más generosa liberalidad; aplicaba sin reserva la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, documento según el cual todos los hombres fueron creados iguales. Habituado ya a los trances de fornicio de su lasciva esposa don Astasio colgó su saco en el perchero y del bolsillo de su chaleco extrajo la libreta donde solía anotar denuestos para enrostrárselos a su mujer cuando la hallara en esos ilícitos performances. Así, procedió a dar lectura con voz de tenedor de libros a los últimos adjetivos que había espigado: “Bagasa, enquillotrada, granillera, calientacamas, calvadora...”. “Astasio –le dice la señora sin perder el compás de lo que hacía–. No es de buena educación ponerse a leer en presencia de las visitas”.
Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, decidieron juntar sus ahorros para poner una pequeña granja avícola. Propuso la señorita Himenia: “Compraremos 100 gallinas y un gallo”. Acotó la señorita Celiberia: “Para 100 gallinas necesitaremos varios gallos”. “¡De ninguna manera! –protestó con vehemencia la señorita Himenia–. ¡Gallinero sí; promiscuidades no!”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, fue a una fiesta, y alguien le presentó a don Crésidoo, señor rico y maduro. Le dijo Nalgarina: “Al verlo a usted pienso en mi tercer marido”. “¿De veras? –se interesó don Crésido–. Pues ¿cuántas veces se ha casado?”. Con un mohín de coquetería respondió Nalgarina: “Dos”.
Aquel muchacho estaba casado con una chica que era secretaria. Vivía feliz con ella; sólo una sombra opacaba su ventura: la muchacha tenía poco busto, y a él le gustaban las mujeres con mucha pechonalidad. Bien lo dijo Balzac: una mujer sin busto es como una cama sin almohada. Cierto día entraron los dos en una tienda de antigüedades y vieron ahí una lámpara de estilo oriental que les gustó. La compraron, y al llegar a la casa él la frotó para limpiarla. De la lámpara salió un genio. “Gracias por liberarme –le dijo el genio–. Tienes derecho a que te cumpla dos deseos”. Sin vacilar pidió el muchacho: “Haz que el busto de mi mujer sea más grande”. El genio hizo un ademán sobre el menguado planisferio de ella, y los dos atributos pectorales de la asombrada chica crecieron en manera extraordinaria. “¡Santo Cielo! –exclamó la muchacha al ver su frontis lleno con tan munífico caudal–. ¡Con esto no voy a poder alcanzar el teclado de la computadora, y perderé el trabajo! ¡Usa tu segundo deseo para pedirle al genio que me reduzca el busto!”. El muchacho, sin apartar la golosa mirada del nuevo atractivo de su mujercita, frotó otra vez la lámpara, y cuando el genio apareció le dijo: “Haz que los brazos de mi mujer sean más largos”.
El borrego se bajó por fin de la borreguita. Preguntó ella tímidamente: “Esto que acabamos de hacer ¿significa que ya no podré dar lana virgen?”.
Babalucas era el telonero del teatro. El joven concertista que iba a dar su recital le dijo con orgullo: “El violín en el que voy a tocar tiene 300 años de antigüedad”. Le contestó el badulaque: “Tú échale, bato. Nadie se dará cuenta”.
El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que no lo cometan con más de dos personas a la vez) predicó el sermón dominical y dijo con voz altitonante: “¡Escucha, pecador! ¡Óyeme, tú que estás entregado a la embriaguez, a la pereza, a la gula, a la fornicación!”. Se oyó la voz de un niño: “Te habla, papi”.
El técnico en rayos equis se casó con una de las pacientes. Comentó la enfermera: “No sé qué le vería”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierto amigo suyo le dijo: “Estoy muy triste. El médico le dio un año de vida a la madre de mi esposa”. “No te entristezcas –lo consoló el majadero–. Un año se pasa volando”.
Rondín # 7
Nos hallamos en Londres. El marido le dijo a su mujer, que se hallaba desnuda en la cama, y muy nerviosa: “Está bien, Gwendolyn: admitamos que esta falda escocesa es tuya. Pero ¿y la gaita?”.
“Me acuso, padre, de que me gusta hacer el amor a oscuras”. Así le dijo en el confesonario una joven mujer al padre Arsilio. “Eso no es pecado, hija mía –la tranquilizó el buen sacerdote–. Por el contrario, la oscuridad puede servir para evitar que por los ojos entren tentaciones de concupiscencia lúbrica y erótica que lleven, ellas sí, a cometer algún pecado grave contra la castidad”. “No me entendió usted bien, padre –precisó la feligresa–. Me gusta hacer el amor a’os curas, a ’os sacristanes, a ’os seminaristas…”.
El empresario de espectáculos, acostumbrado al trato con gente de la farándula, y a quien por tanto nada sorprendía, se asombró bastante cuando un perro se presentó en su oficina y hablando con toda corrección le dijo que quería que lo contratara para actuar en su teatro. “¿Qué sabes hacer?” –le preguntó. “Imito artistas” –respondió el perro. Y así diciendo procedió a hacer una perfecta imitación de Frank Sinatra, Nat King Cole y Louis Armstrong”. “No está mal –le dijo el empresario–. Pero procura no imitar a nadie. Sé tú mismo”.
Don Inepcio le contó a su mujer: “Lo muchachos de la oficina me invitaron a una stag party, una fiesta para solteros donde van a pasar películas pornográficas. Naturalmente rechacé la invitación”. “Ve –lo incitó la señora–, a ver si aprendes algo”.
El señor llegó muy triste de su cita con el médico. Le comentó a su esposa: “El doctor me dijo que no puedo fumar, que no puedo beber, que no puedo desvelarme, que no puedo hacer el amor”. “¡Caramba! –exclamó ella–. ¿Cómo supo esto último”.
“Encontré a mi mujer en brazos de otro hombre –le contó un individuo al médico–. Ella me dijo: ‘Tomemos un café y hablemos’. Al día siguiente la sorprendí otra vez en la cama con un desconocido. Me volvió a decir: ‘Tomemos un café y hablemos’. Y hoy por la mañana la hallé de nuevo en el lecho conyugal con un sujeto. Me repitió: ‘Tomemos un café y hablemos’. ¿Qué piensa de esto, doctor?”. “Amigo –respondió el facultativo–, usted no necesita un médico: necesita un abogado”. “No, doctor –opuso el visitante–. Quiero que me diga si no me irá a hacer daño estar tomando tanto café”.
Don Martiriano llamó por teléfono a su mujer, doña Jodoncia. Relató con temblorosa voz: “Me topé con un antiguo compañero de la escuela y le dio mucho guste verme. Me invitó a tomar una copa hoy en la noche, luego a cenar y después a un teatro de revista. ¿Puedo ir?”. “Claro que sí, viejito –respondió la voz–. Pásala bien y diviértete mucho”. Después de un instante de vacilación dijo don Martiriano: “Perdone usted. Número equivocado”. (“Número erróneo”, solía decir don Pablo Salce, noble señor y gran cronista de Linares, Nuevo León).
Aquella linda chica de esculturales formas lucía orgullosa la casaca del equipo de futbol americano de su universidad. El coach le dijo: “Lo siento, pero esa casaca sólo puede llevarla quien es del equipo”. Respondió ella: “Anoche lo fui”.
Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, rezaba sus oraciones de la noche. “Señor: tú sabes que nunca pido nada para mí. Pero, por favor, mándale a mi pobrecita madre un yerno”.
Un rudo mocetón del campo fue a la ciudad y pidió hablar con el juez de lo familiar. Manifestó: “Quiero divorciarme de mi esposa”. El jurisconsulto era dado a la grandilocuencia, de modo que en vez de preguntarle con dos palabras: “¿Por qué?” le contestó solemne: “¿Qué causal de las contempladas por el articulado del Código Civil invoca usted para solicitar la disolución del vínculo matrimonial?”. Alcanzó a entender el agreste mancebo que el juez le preguntaba por qué se quería divorciar, y respondió: “Fui engañado al matrimonio”. Inquirió el juzgador: “¿Cuál fue ese dolus malus al que usted pretende dar fuerza resolutoria? ¿En qué consistió el engaño?”. Respondió el mancebo: “La escopeta con que mi suegro me obligó a casarme no estaba cargada”.
En la oficina de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses cometer adulterio a condición de que estén al corriente en el pago de sus aportaciones) el cuidador del templo se estaba refocilando cumplidamente con la señorita Gimme Theold, la organista de la iglesia. En el curso de la acción ella mostró algunos escrúpulos. Le dijo el individuo: “El pastor nos tiene prohibido el baile, pero esto no es bailar”.
Se llama Facilda Lasestas, y es mujer de cuerpo complaciente. Cierto día llamó a su puerta un agente de ventas, hombre joven y de muy buen parecer. Le dijo el vendedor: “¿Me permite un segundo?”. “Claro que sí –respondió Facilda al tiempo que lo hacía pasar–. Pero recuérdeme por favor cuándo le permití el primero”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, asistió a los ejercicios espirituales que el padre Arsilio predicó para los socios de la Majestuosa Cofradía de Nobles y Elevados Caballeros de la Santísima Humildad. El buen sacerdote les pidió a los cofrades: “Levanten la mano los que quieran ir al Cielo”. Todos la levantaron, menos don Martiriano. “¿Cómo es eso? –se sorprendió el padre Arsilio–. ¿No quieres tú ir al Cielo?”. “Sí quiero, señor cura–respondió el hombrecito–. Pero antes necesito pedirle permiso a mi mujer”.
Un individuo se presentó a la consulta del doctor Retino, oftalmólogo y optometrista. Se quejó: “Doctor: se me juntan las letras”. “Pues páguelas” –le aconsejó el facultativo.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Se enteró de que una amiga suya había dado a luz una bebita y fue a visitarla en la maternidad. Le preguntó: “¿Cómo le vas a poner a la niña?”. Respondió con orgullo la flamante madre: “Se va a llamar Virgen”. “No le pongas así –sugirió el majadero–. Si sale como tú, ese nombre le va a servir cuando mucho hasta los 16 años”.
Babalucas y su esposa fueron por primera vez al mar. Ella probó el agua y le comentó a su marido: “Está salada”. Sugirió el badulaque: “Ponle azúcar”. Ella llevaba entre sus cosas una bolsita de edulcorante y la vació en el océano. Volvió a probar el agua y declaró: “Sigue salada”. Le indicó a Babalucas: “Es que no le meneaste”.
Doña Macalota le pidió a don Chinguetas: “Dame dinero. Necesito comprar cortinas para las ventanas de la recámara, pues temo que el vecino me vaya a ver desnuda”. Replicó don Chinguetas: “Si el vecino te llega a ver desnuda él será el que ponga cortinas en sus ventanas”.
En el cuarto 210 del popular motel Rosas de Venus los nuevos amantes se dispusieron a consumar su pasajero amor. Ella sacó de su bolso una regla de medir. “¿Eres masoquista? –preguntó el galán–. ¿La traes para que te golpee con ella?”. “No –contestó la muchacha–. Es para una estadística que llevo”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a Pudenciana, doncella de virtudes, a un día de campo. Grande fue la sorpresa de la inocente joven cuando se percató de que nadie más asistió al pícnic. Y es que a nadie más había invitado el lascivo sujeto. Así, la muchacha se vio a solas con Pitongo en aquel alejado paraje campirano. ¿Qué más podía hacer la desdichada que ceder a las instancias de Afrodisio? Después de todo él había llevado la comida –dos tortas de jamón con aguacate– y las bebidas, un par de sodas de fresa, coloradas. La coición tuvo lugar a campo abierto, sobre “el de grama césped no desnudo” (la expresión es de Góngora); esto es decir sobre el zacatito. Estaban en plena refocilación cuando acertó a pasar por ahí un pastorcito con su rebaño de ovejas. Eso se debió seguramente a la cercanía de la Navidad. El muchachito, asombrado, se detuvo a ver qué es lo que hacían aquel hombre y aquella mujer. ¿Sostenían una pelea cuerpo a cuerpo? ¿Estaban acaso jugando a las luchitas? Pudenciana, aunque se hallaba en posición de decúbito supino, o sea de espaldas en el suelo, alcanzó a ver a la criatura, y le dijo con alarma a su amador: “¡Un niño, Afrodisio! ¡Un niño!”. Respondió Pitongo respirando con agitación: “O una niña, lo que sea; pero no te me distraigas”.
¿Por qué la esposa de don Cornífero se hallaba en la cama si el reloj marcaba ya la una de la tarde? El señor, viajante de comercio, había regresado sin aviso de un prolongado periplo, y se amoscó al ver así a su cónyuge, tendida en el no tendido lecho y en un estado de agitación nervioso que no podía disimular. Don Cornífero hizo lo que cualquier marido en su caso habría hecho: abrió la puerta del clóset. En su interior estaba un individuo en cueros, quiero decir nudo, corito, descalzo de los pies a la cabeza. “¿Quién es usted?” –le preguntó el esposo hecho una furia–. Era imposible que el interrogado sacara su tarjeta de presentación. Estaba, como dice el vulgarismo, en pelota. Respondió, sin embargo: “Soy el exterminador de termitas”. “¿Exterminador de termitas? –se atufó don Cornífero–. ¿Así, sin ropa?”. El individuo fingió revisarse y dijo luego: “Caramba. El problema es más grave de lo que yo creía”.
Rondín # 8
“Este hogar es católico”. Así rezaba en tiempos ya pasados el letrero que muchos ponían en la ventana de su casa para evitar la visita de misioneros evangélicos. Alguien con buen sentido del humor puso su propio cartel: “Este hogar es caótico”.
“¿Cuáles son las tres partes del cuerpo de la mujer que, según las estadísticas, el hombre besa primero antes de proceder a realizar el acto del amor?”. El concursante en el programa de preguntas y respuestas vaciló. “Los labios” –aventuró inseguro–. “Muy bien” –confirmó el conductor del programa–. “El cuello” –prosiguió dudoso–. “¡Correcto! –exclamó el otro–. “Y ahora, por el gran premio de los 64 pesos (también ahí había llegado la austeridad), díganos cuál es la tercera parte del cuerpo de la mujer que el hombre besa antes del acto del amor”. El concursante había llevado consigo a un asesor francés, pues ya se sabe que los franceses tienen fama de dominar las artes amatorias. Se volvió hacia él para pedirle ayuda. Le dijo el hombre: “A mí no me preguntes, mon ami. Yo ya me equivoqué en las primeras dos respuestas”.
‘Me acuso, padre, de que anoche pequé gravemente con mi novio con las manos y la boca”. Así le dijo Florilí en el confesonario al padre Arsilio. “¡Santo Cielo! –invocó el buen sacerdote-. ¡Cómo fuiste a hacer eso, desdichada! Eres celadora perpetua de la Venerable Cofradía del Fervor, portaestandarte de la Congregación de Congregantes y secretaria de la Sociedad Samaritana ¿y aún así incurriste en tales actos lúbricos manuales y bucales? ¡Insensata! Tendrás que lavarte las manos y hacer gargarismos con agua de San Serenín el Casto. En fin, dime exactamente qué fue lo que hiciste con tu novio. Pero antes déjame acomodarme bien en el asiento para oírte mejor”. Explicó su pecado Florilí: “Me dijo él que si le permitía acariciarme el busto. Yo me enojé bastante. Le hice una seña grosera con las manos y con la boca le dije que se fuera a tiznar a su mamá”.
Un tipo le contó a su amigo en el bar Roco: “De no ser por los niños mi esposa y yo nos habríamos divorciado”. El otro se conmovió: “¿Los niños les pidieron que no se divorciaran?”. “No –aclaró el sujeto-. Ni ella ni yo quisimos quedarnos con ellos”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a la consulta de un médico joven y galano. El apuesto doctor, después de hacer el correspondiente interrogatorio clínico, le pidió: “Desvístase por favor y acuéstese en la mesa de exámenes”. “Lo haré –replicó muy seria la señorita Himenia-, pero sepa usted que está jugando con fuego”.
Tetonina Grandnalguier, vedette de moda, puso los ojos en don Algón, salaz y adinerado ejecutivo. Una noche de luna llena salieron de paseo y ella le dijo a su provecto galán: “Si viera usted, don Algón, cómo me pone romántica la lana. Digo, la luna”.
Simpliciano, candoroso doncel, se enamoró de Taisia, mujer de pródigos encantos lo mismo por la parte anterior que por la posterior. Le propuso matrimonio y ella, aunque sorprendida por la proposición, aceptó su ofrecimiento. Él le dio el anillo de compromiso, pidió su mano y mandó hacer las invitaciones de la boda. No obstante la inminencia de las nupcias ansiaba gozar ya de las bellezas de la joven, pero no se animaba a pedir ese adelanto pues temía lastimar el pudor y recato de su inocente prometida. Le confió tal cuita a su mejor amigo. Le preguntó: “¿Crees que Taisia aceptará darme su amor antes de casarnos?”. “Claro que sí –lo animó el otro-. ¿Por qué iba a hacer contigo una excepción?”.
La historieta que hace descender hoy el telón de esta columnejilla es algo irreverente. Las personas que no gusten de leer historietas irreverentes sáltense en la lectura hasta donde dice: “mi departamento”… Sucedió que un día llegaron al mismo tiempo al cielo una monjita, una mujer casada y una muchacha de tacón dorado, vale decir sexoservidora. San Pedro, el apóstol de las llaves, recibió a las recién llegadas frente a las puertas de la mansión eterna y procedió a buscar sus respectivos expedientes a fin de asignarles el lugar donde debían estar. Leyó el historial de la monjita y dijo luego: “Veo que dedicaste toda tu vida a la oración y a hacer el bien a tu prójimo. Recibe esta llave de oro, que es la llave del cielo”. Leyó en seguida Simón Pedro el expediente de la mujer casada. Declaró: “Observo que tu vida fue de sacrificio; la ofrendaste con abnegación a tu esposo y a tus hijos. Algunas veces, sin embargo, sentiste ganas de retorcerles el pescuezo. Deberás expiar esa secreta culpa antes de entrar al cielo. Toma esta llave de plata, que es la llave del purgatorio”. Procedió por último a leer el expediente de la muchacha de tacón dorado. Esa lectura le tomó el resto de esa mañana y parte de la tarde. Tras de cerrar por fin aquel grueso legajo se secó el sudor que le perlaba la calva, se compuso la túnica y dijo a la sexoservidora: “Veo aquí que eres mujer sensual, libidinosa, lasciva, voluptuosa, lúbrica, viciosa, concupiscente, lujuriosa, salaz y licenciosa. Toma esta llave de bronce”. Preguntó, desolada, la muchacha: “¿Es la llave del infierno?”. Replicó San Pedro bajando la voz: “No. Es la llave de mi departamento”.
Simpliciano, ingenuo doncel sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Ella no deseaba embarazarse pronto, de modo que llevó consigo una caja de condones y al empezar la noche de bodas se los dio a su maridito. Simpliciano, feliz de la vida, procedió a inflarlos como globos y a jugar con ellos saltando por toda la habitación. Pirulina meneó la cabeza y comentó: “Bien me dijo tu mamá que nunca dejarías de ser niño”.
Un tipo le preguntó a otro: “¿Vas a viajar en las vacaciones de Navidad?”. Respondió el otro, mohíno: “No tengo para quedarme en mi casa, menos voy a tener para viajar”.
Doña Cacariola cambiaba confidencias con su mejor amiga. Quiso saber ésta: “¿Cómo es tu marido en la cuestión del sexo?”. Respondió doña Cacariola: “Como los meteorólogos, que se la pasan hablando del clima pero no pueden hacer nada acerca de él”.
Los recién casados llegaron de su luna de miel y ocuparon el departamento donde vivirían. Ella tomó de la mano a su flamante esposo y lo llevó a la sala, luego a la cocina y finalmente a la recámara. A continuación le dijo: “De esas tres habitaciones escoge una, solamente una, donde quieres que yo sea buena”.
Don Poseidón viajó a la gran ciudad. Tan pronto bajó del autobús se le acercó una muchacha de tacón dorado y le ofreció sus servicios. Le preguntó él a cuánto ascendía el monto de sus honorarios, y la sexoservidora se lo dijo. “Es demasiado –rechazó don Poseidón–. En mi pueblo puedo conseguirme una muchacha por un par de medias”. La otra se atufó: “¿Y entonces a qué diablos viene usted a la ciudad?”. Contestó don Poseidón: “A comprar medias”.
Pepito, niño de tres años, dio en la manía de chuparse el dedito pulgar. Su mamá lo amonestó: “Si te chupas el dedo te va a crecer la panza como si te la hubieras inflado”. Días después llegó una tía a visitar a los papás del niño. La joven señora estaba enferma de gustos pasados, es decir embarazada. La vio Pepito y le dijo con tono de reproche: “Ya sé lo que hiciste para tener así la panza”.
La esposa de Babalucas entró en el baño y vio la cosa más rara que imaginar se pueda: su marido estaba bajo la ducha cubriéndose del agua con un paraguas. “¿Por qué haces eso?”, le preguntó asombrada. Explicó Babalucas: “Es que no hay toalla”.
Doña Macalota y su esposo don Chinguetas caminaban por la orilla de un caudaloso río. Aventuró ella: “Si me cayera al río ¿te arrojarías a él para salvarme?”. Don Chinguetas inquirió a su vez: “Si te dijera que sí ¿te echarías al río?”.
Pancho el mexicano trabajaba en un rancho de Texas. Cada semana le daba unos dólares a su patrón, que era un buen hombre, para que le comprara un boleto de la lotería del Estado. Cierto día el billete resultó premiado con un millón de dólares. El norteamericano sabía que Pancho tenía débil el corazón, y temió darle la notica de repente, pues eso podía afectarlo. Así, decidió prepararlo antes de darle a buena nueva. Le preguntó como quien no quiere la cosa: “Pancho: si te ganaras en la lotería un millón de dólares ¿qué harías con el dinero?”. Respondió el mexicano: “Le construiría a mi madrecita santa una casita en el pueblito donde vive en México; le compraría unas tierritas a mi pobre viejo, y el resto lo depositaría en el banco para la educación de mis hijos y para la vejez de mi querida esposa”. El mister, conmovido, procedió entonces a darle la noticia: “Pues alégrate. Ganaste un millón de dólares en la lotería”. “¡Aijajajá! –lanzó Pancho un grito de borracho–. ¡Agárrense, cantineros, viejas y casineros de Las Vegas, que a’í les va su mero padre pa’ enseñarles cómo se gasta el dinero un mexicano!”.
¡Qué manera de dar principio a la semana laboral! Con un relato de color subido que reprobaron de consuno la Liga de la Decencia y la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Si lo saco a la luz es solamente porque nunca me ha gustado el principio de la semana laboral. Se llamaba Melisenda Marilyn Carletta Guiniver MacFerland Devonshire, y pertenecía a la especie de mujeres que en inglés reciben el nombre de “gold diggers”, o sea que usan sus encantos para atrapar a un hombre rico y dejarlo luego pobre. Conoció a un petrolero texano de fortuna inmensa y lo entuturutó hasta el punto de hacer que la desposara. La noche de las nupcias Melisenda Marilyn etcétera se sorprendió al ver que su flamante maridito, en plena aptitud ya de proceder a la consumación del matrimonio, se había hecho tatuar en la alusiva parte el nombre completo de su esposa. Le preguntó, intrigada y complacida al mismo tiempo: “¿Por qué hiciste eso?”. Respondió él: “Recuerda que como condición para casarte conmigo me hiciste prometer que pondría a tu nombre la mejor de mis propiedades”.
Babalucas le preguntó a un amigo: “¿Qué te parece mi novia?”. “No está mal –respondió éste–, pero tiene las piernas demasiado cortas”. “¿Cortas? –se atufó Babalucas–. Le llegan al suelo ¿no?”.
Dulciflor, muchacha ingenua, le contó a su compañera de cuarto: “Anoche salí con mi novio y tuve un accidente de automóvil”. Comentó ella: “No se te nota”. Replicó, mohína, Dulciflor: “Se me notará dentro de algunos meses”.
Rondín # 9
Clarilú, la joven y linda criadita de la casa le preguntó a su patrona: “Señito: ¿es cierto que el señor se hizo la vasectomía?”. La mujer, algo amoscada, contestó: “No sé por qué me lo preguntas, pero sí; hace algunos meses se la hizo”. “Gracias, señito –dijo entonces Clarilú–. Es que me juró que se la había hecho, pero no sabía si creerle o no”.
Lord Feebledick llegó inesperadamente a su chalet de caza y sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en ilícito abrazo de libídine con Well Ung, a cuyo cargo estaba la cría de faisanes. El pelirrojo mancebo tenía arrecholada a la señora –el verbo “arrecholar”, que el lexicón de la Academia no recoge, se usa en Coahuila y otros estados del norte del País como sinónimo de arrinconar. No tiene, desde luego, equivalente en lengua inglesa ni Shakespeare ni Shaw usaron alguno parecido, pero aun así el tal Ung tenía arrecholada a la señora y con su aceptación y complacencia la hacía objeto de apretados ceñimientos lúbricos–. “Bloody be! –prorrumpió lord Feebledick enrostrando al acezante mocetón–. ¿Por qué me haces esto, desdichado?”. Sin suspender su rítmica labor (era hombre que solía terminar lo que empezaba) respondió el jayán con lógica implacable: “No se lo estoy haciendo a usted, milord. Se lo estoy haciendo a milady”.
Una mujer con traza de campesina iba con su canasta por la calle. Le dijo a Babalucas: “Vendo huevos”. Desdeñoso y burlón contestó el badulaque: “¡Bonito me vería yo vendado de ahí!”.
Rosibel, secretaria de don Algón, le ofreció: “¿Quiere un cafecito?”. El salaz ejecutivo preguntó a su vez: “¿Está caliente?”. Con un mohín de coquetería replicó la linda chica: “¡Ay, jefe! ¡Ya va usted a empezar con sus cosas!”.
En la fiesta de Navidad de aquella empresa se encontraba una chica de mucha pechonalidad. Quiero decir que era dueña de un busto ubérrimo, opíparo, espléndido, pletórico. Fue hacia ella un individuo y la saludó llano y cordial: “¡Hola, tocayita!”. Ella se extrañó. “¿Tocayita? –le dijo–. Pues ¿cómo te llamas?”. Respondió el tipo con una gran sonrisa: “Zenón”.
Tirando de las pinzas con todas sus fuerzas el novel odontólogo extrajo por fin la muela del atormentado paciente. Con alarma observó que de la muela pendía un largo filamento a cuyo extremo se veían dos bolitas. “Caray, señor –le dijo a su espantado cliente–. Me temo que la muela tenía la raíz demasiado profunda”.
Un individuo bebía solitario en la barra de la cantina. De vez en cuando se le escapaba un hondo suspiro, y dos gruesos lagrimones le rodaban por las mejillas. El cantinero, compasivo como casi todos los de su oficio, fue hacia él. “¿Qué le sucede amigo? -le preguntó-. ¿Por qué tan triste?”. Entre lágrimas respondió el pobre tipo: “Intenté propasarme con mi novia en su departamento, y ella me cortó”. “Vamos, vamos -intenta consolarlo el tabernero-. Mujeres sobran, amigo. Ya lo dijo Miguel Herrero: ‘Hay mucha espiga en las eras para pensar sólo en una’. ¿Qué importa que su novia lo haya cortado?”. El lacerado prorrumpió en sollozos. “¡Es que usted no sabe lo que me cortó!”.
El niñito le preguntó a su padre: “¿Verdad, papi, que Santoclós tiene barba blanca y lleva un traje rojo?”. “Así es, hijito” –respondió el papá–. El pequeñuelo se volvió entonces hacia su nerviosa madre. “¿Lo ves, mami? Te digo que el señor que está en tu clóset no es Santoclós”.
En presencia de su mamá y de su abuelita Pepito rezó sus oraciones de la noche, pero lo hizo gritando a voz en cuello: “¡Niñito Dios! ¡Esta Navidad tráeme una tablet!”. La mamá le indicó: “No grites así. El Niño Dios no es sordo”. “Ya lo sé –replicó Pepito–. Pero la abuela sí”.
Santa bajó por la chimenea de la casa, y en el diván de la sala vio a una linda chica que dormía sin más cobertura que un vaporoso negligé cuya transparencia dejaba a la vista todos sus encantos. “¡Caramba! –pensó Santa preocupado después de un rato de contemplación–. Ahora no voy a poder salir por la chimenea”.
Don Chinguetas le hizo una proposición salaz a su linda vecina. Respondió ella con sequedad: “Lo siento mucho. No salgo con hombres casados”. “No hay problema –opuso don Chinguetas–. Para lo que yo quiero no necesitaremos salir”.
Lorilita, niña de siete años, le pidió a su mamá sus píldoras anticonceptivas. “¡Qué barbaridad! –exclamó asustada la señora–. ¿Por qué me pides eso?”. Explicó la pequeña: “Es que ya no quiero que Santa Claus me traiga más muñecas”.
Don Languidio, señor de edad madura, regresó a su casa a media mañana porque había olvidado unos papeles de la oficina, y encontró a su señora en situación más que comprometida con un tipo. Y eso no fue todo: el mitrado señor se asombró al ver que el hombre era un astroso pordiosero. Le preguntó a su mujer: “¿Qué significa esto?”. Respondió ella: “Te ruego que entiendas mi razón, Languidio. Este pobre señor llamó a la puerta y me pidió algo que ya no usara mi marido”.
La hija de doña Cacariola le informó: “El casero viene a cobrar la renta”. “Lúgubre noticia –contestó la señora–. Dile que ya voy y ofrécele una silla”. Regresó la muchacha: “Dice que tomando en cuenta los meses que le debes no es suficiente una silla. Que en todo caso le ofrezcas una cama”.
El astrólogo le preguntó a la joven que deseaba conocer el desino de su bebé: “¿Bajo qué signo concibió usted a su hijo, señora?”. Respondió ella: “Bajo uno que decía: ‘No pise el césped’”.
El elegante caballero descendió de su automóvil frente a la puerta del exclusivo hotel. Dirigiéndose a un hombre que estaba ahí le dijo: “Hazme favor de bajar mis maletas”. “¡Oiga usted! –se atufó el otro–. ¡Soy diputado!”. “No importa –respondió el otro–. Confiaré en ti”.
La famosa bailarina de burlesque necesitaba una vacuna para poder salir de su país. Le pidió al doctor Ken Hosanna: “Póngame la vacuna donde la marca no se vaya a ver cuando esté actuando”. Replicó el facultativo: “Ya la he visto actuar, y voy a darle la vacuna oral”.
Don Poseidón amonestó a su hijo: “Jamás le hice el amor a tu madre antes de casarnos. ¿Podrás decirle tú eso a tus hijos?”. “Sí, papá –respondió el muchacho–. Pero me temo que a mí sí me va a ganar la risa”.
¡Pobre don Cornífero! Llegó a su casa anoche y encontró a su esposa, doña Taisia, en indebida refocilación con un sujeto a quien el mitrado señor no reconoció, pues al parecer el individuo se estaba estrenando como nuevo ocupante del lecho de la pecatriz. Al ver a su marido la señora se disculpó con moderada pena. Le dijo: “Perdóname, Cornífero. Es que soy una mujer débil”. El lacerado preguntó mohíno: “¿Y acaso lo que tiene este sujeto en la entrepierna es vitamínico?”.
Doña Macalota, cónyuge de don Chinguetas, les comentó a sus amigas en la merienda de los jueves: “Cuando Chinguetas y yo nos casamos él tenía brazos de atleta, cuello de atleta, torso de atleta… Ahora lo único que le queda de atleta es el pie”.
Rondín # 10
Don Crésido, dineroso señor, le preguntó a su linda acompañante: “Dígame con franqueza, señorita Avidia: ¿aceptó salir conmigo únicamente por mis millones?”. “Claro que no, don Crésido –respondió ella–. ¿Cuántos tiene?”.
La linda recién casada le contó a su vecina: “Anoche mi marido llegó del trabajo con el ánimo por los suelos, pero en la recámara me quité la ropa y con eso se le levantó”.
“Mis amigos me dicen que me estás haciendo pendejo”. Esa sonora reclamación le hizo el joven Coronato a su mujer Facilda al mes de casados. “No es cierto –negó ella–. Ya venías así”.
El niñito se abrazaba a la carroza funeraria y lloraba con llanto desgarrado al tiempo que decía: “¡Llévame contigo, papito! ¡Llévame contigo!”. La gente lo miraba, conmovida. Y el niño seguía sollozando: “¡No me dejes, papá! ¡Llévame contigo!”. De la carroza descendió el chofer y le habló con ternura al pequeñín: “Ya te dije que no puedo llevarte, hijo. Estoy trabajando”.
Frente a una gran olla llena de huevos cocidos el chef del hotel le dijo con enojo al botones Babalucas: “La orden decía: ‘2 huevos duros para el 40’, no ‘40 huevos duros para el 2’”.
Simpliciano, muchacho candoroso, casó con Pirulina, mujer que había recorrido todos los caminos de la vida. A los tres meses del matrimonio ella dio a luz un robusto bebé. El ingenuo mancebo le dijo a la flamante madre: “Entiendo que los niños tardan nueve meses en nacer”. Repuso Pirulina: “No hay problema. Si así lo quieres en el próximo me tardaré más”.
El padre Arsilio estaba confesando a Dulcibel. Le preguntó: “Tu novio y tú ¿sienten las tentaciones de la carne?”. “Sí, padre” –reconoció ella–. Inquirió el buen sacerdote: “Y ¿qué hacen para evitar esas tentaciones?”. Contestó Dulcibel: “Caemos en ellas y se nos pasan”.
La novel actricita estaba en el piso de soltero de C. O. Gelón, famoso productor de cine. Le preguntó: “¿Cree usted, señor Gelón, que tengo alguna posibilidad de aparecer en su próxima película?”. “Claro que sí, linda –replicó el lascivo sujeto–. Precisamente en este momento la posibilidad está creciendo”.
El vendedor de verdura iba en su carretón por la calle de cierta colonia popular. Una señora le preguntó: “¿Cuánto cuesta esta zanahoria?”. Le informó el verdulero: “50 pesos”. “¿50 pesos por una zanahoria? –se indignó la mujer–. ¡Métasela ya sabe dónde!”. “No puedo, señora –replicó el sujeto–. Ya traigo ahí un pepino de 150”.
Llorosa, tribulada, la recién casada llamó por teléfono a su madre y le contó: “Pelerino llegó anoche muy tarde y con manchas de lápiz labial en la camisa. Para castigarlo me voy a ir a tu casa”. “No seas tonta –le indicó la señora–. Si realmente quieres castigarlo yo me iré a la tuya”.
La paciente del doctor Ken Hosanna estaba algo llenita de carnes, pero tenía cuerpo apetecible. Grande fue la sorpresa de la chica cuando el facultativo, después de pedirle que se quitara “su ropita” y se tendiera en el mesa de exploraciones, empezó a darle fuertes chupetones por todas partes de su profusa anatomía. Le preguntó, inquieta: “¿Está usted seguro, doctor, de que así se hace la liposucción?”.
Tirilita tenía un perico. Y algo más tenía: un amigo con derecho a todo que la visitaba en su departamento. Ayer Tirilita se levantó temprano –serían las 7 de la mañana– y quitó el velo con que cubría por las noches la jaula del cotorro. A eso de los 8 sonó el timbre de la puerta. Quien llamaba era el amigo con derecho a todo. Tirilita no gustaba de que el loro viera lo que en seguida iba a suceder, de modo que antes de hacer pasar a su galán procedió a tapar de nuevo la jaula del perico. “¡Carajo! –exclamó éste, disgustado–. ¡Con la llegada del invierno los días se van acortando más y más!”.
Dos individuos estaban bebiendo en el lobby bar del hotel. Uno de ellos le dijo a su compañero: “Tómate la otra”. “No –declinó el tipo–. Aquí hay mujeres. Ya me he bebido cuatro copas; si me tomo una más me voy a sentir un Romeo”. “Tómatela –lo animó el amigo–. Yo ya me tomé seis y me estoy sintiendo una Julieta”.
“¡Pero si te vi con mis propios ojos, desgraciado!”. Tal fue la sonorosa frase que le espetó doña Macalota a su casquivano esposo don Chinguetas. Lo había visto en el centro comercial caminando muy orondo del bracete de una mujer pintada como coche y vestida con un atuendo que no dejaba duda acerca de su condición moral. Don Chinguetas lo negó todo. Cuando su encrespada cónyuge le dijo aquello de que lo había visto con sus propios ojos respondió con aire de ofendido: “¿Y les crees más a tus ojos que a mí?”.
En la euforia del poder recién adquirido la secretaria de la Función Pública dijo que los salarios del mercado, o sea de los particulares, tendrían que ajustarse conforme a una nueva moral, como sucedió ya con los salarios públicos. Luego negó haber dicho semejante despropósito. Sucede, sin embargo, que sus palabras no sólo fueron oídas por numerosos senadores, sino además quedaron grabadas en registros electrónicos para perpetua memoria. Aun así la dicha secretaria dice ahora que su declaración es “un fake news”. Eso equivale a preguntar: “¿Y les creen más a sus oídos que a mí?”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, les contó a sus amistades: “Mi marido y yo fuimos a Flórida –así pronunció: Flórida– y estuvimos en una ciudad de nombre Kote”. La corrigió su esposo, don Sinople: “Tampa, mujer, Tampa”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, acudió ante el guardia de seguridad de la sala cinematográfica y le dijo: “El hombre sentado al lado mío me está molestando”. Quiso saber el guardia: “¿Qué le está haciendo?”. “Nada –respondió con enojo la señorita Himenia–. Eso es lo que me está molestando”.
Don Gerolano y doña Pacianita contrajeron matrimonio. Él tenía 92 años de edad; 90 ella”. La noche de las nupcias el provecto novio le tomó la mano a su flamante esposa. Lo mismo sucedió la segunda noche, y la tercera. Cuando la cuarta noche él le volvió a tomar la mano doña Pacianita le pidió: “Por favor, Gero, contente. Tanto sexo me tiene ya agotada”.
Nalgarina, vedette de moda, le contó muy indignada a su compañera Tetonia: “Un majadero individuo me ofreció pagarme 10 mil pesos si me acostaba con él”. “¿De veras? –se interesó Tetonia–. ¿Y qué hiciste con el dinero?”.
Don Poseidón, granjero acomodado, y su esposa doña Holofernes se consternaron al saber que su hijo mayor había embarazado a una muchacha del pueblo. A fin de restituirle el honor a la afectada tuvieron que pagar a sus padres una buena suma de dinero por concepto de indemnización. Lo mismo sucedió meses después con los otros dos hijos varones: ambos embarazaron a sendas chicas de la localidad, y otra vez don Poseidón y doña Holofernes se vieron en la precisión de liquidar nuevas compensaciones monetarias. Pasó algún tiempo, y ahora fue la hija del matrimonio la que salió embarazada. “¡Vaya! –exclamó, feliz, don Poseidón–. ¡Por fin nos toca cobrar a nosotros!”.
Rondín # 11
Crucita, la bonísima señora que por más de 30 años ayudó a mi esposa en nuestra casa, me preguntó un día mi opinión acerca del Papa Benedicto, que recién había ocupado el solio de San Pedro. Respondí, un poco extrañado, que el nuevo Pontífice me parecía bien. “Pues fíjese que a mí no” –declaró Crucita en tono terminante–. “¿Por qué?” –quise saber–. Manifestó: “Anoche lo vi en la tele decir misa, y como que no la sabe decir bien. Será que apenas está empezando”.
Toretelo, fornido mocetón oriundo de San Leontino, pequeña población rural, ahorró durante largo tiempo, pues había oído hablar de una cierta casa en la ciudad donde se disfrutaban exóticos placeres de erotismo, y él anhelaba conocerlos porque era dado a los goces de la carnalidad. Hizo el viaje a la capital; esa misma noche fue a la supradicha casa e hizo ahí lo que ahí iba a hacer. Al día siguiente regresó a San Leontino. De inmediato sus amigos lo invitaron a la cantina del lugar para que les contara su experiencia. “No se imaginan cómo es esa casa –empezó su relatoToretelo–. Pisos de mármol; cortinas de brocado… No hay nada igual en San Leontino. La habitación a donde me llevaron tenía alfombra roja y espejos en el techo… No hay nada igual en San Leontino… Y la mujer que me atendió. ¡Ah! Cuerpo de diosa; rostro de ángel… No hay nada igual en San Leontino. Me llevó a la cama, una cama de agua, circular, con sábanas de seda negra. No hay nada igual en San Leontino. Ahí me besó, me acarició…”. Preguntaron, ansiosos, los amigos: “¿Y luego? ¿Y luego?” Respondió Toretelo: “Luego ya todo fue igual que en San Leontino”.
La palabra "erección" disuena todavía a los oídos de algunas personas (y personos, por aquello de la equidad de género). ¿Cómo decir entonces que aquella mañana lord Feebledick tuvo una erección al levantarse? ¿Diré que sintió "una tumefacción de cuerpo", o que experimentó "una conmoción carnal"? ("Commotione spirituum genitalium", dice el Padre Busquet en su útil "Thesaurus Confessarii"). Sea como fuere lo cierto es que milord llamó de inmediato a James, su mayordomo, y éste, no obstante el camisón de dormir que el señor vestía, pudo advertir a simple vista aquel feliz e insólito suceso. Le preguntó a su patrón: "¿Desea milord que llame a su señora esposa?". "¡No digas idioteces! -se enojó lord Feebledick-. Tráeme rápidamente mis pantalones bombachos. Voy a ver si puedo contrabandear esto para llevarlo a Londres. Ahí tengo una amiguita a la que hace mucho tiempo no visito".
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a una granja a comprar "productos de gallina". Así decía para no decir "huevos". En el establo vio a la vaca de la granja. Le preguntó al granjero: "¿Cuántos litros de leche le da su vaca al día?". Con tono de rencor dijo el sujeto: "No me da ni madre. Yo tengo que sacársela".
Don Gerolano, señor de edad provecta, acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le manifestó: "Quiero cambiar de sexo". Atónito quedó el facultativo al escuchar aquello. "¿Cómo es eso? -le preguntó asombrado-. ¿Qué clase de sexo quiere usted?". Contestó don Gerolano: "Frecuente".
Florilí, chica soltera, les anunció a sus padres que estaba un poquitito embarazada. "¡Dulces Nombres! -exclamó su mamá, que conservaba las jaculatorias aprendidas de la suya-. ¿Cómo pudiste hacer eso?". "No es tan difícil, mami -replicó la muchacha-. Primero me acosté en la cama.". "¡No me refiero a eso, descarada! -profirió la señora-. Lo que quiero saber es por qué faltaste así a la castidad. ¿Acaso no te pusimos en colegio de monjas para que te enseñaran a cuidar tu pureza, sobre todo de la cintura para abajo, que lo de arriba como quiera? ¿Por qué hiciste eso, desdichada?". Explicó ella: "Es que sufro un impedimento de lenguaje". La señora preguntó: "¿Qué impedimento de lenguaje es ése?". Respondió Florilí: "No puedo decir que no".
Pirulina, mujer muy sabidora de la vida, fue a hacer confesión de sus pecados. "Me acuso, padre -le dijo al confesor-, de que cada vez que veo a un hombre, a cualquier hombre, siento el deseo urente de hacer el amor con él tres veces". "Hija mía -suspiró el maduro sacerdote-, tendrás que ir a confesarte a otra parroquia. Yo ya no te las completo".
Don Gorgonio, severo genitor, se preocupó al ver que su hija Filomela no subía a su cuarto, aunque el reloj marcaba ya las 11 de la noche. Por el vano de la escalera le preguntó en voz alta: "¿Está tu novio ahí?". "No papá -respondió la muchacha-, pero ya va llegando".
Doña Macalota fue a cenar en restorán con su consorte don Chinguetas. En una mesa del rincón estaba un individuo bebiendo solitariamente. Doña Macalota le dijo a su marido: "¿Ves a ese hombre? Cuando éramos jóvenes me propuso matrimonio y lo rechacé. Desde entonces no ha dejado de beber". "¡Caramba! -se asombró don Chinguetas-. ¿Todo este tiempo ha estado festejando?".
Una pareja iba de la mano por el centro comercial, y él se inclinaba a cada paso para darle un beso a ella. Afrodisio le comentó a su amigo Libidiano: "Esa mujer es mi novia". "¿Tu novia? -exclamó Libidiano-. ¿Y por qué permites que ese hombre la bese?". "¿Qué quieres que haga? -suspiró con tristeza Afrodisio-. Es su esposa".
Noche de bodas. El enamorado novio le preguntó a su dulcinea: "¿De quién son esos ojos divinos?". "Tuyos, mi amor". "¿Y esa boquita preciosa?". "Tuya, mi amor". "¿Y ese cuello de gacela?". "Tuyo, mi amor". "¿Y esas maravillosas pompis?". "Ésas son de Pedro, José, Antonio, Juan, Roberto, Alfonso, Manuel, Gerardo, Luis.".
Un tipo le preguntó a otro: "¿Te gustaría participar en un ménage à trois?". Respondió con entusiasmo el otro: "¡Sí!". Le dice el primero: "Pues ve corriendo a tu casa. Nada más tú faltas".
Solicia Sinpitier, Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, iban por una calle de su colonia. Las vio el borrachín del barrio y les gritó con tartajosa voz: "¡Viejas solteronas! ¡Hoy en la noche me las voy a tirar!". Al día siguiente las tres antañonas doncellas volvieron a pasar por ahí. Vieron al temulento y le dijeron muy enojadas: "¡Incumplido!".
Don Cornífero llegó a su casa desolado. Le contó a su mujer: "Fui con el médico y me dijo que soy estéril de nacimiento". "Qué pena -se condolió la señora-. Lo bueno es que alcanzamos a tener ocho hijos antes de que lo supieras".
La pequeña Rosilita llegó a su casa y le dijo a su mamá: "Ya no voy a jugar a la casita con Tonita". Preguntó la señora: "¿Por qué?". Explicó la niña: "Ella acapara todos los clientes". Doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, pidió la palabra en la junta mensual de la asociación y dijo: "Propongo que eliminemos los ceniceros". Ante el desconcierto de la asamblea añadió con severidad: "Ahí se juntan las colillas con los pitillos".
Aquella casa conservaba la antigua costumbre navideña: si una chica pasaba por abajo de una rama de muérdago el varón que estaba más cerca tenía derecho a darle un beso en la mejilla. El dueño de la casa le preguntó a Babalucas: "¿Verdad que es muy agradable besar a una chica abajo del muérdago?". "Es cierto -responde el tontiloco-. Pero se necesita cierto tiempo para llegar a ese grado de confianza".
Doña Panoplia de Altopedo terminó de hacer sus compras navideñas y fue a pagar en la caja. Como lo hizo con un cheque el empleado le pidió su dirección. Ella se la proporcionó. Mientras la anotaba comentó el hombre refiriéndose al intenso tráfago de clientes: "Es un manicomio ¿verdad?". "¡No señor! -se indignó doña Panoplia-. ¡Es mi casa!".
Nalgarina le comentó a su amiga Pomponona: "Tengo amistad íntima con Santa. Hoy en la noche lo veré". "¿De veras?" se asombró Pomponona. "Sí -confirmó Nalgarina-. A menos que se haya enterado de lo de los Reyes Magos".
El padre de la niñita la llevó a la juguetería. Le mostró las muñecas. Pero la niña dijo: "Mago, papi". Le presentó otros juguetes, y repitió la niña: "Mago". Desconcertado, el señor fue con un dependiente y le preguntó: "¿Tienen algún mago de juguete? Mi hijita me está pidiendo uno". El empleado iba a contestar que no había tal cosa en existencia, pero en ese momento dijo la niña de pie sobre un charquito: "Ya m'hice, papi".
Cinicio iba a casar con Mesalinia, muchacha cuyo pasado todo el pueblo tenía muy presente. A pesar de su corta edad -no pasaba de los 21 años- había tenido dimes y diretes con todos los hombres de su calle, que era la más larga del pueblo (35 cuadras). Días antes del desposorio Cinicio le dijo a su prometida, que era de familia acomodada: "El regalo de más valor que una novia puede hacer la noche de sus bodas al hombre que le dio mano de esposo es la gala impoluta de su virginidad. En tu caso voy a hacer una excepción: diles a tus papás que me conformo con un coche del año".
Rondín # 12
Babalucas adquirió en una librería de viejo una enciclopedia de 10 tomos a la cual le faltaban cuatro. Su esposa lo reprendió: "¿Para qué la compraste? La obra está incompleta". Repuso el tontiloco: "No necesito saberlo todo".
Lord Feebledick regresó a su finca rural después de la cacería de la zorra y se dirigió a su estudio a fin de leer el London Times. Al pasar frente a su alcoba oyó ruidos extraños, como de pujos y jadeos. Abrió la puerta, y lo que vio lo puso en trance de iracundia. He aquí que su esposa, lady Loosebloomers, estaba yogando con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de faisanes. "Bloody be! -exclamó dirigiéndose al gañán-. ¿Para esto te pago, miserable?". "No, milord -respondió muy cortés el mozalbete-. Si usted mira el reloj advertirá que pasan ya de las 5 de la tarde. Esto lo hago en mi tiempo libre".
Sigue ahora una reflexión política. Un francés buscó y obtuvo la ciudadanía inglesa. Cierto paisano suyo le preguntó qué beneficios había obtenido con ese cambio de nacionalidad. "Bueno -respondió el flamante súbdito de Su Majestad Británica-. Por principio de cuentas acabo de ganar la batalla de Waterloo". Otro cuentecillo. Una viejecita vivía en su cabaña en un bosque del Canadá lindante con la frontera de Estados Unidos. Cierto día el jefe de un equipo binacional de agrimensores llamó a su puerta y le informó: "Señora: hemos hecho una nueva medición de los límites entre los dos países. Su cabaña no está ahora en territorio canadiense, sino norteamericano". "¡Bendito sea el Señor! -alzó los brazos al cielo la ancianita-. ¡Ya no aguantaba los fríos de Canadá!".
Dulcibel, linda muchacha, llegó en altas horas de la noche al departamento que compartía con su amiga Susiflor. Venía de la cita con su nuevo novio. Mohína y enojada le dijo a su compañera: "Leovigildo me invitó al estreno de su convertible. Resultó ser un sofá que se convierte en cama".
Don Algón, ejecutivo de empresa, se enteró de que uno de sus mejores clientes había pasado a mejor vida. Le pidió a su gerente que fuera a presentar sus condolencias a la viuda, y le dio la dirección: Encino 42 oriente. El enviado se equivocó y fue a Encino 42 poniente. Llamó a la puerta de la casa, que resultó ser una de citas. La dueña del establecimiento, toda de negro hasta los pies vestida, lo hizo pasar, y sin decir palabra le señaló la puerta de una habitación. Ahí fue recibido por una de las sexoservidoras que ahí servían, la cual lo desvistió igualmente en silencio y luego procedió a cumplir con él su antiguo oficio. Terminado el acto el hombre se volvió a vestir, salió de la habitación y le dijo a la madama: "Me despido de usted, señora. Espero volver a saludarla en circunstancias menos penosas".
Doña Burcelaga, esposa de don Feblicio, tenía una criadita de muy buen ver y de mejor tocar. En cierta ocasión sus amigas fueron a merendar en su casa y notaron los evidentes atractivos de la chica, de los cuales la pizpireta muchacha hacía notoria ostentación, pues caminaba irguiendo su tetamen y meneando el profuso tafanario con ondulantes movimientos. Una de las visitantes le preguntó a doña Burcelaga: "¿No te preocupa tener en tu casa una muchacha tan guapa y voluptuosa? Podría excitar a tu marido". "Y lo excita -respondió ella-. Pero eso me conviene: le sirve de motorcito de arranque".
Don Chinguetas compró un coche en el lote de autos usados "Lemon S.A.". El vendedor, labioso, le dijo que el automóvil había pertenecido a una ancianita que lo usaba solamente para ir a misa los domingos. Una semana después el señor regresó. El vendedor le preguntó ya sin la amabilidad y gentileza de antes: "¿Tuvo algún problema con el vehículo?". Respondió el cliente: "He tenido todos los problemas que un coche puede dar, y algunos más. Pero vengo a devolver algunas cosas que se le quedaron a la ancianita bajo el asiento trasero: una botella de whisky a medio consumir; 14 latas de cerveza vacías; unas pantimedias; un zapato de tacón alto; un brassiére y tres condones".
Inopio e Indigencio tenían como único oficio la vagancia, y por eso vivían siempre sin un centavo en el bolsillo. Ayer los dos grandes holgazanes se jactaron ante sus congéneres de haber ido a comer el día de Navidad en el mejor restorán de la ciudad. "¿De veras? -preguntó uno con tono marcadamente escéptico-. Y ¿cómo pagaron?". "Nos dividimos la cuenta -respondió muy orgulloso Inopio-. Indigencio lavó los platos y yo los sequé".
El vendedor de seguros entrevistó a don Cornífero. Quería venderle un seguro de vida. Le dijo: "¿No se ha preguntado usted qué hará su esposa el día que usted emprenda el viaje que no tiene retorno?". Contestó don Cornífero: "Supongo que ya no se esconderá para hacer lo que hace ahora que emprendo viajes que sí tienen retorno".
El peluquero se sorprendió al ver que su cliente, hombre de edad madura, tomaba un ejemplar de una revista erótica para leer -es un decir- mientras el fígaro le cortaba el pelo. Más aún le extrañó advertir que el hombre ni siquiera respondía a sus intentos de entablar conversación, ocupado como estaba en contemplar con morosa delectación las figuras femeninas que venían en las páginas de la publicación. Se volvió el peluquero a tomar un peine, y cuando regresó junto a su cliente se dio cuenta, indignado, de que éste había metido las manos bajo la sábana y con ellas hacía movimientos sospechosos. No se pudo contener. Tomó la tabla en la que sentaba a los niños y con toda su fuerza la descargó en el lugar donde el sujeto tenía las manos. "¡Viejo descarado! -le dijo hecho una furia-. ¡Aquí en mi peluquería no viene usted a hacer esas cosas!". "¡Ay, maestro! -exclamó el señor con afligido acento-. ¡Estaba limpiando mis lentes y ya me los quebró usted!".
Goretina, joven mujer de atractivas prendas personales, era sumamente religiosa. Fue a una cena de Navidad, y cuando los anfitriones la iban presentando a los invitados ella les decía a modo de saludo navideño: “Gloria in excelsis Deo”. Terminada la cena se le acercó Afrodisio Pitongo, hombre salaz, y le preguntó al oído: “¿Qué vas a hacer saliendo de aquí, Gloria?”.
Pepito estaba llorando desconsoladamente. Su mamá fue hacia él: “¿Por qué lloras?”. Respondió el niño: “Mi papi estaba clavando un clavo, y se golpeó un dedo con el martillo”. “No debes llorar por eso -lo tranquilizó la señora-. Es un accidente sin importancia. Antes bien debiste haberte reído”. “Eso fue lo que hice” -gimió Pepito frotándose la parte posterior.
Babalucas fue detenido por la policía: una mujer que sufrió un asalto dio una descripción de su atacante, y esa descripción coincidía con la del badulaque. Lo pusieron en una fila con otros individuos. La mujer entró en la sala. Y Babalucas dijo de inmediato: “¡Ella es!”.
Si alguien no cree eso de que la Navidad dura todo el año es porque no usa tarjetas de crédito.
Don Chinguetas, el marido de doña Macalota, bebía solo en la cantina. Al tabernero le llamó la atención que a cada rato sacaba una fotografía de su cartera, la miraba, la volvía a guardar y seguía bebiendo. “Perdone, caballero -le preguntó sin poder contener su curiosidad-. ¿Quién está en el retrato?”. “Mi esposa” –respondió Chinguetas. “¿La perdió?” –inquirió, conmovido, el cantinero. “No, -contestó el otro-. Me está esperando en casa”. “Y entonces –quiso saber el de la taberna- ¿por qué mira tanto su retrato?”. Replicó don Chinguetas. “Es mi termómetro para beber. Cuando me empieza a parecer bonita es que ya ando bien borracho”.
Se casó Dulcilí, muchacha ingenua. La noche de sus bodas le dijo a su flamante maridito: “Hay demasiada luz. Me dará pena verte sin ropa”. Ofreció el novio, comprensivo: “Apagaré el foco para que no veas nada”. “No lo apagues –lo detuvo la inocente joven-. Nada más desenróscalo un poquito”.
Don Astasio se compró un perico. Tiempo después uno de sus amigos le preguntó: “¿Qué ha sido de aquel loro que compraste?”. Contestó don Astasio: “Lo devolví a la tienda por grosero y malhablado. Cada vez que veía a mi mujer gritaba: ‘¡Doña Facilisa le pone el cuerno a su marido!’”. “Hiciste muy bien en devolverlo –aprobó el amigo–. No sólo era malhablado: además era espía y delator”.
Goretina, secretaria perpetua de la Congregación de Congregantes, casó con su novio Saviniano, portaestandarte de los Heraldos de la Santa Reverberación. Al día siguiente de su noche de bodas ambos presentaron una queja en la administración del hotel: “¿Por qué pusieron una cama de agua en la suite nupcial? Eso nos pareció de muy mal gusto. Una cama así parece de motel de paso”. Explicó el encargado: “Es que en esa habitación las camas normales se quemaban siempre”.
Babalucas consiguió empleo de agente de tránsito. En su primer día de trabajo detuvo a un automovilista que se pasó un alto y le pidió que le mostrara su licencia de manejar. El tipo no la traía consigo. Para salir del apuro actuó como en los malhadados tiempos del nefasto neoliberalismo: sacó un billete de 50 pesos y se lo entregó a Babalucas. Lo miró el badulaque; lo devolvió en seguida al conductor y le dijo con acento de severidad: “Por esta vez no te infraccionaré, Morelos, pero la próxima vez ten más cuidado”.
El buen padre Arsilio hizo un viaje a la ciudad, e inadvertidamente fue a dar a una casa de mala nota creyendo que era un hotel. A su regreso les comentó a sus feligreses: “Estuve en un hotelito muy simpático llamado ‘Las sonrisas de Venus’. El cuarto que me asignaron era muy bueno: tenía incluso espejo en el techo para poder rasurarte sin salir de la cama. Y lo mejor de todo: ¡qué servicio el de las camareras!”.
Rondín # 13
Pigricio Galbano, hombre flojo y perezoso, se la pasaba dormido todo el tiempo. Parecía senador de la República. Cierto día su esposa le dijo con molestia: “¿Por qué no te pones a trabajar? Trabajos sobran”. “¡Ah, no! –se ofendió el zángano–. ¡Yo no acepto sobras de nadie!”.
La Reina Victoria casó con el príncipe Alberto. En la primera noche de casados él le hizo una demostración de amor digna de una página de Casanova, si no es que del Kama Sutra o del Decamerón. Tras de gozar aquellos epitalámicos deliquios Victoria quedó extática, arrobada, suspendida y transportada. Cuando salió de su arrebato le preguntó con voz feble a su marido: “Dime: ¿el pueblo también disfruta de esto?”. “Desde luego que sí –respondió el príncipe sonriendo–. Y aun creo que lo disfruta con más frecuencia e intensidad que nosotros los nobles”. “¡Bloody be! –prorrumpió la soberana con una interjección muy poco real–. ¡Y luego dicen los socialistas que todo lo bueno lo tenemos nada más nosotros!”.
Astatrasio Garrajarra andaba, como de costumbre, en perfecto estado de ebriedad. Fue hacia el policía de la esquina y le dijo con tartajosa voz: “Me robaron el coche. Lo tenía aquí, al final de la llave”. Le indicó el gendarme: “Vaya a la demarcación de policía y presente una denuncia. Pero primero abróchese el zipper del pantalón. Trae la bragueta abierta”. El temulento se revisó y exclamó luego, desolado: “¡Fatal desgracia! ¡También me robaron a mi novia!”.
Babalucas se propuso regalarle un brassiére a su señora con motivo de la Navidad. Fue a una tienda de artículos para dama y le pidió a la empleada: “Quiero un brassiére para mi esposa”. Preguntó la muchacha: “¿Número?”. Respondió Babalucas: “Dos, como todas”.
Floribel les contó a sus amigas: “Los días previos a la Navidad los pasé llevando a mi tía Celiberia a visitar a Santa Claus en todos los centros comerciales de la ciudad”. “¿Cómo es posible? –se asombraron ellas–. Tu tía pasa ya de los 50 años ¿y la llevaste a visitar a Santa Claus?”. Explicó Floribel: “Es que es soltera y ésta es la única oportunidad que tiene de sentársele en el regazo a un hombre”.
Fornarina, mujer en flor de edad, casó con don Valetu di Nario, maduro caballero. Al día siguiente de su noche nupcial llamó por teléfono a su madre y le contó: “No tuve noche de bodas, mami. Tuve más bien Noche de Paz”.
Tres ancianos, antiguos compañeros de colegio, estaban conversando. Dijo el primero con orgullo: “Me casé hace un mes con una muchacha veinteañera. Y no es por presumir, pero quiero que sepan que mi esposa está ya embarazada”. Relató el segundo, más ufano aún que el anterior: “Eso no es nada. Yo también contraje matrimonio con una mujer más joven que la tuya, pues tiene 18 años. Y han de saber ustedes que a los 7 meses de casados mi señora dio a luz un precioso bebé de 3 y medio kilos”. El tercer anciano nada decía. Le preguntaron: “Y tú, ¿no tienes nada qué contarnos?”. “Desde luego que sí –respondió el veterano–, sólo que mi relato es diferente. Ya saben ustedes que en mi juventud me gustaba mucho la cacería. Hace unos días quise ir a cazar conejos, pero al llegar al campo me di cuenta de que mi rifle era muy viejo y ya no disparaba. No quise volver a casa. Tomé mi bastón y eché a caminar por el prado para pasar el tiempo. De pronto vi un conejo. Por jugar levanté el bastón e hice como que disparaba. ¡Oh, sorpresa! ¡El conejo cayó muerto! Lo recogí y seguí caminando. A poco vi otro conejo. Algo intrigado por lo que antes había sucedido levanté otra vez el bastón, apunté y fingí que disparaba. ¡Pum! El conejo cayó también sin vida. Estaba yo maravillado. Lo recogí y volví a caminar. Y he aquí que salió corriendo otro conejo. Sin esperar a que se detuviera le apunté con el bastón. ¡Paf! ¡Y el conejo rodó sin vida! Para no hacerles largo el cuento maté ocho conejos con mi bastón”. Se hizo un silencio tenso. Y dijo uno de los ancianos clavando una mirada penetrante en el que había hablado: “No esperarás que te creamos esa historia, ¿verdad?”. Respondió el del bastón: “Sólo en la medida en que pretendan que les crea las suyas. Yo también pensé al principio que estaba matando los conejos con mi bastón. Luego me percaté de que detrás de mí venía un hombre joven que disparaba con su rifle. El mío, se los dije, ya no disparaba. Pero el de él sí”.
Y para concluir he aquí lo que le sucedió a aquel señor muy serio al que alguien invitó a dar una conferencia sobre sexo. Temiendo disgustar a su esposa, mujer pacata, el señor aceptó, pero dijo a su consorte que la disertación se iba a llamar “El arte de patinar en hielo”. A los pocos días de la conferencia alguien que la oyó felicitó a la esposa del conferencista. Dijo ella: “No sé qué puede haberle dicho mi marido acerca del tema que trató. Cuantas veces ha intentado hacer eso se ha resbalado y ha caído al suelo”.
Lo prometido es deuda, dicen, aunque en tratándose de algunos políticos lo prometido es duda. Conforme a lo anunciado, hoy aparece aquí “El chiste más pelado del año”. Viene acompañado por otros cuentos igualmente de color subido ninguno de los cuales deberían ver la luz pública. Las personas de moral estricta han de abstenerse hoy de leer tamañas badomías. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, salió con Camelina Teaser, joven mujer a quien apodaban “La tuerca”, porque al final se apretaba. De regreso de la cita, en el curso de la cual Afrodisio no consiguió nada, Camelina retuvo al impaciente galán en la puerta de su casa, y ahí le permitió que la besara con ardor y la acariciara con toda libertad. Afrodisio esperaba que con esos estímulos la Teaser lo invitara a pasar a su departamento a fin de terminar lo que en la puerta habían empezado, pero la chica no dio trazas de querer llevar las cosas más allá. Después de un buen rato de repetir las caricias y los besos, y sin recibir la anhelada invitación, Afrodisio le dijo a Camelina: “Creo que es mejor que me retire. No vamos a estar los tres toda la noche aquí parados”.
Pirulina, joven mujer que se jactaba de tener mucha experiencia en todo lo relativo al sexo, contrajo matrimonio con Eroto, hombre de quien se decía que gustaba de toda suerte de heterodoxias en materia de sensualidad. Al regresar del viaje nupcial una amiga de Pirulina le preguntó, curiosa, cómo le había ido en su luna de miel. Respondió ella, mohína: “Muy bien, en lo que cabe. En lo contrario no tan bien”.
El doctor Sístole Y. Diástole, cardiólogo eminente, pasó a mejor vida. En el velatorio sus familiares hicieron rodear el ataúd con coronas fúnebres en forma de corazón. Entró en la sala Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, y le preguntó al encargado: “¿Por qué las coronas del difunto tienen forma de corazón?”. Le explicó el sujeto: “Es que era cardiólogo”. “¡Uta! –exclamó Empédocles–. ¡No me perderé el funeral del ginecólogo!”.
La película era francesa, de alto contenido erótico. El galán, tras desnudar a la protagonista, la recostó en la cama, se inclinó sobre ella y le besó el ombliguito, el bajo vientre, el interior de los muslos, y luego el más íntimo encanto, el llamado mons Veneris, o monte de Venus. Babalucas le dijo a su compañero de asiento: “El pendejo anda todo destanteado. Se ve que no sabe dónde se besa a una mujer”.
Don Chinguetas y doña Macalota sostenían su enésima riña conyugal. Él le dijo a ella: “Cuando te mueras haré poner en tu lápida esta inscripción: ‘Aquí yace mi mujer, fría como siempre’”. Replicó doña Macalota: “Y yo haré poner en la tuya esta leyenda: ‘Aquí yace mi marido, duro como nunca’”.
Don Algón, salaz ejecutivo, le contó a su socio don Acisclo: “Anoche tuve una horrible pesadilla. Me veía en el infierno como castigo por mis muchas culpas. Los demonios me llevaban a un aposento lleno de botellas de licor: whisky, ginebra, vodka, coñac, tequila, ron. Un grupo de bellísimas mujeres: rubias, morenas, pelirrojas, me ofrecían sus cuerpos”. Preguntó don Acisclo, sorprendido: “¿Y a eso llamas pesadilla?”. “Sí –replicó don Algón–. Las botellas tenían abajo un agujero, y las mujeres ninguno”.
Estrenar año es como estrenar coche: lo estrenas con gusto aunque sabes que quizás en él vas a recibir algún golpe. Yo siempre me hago propósitos de Año Nuevo. No los anoto, sin embargo: si lo hiciera me daría cuenta de que los propósitos que me hice para este 2019 son los mismos que me hice para 2009. Y para 1999. Y para 1989... Y que ahí siguen, cumplidamente incumplidos.
“Tengo miedo”. Así le dijo el novio a su flamante mujercita cuando ésta le preguntó por qué no procedía a la consumación del matrimonio. “¿Miedo? –inquirió con asombro la muchacha-. ¿Por qué?”. Explicó el nervioso galán: “Ayer introduje en la cerradura la llave de mi departamento. Se atoró y ya no la pude sacar. Luego subí a mi coche y puse la llave. Se atoró igualmente. Después, en la oficina, metí la llave del cajón de mi escritorio. Se atoró también, y la llave se quedó adentro. ¡Tengo miedo!”.
Capronio denunció a la policía la desaparición de su suegra. Horas después un oficial le informó que ya la habían encontrado: se había caído en una alcantarilla sin tapa. Preguntó Capronio: “Y ¿qué dijo cuando la sacaron?”. Contestó el agente: “No dijo nada”. Indicó Capronio: “Entonces no es mi suegra”.
En una cantina del puerto el asiduo parroquiano le preguntó a la chica que también asistía con frecuencia al establecimiento: “Dime, linda: ¿has tenido trato con marinos?”. Preguntó ella a su vez: “¿Por qué lo piensas?”. Respondió el otro: “Porque he observado que las bubis y las pompis te suben y te bajan siguiendo el ritmo de las mareas”.
La señora Smith llegó al Cielo y le pidió a San Pedro que le dijera si su esposo estaba ahí. “¿Cómo se llama tu marido?” –inquirió el portero celestial, Respondió la señora: “John Smith”. Le hizo saber San Pedro: “Tenemos miles de John Smiths. ¿Podrías ser más específica?”. Recordó la señora Smith: “Antes de morir me dijo que se daría una vuelta en el más allá cada vez que yo me acostara con otro hombre”. “Ah, sí –dijo entonces San Pedro-. Ya sé de quién se trata”. Llamó a un ángel y le ordenó: “Ve y dile al Trompo Smith que aquí lo buscan”.
El joven Petipo solía ir a las funciones de ballet pues le gustaban las mujeres altas. Se anunció la presentación de “Las sílfides” –música de Chopin, coreografía de Mikhail Fokine– con motivo de cumplirse este año los 110 del estreno de la obra, y el muchacho invitó a su novia Frinesita a que lo acompañara al teatro. “No puedo –le dijo ella en el teléfono–. El médico me acaba de diagnosticar no sé qué cosa. Pero ven a mi departamento y haremos algo mucho mejor que ver bailar”. Petipo se preocupó: “¿Qué fue lo que te diagnosticó el médico?”. “Ya no me acuerdo –respondió la chica–. Usó una de esas palabras raras que emplean los doctores. Ven; te espero”. Acudió a la cita Petipo, y gozó los deliquios inefables del bien cumplido amor. Terminado el trance Frinesita le preguntó: “¿Cuál era el ballet que ibas a ver?”. Contestó el ahíto novio: “Las sílfides”. “¡Ándale! –se alegró la muchacha–. ¡Por ahí va el nombre de la enfermedad que me diagnosticó el doctor!”.
Rondín # 14
La señorita Peripalda, catequista, aleccionó a Pepito: “Si te portas bien irás al Cielo. Si te portas mal irás al infierno”. Preguntó Pepito: “¿Y qué tengo que hacer para ir a Disneylandia?”.
Sir Galahad se puso al frente de sus mesnadas y tomó rumbo a Antioquia. Le dijo a su esposa Lilibel que iba a unirse a la Cruzada a fin de combatir a los infieles que se habían apoderado del Santo Sepulcro. Cuando había cabalgado ya 300 leguas tuvo que regresar a su castillo junto con sus tropas porque se le había olvidado la espada. Lo que vio al entrar en su aposento lo llenó de justificada cólera. He aquí que su mujer estaba yogando con sir Hardick, que se excusó de ir a Tierra Santa con el pretexto de que había engordado mucho y la armadura le apretaba. Mentira; vil mentira. Lo que el avieso caballero quería era gozar los pródigos encantos de lady Lilibel, a cuyo efecto se consiguió un abrelatas con el cual libró a la dama del cinturón de castidad que su celoso marido le había hecho poner. Al ver sir Galahad en plena refocilación a su esposa y a su terete amante no pudo sofrenar su ira. La contuvo, sin embargo, pues tenía presente el motivo por el cual había regresado. Le preguntó a la pecatriz: “¿Dónde está mi espada?”. Respondió ella: “La dejaste en el clóset junto con tus raquetas y tus revistas porno”. Fue el cruzado y abrió el clóset. En efecto, ahí estaba la espada. Y estaban también el paje de sir Galahad, el escribano, el racionero, los cinco guardias de corps y un monje mendicante perteneciente a la orden de la Reverberación. A todos ellos los había hecho entrar ahí milady para que esperaran su turno. El cruzado fue hacia su esposa y le gritó hecho una furia: “¡Infame zorra! ¡Vulpeja inverecunda! ¡Desvergonzada mesalina! ¡Cortesana ruin!”. “Galahad –respondió muy digna la mujer–. Tú dijiste que ibas a combatir a los infieles. De las infieles no dijiste nada”.
Toda mujer casada tiene derecho por lo menos a 10 años de viudez. Este precepto, que he postulado y defendido siempre, tendría que estar inscrito en la Constitución General de la República. Por elemental educación los maridos deberíamos irnos de este mundo antes que nuestras esposas, a fin de dejarlas descansar de nosotros un tiempo razonable. En efecto, los hombres somos necios por naturaleza, y los esposos más. Eso explica el caso de aquel señor de mi ciudad al que se le ocurrió morirse. En el velorio uno de sus hijos creyó advertir que su padre estaba respirando. Llamó a sus hermanos, y ellos corroboraron la sospecha. Fueron con su madre y le dijeron: “Mamá: parece que papá está vivo. Vamos a abrir el ataúd para revisarlo”. “Ábranlo –autorizó la señora–. Pero una cosa les digo: si está vivo, el que lo saque del cajón tendrá que hacerse cargo de él”.
Lo anteriormente dicho me sirve de introducción para evocar a doña Generosa. Era mujer de baticola floja, tanto que enviudó y un año después del tránsito de su marido trajo al mundo un robusto bebé. Otro más dio a luz cuando se cumplieron dos años del fallecimiento del señor, y un tercero al siguiente año. Suspirando explicaba la viuda sus repetidos partos: “Es que mi esposo fue siempre muy cumplido, y todavía de vez en cuando me da mis visitaditas”. No le faltaba razón, entonces, a aquel sujeto que decía: “El estado civil perfecto es la viudez, no importa que yo sea el muerto”.
Afrodisio Pitongo fue a confesarse ante el buen padre Arsilio. “Acúsome, padre –le dijo–, de que me tiré a Chorlita”. Con esa sonora impudicicia empezó la relación de sus pecados. Chorlita era la más bella muchacha del contorno, y eso de tirarse equivale a follar, yogar o refocilarse carnalmente. “También –prosiguió el lúbrico sujeto– me tiré a la esposa del mulero, que está en muy buenas carnes –la esposa, no el mulero–, a la mujer del abacero, a la del pregonero, a la del posadero, a la del tabernero y a la del alguacil. Son muy guapetonas esas señoras y algunas merecen el calificativo de superiores. Espero me rebaje usted la penitencia si le digo que todas quedaron satisfechas de mi desempeño, tanto que con cuatro de ellas tengo cita otra vez para mañana”. “Bueno, cabrón –se exaltó el padre Arsilio–. ¿Vienes a confesarte o a presumir?”.
Doña Clorilia reñía a su hija mayor, Lerda, porque no trabajaba ni estudiaba y estaba siempre acostada en su cama. “Así nunca vas a hacer nada en la vida” –la amonestaba con severidad–. Tanto la reprendió que la muchacha terminó por irse de la casa. Regresó un año después. Traía coche del año; vestía ropa de marca; sus zapatos eran de mil dólares (cada uno); lucía en ambas manos más anillos que Saturno. Antes de que la estupefacta madre pudiera articular palabra le dijo Lerda con una gran sonrisa: “¿Ya ves, mami? ¡Y tú que decías que nunca haría nada acostada en la cama!”.
Pompiteta, mujer en flor de edad, casó con don Añilio, rico señor octogenario. No dejó de sorprenderse cuando en la noche de las bodas el maduro caballero se comportó en la cama como un muchacho, tanto que Pompiteta tuvo que recurrir al paripé. Quiero decir que se vio precisada a simular placer y fingir el orgasmo. Creció su asombro cuando el añoso señor asegundó la hazaña después de unos minutos, y más aún cuando la repitió en seguida por tercera vez. Maravillada le dijo a don Añilio: “Voy a llamar por teléfono a mi madre. Ella no quería que me casara contigo, por viejo. Le diré que me hiciste el amor tres veces en la primera noche”. El veterano la detuvo: “No la llames todavía, linda. Espera a conocer el marcador final”.
“¿Sabes cuántas clases de orgasmos femeninos hay?”. La pregunta que hizo Afrodisio Pitongo, hombre salaz y lúbrico, sobresaltó a su amigo Inepcio, que sabía muy poco de temas de erotismo, tanto que creía que el sexo oral es el que consiste en hablar de él. “¿Cuántas y cuáles son? –quiso saber–. Enumeró Afrodisio: “Son cinco: el orgasmo gozoso, el lamentoso, el ponderoso, el religioso y, finalmente, el mentiroso”. Explicó: “En el orgasmo gozoso la mujer grita: “¡Qué rico! ¡Tenías que ser de Saltillo, papacito!”. En el doloroso gime: ‘¡Ay! ¡Ay! ¡Ay’. En el ponderoso dice: ‘Sí. Sí. Sí’. En el religioso clama: ‘¡Dios mío! ¡Dios mío!’. Y en el mentiroso dice: ‘¡Inepcio! ¡Inepcio!’”.
La televisora más importante del país interrumpió de súbito sus transmisiones. Un locutor apareció en pantalla y anunció: “Tenemos dos noticias: una mala y una buena. La mala es que nos acaba de invadir un ejército de dos millones de marcianos. La buena es que comen políticos y mean gasolina”.
A la prima Celia Rima, versificadora ocasional, se le ocurrió el siguiente comentario: “Si tal proceder espulgas / verás que entraña un gran yerro: / es necio matar al perro / para quitarle las pulgas”.
“Papá: perdí mi doncellez”. Don Poseidón estaba leyendo el periódico del día cuando su hija Floribel le hizo esa repentina confesión. Sin apartar la vista de la página preguntó el viejo: “¿Ya la buscaste abajo de la cama?”.
Muchos y muy variados nombres tiene el pavo en México. Recordemos algunos, entre otros: cócono, guajolote, totol, pípilo, gallopavo, concho, mulito. Pues bien: hace unos días dos pavos estaban conversando. Uno le dijo al otro: “Será bueno ponernos a dieta durante el año. ¿No te fijaste que en la temporada de Navidad todos los gordos desparecieron?”.
Don Academo, maestro de Gramática, llegó a su casa y encontró a su esposa en coición adulterina con un desconcido. La pecatriz, confusa, empezó a farfullar: “Yo… Tú… Él… Nosotros…”. Don Academo la interrumpió, severo: “Primero las explicaciones, mujer; luego las conjugaciones”.
El doctor Duerf, célebre analista, era el psiquiatra de doña Macalota, la esposa de don Chinguetas. Al terminar la sesión del día le indicó: “Mañana trabajaremos con el inconsciente”. Replicó ella: “No creo que mi marido quiera venir”.
Una mujer entró en el bar, se sentó frente a la barra y le pidió al cantinero un whisky doble. Eso no habría tenido nada de particular de no ser porque la dama iba completamente en pelotier, quiero decir desnuda, descalza de los pies a la cabeza. Es natural que el tabernero se le haya quedado viendo fijamente. Eso molestó a la recién llegada. Con áspera voz le preguntó al sujeto: “¿Qué? ¿No ha visto nunca una mujer desnuda?”. “Muchas he visto, bendito sea el Señor –replicó el hombre–. Pero me estoy preguntando de dónde va a sacar el dinero para pagar el whisky”.
Inepcio le propuso a su señora: “Vamos a echarnos un rapidito”. “Contestó ella fríamente: “¿Acaso sabes de otros?”.
Meñico Maldotado se llamaba. La naturaleza se mostró avara con él en la región correspondiente a la entrepierna. Fue a consultar a un médico que, le aseguraron, elaboraba una milagrosa crema capaz de elongar hasta en un jeme la susodicha parte. Le explicó Meñico: “Me da vergüenza, doctor, que me vean mis amigos en el baño de vapor del club”. “Y dígame –inquirió el facultativo–, su cosa ¿le funciona bien?”. “Perfectamente –respondió Meñico–. En eso no tengo problema”. “Se la cambio –propuso entonces el galeno–. La mía luce mucho en el baño de vapor del club, pero hasta ahí”.
Don Astasio está triste. ¿Qué tendrá don Astasio? Les contó a sus amigos: “Mi esposa me informó que en adelante haremos el amor sólo una vez al mes. Dice que es por la nueva austeridad republicana”. “Pues te fue bien –lo consoló uno de ellos–. A nosotros nos programó nada más una vez por bimestre”.
El cuento que abre hoy esta columnejilla es de aquellos que los franceses llaman “risques”, o sea que entrañan algún riesgo. Doña Tebaida Tridua lo leyó y fue víctima de una subitánea paroniquia. Esa repentina inflamación de dedos, y la actual escasez de gasolina, impidieron que la ilustre dama saliera de su casa durante varios días. He aquí el malaventurado cuento. Las personas de criterio estricto deben saltarse hasta donde dice: “No le entraba ni el hacha”… Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, conoció a una linda chica y fue con ella a “Los deliquios de Venus”, motel de corta estancia. Ahí le pidió que hicieran el amor en la posición que en inglés se conoce como “doggie style” y que en los países hispanohablantes es llamada “de perrito”. A esa postura erótica los latinos la nombraban “coitus more ferarum”, coito a la manera de las fieras. Ella se mostró escandalizada. “¡Soy una chica decente! –protestó iracunda-. ¡Jamás lo haré en esa impúdica manera contraria a la moral y a la naturaleza! Además siempre que lo hago así me duelen las rodillas y los brazos”.
Avaricio Cenaoscuras es el hombre más ruin de la comarca. Una vecina suya lo denunció por acoso sexual. “Me llevó a su casa –se quejó ante el juez– y me emborrachó para abusar de mí”. Preguntó el juzgador: “¿Qué le dio a beber?”. “Nada -respondió, mohína, la mujer-. Solamente me dio vueltas y vueltas”.
Rondín # 15
“No le entraba ni el hacha”. Así decía don José de la Luz Valdés, originario y vecino de Arteaga, Coahuila, al hablar de don Venustiano Carranza. Lo conoció muy bien. Luchó a su lado en la Revolución Constitucionalista. Exaltaba las virtudes de honestidad y austeridad del Varón de Cuatrociénegas, pero también hacía mención de su carácter obstinado. “Cuando se le metía una cosa en la cabeza no había poder humano que se la sacara. No le entraba ni el hacha”. Tuve el honor de tratar a don José de la Luz en los años finales de su vida. Mis pequeños hijos se encantaban oyendo sus relatos de batallas. Había a quienes no les gustaban tanto los decires del veterano mílite, que no sabía de circunloquios o eufemismos y llamaba a las cosas por su nombre. En cierta ocasión una comisión de intelectuales de Saltillo –había dos- visitó en la Ciudad de México a un escritor famoso. Con ellos iba don José de la Luz, que conocía bien la Capital. El literato a quien iban a ver era hombre de edad madura, octogenario ya, pero merced a su fama y su fortuna se había casado con una hermosa mujer de abundantes y proficuas carnes que contaría a lo más 35 años. “Por mis achaques –les dijo el escritor a sus visitantes- me veo precisado a tener mi recámara en el primer piso. Mi esposa, en cambio, duerme en la segunda planta. A medias de la noche me despierto y oigo suspiros, ayes y quejidos. Son los fantasmas que habitan en esta antigua casa”. Don José de la Luz le sugirió al escritor: “Pues tenga usted cuidado, don Fulano, porque hay cosas que hacen los vivos y les echamos la culpa a los muertos”.
Pepito le preguntó a su tía soltera Lilibel: “¿Por qué no has tenido hijos?”. Respondió ella con una sonrisa: “Porque no me los ha traído la cigüeña”. Le indicó Pepito: “Y menos te los va a traer si sigues creyendo en esas pendejadas”.
¡Ayer me entregué al demonio! –clamó con sonorosa voz la bella y escultural predicadora–. ¡Hoy me encuentro en los amorosos brazos del Señor!”. Se oyó en el fondo una voz aguardentosa de hombre: “¿Y qué planes tienes pa’ mañana, mamacita?”.
Astatrasio Garrajarra –algunos lo llaman alcohólico, pero él reclama el título de “bebedor social”– comentaba acerca de la relación con su esposa: “Afrontamos un problema grave. Cuando estoy borracho ella no me aguanta, y cuando estoy sobrio no la aguanto yo”.
Don Yanoso Pla, señor de muchos calendarios, por no decir que viejo, pidió ser admitido en el Club Pitocáido, formado por caballeros de la tercera edad tirando ya a la cuarta. El encargado de admisiones le indicó: “Hago de su conocimiento que aquí está prohibido hablar de futbol, de política y de religión”. “¿Por qué?” –se extrañó don Yanoso–. “Esos temas se prestan a polémica –le explicó el empleado–, motivo por el cual los hemos excluido reglamentariamente de la conversación. Tampoco acostumbramos hablar de mujeres y sexo”. El señor Pla se asombró aún más. “¿También esos temas se prestan a polémica?”. “No –replicó el otro–. Lo que pasa es que ya no nos acordamos”.
Bacinica se llama ese artilugio, sin perdón sea dicho. Ya casi está en desuso, pero en los pasados tiempos era utensilio indispensabilísimo en las casas antes de que se popularizara el uso del excusado inglés, invento más admirable aún que el de la brújula de los chinos o el telescopio de Galileo. A la bacinica se le llamaba también nica, bacinilla, bacín, necesaria, taza de noche, perica y borcelana, entre otros nombres. Mis tías solteras, púdicas y elegantes, le decían “el tibor”. Pues bien: la mamá de Babalucas le contó: “Tu padre ya no tiene dientes, y el odontólogo le va a hacer una dentadura postiza de porcelana”. “Caramba –se preocupó el tontiloco, que confundió la palabra “porcelana” con “borcelana”–. Ojalá se la haga de la oreja”.
Pepito le preguntó a su mami: “¿La vecina es gimnasta?”. La señora se sorprendió: “¿Por qué crees que esa muchacha practica la gimnasia?”. Explicó el niño: “Porque oí que mi papá le dijo: ‘¿Cuándo nos echamos un brinquito, linda?’”.
A veces lo que sucede en Las Vegas no se queda en Las Vegas. Don Algón asistió a la XIII Convención de Convencionistas. La noche de su llegada se puso una pítima de órdago. Traducido al idioma mexicano eso quiere decir una peda de poca madre. Al día siguiente despertó en un cuarto de motel de mala muerte. A su lado roncaba una mujer espantosamente fea. El salaz ejecutivo saltó muy asustado de la cama, se vistió sin hacer ruido y se dispuso a escapar de ahí. Antes puso tres billetes de 100 dólares en el buró. Ya salía cuando escuchó una voz. Era de una mujer igualmente horrible que salió del baño y le dijo con sonrisa desdentada: “¿Y no hay nada para la madrina de la boda?”.
Se llamaba don Potencio y era una leyenda viva en su ciudad. ¿Por qué? Porque pese a contar 80 años de edad se decía de él que conservaba intactas todas las facultades de la juventud, especialmente aquélla que al trato con el sexo opuesto se refiere. Cierto muchacho de un pueblo vecino se jactaba de su virilidad, y oyó hablar de la fama del anciano. Fue entonces a retarlo. “¿Y en qué consiste el reto, jovencito?” –quiso saber el veterano. “Mire, abuelo –respondió el mancebo–. Usted y yo encerraremos toda la noche con sendas mujeres, cada uno en su respectiva habitación. El que le haga más veces el amor a su respectiva compañera será el ganador”. Don Potencio aceptó el desafío. El retador, o sea el joven, lo hizo tres veces con su socia, y las apuntó poniendo tres rayas en la pared. A eso de las nueve de la mañana salió de su cuarto, y vio que el del viejito estaba aún cerrado. “¡Pobre anciano! –se burló–. ¡Tan desfallecido quedó que ni fuerzas ha tenido para salir de la cama!”. Se retiró, seguro de su triunfo. Con el sol del mediodía apareció don Potencio. Fue a la habitación donde había estado el joven y vio las tres rayas en la pared. “¡Caramba! –exclamó desolado–. Ciento once. ¡Me ganó por dos!”.
Lord Feebledick sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en coición adulterina con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de faisanes. Sin perder su flema británica milord le preguntó a la pecatriz: “¿Por qué haces esto, esposa?”. Respondió milady: “Por dinero”. “¿Cómo por dinero?” –se escandalizó lord Feebledick perdiendo su flema británica–. “Sí –confirmó lady Loosebloomers–. Le tengo que pagar”.
El novio de la Venus de Milo le dijo: “Pero, mi vida, ¿cómo quieres que pida tu mano?”.
El hombre del censo era escueto al preguntar. “Nombre de su marido”. “Carmelino Patané”. “Oficio”. “Fabricante”. “¿Hijos?”. “No. Muebles”.
La pequeña Rosilita vio a Pepito hacer pipí. “Qué práctico –fue su comentario–. Me habría gustado ser niño en vez de niña”. Le dijo Pepito: “Eso debiste haberlo pensado antes de que te bautizaran”.
El gerente de la empresa de don Algón le preguntó al jefe de personal: “¿Cuántos empleados tenemos, por sexo?”. Le informó el encargado: “Empleada por sexo tenemos nada más a la secretaria del patrón. Todos los demás entraron por sus méritos”.
Al año de casados el marido le preguntó a su esposa: “Dime con franqueza, Facilisa: ¿cuántos hombres ha habido en tu vida?”. Respondió la señora: “Solamente 10. Te los diré por orden de antigüedad: Antonio, Marco, Pedro, tú, Felipe, Alfonso, Gerardo, Pablo, Ernesto y Luis”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, recordó saudosa: “Los novios que tuve fueron unos ángeles”. Preguntó alguien: “¿Muy buenos?”. “No –aclaró la señorita Himenia–. Todos volaron”.
Don Chinguetas, hombre dado a deleites fornicarios, le propuso a la hermosa Dulcibel: “Te invito a pasar un fin de semana en mi departamento de Acapulco”. “Lo siento –respondió ella con acritud–. No acostumbro salir con hombres casados”. Precisó don Chinguetas: “No vamos a salir”.
El buen padre Arsilio fue a la tienda de la esquina y le pidió a la linda dependienta unos nachos y un refresco. La chica, que vestía una brevísima minifalda, subió por una escalera a bajar el frasco de los chiles jalapeños, que estaba en lo alto de un estante, y al hacerlo dejó a la vista el doble y ebúrneo encanto de su túrgido derrière. Con ello el voto de castidad del padre Arsilio sufrió una abolladura. Ella notó el predicamento en que había puesto al párroco –ellas lo notan todo– y le dijo confusa y apenada: “Perdone usted, señor cura. Lamento haberle dado a ver lo que ha de estar oculto a sus miradas”. “No te disculpes, hija –la tranquilizó don Arsilio–. Al igual que San Antonio estoy muy por encima de esas tentaciones. Mi sagrado ministerio es coraza, yelmo, escudo y grebas que me protegen contra los malos pensamientos, y mis diarias penitencias y oraciones constituyen un recio valladar que me pone al amparo de los embates de la carne”. “Qué bueno –suspiró con alivio la muchacha–. Pero recuérdeme, padre: ¿qué fue lo que me pidió?”. Contestó el párroco: “Unas nachas y un refresco”.
“Mi esposa yo tenemos una absoluta compatibilidad sexual –declaró don Chinguetas en el bar–. A mí me encanta el erotismo, y ella hace cualquier cosa con tal de no estar en la cocina”.
El relojero le informó a Babalucas: “Este reloj es automático, digital, antimagnético y a prueba de golpes. Además puede usted bañarse con él”. “¿De veras? –se interesó el badulaque–. ¿Cuál es el botón del agua caliente?”.
Rondín # 16
De regreso de la luna de miel la recién casada le dijo a su maridito: “No quiero que nuestro matrimonio sea aburrido. Te propongo que salgamos tres noches por semana”. “Me parece muy bien” –aceptó él–. Continuó la flamante desposada: “Tú saldrás los lunes, miércoles y viernes, y yo los martes, jueves y sábados”.
Capronio les contó a sus amigos: “Mi esposa cumplió años ayer, y le di un regalo sorpresa”. “¿De veras? –se interesó uno–. ¿Qué le regalaste?”. “Una plancha”. –contestó Capronio–. “¿Una plancha? –se extrañó el otro–. ¿Acaso una plancha es un regalo sorpresa?”. “Sí –dijo Capronio–. Ella esperaba un automóvil”.
El doctor Dyingstone, misionero patrocinado por las Iglesia de la Tercera Venida –no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses cometer adulterio a condición de que sea con alguien de la congregación–, fue a llevar la luz de la fe a los pobrecitos paganos del África. Los pobrecitos paganos del África eran tan pobres que lo apresaron y lo metieron en un caldero para comérselo. Metido hasta los hombros en el agua estaba el misionero cuando llegó el chef de los caníbales. Llevaba un gran repollo, una coliflor de buen tamaño, tres zanahorias grandes, una calabaza y varios chayotes. Le dijo el cocinero al doctor Dyingstone: “Hágame el favor de voltearse, caballero. El recetario dice que las verduras son para el relleno”.
“¿Quién es este hombre?”. Tal pregunta le hizo lord Feebledick a su esposa, lady Loosebloomers, cuando al regresar de la carrera de Ascot la sorprendió en el lecho conyugal en brazos de un desconocido. Respondió ella: “No sé quién es. No hemos sido presentados”. En eso entró en la alcoba el mayordomo de la casa. Le llevaba a su señor el té y el London Times. “Ahora no, James –le dijo Feebledick–. Como ves, no es el mejor momento”. Hizo una reverencia el fiel sirviente, y antes de retirarse preguntó: “¿Puedo hacer el crucigrama del periódico mientras milord se desocupa?”. “By Jove! –profirió con impaciencia el lord–. Haz lo que te dé la gana, bellaco, pero sal de aquí”. Se inclinó de nuevo el mayordomo y salió del aposento. Iba pensando en la decadencia moral de la alta sociedad, efecto seguramente del liberalismo. Él era socialista. Feebledick, entonces, amonestó a su esposa: “¿Y sin previa presentación tienes consorcio con este hombre?”. “¿Qué otra cosa podía hacer? –se defendió lady Loosebloomers–. El señor vino a preguntar por ti. Le dije que no estabas y le ofrecí una taza de té. Pero tardaste tanto en llegar que se nos agotaron los temas de conversación y el té se enfrió. En algo tenía que entretener a la visita”. Al oír el razonamiento de su esposa, lord Feebledick no pudo menos que recordar una frase de mister Bernard Shaw: “La lógica femenina es irrazonable, irritable, irresponsable… e irrefutable”. Le preguntó, severo, a su mujer: “¿Y por qué no lo invitaste a jugar whist?”. En este punto intervino el individuo. “Caballero –le dijo a lord Feebledick–. Soy el nuevo diácono de Boredom Chapel. En mi calidad de ministro del Señor me está vedado participar en entretenimientos mundanales como los juegos de cartas. También tengo prohibidos los bailes, la lectura de novelas, las representaciones teatrales y el acordeón. Como puede usted ver, mi margen de distracciones es sumamente estrecho. Eso explica el trance en que nos encontró”. “Su argumentación me parece poco sólida, reverendo –opuso Feebledick–. ¿Por qué no colecciona usted timbres postales o cabezas reducidas por los indios jíbaros? La lectura, la jardinería y la pintura a la acuarela son igualmente entretenimientos provechosos. Usted, sin embargo, parece gustar más de los placeres de la carne”. Explicó el diácono bajando la cabeza: “A eso me arrastra la locura que padezco”. “¿Locura?” –se impresionó el lord–. “Sí –confirmó el reverendo–. Las mujeres me vuelven loco”. “No lo culpo –dijo el marido, aliviado–. Yo también conocí en mi juventud esa proclividad hacia las damas. Los dos años que estuve al mando del Cuarto Regimiento de Calcuta extrañé mucho el trato con el sexo opuesto. Ya le estaba viendo ojos bonitos al sargento. Ahora, en cambio, disfruto más la cacería de la zorra”. Se volvió Feebledick hacia su esposa y le dijo: “No offense, my dear”. Lady Loosebloomers agradeció la cortesía con una inclinación de cabeza. Preguntó el reverendo sinceramente interesado: “Dígame, milord: ¿en qué época tuvo usted a su cargo aquel famoso regimiento?”. “Cuando la insurrección en Delhi –respondió orgulloso el anfitrión–. Pero, por favor, querido amigo, vístase y vayamos a la biblioteca. Ahí conversaremos más a gusto acerca de mis campañas en la India. ¿Le gusta a usted el whiskey o prefiere una copa de port?”. En seguida le indicó a lady Loosebloomers: “Y tú, mujer, procura en lo posible no hacer esto con extraños”. “Tiene razón milord –sentenció el diácono–, sobre todo tomando en cuenta que la próxima semana llegará el nuevo recaudador de rentas y seguramente también vendrá a la casa”.
Don Chinguetas, marido casquivano, iba del brazo de su esposa por el centro comercial. En eso pasó una despampanante morenaza de anatomía mejor que la de Testut y airoso andar también mejor que el del famoso anatomista bordelés. Al cruzarse con don Chinguetas la sinuosa mujer le clavó una mirada asesina y le dijo con ominoso acento: “Espero hoy mismo tu llamada”. Doña Macalota, furiosa, interrogó a su cónyuge en términos airados: “¿Quién es esa mujer?”. Repuso don Chinguetas: “No me lo preguntes. Bastante problema voy a tener para explicarle a ella quién eres tú”.
El cuento que hace bajar el telón de esta columnejilla es de color subido. Cuando lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, fue acometida por un súbito insulto de diarrea colicuativa que ni con ixtafiate (Artemisia filifolia) se le ha podido quitar. Personas de moral estricta, absténganse… Se llamaba Flor de Garambullo y era la niña más linda de la hacienda. A sus 18 años reunía en sí toda la belleza y la inocencia toda. Tenía cabellos brunos, ojos zarcos y perlina tez. Sus senos de paloma. Una mañana Florecita fue al río a traer agua. A su regreso la cándida joven le contó a su madre: “Me encontré al hijo del amo en la nopalera, amá”. “Me abrazó muy fuerte. Y pensé: ‘Ha de imaginar que es mi cumpleaños’. Luego empezó a desvestirme. Y pensé: ‘Ha de figurarse que tengo calor’. En seguida me acostó en el suelo. Y pensé: ‘Ha de suponer que estoy cansada’. Y luego, madre, me hizo una cosa que nadie me había hecho. Y pensé: ‘Ha de creer que estoy tapada’”.
“Desvístase” –le pidió el joven y apuesto médico a Himenia Camafría, madura señorita soltera–. “Ay, doctor –se ruborizó ella–. Usted primero”.
A los tres meses del óbito, tránsito o finamiento de su esposa –¡cuántos eufemismos para no decir “la muerte”!– don Leovigildo contrajo nuevo matrimonio. La madre de la extinta –otro eufemismo– le reprochó: “Le juraste solemnemente a mi hija que no te casarías hasta que su tumba se enfriara”. Contestó el reciente viudo: “Y yo mismo fui a enfriarla con un ventilador”. Prosiguió la mujer, hosca: “¿Y ya te estás casando otra vez?”. Replicó don Leovigildo: “Es que no soy rencoroso”.
En la fiesta de gala Mrs. Fatass lucía un collar con un espléndido diamante. Una invitada le dijo llena de admiración: “¡Qué hermoso diamante trae usted, señora!”. Comentó la elegante dama: “Es uno de los más grandes del mundo, mayor aún que el Hope, el Taylor-Burton o el famoso Ko-hi-Noor. Desgraciadamente lo acompaña una maldición”. “¿Qué maldición es ésa?” –se inquietó la otra–. Respondió con sombrío acento Mrs. Fatass: “Mr. Fatass”.
Algunas mujeres bellas hablan mucho. Pero si no hablaran mucho serían hombres.
“A un panal de rica miel / dos mil moscas acudieron, / y por golosas murieron / presas de patas en él…”. Eso decía una antigua fábula moral. Y sentenciaba: “Así, si bien se examina, / los humanos corazones / perecen en las prisiones / del vicio que los domina”.
Después de varios meses de rogar con insistencia, don Frustracio consiguió por fin que su indiferente esposa doña Frigidia accediera a recibirlo en su lecho. Durante la unilateral acción, empero, la sintió tan inmóvil y tan fría que pensó que estaba cometiendo el delito de necrofilia. Le dijo a la gélida señora: “Mujer: me casé contigo para toda la vida, pero tú no demuestras ninguna”.
Noche de bodas. Los recién casados han consumado el primer acto de su amor. Están en el lecho nupcial poseídos por el dulce sopor que invade a los amantes después de la entrega bien cumplida. De repente el novio siente una urgencia natural. Debe ir al baño. Le dice a su flamante mujercita: “¿Me permites un segundo, mi amor?”. Responde ella, extasiada: “¡Y un tercero, y un cuarto, y un quinto…!”.
Don Algón, salaz ejecutivo, necesitaba una nueva secretaria. Seis lindas chicas se presentaron a pedir el puesto. Después de aplicarles varias pruebas –lógicas, psicológicas, grafológicas y pedagógicas– el jefe de personal le preguntó a don Algón: “¿A cuál de ellas quiere como su secretaria?”. Respondió el vejancón sin vacilar: “A la que en la parte de su solicitud donde dice ‘Sexo’ escribió 14 páginas”.
Celerino Matatena, capador de marranos, aspiraba a ser torero con el nombre de “Er Ninio de Cuitla”, lugar de donde era originario. Su mujer, Pifania, lo apoyaba en ese anhelo, para cuyo efecto se esforzaba en hablar a la andaluza, aunque provenía de Hediondilla de Abajo, el pueblo vecino. Un domingo en la tarde se tiró al ruedo –Er Ninio, no Pifania–, y el toro, un mal bicho burriciego de cierta ganadería criolla, le infirió una cornada en parte de su anatomía que “La Corneta”, el semanario local que salía cada mes, no mencionó “por respeto a nuestras lectorcitas”. Llegó a su casa Matatena caminando penosamente. Traía la taleguilla rota; estaba desgreñado y lleno de tierra. “¡Ozú, ninio!” –se asustó Pifania–. ¿Te empitonó el toro?”. “No –respondió con doliente voz el lacerado–. Me empitosí”.
“Un hombre se metió en la casa anoche que no estabas”. Con esa noticia recibió doña Macalota a su esposo don Chinguetas cuando el señor volvió en la madrugada después de jugar dominó con sus amigos. “¡Mano Poderosa! –exclamó Chinguetas empleando una jaculatoria aprendida de su señora madre-. Y ¿qué se llevó?”. Replicó doña Macalota: “Tanto como llevárselo no se lo llevó, pero en la oscuridad de la recámara yo creí que eras tú. Hasta que asegundó supe que no eras tú. Y ya era demasiado tarde para resistirme al bis”.
Don Hamponio, el narco de la esquina, le pidió al juez de su causa que le concediera la libertad condicional. “Imposible” –negó el juzgador. “Entonces, su señoría –rogó el preso-, ¿no podría usted hacer menos dura mi condena prohibiéndole a mi mujer que venga a la visita conyugal?”.
En la alcaldía se recibió una queja inusitada: don Martiriano tenía en su casa una feroz leona africana cuyos espantosos rugidos ponían temor en el vecindario. El alcalde envió un par de gendarmes a fin de que investigaran ese caso que lo sorprendió, pues conocía al buen señor y le constaba que era de natural manso y pacífico. La queja era fundada. En efecto, don Martiriano había llevado a su casa una terrible leona del Atlas que rugía constantemente y tiraba zarpazos a diestra y a siniestra. Uno de los agentes le dijo: “Sus vecinos, señor, se quejan de usted por esta leona. Sus tremendos rugidos los asustan de día y no les permiten dormir por la noche”. Al oír eso don Martiriano se azaró. Dijo sinceramente apenado: “Cómo lamento haber causado esta molestia a mis vecinos. Me desharé inmediatamente de la leona. Lo que sucede, señor agente, es que mi esposa Jodoncia está de viaje, y extrañaba su presencia”.
Numerosos cuentos hay del tema. “Le tengo dos noticias, señor; una buena y una mala. La buena: no hallamos nada malo en lo que le cortamos. La mala: por un lamentable error en vez de hacerle la circuncisión le hicimos la castración”… “Te tengo dos noticias, una buena y otra mala. La buena: la Paramount materialmente devoró tu guión. La mala: la Paramount es la chiva que mis hijos tienen de mascota”… “Le tengo dos noticias, señor; una mala y otra buena. La mala: su esposa tiene una enfermedad venérea. La buena: usted no fue el que se la contagió”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, tenía gallinas en su casa. También tenía un loro, lépero como solían ser los cotorros de las cotorronas. El tal perico acostumbraba subir a la barda del corral a ver al gallo cumplir sus deberes con las gallinas de su harén. (Recordemos de nueva cuenta el mexicanísimo decir: “¡Ay, quién tuviera la dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!”). Cuando el lascivo sultán trepaba sobre una de sus odaliscas –quiero decir cuando el gallo pisaba a una de las gallinas- el pícaro cotorro lo animaba con voz incitativa: “¡Duro, campeón! ¡Duro!”. Sucedió cierto día que una ráfaga de viento hizo que el perico cayera entre las gallinas. De inmediato el gallo fue hacia él. Lo vio venir el loro y le dijo con humilde voz: “Suave, manito. Suave”.
Rondín # 17
“¡Ah, canalla infame, bellaco inverecundo, pérfido bribón! -rugió don Cornífero con rabia ignívoma cuando sorprendió a su esposa en brazos de un desconocido-. ¡Te voy a enseñar a meterte con la mujer de otro hombre!”. Declaró la señora: “Ya sabe”.
Don Sinople, caballero de la alta sociedad, salió a la calle luciendo su monóculo, lente para un solo ojo. Lo vio Babalucas y le preguntó, intrigado, al amigo que iba con él: “¿Qué es lo que trae en el ojo ese señor?”. Le contestó el otro: “Es un monóculo”. Volvió a preguntar el badulaque más intrigado aún: “¿Y entonces por qué lo trae ahí?”.
El barbero le dijo al cliente al tiempo que asentaba su filosísima navaja: “Siempre quise ser cirujano, pero para eso se necesita tener buen pulso”.
Don Algón, maduro ejecutivo, llegó al hotel de playa en compañía de una despampanante rubia. El encargado del registro le preguntó: “Su viaje, señor, ¿es de placer o de negocios?”. Contestó don Algón: “El mío es de placer. El de ella de negocios”.
Yo pasé mi luna de miel en Guadalajara. Un año después regresé a la ciudad. Entonces sí salí a la calle y por primera vez vi las bellezas incontables de la Perla de Occidente. (Nota de la redacción: Guadalajara).
Ya conocemos a Meñico Maldotado. Es un pobre infeliz con quien natura se mostró avarienta al asignarle su atributo de varón. Desposó a Thaisia, muchacha sabidora. En la noche de bodas, tras proceder a consumar el matrimonio, Meñico le preguntó a su flamante mujercita: “¿Fue ésta la primera vez que has hecho esto?”. “¿Cómo que ‘fue’-preguntó a su vez Thaisia-. ¿Qué ya lo hiciste?”.
Don Poseidón estaba con su hijo pequeño en la plaza del pueblo disfrutando una nieve de guanábana. En eso vio a la distancia que un hombre entraba en su domicilio. De inmediato le ordenó al niño: “Ve corriendo a la casa. Si el que entró es el doctor esconde mis puros. Siempre se las arregla para robarme uno. Si es el abarrotero esconde mi botella de tequila. Siempre se las arregla para darle varios tragos. Y si es mi compadre Pitorreal siéntate en el regazo de tu madre y no te muevas de ahí hasta que yo llegue”.
“¿Cuántos hombres ha habido en tu vida?”. Esa pregunta le hizo Candorino a su novia Frinesita. Quizá no era el momento más indicado para el interrogatorio: estaban a punto de iniciar su noche de bodas. Ella no dijo nada. Transcurrieron unos minutos y Candorino se impacientó: “Contesta” –le demandó irritado–. “Espérame –respondió ella–. Apenas voy en la B”.
Una linda chica llegó al departamento de cosméticos de la tienda y vio el anuncio de un nuevo perfume: “Noche de pasión”. Decía el cartel: “¡Garantizada!”. Le preguntó a la dependienta: “¿Realmente los efectos del aroma están garantizados?”. “¿Que sí están garantizados? –respondió la encargada–. Mira: con cada pomo del perfume va un frasco de píldoras del día siguiente”.
Tres casadas hablaban de lo que hacían sus respectivos cónyuges después del acto del amor. Dijo una: “Mi viejo se da la vuelta, se duerme y se pone a roncar”. “No es extraño –apuntó otra–. Según Masters y Johnson el 90 por ciento de los hombres hacen eso. El restante 10 por ciento se da la vuelta y se duerme, pero no ronca”. Otra señora declaró: “Mi marido sigue viendo la tele. Me hace el amor en los comerciales”. Declaró la tercera: “Mi esposo se fuma un cigarro después de terminar el acto. Una cajetilla le dura entre 3 y 5 años”.
Don Cornífero estaba de viaje y llamó a su esposa por el celular sin obtener respuesta. Marcó entonces el número de la mucama. Le dijo: “No puedo comunicarme con la señora”. Explicó la fámula: “Está en la cama con amigdalitis”. “¿Cómo? –se indignó don Cornífero–. ¿Ahora con un griego?”.
Una joven mujer de exuberante busto acudió a la agencia donde había comprado su automóvil. El claxon del vehículo iba sonando sin parar y sólo dejó de oírse cuando ella descendió del coche. La conductora se quejó de que el claxon del vehículo sonaba de continuo mientras ella manejaba, y pidió que algún mecánico lo revisara. “No es necesario –le indicó el gerente contemplando las prominencias pectorales de la dama–. El claxon de su automóvil dejará de sonar con sólo que haga usted el asiento un poco para atrás”.
Una pareja llegó a registrarse en el hotel. Preguntó el de la recepción: “¿Tienen alguna reserva?”. “Yo ninguna –respondió el hombre–, pero a ella no le gusta hacerlo con la luz encendida”.
El veterinario del pueblo iba a ir a la granja de don Poseidón a inseminar a una vaca. Días antes le había pedido al granjero que pusiera un clavo en la pared del establo a fin de colgar ahí su equipo. Cuando llegó a la granja don Poseidón había salido, pero no sin antes pedirle a su mamá que atendiera al médico. La anciana lo guió de mala gana al establo y le dijo con tono acre: “Ésa es la vaca que va usted a inseminar. Y ahí está el clavo que pidió. Supongo que es para colgar su ropa ¿no?”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, se quejó ante el juez de que un hombre la había besado sin su voluntad. El juzgador hizo que un gendarme le trajera al individuo. Cuando lo tuvo enfrente le surgió una duda. “Señorita –le dijo a la denunciante–. Usted es bastante alta y este hombre es tan chaparro que apenas le llega a la cintura. ¿Cómo pudo él darle ese beso?”. “Bueno –se ruborizó la señorita Himenia–. Supongo que me agaché un poquito”.
Los pasajeros del jet en vuelo trasatlántico se quedaron estupefactos al ver entrar en la cabina del avión a las bellas azafatas y a los guapos sobrecargos completamente en pelotier, quiero decir sin ropa. En ese momento se oyó por el sistema de sonido la voz del capitán: “Damas y caballeros: no nos llegaron a tiempo las películas. Pensamos entonces en ofrecerles otro tipo de entretenimiento para hacer su vuelo más placentero”.
¡Cuántas cosas suelen suceder en una noche de bodas! Más, muchas más que las que suceden en el día de la boda. El joven Candidito contrajo matrimonio con Pericia, muchacha con bastante ciencia –y arte– de la vida. Antes de consumar el himeneo el desposado tomó por los hombros a su flamante mujercita, clavó en ella una mirada inquisitiva y le preguntó, solemne: “Dime: ¿soy yo el primer hombre con quien has ido a la cama?”. Respondió ella: “Posiblemente sí. Cuando te vi por primera vez tu rostro me pareció conocido”.
Un señor pasó a mejor vida. En su sepelio el orador fúnebre hizo su elogio: “Por fuera era de seda; por dentro de firme acero”. Pasaba por ahí un borrachito y exclamó: “¡Uta! ¡Están enterrando un paraguas!”.
Don Astasio le avisó a su esposa Facilisa que esa noche llegaría tarde a su casa pues tenía mucho trabajo en la oficina. Lo terminó temprano, sin embargo; regresó a su domicilio y encontró a su esposa entrepernada con un desconocido. Antes de que el mitrado pudiera pronunciar palabra le dijo la señora: “Tú tienes la culpa de esto, Astasio. Si dices que vas a llegar tarde, llega tarde”.
El cuentecillo con que empieza hoy esta columneja merece el calificativo de “vitando”, aplicable a todo aquello que se debe evitar. Lo leyó doña Tebaida Tridua, censora de la pública moral, y sufrió un súbito episodio de enterocolitis crapulosa, colicuativa y paradójica que hasta el momento los médicos no le han podido controlar. Lean mis cuatro lectores ese chascarrillo, pero tengan a mano algún fármaco que los prevenga contra el riesgo de flujos, carrerillas, cursos, colerinas, cámaras o pringapiés… Nuda y Corito eran socios de una agrupación nudista para hombres y mujeres, el Club “Dicks&Tits”, cuyo lema era “Ventilemos nuestras diferencias”. Una tarde salieron a pasear por el jardín del club. De pronto él la tomó por los hombros y le dijo con impetuoso acento: “¡Te deseo mucho, Nudita!”. Bajó ella vista y exclamó: “¡Mira, de veras!”.
Rondín # 18
Don Chinguetas llegó a su casa en horas de la madrugada, cuando ya el astro rey asomaba las pompas por los balcones del oriente. Doña Macalota, su esposa, lo estaba esperando hecha un obelisco. (Nota de la redacción: Seguramente nuestro estimado colaborador quiso decir “hecha un basilisco”). De inmediato la fúrica señora percibió en su marido tres olores: a licor trasnochado, a perfume barato de mujer y a jabón chiquito de los que se usan en los moteles de pago por evento. Además el casquivano señor mostraba profusas manchas de lápiz labial en rostro y cuello, y vaya usted a saber si también en otras partes no visibles de su cuerpo. Doña Macalota le preguntó, encrespada: “¿Dónde estuviste anoche, bribón?”. “En casa de un amigo” –contestó don Chinguetas–. “¡Mientes! –rebufó la esposa–. ¡Te has de haber ido por ahí con alguna vieja de tu misma calaña! ¿Cómo explicas esas manchas de colorete?”. Respondió el marido: “Seguramente me las puso sin que me diera cuenta algún antiguo novio tuyo que quiere destruir nuestro feliz matrimonio. Ya te dije que estuve en casa de un amigo. Tú los conoces a todos. Llama a cualquiera de ellos y de seguro corroborará mi dicho”.
“¡Raj!”. Esa exclamación profería Lumberio, joven leñador, cada vez que daba un golpe de hacha al árbol que talaba. Su novia Florestina le preguntó por qué gritaba así. Le explicó él: “Porque de ese modo el hacha entra con más fuerza y a mayor profundidad”. Contrajeron nupcias el leñador y su hermosa prometida. La noche de las bodas Lumberio procedió a consumar el matrimonio. En el momento en que lo estaba haciendo le pidió Florestina ansiosamente: “¡Grita ‘Raj!’”.
Doña Macalota celaba de continuo a don Chinguetas, su marido, pues lo conocía bien y sabía que le gustaba mucho la nalguita, si me es permitida esa expresión plebea. Tanto mortificaban al señor los celos de su esposa que un día le anunció: “Me voy a divorciar de ti”. “¡No me dejes, Chinguetas! –rogó ella-. ¡Te juro que en adelante seré otra!”. Al día siguiente doña Macalota regresó a su casa después de la merienda de los jueves y encontró a su casquivano cónyuge en la cama con una rubia de pródigas exuberancias. “¿Qué es esto?” –le preguntó iracunda. “Perdóname, mujer –se disculpó Chinguetas-. Me dijiste que ibas a ser otra, y pensé que esta otra eras tú”.
Tirilita sufría un mal cardítico. Cierta noche su novio Pitorro se dispuso a hacerle el amor por primera vez. Le dijo ella: “Recuerda que tengo débil el corazón”. Contestó Pitorro: “Hasta ahí no voy a llegar”.
“Soy pederasta”. Eso le confesó Túrpido a la linda Clarabel cuando ella le propuso que se casaran. A la objeción opuso la muchacha: “No importa. Para eso hay Alcohólicos Anónimos”.
Empédocles Etílez le pidió en la cantina a su contlapache Astatrasio Garrajarra: “Ya deja de beber. Te estás poniendo muy borroso”. (Linda palabra mexicana es ésa: “contlapache”. Significa cómplice, compinche, encubridor, y viene del aztequismo “tlapachoa”, el acto de cubrir los huevos la gallina).
El doctor Dyingstone era misionero al servicio de la Iglesia de la Tercera Venida. (No confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que no lo cometan en la vía pública). Sus superiores lo enviaron a lo más negro del Continente Negro, ahí donde la mano del hombre blanco jamás había puesto el pie. Debía anunciar a los paganos la buena nueva de la existencia del pecado, el demonio, el infierno y otros entes semejantes sin cuyo conocimiento inexplicablemente los pobrecitos salvajes habían podido vivir hasta entonces. El doctor Dyingstone era hombre de familia, de modo que llevó consigo a las tres que tenía. Aconteció que una mañana iba por la selva acompañado por una de sus mujeres y por su hija, cuando de pronto salió de entre los matorrales un gorila que tomó en sus membrudos brazos a la joven y se perdió con ella en la espesura. “Praise the Lord! –exclamó consternado el misionero–. ¡Espero que las intenciones de ese animal sean honestas!”.
Don Mamertito era señor enteco, tilico, cuculmeque y escuchimizado. Un día llegó a su domicilio avanzada ya la noche y le contó a su esposa que había tenido la desgracia de toparse en la cantina con Jock the Cock, individuo violento, atrabiliario e irascible. Al pasar junto a él le pisó un callo, y fue tal el enojo del sujeto que lo llamó “pendejo” y luego le propinó una serie de puñetes, mamporros y tortazos que lo dejaron viendo estrellas. Preguntó la señora: “¿Y te vengaste?”. “Claro que sí –contestó don Mamertito–. Si no me vengo me mata el desgraciado”.
Colón retó a los monjes de la Rábida a equilibrar un huevo sobre la mesa. De inmediato uno de ellos procedió a intentar la hazaña. Le aclaró el Almirante: “De gallina, reverendo; de gallina”.
Don Cornulio regresó de un viaje antes de lo esperado y sorprendió a su esposa en consorcio adulterino con el compadre Pitorro. Un volcán, un Etna hecho, el mitrado motejó a la pecatriz con duros adjetivos: “¡Cangalla! ¡Peliforra! ¡Maturranga!. Protestó ella: “No seas egoísta, Corni. Por cada tres veces que lo hago contigo lo hago sólo una vez con él”.
La ciencia matemática es tan importante que sin ella la Tierra se precipitaría en la insondable infinitud del cosmos. Sabedores de eso algunos maestros de matemáticas se dan mucha importancia y reprueban por sistema a la mayoría de sus alumnos. Si alguna vez sientes la tentación de llamar felices a los años de tu juventud nada más recuerda la clase de álgebra. (A mí se me hace todavía un pozo en el estómago). Viene esto a colación porque el profesor definió en clase algo sin lo cual la vida en el planeta es imposible. Dijo: “El seno del complemento de un ángulo o arco recibe el nombre de coseno”. En seguida se dirigió a Babalucas: “A ver, tontito: ¿cómo se llama el seno del complemento de un ángulo o arco?”. Respondió el badulaque: “Coteta”.
El padre Arsilio vio en la esquina de la plaza a una sexoservidora. Se propuso amonestarla –¿para qué son los buenos padres sino para amonestar?–; fue hacia ella y le preguntó, severo: “¿Conoces, mujer, el pecado original?”. “Claro que sí, guapo –respondió la daifa–. ¿Qué tan original lo quieres?”.
Don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, le comentó a su mujer: “El médico me dijo que tengo alta presión”. “Posiblemente –replicó la señora con tono ácido–. Pero no la tienes donde la deberías tener”.
Don Astasio llegó a su casa después de su jornada de trabajo como tenedor de libros en la Compañía Jabonera La Espumosa, S.A. de C.V. Al entrar en la recámara halló a su cónyuge, doña Facilisa, en ilícito consorcio de erotismo con un desconocido. Fue al chifonier donde guardaba la libreta en la cual solía anotar adjetivos denostosos para decirlos a su mujer en tales ocasiones; regresó a la alcoba y le espetó el último que había registrado: “¡Hurgamandera!”. “¡Ay, Astasio! –respondió ella con acento lamentoso–. ¡Siempre te las arreglas para hacer que todos mis actos parezcan malos!”.
La señorita Peripalda, catequista, les preguntó a los niños: “¿Cómo identificarían ustedes a Adán entre los demás santos varones de la antigüedad?”. Quería que le dijeran que era el único que no tenía ombligo. Pepito se apresuró a contestar: “Les diría a todos que fueran a tiznar a su madre. El que no fuera, ése sería Adán”.
Lumberto, fornido leñador, casó con Tonilita, pizpireta zagala montañesa. La noche de las bodas el musculoso galán dejó caer la bata que vestía y por primera vez se mostró al natural ante su mujercita. Lo vio ella de arriba a abajo –y de en medio– y le dijo con acento divertido: “¡Mira! ¡Te pareces al ropero de mi abuela!”. “¿Por qué?” –peguntó él–. Respondió Tonilita: “Es enorme, pero tiene un llavín de este tamañito”.
La madre parisina llevó a su hija más pequeña al Louvre. Le mostró la estatua de la Venus de Milo y le dijo con tono admonitorio: “Mira, Mignonette: así vas a quedar si sigues mordiéndote las uñas”.
“Lo siento mucho, Libidiano –le dijo la linda chica a su salaz cortejador–. Jamás podrás entrar en mi corazón”. Respondió el lúbrico sujeto: “Para serte sincero, Florimela, no es ahí donde me interesa entrar”.
El ciempiés le dijo muy preocupado a su hembra: “Tenemos que hacer algo, Escolopendra. Cuando tú acabas de quitarte los zapatos a mí ya se me pasaron las ganas”.
“Sospecho que mi mujer me engaña” –le dijo don Cornífero a su amigo–. “¿Por qué lo piensas?” –le preguntó éste–. Respondió el desdichado señor: “Llego de mi trabajo a las 10 de la noche, y ella tiene en la cama un letrero que dice: ‘Hora feliz de 7 a 9 PM. ¡Dos por el precio de uno!’”.
Rondín # 19
Puñetito Pajas, muchacho adolescente, fue llevado al hospital con quemaduras de segundo grado tanto en su mano derecha como en su atributo de varón. Y es que el pobrecillo se tomó por equivocación dos pastillas de Viagra.
Tabu Larrasa, chica bonita pero sin orografía anatómica, paseaba por la playa en monokini, esto es sin portar la parte superior de su traje de baño. Un guardia la detuvo por actos contra la moral y la llevó ante el juez. Después de una breve inspección ocular el juzgador la dejó libre “por falta de evidencias”.
El cirujano le dijo a su asistente: “Está bien que seas aficionado a los toros, Gaonita, pero cuando tome yo el bisturí no me digas: ‘¡Suerte, matador!’”.
Los jóvenes recién casados estaban en la cocina lavando los platos de la cena. En eso, encendidos en repentinas ansias, consumaron su amor sobre la mesa. Al terminar se compusieron las respectivas ropas y el muchacho exclamó satisfecho: “¡Qué poco te conoce tu mamá! ¡Dice que no eres buena en la cocina!”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, sorprendió a un raterillo en el interior de su casa. “¡Déjeme ir! –le suplicó el mozalbete–. ¡Nunca he hecho nada malo!”. “Ven acá –contestó la señorita Himenia al tiempo que ponía el cerrojo de la puerta–. Nunca es tarde para aprender”.
El padre Arsilio es algo sordo. Por eso no oyó bien al hombre que le dijo en el confesonario: “Me acuso, padre, de que estoy teniendo relaciones con una mujer casada”. “Habla más fuerte, hijo –le pidió el bondadoso sacerdote–. No te escucho bien”. “¡Que estoy teniendo sexo con una mujer casada!” –repitió el tipo en voz más alta–. Las señoras que esperaban turno para confesarse pararon oreja. “Perdóname –se apenó el confesor–. Soy un poco duro de oído. Dime tu pecado en modo que pueda oírte”. “¡Qué me estoy acostando con una mujer casada!” –volvió a decir el individuo gritando ahora a toda voz, tanto que esta vez lo oyeron todas–. Le dio la absolución el padre Arsilio. Salió del confesonario el hombre y dijo a las damas presentes: “Estimadas señoras: en vista de los sucedido no me queda sino ponerme a sus apreciables órdenes”.
El cuentecillo con que estos renglones dan principio tiene un cierto tufo picaresco que el escribiente no pudo disipar. Trata de don Poseidón, granjero de estatura procerosa y gruesa complexión. Hizo un viaje por tren. Su asiento era de rejillas, y el hombrón se revolvía en él continuamente. La mujer que iba al lado le preguntó, traviesa: “¿Qué le pasa, señor? ¿Por qué se agita así? ¿Está tratando de poner un huevo?”. “No, señora –replicó don Poseidón con dolorido acento-. Estoy tratando de sacarlo”.
El general Store narró en la tertulia de la señorita Himenia una de sus múltiples batallas. “Aquel día mis hombres y yo luchamos a sangre y fuego contra los batallones enemigos. Al final tuvimos que rendirnos: el fuego era de ellos y la sangre de nosotros”.
El juez reprendió con severidad al acusado: “Leo en su expediente que tiene usted 14 esposas, una en cada colonia de la ciudad. ¿Cómo puede hacer eso?”. Respondió el individuo: “Las visito por turno”.
Munífico era el busto de Tetonia, joven mujer de ubérrimo tetamen. Bajo su sombra podían hacer su aduar dos caravanas de beduinos. Cierto día subió a un elevador, y quienes en él iban empezaron a quejarse: “No empuje, por favor”. Tetonia se defendió: “No estoy empujando. Estoy respirando”.
Don Cornífero llegó de un viaje antes de lo esperado. Al entrar en la recámara la vio llena de humo. “Mesalina!-le dijo con acento de reprobación a su mujer-. No puedo irme un par de días sin que agarres el feo vicio de fumar. ¡Y en puro además!”.
La señorita Peripalda, catequista, les narró a los niños de la escuela parroquial: “El día del Juicio Final sonarán las trompetas celestiales; retumbarán por todos los ámbitos del universo las voces de los elegidos; caerán rayos flamígeros; por doquiera se oirá el fragor del trueno y se verán los lampos fantasmagóricos de los relámpagos, cuyo rojizo resplandor anunciará el final de los tiempos. Vendrá el Supremo Juez en todo su esplendor y majestad y ocupará su trono sobre las naciones. Entonces será el llanto y el crujir de dientes”. Pepito levantó la mano y preguntó: “¿Habrá clases ese día?”.
La hormiguita cedió por fin a las insistentes demandas eróticas del elefante. Antes de proceder al acto, sin embargo, le dijo: “Quiero sexo seguro”. Inquirió el paquidermo: “¿Eso quiere decir que debo usar condón?”. “No –precisó la hormiguita-. Eso quiere decir que tú abajo y yo arriba”.
La pequeña Rosilita le dijo su papá: “Mi mami nunca me cuenta cuentos”. “Qué raro –se extrañó el señor–. A mí todas las noches me cuenta dos: ‘Estoy muy cansada’ y ‘Me duele la cabeza’”.
Entre todos los atletas internacionales Pancho el Huevas fue el que lanzó más lejos el disco, la jabalina y el martillo. Comentó su entrenador: “No necesitó ningún entrenamiento. Sólo le dije que eran herramientas de trabajo. Y si le hubiera puesto un pico, una pala o un talache los habría aventado aún más lejos”.
El perrito le dijo a la perrita: “¿Te parece si esta noche lo hacemos de hombrecito?”.
Hubo una zacapela en el congal –perdón por la palabra “zacapela”– y el hombre que la provocó fue detenido. Resultó ser un sujeto que esa tarde se había comprado un par de botas federicas y quiso estrenarlas pateando al que se le pusiera enfrente. Uno de los parroquianos sufrió un puntapié particularmente doloroso, tanto que el juez le preguntó: “¿Fue usted el que recibió la patada en la trifulca?”. “No, señor –respondió el pateado–. Yo la recibí entre el ombligo y la trifulca”.
Un individuo llegó al Cielo. Lo que en él vio lo dejó atónito. En vez de coros seráficos se oía música de salsa, reggae y funk; las ánimas benditas no vestían túnicas o mantos sino T-shirts y jeans, y los bienaventurados, lejos de portar aureola, llevaban gorra con la visera hacia atrás. Un ángel le explicó al sorprendido recién llegado: “Es que el Cielo ya no es reino: el Señor lo convirtió en república. Él es el Presidente; tenemos a Disraeli como secretario de Gobernación; Wellington es ministro de la Guerra; Fleming está a cargo de Salubridad; Keynes ocupa el ministerio de Economía; Stephen Hawking el de Educación, y Cacariola Patané se desempeña en Turismo. “¿Cacariola Patané? –preguntó el otro, intrigado–. ¿Quién es Cacariola Patané?”. El ángel vaciló: “Ejem… Bueno… San Pedro tiene esta amiguita… Y… Tú sabes…”…
Babalucas pidió en la ventanilla de la central de autobuses: “Un boleto de viaje redondo, por favor”. Inquirió el empleado: “¿A dónde?”. Respondió el badulaque, exasperado: “¡Pos aquí, pendejo! ¿No te digo que es viaje redondo?”.
Las Damas de la Cofradía de la Reverberación se quejaron ante el Obispo: había en su pueblo un sacerdote que en forma indigna se jactaba –dijeron ruborosas– de “echarse tres seguidos”. Preguntó el jerarca: “El cura que dicen ¿no es uno chaparrito, gordito, de ojos medio verdes, peloncito?”. “Así es, señor” –respondieron las señoras–. Sentenció entonces Su Excelencia: “Por lo que he oído de él, sí se los echa”.
Rondín # 20
“Te invito a la casa de la Bemba. Yo pago”. La casa de la Bemba era el lupanar del pueblo. Su dueña era apodada así a causa de la grosura de sus labios. El que hacía la invitación era Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, y el invitado se llamaba Goretino, virtuoso joven muy de iglesia; secretario perpetuo de la Cofradía de la Reverberación, caballero de la Legión Paduana y además recién casado. ¡Miren a quién hacía el tal Pitongo su soez invitación! “No, gracias –declinó el piadoso muchacho–. Ni siquiera puedo acabarme lo que tengo en mi casa”. Replicó el cínico Afrodisio: “Entonces vamos a tu casa”.
Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, fueron por enésima vez en esta temporada al Museo de Arte de la ciudad y su colocaron frente a la estatua en mármol del Apolo de Belvedere, que mostraba su espléndida desnudez sin más recato que el de la hoja de parra que cubría su atributo varonil. “¿Lo ves, Himenia? –comentó con desolado acento la señorita Celiberia–. Pasó el otoño; en pleno invierno estamos, y la hoja nada que se cae”.
Tonilita, garrida moza campesina, pasó por el huerto de don Poseidón, labriego acomodado, y vio unas calabacitas muy buenas con las cuales, pensó, podría hacer una sopa sabrosísima, y más si le añadía elote. Cocina fusión, pues. Saltó el murete y empezó a cortar las tales calabacitas y a echarlas en el hueco de su delantal. En eso –¡fatal sino! – se apareció don Poseidón y le echó mano a Tonilita. “¡Ladrona! –le dijo hecho una furia–. ¡A la cárcel contigo!”. Y la arrastró hacia la salida. “¡Por favor, amo! –gimió la desdichada–. ¡Lléveme a donde quiera, pero a la cárcel no!”. El viejo verraco no la llevó a ninguna parte. Ahí mismo, sobre la muelle grama, cobró sobradamente el precio de las calabacitas. Acabado que fue el castigo, Tonilita le preguntó a don Poseidón sin siquiera componerse las descompuestas ropas: “¿No quiere asegundar, patrón? Cuando estaba de espaldas en el suelo vi unos aguacates muy buenos”.
El mamut le dijo a su hembra: “Necesitas recapacitar, Odonta. Si sigues con eso de que: ‘Hoy no; me duele la cabeza’, seguramente nos vamos a extinguir”.
Don Cornífero le anunció a su mejor amigo: “Voy a divorciarme de mi esposa”. “¿Por qué?” –se consternó el otro–. Explicó el señor: “Acostumbra cantar en el baño”. El amigo se sorprendió: “A muchas mujeres les gusta cantar en el baño”. Preguntó don Cornífero: “¿Con trío?”.
Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, llegó a su casa en horas de la madrugada y en perfecto estado incróspido. Esta palabra, “incróspido”, carece de registro en la Academia. De mala gana la recogió en su Diccionario de Mejicanismos don Francisco J. Santamaría: “Es término vulgar, propio de gente del hampa y pulquería”. Se aplica generalmente al que anda ebrio. El tal Etilez llamó con grandes golpes a la puerta de su casa. Su esposa no le abrió, pese a todas las súplicas y maldiciones del beodo. “Si no me abres –amenazó Empédocles– me cortaré las venas”. Se oyó la voz de un furioso vecino: “¡Lo que deberías cortarte es la peda, desgraciado!”.
Meñico Maldotado, joven con quien natura se mostró roñosa a la hora de ponerle algo en la entrepierna, contrajo matrimonio con Tirilita, muchacha sabidora. La noche de las bodas él se dispuso a consumar las nupcias, para lo cual dejó caer la bata de popelina verde que su mamá le había confeccionado en su máquina Singer para la ocasión. Lo vio Tirilita y dijo decepcionada: “Dos años de noviazgo; petición de mano; seis meses de preparativos para la boda; vestido; damas; misa; banquete; viaje de luna de miel… ¿Todo para esto?”.
“Mi esposa sale todas las noches a la calle pintada como coche; vistiendo blusa con el escote hasta el ombligo, falda apretada, boa de plumas, medias de malla, bolso de chaquira y zapatos de tacón aguja. Se ofrece a los hombres por dinero y…”. Todo eso dijo aquel hombre en el teléfono. “Perdone usted –respondió el que contestó–. Su problema debe tratarlo con un abogado o un psiquiatra. Yo soy agente de bolsa”. “Precisamente –replicó el otro–. Quiero que me diga cómo invertir el dinero que está ganando mi señora”.
El director de Meteorología llamó al encargado de los pronósticos del tiempo. Le preguntó: “¿Qué le está sucediendo últimamente, Güero Chano? Antes no fallaba en sus predicciones. Sabía cuándo iba a cambiar el clima; cuándo iba a llover; cuándo iba a estar húmedo el tiempo… Ahora, en cambio, se equivoca siempre. ¿Qué le pasa?”. “Señor –explicó muy apenado el otro–. Es que mi esposa me dio no sé qué, y se me quitaron las reumas”.
Doña Panoplia de Altopedo iba a ofrecer esa noche una cena de gala, para cuyo efecto contrató a un mesero. Le dijo “He observado que los de su clase van al baño y luego toman con los dedos los terroncillos de azúcar del café. Use usted estas pincitas”. Terminada la cena, cuando los invitados pasaron a la biblioteca para tomar el café, doña Panoplia llamó aparte al mesero y le preguntó: “¿Está usted usando las pincitas?”. “Por supuesto, madame –respondió el hombre–. Y eso que batallo mucho para sacudírmela con ellas”.
Don Cucurulo, senescente caballero, cortejaba con elegante discreción a Himena Camafría, madura señorita soltera. Un día le dijo: “He observado, amiga mía, que no le gusta a usted hablar de su años juveniles ¿Le pasó algo en su juventud?”. “No me pasó absolutamente nada –respondió, hosca, la señorita Himenia–. Por eso no me gusta hablar de ella”.
La esposa de don Carmelino pasó a mejor vida. En el funeral el viudo lloraba desconsoladamente, tanto que sus gemidos conmovieron profundamente al padre Arsilio. El buen sacerdote se acercó al doliente y le dijo: “No llores, hijo mío. Quizá no sea éste el mejor momento para decírtelo, pero has de saber que en mi parroquia hay numerosas mujeres, viudas o solteras, que podrían ser una buena esposa para ti. Pasado algún tiempo te presentaré algunas”. Don Carmelino se limpió las lágrimas y le preguntó: “¿Y no tiene algo para hoy en la noche?”.
“Soy ninfómana”. El doctor Duerf, célebre analista, escuchó la declaración de la bella mujer, se puso una mano en la barbilla e hizo: “Mmm”. Prosiguió ella: “No puedo ver a un hombre, a cualquier hombre, sin entregarme a él”. El psiquiatra cambió de mano en la barbilla y volvió a decir: “Mmm”, pero ahora colocando las emes en diferente orden. Continuó la mujer: “Al siguiente día tengo remordimientos por haberme acostado con un total desconocido”. Con las dos manos en la barbilla hizo el doctor Duerf: “Mmm… Mmm…”. “Por eso estoy aquí” –concluyó la visitante–. Habló el facultativo: “Creo que en 100 sesiones semanales podré quitarle esa lubricidad que la lleva a sentir remordimientos”. La mujer se apresuró a pedir: “Déjeme la lubricidad, doctor, y quíteme los remordimientos”.
Joven y sano era aquel esposo, y aún así sufría episodios de disfunción eréctil. A veces batallaba para izar el lábaro de su masculinidad. No debe sorprender su caso: tal problema, causado por fatiga o nerviosismo, es más frecuente de lo que se piensa. No hay nada, sin embargo, que no pueda arreglar una compañera tierna y comprensiva. O, a cierta edad, la ayuda de alguno de los modernos fármacos en uso, regalo del Señor a la humanidad cadente. El caso es que aquel joven que digo, atribulado por su falta de ímpetus eróticos, recurrió a un terapeuta. No quiso ocultarle eso a su mujercita, de modo que le dijo: “Quiero confesarte, Florimela, que estoy viendo a un psicólogo”. Respondió ella: “Que eso no te mortifique. Yo estoy viendo a un contador público, un piloto aviador, un economista, un agrónomo, un doctor en letras y un licenciado en ciencias de la comunicación”.
“Tengo un par de chicas en mi departamento”. Esa incitante manifestación la hizo Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, ante su amigo Cástulo Pudicio, piadoso joven que en la pureza cifraba su mayor orgullo. Añadió el tal Afrodisio: “Te invito a acompañarme. Tomaremos un par de copas con las muchachas; bailaremos con ellas al compás de ritmos cachondones y luego nos iremos cada uno con su chica a una recámara. Tú podrás escoger la que más te guste. La chica, digo, no la recámara”. Respondió el virtuoso joven: “Permíteme declinar tu invitación. No puedo hacerle eso a mi esposa”. Argumentó el cínico Pitongo: “A ella no se lo vas a hacer”.
Doña Pasita y don Tinino, católicos los dos, cumplieron 65 años de casados. Una nieta le preguntó a la festejada: “Abuela: en todo ese tiempo ¿pensaste alguna vez en el divorcio?”. “¡Líbreme Dios! –respondió doña Pasita escandalizada–. Jamás pensé en el divorcio, hija. En el asesinato sí, pero en el divorcio nunca”.
Por razones que no he podido averiguar Su Majestad Británica hizo que James Bond viniera a México. Cuando el Agente 007 llegó al aeropuerto se encaminó a la puerta de salida después de pasar seis horas en los trámites de migración y aduana. Lo estaba esperando ahí un sujeto con un cartel identificatorio que decía: “Agente 700”. El perspicaz inglés supuso que el letrero se refería a él, de modo que fue hacia el tipo y bajando la voz se presentó con él en la forma que siempre acostumbraba: “El nombre es Bond… James Bond”. Respondió el mexicano también en tono misterioso: “El nombre es Cho… Pan-cho”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, le confió a su amiga Pomponona que un petrolero de Oklahoma la estaba cortejando. “Es riquísimo –le dijo–. Tiene una avioneta, y él mismo la vuela”. Opuso Pomponona: “No ha de ser tan rico. En Estados Unidos cualquiera puede tener una avioneta y volarla”. “¿En la sala de su casa?” –replicó la vedette–.
Grande fue la sorpresa del funcionario municipal cuando una viejecita llegó a hacer los trámites necesarios para poner en su casa una sala de masajes que incluiría –dijo con la mayor franqueza– lo que en inglés se llama full service, o sea hand jobs y happy endings. Desconcertado le dijo a la peticionaria: “Lo primero que debe usted hacer es pedir un permiso de uso de suelo”. “No lo necesitaré –respondió la ancianita–. Voy a tener camas”.
Bueno es que la justicia norteamericana, a falta de la justicia mexicana, haya procesado a “El Chapo”. Sorprende, sin embargo, el hecho de que esa justicia, que tan rápida y eficaz se muestra en someter a juicio y castigar a los narcos extranjeros, jamás ponga los ojos en algún capo de nacionalidad americana. Estados Unidos es el mayor consumidor de drogas en el mundo. ¿Acaso no hay en ese país grandes traficantes estadounidenses que compran la droga a costos millonarios y la hacen llegar a los centros de consumo? La policía arresta y lleva a la cárcel a los pequeños distribuidores, sobre todo negros y latinos; a los que en las esquinas y callejones venden al menudeo la droga a quien la usa, pero jamás se sabe que los aparatos de seguridad con que cuenta esa nación detengan y lleven a los tribunales a algún gran jefe de las organizaciones que en el país vecino manejan ese enorme negocio. Recordemos una vez más la exasperada aclaración que el ladrón bueno, Dimas, hizo al buen Jesús cuando éste, clavado en la cruz, dijo su frase de suprema misericordia: “Padre: perdónalos porque no saben lo que hacen”. Acotó, hosco, el buen ladrón: “Sí saben, Señor; lo que pasa es que se hacen pendejos”.
Don Gerontino, senescente caballero, cortejaba a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Le dijo: “Amiga mía: me gustaría ir a su casa una de estas noches a fin de disfrutar sus habilidades culinarias”. “Está bien –aceptó ella–. Pero primero cenamos ¿eh?”.
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