El Otoño comienza justo el lunes 23 de septiembre a las 9:50 hora oficial peninsular, según cálculos del Observatorio Astronómico Nacional. Esta estación durará 89 días y 20 horas, y terminará el 22 de diciembre con el comienzo del invierno.
Como acostumbro hacerlo cada vez que hay un cambio de temporada, para celebrar la transición del Verano al Otoño pondré aquí una colección de lo que creo que son algunos de los mejores chistes del prolífico gran humorista y tocayo mío Armando Fuentes Aguirre "Catón".
Es buena ocasión para aprenderse algunos de estos chistes de memoria, antes de que se nos vengan encima las festividades navideñas y de Día de Muertos, para tener algo con qué animar las fiestas a las que seamos invitados.
Al igual que en las anteriores entradas, los chistes están agrupados en rondines separados de 20 en 20, claramente identificados, para permitirle al lector poder encontrar rápidamente el punto en el cual haya dejado pendiente su lectura de los chistes.
Sin mayores preámbulos, pasamos a la lista de chistes empezando con los que corresponden al primer rondín de chistes:
Rondín # 1
Don Fredesvindo hipotecó su casa para pagar una deuda de juego. Se llegó la fecha del vencimiento y no tuvo con qué cubrir la garantía. Su acreedor, hombre joven y apuesto, le dijo: “Su hija Lilibel siempre me ha gustado. Si me permite usted pasar una noche con ella la deuda quedará saldada”. Don Fredesvindo se resistía a someter a su hija a un destino peor que la muerte, pero terminó pidiéndole que lo ayudara a salvar la casa, pues estaba en buenas condiciones –la casa, no ella-y tenía tres recámaras con baño. Lilibel aceptó, llorosa y tribulada, y así, gemebunda y compungida, entregó su doncellez al sórdido galán. Con eso quedó liquidada la deuda hipotecaria. Al día siguiente la muchacha le preguntó a su desolado padre: “¿De casualidad no pesa sobre la finca una segunda hipoteca?”.
Mi tocayo, extraordinario promotor cultural, tuvo la fortuna de tratar de cerca a doña Sara García, “La abuelita de México”, gran señora y gran actriz. Me cuenta que una vez le preguntó: “¿Cómo está, Sarita?”. Respondió ella: “Pues mira, hijo. Se me está cayendo el pelo. Me duele continuamente la cabeza. Ya casi no oigo. Me estoy quedando ciega. Padezco sinusitis. Perdí ya todos los dientes. Sufro de faringitis, laringitis, esofagitis, bronquitis y gastritis. Mi corazón, dice el cardiólogo, está a punto de estallar. Tengo los pulmones colapsados. Mi estómago ya no tolera el alimento. Le vejiga se me cayó. Las reumas y la ciática me están matando, lo mismo que la artritis. Las rodillas las tengo hechas pedazos. Las piernas ya no me pueden sostener. Mis pies son una ruina”. Suspiró pesarosa doña Sara y dijo luego: “Pero fuera de eso estoy muy bien”.
En mala compañía está el que bebe solo. Así bebía, solitario y triste, un individuo en la barra del lobby bar de aquel hotel de Las Vegas en el cual se celebraba la Décima Convención Anual de Convencionistas Anuales. El compasivo barman le preguntó al sujeto: “¿Qué le sucede, amigo? ¿Por qué tan triste?”. Pidió otra copa de tequila el tipo y relató: “El primer día de la convención conocí aquí mismo a una hermosa dama. Nos gustamos de inmediato, y esa misma noche, después de algunas copas, hicimos el amor en su habitación. Jamás había engañado yo a mi esposa, ni ella a su marido. Arrepentidos, después de haber hecho lo que hicimos nos pusimos a llorar por el remordimiento. Y así hemos estado toda la semana: follando y llorando; follando y llorando; follando y llorando…”.
Hermosa era la mujer. A más de agraciado rostro tenía busto ubérrimo, cintura para ceñirla casi con índice y pulgar, grupa de poderosa yegua arábiga y piernas como talladas en mármol por el egregio Miguel Ángel. La bella dama bebía sin acompañamiento de varón en el lobby bar del hotel. Un tipo le dijo al cantinero: “Llévale de mi parte a esa señora una copa de lo que está tomando”. El barman cumplió la orden. La guapa fémina dejó su asiento y fue hacia su invitador. Le dijo exasperada: “Si cree usted que invitándome una copa me va a llevar a la cama está muy equivocado”. Preguntó impertérrito el sujeto: “¿Cuántas se necesitan?”.
Jock McCock, sheriff de Picadillo, Texas, marcó en el teléfono de su oficina el número 4-44-444-4444. Contestó una voz: “¿Aló?”. Preguntó el sheriff: “¿Están los cuatreros?”.
Pancho y Juancho, mexicanos, trabajaban en la NASA haciendo labores de limpieza. Solían interrumpir la faena a las 10 de la mañana para echarse al coleto sendos tragos de tequila y de ese modo cobrar fuerzas para llegar a las 11. Cierto día Pancho halló un recipiente en el cual había quedado algo del combustible usado en los cohetes espaciales, y se le ocurrió ponerle a su tequila un par de gotas, y otras tantas a las de su compañero. “A ver a qué sabe”- declaró. Esa misma tarde Juancho recibió una llamada telefónica. Quien llamaba era Pancho: “Compadre –le preguntó éste a su amigo–. ¿Ha soltado usted un flato, cuesco, gas, ventosidad o aire estomacal?”. “Respondió Juancho, extrañado: “No, compadre. ¿Por qué?”. “Ni lo suelte –le aconsejó Pancho–. Le estoy hablando desde Melbourne, Australia”.
Babalucas logró por fin que una linda compañera de oficina saliera con él. Al día siguiente un amigo le preguntó: “¿Cómo te fue anoche?”. “No muy bien –respondió el tontiloco–. Volví temprano a casa. La muchacha me salió dormilona”. “¿Cómo dormilona?” –se desconcertó el amigo–. “Sí –explicó Babalucas–. Tenía yo una hora contándole mi vida cuando de pronto me preguntó: ‘¿A qué horas nos vamos a acostar?’. Entonces abrevié la cita”.
Don Cornífero regresó a su casa de un viaje y encontró a su esposa en situación más que comprometida con el vecino del 14. El infeliz señor le dijo a su mujer: “¡Hetaira infame; desvergonzada mesalina!”. Al vecino le espetó: “¡Canalla malnacido! ¡Estólido bribón!”. La señora respondió, quejosa: “No seas injusto, Corni. A ti te hago de comer; te arreglo tu ropa; te tengo la casa en orden y te cuido cuando estás enfermo. A él lo único que le hago es esto”.
Noche de amor. El ardiente galán y su linda dulcinea durmieron el profundo sueño que sigue a la entrega de cuerpos bien cumplida. Cuando llegó la mañana él se dispuso a hacer el desayuno para los dos, pues estaban en su departamento. Le preguntó, solícito, a la chica: “¿Cómo te gustan tus huevos en la mañana?”. Respondió ella de inmediato: “Sin fertilizar”.
El papá de Pepito le anunció: “Vino la cigüeña y te trajo un regalito. Es una niña. ¿La quieres ver?”. “No –declinó el chiquillo–. Niñas he visto muchas. Mejor me gustaría ver a la cigüeña”.
El orador empezó su conferencia con una declaración tajante: “Soy hombre realista: jamás despego los pies de la tierra”. Babalucas levantó la mano y preguntó: “¿Y cómo chingaos le hace pa’ ponerse los calzones?”.
Doña Gorgona, mujer de fea catadura y aspérrimo carácter, tenía una hija que era todo lo contrario de su madre, pues poseía belleza de ángel y gentil talante. Una noche la muchacha llevó a su novio a presentarlo con su mamá. Doña Gorgona le dijo con tono acre al pretendiente: “¿De modo, jovenzuelo, que quiere usted ser mi yerno?”. “La verdad es que no, señora –replicó el visitante–. Pero si me caso con su hija no veo la manera de evitarlo”.
Un tipo le contó a su compadre: “Le retorcí el pescuezo al perico de la casa”. Inquirió el otro: “¿Por qué hiciste semejante cosa?”. Explicó aquél: “A cada rato le gritaba a mi mujer: ‘¡Piruja!’”. “¡Infeliz loro! –suspiró el compadre–. ¡Es un mártir de la verdad!”.
Oratino, el tonto del pueblo, iba por la calle arrastrando una pesada cadena de gruesos eslabones. Un vecino le preguntó: “¿Por qué traes estirando esa cadena?”. Contestó Oratino: “Porque empujarla está cabrón”.
La hermosa mujer vestía toda de blanco y lucía cofia de enfermera. Le dijo un individuo: “¡Cómo me gustaría tener un accidente y que usted me atendiera!”. Respondió ella: “En ese caso su accidente se conocería en todo el mundo. Soy partera”.
En el programa de preguntas y respuestas el conductor se dirigió a una participante: “Por 500 pesos dígame: ¿quién fue el primer hombre?”. Respondió la concursante: “Tendrá usted que perdonarme. Le prometí que a nadie se lo diría”.
Declaró un antiguo paciente del doctor Duerf, célebre analista: “Yo fui esquizofrénico. Ahora estamos bastante mejor”.
El sultán de Kashmir invitó a su amigo el sultán de Zama a una cacería de leones del desierto. Le indicó: “Será la próxima semana”. “No puedo –se disculpó el sultán–. La próxima semana me caso el lunes, el miércoles y el viernes”.
Don Cornífero tenía la sospecha de que su esposa le ponía el cuerno. Contrató entonces a Pink Erton, el famoso detective, y le pidió que siguiera a su mujer. Esa misma noche el investigador privado le rindió su informe: “La señora salió de su casa por la tarde. A usted le había dicho que iba a merendar con sus amigas. No hizo tal. Se encontró con un sujeto en un barecito de las afueras. Ahí bebieron unas copas y bailaron al compás de música romántica. Después vi cómo en el automóvil del tipo se besaban y acariciaban apasionadamente. En seguida se dirigieron al Motel Cupido y ocuparon el cuarto número 210. Desde afuera pude oír, aparte de un intenso rechinar de cama, expresiones de contenido claramente erótico. Él le decía a ella: ‘¡Mamacita!’ y le preguntaba: ‘¿De quién son éstas?’, y ella le pedía con vehemencia a él: ‘¡Más aprisa, negro santo!’ y gritaba con entusiasmo: ‘¡Yea, yea!’. Entre paréntesis, señor, lo felicito por tener esposa bilingüe. Ése es mi informe. Saque usted sus propias conclusiones”. Respondió vacilante don Cornífero: “No sé qué pensar. Necesitaría más datos”.
Noche nupcial. Terminó el primer trance de amor y la inocente novia contempló la agotada entrepierna de su desposado. “¡Santo Cielo! –exclamó consternada–. ¿Tuve yo la culpa?”.
Rondín # 2
Himenia Camafría, madura señorita soltera, dijo en el teléfono: “Un hombre está tratando de escalar la pared para entrar a mi habitación por la ventana”. Le dijo el que había tomado la llamada: “Se equivocó usted. Debe llamar a la policía. Aquí es la central de bomberos”. “Precisamente –replicó la señorita Himenia–. Al hombre lo ayudaría tener una escalera”.
Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, llegó a su casa en horas de la madrugada y –como de costumbre– en estado de completa beodez. Su esposa lo recibió hecha una furia, pero él le juró y le perjuró que jamás repetiría sus embriagueces. “Muy bien –concedió la mujer–. Pero si vuelves a llegar borracho ¿qué te hago?”. Respondió mansamente el temulento: “Unos chilaquilitos bien picosos”.
La mamá del joven que estudiaba en otra ciudad le preguntó: “¿Estás saliendo con muchachas buenas?”. “Sí, mamá –respondió él–. No tengo dinero para salir con muchachas malas”.
A la recién casada le conmovía ver cómo su flamante maridito se persignaba y hacía una silenciosa oración antes de consumir los alimentos. Un día fueron a comer en la casa de los papás de la muchacha, y ella se sorprendió al advertir que su esposo se disponía sin más a dar buena cuenta de la comida. Le preguntó: “¿Por qué aquí no te persignas ni rezas?”. Explicó él: “Tu mamá sí sabe cocinar”.
La superiora del convento de la Reverberación fue a quejarse con el ingeniero a cargo de la obra que se estaba construyendo al lado. Le dijo que los trabajadores usaban un lenguaje que ofendía los castos oídos de las monjas y novicias de su claustro. “Entienda usted, madre –respondió con una sonrisa el ingeniero–. Los albañiles son gente del pueblo. Llaman al pan, pan y al vino, vino”. “No es así –lo corrigió la reverenda–. Al pan lo llaman ‘el méndigo birote’ y al vino le dicen ‘el chingado pisto’”.
“Yo le hice el amor a mi mujer antes de casarnos”. Eso le confió un tipo a su mejor amigo. “Yo también –replicó éste–. Pero no sabía que se iba a casar contigo”.
Aquel sujeto tenía un tic nervioso que lo hacía guiñar constantemente el ojo izquierdo. Cierto día, en un restorán, fue al baño a tramitar una necesidad menor. Al hacerlo advirtió que el hombre que estaba al lado, un señor muy bajito de estatura, guiñaba también el ojo una y otra vez. Le preguntó, molesto: “¿Me está usted imitando?”. “No –respondió tímidamente el señorcito–. Me está usted salpicando”.
Lord Feebledick regresó a su finca rural después de la cacería de la zorra y encontró a su mujer, lady Loosebloomers en trance de consorcio adulterino con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de los faisanes. El lord llamó a su mayordomo James y le ordenó que le dijera a lady Loosebloomers: “¡Cortesana impúdica! ¡Desvergonzada mesalina!”. El fiel servidor cumplió la orden, hizo una reverencia y salió del cuarto. Al oírse llamar así milady le reclamó a su marido: “¡Cómo eres injusto, Feebledick! Tú te sentaste ayer sobre mi abanico y lo rompiste, y yo no te dije nada”.
Aquella linda chica fue al departamento de cosméticos de una tienda y vio un perfume de sugestivo nombre: “Alakama”. Costaba 3 mil pesos. Le preguntó a la encargada: “¿Es bueno este perfume?”. “Buenísimo –aseguró la mujer–. Sus resultados están garantizados”. Lo compró la muchacha. Al día siguiente volvió a pasar por ahí y vio el mismo perfume, sólo que ahora lo ofrecían a mil pesos. Fue con la dependienta y le dijo: “Abusaron de mí”. Replicó, orgullosa, la mujer: “Funciona el perfumito ¿no?”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, coincidió en el elevador con su vecino. Le dijo éste: “No se le ve muy bien, don Marti. ¿Qué le pasa?”. Respondió él: “Tengo una jaqueca terrible”. Poco después, preocupado, el vecino envió a su hijo a preguntarle a don Martiriano cómo estaba su dolor de cabeza. Regresó el chico: “Me dijo que está bien; que salió de compras”.
El nuevo párroco amonestó a uno de sus feligreses, rijoso tipo que constantemente se metía en pleitos. Le indicó: “Debes amar a tus enemigos”. “Qué bueno que me lo dice, padrecito –se alegró el sujeto–. El anterior cura siempre me decía que mis peores enemigos son el vino y las mujeres”.
Un muchacho en edad de cumplir su servicio militar fue llamado a filas por el Ejército. El médico encargado de examinar a los reclutas le pidió una muestra de orina, y el muchacho llevó una donde puso la suya propia y además aportaciones de su mamá, su papá, su hermana y la perrita de su casa. Por mensajería recibió el resultado del análisis: “Tu mamá está menopáusica; tu papá está artrítico; tu hermana está embarazada; tu perrita está en celo y tú estás en el Ejército”.
“Quiero sexo seguro”. Eso le dijo la linda chica a Babalucas en el asiento de atrás del automóvil. El tontiloco se apresuró a poner los seguros de las puertas.
Eran las 3 de la mañana y en la central de bomberos se recibió una llamada telefónica. “¡Vengan pronto! –suplicó una angustiada voz-. ¡Acaba de maullar un gato afuera de la casa número 511 de la calle Lirios!”. “¡Oiga! –respondió con enojo el encargado de la guardia-. ¡Por el maullido de un gato quiere usted que vayamos hasta allá?”. “¡Sí! –replicó la voz con mayor angustia aún-. ¡Estoy solo, la ventana está abierta y soy el perico de la casa!”.
Sonó el timbre de la puerta y la señora abrió. Estaban ahí dos caballeros amables y bien vestidos. Le dijo uno: “Somos de la Liga Antialcohólica y estamos haciendo una colecta. ¿Puede darnos algo?”. Respondió la señora: “De momento no tengo dinero, pero si vienen hoy a las 12 de la noche podré darles a mi esposo”.
El conferencista preguntó a los asistentes: “¿Quién piensan ustedes que ha sido el mejor hombre sobre la faz de la Tierra?”. Uno respondió que Moisés. Otro mencionó a San Francisco de Asís. Un tercero citó a Gandhi. Levantó la mano un pequeño señor y declaró: “El hombre más perfecto que ha existido en el mundo es Carmelino Patané”. Todos se sorprendieron. Dijo el conferenciante: “Jamás he oído hablar de él. ¿Quién fue Carmelino Patané?”. Respondió el hombrecito: “El primer marido de mi mujer”.
Los estudiantes estaban en la cafetería. Dijo uno: “Wom”. Dijo otro: “No. Es woom”. Dijo el tercero: “Tampoco. Es woomb”. Los oyó una profesora e intervino: “Soy la maestra de Inglés y debo decirles que los tres están equivocados. Es ‘Womb’. W-o-m-b’”. Y así diciendo se alejó. Manifestó uno de los estudiantes: “No le hagan caso. ¿A poco va a saber ella cómo suena la ventosidad de un elefante?”.
El doctor Ken Hosanna recibió en su consultorio la visita de una joven de esculturales formas dueña de exuberante busto y opulento caderamen. “Doctor –se quejó la muchacha-, me duele un poco la garganta”. Le pidió el facultativo: “Desvístase toda, por favor. Voy a examinarla”. La chica obedeció y dejó a la vista su estupendísima belleza. El médico le revisó brevemente la garganta y luego le dijo con voz grave: “Siento tener que decirle algo que no le quisiera decir”. “¿Qué me va a decir, doctor? –tembló la bella joven-. ¿Qué me va a decir?”. Respondió el galeno: “Ya puede vestirse”.
Doña Pasita le contó a su vecina: “Mi hija salió de la Prepa Abierta”. “Pues te fue bien –replicó la otra–. La mía salió embarazada”.
“Doctor –le dijo el preocupado paciente al doctor Ken Hosanna–. En las radiografías que me toman aparecen sumas, restas, divisiones y multiplicaciones”. Al punto diagnosticó el facultativo: “Seguramente tiene usted cálculos”.
Rondín # 3
El león, rey de la selva, solía invitar a sus vasallos a una comida el día de su cumpleaños, 15 de noviembre, fiesta de San León. Sucedía, sin embargo, que el ágape degeneraba siempre en escandalosa orgía. Los invitados bebían mucho, y así, ebrios y soliviantados, se entregaban a toda suerte de excesos de libídine sin distinción de géneros ni especies. La jirafa se ayuntaba con el elefante; el cocodrilo con la cebra; el dromedario con la tortuga, etcétera. El león decidió poner fin a tan enormes desafueros e hizo que en la siguiente fiesta los animales machos dejaran en la puerta el atributo que los distinguía como tales, a cambio del cual recibían un vale que les serviría para recogerlo al fin de la festividad. Merced a tan sabia previsión la comida se llevó a cabo ese día en perfecto orden, tanto que el hipopótamo cantó “El chorrito”, de Cri Cri; el chacal recitó magistralmente “El brindis del bohemio”, y al final todos los comensales unieron sus voces para entonar el “Va, pensiero”, del tercer acto de la ópera “Nabucco”, de Verdi, seguramente el más famoso coro operístico que existe. Terminado el ágape los invitados se retiraron, no sin antes cambiar los animales machos el vale que recibieron por su respectiva parte de másculo, pues sus hembras les habían dicho una y otra vez en el curso de la comida: “No se te vaya a olvidar recoger aquello ¿eh?”. Al salir del recinto donde el banquete se había efectuado el mono llamó aparte a la monita y le dijo en voz baja muy nervioso: “¿Qué crees? En la puerta me dieron por equivocación la parte del onagro. ¿Qué hago?”. Respondió al punto la monita: “Hazte pendejo y vámonos aprisa a la casa”… (Nota de la redacción. El onagro es el asno salvaje)
“Joder” es la palabra que en España se usa para nombrar el acto de realizar el coito. Pido disculpas a mis cuatro lectores por usar aquí palabras que no son para ser puestas en papeles públicos, y menos en domingo, pero sucede que voy a narrar un breve cuentecillo en el que está presente –sin estar presente– el verbo “joder” en su acepción peninsular, y la historieta no se entendería sin la dilatada explicación que hice. Sucede que por una calle madrileña iban dos chicas magníficamente vestidas y mostrando profusión de joyas y accesorias. Se cruzaron con una antigua compañera que las había conocido cuando eran pobretonas. Les preguntó ésta con tono zumbón e intencionado: “¡Qué bonanza, hijas! ¡Vais hechas un brazo de mar! ¿De dónde salieron todos esos lujos?”. Respondieron al unísono las dos, molestas y amoscadas: “Podemos”. “¡Mira! –exclamó la otra con sorna–. ¡Tantos años de colegio y todavía no aprendéis a distinguir la pe de la jota!”.
Ya sabemos quién es Babalucas: el hombre más tonto de los alrededores. Se prendó de una linda chica “que hacer podría tórrida la Noruega con dos soles, blanca la Etiopía con dos manos”. Esa fúlgida hipérbole hizo Góngora al aludir a una hermosa dama de grandes y luminosos ojos y piel de albura sin igual. Así de bella era la muchacha que hizo latir el corazón de Babalucas. El tontiloco le confió su cuita de amor a un cercano amigo y le preguntó cómo podía acercarse a la muchacha. Le aconsejó el amigo: “Primero dale a entender que estás loco por ella”. Esa misma tarde Babalucas esperó a la chica y cuando se cruzó con ella se llevó los dedos a la boca y moviéndose los labios con ellos le hizo: “Blu blu blu blu blu”.
Dos hombres jóvenes llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro, el apóstol de las llaves, les franqueó la puerta de la morada celestial y a cada uno le colocó su respectiva aureola, pero les advirtió: “Si tienen un mal pensamiento la aureola se les caerá automáticamente”. En eso, como cosa hecha adrede, pasó por ahí una chica de esculturales formas. La vieron por delante y por atrás los dos muchachos y ¡plop! a uno de ellos se le cayó la aureola. “Deseaste en tu corazón a esa mujer –lo reprendió con severidad San Pedro–, por eso perdiste esa señal de salvación; por eso deberás salir de aquí. Recoge la aureola; dámela y vete”. Se dirigió al otro: “A ti te felicito, pues a pesar de la belleza de esa dama supiste resistir la tentación”. El muchacho volvió la vista para mirar por atrás al que se había agachado a recoger la aureola y ¡plop! se le cayó la suya.
La señorita Peripalda, catequista, se enamoró perdidamente del nuevo cura llegado a la parroquia. Le confió a una amiga: “Amo al padre Celesto con locura. En mis fantasías nocturnas lo imagino acariciándome y besándome apasionadamente, y luego haciéndome el amor. Pero soy poco agraciada, y él no se fija en mí. ¿Qué crees que debo hacer para atraerlo?”. Le aconsejó la amiga: “Disfrázate de monaguillo”.
Don Chinguetas le pidió a su esposa doña Macalota que cocinara ella misma la cena de esa noche, pues había invitado a su jefe a cenar. “No quiso aumentarme el sueldo –le explicó–, y esa cena es mi venganza”.
Un señor llegó a la cantina “Las glorias de Baco”. Llevaba los dos brazos enyesados hasta las manos, pues había sufrido un accidente de automóvil. Le pidió al cantinero que le sirviera una copa de tequila y que le ayudara a beberla poniéndosela en los labios. El de la cantina, compadecido, hizo lo que el pobre hombre le solicitaba. Tras de tomarse la copa éste le pidió al cantinero que le sacara la cartera del bolsillo del pantalón y que tomara de ella un billete para pagar el consumo. El cantinero lo hizo. Luego el señor le preguntó: “¿Dónde está el baño?”. El hombre se apresuró a responder muy asustado: “¡Está en la gasolinera, a una cuadra de aquí, y el que la atiende es muy ayudador!”.
“Hice el amor con la nueva recepcionista –le contó aquel ejecutivo a su socio–, y en comparación con ella hacerlo con mi mujer es como hacerlo con un témpano de hielo”. Pocos días después el socio le dijo: “Yo también hice ya el amor con la nueva recepcionista. Y tienes razón: en comparación con ella hacerlo con tu mujer es como hacerlo con un témpano de hielo”.
Decía un individuo: “El matrimonio es muy bonito al principio, pero luego sales de la iglesia y…”.
Un hombre fue a comprar un perfume para regalarlo a su novia. La vendedora le mostró uno de nombre “Quizá”. Preguntó el tipo: “¿No tiene uno que se llame ‘A huevo’?”.
La joven casada le confió a su mejor amiga que había encontrado un brassiére de encaje en el asiento trasero del automóvil de su esposo. “Me alegro de que lo hayas encontrado –dijo la amiga–. Es mío”.
La novia de Impericio le confió a su mejor amiga: “No quiero hacer el amor con mi novio. He oído decir que en cada contacto sexual se trasmite un promedio de un millón de gérmenes nocivos”. “Hazlo sin cuidado –le aconsejó la amiga–. El contacto sexual con Impericio está muy por abajo del promedio”.
Babalucas se prendó de una linda muchacha llamada Susiflor. Un compañero de oficina le preguntó: “¿Ya le pediste que sea tu novia?”. Dijo Babalucas: “Sí. Anoche le declaré mi amor”. El amigo quiso saber: “Y ¿qué te contestó ella?”. Respondió el tontiloco: “No me dijo ni sí ni no”. El otro quedó intrigado: “Entonces ¿qué te dijo?”. Contestó Babalucas: “Me dijo: ‘Estás pendejo’”.
Don Cálamo Cano, señor de mucha edad, fue a la consulta del doctor Ken Hosanna. Lo acompañó su hija. “Doctor –se quejó el provecto paciente–, cada vez que le doy un trago a mi café siento como un piquete en el ojo”. La muchacha le dijo en voz baja al facultativo: “No le haga caso. Lo que sucede es que no saca la cuchara de la taza”.
Sabrosa gala de la cocina mexicana antigua era el jocoque. Su nombre, desconocido por las generaciones nuevas, proviene del náhuatl “xococ”, que significa cosa agria. Nuestras abuelas lo hacían dejando toda la noche junto al fogón un jarrito de barro con leche de vaca –no de pasteurizadora–, la cual amanecía convertida en el rico manjar. De ahí el dicho aplicado a los políticos que hacían fortuna rápida, “como el jocoque, de la noche a la mañana”. Por fortuna es posible todavía hallar jocoque. El mejor que he probado es el de “La Josefina”, tradicional restorán en el camino entre Saltillo y General Cepeda, cabecera que fue del marquesado de San Miguel de Aguayo, regido por mujeres (“En casa de San Miguel el marqués es ella, la marquesa él”). Otro excelente jocoque es el de “La Lupita”, en Magdalena, Jalisco, donde se encuentran piedras que no sé por qué llaman “semipreciosas”, siendo que en verdad son preciosísimas. Todo esto viene a cuento para recordar el día en que don Poseidón, granjero acomodado, fue a la ciudad a visitar a su hija en la universidad donde estudiaba. Entró en la cafetería del campus y le preguntó al mesero si tenían jocoque. “Señor –le respondió muy digno el camarero–, estamos en la universidad. Aquí hay solamente bacilos cultivados”.
Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, fueron al zoológico. Se detuvieron frente al lugar donde el gorila estaba. El simio se les quedó mirando fijamente. De pronto saltó el foso que lo separaba de la gente; tomó en sus membrudos brazos a la señorita Himenia, volvió a saltar y se metió en la cueva con su presa. La señorita Celiberia le gritó exaltada: “Bestia salvaje! ¡Estúpido animal! ¿Qué tiene ella que no tenga yo?”.
“¡Te voy a besar donde nadie nunca te ha besado!”. Así le dijo, amenazante, el Lobo Feroz a Caperucita Roja. Contestó ella muy tranquila: “Pos sólo que sea en la canastita”.
Don Humilio, el sufrido esposo de doña Gorgona, chupó Faros, colgó los tenis, se puso piyama de madera, fue a abonar las flores en el ranchito del Señor, se contrató de minero, entregó la zalea al Divino Curtidor. Todos esos eufemismos uso para no decir sencillamente que don Humilio se murió. A los pocos días de fallecido se le apareció –espectro, vaga sombra- a su consolable viuda. Ella no se asustó, mujer recia como era. Le preguntó al fantasma: “¿Cómo te ha ido, gordo?”, (Así solía llamar a su marido, aunque el pobre estaba más flaco que una buena intención). “Estoy muy bien –respondió el finado con tono de ultratumba-. Estoy mucho mejor, y soy más feliz, que cuando viví contigo”. “Dime, gordo –preguntó con ansiedad doña Gorgona-: ¿cómo es el Cielo?”. Contestó don Humilio exasperado: “¿Y quién chingaos te dijo que estoy en el Cielo?”.
Lord Feebledick llegó a su finca rural después de la cacería de la zorra y al entrar en la alcoba vio a su mujer, lady Loosebloomers, en ilícito y pecaminoso ejercicio de lujuria con Wellh Ung, el pelirrojo mancebo encargado de la cría de faisanes. Requirió milord su rifle Magnum, con el cual había cazado tigres en la India, y lo apuntó a las partes pudendas del asustado mancebo. “By Jove, Feebledick –intervino en ese punto lady Loosebloomers-. Por lo menos permítele acabar lo que está haciendo. Ya vamos muy adelantados, y tú mismo has dicho siempre que no te gusta que tus trabajadores dejen las cosas a medias”.
En el vagón del tren, a oscuras pues era ya de noche, se oyó desde una litera la dulce voz de la novia que le dijo a su galán: “No puedo creer que estemos ya casados, Recesvindo”. A poco se volvió a oír la anhelosa manifestación de la muchacha: “Recesvindo: no puedo creer que estemos ya casados”. No pasaron dos minutos sin que de nueva cuenta se escuchara decir a la amorosa joven: “Recesvindo: no puedo creer que estemos ya casados”. En eso se oyó la voz de un pasajero que desde su respectiva litera sugirió irritado: “Súbetele, Recesivindo, para que se convenza de que ya están casados y que todos podamos dormir en paz”.
Rondín # 4
Don Crésido, rico señor de edad más que madura, le comunicó a su esposa: “Voy a hacer mi testamento”. “Qué bueno –se alegró ella–. Seguramente lo harás a favor de la que te ha dado calor y tibieza en la cama todos estos años”. “¡Claro que no! –objetó enfático don Crésido–. ¿A quién se le ocurre heredarle sus bienes a una cobija eléctrica?”.
Esa mañana doña Macalota le reclamó, llorosa, a su esposo don Chinguetas: “Anoche estuviste hablando dormido y llenaste a mi mamá de injurias, vituperios, maldiciones, insultos e improperios”. Respondió con hosquedad Chinguetas: “¿Y quién te dijo que estaba dormido?”.
Capronio, hombre ruin y desconsiderado, da a sus amigos dos consejos para un buen matrimonio. Primero: tener una buena relación con la esposa. Segundo: saber con la esposa de quién”.
Rapavelas, el sacristán del templo, le preguntó al padre Arsilio: “Señor cura: ¿cuál es el origen del mal llamado gota reumatoide?”. El buen sacerdote vio en la pregunta una oportunidad para amonestar a su sacristán, pues conocía sus excesos de todo orden y desorden. Le dijo: “Esa penosa enfermedad es ocasionada por el abuso de las bebidas alcohólicas, por la glotonería en el comer y por el trato con mujeres de la mala vida”. “Qué extraño –ponderó Rapavelas–. Oí decir que el señor obispo tiene gota reumatoide”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, se jactó ante sus compañeras: “Los periódicos dicen de mí que soy un símbolo sexual”. Preguntó una: “Y ¿qué dice tu marido acerca de eso?”. Respondió Nalgarina: “Él usa otra palabra”.
Don Inepcio le reprochó a su esposa: “Nunca me dices nada cuando has quedado sexualmente satisfecha”. Explicó ella: “Es que cuando quedo sexualmente satisfecha tú nunca estás ahí”.
Cinco años de casada tenía ya Florelia y no había podido concebir un hijo. Su vecina le aconsejó: “Ve con el brujo Pitorreal. Yo llevaba ya 10 años de matrimonio y no tenía familia. Fui con él y mi problema quedó resuelto”. Semanas después Florelia le contó a la vecina: “Fuimos mi esposo y yo con el brujo. De esto hace ya dos meses y no ha pasado nada”. La vecina le dijo bajando la voz: “Tienes que ir sola”.
Un senador demócrata compraba todos los días “The Washington Post”, le echaba una breve ojeada a la primera plana y en seguida lo tiraba en el bote de basura más cercano. Un colega suyo le preguntó, curioso, qué es lo que buscaba en el periódico. “El obituario” –respondió el senador–. El otro lo corrigió: “El obituario viene en páginas interiores”. “Ya lo sé –replicó el senador–. Pero cuando fallezca el hijo de tal cuya muerte espero su obituario aparecerá en primera plana”.
Un feligrés de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus miembros el adulterio a condición de que lo cometan con la luz apagada) decidió hacerse católico. El sacerdote que lo iba a bautizar le preguntó: “¿Renuncias al mundo, al demonio y a la carne?”. En términos del catolicismo el mundo, el demonio y la carne son los tres enemigos del alma. Respondió el converso: “Al mundo y al demonio sí renuncio, padre, pero no a la carne. Dos de tres es suficiente ¿no?”.
Babalucas era mesero en el restorán “La hermana de lord Byron”. Un furioso cliente lo llamó y le dijo: “¡Mesero! ¡Hay una mosca en mi sopa! ¡Llame al dueño!”. Respondió Babalucas: “¿Y yo cómo chingaos voy a saber quién es el dueño de la mosca?”.
Tres sargentos, uno alemán, otro norteamericano y el tercero mexicano, discutían acerca de la valentía de sus respectivos soldados. El sargento germano llamó a uno de los suyos y le ordenó: “¡Soldado Fritz! ¡Arrójese por la ventana!”. Aunque estaban en un quinto piso el soldado se cuadró: “¡Sí, mi sargento!”, y así diciendo se arrojó por la ventana. “¿Lo ven? –dijo orgulloso el sargento alemán–. ¡Ésos son huevos!”. El norteamericano hizo venir a uno de sus soldados y le ordenó lo mismo: “¡Soldado Jack! ¡Tírese por la ventana!”. Sin responder palabra el soldado se echó de cabeza al vacío. El sargento yanqui dijo lleno de ufanía: “¿Lo ven? ¡Ésos son huevos!”. El sargento mexicano llamó a uno de sus soldados y le ordenó: “¡Soldado Pancho! ¡Arrójese por la ventana!”. El soldado contestó: “¡Ay, mi sargento! ¡Tan temprano y ya anda usté borracho!”. Y tras decir eso se retiró silbando una ligera tonadilla. El sargento mexicano se volvió hacia los otros y les dijo: “¿Lo ven? ¡Ésos sí que son verdaderos huevos!”.
Un beduino llevó su camello al taller mecánico, pues se negaba a andar. El encargado le pidió que lo subiera a la rampa, tomó un enorme mazo y le dio un tremendo golpe al camello en los testículos. El animal escapó a todo correr. “¡Por las barbas del profeta! –clamó el beduino, desolado–. Y ahora, ¿cómo lo voy a alcanzar?”. Respondió el mecánico, lacónico: “Súbase a la rampa”.
El doctor Ken Hosanna llegó al hospital y vio que todas las enfermeras lloraban llenas de aflicción. “¿Qué les sucede?” –les preguntó extrañado–. “¡Murió Longardo!” –respondieron todas al unísono. Fue el médico a la morgue y vio ahí al tal Longardo. Era un sujeto extraordinariamente bien dotado por la naturaleza. De regreso en su casa el facultativo le dijo a su mujer: “Falleció en el hospital el hombre más bien dotado que en mi vida he visto”. “¡Cielo santo! –se consternó la esposa–. ¡No me digas que murió Longardo!”.
Don Chinguetas le informó a su esposa doña Macalota: “Tomé un seguro de vida. Si me muero recibirás una buena cantidad”. “No te hubieras molestado –replicó la señora–. Con que te mueras tengo”.
Don Carmelino y doña Pomponona fueron de viaje a un sultanato arábigo. El sultán se enamoró de la profusa anatomía de la adiposa dama, cuya crasitud le llenó el ojo en forma tal que por poco se le desborda. El poderoso señor hizo que don Carmelino fuera llevado a su presencia por un par de forzudos jenízaros, y cuando lo tuvo frente a sí le dijo: “Te doy 400 camellos y una cabra por tu mujer”. El necio marido no se ofendió por esa inmoral propuesta. Pensó que ni siquiera la cabra iba a poder documentar en el avión, menos aún los centenares de camellos. Respondió: “El ganado no me interesa”. “Entonces –propuso el sultán– te ofrezco por tu mujer su peso en oro”. Contestó el marido: “Deme un mes”. “¿Para pensarlo?” –inquirió el magnate–. “No –contestó don Carmelino–. Para someterla a una dieta de engorda que la haga pesar por lo menos unos 10 kilitos más”.
Candidito, joven varón sin ciencia de la vida, casó con Dragonaria, mujer que del mundo sabía más que Carl Sagan y Stephen Hawkin puestos juntos. Al empezar la noche de bodas el desposado tomó por los hombros a su flamante mujercita y le preguntó: “Dime, Dragonaria: ¿soy yo el primer hombre?”. “¡Ay, Candi! –respondió ella con tono de impaciencia–. ¿Por qué todos los hombres preguntan lo mismo?”.
Nadie que tenga un mínimo sentido de la moralidad se atreva a posar los ojos sobre el vitando cuento que abre hoy estos renglones. Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y le salieron en el tafanario unas verrugas que hubieron de serle tratadas con emplastos de hierba coletona. La ilustre dama no pudo sentarse durante dos semanas, con lo que su correspondencia epistolar sufrió grande retraso. Quienes lean la historia que ahora sigue lo harán a riesgo de su pudicicia… Don Chinguetas, marido casquivano, les estaba narrando a sus amigos los detalles de su última aventura erótica. “Ya en la cama –relató– le besé los labios a la hermosa mujer. Después le llené de besos el cuello y los hombros. En seguida le besé los senos, ebúrneos y turgentes. A continuación puse mis labios en su cintura de palmera. Seguidamente le di un beso en el ombliguito. Y luego le besé los labios otra vez”. “¡Hablador! –lo interrumpió uno de los amigos–. ¡Del ombligo ya nadie se devuelve!”. (Es cierto: le faltaban los pies, que el buen amante besa en señal de rendida adoración a la mujer).
Recordemos el caso de aquel pobre señor que enfermó de un grave mal. Nada pudieron hacer los médicos por él, de modo que recurrió a un curandero. Le preguntó el ensalmador: “¿Conoce usted las tórtolas?”. Respondió el enfermo: “Sí”. Lo instruyó el brujo: “Consígase dos; hágalas en caldo y tómeselo”. Ningún alivio sintió con eso el lacerado. Le dijo el hechicero: “¿Conoce usted las calandrias?”. Volvió a afirmar el otro: “Sí”. “Consígase dos; hágalas en caldo y tómeselo”. El enfermo siguió peor. Lo interrogó el brujo: “¿Conoce usted las golondrinas?”. Respondió el tipo ansiosamente: “Sí. ¿Me consigo dos, las hago en caldo y me lo tomo?”. “No –lo corrigió el curandero–. Cántelas, porque ya se va a ir”.
Noche de bodas. Por primera vez el enamorado galán vio a su flamante mujercita al natural. Le dijo: “Tus cabellos son oro; púrpura es tu boca; de gacela tu cuello; tu talle es juncal y tus diminutos pies son de marfil”. Le indicó ella: “Te saltaste lo mejor”.
“Lo siento, señorita. Padezco un grave problema sexual”. Así respondió aquel hombre a la mujer que se le insinuó en el lobby bar del hotel. La daifa quiso saber: “¿Qué problema sexual es ése?”. Respondió el tipo: “No tengo dinero”.
Rondín # 5
Un señor pasó a mejor vida. Cierta comadre suya acudió a la funeraria a fin de darle el pésame a la viuda. Le preguntó: “¿De qué falleció mi compadre, comadrita?”. Repuso ella: “Murió envenenado”. Dijo la otra: “Al verlo en el ataúd pensé que había muerto por golpes. La cara se le ve llena de moretones y magulladuras”. Explicó la mujer: “Es que el cabrón no quería tomarse el veneno”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a Susiflor, ingenua chica, a ver una película en el autocinema. Ya ahí le dijo: “Pasémonos al asiento de atrás del coche, linda. Si en el cine me siento muy adelante me lloran los ojos”.
La madrastra y las hermanastras de la Cenicienta advirtieron en ella una sospechosa inflamación de la cintura. Suspicaces, le preguntaron a qué se debía eso. Confesó ella: “La noche del baile con el príncipe perdí algo más que la zapatilla”.
Los soldados hacían ejercicios militares frente a la plaza del lugar. Pasó por ahí Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, y con acento marcial les gritó: “¡Por el flanco derecho, a tiznar a su madre!”. El sargento, indignado, fue y le dio un tremendo mamporro en la cabeza. Se dolió el temulento: “¿Por qué me pega, general? No dije ‘¡Ya!’”.
Inepcio, marido poco diestro en artes de erotismo, habló con su amigo Libidiano, quien gozaba de fama de supereminente amante. Le contó que su esposa –la de Inepcio– se mostraba fría en el lecho, y él no lograba ponerla en aptitud de realizar el acto conyugal. Le dijo Libidiano: “A todas las mujeres con las que tengo tratos de libídine les acaricio con índice y pulgar el lóbulo de la oreja izquierda. Ese sutil y leve frotamiento las excita en tal modo que se vuelven unas bacantes en la cama, y su lascivia y desenfreno son tan grandes que a duras penas puedo después satisfacerlas”. Inepcio tomó nota del consejo. Escribió en su libreta: “Frotar lóbulo de oreja izquierda. Nota: con índice y pulgar”. Esa misma noche llegó a su casa cuando su esposa se hallaba ya en el lecho. En la penumbra de la habitación se acostó junto a ella y le acarició el lóbulo de la oreja izquierda. (Nota: con índice y pulgar). Dijo la señora: “Nomás que sea rapidito, Libi, porque aquél no tarda ya en llegar”.
“Ultimamente he sentido un extraño calor en la entrepierna”. Así le dijo la hermosa chica al médico joven y galán. Le indicó él: “Si regresa usted a mi consultorio cuando ya todos se hayan ido le quitaré el calor que siente”. Alcanzó a oírlo Uglicia, mujer poco agraciada y bastante entrada en años. Cuando le tocó el turno de entrar con el doctor le dijo, esperanzada, aquello mismo: “Últimamente he sentido un extraño calor en la entrepierna”. Tomó el facultativo su recetario y escribió: “Baños de asiento y duchas frías”.
Entre todos los socios del club nudista se destacaba un hombre cuya cabellera y barba le llegaban hasta los pies. Un nuevo socio le preguntó a otro de los antiguos: “¿Quién es ese individuo, y por qué trae tan largos el pelo y la barba?”. Respondió el otro: “Es el encargado de ir al pueblo por las pizzas”.
Noche de bodas. Amaneció el día siguiente y la recién casada le pidió a su maridito que encendiera la tele para ver las noticias. Después de varios intentos fallidos confesó el muchacho: “No sé cómo se enciende esto”. Repuso ella, impaciente: “¿Tampoco eso sabes?”.
Don Cornulio llegó a su casa inesperadamente. Al entrar en la alcoba vio a su esposa en la cama, sin ropa y presa de inusitado nerviosismo. Sospechando algo fue al clóset y lo abrió. Dentro estaba un tipo igualmente desnudo. No se turbó el sujeto al ver a don Cornulio. Le dijo impávido, impertérrito y flemático: “Muy buenos días, caballero. Soy el representante del Banco de Hipotecas, S. A., y precisamente le estaba diciendo a su señora que así como estoy yo, en cueros, lo vamos a dejar a usted si no libera a tiempo la hipoteca de su casa”.
Doña Macalota se quejó con don Chinguetas, su marido: “No me dejaste dormir en toda la noche. Te la pasaste tirando patadas y manotazos. Mira cómo me dejaste, llena de moretones y magulladuras”. “Perdóname, mujer –se disculpó Chinguetas-. Es que soñé que estaba en el estadio de futbol viendo el clásico Tigres-Rayados. Seguramente en las emociones del partido te propiné esos golpes”. “Estás perdonado –concedió la mujer-. De cualquier modo hoy te daré un calmante al ir a acostarnos, para que eso no vuelva a suceder”. “Dámelo mañana –le pidió don Chinguetas-. Esta noche voy a soñar el clásico América-Guadalajara”.
Un muchacho y una chica discutían acerca de quién siente mayor placer en el acto del amor, la mujer o el hombre. El muchacho sostenía que el hombre; la chica, en cambio, opinaba que la mujer. “Te pondré un ejemplo –propuso ella-. Sientes comezón en el interior de la oreja y te rascas con el dedo. ¿Dónde sientes mayor satisfacción? ¿En el dedo o en la oreja?”. Respondió él: “En la oreja, claro”. “¿Verdad que sí?” –concluyó la chica.
El galán y su dulcinea están en la habitación 210 del popular Motel Kamagua. Ha terminado el trance erótico y ella siente una urgencia natural que la invita a ir al baño. Le dice a su compañero: “Un segundo, por favor”. Responde él con voz feble: “Espera a que me reponga del primero”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, hacía un viaje en tren. Frente a ella iba un atildado señor también de bastantes calendarios, pero gallardo todavía y vestido con elegancia que daba a ver que a más del don tenía también el din. La señorita Himenia, aunque era portaestandarte de la Cofradía de la Reverberación, habría preferido desvestir a ese señor antes que vestir a todo el santoral. Se propuso entonces ejercitar con él su artes seductivas. Le dijo: “Caballero: creo que me cayó en el ojo un carboncillo proveniente del humo del tren. ¿Sería usted tan amable de revisármelo?”. Contestó el tal caballero: “Todas las ventanillas van cerradas, y además este tren es eléctrico”. Replicó la señorita Himenia: “Entonces lo que me cayó fue un volt”.
La araña macho bajó por uno de sus hilos y acertó a posarse en la mesilla donde la señora de la casa había dejado sus pestañas postizas. Se acercó a ellas y les preguntó en tono donjuanesco: “¿Por qué tan solas, guapas?”.
La esposa de don Inepcio lo llevó a ver una película porno (“Colegialas calientes”, se llamaba). Al entrar le dijo: “Prométeme que pondrás atención, a ver si aprendes algo”.
Un empresario estaba en su casa y alguien llamó a la puerta. Preguntó el señor: “¿Quién es?”. Respondió una voz: “Una limosna”. Pidió con doliente voz el empresario: “Por favor pásemela por abajo de la puerta”.
Doña Frigidia le confió a una amiga: “Cuando mi esposo llega al orgasmo grita mucho, y eso me molesta”. “¿Por qué?” –quiso saber la amiga. Explicó doña Frigidia: “Porque con sus gritos me despierta”.
Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, se llevó aquella noche una agradabilísima sorpresa. “¡Caramba! –le dijo llena de alegre admiración a su marido–. ¡Pensé que lo tuyo estaba ya en vías de extinción, y resulta que está en vías de extensión!”.
El letrero en la tienda departamental decía: “Hoy. Venta de empleados”. Acudió Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, y le pidió al gerente: “Quiero comprar aquel empleado alto, moreno, de ojos verdes, cabello rizado y bigotito”.
Don Cucurulo tenía más años que dos pericos juntos. Fue a la consulta del doctor Ken Hosanna. Se le veía exangüe y fatigado, pálido, laso y escuchimizado. Le dijo el facultativo: “Está usted agotado, débil, muy cansado”. Respondió con voz feble el carcamal: “Es consecuencia de la juventud”. “¿De la juventud? –se sorprendió el galeno–. Es usted adulto mayor”. Suspiró don Cucurulo: “De la juventud de mi amiguita”.
Rondín # 6
Felisberto y Susiflor habían hecho la promesa de no casarse hasta que él juntara 100 mil pesos para comprar el menaje de la casa. Pasaban los meses, sin embargo, y el muchacho no daba trazas de haber reunido esa cantidad. Una noche los dos enamorados fueron al Ensalivadero, solitario y romántico paraje propicio a las cosas del amor. Ahí intercambiaron besos ardientes, caricias encendidas y roces llenos de pasión. En medio del urente trance le preguntó Susiflor a Felisberto: “¿Cuánto has ahorrado de los 100 mil pesos?”. Respondió él, triste y apenado: “105”. “Casémonos ya –dijo Susiflor respirando con agitación–. Total, peso más, peso menos”.
La mamá de Luciferito, el pequeño hijo del diablo mayor, acostó al niño en su camita, le dio un cariñoso beso en la frente y le dijo con ternura: “Que no sueñes con los angelitos”.
El oficial del Registro Civil se impacientó con don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia. “Ya no venga, señor –le pidió airado–. Una y mil veces le he dicho que su acta de matrimonio no tiene fecha de caducidad”.
Dos individuos bebían sus respectivas copas en la barra de una cantina de mala muerte. Manifestó el primero: “Bebo porque mi mujer me abandonó para irse con otro”. Declaró el segundo apurando su enésima copa: “Yo soy el otro”.
Le dijo don Cornífero a su compadre Pitorreal: “Mi mujer se viste muy bien”. “Sí –reconoció el compadre–. Pero muy despacio”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Fue al cine a ver la película “Los últimos días de Pompeya” y su presencia en la sala bastó para que se apagara el volcán. Una noche don Frustracio, su marido, se asomó a la ventana y comentó: “Hay luna llena”. “Esta noche no –se apresuró a decir doña Frigidia–. Me duele la cabeza”.
Un señor visitó el manicomio de la ciudad. Se le acercó un alienado: “Soy el Hombre Araña”. “¿De veras? –sonrió el visitante-. “Sí –confirmó el loquito con un mohín de coquetería–. Tejo”.
Doña Mo Bydick, robusta señora, se compró una falda. Fue al vestidor a probársela. A su vuelta le preguntó la empleada: “¿Le quedó la falda?”. “No lo sé –respondió, mohína, doña Mo–. No me quedó el vestidor”.
Era ya cerca de la medianoche. Desde el segundo piso el padre de Dulcibel le preguntó: “¿Está ahí tu novio?”. “Todavía no, papá –respondió ella entre jadeos–, pero ya casi”.
Pirulina regresó de su viaje de luna de miel. Una de las primeras cosas que hizo después de arreglar su nidito de amor fue ir al café donde solía reunirse con sus amigas. Les dijo: “Por fin esta tarde se volvieron a juntar”. Una de ellas se extrañó. “Todas las tardes nos juntamos”. Aclaró Pirulina: “Hablo de mis piernas”.
Pelerina, mujer casada, le confió a su comadre Loretela que tenía un amigo con derecho a todo. “Ten cuidado –le aconsejó la otra–. Muchos problemas pueden derivar de esa relación. Un adulterio tiene más reglas que un matrimonio. Dime una cosa: ese amigo tuyo ¿practica el sexo seguro?”. “Claro que sí –aseguró Loretela–. Cuando estamos juntos me pregunta una y otra vez: ‘¿A qué horas llega tu marido?’”.
Don Decadencio era muy viejo ya, pero solía sacar juventud de su cartera. En una fiesta conoció a cierta damisela que de inmediato le echó el ojo, pues advirtió que si bien el provecto caballero no tenía interés sí tenía bastante capital. Dispuesta a obviar trámites le sugirió, melosa: “Don Deca: vayamos al segundo piso y hagamos el amor”. Con feble voz respondió el carcamal: “Escoge una de esas dos cosas, linda. No puedo hacer las dos”.
Una tortuga le dijo a otra: “¿No te encanta oír el sonido de la lluvia en el techo de tu casa?”.
El recién casado volvió de su luna de miel. Le preguntó un amigo: “¿Cómo te fue?”. Respondió con tristeza el desposado: “Bien y mal”. “¿Cómo es eso?” –se desconcertó el amigo–. Explicó el otro: “En la noche de bodas mi mujer me dijo: ‘Eres el mejor de todos los hombres que he conocido’”.
Capronio, ya lo sabemos, es un sujeto ruin y desconsiderado. Le dijo a su mujer: “¿Dices que no quiero a tu mamá y me dejé crecer el bigote sólo con el fin de parecerme a ella?”.
Dos huevitos de gallina, uno masculino, femenino el otro, estaban en una olla de agua puesta al fuego. Exclamó de pronto el huevito femenino: “¡Ya estoy muy caliente!”. “Espera un poco –le pidió el huevito masculino–. Todavía no me pongo duro”.
El marido le informó a su esposa: “Tengo condones en tres colores: oro, plata y bronce. ¿Cuál quieres que me ponga?”. “El plata –respondió sin vacilar la señora–. De ese modo quizá llegues por lo menos una vez en segundo lugar”.
He aquí tres pequeñas palabras con las que cualquier mujer puede abatir el ego de cualquier hombre: “¿Ya estás ahí?”.
Hubo agitación y sobresalto en el conocido bar Lovento. Sucedió que uno de los parroquianos, al punto peodo, se había tragado una moneda. Los demás juzgaron que no podría expulsarla ni por el norte ni por el sur, pues la moneda era grande y se veía que el hombre no tenía canales anchos. Acordaron llevarlo al hospital, donde seguramente sería sometido a una operación quirúrgica para sacarle la moneda, pues con esto de la crisis económica no era el caso de perderla. En eso un solitario tipo que bebía en la barra fue hacia los alarmados circunstantes y les dijo con rostro inexpresivo: “Yo puedo sacarle la moneda”. Preguntó uno, escéptico: “¿Cómo?”. Repitió el otro, imperturbable: “Yo puedo sacarle la moneda”. En ese punto intervino el infeliz que se la había tragado: “Proceda usted, por favor –le suplicó al sujeto–, pues siento ya cerca del piloro la frialdad del metal acuñado, y su dureza”. Sin decir palabra el individuo tomó en su mano diestra –en su diestra mano– los testículos, compañones, dídimos o testes del afectado y se los apretó con todas sus fuerzas, de modo que lo hizo lanzar un tremendo ululato de dolor. Junto con el ululato lanzó también la moneda, que cayó en el suelo tintineando. (Fue águila, por cierto). “¡Milagro!” –exclamó uno de los contertulios, creyente él. “¡Ah chingao!” –dijo otro, no creyente–. Un tercero –el que se había mostrado incrédulo– le preguntó, admirado el tipo: “Dígame, respetable caballero: ¿es usted médico graduado, o sabe de las artes hipocráticas?”. “Ni una cosa ni la otra –replicó el que había sacado la moneda–. Soy recaudador de impuestos”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, decidió tener gallinas en su corral. Para el efecto fue a una granja y le pidió al granjero que le vendiera 10 gallinas y 10 gallos. “Señorita –acotó el hombre–, para 10 gallinas con un gallo tiene”. “Deme 10 –exigió con energía Himenia–. No quiero promiscuidades en mi casa”.
Rondín # 7
Doña Macalota se puso frente al espejo y en seguida la comentó, desolada, a su esposo don Chinguetas: “Me veo vieja, fea y gorda”. “Bueno –la consoló el muy desgraciado: “Por lo menos tienes buena vista”.
Las personas con escrúpulos de moralina no deben leer este cuento final… Una joven mujer entró en el consultorio del odontólogo y sin decir palabra empezó a desvestirse. El dentista, azorado, la detuvo al punto. Le dijo: “El consultorio del ginecólogo está en el segundo piso”. “Ningún ginecólogo –replicó airada la mujer sin dejar de quitarse prendas–. Usted le puso la placa dental a mi marido, usted me la saca”.
“Sex is good, sex is fine, / doggy style or 69. / Just for fun or getting paid / everyone loves getting laid”. No quiero intentar la traducción de esa cuarteta pelandusca. “Traduttore, traditore”, dicen los italianos. El traductor siempre es traidor. El caso es que a Camilia le gustaba mucho el sexo. Le comentó a una amiga: “Mi médico dice que soy ninfomaníaca”. Inquirió la otra: “Y tu marido ¿qué dice?”. Replicó Camilia: “Él usa una palabra mucho más breve”.
Doña Pasita le preguntó a su nieta mayor: “¿Cómo es tu nuevo novio?”. Respondió ella: “Es muy serio y muy formal, abuela. No fuma; no bebe; no sale por las noches; ha estado felizmente casado por 10 años y tiene tres hijos preciosos”.
Pepito esperaba con su mami en la antesala del laboratorio de exámenes clínicos. Salió un niño llorando y le contó a Pepito: “Me hicieron un examen de sangre, y me picaron el dedo”. “¡En la madre! –se asustó Pepito–. ¡A mí me van a hacer un examen de orina!”.
Ya conocemos a Chinguetas, marido casquivano. Una tarde estuvo con cierta amiguita suya en el cuarto 110 del popular Motel Kamaua. Al salir frotó fuertemente los zapatos en el pasto del jardín hasta manchárselos de verde. En la casa su esposa Macalota lo esperaba hecha una fiera. Le preguntó, agresiva: “¿Dónde estuviste toda la tarde?”. Respondió muy campante don Chinguetas: “Me la pasé con una amiguita en el cuarto 110 del popular Motel Kamaua”. “¡Mentiroso! –rebufó doña Macalota–. ¡Te fuiste a jugar golf! ¡Mira cómo traes esos zapatos!”.
El doctor Ken Hosanna esperó a que su paciente saliera de la anestesia y en seguida le informó: “Cometimos con usted un grave error. Lo confundimos con otro paciente, y en vez de extirparle el apéndice le hicimos una operación de cambio de sexo. Ahora es usted mujer”. “¡Santo Cielo! –se consternó el sujeto–. ¿Significa eso que ya no tengo pija?”. “Así es –confirmó el facultativo–. Pero con lo que ahora tiene podrá conseguir todas las que quiera”.
En el lecho del amor el muchacho le dijo a su dulcinea: “Mi padre me decía siempre que si fumaba no me crecería mi parte de varón”. Comentó la chica: “Se ve que no le hiciste caso”.
En el bar un tipo le contó a su amigo: “Todos los días recibo una llamada telefónica en la cual se me insulta, se me amenaza y se me exige dinero”. “¡Qué barbaridad! –se consternó el amigo-. Esperemos que todo eso termine cuando funcione la Guardia Nacional. Pero dime: ¿sabes quién te hace esas llamadas?”. “Sí –respondió con tono sombrío el otro-. Mi ex esposa”.
La linda meserita de la taquería se sobresaltó cuando el añoso cliente le dijo: “Me traes de cabeza”. Volvió a la tranquilidad, sin embargo, cuando el provecto señor continuó: “Y también me traes de sesos, de lengua y de cachete”.
Un pollo le dijo a otro en el rosticero: “El calor y las vueltas las soporto; lo que me encabrona es el tubo allá donde te platiqué”.
Tirilita dio a luz un varoncito. Su mejor amiga le llevó de regalo un libro llamado: “Mil nombres para su bebé”. “Nombre ya tengo –declaró, mohína, Tirilita-. Lo que necesito es conseguirle un apellido”.
Boda: todo es arroz. Divorcio: todo es pa-ella”.
Le dijo doña Macalota a don Chinguetas: “Gastas mucho en licor”. Opuso el majadero: “Y tú gastas mucho en maquillaje”. Replicó doña Macalota: “Yo necesito el maquillaje para verme bonita”. Y declaró don Chinguetas: “Y yo también necesito el licor para verte bonita”.
Jactancio Elátez era un tipo egocéntrico, pagado de sí mismo, vanidoso. Cierto día estuvo con una linda chica en la habitación 210 del popular Motel Camaua. Al término del trance erótico Jactancio encendió un cigarrillo egipcio que previamente puso en una larga boquilla de ámbar y marfil, y luego le dijo con tono displicente a su amiguita: “Ya sé que esto fue maravilloso para ti, Camilia, pero me estoy preguntando: ¿cómo fue para mí?”.
Unos casados se divorciaron por incompatibilidad de caracteres. Ella era una mantequilla, y él un hierro al rojo vivo. Pero la mantequilla estaba fría y dura, y el hierro estaba caliente y blando.
Sonó el teléfono del manicomio. “Comuníqueme con el paciente del cuarto 102”. “No hay nadie en el cuarto 102”. “¡Magnífico! ¡Eso significa que realmente me escapé!”.
Doña Gorgona fue a consultar a una adivinadora. Echó las cartas la mujer y una mirada de inquietud apareció en sus ojos. “Señora –le dijo–, leo aquí que su esposo morirá mañana”. “Eso ya lo sé –respondió doña Gorgona–. Lo que quiero que me diga es si la policía sospechará de mí”.
Frente al escaparate de la agencia de viajes el ancianito y la ancianita, ambos de aspecto humilde, veían con ojos extasiados el cartel que anunciaba un crucero por el mar Caribe. Los miró desde su escritorio el dueño de la agencia y se conmovió profundamente. Los hizo pasar a su oficina y les dijo, emocionado: “No pude menos que advertir la ilusión con que veían el anuncio del crucero por el Caribe. Me recuerdan ustedes a mis padres. En su memoria quiero que me permitan obsequiarles dos boletos para ese crucero, con todos los gastos pagados”. En efecto, los viejitos hicieron aquel viaje. A su regreso la ancianita fue a la agencia y le dio las gracias al generoso dueño. “Pero dígame –le preguntó intrigada–, ¿quién es el viejillo aquel con el que tuve que compartir el camarote?”.
Pepito le preguntó al padre Arsilio: “Señor cura: cuando un cura cura a un cura que necesita cura, el cura a quien el cura cura ¿se cura de que el cura que lo cura sea buen cura?”. El sacerdote se rascó la cabeza y contestó: “Hijo mío: creo que esa pregunta es para el señor obispo”.
Rondín # 8
El médico le informó a su paciente: “No tiene usted nada. Lo que pasa es que está crudo”. “¡Gracias a Dios!” –clamó el sujeto–. ¡Pensé que tenía embolia, infarto al miocardio, pérdida de la visión, dislalia, úlcera duodenal, colitis, pulmonía, encefalitis, fiebre aftosa desprendimiento de vejiga y meningitis cerebro-espinal!”.
Él se casó para dar gusto a sus padres, y ella para dar disgusto a sus amigas. La noche de las bodas fue un deleite, cosa que no es de extrañar si se considera que ya los dos la habían ensayado muchas veces, primero cada uno por su lado y luego juntos. El acto del amor se convirtió en parte esencial de su vida. Llegaron incluso a idear una especie de clave para decirse entre ellos, incluso frente a otras personas, que llegando a su casa harían el amor. Él le decía a ella, o ella a él: “Mi vida: ahora que lleguemos a la casa ¿nos echamos un pokarito?”. Sonreían los dos: ya sabían que no se trataba de ningún pokarito, sino de un juego –el de la vida– considerablemente más entretenido. Y más amable, desde luego, pues en ese juego nadie pierde. Si es verdadero, claro. Una noche los jóvenes esposos llegaron a su casa después de haber asistido a una fiesta. Ella venía cansada; con cierto dolorcillo de cabeza; con ganas de irse ya a la cama a dormir. Él, al contrario, achispado por tres o cuatro copas, sentía también deseos de ir a la cama, aunque no precisamente a dormir. Le hizo entonces la pregunta a su mujercita: “Mi vida: ¿nos echamos un pokarito?”. Ella, cansada y dolorida, respondió en tono seco y desabrido usando lenguaje de póquer: “No. Paso”. ¡Qué pena! Nunca en el tiempo que llevaban de casados había él recibido una contestación así. Se sintió lastimado, ofendido, rechazado. Triste y molesto al mismo tiempo se desvistió y se metió en la cama. Ella también entró en el lecho. Se acostaron espalda con espalda, como águilas alemanas. Ni siquiera se dieron las buenas noches, y menos aún se dijeron un “te quiero”. Él apagó la luz y se durmieron. Allá en la madrugada ella despertó poseída por un vago remordimiento de conciencia. “Caray –se dijo preocupada–. Qué error tan grande cometí. Mi viejito, tan bueno que es conmigo, tan complaciente siempre, y yo lo rechacé en forma grosera y descortés. Voy a ver si puedo remediar esta equivocación”. Le dio un besito en la frente para despertarlo… Nada… Un besito en la mejilla… Nada… Un besito en los labios… Nada… Un besito en la orejita… Nada… Un besito en el cuello… Nada… Un besito en el hombro… Nada… Un besito en el pecho…. Nada… Un besito en el ombliguito… Nada… Nada… Nada… Por fin él dio señales de vida. Todavía enojado por el rechazo que había sufrido le preguntó a su mujercita en tono áspero y descomedido: “¿Qué quieres, tú? ¿Qué quieres?”. Ella, con su más dulce y más humilde voz: “Mi vida: ¿nos echamos un pokarito?”. Respondió él en la misma cortante forma que ella: “No, paso”. Entonces ella levantó la sábana, lo vio muy bien y le preguntó admirada: “¿Y con ese juegazo pasas?”.
Un señor muy correcto, muy bien vestido, llegó a una peluquería llevando de la mano a un niño. Le pidió al peluquero que lo afeitara y le cortara el cabello. Cuando el fígaro terminó su trabajo el señor le pidió que también le cortara el cabello al niño. Le dijo al pequeño: “No tardo, hijito. Voy a la tienda de la esquina a comprar la barra de pan que me encargó tu madre”. Terminó el peluquero de cortarle el pelo al niño, y éste se sentó a leer una revista de monitos. Después de media hora el rapador le dijo a la criatura: “Parece que tu papá se está tardando”. “No es mi papá –respondió el crío–. Me tomó de la mano y me dijo: ‘Ven, vamos a que nos corten el pelo gratis a los dos’”.
Don Geroncito le dijo con lamentoso acento a su esposa doña Pasita: “¿Recuerdas, viejita, que cuando nos casamos me dijiste que me ibas a cambiar? Pues bien: creo que ha llegado el momento de que lo hagas”. Y compungido le mostró el pantalón todo mojado.
Un automovilista atropelló a Babalucas. El agente de tránsito le preguntó al caído: “¿Le viste la placa?”. “No –contestó el badulaque–. El desgraciado no se rio”.
Hamponito, el hijo del narco de la esquina, le inormó a su papá: “Saqué 8 en el examen”. “Te felicito –le dijo don Hamponio–. Es una buena calificación”. Aclaró el muchacho: “En el examen de alcoholímetro”.
Comentaba un señor con aspecto de agotado: “Mi esposa es muy maternal. Me trata como a un bebé. Cuando terminamos de hacer el amor siempre me da palmaditas en la espalda para que repita”.
Don Cornígero se sorprendió al ver a un individuo que corría desnudo por su calle. Le preguntó: “¿Por qué corre así?”. Respondió con enojo el individuo: “Porque usted llegó temprano a su casa; por eso”.
Don Valetu di Nario, caballero de avanzada edad, visitó a Himenia Camafría, madura señorita soltera, y ella lo invitó a cenar. Dijo el visitante: “No sabía yo, querida amiga, que iba a disfrutar de sus habilidades culinarias”. “Sí –respondió la señorita Himenia–. Pero después de la cena”.
Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, llegó al matrimonio sin otra instrucción que la muy escueta que su mamá le dio. La señora le dijo solamente: “Tú arriba y ella abajo”. El cándido varón y su desconcertada mujercita tienen ya seis meses de casados, y es fecha que todavía duermen en literas.
Terminado el sepelio de su esposo la viuda se alejó de la tumba caminando hacia atrás. Le preguntó con extrañeza una de sus amigas: “¿Por qué haces eso?”. Explicó la mujer: “Es que mi marido siempre me dijo que tengo unas pompas como para resucitar muertos, y no quiero que eso vaya a suceder”.
En el campo nudista don Heréctor le dijo a la nueva y exuberante socia: “Señorita Grandpompier: el hecho de verla me está produciendo un placer muy grande”. Respondió la hermosa fémina: “Ya lo estoy viendo”.
Aquella chica de habla inglesa sufría de dislalia; tenía dificultad para articular las palabras. Cuando hacía el amor, en vez de gritar: “Oh my God!”, gritaba: “Oh my dog!”.
Una joven mujer comentó: “Prometí no hacer el amor sino hasta encontrar al hombre perfecto”. “¡Caramba! –exclamó admirada una de las presentes–. ¡Eso debe ser muy difícil!”. “Para mí no –replicó la del comentario–. El que está muy molesto es mi marido”.
Dos recién casadas intercambiaban confidencias acerca de sus respectivas noches de bodas. Narró la primera: “Mi esposo manejó todo el día, de modo que tan pronto llegamos al cuarto del hotel se tiró en la cama y se durmió no al minuto, sino al segundo”. Relató la segunda: “El mío también se tiró en la cama tan pronto llegamos al cuarto del hotel. Pero él se durmió al tercero”.
La bella paciente le preguntó al terapeuta sexual: “Doctor: ¿cuál es la mejor hora para hacer el sexo?”. “Entre 2 y 3 de la tarde –respondió sin vacilar el terapeuta–. Es la hora en que mi recepcionista no está”.
Doña Facilisa fue a confesarse con el padre Arsilio. Le contó sus chismes; sus envidias; sus gulas y perezas; sus cotidianos pleitos con las vecinas; sus intrigas contra sus nueras y cuñadas. “Y dime –le preguntó el buen sacerdote–: ¿le eres fiel a tu marido?”. Tosió doña Facilisa y respondió turbada: “Frecuentemente, padre”.
Palabras de sabiduría: “Algunos hombres cuentan aventuras que nunca tuvieron, y algunas mujeres tuvieron aventuras que nunca cuentan”.
Daisy Mae, agraciada muchacha, le dijo a su pretendiente John: “Quiero un hombre guapo, fuerte, simpático, inteligente, culto y, si es posible, rico, John”. “¡Chin! –exclamó desolado el galán–. ¡Lo único que soy de todo eso es ‘John’!”.
El novio de Susiflor tenía uno de esos cochecitos diminutos ahora tan de moda. Tan pequeño era ese coche que los dos apenas cabían en él. Cierta noche fueron en el cochecito al romántico y solitario paraje llamado El Ensalivadero. Al llegar ahí recibieron la grata novedad de que no había nadie: tenían todo el lugar para ellos solos; podrían hacer lo que quisieran sin que los viera nadie. Así las cosas se besaron y acariciaron a placer. Cumplido ese foreplay ella bajó del automovilito y se tendió en el césped dispuesta ya para el performance. Como su novio tardaba en seguirla Susiflor le dijo: “Si no bajas del coche se me van a pasar las ganas”. Respondió él, apurado: “Y si a mí no se me pasan las ganas no podré bajar del coche”.
Rondín # 9
A través de la cerradura de la puerta el marido pudo ver cómo su mujer se desnudaba ante aquel hombre. Desde hacía tiempo sospechaba que la señora le era infiel. Llegaba tarde y oliendo a jabón chiquito de los que en los moteles se usan. Traía marcas de chupetones en el cuello, el busto y la cara (interna de los muslos). Y –lo más revelador- las raras veces en que hacían el amor la mujer le pedía con tono arrebatado: “¡No termines, Pitongo! ¡No termines!”, en vez de preguntarle con aburrido acento, como hacía siempre: “¿A qué horas vas a terminar, Astiel?”, que era su verdadero nombre. A pesar de tan claras evidencias el marido seguía dudando. ¿Cómo era posible que su esposa lo engañara, si se había educado en colegio de monjas y su padre era portaestandarte de la Cofradía de la Reverberación? Un día halló en el cajón de la señora un juego de ropa interior sexy que nunca se había puesto para él: brassiére de media copa color rojo; pantie crotchless de igual color; liguero y medias de malla. Siguió dudando, sin embargo, de la infidelidad de su mujer: quizás había comprado esa ropa a fin de darle a él una sorpresa. Aún así, receloso, advirtió que esa tarde, después de darse un prolongado baño de tina, se puso aquellas eróticas prendas y luego le dijo que iba a merendar con sus amigas. Sospechando lo peor la siguió. Su esposa se encontró con un sujeto en el estacionamiento de un supermercado. Ahí la mujer dejó su coche y subió al del individuo. Fueron directamente al Motel Kamaua y ocuparon el cuarto 110. El marido burló la vigilancia del encargado y se escabulló hasta llegar a la puerta de la habitación. Por la cerradura pudo ver cómo los amantes se abrazaban y besaban apasionadamente, y se acariciaban con encendido ardor. A continuación, sensual y voluptuosa, ella empezó a despojarse de su ropa ante su ansioso amasio. Se quitó la blusa; dejó caer la falda; se despojó del lúbrico brassiére; con lascivos movimientos deslizó las medias y el liguero. El esposo, desconcertado y sorprendido, veía todo eso a través de la cerradura de la puerta. Finalmente la señora se quitó la última prenda íntima y la arrojó con ademán de stripper o bailarina exótica. La pantaletita cayó en la perilla de la puerta y tapó la cerradura, con lo que el marido ya no pudo ver al interior del cuarto. Dijo entonces desilusionado: “¡La duda! ¡Siempre la maldita duda!”.
El prestigiado vendedor de autos le comentó a su amiga: “Si por estos días no vendo algunos coches perderé mi buena fama”. Replicó ella: “Y si por estos días yo no pierdo algo de mi buena fama tendré que vender mi coche”.
Terminado el trance de pasional amor Dulcilí se echó a llorar: “¡No supe lo que hice!”. “Qué raro –se extrañó su galán-. Lo hiciste muy bien”.
Mi esposa y yo somos muy sensuales –relató un tipo en el bar-. Siempre nos ha gustado mucho el sexo. Hicimos el amor antes de casarnos”. Comentó uno de los presentes: “Muchas parejas han hecho el amor antes de casarse”. Preguntó el tipo: “¿En el atrio de la iglesia, mientras llegaba el cura que nos iba a casar?”.
Ya conocemos a Jactancio Elátez. Es un tipo vanidoso, engreído, presuntuoso, egocéntrico, pedante y fanfarrón. Como él andan muchos por el mundo. Supe de uno que le dijo a la chica con quien conversaba: “Pero ya hemos hablado demasiado de mí, linda. Hablemos ahora de ti. Dime: ¿qué piensas tú de mí?”. Pues bien: ese tal Jactancio declaró una vez con actitud supuestamente humilde: “Quise ser metrosexual pero no pude. Me faltaron unos cuantos centímetros”.
Un tipo fue a visitar a su amigo en el hospital. Lo encontró en el lecho de dolor vendado de pies a cabeza igual que momia egipcia. “¿Qué te sucedió? –le preguntó azorado-. ¿Te atropelló un tráiler de 40 toneladas?”. “No –respondió con flébil voz el lacerado-. Me dio tos”. “¿Cómo? –se sorprendió el visitante-. ¿Por una tos estás que de milagro vives?”. “Sí –confirmó el otro-. Tosí dentro de un clóset y me oyó el marido”.
Uglicio no sólo era muy feo: era además mamón, sangrón, huevón y cabrón, si me es permitido motejarlo con esos epítetos notoriamente faltos de caridad cristiana, sobre todo “cabrón”. Eso explica por qué la linda Dulciflor, cuando Uglicio le pidió que fuera su novia, respondió diciendo: “No, no, no y mil veces no. Aunque fueras el último hombre sobre la faz de la tierra te diría que no, y que no, y que no”. “Vaya –replicó Uglicio-. Te trataré el asunto en algún otro momento. Ahora te noto un poco indecisa”.
Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, llegó a su casa luciendo un nuevo abrigo. Cuando su esposo don Sinople supo lo que le había costado puso el grito en el cielo. “¿Por qué tan caro?” –preguntó irritado. Le informó doña Panoplia: “Es de lana virgen”. Razonó don Sinople: “No creo que la vida privada de las ovejas deba influir en el precio”.
Una señora fue a la tienda a devolver el calentador eléctrico que había comprado. “¿Por qué lo devuelve?” –le preguntó el encargado. Explicó la señora: “Me recuerda mucho a mi marido. Tarda mucho en calentarse, bien pronto se le quita lo caliente y le falla la resistencia”.
“Háblame de sexo” –le pidió la adolescente a su padre. Tosió el señor y respondió: “De eso habla con tu mamá”. “No -opuso la muchachita-. No quiero saber tanto”.
Aquella joven mujer mostraba las evidentes señas de un próspero embarazo. Le contó a una amiga: “Mi novio tiene un laboratorio fotográfico y me dijo que me iba a hacer una ampliación. Pero no pensé en esta clase de ampliación”.
El pueblo era pequeño, y su alcalde muy cerril. El encargado de parques y jardines le informó que iba a comprar una góndola para el lago del jardín municipal. Le sugirió el edil: “De una vez compra también el góndolo, a ver si se reproducen”.
Por la playa iban dos hermosas chicas. Una vestía monokini, vale decir que iba con el busto descubierto y lo demás cubierto; la otra no vestía absolutamente nada. Un gendarme las detuvo y las llevó ante el juez local. El juzgador les impuso sendas multas: a la que iba como Dios la trajo al mundo la multó con 2 mil pesos; a la que llevaba monokini 4 mil. “¿Cómo es posible? –protestó ésta-. Yo traigo cubierta la parte de abajo, y me cobra usted el doble de multa que a mi amiga, que lleva descubierto todo”. Razonó el juez: “A su amiga le impongo una multa de 2 mil pesos por faltas a la moral; a usted se la impongo de 4 mil porque es la multa que el Código Penal prescribe para quien oculta un artículo de primera necesidad”.
“Aquí estamos” –le dijo frente al Cine Coloso el galán a su novia. “No te hagas tonto –le respondió ella con enojo-. En el mensaje que te envié te pedí que me llevaras al ginecólogo”.
Don Cornulio llegó a su casa y encontró a su esposa empiltrada con un hombre cuya principal característica era ser muy chaparro. El mitrado marido le espetó a su señora estas palabras denostosas: “¡Mujer infiel!”. “Medio infiel nada más –precisó ella-.Te pido que observes la estatura del señor”.
Un chico y una chica fueron a un antro. Le preguntó él a ella: “¿Cuántas copas se necesitan para ponerte beoda?”. “Generalmente con tres tengo –respondió ella-. Pero no me llamo Beoda”.
Susiflor, joven soltera, les informó a sus padres que estaba ligeramente enferma de gustos pasados, es decir embarazada. “¡Cómo!” –exclamó con azoro su mamá–. Gruñó el progenitor: “El cómo ya lo sabemos. Lo que necesitamos que nos digas es el con quién”. (A lo hecho pecho. O si no biberón).
El manager de Kid Grogo, boxeador en ocaso, se sorprendió al verlo salir del vestidor luciendo una prenda femenina. “¿Qué significa eso?” –le preguntó asombrado–. Explicó el púgil: “Usted me dijo que iba a entrar en la pelea de fondo”.
Ya conocemos a don Chinguetas. Es un marido especializado en adulterios, algunos de los cuales van más allá de los límites de un adulterio decente. Hace unos días su esposa doña Macalota llegó a la casa inesperadamente y sorprendió a su casquivano cónyuge en la cama en compañía no de una mujer, ni de dos, sino de tres. (En el argot del bajo mundo de la Ciudad de México una situación así recibe el extraño nombre de “pompino”, el acto sexual en el que participan más de dos mujeres y un solo hombre). Al ver a su consorte en semejante compañía, doña Macalota prorrumpió en expresiones peyorativas de las cuales la más suave era “cabrón”. Don Chinguetas replicó: “No te entiendo, mujer. Si traigo amigos a la casa te molestas. Si traigo amigas te molestas. No hay forma de darte gusto”.
Babalucas le preguntó lleno de ansiedad a su novia: “¿Estarías dispuesta a entregarte a mí, amor mío? Dime, mi cielo: ¿estarías dispuesta a entregarte a mí?”. Respondió con impaciencia la muchacha: “Si me vuelves a preguntar eso me salgo de la cama en que estamos, me visto y me voy a mi casa”.
Rondín # 10
“¡Qué hermosa es la primavera!” –suspiró Dulcibel, linda muchacha, en presencia de don Valetu di Nario, maduro señor pero todavía con rijos de galán. “Es hermosa, en efecto –confirmó el cachondo caballero–. Con la llegada de la primavera me vienen impulsos y deseos que también me vienen con la llegada del invierno, el verano y el otoño”. Opinó Dulcibel: “Pero la primavera es especial. Es la temporada de las aves y las flores, del amor y de la poesía”. “Y de las alergias” –añadió el señor Di Nario al tiempo que se sonaba la nariz–. Preguntó luego: “¿De veras le gusta a usted la primavera, señorita Dulcibel?”. “Mucho” –confirmó ella–. “Qué bueno” –se alegró don Valetu–. Pongo 70 a su disposición”.
Una señora le comentó a su amiga: “El siquiatra que fui a ver no me inspiró mucha confianza. Tiene diván matrimonial”.
La secretaria le aseguró al insistente vendedor: “Le juro que mi jefe no está. La blusa se me desabotonó sola.”
En altas horas de la noche Himenia Camafría, madura señorita soltera, llamó urgentemente por teléfono a su amiguita Solicia Sinpitier, célibe con ella: Le dijo en voz muy baja: “Acabo de llegar del cine, y creo que hay un hombre abajo de mi cama”. Le contestó sin vacilar Solicia: “¡Pues súbelo, pendeja!”.
El médico recién recibido pidió la mano de su novia. Le indicó el papá de la muchacha: “Antes de casarse espere a practicar por lo menos un año”. El pretendiente se volvió hacia su novia y le dijo: “Ya hemos practicado dos, ¿verdad, mi vida?”.
La maestra le preguntó a Pepito: “¿Qué es el píloro?”. Respondió el chiquillo: “Ignórolo”.
El ardiente galán le pidió una y otra vez a su linda amiga que accediera a compartir con él los múltiples encantos de que la había dotado la naturaleza. Ella rechazó la erótica demanda y se negó terminantemente a abrir la doble puerta que guardaba el más íntimo de esos encantos. Exclamó él, anheloso y expectante: “¡Por lo menos dame la luz de una esperanza!”. “Lo siento –respondió ella, esquiva-. Tendrás que arreglártelas con lámpara de mano”.
En ropas muy menores encontró don Astasio a su mujer en la recámara. “Es que no tengo nada qué ponerme” –explicó ella. Don Astasio fue hacia el clóset y lo abrió. “¿Dices que no tienes nada qué ponerte? –le reclamó airado a su mujer al tiempo que empezaba a descorrer los muchos vestidos que había en él-. ¿Y esto? ¿Y esto? ¿Y esto? ¡¿Y éste?!”.
El novio de Glafira, la hija de don Poseidón, habló con el rudo labriego. “Vengo a pedirle la mano de su hija”. “¿La mano nada más? –replicó, desdeñoso, el vejancón-. Ya me sospechaba yo que es usted un pendejo”.
Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, contrajo matrimonio con Pirulina, muchacha sabidora. Al día siguiente de la noche de bodas comentó ella ante el azoro de su flamante maridito: “Qué buen hotel es éste. No te están tocando la puerta a cada rato para que ya dejes el cuarto”.
Nos hallamos en la Edad Media, que algunos llaman “edad oscura” siendo que es una de las más luminosas en la historia humana. Todos los señores feudales se han ido a la Cruzada. Y dijo el herrero del pueblo: “La verdad es que pierdo en los cinturones de castidad. Donde gano es en las llaves que me piden las señoras al día siguiente de que se fueron sus esposos”.
El juez de lo familiar le dijo al acusado: “Lo declaro absuelto de la acusación de bigamia que pesaba sobre usted. Puede irse a su casa con su esposa”. Preguntó el sujeto: “¿Con cuál de las dos?”.
Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, iban por un ameno prado y vieron a un hombre que se bañaba desnudo en un riachuelo. Confuso, el tipo acertó sólo a cubrirse la entrepierna con el sombrero. Ellas se echaron a reír. Les dijo muy ofendido el individuo: “Si fueran ustedes unas damas no se burlarían de mí”. Replicó Himenia: “Y si fuera usted un caballero se quitaría el sombrero”.
Hubo en un estado del norte tres comunidades ejidales cuyos caseríos crecieron de tal modo que se juntaron. De eso resultó un villorrio al que se puso por nombre Tres Ejidos. A una señora de ese lugar alguien le preguntó: “¿Su esposo es de Tres Ejidos?”. “Uh, no –respondió ella-. Ya ni uno completa”.
Eran ya las 11 de la noche y Pepito no quería irse a dormir. “Vete a la cama -le ordenó su papá- porque no tarda en venir Juan Pestañas”. “¡Éjele! –se burló el chiquillo-. ¡Ése viene nomás cuando tú andas de viaje!”.
Susiflor, joven soltera, les anunció a sus padres que estaba un poquitito embarazada. “¡Dulces Nombres!” –exclamó consternada la señora. “¡Uta!” –profirió enojado el señor. Seguidamente le pidieron una explicación al respecto. Narró Susiflor: “Iba yo por el jardín y oí a mis pies una voz que se escuchaba apenas. Quien me llamaba era una ranita. La llevé conmigo a mi cama y le di un beso. Entonces la ranita se convirtió en un hermoso príncipe”. El papá la interrumpió airado: “¿Esperas que te crea semejante cuento?”. Replicó Susiflor: “Yo lo creí cuando tú me lo contaste”.
Un oficial de la Policía llamó a la puerta de doña Jodoncia. Le informó: “Su marido está en el hospital”. “Me lo esperaba –contestó ella-. Siempre le he dicho: ‘No fumes, Martiriano; no fumes’”. Le indicó el oficial: “No está ahí por fumar. Lo atropelló un ciclista”. Contestó doña Jodoncia: “Seguramente iba a comprar cigarros”.
Doña Fecundina le comentó a la trabajadora social que fue a entrevistarla en su casa: “Tengo nueve hijos y otro que viene en camino y no tarda en llegar”. La entrevistadora se extrañó: “No se le nota”. Precisó doña Fecundina: “Lo mandé a comprar el pan”.
La rica viuda le dijo al pretendiente que la cortejaba: “Espero que no me busque usted por mi dinero”. “Claro que no –aseguró el galán-. Pero ya que tocó usted el tema me gustaría saber cuánto tiene”.
Dos chicas veían los avisos de ocasión del periódico, pues necesitaban un empleo. Dijo la que leía la página: “Tenemos dos opciones. Un anuncio dice: “Solicito mujeres sencillas para trabajo fácil”. Dice el otro: “Solicito mujeres fáciles para trabajo sencillo”.
Rondín # 11
Con tono grave le dijo un tipo a otro: “Debo comunicarte algo. Un amigo mío me pidió 100 mil pesos prestados porque va a escapar de la ciudad con una mujer casada. Le pregunté quién es la mujer, y resultó que es tu esposa”. Pidió el otro con acento suplicante: “¡Préstale el dinero! ¡Si él no te lo paga te lo pagaré yo!”.
El ardiente galán y su nerviosa novia estaban en el cuarto 110 del popular Motel Kamawa. Sucedió lo que suele suceder en los establecimientos de ese tipo. Acabado el amoroso trance la muchacha se echó a llorar llena de aflicción. “No llores, vida mía –la consoló él-. Mañana mismo iré con tus padres a pedir tu mano, y pronto nos casaremos”. “Ah, bueno –dijo ella enjugándose las lágrimas-. Entonces vamos a echarnos otro”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, sorprendió a su esposo don Sinople en la cama de la criadita de la casa. La linda mucama no traía más ropa que los dos moñitos de sus brunas trenzas, y don Sinople la estaba besando incluso en los labios. “¡Canallainfamepérfidobribón!” –le gritó la señora hecha una furia a su desleal consorte en un solo golpe de voz. “¡Panoplia! –exclamó el cachondo marido con simulado asombro-. ¿Qué no eres tú la mujer con la que estoy? ¡Ah, te digo que necesito lentes!”.
Don Chinguetas fue a visitar a un amigo suyo que estaba en el hospital. Lo halló postrado en el lecho del dolor y vendado igual que momia del Museo de El Cairo. Le preguntó: “¿Qué tienes?”. Respondió con feble voz el infeliz: “Vionos”. “¿Vionos? –repitió sin entender Chinguetas-. ¿Es algún virus o bacteria de los que modernamente han descubierto los patólogos?”. “No –repuso con lamentoso acento el encamado-. Estaba yo con una mujer casada; llegó el marido y vionos”.
Mr. Highrump, magnate empresarial conocido como “El rey del chicle bomba”, invitó a sus amigos a la cacería del alce en la foresta canadiense. La noche anterior a la del acontecimiento venatorio los reunió en el salón de trofeos de su finca para darles las instrucciones del caso. Les dijo: “Amigos míos: mañana muy temprano saldremos en busca del alce. Nos acompañará mi fiel mayordomo James, aquí presente (James hizo una leve inclinación de cabeza). Él tiene la rara habilidad de imitar a la perfección el llamado del alce hembra en celo. Iremos al bosque en cuya umbría soledad habita ese cornígero y formaremos un círculo de cazadores. En el centro se colocará James, y a una señal mía hará ese llamado. Al oírlo acudirá el animal. Quien lo aviste primero, dispare. Pero una cosa he de rogarles, mis amigos. Por favor tengan buena puntería, porque ya van 14 veces que el alce se despacha a James. (Nota: el resto de los sirvientes de Mr. Highrump, envidiosos del mayordomo, murmuraban que James se había acostumbrado ya a los abusos del alce, tanto que en su interior pedía que los cazadores fallaran el tiro. No puedo hacerme responsable, sin embargo, de la veracidad de esa afirmación).
Don Usurino Matatías, el hombre más avaro de la comarca, tenía un hijo en edad núbil. Hace un mes el muchacho, temblando casi, le pidió a su padre 10 pesos. Dos semanas después le pidió 15. Y anoche le pidió 20. Le dijo el cutre, severo y suspicaz: “A mí no me engañas, hijo. Tú tienes una amante”.
Un tipo se fue a confesar con el buen padre Arsilio. Le dijo: “Amo profundamente a las criaturas del Señor. Tanto amor les tengo que cuando voy al campo me pongo campanitas en los tobillos a fin de advertir a las hormiguitas de mi paso, y que se aparten para no pisarlas”. “Te felicito, hijo –lo congratuló el presbítero-. Parva sub ingenti. Los pequeños han de estar bajo la protección de los grandes. Pero dime: ¿qué pecado venías a confesarme?”. “Acúsome, padre –declaró el sujeto-, de que últimamente he embarazado a seis mujeres, todas vírgenes”. “¡Grandísimo cabrón! –profirió entonces el sacerdote, airado-. ¡Donde deberías ponerte campanitas es en la pija!”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su vecino: “Un hombre entró anoche en mi casa y se metió a mi cuarto”. Le preguntó el vecino: “¿Y pidió auxilio?”. Replicó la señorita Himenia: “Iba a pedirlo, pero no lo dejé”.
La señora, nerviosa, le dijo a su marido: “Vino tu compadre Pitoncio”. Preguntó el esposo: “¿Ycómo se encuentra?”. El pequeño hijo del matrimonio se adelantó a contestar: “Abre la puerta del clóset. Ahí lo encontrarás”.
Noche de bodas. El recién casado veía y gozaba por primera vez los encantos de su mujercita. Le preguntó, tierno y excitado al mismo tiempo: “¿De quién son estas pompitas?”. Ella, ruborosa, no contestó: había estudiado en colegio de monjas, y ahí la hicieron leer el libro “Pureza y hermosura”, de monseñor Tihamér Toth. Volvió a preguntar el anheloso desposado: “¿De quién son estas pompitas?”. La joven, cándida, púdica, tímida, calló de nuevo. Insistió el muchacho por tercera vez: “¿De quién son estas pompitas?”. Sonó en eso el teléfono en la recepción del hotel. Quien llamaba era el vecino de cuarto de los novios. Le dijo con enojo al empleado del mostrador: “Oiga: alguien por aquí se halló unas pompas. Ayúdelo a averiguar de quién son y entréguenselas para poder dormir en paz”.
Rosilita, la pequeña amiga de Pepito, le propuso: “¿Jugamos a las comiditas?”. “¡Uh no! –repuso Pepito, desdeñoso–. Así con eme no”.
Don Ginebrino, añoso y adinerado caballero, cortejaba discretamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. El senil galán tenía un defecto: solía empinar el codo. Eso a Himenia la tenía sin cuidado: pensaba que el matrimonio haría cambiar a su pretendiente. ¡Qué error tan grande! La mujer se casa pensando que el hombre cambiará y el hombre nunca cambia. El hombre se casa pensando que la mujer nunca cambiará, y la mujer cambia al día siguiente de la boda. Una tarde la señorita Himenia recibió la visita de su cortejador. Le dijo en la sala: “Amigo mío: acabo de hacer unos piononos, y preparé un chocolatito. ¿Gusta usted merendar?”. Contestó don Ginebrino: “Tendrá que perdonarme, amable señorita. No acostumbro comer entre bebidas”.
Babalucas fue a solicitar empleo. El jefe de personal le preguntó: “¿Habla usted inglés?”. Respondió el badulaque: “Oui”. Le indicó el otro: “Eso es francés”. Replicó Babalucas: “Entonces ponga que hablo tres idiomas”.
Un individuo bebía su copa en el bar del pueblo. Repentinamente se oyó la sirena que llamaba a los bomberos voluntarios. De inmediato el tipo se puso en pie para salir. Le dijo el cantinero: “No sabía yo que eres bombero voluntario”. “No lo soy –respondió el otro apresurándose–. Pero el marido de mi vecina sí”.
Estamos en Picadillo (se pronuncia Picadilo), villorrio del Salvaje Oeste. Un anciano granjero, padre de una bella hija, había hipotecado su rancho. Lo iba a perder, pues la hipoteca había caído en manos del villano Funky Creep. A fin de salvar la propiedad el papá de la muchacha, de nombre Daisy Mae –la muchacha, no el papá–, tuvo que ofrecerla a aquel bad hombre. Avergonzado, le dijo a la doncella: “Hija mía, voy a entregarte a un destino peor que la muerte. Lástima que no viva ya tu madre: ella se habría ofrecido gustosamente a correr ese destino, incluso varias veces. Pero a falta de ella tú tendrás que saciar los bajos instintos de mi acreedor. Sólo así salvaremos nuestro rancho”. En efecto, el cruel villano se llevó a su casa a Daisy Mae. Seamos indiscretos y miremos a través de la cerradura de la alcoba. Él está tendido de espaldas en el lecho. Ella está sobre él en la postura que nombran de cowgirl. La muchacha, llena de pasional ardor, hace movimientos up and down al tiempo que grita entusiasmadamente: “Oh my God! ¿Y a esto llaman un destino peor que la muerte?”.
Don Algón, ejecutivo de empresa, llamó urgentemente a su secretaria por el interfono: “Susiflor: quiero verla en el acto”. “Oh no, señor –opuso ella–. Eso es algo muy personal”.
El untuoso tenorio le dijo a la linda chica: “Hermosa señorita: el sólo hecho de verla me hace sentir y pensar. Palpito”. “¡Óigame no! -respondió ella con enojo-. Yo no soy pa’ eso”.
Noche nupcial. Con elegante ademán de galán del cine el recién casado dejó caer la bata que una tía le confeccionó para la ocasión, de popelina anaranjada con bordados de corazoncitos rojos. Su flamante mujercita lo vio y declaró seguidamente: “Mi mamá me dijo que esta noche me darías una sorpresa muy grande. La verdad, no me parece nada grande”.
Dulcibella, joven soltera, le comentó a su amiga Susiflor: “Ya no tomo la píldora. Les temo a los efectos colaterales”. “Yo la sigo tomando –manifestó Susiflor-. Les temo más a los efecto frontales”.
Después de oír su sentencia el reo llamó por teléfono a su mujer y le informó con acento pesaroso: “El juez me echó 50 años”. “No le hagas caso –lo tranquilizó la señora-. Cuando mucho te ves de 35”.
Rondín # 12
La mamá de Pepito le preguntó con voz melosa: “¿De quén es este niñito pechocho?”. Respondió enojado el chiquillo: “¡No me vayas a salir ahora con que no sabes quién es mi padre!”.
Babalucas le dio a su amigo un par de muletas. “¿Y esto?” –preguntó extrañado el amigo. “Son para tu hija –explicó el badulaque-. Me dijeron que dio un mal paso”.
Doña Frigidia le contó a su vecina: “Anoche mi marido halló por fin el modo de satisfacerme”. Inquirió la vecina, curiosa: “¿Cómo le hizo?”. Contestó doña Frigidia: “Se fue a dormir a otro cuarto”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. En la playa le dijo a su esposa: “Pídele a tu mamá que se meta al mar antes que nosotros, para que espante a los tiburones”.
Don Algón le preguntó al dependiente de la tienda: “¿Por qué es tan caro este abrigo?”. Le explicó el hombre: “Porque es de lana virgen”. Pidió don Algón: “Enséñeme uno más barato, no importa que sea de borregas prostitutas”.
“¡Recórcholis! –exclamó el muchacho, que por haber sido criado por sus abuelos usaba expresiones arcaizantes-. ¡Qué frías tengo las manos!”. Su novia, tierna y amorosa, le sugirió: “Ponlas entre mis muslos. Así se te calentarán”. Aceptó el mancebo la grata sugerencia. Puso sus manos en aquel cálido sitio y, en efecto, bien pronto se le calentaron. “¡Recórcholis! –volvió a exclamar-. ¡Qué fría tengo la nariz!”.
Nadie debería leer el chascarrillo que cierra hoy el telón de este artículejo. Doña Tebaida Tridua lo leyó y al punto le salieron crústulas en el tafanario. Inútil fue que su médico de cabecera le aplicara ahí emplastos de populeón, una pomada lenitiva y analgésica hecha a base de adormidera, belladona y hojas de álamo negro maceradas en manteca de puerco. La ilustre dama estuvo 15 días sin poder sentarse. Quien no quiera exponerse a tan nocivo efecto absténganse de leer la vitanda historieta que ahora sigue… Después de beber algunas copas varios amigos entraron en el terreno de las confidencias eróticas, y empezaron a decir cuál era la postura que cada uno prefería al realizar el acto de la coición. Uno dijo que su señora admitía sólo la posición del misionero, pues era socia de la Congregación Paciana y cualquier otra postura le parecía insana perversión. Otro manifestó que le gustaba hacerlo woman on top. Un tercero declaró que su posición favorita era la llamada spoons o spooning. El último de los cuatro, de nombre Pelerino, dijo que su esposa y él hacían el amor de carretilla. “¿De carretilla? –se desconcertaron los otros-. ¿Cómo es eso?”. Explicó el otro: “Nos quitamos la ropa. Ella se pone de manos y rodillas en el suelo. Yo la levanto por las piernas, me pongo donde debo ponerme y luego arrancamos como si ella fuera una carretilla y yo el que la llevara. Y así vamos a todo carrera por toda la casa; ella con las manos en el suelo; yo sosteniéndola por las piernas; de la sala a la cocina, de la cocina a la sala, una y otra y otra vez”. Uno de los amigos, estupefacto al oír tan peregrina forma de llevar a cabo el acto conyugal, le preguntó a Pelerino: “¿Y eso les da placer a tu mujer y a ti?”. Respondió él: “Placer, lo que se llama placer, no. ¡Pero cómo se divierten los chicos!”.
Rosilita le contó a Pepito: “A mi hermanito lo trajo la cigüeña; mi otro hermanito vino de París, y a mi hermanita la encontró mi mami en una col”. Preguntó Pepito: “¿Qué tus papás no saben follar?”.
Empédocles Etílez era el borrachín del pueblo. Siempre andaba achispado, alcoholizado, alumbrado y azumbrado. Una noche llegó a su casa en competente estado de ebriedad. Traía los pelos erizados, perdida la mirada, el pantalón meado. Su mujer le dijo: “¡Mira nomás cómo vienes! ¡Ya quítate la borrachera!”. Declaró el beodo, enfático: “¡Me la voy a cortar!”. Respondió con alarma la señora: “No necesitas llegar a tal extremo. Solamente quítate la borrachera”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a confesarse con el padre Arsilio. “Acúsome –le dijo- de tener malos pensamientos sobre cosas de sexo”. “Recházalos” –le aconsejó el buen sacerdote. “¡Oh no!–se alarmó Himenia-. ¿Y luego si no vuelven?”.
Simpliciano, mancebo candoroso, casó con Pirulina creyendo que era mozuela. Al empezar la noche de bodas la novia se quitó la peluca rubia, los lentes de contacto que hacían que sus ojos se vieran azules, la dentadura postiza y los rellenos de hule que ponían mórbidas redondeces en su busto y sus caderas. “¡Caramba! –exclamó desolado Simpliciano-. ¡No tienes nada natural!”. “Sí que lo tengo –opuso ella-. Un hijo”.
Guillermo Prieto, insigne liberal, reveló en sus memorias su gusto por “las chinas”, o sea por las mujeres de condición humilde. Igual proclividad tenía don Chinguetas, señor muy tarambana. Una noche su mujer lo encontró en el lecho de la joven y linda criadita de la casa. Don Chinguetas se justificó: “¿Y cómo podía yo saber que esta noche no te iba a doler la cabeza?”.
El proctólogo le comentó a la esposa de su paciente: “No me gusta nada el aspecto de su marido”. “Bueno, doctor –lo defendió ella-. Usted no le ve su mejor ángulo”.
El recién casado llevó a su noviecita a conocer las Cataratas del Niágara. Comentó ella, desdeñosa: “¡Bah! ¡Otra de las cosas que no son tan grandes como yo creía!”.
La esposa del Lic. Ántropo contrató a una empleada a fin de que aseara la oficina del abogado. Le dijo: “Se encargará usted de limpiarle el bufete a mi marido”. “¡Ah no! –respondió con enojo la mujer-. ¡Eso que se lo limpie él mismo!”.
Don Añilio cumplió 40 años de casado. Al día siguiente de la celebración comentó: “Cuando nos casamos mi mujer no hallaba cómo contenerme. Anoche no hallaba cómo consolarme”.
Don Chinguetas llegó a su casa entrada ya la noche. Su esposa, doña Macalota, lo esperaba vestida vaporoso negligé, medias de malla con liguero y pantaletita crotchless. Además había puesto a helar una botella de champaña. “¡Carajo! –exclamó don Chinguetas irritado-. ¿Otra vez chocaste el coche?”.
La mamá de Pepito lo llevó con un especialista, pues el pequeño presentaba cierta dificultad de movimientos. El facultativo procedió a examinarlo. Le preguntó: “¿Dónde está la nariz?”. Pepito se llevó un dedo a la nariz. “¿Dónde están las orejas?”. El chiquillo se llevó las dos manos a los oídos. “¿Dónde están los ojos?”. Pepito le dijo a su mamá: “Vámonos, mami. Este pendejo no sabe ni dónde están las cosas”.
El doctor Ken Hosanna amonestó a su enfermera: “Es cierto que el paciente presenta riesgos de contagio, señorita Florencina, pero eso no justifica que le aviente usted el supositorio con cerbatana”.
Jose León Saldívar llegó a Saltillo -creo- al final de los años cuarentas del pasado siglo. Venía de un mineral zacatecano. Era hombre joven, de buena presencia, musculoso. Su tez algo morena; los ojos negros y profundos; despejada la frente; los labios finos y la nariz un poco chata. Tenía voz sonora y melodiosa, sobre todo cuando leía versos. Durante algún tiempo dio clases en el Ateneo. Se supo que había sido barretero en las minas de su tierra; boxeador -de ahí la nariz roma-; comerciante; redactor de revistas y periódicos... Pero por encima de todo era poeta.
Rondín # 13
Sus primeros versos no eran muy buenos. Con ayuda de amigos publicó un libro lamentoso y lamentable que se llamó “Nocturnos”. Yo lo tengo, pero preferiría no tenerlo, porque en él ni siquiera se anuncia el gran poeta que Saldívar llegaría a ser. Uno por uno vendió ese libro el escritor. Lo imagino visitando, en el pequeño Saltillo de aquel tiempo, a comerciantes, banqueros, industriales y gente del Gobierno para pedirles que por favor le compraran aquel libro que de cualquier manera los compradores no iban a leer.
Rebelde, iconoclasta, era Saldívar. Por entonces la figura más respetada de la literatura coahuilense era don José García Rodríguez, excelente poeta de acentos clásicos nutrido en la gran fuente de las letras castellanas. Pues bien: decía Saldívar que don Pepe escribía sus poemas con una regla en la mano, para medir los versos, y que todos salieran “parejitos”. De Chuy Perales, director de la Normal, decía que era un gran genio de las Matemáticas, pues había descubierto unos números desconocidos por Pitágoras y Euclides: los números bailables. Decía eso Saldívar porque con ese nombre, “número bailable”, se anunciaban en las veladas normalistas las danzas que ejecutaban las muchachas y muchachos. La expresión, dicho sea entre paréntesis, es absolutamente correcta: “Número”, dice el diccionario, es “cada una de las partes, actos o ejercicios del programa de un espectáculo u otra función destinada al público”.
A una ciudad que rimaba alma con calma y pasión con corazón, Saldívar trajo las novedades de Neruda y todas esas herejías que en la tierra de Acuña eran insoportable heterodoxia: el verso libre; palabras raras como “telúrico” y “onírico”, y una cierta sensualidad erótica que causaba soponcios a las damas en las pacatas tertulias literarias.
Luego, de súbito, como los relámpagos, Saldívar sacó a la luz una obra de espléndida poesía con el título de “Poema interrumpido por el llanto”. Aquello fue un acontecimiento. Hasta los más enconados críticos de José León declararon que en esos versos había belleza. Sus imágenes eran insólitas. Recuerdo una, especialmente:
“... Las estrellas: salivas luminosas que mojaron los labios de Dios cuando dijo la metáfora del Universo...”.
El pequeño ciempiés lloraba a lágrima viva. “¿Por qué lloras?” –le preguntó su madre. Gimió él: “Me pegué en una patita”. “¿En cuál?” –quiso saber la mamá. Respondió el pequeño: “No puedo decirte en cuál. Sólo sé contar hasta 10”.
=Un agente policíaco le mostró una fotografía a don Poseidón. Le preguntó: “¿Sabe usted quién es este hombre?”. “Sí – contestó el labriego-. Es mi vecino”. Inquirió el agente: “¿Conoce su paradero?”. “¡Óigame no! –se ofendió el viejo-. ¡Eso nada más su mujer!”.
¿Dónde estuvo anoche don Chinguetas? Lo diré, pues a fuer de narrador veraz no debo ocultar ningún detalle de este acontecimiento. Estuvo en un burdel, congal, casa de mala nota, mancebía, manfla, ramería o lupanar. Ahí tuvo trato de libídine con una daifa de las que atendían a los descarriados clientes. Antes bebió un par de cervezas y bailó con la mujer, de cachetito, las conocidas piezas “Amor perdido”, “Virgen de medianoche” y “Como si fuera un calcetín” (“tú me pisas todo el día”, etcétera). Luego consumó con ella el lujurioso propósito que lo había llevado a aquel lugar. Sedada ya su concupiscencia, agotados sus rijos, tomó el camino de su casa. Al llegar se percató de que el penetrante perfume barato que usaba la sexoservidora le había impregnado la ropa en tal manera que de seguro su esposa habría de percibir aquel vulgar aroma, y eso delataría sus malos pasos de noctívago, pues para celar a su casquivano cónyuge doña Macalota –así se llamaba la mujer de don Chinguetas– tenía ojos de lince, oídos de tísico y olfato de sabueso. En el jardín el preocupado señor vio la cortadora de césped, que tenía motor de gasolina. Al verla se le ocurrió una idea. Destapó el tanquecillo del aparato y procedió a asperjarse cumplidamente con el combustible, pensando que el fuerte olor de la gasolina disiparía el perfume de la maturranga. Ocupado en su concienzudo afán, don Chinguetas no se dio cuenta de que desde la ventana del segundo piso doña Macalota lo estaba observando, y había seguido con feroz mirada de pantera o tigresa hircana cada uno de sus movimientos. Cuando don Chinguetas acabó de rociarse profusamente con la gasolina su esposa le gritó hecha una furia: “¡Ahora préndete un cerillo, cabrón!”.
Pepito fue corriendo a donde estaba el gendarme de la esquina y le pidió angustiado: “¡Venga pronto, señor policía! ¡Mi papi está peleando a puñetazos con otro hombre desde hace cinco minutos!”. “¿Cinco minutos? –se sorprendió el gendarme–. ¿Y por qué hasta ahora vienes a llamarme?”. Explicó Pepito: “Porque antes mi papi iba ganando”.
Goretino, joven varón con tendencia al misticismo, le dijo a Ducibel: “Creo en el más allá”. “¿De veras? –replicó la linda chica, molesta–. ¿Y entonces por qué no me has puesto la mano ni siquiera en el más acá?”.
“¡Todos los que están aquí son unos culeros!”. Ese soez grito lo lanzó Astatrasio Garrajarra, ebrio consuetudinario, en medio de la cantina abarrotada. El vocablo “culero” no es fifí: pertenece al lenguaje plebeo y significa cobarde, apocado, medroso. Se puso en pie un hombrón del tamaño de una catedral y le propinó al majadero Garrajarra un tremendo mamporro entre quijada y oreja que lo lanzó hasta afuera del local. “Bueno –se consoló el beodo sentado en medio de la calle y frotándose el sitio del golpe–. Solamente me equivoqué por uno”.
El guía del safari le dijo al cazador: “Le tengo dos noticias, mister Highrump: una mala y otra peor”. “¡Válgame San Huberto! –clamó el hombre (San Huberto es el patrono de las cazadores) –. ¿Cuál es la mala noticia?”. Le informó el guía: “Su esposa entró sin darse cuenta en una aldea de antropófagos”. “¡Válgame San Huberto! –profirió de nuevo Highrump, cuyo repertorio de jaculatorias era bastante limitado–. Y ¿cuál es la noticia peor?”. Relató el guía: “Los caníbales acababan de comer. Su esposa ya viene de regreso”.
Don Poseidón sabía que el pretendiente de su hija no tenía en qué caerse muerto. Ni vivo. Así, cuando el jovenzuelo fue a pedirle la mano de Florimel le preguntó, ceñudo: “¿Tiene usted dónde meterla?”. “No, señor –respondió el tipejo–. Precisamente por eso vengo a pedirle a Florimel”.
Alguien le preguntó a Babalucas: “¿Qué opina usted del bilingüismo?”. “Me parece muy bien –respondió él-, si ambos miembros de la pareja están de acuerdo en practicarlo”.
Los nativos de aquella aldea africana contrataron a sir Highrump, gran cazador blanco, a fin de que acabara con el feroz león que estaba diezmando sus ganados. La fiera, a más de fiera, era muy astuta: había eludido todas las trampas y burlado a todos los cazadores. Sir Highrump ideó una estratagema para liquidarlo: se ocultaría bajo una piel de vaca. Así disfrazado conseguiría ponerse a tiro del león y dispararle con su potente rifle Magnum. En efecto, temprano en la mañana salió de la aldea cubierto con la piel de vaca. Regresó cuando caía ya la tarde. Venía todo derrengado, con seis costillas rotas, fractura de cadera y el cuerpo lleno de laceraciones. Los consternados aborígenes pensaron que el gran cazador blanco había sufrido el ataque del león. En eso, sin embargo, sir Highrump preguntó hecho una furia: “Who the fuck (en español “¿Quién chingaos?”) dejó suelto al toro?”.
La llorosa muchacha acusó al maduro ejecutivo de abuso sexual. “Me engañó –se quejó ante el juez de lo familiar-. Le dijo al recepcionista del hotel que yo era su esposa”.
En la mesa de la cantina, ante cinco botellas de cerveza ya agotadas y otras cinco por consumir, Empédocles Etílez llamó por el celular a su esposa y le comunicó: “Voy a llegar tarde a la casa, vieja. Me topé con un embotellamiento”.
La actriz de Hollywood le contó a su amiga: “Nos conocimos, nos casamos y nos divorciamos. ¡Qué semanita!”.
El literato le comentó a su mujer: “Fui al encuentro de escritores surrealistas”. Quiso saber ella: “¿Cuántos asistieron?”. Contestó el literato: “Octubre”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le pidió a la hermosa Dulciflor que yogara con él en una habitación del Motel Kamawa. “Imposible -negó la muchacha-. No creo en el sexo sin amor”. “Está bien –admitió el lúbrico sujeto-. Tú dame el sexo; el amor yo veré dónde lo consigo”.
Rondín # 14
Don Cornígero y doña Camalina acudieron a una vidente, pues la señora se hallaba en estado de buena esperanza, esto es decir embarazada, y los esposos querían conocer el futuro de la criatura por venir. Consultó la adivina su bola de cristal y una mirada de preocupación apareció en sus ojos, que es donde generalmente aparecen las miradas. Anunció con voz temblante: “Veo aquí que el padre de la criatura morirá cuando nazca el niño”. Don Cornígero empalideció. Doña Camalina se volvió hacia él y le dijo con un hondo suspiro: “Bueno, al menos tú estás seguro”.
El severo genitor interrogaba al pretendiente de su hija. “¿Se siente usted capaz, joven, de hacer feliz a Dulcibella?”. “¡Uh, señor! –respondió muy ufano el galancete-. ¡Nomás la viera! ¡Hasta grita!”.
Con motivo de ciertos negocios el esposo de doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, invitó a cenar en su residencia a don Poseidón, labriego dineroso pero de muy poco trato urbano. Al final del convivio la anfitriona sugirió: “¿Le parece, querido señor, si vamos a tomar el café en la biblioteca?”. “Creo que no será posible, Panoplita –contestó el rústico invitado-. A esta hora ya debe estar cerrada”.
La maestra le preguntó a Pepito: “Si traes 10 mil pesos y le das 2 mil a Rosilita, 2 mil a Juanilita, 2 mil a Marilita y 2 mil a Tirilita ¿qué tienes?”. Respondió prontamente el muchachillo: “¡Una orgía!”.
Doña Macalota, la cónyuge de don Chinguetas, fue a poner un aviso en el periódico. Decía el tal anuncio: “Solicito niñera que sepa karate, judo, kung fu, kick boxing y jiu-jitsu”. Inquirió con asombro el encargado: “¿Tan difícil de controlar es su niño?”. “No –aclaró doña Macalota-. El que es difícil de controlar es mi marido”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Anoche les contó en el bar a sus amigos: “Cuando una mujer me pide sexo empiezo a sudar frío, me echo a temblar y se me erizan los cabellos en la nuca”. “¿Por qué tan extraña reacción?” –se asombró uno. Explicó el canalla: “Es que esa mujer es la mía”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le preguntó al apuesto boy scout: “¿Ya hiciste tu buena obra del día, joven escultista?”. “Sí –replicó el muchacho-. Ayudé a una anciana a cruzar la calle”. “Acompáñame ahora a mí a mi casa –le pidió la señorita Himenia-. Ahí harás tu buena obra de la noche”.
El rey Pedipe Segundo solía empinar el real codo. En cierta ocasión se cayó de borracho al suelo, perdidas todas las potencias del cuerpo y las tres del alma: memoria, entendimiento y voluntad. El cortesano Lametón comentó, untuoso: “Eso es lo que me gusta de Su Majestad: siempre sabe cuándo dejar de beber”.
Dice un proverbio antiguo: “El alcalde, el médico y el cura no tienen hora segura”. Cerca ya la medianoche el doctor Ken Hosanna recibió una llamada telefónica en su casa. “Doctor –le dijo el que llamaba-: tengo una enfermedad venérea”. El facultativo respondió, molesto: “Haga una cita con mi secretaria”. “Ya la hice –contestó el otro-. De ahí me resultó la enfermedad venérea”.
Noche de bodas. El famoso karateca se precipitó al lecho nupcial y a los brazos de su flamante mujercita al grito de ataque de “¡¡¡Yaaaaa!!!”. Unos segundos después le preguntó ella, desolada: “¿Ya?”.
Una joven señora estaba a punto de dar a luz. Afuera de la sala de partos aguardaba un hombre. La enfermera le pidió: “Deme el nombre de su esposa, por favor”. Preguntó el tipo: “¿Es necesario involucrar en esto a mi esposa?”.
Don Algón, ejecutivo de empresa, se preocupó bastante cuando supo que su hija Dulcimel andaba de novia con Bragueto, un vivalavirgen sin oficio en busca de beneficio. Recuerdo en este punto la película “Narrow margin” (1990, con Gene Hackman, Anne Archer y el grande y olvidado actor M. Emmet Walsh). Uno de los personajes le pregunta a otro: “What kind of dame would marry a hood?”. Responde el otro: “All kinds”. Algo así como: “¿Qué mujer se casaría con un sinvergüenza?”. “Todas”. El tal Bragueto se presentó ante don Algón y con la mayor desfachatez le pidió la mano de su hija. Respondió el progenitor: “Mi respuesta, joven, depende de su situación económica”. “¡Qué coincidencia, señor! –exclamó alegremente el cínico Bragueto-. ¡Mi condición económica depende de su respuesta!”.
Mediados del siglo diecinueve. Nos encontramos en una plantación algodonera en el sur de Estados Unidos. El esclavo le pregunta a su amo: “¿Por qué si yo soy negro mi mujer tuvo un hijo blanco?”. Contesta el propietario, displicente: “No te extrañe; así es la naturaleza. Mi borrega es blanca, y sin embargo parió un borreguito negro”. “Muy bien –admite el esclavo-. Usted deje en paz a mi mujer y yo dejaré en paz a su borrega”.
La esposa del científico entró sin anunciarse en el laboratorio de su marido y ¡oh, sorpresa! lo encontró in fajanti con su linda y joven asistente. “¡Qué es esto, bribón, canalla, infame!” -le reclamó al follador hecha una furia. “Pero, mujer -respondió éste fingiendo extrañeza-. ¿Ya se te olvidó que te dije que estoy tratando de producir la vida en condiciones de laboratorio?”...
Don Algón, ejecutivo de empresa, salió de su despacho. Todo el personal se le quedó viendo con espanto: traía el cuello largo, largo, largo, como de jirafa, cinco o seis veces más grande del tamaño normal. “¿Qué le pasó, jefe?” -le preguntó asustada su secretaria. Contestó don Algón: “Usted tiene en parte la culpa de esto, señorita Rosibel. Me tomé la pastillita azul que usted ya sabe, y se me atoró en la garganta”…
Comentó un tipo: “Vivo en un conjunto de casas de interés social. Las paredes son tan delgadas que la otra noche le pedí sexo a mi esposa y obtuve cuatro negativas diferentes”...
Sor Bette, la directora del colegio de monjas, amonestó, vehemente, a las jóvenes alumnas: “¡No cambien una hora de placer por una eternidad de castigo!”. Una de las chicas se inclinó hacia su compañera y le dijo al oído: “A partir de ahora le voy a parar cuando mi novio y yo lleguemos a los 55 minutos”.
Un tipo fue llevado ante el juez acusado de ser polígamo: tenía cuatro esposas, cada una en uno de los cuatro barrios en que se dividía el pueblo: Analco, San Matías, el Mezquite y la Soledad. El juez de lo familiar lo reprendió: “¿Cómo puede usted hacer esto?”. Explicó el tipo: “Tengo una moto”.
Cierto señor se sorprendió al saber que un amigo suyo, hombre muy serio y muy conservador, se había hecho nudista. Le preguntó: “¿Por qué se te ocurrió esa idea?”. “Mira -respondió el señor-. Mi mujer lleva los pantalones en la casa. Mi hijo se pone mis corbatas. La Oficina de Impuestos me quitó hasta la camisa. Y mi primera esposa me dejó sin calzones después del divorcio. ¿Qué me quedaba sino hacerme nudista?”.
¿En qué se parecen los trenecitos eléctricos de juguete al busto femenino? Los dos fueron pensados originalmente para los niños, pero los papás se divierten más con ellos.
Rondín # 15
El señor que había ido a la reunión semanal de su fraternidad secreta regresó a su casa muy temprano. “¿Qué sucedió, Clorilio? - le preguntó su esposa-. ¿Por qué vienes tan pronto?”. “Se suspendió la junta” -dijo el tipo. Inquirió la señora: “¿Por qué?”. Explicó él: “Es que a nuestro Alto y Elevado Presidente, el Supremo, Exaltado y Glorioso Monarca Dominador Absoluto del Máximo Poder, no lo dejó salir su esposa”.
La lección trataba de los tiempos verbales. La maestra les pidió a los niños: “Díganme en qué tiempo está el verbo en la siguiente frase: ‘Esto no debió haber sucedido’”. Respondió sin vacilar Pepito: “¡En preservativo imperfecto!”.
Babalucas contrajo matrimonio. Ninguna experiencia tenía en el amor, de modo que su flamante mujercita se vio en la precisión de darle las instrucciones del caso. En el momento debido empezó a decirle: “Hacia adelante… Hacia atrás… Hacia adelante…. Hacia atrás”. Le dijo con enojo el badulaque: “Ya decídete, ¿no?”.
El manzano estaba lleno de hermosas manzanas, grandes, lucientes, purpurinas. De pronto una de ellas cayó del árbol. Todas las demás se echaron a reír, burlonas. La manzana caída levantó la vista desde el suelo y les dijo exasperada: “¿De qué se ríen, inmaduras?”.
Don Astasio llegó a su casa después de su jornada de trabajo como tenedor de libros en la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S.A. de C.V., y encontró a su esposa doña Facilisa en trance adulterino con un desconocido. Colgó en el perchero su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular y fue en seguida al chifonier donde guardaba la libreta en la cual solía anotar adjetivos denostosos para decirlos a su mujer en tales ocasiones. Le leyó los últimos que había registrado: “¡Maturranga! ¡Furcia! ¡Perendeca! ¡Mujer de ésas!”. Sin dejar de hacer lo que estaba haciendo doña Facilisa respondió en tono de queja: “¡Qué malo eres, Astasio! ¡Tienes un mal día en la oficina y luego vienes a desquitarte conmigo!”.
Una vaca le dijo a otra: “¡Mu!”. “Me quitaste la palabra –dijo la otra–. Precisamente iba a decir lo mismo”.
Don Algón, el jefe de la oficina, sorprendió a la archivista y al office boy haciendo cositas en el cuarto del archivo. “Perdone usted, patrón –se disculpó la muchacha–. Es la hora del coffee break, y ni a él ni a mí nos gusta el café”.
Los recién casados decidieron pasar la noche de bodas en la casa donde iban a vivir, pues su vuelo a Cancún salía ya tarde al día siguiente. La mañana después de la noche nupcial el novio dejó el lecho sin hacer ruido y de puntillas fue a la cocina. Quería darle una sorpresa a su mujercita: le llevaría el desayuno a la cama. Se lo llevó, en efecto. La muchacha vio el condumio que su marido le presentó: el café estaba chirle y frío; el pan venía quemado; los huevos se veían mal guisados. “¡Caramba! –exclamó la muchacha con disgusto– ¿Tampoco esto sabes hacer?”.
El niñito le dijo a su mamá: “Mi papi me va a regalar un carrito en mi cumpleaños”. “¿Por qué piensas eso?” –quiso saber la señora–. Contestó el pequeñín: “Vi su cartera, y ahí trae la llantita de refacción”.
Del brazo y por la calle iban dos amigas, gorditas las dos. Ya se sabe que las gorditas, a más de ser siempre simpáticas y agradables, tienen andar gracioso y ondulante. Un señor que las vio se puso a caminar tras ellas al tiempo que les decía: “¡Bomboncitos! ¡Caramelos! ¡Pastelitos! ¡Chocolatitos!”. Una de las robustas chicas se volvió a él y le dijo con sonrisa de coquetería: “Ay, señor ¡qué bonitos piropos sabe decir usted!”. “No son piropos, señoritas –respondió el expresivo caballero–. Soy nutriólogo, y les voy diciendo lo que han comido y que ya no deberían comer”.
El padre Arsilio se dirigió a sus feligreses y les dijo con vehemente acento: “¡Por amor de Dios, hijos míos! –les suplica–. ¡Den una limosna generosa para los hambrientos de la parroquia!”. Preguntó desde la última banca Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo: “Y para los sedientos ¿qué?”.
La mamá de Pepito recibió una ingrata queja: su hijo se había exhibido ante Rosilita, la pequeña vecina de al lado. La señora, alarmada, llamó a su hijo y lo reprendió con severidad. Pepito se defendió: “¡Pero, mamá! Tú me dijiste: ‘Ponte la camisa nueva y enséñasela a Rosilita’. ¡Yo pensé que eran dos órdenes distintas!”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llegó al bar donde solía reunirse con sus amigotes. Iba sangrando por nariz y boca; traía los dos ojos morados y el rostro lleno de lacerias. “¿Qué te sucedió?” –le preguntó uno, consternado–. Respondió con feble voz Pitongo: “Luché por el honor de una mujer”. Inquirió el otro: “¿Por eso vienes todo golpeado?”. “Sí –contestó Pitongo–. Ella defendió su honor”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, les mostró a sus amigas un retrato de su nuevo novio. Era un vejete muy feo. “La foto lo favorece poco –se justificó Nalgarina–. No se le ve la cartera”.
El joven náufrago y su linda compañera vieron un barco que pasaba a distancia frente a la isla desierta en que habían estado ya dos años. Hicieron señales de humo, agitaron los brazos, y llenos de júbilo advirtieron que el barco torcía el rumbo y se acercaba a la isla. ¡Los habían visto y venían a rescatarlos! El muchacho le dijo entonces a la chica: “Tardarán por lo menos media hora en llegar. ¿Qué te parece si nos echamos el del estribo?”.
El marido le reclamó enojado a su mujer: “Pagaste algo con este cheque, Gastona, y el banco lo devolvió por falta de fondos”. Respondió la mujer, irritada: “¿Y yo qué culpa tengo de que al banco le falten fondos?”.
Un individuo le dijo a otro en la marisquería: “Pitorro: ya van cuatro docenas de ostiones que te zampas. ¿No te parecen demasiados?”. Explicó el otro: “Es que tengo que comer por dos”. “¿Por dos?” –se extrañó el amigo–. “Sí –confirmó el individuo–. Por mi mujer y por la tuya”.
Una señora se quejó con otra: “Mi marido llega muy tarde todas las noches oliendo a licor corriente y a perfume barato”. “El mío hacía lo mismo –dijo la otra–, hasta que le quité la costumbre. Una noche que llegó le dije en la oscuridad: ‘¿Eres tú, Felisberto?’”. Con eso tuvo para ya no volver tarde nunca”. “¿Por qué?” –se sorprendió la señora. –Explicó la otra: “Es que él se llama Leovigildo”.
Cierto individuo depositaba en una alcancía, cada vez que hacía el amor con su esposa, las monedas que llevaba en el bolsillo. Al cabo de cierto tiempo rompió la alcancía. Sorprendido llamó a su esposa y le dijo: “Sabanaria: yo sólo echaba en la alcancía monedas, y resulta que está llena de billetes de 500”. Explicó la señora: “No todos son tan agarrados como tú”.
Cuando la mamá de Pepito dio a luz al tremebundo infante, el doctor que recibió al niño lo levantó en alto y le dio una nalgada, como es de uso entre tocólogos y obstetras. Pepito levantó la cabeza y le reclamó furioso: “¿Por qué me pega, desgraciado? ¡Yo no me metí ahí!”.
Rondín # 16
Doña Prudencia era muy comprensiva. En cierta ocasión se sometió a una intervención quirúrgica que la inhabilitó por unos días para hacer obra de mujer con su marido. Entonces le dio dinero –y permiso– para que fuera a sedar su concupiscencia con una sexoservidora. Al salir del departamento, sin embargo, el señor se topó con la vecina, señora de muy buen ver y de mejor tocar, y le contó el rasgo de comprensión que había tenido su esposa. Le dijo la mujer: “¿Y por qué ir con una extraña? Dame a mí el dinero y yo te proporcionaré el mismo servicio”. De regreso con su esposa el tipo le contó lo que le había pasado con su vecina, y la cantidad de dinero que le había dado. “¡Mira qué méndiga! –se enojó la señora–. ¡Cuando a ella la operaron yo nunca le cobré nada a su marido!”.
Estamos en El Ensalivadero, el solitario y romántico sitio al que solían ir por la noche las parejitas del lugar. El galán y la muchacha se pasaron al asiento de atrás del automóvil y se entregaron a ardientes arrebatos de apasionada voluptuosidad concupiscente y a locos delirios de pasional y frenética libidinosidad. Cuando todo terminó y ambos recobraron el sentido de la realidad ella se dio cuenta de que el automóvil estaba inclinado. Salió a averiguar por qué y en seguida le dijo a su novio: “Afrodisio: se le salió el aire a una llanta”. “¡Qué bueno! -exclamó él con alivio-. Todo el tiempo estuve creyendo que se te estaba saliendo a ti”.
La recién casada les comentó a sus amigas: “No me preocupa mucho no saber cocinar. Baudelio, mi marido, dice que su mejor alimento son mis besos”. Preguntó una, sonriendo: “Y ¿no lo cansa esa comida?”. “No -aseguró la chica-. Lo que lo deja agotado es el postre que le doy”.
Los nietos estaban viendo el retrato de bodas de sus abuelitos. Uno de ellos le reclamó en tono de broma al anciano señor: “Abuelo: en todas las antiguas fotografías de boda la novia aparece sentada, y el novio está de pie junto a ella. En cambio en la foto de ustedes tú estás sentado y la abuela está de pie. ¿Cómo explicas esa falta de caballerosidad?”. “Ninguna falta de caballerosidad, hijo -respondió el añoso señor-. Lo que sucedió es que el día que tu abuela y yo nos casamos el fotógrafo del pueblo había ido a la ciudad, y nos retrató hasta después de que llegamos de la luna de miel. Para entonces ni tu abuela podía sentarse ni yo podía tenerme en pie”.
Babalucas invitó a su novia: “Vamos a lo oscurito, Dulcimel”. Ella aceptó de buen grado aquella invitación. Volvió a sugerir Babalucas. “Vamos más allá. Está más oscuro’”. La muchacha, excitada, la siguió. “Todavía hay algo de luz -manifestó Babalucas-. Vayamos a aquel rincón. Ahí sí está completamente oscuro”. La chica lo siguió, cada vez más emocionada. Cuando llegaron al caliginoso lugar Babalucas le dijo lleno de orgullo a su muy ansiosa novia: “¡Mira, Dulcimel! ¡Las manecillas de mi nuevo reloj brillan en la oscuridad!”.
Un joven marido quiso hacerle una fiesta sorpresa a su mujercita, pues era el día de su cumpleaños. Preparó todo y luego le dijo: “Arréglate, mi amor. Vamos a cenar en restorán de lujo y luego iremos a bailar”. Ella subió a su recámara, lo que aprovechó el muchacho para hacer entrar a sus amigas y amigos y colocarlos al pie de la escalera. Ya estaban todos ahí, listos para cantarle sorpresivamente “Las Mañanitas” a la festejada, cuando salió ella de su cuarto completamente en pelotier, quiero decir sin nada de ropa encima, y sin darse cuenta de la presencia de quienes la veían le dijo a su marido: “Ven de una vez, Fredisberto, porque al regreso me vas a salir, como siempre, con que vienes muy cansado”.
Aquel señor que finalmente vio la luz declaró ante la asamblea de su iglesia: “Hace dos meses encontré al Señor. Desde entonces maté en mí al monstruo de la soberbia, al monstruo de la envidia, al monstruo de la lujuria…”. “Una pequeña aclaración, hermanos –manifestó en ese punto la esposa del converso-. Ese último monstruo se le murió de muerte natural hace ya unos 20 años”.
Dulciflor, púdica doncella, se resistía a las ardientes solicitaciones de Afrodisio Pitongo, su salaz cortejador, hombre proclive a la concupiscencia de la carne. Cuanta mayor vehemencia y más grande ardimiento ponía él en sus eróticas demandas, tanta mayor fortaleza mostraba ella en la defensa de su pudicia y de su castidad. Finalmente propuso el libertino: “Está bien, Dulciflor: dejémoslo a la suerte. Tiraremos una moneda al aire. Si cae águila hacemos lo que yo quiero. Si cae sol haremos lo que no quieres tú”.
Pepito estaba haciendo la tarea mientras su mamá tejía y su papá hojeaba el periódico. “Papi -preguntó-, ¿cuál es la capital de Perú?”. “No lo sé” -respondió el señor. “¿Cuál es el río más grande de América?”. “No lo sé”. “Y ¿qué ejemplo podemos poner de animal mamífero?”. “Tampoco lo sé” -repitió el progenitor. En eso intervino la señora: “Ya no molestes a tu papá, Pepito. Él quiere leer su periódico en paz”. “Déjalo que pregunte, mujer -dijo el señor-. De otra manera ¿cómo va a aprender?”.
Un individuo extremadamente alto entró al baño del restorán a desahogar una urgencia menor. El hombre padecía un tic nervioso que lo obligaba a hacer visajes y gestos muy diversos y a girar la cabeza a todos lados. Estaba haciendo lo que había ido a hacer cuando vio a su lado a un pequeño señor que hacía lo mismo: muecas variadas y giros de cabeza. “¡Oiga usted! –le reclamó enojado-. ¡No me remede!”. “¡Pos no me salpique!” –se quejó el chaparrito.
Una señora le dijo con tono desolado a su vecina: “Creo que cometí un error muy grave al criar a mi hijo. En vez de darle el pecho lo alimenté con botella, y me salió borrracho”. “Anda -la consoló la vecina-. No sabe una qué hacer. A mi hijo yo le di de mamar, y me salió político”.
Una señora se presentó en el despacho del Lic. Ántropo y le dijo: “Abogado: vengo a verlo porque mi esposo murió intesticulado”. “Querrá usted decir ‘intestado’, señora” -la corrigió el jurisconsulto. “No, licenciado -replicó la mujer-. Mi marido hizo testamento. Hablo de lo que el cirujano le quitó antes de que el pobre se fuera al otro mundo”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le dijo a su maduro galán: “Aceptaré su amor, don Calendárico, si cuando me bese usted escucho sonido de campanas”. El señor se dispuso a besarla. “Espere -lo detuvo la señorita Himenia-. Para estar yo más segura vayamos a la catedral”.
El padre Arsilio les informó a sus feligreses lleno de preocupación: “Según las estadísticas del episcopado esta ciudad tiene el segundo lugar en adulterios en todo el país”. Dijo una señora: “Y tendríamos el primero, padrecito, pero hay algunas que no están haciendo su parte”.
Un señor entró en el local y le dijo al encargado: “Quiero una docena de rosas rojas”. “Perdone, caballero –contestó el empleado-. No se encuentra usted en una florería: ésta es una clínica especializada en vasectomías y circuncisiones”. “¡Vaya! –se molestó el señor-. ¿Entonces por qué ponen flores en el escaparate?”. Respondió el individuo: “¿Qué nos sugiere usted que pongamos?”.
Babalucas iba en un crucero y quiso conocer al capitán. Le pidió a uno de los miembros de la tripulación: “Dígame dónde está el capitán del barco”. “Por babor” -le dijo el marinero. “Perdone -se disculpó apenado el badulaque-. Por babor dígame dónde está el capitán del barco”.
Un raterillo apodado el Cacomixtle fue acusado del robo de una bicicleta. Le preguntó el juzgador: “¿Por qué lo hiciste, Caco?”. Explicó el ladrón: “Todo se debió a una lamentable confusión, señor juez. Vi la bicicleta recargada en la barda del cementerio y pensé que sería de algún muertito”.
El paciente se sorprendió. “¿Por qué tan elevado su recibo, doctor?”. “Es que tenía usted tisis galopante”. “¿Y me está cobrando por kilómetro?”.
El hombre del carretón se dirigió a doña Medusia: “¿Tiene botellas de vino que venda?”. La fiera señora contestó indignada: “¿Acaso tengo cara de beber vino?”. “Desde luego que no -se disculpó el carretonero-. Entonces ¿tiene botellas de vinagre?”.
Al salir de misa doña Jodoncia le preguntó a su esposo Martiriano: ¿Viste a doña Sherwina? Anda pintada como coche; parece muñeca japonesa”. “No la vi” –confesó don Martiriano. Inquirió de nueva cuenta su mujer: “Y ¿te fijaste en ese viejo verde, don Libidio, cómo no les quitaba el ojo a las muchachas del coro?”. “Tampoco observé eso” -responde con humildad don Martiriano. “¿Entonces a qué vienes a misa? –se molestó doña Jodoncia-. ¿A estar distraído todo el tiempo?”.
Rondín # 17
El padre Arsilio llegó a la ciudad en autobús. Iba a predicarles los ejercicios espirituales de Semana Santa a unas monjitas. Les había dicho que al llegar les avisaría que estaba ya en la terminal, a fin de que fueran por él. Marcó, pues, el teléfono del convento, pero al hacerlo se equivocó de número. Preguntó: “¿Hablo a la casa de las Hermanitas de los Pobres?”. “No -le respondió una sugestiva voz de mujer-. Habla usted a la casa de las amiguitas de los ricos”.
Don Chinguetas y doña Macalota fueron a una granja. Ella observaba al gallo, que se atareaba asiduamente con las gallinas. “Aprende –le dijo en voz baja doña Macalota a su marido-. Lo hace varias veces”. “Sí –replicó don Chinguetas-. Tiene varias gallinas”.
Un señor llegó a todo correr a donde estaba el pescador junto a su barca. “¡Por favor venga rápido! -le rogó lleno de angustia-. ¡Mi esposa se está ahogando y yo no sé nadar! ¡Si la salva le daré un millón de pesos!”. El pescador se apresuró a ir a donde le decía el señor y, en efecto, vio a una mujer que braceaba desesperadamente para no hundirse. Se lanzó a las olas el pescador, nadó vigorosamente hasta llegar a la mujer y la trajo de regreso a la orilla, sana y salva. “¡Gracias, buen hombre! -profirió el señor, agradecido-. ¡Ha salvado usted la vida de mi esposa! ¡Hoy mismo le daré el millón de pesos!’’. Y así diciendo fue lleno de emoción a abrazar a la compañera de su vida. “¡Santo Cielo! -exclamó lleno de asombro al verla-. ¡No es mi esposa! ¡Es mi suegra! ¡Me confundí porque lleva un traje de baño de mi mujer!”. “¡Uta! –se consternó entonces el pescador-. ¡Esta maldita suerte mía! ¿Cuánto le debo, señor?”.
La maestra les pidió a los niños: “Mencionen algo que sea bonito”. Propuso Rosilita: “Una flor”. Sugirió Juanilito: “Un amanecer”. Dijo Tonilo: “Un cachorrito”. Pepito levantó la mano. “Un embarazo” -declaró. “¿Un embarazo? -se sorprendió la profesora-. ¿Por qué dices eso?”. Explicó Pepito: “Mi hermana soltera anunció hace unos días que estaba embarazada. Y dijo mi papá: ‘Qué bonito, ¿verdad? Qué bonito’”.
En La Habana, la hermosa capital de Cuba, se estaba llevando a cabo la reunión mensual de Alcohólicos Anónimos. Quien presidía la junta se dispuso a pasar lista mencionando a cada miembro del grupo por su nombre de pila y la primera letra de su apellido paterno, en orden alfabético. Empezó: “Catarrino A.”. “Presente, chico” -respondió el nombrado. “Enofilio B. Contestó otro: “Acá estoy”. “Ginebrina C.”. “Yo soy, caballero” -dijo una mujer. “Baco D.”. “Presente”. “Empédocles E.”. “Presente también”. “Bebilia F”. Nadie respondió. Repitió el que pasaba la lista: “Bebilia F.” Silencio. Levantó la voz el hombre e insistió por la tercera vez: “¡Bebilia F.”. No contestó la de ese nombre. Prosiguió entonces el señor: “Ciriaco G.”. Y con el típico modo de hablar de los cubanos dijo uno desde el fondo del salón: “Yo creo que sí, chico, porque lo borracha ya se le quitó, pero lo putilinga no se le ha quitao”.
Tres amigos fueron de vacaciones a Cancún. En la playa conocieron a tres chicas. Una era telefonista, la segunda enfermera y la otra profesora. Al día siguiente los amigos comentaron en el desayuno sus respectivas experiencias. “A mí no me fue muy bien con la telefonista –dijo uno, triste–. No pude hacer nada. Lo único que ella me decía era: “Un momento, por favor”. “A mí me fue igualmente mal con la enfermera –declaró el otro–. Tampoco me dejó hacer nada. Se la pasó toda la noche diciéndome: “No se mueva. No se mueva’”. “A mí me fue peor con la profesora” –manifestó el tercero–. Le preguntaron los amigos: “¿Tampoco te dejó hacer nada?”. “Me dejó hacer todo –respondió el tipo con voz desfallecida–. Pero al terminar me dijo: ‘Muy bien. Ahora me vas a repetir la tarea cinco veces’”.
La anciana señora le dijo a su descocada nieta: “Tú lo que necesitas, Pirulina, es buscarte un marido”. “Ya lo sé, abuelita –reconoció ella–. Pero ¿el de quién?”.
Doña Macalota, algo nerviosa pero muy halagada, le dijo en el restorán a don Chinguetas, su marido: “No voltees ni vayas a hacer algún escándalo, pero el elegante caballero que está en aquella mesa no me ha quitado la vista de encima ni un momento”. “Ya lo conozco –contestó don Chinguetas sin dejar de comer–. Es un anticuario”.
En la selva africana cundió el terror: una manada de feroces leones andaba por la comarca devorando hombres. Los jefes de la tribu llamaron a los cazadores blancos y ofrecieron una jugosa recompensa al que matara el mayor número de leones. Se presentaron cuatro aspirantes al premio: un americano, un inglés, un alemán y un mexicano. El americano traía un rifle con una potente mira telescópica capaz de aproximar la presa como si estuviera al alcance de la mano. El inglés llevaba un moderno fusil cuyas balas electrónicas perseguían al animal hasta alcanzarlo y darle muerte. El alemán se presentó con un arma que proyectaba sobre el blanco un rayo láser. En el sitio donde se posara el rayo ahí daría la bala. El mexicano, ante la sorpresa de todos, llegó llevando solamente un talache y un morral terciado al hombro. Se sortearon los turnos y le tocó salir primero al americano. Cada cazador dispondría de dos horas para cobrar sus piezas. Regresó el yanqui con cuatro leones muertos por un balazo entre los ojos. Partió el inglés y volvió a las dos horas justas con seis leones muertos de un tiro en el costado. Salió el alemán y regresó en el tiempo previsto. Venía con 10 leones, todos muertos por una bala que les había traspasado el corazón. Entre las risas nada disimuladas de los otros, salió el mexicano con su talache y su morral. Volvió a la media hora. Traía 20 leones muertos, ninguno de los cuales mostraba ni siquiera la más pequeña herida. “By Jove!” –exclamó el inglés–. “Mein Gott!” –prorrumpió el alemán–. “Son of a gun!”’ –dijo el americano–. En seguida le preguntaron al mexicano cómo había consumado semejante hazaña. “Muy sencillo –explicó, displicente, el peladito–. En este costal traigo un alimento mexicano que se llama pinole. Regué un caminito de pinole, y al final puse un montón grande. Llegaba el león, empezaba a oliscar el pinole y lo seguía hasta donde estaba el montón. En ese momento yo le metía el mango del talache por atrás. Al sentir eso el león hacía para adentro: ‘¡Ahhhh!’. Y se ahogaba con el pinole”.
La joven recién casada le comentó a su médico: “Estoy preocupada por mi esposo. Tarda un poco en ponerse en aptitud de mostrarme su amor”. Inquirió el facultativo: “¿Cuándo notó usted eso?”. Respondió la muchacha: “Dos veces ayer en la tarde, tres veces anoche y otras dos veces hoy por la mañana”.
Rosibel, la secretaria de don Algón, fue a París y regresó encantada. “Los franceses son muy caballerosos –le contó a su jefe-. Siempre les besan la mano a las mujeres”. Comentó don Algón: “La intención podrá ser buena, pero la puntería es pésima”.
Doña Macalota le dijo a don Chinguetas, su marido: “En algún lío te metiste, porque vino un sujeto y me dijo que te anda buscando para partirte la madre”. Don Chinguetas se preocupó: “Y tú ¿qué le dijiste?”. Contestó doña Macalota: “Que lo sentía muchísimo, pero que no estabas”.
Babalucas tenía una prima llamada Pilar. Cierto día un amigo le preguntó: “¿Qué es de Pilar?”. Respondió el badulaque: “Es quitarle a alguien los pelitos”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, escogió el traje más feo que había en la tienda. Era de color morado con rayas amarillas. Le preguntó al encargado: “Dígame con franqueza, joven. ¿Cree usted que si compro este traje mi señora saldrá conmigo cuando me lo ponga?”. Respondió el empleado: “Sinceramente, señor, creo que no”. Dijo don Martiriano: “Entonces me lo llevo”.
Un señor que vivía en Madrid recibió un mensaje procedente de Zaragoza. Era de un amigo que le decía: “-osé: Nuestro compañero -acinto, con el que -ugábamos al a-edrez en -aén, murió el -ueves. -uan. P.D: No uso la jota porque es muy alegre y debemos guardar luto”.
Susiflor le contó a Rosilí: “Mi novio Cástulo es muy respetuoso, muy caballero, muy decente, muy virtuoso. ¡Ya me tiene harta!”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le dijo a don Geroncio, el provecto señor que de vez en cuando la visitaba: “Amigo mio: ¡cómo me gustaría comer junto con usted mi platillo favorito!”. Preguntó don Geroncio: “¿Cuál ese platillo, señorita Himenia?”. Respondió ella con un suspiro: “Pastel de bodas”.
Dulcimel le tejió un suéter a su novio. Después de usarlo el muchacho le dijo a la chica: “El suéter no calienta nada”. “Qué raro –se extrañó ella-. Es de lana virgen”. Sugirió el novio: “El próximo házmelo de lana prostituta”.
Se casó la reina Victorina con el príncipe consorte. La noche de las bodas el novio le hizo a su real desposada una demostración de amor digna de una página de Casanova. Tras de gozar aquellos epitalámicos deliquios la reina quedó arrobada, suspendida, transportada. Salió del éxtasis y le preguntó con feble voz a su marido: “Dime, Albertico: ¿el pueblo también disfruta de esto?”. “Desde luego que sí, mi vida -respondió el príncipe sonriendo-. Y aun creo que lo goza con mayor intensidad y más frecuencia que los nobles”. “Bloody be! –prorrumpió Su Majestad con expresión poco majestuosa-. ¡Y luego dicen que todo lo bueno lo tenemos nada más nosotros!”.
Rondín # 18
Don Carmelino Patané, señor que ha deshojado ya muchos calendarios, corteja discretamente a la señorita Himenia Camafría, que muchas margaritas ha deshojado ya. Va a merendar con ella los jueves por la tarde, y le canta romanzas sentimentales de Piccini, Caccini y Gasparini acompañándose con su mandolina, instrumento que tañe con notable habilidad. La señorita Himenia le pregunta si no sabe canciones como “Musmé”, “El faisán” o “Flor de té”, que ella escuchó en las privilegiadas voces del doctor Ortiz Tirado, Juan Arvizu y Néstor Mesta Chaires. Don Carmelino hace un gesto desabrido y responde que no le agradan esas modernidades. El pasado jueves el provecto galán hizo a un lado al mismo tiempo la mandolina y la discreción; tomó en sus brazos a la señorita Himenia y le declaró su amor en tono arrebatado. Le suplicó, vehemente: “¡Sea usted mía esta noche de abril! ¡La próxima vez será quizás en junio, cuando me recupere!”. “¡Por Dios, amigo mío! –exclamó ella, azarada-. ¡Contenga sus ímpetus, al menos parcialmente! Cierto es que estamos solos, pues hoy es el día en que la sirvienta sale y viene hasta mañana. Cierto es también que no me es usted indiferente, y que aún laten en mí las ilusiones de la edad primera. La alcoba está aquí al lado, y antes de que llegara usted tomé la precaución de volver hacia la pared la imagen de Santa Staurofila, patrona de la pureza femenina, y puse en la cama sábanas de seda negra en previsión de que algo pudiera suceder. Le ruego, sin embargo, que considere mi posición”. “¿Cuál será?” –preguntó con interés don Carmelino. “Quiero decir –aclaró la señorita Himenia- que tengo escrúpulos”. “No importa –replicó él acercándola más hacia sí-. Estoy vacunado. Mi antigua profesión de viajante de comercio me ponía en la necesidad de precaverme contra todo posible contagio. Vayamos al lecho pues, mujer del alma, y probemos quizá por la vez última las mieles del amor”. “Pero, don Carmelino –objetó la señorita Himenia-, no estoy sexualmente activa”. “Tampoco eso me importa –respondió el encendido galán-. Usté nomás póngase. De la actividad me encargo yo”. Y así diciendo se levantó del sillón rápidamente. Su premura obedecía al temor de que se le pasara –digamos- el impulso. La nerviosa doncella lo detuvo. Le preguntó, tímida: “¿No hablaremos antes de matrimonio?”. “No -contestó don Carmelino al tiempo que la jalaba por el brazo-. Ya tengo uno”. ¡Jamás hubiera dicho semejante cosa! Himenia se puso en pie hecha un basilisco y le señaló con ademán enérgico la puerta de la calle. “¡Salga inmediatamente de mi casa! –le ordenó al aturrullado carcamán-. ¡No es usted digno de pisar el suelo de un hogar decente!”. Allá va don Carmelino, perdido todo impulso, y allá van con él la mandolina, Piccini, Caccini y Gasparini.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo con tono intencionado a Dulciflor, linda muchacha: “El día de mi nacimiento Diosito me dio a escoger entre tener una buena memoria o poseer un atributo varonil muy grande. No recuerdo qué fue lo que escogí”.
Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, visitó a su amiguita Solicia Sinpitier, añosa y célibe también, como ella. Grande fue su sorpresa al ver que en todos los muebles de la casa había paquetes de condones. Condones en la mesa de la sala, lo mismo que en las del comedor y la cocina; condones sobre el piano; condones en la alacena y la despensa; condones dentro del refrigerador, en la cómoda, el ropero y el buró. Le preguntó, azorada: “¿Por qué tantos condones?”. Explicó Solicia: “Compro un par de ellos cada día. El farmacéutico que me los vende es joven y muy guapo”. “¿Estás saliendo con él?” –se interesó la señorita Celiberia. “No –contestó Solicia-. Pero ya empieza a fijarse en mí”.
En el Ensalivadero, solitario lugar al que acudían los enamorados, le dijo el ardiente galán a su dulcinea: “Te voy a follar”. Ella se disgustó: “¡Qué poco romántico eres!”. “Está bien –concedió el tipo-. En esta hermosa y cálida noche de luna llena, bajo el manto sutil de las estrellas, te voy a follar”.
Dice un sabio refrán: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”. Se refiere ese proloquio al caso del hombre viejo que desposa a mujer joven. Don Languidio, un viejo solterón, no hizo caso del proverbio y casó con Loretela, muchacha en flor de edad, pues ni siquiera llegaba todavía al –ta, o sea a los 30. Mis cuatro lectores habrán de suponer, y lo harán con acierto, que el provecto marido rara vez daba cumplimiento al débito conyugal que imponen tanto la norma canónica como la ley civil. A consecuencia de eso la joven esposa andaba siempre nerviosa y desasosegada, con erizado humor. Al verla así don Languidio la llevó con un doctor. Un breve interrogatorio bastó al facultativo para encontrar la causa de aquella sintomatología. Le indicó al senil cónyuge: “Su esposa necesita que le hagan el amor todos los días del mes”. Repuso don Languidio con voz feble: “A mí apúnteme el día primero y el día 15”.
“Fui a una casa de mala nota –les contó don Cucurulo a sus amigos-, y a la primera mujer que vi ahí ofreciendo sus servicios a los clientes fue a mi esposa”. Uno de los amigos se condolió: “¡Qué gran desgracia!”. “Ni tanto –declaró don Cucurulo-. Ella no me vio a mí”.
Una señora comentó en la merienda de los jueves: “A mi hijo los niños le pegan en la escuela, lo insultan y se burlan de él”. Le sugirió una de las presentes: “Quéjate con el profesor”. Respondió la señora, amohinada: “Él es el profesor”.
Doña Caronta estaba en el lecho de agonía. Con el último aliento le dijo a su marido: “Si muero dale mi ropa a alguien que la necesite”. “Imposible –opuso el sujeto-. Tú eres talla XL3 y ella es S”.
La libertad debe ser libre. Brindemos por ella con una cheve bien helada a Planicia, joven mujer carente de relieves corporales tanto por la parte anterior como por la posterior, le dicen “El sombrero de mago”. Nada por aquí; nada por allá.
Al salir del cementerio el compadre del difunto se apuntó inmediatamente con la viuda. Le dijo, meloso: “¡Qué guapa está usted, comadrita!”. Respondió ella: “Y eso que el luto no me va muy bien”.
Puños de fierro, brazos de fierro, hombros de fierro, cuello de fierro, espalda de fierro, cintura de fierro…
A una casa desafinada, es decir, de mala nota, llegó un jactancioso y ególatra individuo. Se plantó en medio del local, y ante el asombro de la concurrencia procedió a quitarse la camisa y la camiseta. Así, desnudo de cintura arriba, procedió a mostrar su musculatura en diversas poses. Luego, dirigiéndose a las chicas que ahí prestaban sus servicios, declaró vanidoso: “Me presento ante ustedes, señoritas. Soy Herro, el Hombre de Fierro. Mírenme bien: puños de fierro, brazos de fierro, hombros de fierro, cuello de fierro, espalda de fierro, cintura de fierro, estómago de fierro. Y lo demás también de fierro. ¡Soy Herro, el Hombre de Fierro!”. Todas las sexoservidoras se mostraron impresionadas ante la exhibición del individuo, menos una que, se veía a las claras, era veterana experta en todas las lides de su profesión. Fue hacia el faceto individuo, lo tomó por el brazo y le dijo con acento imperativo: “Vamos al cuarto, Herro. Si tú eres el Hombre de Fierro yo soy Pandora la Fundidora”.
Don Jenizario, el gendarme del pueblo, vio por la ventana que Babalucas le estaba propinando fuertes nalgadas a su hijo. De inmediato llamó la puerta, y cuando Babalucas abrió le dijo con severidad: “¿Por qué maltrata en esa forma a su hijo? Lo que está haciendo no corresponde a la conducta de un buen padre”. “Permítame explicarle –respondió el iracundo papá–. Soy músico profesional, y toco la guitarra. El niño le dio vuelta a una de las clavijas, y me la desafinó”. “¿Y sólo por eso golpea usted a la pobre criatura? –se indignó el policía–. ¿Porque le desafinó una cuerda de la guitarra?”. “No nada más por eso –contestó furioso Babalucas–. El chiquillo no quiere decirme cuál de las seis cuerdas fue la que me desafinó”.
El loquito del pueblo llegó a la cantina del lugar. Iba empujando una carretilla vacía que dejó recargada en la pared mientras bebía la copita de mezcal que cada día le obsequiaba el compasivo cantinero. Al salir de la taberna se dio cuenta, consternado, de que su carretilla ya no estaba ahí: alguien se la había robado. “¡Caramba! –se preocupó el loquito–. ¿Y ahora en qué me voy a ir a mi casa?”.
Ya conocemos a doña Frigidia: es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión pasó en barco por el ecuador y lo congeló. Pues bien: una noche accedió a cumplirle el débito conyugal a su marido después de más de un año de constantes negativas. A la mitad del trance del amor le preguntó asustado don Frustracio, a su esposa: “¿Te sucede algo, Frigidia? ¿Estás sufriendo un ataque de nervios o tienes convulsiones?”. “No –contestó doña Frigidia, extrañada–. ¿Por qué me preguntas eso?”. Explicó don Frustracio: “Es que te moviste”.
Susiflor le contó a su amiga Loretela: “Mi novio es estudiante de Medicina. Una vez por semana me hace una trepanación”. Replicó Loretela: “Eso no puede ser”. “Sí puede ser –insistió Susiflor–. Se me trepa”.
Dos vecinas estaban conversando. Le dijo una a la otra: “La vida es muy extraña, y tiene cosas impredecibles. No sé si conozcas a Loretela Patané, la del departamento 34. La semana pasada se sacó el premio gordo de la lotería, y el mismo día se le murió el marido en un accidente”. Exclamó la otra, admirada: “¡Qué buena suerte de mujer!”.
En el restorán un tipo le comentó a otro: “Al terminar la comida voy ir a ver a mi chiquita”. El mesero escuchó aquello y le dijo: “El baño está al fondo a la derecha, caballero”.
Terminó el trance del amor en la habitación 210 del popular Motel Kamawa. La chica le dijo a su compañero: “¡Qué hermoso fue esto! ¿Me amarás así cuando nos casemos?”. “Mejor todavía –respondió el sujeto–. Me excita mucho hacer el amor con una mujer casada”.
Noche de bodas. El novio, hombre fornido, musculoso, se desvistió de la cintura para arriba, levantó los membrudos brazos, los flexionó para mostrar los bíceps, expandió el pecho y le dijo con jactancia a su flamante mujercita: “Mira, Rosilí: dinamita pura”. “No me importa la dinamita –respondió ella–. Enséñame la mecha”.
“Señor juez –manifestó la señora–. Quiero divorciarme de mi esposo”. Inquirió el juzgador: “¿Cuál es la causa que invoca usted para fundar su demanda de disolución del vínculo matrimonial?”. Respondió la mujer: “No se la puedo decir en voz alta”. Insistió el juez: “Necesito conocer esa causal. Recuerde usted que la ley es dura pero es la ley. Recuerde también que dos ángulos iguales a un tercero son iguales entre sí”. “Está bien –concedió ella–. Le voy a dictar la causa por la que quiero divorciarme de mi esposo. Escriba con esta pluma”. Después de probarla dijo el juez: “No funciona”. Replicó la señora: “Eso”.
Rondín # 19
Después de algún tiempo de no verse tres amigos se reunieron. Dos de ellos eran casados; el otro seguía soltero. “Yo –declaró con altanería uno de los casados– salgo de mi casa todas las noches a pesar de las protestas de mi esposa. Me voy de parranda con los cuates”. “Yo –dijo el otro casado– también me salgo todas las noches, diga lo que diga mi mujer, y me voy a ver a una amiguita”. El soltero no decía nada. Le preguntaron los otros: “Y tú, ¿qué haces en las noches?”. Respondió: “Me quedo en mi departamento”. “¡Si serás idiota! –se burlaron los amigos–. No tienes quien te detenga; deberías salir a divertirte”. Replicó el soltero: “En mi departamento me divierto bastante. Siempre llega a visitarme alguna señora casada que busca compañía porque su esposo se sale todas las noches de parranda con los cuates o se va a ver a una amiguita”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. El diablo teme que se vaya al infierno porque lo congelará. Cierta noche de luna llena, sin embargo, la señora se puso inusitadamente romántica. Le dijo a don Frustracio, su marido: “Hoy no me duele tanto la cabeza”.
Dos chicas se casaron el mismo día. Al regresar de la luna de miel se reunieron a fin de comentar sus respectivas experiencias. Dijo una: “Bayardino se portó como un perfecto caballero. En la noche de bodas empezó por besarme en la frente”. “¡Qué coincidencia! –exclamó la otra–. ¡Ahí fue precisamente donde Libidio terminó!”.
Al final de este espacio viene el chiste más breve de todos los que no he entendido… Sigue ahora el chiste más breve de los que no he entendido… ¿Qué le dijo Adán a Eva la primera vez que la vio sin ninguna hoja encima? Le advirtió muy asustado: “¡Hazte a un lado, mujer! ¡Quién sabe hasta dónde vaya a llegar esta cosa!”.
“Me acuso, padre, de que froté mi parte de varón en el cuerpo de mi novia”. Así le dijo un muchacho al padre Arsilio en el confesonario. Inquirió el buen sacerdote: “¿Pasaron a mayores?”. “No –aseguró el joven penitente–. Eso fue todo”. “Me resulta difícil creerte –confesó el confesor–. Boca con boca se desboca, cuanto más cuerpo con cuerpo. Deja 50 pesos en la caja de las limosnas. Tal es la penitencia que se impone a quien lleva a cabo el acto sexual fuera del matrimonio”. “Pero, padre –alegó el muchacho–, no hubo acto sexual, pues no hubo penetración. Tal fue el argumento que esgrimió Bill Clinton cuando fue enjuiciado, y sus juzgadores le dieron la razón”. “No sé de política –replicó el sacerdote–, pero en los términos del Thesaurus Confessarii del padre Busquet frotar es lo mismo que introducir. Deposita, pues, esos 50 pesos en el cepo. Y reza mucho. El que peca y reza empata”. Tras oír esa última sentencia, por demás heterodoxa, y luego de recibir la absolución, el muchacho fue a la caja de las limosnas, sacó de su cartera un billete de 50 pesos y lo frotó en el cepo: “¡Padre! –le gritó al cura–. ¡Frotar es lo mismo que introducir!”.
Pepito caminaba por el parque con su amigo Juanilito cuando pasó junto a ellos una lindísima chiquilla de agraciado rostro y más agraciada aún figura. Le comentó Pepito a su amigo: “Si algún día dejo de odiar a las niñas, seguramente ésa será la primera a la que dejaré de odiar”.
Don Astasio tiene más cuernos que una cesta de caracoles. Cierto día llegó a su casa, y pese a que eran apenas las 4 de la tarde encontró a su mujer sin ropa y en la cama. No sólo eso: vio en el suelo prendas y zapatos de varón. Le preguntó: “¿Qué significa esto?”. Balbuceó ella: “Es que voy a salir en una comedia del Club de Damas y haré un papel de hombre. Me acabo de probar la ropa”. “Ah, vaya –respondió con alivio don Astasio–. Por un momento me figuré otra cosa. Perdona mi vana sospecha y mis recelos injustificados”. Así diciendo fue a poner su saco en el clóset. Dentro estaba un individuo en pelotier, esto es decir desnudo. “¿Qué significa esto?” –volvió a inquirir don Astasio, cuyas posibilidades expresivas eran bastante limitadas. “Señor mío –respondió el sujeto–, si le creyó a su esposa eso de la comedia también debe creerme que estoy aquí esperando el camión”.
Dulcibella y Pitorro se casaron. Bien pronto la flamante desposada se dio cuenta de que su marido era insaciable en la cuestión del sexo. Todos los días la procuraba, sin faltar ninguno, y en ciertas fechas especiales –un cumpleaños, la fecha de su boda, el aniversario de la batalla de Acultizingo– la requería dos y hasta tres veces en el mismo día. La pobre Dulcibella andaba ya toda derrengada –me resistí a usar el plebeo término “desguanguilada”–, como la gallinita a la que el gallo le exigía poner huevos de 2 pesos, siendo que las demás los ponían sólo de uno. Así un día le dijo a su esposo: “A partir de hoy sólo haremos el amor tres veces por semana”. “Está bien –concedió el tal Pitorro–. Entonces vendré a la casa cada tercer día”.
La señora dio a luz a una linda bebé. En tono terminante le anunció a su cónyuge: “La niña se llamara Herbenegalda. Así se llamaba mi abuelita, la mamá de mi madre”. Al señor, claro, ese nombre le pareció espantoso. Imaginó las penalidades que su hija iba a sufrir por causa de ese singular apelativo. Pero conocía bien a su mujer y actuó en consecuencia. Exclamó con simulada alegría: “¡Qué bueno que pensaste en ese nombre! ¡Así se llamaba una novia que tuve, mujer a la que quise mucho!”. Al punto la señora se corrigió: “Pensándolo mejor la niña se llamará María. Así se llamaba mi otra abuelita, la mamá de mi padre”.
Don Soreco Nacatzátzatl era más sordo que una tapia. Que una tapia sorda, aclaro, pues hay paredes que oyen. En cierta ocasión el papá de su nieto le informó que le iban a hacer al niño una piñata con motivo de cumplir 10 años. Manifestó don Soreco: “A los 10 años yo ya me hacía eso sin participación de mis papás”.
Un cierto amigo mío declara que todas las noches duerme muy tranquilo. Añade: “No es que tenga la conciencia tranquila; lo que pasa es que me hago pendejo”. Últimamente a mí se me ha ido el sueño, ese valioso don que Cervantes calificaba de “dulce”. Y es que me preocupa la forma en que López Obrador se allega cada día más atribuciones, cómo esa que la Cámara de Diputados –su Cámara de Diputados– le acaba de otorgar, y que le permitirá decidir por decreto el destino que tendrán los fondos derivados de ahorros en el presupuesto. El mismo Presidente anunció ya que tales recursos se entregarán a personas en situación vulnerable, como discapacitados o adultos mayores. Eso sería absolutamente encomiable de no ser por el recelo de que dichos apoyos se usen a fin de asegurar el voto de esas personas para Morena y su líder. Siempre los programas sociales han tendido al beneficio del partido en el poder, de modo que ésta no es ninguna novedad. Esperemos, sin embargo, que tales programas y los recursos tales no vayan a servir a la larga para la creación de un maximato
Tabu Larrasa y su esposo Diminucio sufrían de cortedad en partes muy sensibles. Ella casi no tenía busto; él estaba muy desposeído en la parte correspondiente a la entrepierna. (En cierta ocasión hubo de consultar a un urólogo, y el facultativo tuvo que recurrir a una lupa para efectos del examen clínico). Cierto día los dos esposos caminaban por la playa y las olas arrojaron a sus pies una lámpara de forma extraña. Doña Tabu la frotó para limpiarla, y de la lámpara emergió un genio del Oriente. Con voz grave les habló el gigante: “Me habéis librado de mi prisión eterna. A cada uno os concederé un deseo”. Pidió al punto la mujer: “Quiero tener bubis más grandes”. ¡Zoom! El busto le creció hasta alcanzar la medida del de Dolly Parton. Dijo el hombre: “Yo quiero que mi atributo de varón llegue hasta el suelo”. ¡Zoom! Las piernas se le acortaron.
“Estoy engañando a mi esposa”. Eso les contó don Astasio a sus amigos, que lo escucharon llenos de sorpresa. “¿Cómo es posible?” –exclamó el más exclamativo–. “Sí –confirmó don Astasio–. Tiene un amante, y le he hecho creer que no sé nada”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo una proposición indecorosa a doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad. “Se equivoca usted, señor mío –replicó ella indignada–. No soy una mujer pública”. “Ya lo sé –admitió Pitongo–. Le ofrezco absoluta privacidad”.
Dos individuos, casado uno, soltero el otro, discutían en forma acalorada acerca de sus respectivas habilidades amatorias. Aquél se jactaba de haber puesto en práctica exhaustivamente tanto el Kama Sutra como el Ananga Ranga. El soltero, por su parte, se decía nutrido en las modernas técnicas recomendadas por Alex Comfort y Dan Savage. El casado afirmaba que cuando terminaba de hacerle el amor a su mujer la imagen de San Pedro que tenía sobre la cabecera de la cama cobraba vida y le aplaudía con admiración. El soltero, por su parte, aseguraba que viéndolo tener sexo con alguna de sus amiguitas los 12 apóstoles de una estampa que tenía frente al lecho le hacían la ola entusiasmadamente. Después de mucho argumentar el soltero puso fin al debate. “No discutamos más –le dijo al casado–. Vamos con tu esposa y que ella decida”.
Una sexoservidora le aconsejó a su compañera “No vayas al cuarto con ese tipo que acaba de entrar. Pide cosas muy feas”. “¿Como qué? -preguntó la otra al tiempo que imaginaba las peores perversiones. Respondió la amiga: “Como que le fies”.
Don Añilio, señor de edad madura, cortejaba discretamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. El senil caballero había hecho construir en su jardín un pequeño kiosco, y una tarde le propuso a su dulcinea, galante: “Querida amiga, vayamos a mi casa. Ahí le enseñaré mi pérgola”. “¡Señor mío! –contestó indignada la señorita Himenia-. ¡Por ningún motivo le admito esa clase de groserías!”.
“¡Cómo han cambiado los tiempos! –suspiró llena de nostalgia la abuelita-. En mi época las mujeres nos íbamos a la cama cuando muy tarde a las 9 de la noche”. Replicó su joven nieta: “Yo me voy a la cama a las 8”. “¿De veras?” –se sorprendió la abuela. “Sí –confirmó la muchacha-. Así puedo estar de regreso en mi casa antes de las 10”.
Un tipo les contó a sus amigos en el bar: “Mi mujer tiene un reloj en las pompas”. Preguntó uno de los amigos, extrañado: “¿Cómo es eso?”. Explicó el sujeto “Anoche le agarré una nalga en la cama y me dijo: ‘¡No manches! ¡Son las 3 de la mañana!’”.
Una chica le comentó a su amiga: “Debe resultarte un poco incómodo eso de llamarte Virgen”. “Sí –reconoció la muchacha–. Sobre todo porque me apellido Loera”.
Rondín # 20
Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Al regreso del viaje nupcial la flamante desposada le dijo a su ingenuo maridito: “¡Qué potente eres, Simpliciano! ¡Apenas acabamos de regresar de la luna de miel y ya tengo tres meses de embarazo!”.
En la casa de mala nota un individuo contrató los servicios de una sexoservidora. Le advirtió: “Pero quiero que me lo hagas como me lo hace mi esposa”. Preguntó intrigada la otra: “¿Cómo te lo hace tu esposa?”. Respondió el individuo: “Gratis”.
“¿Hay alguien aquí que se crea muy gallo?”. Eso preguntó aquel tipo plantándose en medio de la cantina llena de gente brava. “Yo mero” –se levantó al punto un sujeto, retador–. Pidió entonces el otro: “¿Sería tan amable de ir a cantarme a mi casa a las 5 de la mañana? Tengo que madrugar para salir a un viaje”.
Caperucita Roja le dijo al Lobo Feroz: “¡Qué susto me diste! Yo oí: ‘Te voy a comer’”.
Lady Godiva cabalgó desnuda por las calles de Coventry en protesta porque su esposo, señor feudal de la comarca, había aumentado los impuestos. Cuando la hermosa mujer volvió a la casa su marido le preguntó: “¿Dónde andabas?”. Contestó lady Godiva: “Fui a cabalgar desnuda por las calles como protesta porque aumentaste los impuesto”. “¡Sí, desdichada! –replicó el esposo hecho una furia–. ¡Pero el caballo regresó hace tres horas!”
“Aprende a cocinar, hijita –le aconsejó la abuela a su nieta–. El camino para llegar al corazón de un hombre pasa por su estómago”. “Abuelita –respondió la muchacha–, yo me sé un caminito mejor”.
En el ring, sentado en el banquillo de su esquina, Kid Groggo le preguntó a su manager: “¿En qué round vamos?”. Respondió el hombre: “Cuando oigas la campana empezará el primero”.
Ovonio Grandbolier posee tres especialidades: tiene licenciatura en pereza, maestría en holganza y doctorado en haraganería. Anoche les contó a sus amigos en el bar: “Mi esposa y yo estamos afrontando en nuestra casa un problema de mantenimiento. Mi suegro ya no nos quiere mantener”.
Conocemos bien al tal Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Fue con su esposa a una cena. A los postres se puso en pie, alzó su copa y dijo: “Quiero que me permitan brindar por la mujer que en todos estos años me ha dado su amor, su compañía, su consejo y su apoyo. Desgraciadamente no está aquí”.
Don Poseidón, hombre bueno y sencillo del norte, fue a París. En la calle lo abordó un sujeto que le dijo en correctísimo español: “Puedo conseguirle una muchacha”. “No” –respondió el ranchero apresurando el paso–. El individuo fue tras él y le ofreció: “Puedo conseguirle un muchacho”. “No, no” –volvió a decir el vejancón, cuyas capacidades expresivas eran bastante limitadas, sobre todo en situación de apuro–. Preguntó el tipo: “Entonces ¿qué le puedo conseguir?”. Se detuvo don Poseidón. “Pelao –le pidió en ansioso tono–, consígueme un restorán donde vendan cabrito”.
La parejita fue en el automóvil del novio al solitario paraje llamado El Ensalivadero. Ya en el asiento de atrás del coche, él contempló a su amada y empezó a decir: “¡Qué ojos! ¡Qué labios! ¡Qué cuello! ¡Qué hombros! ¡Qué busto! ¡Qué cinturita!”. Ella lo interrumpió: “Haz lo que venimos a hacer, Pitorro. El inventario déjalo para después”.
Aquel marido terminó de leer el libro “Instrucciones para el perfecto amante” y en seguida se tomó la pastillita azul. Esa noche le dijo a su esposa: “Voy a hacerte la mujer más feliz del mundo”. Preguntó ella, ansiosa: “¿Te vas a ir de la casa?”.
Los científicos estudiaban el efecto de la mariguana en ratones de laboratorio. Uno de los ratoncitos escapó de la jaula y fue a dar a una casa. Aquello era un paraíso: había abundancia de comida y lindas ratoncitas. Sin embargo, al paso de los días el ratoncito andaba triste y cabizbajo. “¿Qué te pasa? –le preguntó otro ratón–. ¿No eres feliz aquí?”. “Soy muy feliz –respondió el ratoncito–. Pero me estoy muriendo por un toque”.
Sonó el celular de Babalucas. Quién llamaba era su esposa. Le preguntó asombrado el badulaque: “¿Cómo supiste que estaba en este motel?”.
Un tipo le contó a otro: “Mi esposa me dejó para irse con mi mejor amigo”. Protestó con sentimiento el otro: “Siempre pensé que yo era tu mejor amigo”. “Lo eras –replicó el tipo–. Ahora tienes el segundo lugar”.
La india piel roja le informó a su novio: “Te tengo una buena noticia, Ciervo Blanco. Ya no serás el último de los mohicanos”.
Don Algón cortejaba insistentemente a su linda secretaria Susiflor. La muchacha, sin embargo, resistía su acoso. El añoso galán apretó el sitio: le regaló a la chica un collar de perlas, un anillo de brillantes, un abrigo de visón y, finalmente, un coche último modelo. Entones sí Susiflor accedió a ir con él a un discreto motelito. Ahí sucedió lo que tenía que suceder. Al terminar el trance don Algón le extendió a su secretaria un cheque por 20 mil pesos. Ella se echó a llorar. El ejecutivo se azoró. Le preguntó, apenado: “¿Te ofendí, mi vida?”. “No –respondió Susiflor–. Lloro al pensar en todo lo que he perdido por hacer esto de gratis con todos los empleados de la oficina”.
El marqués Culiche ofendió al conde Nado, y éste lo retó a duelo. Le preguntó: “¿Qué prefiere usted? ¿Qué nos batamos con espada o con pistola a 10 pasos?”. Respondió el marqués Culiche: “Prefiero que nos batamos con espada a 10 pasos”.
En la noche de bodas la novia dejó caer el vaporoso negligé que la cubría. El desposado fue hacia ella lleno de amoroso ímpetu, pero se detuvo al ver que su mujercita traía en el bajo vientre un letrero que decía: “5 mil pesos”. Le dijo: “Ya no me cabe ninguna duda, Avidia. Te casaste conmigo por dinero”.
Lord Feebledick regresó de la cacería de la zorra y sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en brazos de Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de los faisanes. Milord, perdida por completo sul flema británica, le gritó a la pecatriz: “¡Mala pécora! ¡Desvergonzada mujerzuela! ¡Mesalina sin pudor!”. Con tono de reproche le dijo ella: “Repórtate, Feebledick. Los problema de familia no se ventilan en presencia de la servidumbre”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario