lunes, 12 de abril de 2010

Más chistes de Catón

En una entrada previa del año pasado publicada en esta bitácora el 9 de noviembre de 2009 reproduje una colección de chistes elaborados por el famoso editorialista-comentarista-humorista tocayo mío, Armando Fuentes Aguirre originario de Saltillo, Coahuila, Licenciado en Letras Españolas y maestro universitario, mejor conocido en México como Catón (Catón es una palabra cuyo significado en Latín es “el ingenioso”), el cual desde hace varias décadas tiene una columna titulada “DE POLITICA... Y COSAS PEORES”, los cuales fueron tomados de unos recortes de periódico que mi madre fue guardando con el paso del tiempo pero para los cuales ya no tenía espacio en donde guardarlos, y me había parecido lo más adecuado el pasar los mejores chistes de esos recortes a mi bitácora para compartirlos con mis lectores que simplemente tomar esa colección de chistes enviándolos a la papelera. Puesto que en la columna publicada diariamente por Catón sólo son publicados unos cuantos chistes, el mérito de formar una colección de los mismos recortando cada una de las columnas que aparecen diariamente y juntándolas cuidadosamente para ir acumulando una cantidad creciente del mismo material en un solo lugar es algo que requiere una paciencia cuyos frutos merecen ser compartidos.

Recientemente mi madre me entregó un nuevo paquete de chistes de Catón, y como son tantos recortes había tenido mis dudas y mis reservas sobre la posibilidad de subirlos a una entrada nueva en mi bitácora, tomando en cuenta la enorme cantidad de tiempo que se requiere para transcribir todo el material impreso que es mucho, sobre todo porque el tiempo de elaboración en la publicación de mis materiales técnicos tales como La Teoría de la Relatividad y La Mecánica Cuántica no me deja tiempo para nada. Pero a fin de cuentas me decidí a reservar un pequeño espacio de tiempo para ir subiendo un poco de material día tras día hasta subirlo todo, y este es el resultado final para que pueda ser disfrutado por quienes quieran alegrar un poco su vida con una dosis de buen humor, que al fin y al cabo no hay nada mejor que unas buenas carcajadas para alegrar un poco la vida.

El último chiste puesto aquí al final posiblemente sea el chiste más largo que Catón haya escrito hasta el presente, le ocupó casi toda la columna editorial que el periódico le permite, y tal vez debería ocupar un primer lugar en el libro de los records Guinness por su extensión, y aunque no me sentía con muchas ganas de incluírlo decidí meterlo al final de cuentas para no dejar nada fuera (esta colección ha sido agrupada en varios “rondines” con el propósito de que cualquier lector que no tenga tiempo para poder verlos todos en un mismo día pueda regresar posteriormente encontrando sin muchas dificultades el lugar en donde dejó pendiente su lectura).

Rondín # 1.-

El borracho del pueblo iba dando traspiés por las afueras del cementerio. Unos bromistas lo ven y deciden darle una lección: lo meterán en un ataúd, lo pondrán en una tumba abierta y se divertirán con el susto del borracho, al que seguramente no le quedarán ganas de volver a tomar una copa en su vida. Así lo hacen: meten al borrachín en un ataúd, lo depositan en una tumba y se esconden para ver lo que sucederá. Pasa la noche, llega el nuevo día, y de pronto suena el estrepitoso pito de una fábrica vecina. Se abre la tapa del ataúd, asoma la cabeza el borrachín, echa una ojeada a su alrededor y luego exclama: “¡El día de la resurrección y yo soy el primero en despertar! ¡Esto merece un trago!”

El seductor recibe una misiva amenazante: “Muy señor mío: Me he enterado de que anda usted con mi esposa. Lo espero mañana a las 21 horas en el bar del hotel Tahl para hablar acerca del asunto”. Responde a la carta el seductor: “Estimado señor: Acabo de recibir su citatorio. Con mucho gusto asistiré a la convención”.

El diablo llega a su casa después de un arduo día de trabajo en el infierno y su señora le dice: “Debes castigar a Junior. Le ha dado por decir malas palabras”. “¿Ah, sí? -se pone severo Satanás-. ¿Qué dijo?”. “Estaba jugando con el martillo -cuenta la señora diabla-, se dió un golpe en un dedo y gritó: “¡Santo Cielo!”.

Una pareja de novios decide terminar con sus relaciones. “Hagámoslo como amigos, -propone ella-. Yo no iré por ahí diciendo mentiras acerca de tí”. “Magnífico -responde él-. En cambio yo te prometo que no iré por ahí diciendo la verdad acerca de tí”.

“Mi mujer se fugó con mi mejor amigo”, dice un señor. “¡Qué barbaridad -exclama el que lo oía-. ¿Quién es él?”. “No sé -responde el otro-. Pero a partir de ahora lo considero mi mejor amigo”.

“¿Y de veras Servilio es un incondicional del jefe?” -pregunta uno de la oficina a su compañero-. “¿Que si es incondicional del jefe? -dice el otro-. Mira: sería capaz de besarle los cachetes. Los cuatro”.

Contaba una muchacha a sus amigas: “Mi novio me dijo anoche que si no iba con él a su departamento terminaba conmigo. Fuímos a su departamento, y fuí yo la que acabé con él”.

El muchacho pedía dinero a su papá. “No te lo daré, hijo, -lo amonesta el señor-. Tienes que aprender que en la vida hay cosas más importantes que el dinero”. “Ya sé cuáles son esas cosas, papá -dice el muchacho-. Pero no salen contigo si te ven sin dinero”.

“¡Viejo, viejo! -llega corriendo la señora-. Mi mamá se cayó y se luxó un brazo! ¿La vendo?”. “¡Fuera bueno! -dice el marido-, pero, ¿quién te la va a comprar?”.

Algo borracho el tipo llega a su casa a las horas de la madrugada, y procurando no hacer ruido se mete en la cama. Su esposa lo siente, sin embargo, y entre dormida y despierta le pregunta: “¿Eres tú, querido?”. “Espero que sea yo -responde con hosquedad el individuo-, porque si no aquí va a haber un escándalo”.

El señor y la señora tienen una más de sus ya cotidianas discusiones. “¡Eres un idiota, como todos los hombres!” -grita ella-. “¡No es cierto que todos los hombres sean idiotas! -protesta él-. ¡También los hay solteros!”

“Doctor -dice un señor al médico-, mi señora padece insomnio”. “Eso no es problema -responde el doctor sacando de su escritorio unas píldoras y unas ampolletas-. Con esto le vamos a quitar el insomnio a su señora. Mire: mañana, cuando cante el gallo, déle estas píldoras. Y a la hora en que llegue el lechero, que es seguramente la hora en que despierta su señora, póngale en una lavativa estas ampolletas”. El señor se va con el remedio. A los dos días regresa. “¿Cómo siguió su esposa? -le pregunta el galeno-. ¿Pudo dormir anoche?”. “No doctor- responde el tipo-. Y vengo a que me dé otro tratamiento. Al gallo como quiera lo hice que se tragara las píldoras, pero ¡ah, cómo batallé para ponerle la lavativa al maldito lechero!”.

La presuntuosa dama ricachona, bastante robusta ella, sale del elegante hotel y dice con imperativo acento a un borrachito que está allí parado: “Llámeme un taxi”. “Está bien, señora -acepta el borrachín-. Si quiere que la llame un taxi la llamaré un taxi. Pero usted me parece más bien un trailer”.

“Me acuso, padre -dice una chica al confesor-, de que mantengo relaciones con todos los hombres del pueblo”. “¡Qué barbaridad! - se escandaliza el sacerdote-. ¿Y por qué te portas así”. “Es que soy algo sorda -se justifica ella-.” “¿Y eso qué tiene que ver?” -inquiere el señor cura. “No oigo la voz de mi conciencia” -replica ella-.

Un turista llega a un pueblito y ve un anciano de unos 80 años sentado a la puerta de su casa. “Perdone señor -le dice-, ¿no me haría usted el favor de mostrarme el pueblo? Estoy dispuesto a pagarle”. “Lo haría gustosamente, caballero -responde con mucha cortesía el ancianito-, pero tengo que pedir permiso, y mi papá no está en la casa”. “¿Su papá? -se asombra el turista-. ¿Pues que edad tiene el señor?”. “Ciento tres años -contesta el viejito-”. “¿Y a esa edad anda en la calle?” -pregunta boquiabierto el turista-. “Es que fue a la boda de mi abuelito” -responde el anciano. “¡Extraordinario! -exclama maravillado el turista-. ¿Y cuántos años tiene su abuelito?”. “Ciento veinte años” -responde el otro-. “¿Y a los ciento veinte años se quiere casar?” -pregunta el turista sin dar crédito a lo que oye-. “No quiere -dice el viejito-, tiene qué”.

La muchacha dice a la empleada en la boutique: “Ese vestido es inmoral, atrevido, escandaloso y llamativo. ¡Me lo llevo!”.

Los dos novios discutían acremente sin lograr ponerse de acuerdo. Por fin sugiere él: “Mira Rosibel: vamos a pasar el fin de semana en un campo nudista”. “¿En un campo nudista? -se asombra ella-. ¿Para qué”. “Es que ahí podremos ventilar nuestras diferencias” - explica el muchacho.

Dos rancheritos entran al lobby de un hotel, se fijan en una puertita que se abre y se cierra de continuo (era el elevador). “Vamos a ver qué hay en ese cuartito” -dice uno de los rancheritos-. Entran al elevador, y les pregunta el elevadorista: “¿A cuál piso?”. “A mi compadre -dice uno de los rancheritos-. Es el que anda de curios”.

Informa un tipo a otro: “A aquella muchacha le dicen ‘La Gripa’”. “¿Por qué?” -le pregunta el otro. Y dice el tipo: “Porque a todos les dá”.

El norteamericano había llegado recientemente al pueblo y aún no dominaba bien las intrincadas complicaciones del español. Pregunta a uno de sus vecinos: “¿Su señora esposa pesa muy pocas libras, señor?”. “¿Por qué?” -pregunta muy extrañado el vecino. “Porque todos me dicen que es la mujer más liviana del pueblo” -responde el americano.

Rondín # 2.-

Un sujeto al que seguramente no le había ido muy bien en su vida de casado comentaba con melancólica resignación: “Con el matrimonio te sucede lo mismo que cuando vas a comer con amigos en el restaurant. Siempre te lamentas de no haber pedido lo que le trajeron al otro”.

El muchacho dice a su novia: “Mi amor, ahora que vayamos a nuestro viaje de luna de miel, ¿qué te gustaría ver?”. “Puros techos” -responde ella.

Un sujeto encontró a su amigo leyendo un libro. “¿Qué libro es ése” -le pregunta-. Responde el otro: “Se llama ‘Lo que toda mujer quisiera tener’”. “Permítemelo un momento -dice el tipo-. Quiero ver si escribieron mi nombre correctamente”.

Ovonio Grandbolier, el hombre más flojo de la comarca, llegaba todos los días tarde a la oficina. Le dice su jefe, Don Algón: “Usted sabe muy bien que la hora de entrada es a las 8 de la mañana. Lo despediré si no llega cuando el reloj suene las campanadas de las 8”. “¿La primera, o la última?” -inquiere el gran harón.

El papá de Pirulina le pregunta: “¿Te ha servido la clase de educación sexual que tomas en la escuela?”. “Desde luego que sí, papi -le responde Pirulina-. Ahora al terminar siempre doy las gracias”.

Don Holofernes, acomodado labrador, puso los ojos en su comadre Pomposa, mujer de magnificiente caderamen. No eran realmente los ojos lo que quería poner en ella, pero por algo se empieza: aguja e hilo son la mitad del vestido. Un día le declaró su sentimiento: “Comadre -díjole-. Usted me gusta mucho. Veo que mi compadre Poseidón la tiene muy abandonada. Quizá yo pueda llenar el hueco que él no ocupa”. Doña Pomposa replicó echando por delante su calidad de esposa: “Me ofende usted, compadre. No soy mujer para andar en tales trapicheos”. A don Holofernes ya le iba a dar vergüenza por su desatentado atrevimiento, pero en eso su comadre, que había hablado primero como esposa, dejó que tomara la palabra la mujer. “Además, compadre -prosiguió- usted conoce bien a mi marido, y sabe lo celoso que es. No se aparta de mí ni un solo instante; no me deja ni a sol ni a sombra. ¿Cómo haríamos para entrevistarnos?”. “¡Ah, cielo mío! -exclamó don Holofernes al ver franca la puerta de su buenaventura-. ¡No hay barreras que no logre vencer la fuerza del amor! Tengo un plan. Hoy por la noche vendré y haré que se alboroten las gallinas. Usted dirá a mi compadre: -‘Poseidón, el coyote anda en el gallinero, levántate’-. Conozco a mi compadre: no se va a levantar. Otra vez haré que se asusten las gallinas. -‘Poseidón’- le dirá usted otra vez a mi compadre, -‘levántate que el coyote se va a llevar una gallina’. De seguro él dirá: ‘No me levanto. Si quieres levántate tú’. Entonces, comadre, usted vendrá hacia mí y en un rato despacharemos nuestro pendientito”. En esos términos quedaron conchabados. Esa noche, en efecto, llegó con pasos tácticos don Holofernes al rancho de su compadre Poseidón. Siguiendo el prefijado plan se acercó al gallinero, con lo cual se asustaron las gallinas y empezaron a cacarear, sobresaltadas. En el lecho conyugal doña Pomposa, que no dormía esperando la hora de la refocilación, despertó a su marido. “Poseidón -le dijo-. Levántate. El coyote anda en el gallinero”. “Estoy dormido ya -respondió él-. No me levanto”. Otra vez, allá afuera, se oyó la alharaca del gallinero. “Poseidón -volvió a decir doña Pomposa-. Levántate. El coyote se va a llevar una gallina”. “Tengo sueño -repitió el marido-. No me voy a levantar”. “Muy bien -dijo doña Pomposa, feliz con el placer del gozo anticipado-. Entonces me levantaré yo”. “Te levantas pura tiznada -le contestó el marido-. Dile a mi compadre que yo también he sido coyote”.

Cierto sujeto llamó por teléfono a una funeraria, pero por equivocación marcó el número de Flordelisio. “¿Usted es el de las pompas fúnebres?” -le pregunta-. “¡Uy, no! -contesta entre risitas Flordelisio-. ¡Yo siempre las traigo muy contentas!”.

Era una cuadra de caballos de carrera. “¿Cómo se llama este caballo?” -pregunta el visitante al encargado, un norteamericano. Contesta el hombres: “Se llama ‘Jijo de su Tiznada Madre’”. “Qué raro nombre” -se extraña el visitante-. “A mí también me parece raro -contesta el americano-. Se llamaba de otra manera, pero así le empezaron a decir los apostadores”.

Los fatigados peregrinos avanzan penosamente por la áspera vereda que conduce al convento. “¡Animo, hermano! -dice uno al otro-. Allá en lontananza columbro ya la santa casa donde habremos de hallar refugio y fortaleza, lejos de las terribles acechanzas del mundo, el demonio y la carne”. Llegan por fín casi arrastrándose a las puertas de la morada conventual, y logran apenas hacer sonar la campanilla de la puerta cuando ya las sombras de la noche han caído. Un lego abre la ventanilla de la puerta: “¿Qué buscáis, amados hermanos míos?” -pregunta con dulcísima voz. “Venimos en busca de amparo, de paz y de consuelo” -dicen los peregrinos-. “¡Shhh! -les impone silencio el hermano-. Aquí estuvieron, pero se regresaron ya al pueblo. Pueden hallarlas en ‘El Foco Rojo’ o en el ‘Fitos Bar’”.

El médico le indica a la mujer: “La entiendo perfectamente, señora: su esposo se emborracha todos los días. Pero de veras, los pediatras nos dedicamos a otra cosa”. (nota: por eso de que el hombre anda “pedo” todo el tiempo)

Don Astasio llegó de un viaje. Su pequeño hijo no se quería dormir. “Duérmete -le conmina Don Astasio- porque al final va a llegar el Coco”. “No es el Coco -lo corrige el pequeñín-. Es el vecino del 14”.

El maduro caballero le dice a su amigo: “Estoy leyendo un libro muy triste, tristísimo”. “¿Qué libro es ése?” -pregunta el amigo-. “Se llama The Joy of Sex -contesta el veterano-. La Alegría del Sexo”. “Oye -se sorprende el amigo-. Ese no es un libro triste”. “A mi edad sí” -concluye con un gran suspiro el señor.

La señora le cuenta a su vecina: “Una vez al mes mi marido y yo tenemos una terrible discusión”. “Yo dos -contesta la otra-. A mi esposo le pagan por quincena”.

Casó Antumnia, dama ya otoñal, con Impericio, joven inexperto. Al empezar la noche de bodas ella se quitó la peluca, la dentadura postiza, el falso busto y el relleno que daba forma a sus caderas. Luego se tiende en el tálamo nupcial y llama a su flamante maridito: “Ven acá, Impericio -le dice-. Ahora vas a saber lo que es una mujer de verdad”.

Quasimodo, el Jorobado de Nuestra Señora de París, sufría mucho porque no podía darle gusto a su mamá. Todos los días en la mañana le decía la señora: “Te me vas derechito al trabajo”.

Una muchacha a la que por arriba se le veía hasta abajo y por abajo se le veía hasta arriba se presentó ante el juez y se quejó de que un individuo había abusado de ella. “¿Cuándo y dónde sucedió eso?” -pregunta el juzgador-. “En el hotel Caguama -responde la muchacha-, estos últimos tres días”. “¡Tres días! -se sorprende el juez-. ¿Y en todo ese tiempo usted no pudo hacer nada?”. “Verá -responde ella-. No supe que ese hombre estaba abusando de mí sino hasta que el cheque rebotó”.

Fecundino Pitón era padre de 16 hijos, y aún quería más. Su esposa le pidió al padre Arsilio que hablara con su marido. “¿Por qué no ejercitas la paternidad responsable, hijo?” - le sugiere el buen padre al abundoso genitor. “Me sorprende que me diga eso, padre -responde el tal Pitón-. ¿Acaso no es Dios quien nos manda los hijos?”. “Así es en efecto, hijo -responde con tono paternal el padre Arsilio-. Pero también es Él quien nos manda lluvia, y ¿a poco cuando llueve no te pones impermeable? Aquí haz lo mismo, hijito: ponte impermeable”.

En el asiento trasero del automóvil le dice Pirulina a Babalucas acezando con agitación: “¡Anda! ¡Demuéstrame que eres hombre!”. Al instante Babalucas le demostró que era hombre. Le enseñó su credencial de elector.

Babalucas encuentra a un amigo. “Oye -le pregunta-. ¿Qué fue de Leovigildo?”. “Se murió” -le informa el amigo-. “¡Qué barbaridad!” -se consterna el pasmorente-. “Sí -suspira el otro-. Está muerto y sepultado”. “Ah -dice Babalucas-. Entonces la cosa estuvo peor”.

Babalucas se ha probado todas las cachuchas que había en el establecimiento. El dependiente que le ha bajado ya más de quinientas de todas formas, tamaños y colores, le dice por fin desesperado: “¿Pues qué clase de gorra quiere el señor?”. “Una de catcher -responde Babalucas-, de esas que tienen la visera para atrás”.

Rondín # 3.-

En su lecho de enfermo le dice con débil voz el marido a su mujer: “He descubierto una cosa, Malfaria. Cuando perdí mi primer trabajo ahí estabas tú, a mi lado. Cuanto tuve aquél accidente, ahí estabas tú al lado mío. Cuando me arruiné en los negocios, ahí estabas tú, como siempre. Ahora que me enfermé, aquí estás tú, otra vez”. La señora escuchaba aquello, emocionada, y concluye el marido: “He descubierto que tú eres la que me trae la mala suerte”.

Cierta señora dada a las doctrinas esotéricas fue a la India. Allí conoció a un gurú muy sabio que además era sumamente bien parecido. Después de tratarlo un poco ella le hizo una insinuación sexual. Le dice el gran maestro: “El cuerpo es nada; el espíritu es todo. No es necesario el sexo para sentir un éxtasis de amor. Sin descender a las groseras realidades de la carne un hombre puede llevar a una mujer al último espasmo del placer sensual”. “¿Podrías hacerme una demostración, maestro?” -suplica la viajera-. Sin decir palabra el gurú levanta erguido su dedo índice y se lo pone en la frente a la mujer al tiempo que musitaba un canto de tonalidades graves. De pronto, la turista siente algo maravilloso: su cuerpo entero comienza a sacudirse y a temblar; todo su ser queda poseído por una íntima sensación de placer. Aquel deleite va aumentando gradualmente hasta que la mujer estalla en el más grandioso clímax que jamás había experimentado. “Ahora ya lo sabes -dice solemnemente el hindú-. No necesitamos descender a las groseras realidades de la carne para sentir las plenitudes del amor”. “¡Es cierto! -exclama la mujer ansiosamente-. ¡Otra vez, gran maestro! ¡Por favor, una segunda vez!”. El gurú le muestra su dedo índice doblado y le dice: “Vamos a fumarnos un cigarro. Para una segunda vez hay que esperar media hora”.

El club organizó una cena. “Es con esposas” -les indica el presidente a los socios. Levanta uno la mano: “Yo no soy casado -declara- pero tengo una amiguita. ¿La puedo traer?”. “Los estatutos son muy claros -responde el presidente-. Puedes traerla, pero a condición de que sea la esposa de algún socio”.

Don Feblilio fue con el doctor: se sentía débil, exangüe, desfallecido, exánime. Lo examina el facultativo, y dictamina: “Su problema es de fatiga crónica. En adelante, haga usted el amor una vez por semana nada más”. Dos meses después se presentó de nuevo don Feblilio. Iba que casi no se podía mover: arrastraba los pies al caminar. Había enflaquecido: traía la mirada vidriosa y extraviada. “Lo veo muy mal -se preocupa el médico-. ¿Siguió usted mi consejo de hacer el amor una vez por semana nada más?”. “Creo que ahí está el problema -contesta don Feblilio con voz que apenas se podía escuchar-. Antes lo hacía nada más una vez cada seis meses”.

Lloraba Pepito con desesperación en una esquina. “¿Por qué lloras, buen niño” -le pregunta una compasiva señora llena de solicitud. “Peldí 50 pesos -responde Pepito, gemebundo-. Mi papá me va a pegal”. “Vamos, vamos -trata de consolarlo la señora-. Estoy segura de que tu papá te comprenderá. Eres un niño muy pequeño; nada de extraño tiene que hayas perdido ese dinero”. “Sí -dice Pepito-. Pelo mi papá se va a enojal mucho y me va a pegal”. “Mira -se conmueve la señora-. Si en verdad crees que tu papá te va a castigar, yo te doy los 50 pesos. Toma”. Y le dá un billete a Pepito. “Ahora -le pregunta-. ¿Cómo perdiste esos 50 pesos?”. Gime Pepito: “En el póker”.

La maestra de Biología dice a los niñitos: “Leí en el periódico que hay en Amsterdam una plaga de cigüeñas. ¿Y saben ustedes qué usan los habitantes de cada casa para ahuyentar a la cigüeña?”. “¡La píldora!” -responde Pepito triunfalmente.

La señorita Peripalda, catequista que preparaba a los niños para hacer su primera comunión, les pregunta a los escolapios catecúmenos: “A ver, niños: ¿qué les dije ayer que hicieron los hijos de Noé cuando vieron a su padre caído en el suelo por su borrachera?”. Pepito se apresura a contestar con gran viveza: “¡Lo caparon con una tapa!” La señorita Peripalda, roja hasta la raíz de los cabellos, lo corrige: “Yo no dije eso, Pepito. Yo dije que lo taparon con una capa”.

Pepito fue con sus papás a ver una película inglesa. En ella aparecía un elegante lord luciendo un lente sobre el ojo derecho. “¿Qué es eso” -pregunta Pepito-. “Es un monóculo” -le dice su papá. “Y entonces por qué lo traer ahí” -se extraña el niño.

Salió la indita de su casa. Su marido le dice a un amigo: “creo que mi mujer se va a petatear”. “¡Cómo! -se asusta el amigo. ¿Por qué crees eso?”. Responde el indito: “Porque el otro día la seguí hasta el jacal de mi compadre Chon, y estaba en el petate con él”.

Le dice un señor a su mujer: “Aquella muchacha ya lleva cuatro maridos”. “¿Cuatro?” -se asombra la señora-. “Sí -confirma él-. Uno de ella y tres de sus amigas”.

En el pipisrúm del restaurante un señor notó que el hombre que estaba a su lado cerraba los ojos una y otra vez. “Soy sicólogo, amigo -le dice-. ¿Desde cuándo padece usted ese tic nervioso?”. “¡Ningún tic nervioso, caón! -rebufa el otro-. ¡Me está usted salpicando!”.

La muchacha y su madre sostenían una plática de mujer a mujer. “A los hombres -dice la chica- sólo les interesa una cosa”. “Es cierto -confirma la señora-. Y tu papá ya no se acuerda de cuál es”.

“No diré que su señora es muy gorda -decía un sujeto hablando de otro- pero cuando van a la playa él le pone el bronceador a su mujer con un rodillo de esos para pintar paredes”.

El señor fue a visitar a su amigo en el hospital y lo encontró vendado de los pies a la cabeza, igual que momia egipcia. “¿Qué te pasó?” -le pregunta consternado-. “Fue un estornudo” -responde su amigo hablando con dificultad-. “Sí -explica el individuo-. Estaba escondido en un clóset; no me pude aguantar y estornudé”.

El herrero era muy chaparrito; la mujer que amaba era muy alta. Cierto día el herrero le pide a su adorada: “¿Me dejas que te dé un beso, Altisidora?”. “Está bien” -acepta ella-. El herrero, para poder alcanzar la gloria de su anhelo, sube sobre su yunque y así logra ponerse al nivel de los labios de su amada. Le da un casto beso de futuro esposo. Luego salen los dos a caminar. Varios kilómetros fueron por el camino abajo. La noche estaba hermosa: brillaba la luna sobre el cielo (que es donde generalmente suele brillar); cintilaban resplandecientes las estrellas. Movido por la belleza del paisaje pide otra vez el herrero en un rapto de amor: “¿Me dejas darte otro beso, Altisidora?”. “No, -responde la muchacha-. Ya me diste uno en el taller”. “¡Chin! -se entristece el herrero-. Si he sabido no vengo cargando el yunque”.

Un tipo que iba a tener relaciones con su esposa quiso poner en práctica la arriesgada maniobra conocida en lengua shakesperiana como “The Tiger's Jump”. Con la luz apagada subió a la cabecera de la cama y desde ahí saltó en ágil marometa, con tan mala puntería que en vez de caer donde deseaba fue a dar un fuerte golpe contra el suelo. En la oscuridad empezó a clamar: “¡Ay, mamacita! ¡Ay, Diosito santo! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!”. “Uh, ¡no! -protesta en la cama la mujer al oír aquellas expresiones-. Así nada más tu gozas”.

La dulce novicia buscó a Sor Bette, abadesa del claustro conventual, y le dijo muy compungida y llena de tribulación: “Reverenda madre: ese señor que vino al convento me dió un pellizco al pasar”. Pregunta la sóror: “¿Dónde te dió el pellizco, hija mía?”. “Aquí -responde la novicia con rubor al tiempo que se señalaba una de sus pompis”. “Y tú, ¿qué hiciste?” -sigue la madre su interrogatorio-. “No me pude contener -responde la novicia- y le dí un sopapo”. “Hiciste muy mal -la reprende la abadesa-. Ese señor es don Argento, uno de nuestros más grandes bienhechores. Debiste haberle ofrecido la otra mejilla”.

Están dos tipos en una esquina cuando pasa una muchacha, guapísima ella pero ya algo madurita. “¿Quién es” -pregunta uno de los tipos-. “No sé cómo se llama -responde el otro-. Pero le dicen ‘La Cuauhtémoc’ ”. “¿Por qué” -pregunta el primero muy extrañado-. “Porque se está quemando y sin embargo no quiere entregar el tesoro” -dice el otro-.

Está comprobado que de cada cien maridos que se levantan de la cama en la noche uno lo hace para ir al pipisrúm, otro para sacar algo del refrigerador, y los otros 98 se levantan de la cama para irse a sus casas.

La chica fue con su novio a dar un paseo en su Volkswagen. Conduce el novio el cochecito hasta un paraje muy apartado y luego, con sugestiva voz, dice a su noviecita: “¿Nos pasamos al asiento de atrás?”. “¡Oyeme! -exclama indignada la muchacha-. ¡Yo no soy de esa clase de mujeres!”. “¿Indecentes” -pregunta asustado el muchacho-. Y dice ella: “No. Contorsionistas”.

Rondín # 4.-

Dulcilí, muchacha ingenua, le dice al rijoso galán que la asediaba: “Desespere usted, Pitorrón: nunca podrá llegar hasta mi corazón”. “No importa, Dulcilí -responde el salaz tipo-. En realidad no quiero llegar tan algo”.

Resulta que ésta era una viejita que está en su sillón tejiendo cuando de pronto ¡bum!, se le aparece una hada madrina. “Puedo concederte tres deseos” -dice la hada a la viejita-. “¿Ah, sí? -dice muy escéptica-. A ver, convierte en oro este sillón”. La hada madrina toca el sillón con su varita de virtud y al punto el sillón queda convertido en un reluciente montón de oro. “Ah, caray -dice la viejita ya más convencida-. A ver, ahora conviérteme a mí en una muchacha de 20 años y muy bella”. Nuevo toque con la varita y la anciana se transforma en una hermosísima y curvilínea joven. “Pide tu último deseo” -ordena la hada-. La viejita se apresura a pedir: “Convierte a mi gato en un joven y apuesto galán”. El hada toca al minino con su varita y de él surge un apuesto joven. El joven se dirige a la viejita y le dice: “¿No te arrepientes ahora de haberme mandado arreglar con el veterinario?”.

La guapa secretaria dice a su jefe, que ha hecho una sospechosa invitación: “Lo siento, señor Fernández. No salgo con hombres casados”. “No se preocupe, señorita Godínez -dice el jefe-. Para lo que yo quiero no necesitamos ni salir”.

Un joven muy ingenuo llamado Simplicio Pendeggié viajó a la gran ciudad y conoció en el bar de su hotel a una mujer de la que se prendó creyendo que era mozuela, pero tenía muchos kilómetros recorridos (NOTA: Y todos de terracería). La daifa lo llevó a una habitación del propio hotel y ahí le enseñó cosas que Simpliciano jamás había visto, y otras que nunca había hecho. Al terminar la erótica delectación Simpliciano le dice a la pendona con expresión de arrobamiento: “¡Qué noche tan hermosa, cielo mío! ¡Cómo me gustaría conservar un testimonio de esta noche de amor!”. Algo desconcertada responde ella: “Si quieres, ahorita que me pagues te doy un recibo”.

El barbero novato estaba afeitando a un pobre señor que por desgracia cayó en sus manos. De pronto el señor le pide al inexperto fígaro: “Préstame una navaja, por favor”. “¿Una navaja? -se asombra el alfajeme-. ¿La quiere para afeitarse usted mismo?”. “¡No, caón! -rebufa el infeliz-. La quiero pa’ defenderme”.

Estaca Brown es un extraño personaje del cual se vale esta columnilleja para expresar la dificultad de que algo suceda o se consiga. “¿Habrá alguna vez políticos honestos en México?”. “Estaca Brown”. “¿Mejorará el poder adquisitivo del salario?”. “Estaca Brown”. “¿Aprobará alguna vez la Iglesia Católica el uso de la píldora anticonceptiva o del condón como métodos seguros de planificación familiar?”. “Estaca Brown, Estaca Brown, Estaca Brown”. (Está cabr..)

El grosero marido le reprochó a su mujer: “No sabes hacer el amor”. Por la noche llegó de la oficina y encontró a su señora en trance de erótico deliquio con un desconocido. “¿Qué es esto?” -pregunta furioso. Responde ella: “Necesitaba otra opinión”.

El pintor de brocha gorda terminó de pintar la casa. Satisfecho por el trabajo el dueño le entrega su dinero más una propina generosa. “Aquí tiene -le dice-. Llévese a la señora a pasar el fin de semana en cualquier parte”. Al día siguiente muy temprano ahí estaba otra vez el pintor, trajeado y todo. “¿Qué se le ofrece” -le pregunta sorprendido el dueño de la casa-. “Vengo por la señora” -responde escuetamente el pintor-.

La chica hablaba de su novio, que era corredor de bolsa. “Al principio me besaba en el cuello -decía la muchacha-, pero últimamente han bajado mucho sus acciones”.

“Las leyes aquí son muy estrictas -decía un individuo-. El único juego de azar que se permite es el matrimonio”.

Avaricio tenía fama de cicatero, de excesivamente ahorrador. Un día llegó a la farmacia y pidió un biberón. “Mi señora tuvo familia” -explica-. El farmacéutico, que lo conocía bien, le pregunta: “¿Cómo es posible que gastes en un biberón? Tu señora puede amamantar al bebé. ¿No?”. Responde Avaricio: “Tuvo tres”.

Comentaba un sujeto: “Estoy poniendo luces estroboscópicas en mi recámara, como esas que hay en las discotecas. De esa manera parecerá que mi mujer se mueve”.

Después de varios años de casada en que no había tenido familia aquella señora quedó en estado de buena esperanza, es decir, embarazada. Su amoroso marido se angustiaba porque ella sufría náuseas mañaneras, continuos ascos, ajes y malestares muy variados. “¡Como siento verte así, mi vida!” -le dice lleno de solicitud. Y contesta ella: “No te mortifiques, Corneliano. Tú no tienes la culpa”.

El pintor hace objeto de apasionadas caricias a su modelo, a la que está retratando en un desnudo, y le dice por vía de explicación: “A algunos pintores les gusta pintar lo que sienten. A mí me gusta sentir lo que pinto”.

La voluptuosa morenaza dice a su tímido galán: “Audifredo, he decidido terminar nuestras relaciones”. “¿Pero por qué? -pregunta desolado el pobre chico-. Yo no te he hecho nada”. “Precisamente por eso” -responde ella-.

La señora le cuenta muy satisfecha a su marido: “Hoy que fuí al centro todos en el banco, en las tiendas, en el restaurante, me decían señorita”. “Me lo explico -responde el marido muy cortante-. Con esa cara y ese cuerpo que tienes nadie cree que te pudiste haber casado”.

Muy sentida dice la muchacha al tipo que pasó junto a ella sin saludarla: “Como eres sangrón, Rigoberto, ¿ya no me saludas?”. “Perdóname -se disculpa el tal Rigoberto-. Es que así parada no te reconocí”.

La curvilínea secretaria toma el teléfono del buró y dice a su compañera de la oficina: “pásame el teléfono de la señora del jefe. Estoy con él, y diles a las muchachas que en este preciso momento voy a comenzar a tratar lo del aumento de sueldo para todas”.

El señor y la dama llegan al hotel, y él se registra. Le dice el administrador: “Tenemos a su disposición nuestra suite de lujo, caballero”. “Ninguna suite de lujo -responde el señor con voz cortante-. La señora es mi esposa”.

“Estoy muy triste -dice la niña Rosilita a su amiguita Dulcilí-. Por primera vez en mi cumpleaños no me regalaron ninguna muñeca”. “¿No estarán tomando la píldora?” -pregunta con tono severo Dulcilí.

Rondín # 5.-

Un periódico de Roma hacía una encuesta telefónica acerca de la actividad sexual de los romanos. Uno de los investigadores marca un teléfono al azar. “Pronto” -contesta un hombre-. “Hablo de la Gazzeta di Roma -dice el encuestador-. Estamos haciendo una encuesta sobre sexualidad, y quisiera saber la frecuencia con la que hace usted el amor”. “Bueno -contesta el otro después de pensar un poco-. El último año lo hice nueve veces”. “¿Nueve veces en un año? -se asombra el investigador-. ¿No es muy poco?”. El otro se molesta: “¡Carajo! -replica con tono irritado-. ¡No me parece tan mal para un hombre de 70 años que además ha hecho voto de castidad y es Cardenal”.

Doña Gorgolota sorprendió a su marido en el cuarto de la criadita: “¡Wormilio! -le dice con enojo-. ¡No te creí capaz de hacer esto!”. “¡Y dos veces” -responde feliz y orgulloso Wormilio-.

Libidiano, erotómano galán, asediaba con encendidas demandas de pasión a Dulcilí, núbil mujer de las llamadas “castas y honestas” por el Código de Napoleón. Ella se resistía a hacer dación del tesoro que tan celosamente había guardado para ofrendarlo en el tálamo nupcial al hombre que le diera el dulcísimo título de esposa. Libidiano insistía, sin embargo, y con obstinación iba estrechando el cerco que puso a la virtud de Dulcilí. “No puedo hacer eso que me pides -le dice por fín ella-. Tengo valores”. Responde Libidiano: “Y yo tengo bonos y acciones, pero nadie está hablando de finanzas”.

En pleno acto del amor el esposo de doña Frigidia hizo la cosa más rara que concebirse puede: apartó su cuerpo del consorte, tomó el teléfono que estaba en el buró y llamó a una agencia funeraria. “Manden por favor una corona fúnebre a Maple 32” -pide-. Doña Frigidia, atónita, pregunta: “¿Para qué quieres una corona funeraria?”. “¡Oh! -exclama el marido fingiendo gran sorpresa-. ¿Qué no estabas muerta?”.

Esta es una más de las historias de Empédocles Etilez, ebrio consuetudinario apodado en el bajo mundo “El Corcho” porque siempre anda pegado a la botella. Aquella noche llegó a su casa bien borracho, como era su costumbre. Pero en esa ocasión venía a pie. “¿Dónde dejaste el coche, lacerado?” -le pregunta hecha una anfisbena su mujer-. “Por Hidalgo” -responde con tartajosa voz el tremulento-. Y así diciendo cae todo despatarrado en su cama y empieza a dormir la mona con grandes ronquidos sonoros. Al día siguiente le informa muy alarmada su mujer: “Buscamos el coche por toda la calle de Hidalgo y no lo hallamos”. “No está en Hidalgo -replica tranquilamente el tal Empédocles-. Lo dejé en Aramberri”. “¡Malaventurado! -exclama la mujer, que era muy dada al uso de apóstrofes magnílocuos-. ¡Tú me dijiste que lo habías dejado en Hidalgo, no en Aramberri!”. Con cachaza explica el borrachón: “Es que cuando llegué no podía decir Aramberri”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, permitió que la visitara en su casa don Geroncio, caballero de avanzada edad pero todavía con algunas partes aprovechables, si bien no las más interesantes. Charlaron los dos senescentes contertulios en la sala -muebles de Viena; cortinas de Muaré, espejo con marco de dragón-; tomaron una copita de rompope, cenaron y luego se pusieron a jugar juegos de prendas. Propuso don Geroncio con atrevimiento de gentil galán: “Juguemos a las escondidillas, querida señorita. Me voltearé hacia la pared y usted se esconderá. Si la encuentro me pagará una prenda, por ejemplo una de sus preciosas arracadas que penden en su breve oreja y que tienen la gloria de rozar levemente su mejilla y el albo nacimiento de su cuello. Si quiere rescatar la prenda deberá permitirme que le dé un beso”. “Muy bien -acepta con rubor la señorita Himenia-. Pero con una condición: no me busque detrás de las cortinas porque ahí es donde me voy a esconder”.

“¿Qué modelo son estos zapatos?” -pregunta Babalucas al empleado de la zapatería-. “Son Luis Quince, señor” -le contesta el empleado-. “Me quedan un poco apretados -dice Babalucas-. ¿No tiene de casualidad un Luis Quince y medio?”

Dice el médico a Babalucas: “Los virus del catarro se acaban tomando vitamina C”. “¿Y cómo hago para que se tomen la vitamina C?” -pregunta Babalucas-.

Babalucas tenía un carrito de hot dogs. Llega un tipo y le pide: “Dame dos, uno con mostaza y otro sin mostaza”. Le pregunta Babalucas: “¿Cuál sin mostaza?”.

Un turista mexicano andaba en París. Estando en la catedral de Notre Dame vió una boda muy lujosa. “¿Quién es el novio?” -pregunta a su vecino de banca-. “Je ne sais pas” -le responde éste, que es la forma de decir en francés “No sé”. Al día siguiente el mexicano va por la calle cuando pasa un entierro también de mucho lujo. “¿Quién es el muerto?” -pregunta a un policía-. “Je ne sais pas” -le contesta-. “Uh -dice el mexicano-. No duró nada el menso”.

El padrecito pregunta en el catecismo al inefable Pepito, después de que había explicado a los niños el pecado original: “A ver, Pepito, dime: ¿Qué pecado cometieron Adán y Eva en el paraíso?”. Silencio absoluto de Pepito. El señor cura, entonces, intenta ayudarlo. “Fíjate bien, Pepito: fue el pecado ori... ori...”. “¡Horizontal!” -responde Pepito con voz de triunfo.

La dueña de la casa anunció a los invitados a la fiesta que les cantaría una canción. Acompañándose espantosamente en el piano cantó con horrible y desafinada voz, la sentida canción “Las Golondrinas Yucatecas”. Mientras la estaba cantando advirtió muy halagada la señora que uno de los invitados, caballero de cierta edad, comenzaba a derramar copiosas lágrimas. Al terminar va hacia él y le dice: “Perdone, señor. Noté que mi música lo hizo llorar. ¿Es usted yucateco?”. “No -responde el hombre secándose las lágrimas- Soy músico”.

Como la joven monjita tenía un hipo que con nada se le podía quitar, la madre superiora la lleva con el médico. Después de examinarla dice el doctor: “Con razón tiene usted tanto hipo, madre. Está usted embarazada”. Al oír aquello las dos monjitas salen disparadas del consultorio. Cuando piensa que ya han llegado al convento, el médico llama a la superiora por teléfono. “Madre -le dice-. Quiero que se sepa que no hay nada de eso de que la madrecita está embarazada. Quise darle un susto, porque con eso se quita el hipo”. “Y se le quitó -dice secamente la superiora-. Pero ahora venga a ver al padre capellán, porque le dió un infarto cuando supo la noticia”.

“Mi señora es gitana” -dice un señor en el bar-. “Qué interesante -responde el otro-. ¿Es húngara acaso su señora esposa?”. “No -replica el otro-. Es gitana porque cada vez que llego tarde me hace ver mi suerte”.

La señorita Himenia Camafría le pregunta a don Geronte: “¿No se va usted a aprovechar de mí?”. “¡Señorita! -exclama él-. ¡Soy todo un caballero!”. “Lo sé -responde la señorita Himenia-. Pero yo ya no quiero ser toda una dama”.

El granjero dice a su hija: “El experto en inseminación artificial va a venir a inseminar una de las vacas. Para que sepa cuál es puse un clavo en el lugar donde está la vaca que debe ser inseminada. Tú llévalo ahí y él hará el resto”. Llega el experto y la muchacha lo conduce al lugar donde está la vaca. “Y ése clavo? -pregunta el inseminado-, ¿para qué es?”. “No sé -responde la chica-. Supongo que es para que cuelgue usted su ropa antes de inseminar la vaca”.

Una señora recibió una pequeña herencia y con ella construyó un local comercial con dos oficinas: una que daba al frente de la calle y otra a la parte de atrás. Su marido tenía una tiendita, y se iba a cambiar al local del frente. El de atrás se rentaría. Así, la señora puso un letrero en el aparador. Se presentó un señor: “Señora -le dice- entiendo que va a rentar la parte de atrás”. “Efectivamente -contestó ella-. La parte de atrás la tengo en renta”. “¿Y por qué no renta también lo de adelante?” -pregunta el caballero-. “No -responde la señora-. Eso es nada más para mi marido”.

A un muchacho su novia le hizo de cenar. La mamá de la chica le preguntó si eso era lo primero que probaba hecho por la mano de su hija, a lo cual responde el muchacho: “Bueno, de comer, sí”.

El mexicano va a pasar la frontera. Le pregunta el guardia americano: “¿Y su mica?”. “Ahora no la traje -contesta el mexicano-. Gasta mucho la desgraciada changa”.

La enfermera Florencina llegó a relevar a su compañera en el cuidado de un señor que había sufrido un accidente. Le advierte la que se iba: “Ten cuidado con el dedo cordial de la mano derecha del señor”. “¿Por qué -pregunta Florencina-. Es lo único que le quedó bueno, ¡y vieras cómo lo usa!”

Rondín # 6.-

“Todos los invitados a tu fiesta son muy agradables -le dice Empédocles Etílez al dueño de la casa-, menos la gorda ésa de blanco que está allá en la cocina. Ni siquiera me contestó cuando la saludé”. “No hay nadie en la cocina -le informa el anfitrión al borrachín-. La gorda esa que dices es el refrigerador”.

Simpliciano, joven inocente, casó con Rosibel, muchacha pizpireta. La noche de las bodas le pregunta: “Díme una cosa, Rosibel: ¿has entregado tu cuerpo alguna vez?”. “Una sola -responde ella con franqueza-. A la fuerza”. “¿A la fuerza?” -se conmueve Simpliciano-. “Sí -confirma Rosibel-. A la Fuerza Aérea”.

Suena el teléfono: “¿Está la señorita Becerra?”. “Sí, sí está.” “Dígale por favor que le habló el señor Toro, que nada más estoy esperando que crezca”.

“Con todo respeto, jefe -dice el tímido empleado a su patrón-, mi señora opina que usted debería de darme un aumento de sueldo”. “No hay problema, Serviliano -responde el jefe-. Nada más déjeme preguntarle a mi señora, a ver qué opina ella”.

La señora se entera de que su criadita se va a casar. “Te felicito, Severiana -le dice-. La cosa será ahora más fácil para tí”. “Sí -responde ella con los ojitos brillándole-. ¡Y más seguido también!”

En la piñata el tremendo niño Hamponito corría por todo el salón golpeando a los chamacos, estirándoles las trenzas a las niñas y dándoles patadas a las señoras invitadas. Tan mayúsculo escándalo armó el terrible infante con sus infandas travesuras que el dueño del local buscó a la madre de Hamponito y le reclamó el proceder del niño. “Ay, disculpe usted, señor -dice sinceramente apenada la mamá de Hamponito-. Mi hijo es muy bueno, viera usted, lo que pasa es que anda borracho”.

El muchacho acompañado de una curvilínea chica, entra a la sala de su casa y dice a su papá: “Papá, ¿me puedes prestar el coche? Te prometo que no lo sacaré del garage”.

El doctor le dice al señor después de examinarlo: “Lamento mucho tener que manifestarle que le quedan únicamente tres meses de vida”. “¡Pero, doctor! -gime desolado el infeliz-. ¡Si nada más ese tiempo me queda ni siquiera voy a poder acabar de pagarle!”. “Está bien -dice entonces el médico-. Vamos a poner cinco meses. ¡Pero ni uno más, eh?”

Antes de empezar la noche de bodas en la cual se consumaría el matrimonio con la mutua cesión de los cuerpos de los esposos a fin de cumplir el triple fin de la institución matrimonial: perpetuación de la especie, mutua ayuda de los cónyuges y sedación de la concupiscencia, antes de empezar la noche de bodas, digo, el novio toma por los hombros a su flamante mujercita y mirándola fijamente a los ojos (a los dos, para mayor seguridad) le pregunta con grave voz solemne: “Díme, Rosibel: ¿Soy yo el primer hombre?”. “No seas tontuelo -responde ella-. Tú sabes muy bien que el primer hombre fue Adán”.

Doña Borbolona, esposa de don Algón, fue a buscarlo en su oficina. No estaba ahí, pero alguien le dijo que lo había visto entrar en el cuarto del archivo. Abrió la puerta doña Borbolona y vió a su esposo en ignífero trance de fornicación con su secretaria. Antes de que la boquiabierta señora pudiera articular palabra le explica don Algón: “Es la hora del café, y ni a ella ni a mí nos gusta el café”.

El enfermero de Salubridad llega con la criadita y le dice: “Estoy vacunando. ¿Puedo pasar?”. “No hay nadie” -dice la criadita-. “Bien -dice el enfermero-. Déjeme vacunarla a usted”. “Yo ya estoy vacunada” -responde ella-. “No es posible -responde el otro-. La campaña acaba de empezar. ¿Qué doctor la vacunó?”. “Ningún doctor -dice la muchacha-. Me vacunó el señor, una vez en mi cuarto y otra en el garaje”.

El señor llega a depositar dinero en el banco y entrega a la cajera diez billetes de a 500 pesos. La muchacha los toma y se los mete en el escote. “¿Qué hace usted?” -le pregunta el señor muy sorprendido-. “Le guardo su dinero en la parte más segura del banco” -responde la muchacha-. “¿Más segura?” -vuelve a preguntar el señor sin entender-. “Sí, -explica ella-. Nada más el gerente del banco tiene acceso ahí”.

“Y ahora que estuviste lejos de la casa -pregunta con severidad la señora a su hija-, ¿no dormiste con muchachos?”. “Nunca, mamá, nunca” -responde ella con segura voz-. “¿Estás segura, absolutamente segura -insiste la mamá clavándole fijamente la mirada- de que nunca dormiste con muchachos?”. “Bueno -vacila entonces la chica-, para decirte la verdad, a veces como que se me querían cerrar los ojos, pero dormir, lo que se llama dormir, no”.

La mamá de Rosibel le pregunta con maternal afán: “¿No se propasó el muchacho con el que saliste anoche?”. “Al contrario, mami -la tranquiliza Rosibel-. Le dije que lo haríamos dos veces, y lo hicimos nada más una”.

Un sujeto llega a su casa y encuentra a su señora en comprometida situación con un desconocido. “¡Canalla! -grita el tipo al individuo aqué-. ¡Lo desafío a duelo!”. “¿Qué es eso?” -pregunta el otro sorprendido-. “¿No lo sabe? -se burla el tipo con sarcasmo-. ¿Que nunca se ha batido?”. “Sí -responde el otro-. Precisamente ahorita con el susto”.

Un señor acompañado por su esposa visitaba el zoológico. Llegaron a la jaula de los mandriles, esos monos que tienen una especie de callosidad en la parte de atrás. “¿Qué son esos animales?” -pregunta el marido-. “Son mandriles” -responde la señora-. “Caray -dice él-. No sabía que los mandriles jugaran canasta uruguaya o paco”. “¿Por qué dices eso” -pregunta intrigada la señora-. Responde el tipo: “¿No ves que tienen callos en las pompis?”.

El muchacho llega a confesarse con el señor cura de su parroquia. “Me acuso, padre, de que el lunes estuve con una mujer. Le hice el amor tres veces. El martes estuve con otra. Dos veces le hice el amor. El miércoles lo hice con cuatro mujeres, una por la mañana, otra por la tarde, y dos por la noche”. “Un momento, muchacho -le irrumpe el sacerdote-. ¿Vienes a confesarte o a presumir?”.

El propietario de la tienda de animales mostraba un perico a su cliente. “Es increíble este loro -le dice-. Si le levanta usted la patita izquierda habla en español. Si le levanta la patita derecha habla en inglés”. “¿Y si le levanto las dos patitas al mismo tiempo?”. “¡Pos me voy de ulo, indejo!” -le dice muy enojado el periquito.

Don Cornilio fue al beisbol. Inquieto aguardaba el comienzo del partido. A cada rato consultaba su reloj; volvía la vista a todas partes con gran nerviosidad. En eso se anuncia por los altavoces el nombre de los peloteros del equipo local: “Jardinero izquierdo: Gómez; jardinero central: Rodríguez; jardinero derecho: Pérez...”. No cesaba la intranquilidad de don Cornilio. Seguía el anunciador dando a conocer la alineación del team de casa: “Primera base, Barrios; segunda base, Méndez; short stop, González; tercera base, Antúnez...”. Don Cornilio no dejaba de agitarse. Una y otra vez miraba su relo; tornaba a mirar a todos lados. Y el anunciador: “Catcher, Berrones; pitcher, Sánchez”. Al oír el último nombre don Cornilio se dirije a su vecino de asiento. “¿Quién dijo que es el pitcher?” -le pregunta-. Responde el otro: “¡Sánchez!”. “¡Vaya! -suspira con alivio don Cornilio acomodándose ahora sí muy contento en su lugar-. ¡Hasta que voy a poder ver el juego con tranquilidad”.

Don Poseidón deseaba con inmensa codicia las tierras de su vecino, un viejo labrador que no quería vender. Pirulina, la joven esposa de don Poseidón, era deseada con deseo urente por Pitancio, el caporal. Un día el tal Pitancio le dice a Pirulina: “Tengo 5 mil pesos oro. Son lo ahorros de toda mi vida. Por una hora con usted estoy dispuesto a dárselos, y nadie jamás se enterará”. Pirulina anhelaba lujos que su avaro marido no le daba, de modo que aceptó el trato y citó para esa misma noche al caporal. Por la tarde éste acudió ante don Poseidón. “El vecino está dispuesto a venderle sus tierras -le anunció-. Pide por ellas 5 mil pesos oro, la mitad de lo que valen, pues tiene un gran apuro de dinero. Me dijo que si hoy mismo le manda el dinero conmigo, mañana le entregará las escrituras”. Codicioso, don Poseidón puso la suma en manos del enredoso caporal. Esa noche Pitoncio gozó cumplidamente los encantos de la garrida esposa de don Poseidón, y en los términos de lo prometido le entregó los 5 mil pesos oro. Al día siguiente el hacendado le pregunta al caporal: “¿Te dió las escrituras el vecino?”. Responde Pitoncio: “A la mera hora el caón se hizo p’atrás y no me recibió el dinero. A’i le dejé los 5 mil pesos con su esposa”.

Rondín # 7.-

Un tipo llega a visitar a su amigo. Se sorprende al escuchar un grito arriba, en la recámara. “¿Qué sucede” -le pregunta-. “Mi mujer se está aliviando” -responde el otro-. “¿Y por qué no la llevas a un hospital?” -se asombra el otro-. “No necesito -dice muy orgulloso el tipo-. Para ahorrarme lo de los doctores leí un libro de ginecología, y yo voy a traer el niño al mundo”. Se oye otro grito más agudo, el tipo sube a la recámara y baja al poco tiempo. “Fue niño” -anuncia satisfecho-. Pero en eso se escucha otro grito. Sube el tipo y vuelve a poco con una gran sonrisa. “Ahora fue niña” -dice-. Otro grito se oye. Sube el hombre y baja de nuevo: “Otro niño” -dice-. Se escucha gritar de nuevo a la mujer. El tipo corre, pero en vez de ir a la recámara se dirige hacia la biblioteca. “¿A dónde vas?” -le pregunta asombrado el amigo-. “A traer el libro -responde el individuo-. Necesito saber cómo se cierra eso”.

La investigadora de la beneficencia pública entrevistaba a una mujer que siempre estaba pidiendo ayudas en dinero. “¿Cuántos hijos tiene, señora?” -le pregunta-. “Diecinueve -responde ella-, y espero uno más”. “¡Cómo no va a estar apurada con esa cantidad de hijos! -le dice la funcionaria-. ¿Por qué ha tenido tantos?”. “Es que gozo mucho con mi marido” -responde apenada la señora-. “Yo también gozo mucho con mis cigarros -dice la otra-, ¡pero no los traigo prendidos todo el tiempo!”

Una mujer americana que estaba de vacaciones en Acapulco entró en un vestidor. Se quitó el traje de baño y se sentó en una silla que ahí estaba. ¡Horror! La silla estaba recién barnizada, de modo que la mujer se quedó pegada en el asiento. Inútilmente trató de desprenderse: por más esfuerzos que hizo no lo consiguió. Desesperada le gritó a su marido que fuera en su ayuda, pero él tampoco pudo hacer nada para despegarla. No tuvo más remedio que sacarla del vestidor con todo y silla. Para cubrirla le puso en el regazo un gran sombrero charro que había comprado. Así la subió en la parte trasera de su camioneta y la llevó al taller de un carpintero. El maistro, tras enterarse del problema, revisa con parsimonia tanto la silla como a la mujer, ve el enorme sombrero con que la gringa se cubría, y luego dictamina con gran solemnidad: “Mire, míster: a su señora seguramente la puedo despegar. Pero al mariachi va a estar caón sacarlo”.

En la selva de Africa una manada de elefantes se enfurece y los paquidermos -más de cien- echan a correr en formidable tropel incontenible. Todo lo arrasan a su paso: los copudos árboles caen destrozados como palillos de dientes; la crecida maleza de altos arbustos espinosos queda aplastada como hierba. El rebaño de enloquecidos elefantes llega a una aldea y la atraviesa dejando destruídas las chozas de los infelices lugareños. Las claras aguas del pequeño estanque se convierten en un fangal lodoso, y los pobres cultivos de la tribu se acaban por el paso de aquella manada destructora. En el lomo de uno de los elefantes iba una hormiguita diminuta. Cuando por fin el tropel de los paquidermos se detiene, la hormiguita voltea hacia atrás y dice abriendo los ojos sorprendida: “¡Ah, caón! ¡Qué desmadre hicimos!”.

Pregunta el niño a su papá: “Papi, cuando eras niño, ¿ibas a misa todos los domingos?”. “Naturalmente que sí, hijito -responde el papá pensando en el buen ejemplo que debe dar al niño-. Todos los domingos iba a misa, y a veces entre semana también”. “Entonces yo ya no voy a ir -declara el niño-. Lo más probable es que a mí tampoco me hagan ningún efecto”.

Dice una señora a sus amigas: “Mi marido se parece mucho a don Miguel Hidalgo”. “¿Es canoso y peloncito como él” -le pregunta una-. “No -responde la señora-. Cada vez que regreso de compras pega el Grito”.

Se casó el boxeador. Cuando regresó de la luna de miel sus amigos se sorprendieron al verlo desfallecido, exangüe, débil, exhausto, feble, papucho, desmadejado, anémico y decaído. “¿Qué te sucedió? -le preguntan preocupados-. ¿Por qué vienes así?”. “Es mi señora -responde con voz apenas audible el boxeador-. No me deja que me levante sino hasta la cuenta de ocho”.

“Pruebe usted nuestro coctel Ron Dorado -dice el cantinero a su cliente-. Lleva leche, azúcar y ron. La leche le da fuerza, la azúcar le da energía”. “¿Y el ron qué me da?” -pregunta el cliente-. “Ideas sobre qué hacer con la fuerza y con la energía” -responde el cantinero-.

“Estuve todo un mes sin decir ni una sola maldición -dice muy orgulloso Pepito a un amigo- y mis papás me regalaron un reloj”. “¿Qué marca?” -pregunta el amigo-. “¡Pos la hora, indejo!” - responde Pepito.

Pepito tomaba clases de francés. El director de la escuela va con la maestra por un corredor cuando la guapa profesora resbala y cae al suelo. Acude solícito el director a levantarla, y para atenuar su turbación le dice galantemente que esas cosas suelen sucecer, que así es la vida. se lo dice en francés: “Ce la vie”. Pepito, que estaba cerca, exclama muy contento: “¡Yo también, profe!”

Aquella señora pregunta a su marido: “Oye, Sulpiciano: si un buen día llegaras a la casa y me encontraras en la recámara en brazos de otro hombre, ¿qué harías?”. “Me subiría al ropero” -responde sin vacilar el tipo-. “¿Al ropero? -se asombra la señora-. ¿Para qué?”. “Para que no me fuera a morder el perro del desgraciado ciego” -explica el marido-.

El juez interroga al acusado de ladrón. “¿Por qué robó usted esos feos vestidos de 50 pesos cada uno, si en el mismo aparador que rompió había vestidos de mil pesos y abrigos de piel que valen aún más?”. “¡Por favor, señor juez! -estalla el acusado-. ¡Desde que llegué a mi casa después del robo mi mujer me está ingando con lo mismo!”.

“Las píldoras anticonceptivas pueden producir un infarto” -dice una chica a la otra-. “Perdóname -responde ella-. He preguntado a varios médicos y todos me han dicho que no es cierto que las píldoras anticonceptivas provoquen infartos”. “Cómo no -dice la muchacha-. Cuando fallan”.

Un señor lee el periódico y comenta a su señora: “Aquí dice que una tromba barrió toda una ciudad en menos de una hora”. Responde la señora: “No sé de que tribu sea esa mujer, pero me gustaría contratarla. ¿Te imaginas lo rápido que barrería la casa?”.

El ansioso recién casado dice en voz baja a su flamante mujercita: “¡Desvístete, Susiflor!”. “No, Vehemencio -le dice ella-. Todavía no”. Al minuto vuelve él con su petición: “¡Susiflor, ya desvístete!”. “No -responde la muchacha. Todavía no”. “¡Pero, Susiflor! -le dice el ardiente desposado-. ¡Desvístete, ya estamos casados!”. “Sí, Vehemencio -contesta la muchacha ya molesta apretando los dientes- ¡pero todavía estamos en el atrio de la iglesia!”.

En la playa el guapo joven alcanza a las dos muchachas que paseaban cerca del malecón. Una de ellas era muy bonita. La otra más bien feucha y desgarbada. “Chicas -les dice-, las invito a cenar esta noche, y luego a ir a la disco”. “Lo sentimos mucho -responde la bonita-. No podemos salir con un desconocido”. “Es cierto -confirma la fea-. Necesitamos dos”.

Una empresa trasnacional necesitaba un gerente, de modo que publicó un aviso en el periódico. Se presentaron tres solicitantes: un alemán, un francés y un mexicano. “¿Domina usted el inglés?” -pregunta el jefe de personal al alemán-. “Creo manejarlo bastante bien” -dice el germano. “¿Domina usted el inglés?” -pregunta al francés-. “Lo hablo y escribo con facilidad” -responde el de Francia-. Pregunta luego al mexicano: “¿Domina usted el inglés?”. Responde el mexicano: “Si es chaparro y se deja me lo echo al caón”.

El elegante caballero llega con un ramo de flores a la Telefónica. “Es para las operadoras de Información y de Larga Distancia” -dice muy ceremonioso-. “¿Quiere hacerles un obsequio por el buen servicio?” -pregunta el gerente-. “¿Buen servicio? -se asombra el caballero-. ¡No! ¡Traigo las flores porque creí que se habían muerto!”

El juez se dirige con gran severidad al detenido: “Me dicen que golpeó usted a su esposa”. “Sí, señor juez -reconoce el individuo- pero fue por casualidad”. “¿Por qué por casualidad?”. “Porque invariablemente es ella la que me pega a mí”.

“Baquílides -dice llorosa la señora a su achispado marido-, ¡me prometiste que no volverías a tomar más”. “¡Y no tomé más, vieja! -jura el borracho-. ¡De veras, tomé lo mismo de siempre!”.

Rondín # 8.-

Cierto día se encontraron una serpiente y un conejo. Su encuentro fue debido a la casualidad, ya que los dos animales eran ciegos. Se tropezaron fortuitamente el uno con el otro sin saber ninguno de los dos con quién se había topado. La serpiente procede a hacer una inspección del conejito. Conforme lo examina va diciendo: “Tibio, pelo suave, dos dientes prominentes, colita de borla, orejas largas...”. Y concluye la serpiente: “¡Eres un conejo!”. A su vez el conejito, ciego también, procede a hacer un examen similar de la serpiente. Palpando al reptil comienza a decir: “Frío, arrastrado, largo, tortuoso, lengua doble, veneno...”. Y concluye triunfal: “¡Eres un político!”.

De regreso a su pueblo Babalucas les contaba a sus amigos: “La Ciudad de México es maravillosa. ¿En qué otra ciudad del mundo un perfecto extraño te sube en su automóvil, te lleva a tomar unas copas, a cenar, y luego te invita a pasar la noche en su departamento?”. “¿Te sucedió eso a tí” -le preguntan con asombro los amigos-. “A mí no -reconoce Babalucas-, pero a mi hermana sí”.

Babalucas conoció en la Ciudad de México a un madrileño y éste lo invitó a visitarlo en su casa de Madrid. Al poco tiempo de haber regresado el madrileño a España sonó su teléfono. Era Babalucas. “No puedo hallar tu casa, manito” -dice a su amigo-. “Hombre -replica el madrileño-. Preguntando se llega a Roma”. “¿Pos de dónde crees que te estoy hablando, caón?”.

Don Astasio dice a su amigo Pitolongo: “¡Mal amigo! ¡Supe que en mi ausencia tú y mi mujer estuvieron durmiendo juntos!”. “Astasio -declara Pitolongo con gran solemnidad-. Te juro que nunca pegamos los ojos.”

Iba un viajero por el campo cuando observó a un hombre que atravesaba el prado. En el tobillo derecho llevaba una campana que sonaba a su paso con claro y fuerte son. “¿Para qué lleva esa campana, buen hombre?” -le pregunta el viajero-. “Soy un enamorado de la vida -responde el peregrino-. Amo de tal manera a las criaturas que cuando salgo al campo me pongo esta campana para avisar de mi paso a los pequeños insectos de la tierra -grillos, hormigas, arañitas- a fin de que se aparten de mi paso, no sea que yo las pise al caminar”. Se conmueve el viajer. Dice al hombre: “Me descubro ante su presencia, amigo mío. Verdaderamente es usted un adorador de todas las formas de vida”. “Así es -responde el sujeto-. Tanto que soy padre de más de treinta hijos que he engendrado en las ingenuas campesinas que habitan la comarca”. “¡Treinta hijos! -se asombra el caballero-. ¡Entonces debería ponerse la campana en otra parte!”.

Pepito y su hermanito menor se asoman por la cerradura de la recámara de sus papás. “¡Carajo! -le dice Pepito a su hermanito-. Y a nosotros nos regañan por jugar luchitas”.

Este era un señor cuyo ideal en la vida era casarse con una mujer que fuera una dama en la sala, una economista en la cocina y una cortesana en la recámara. Se casó, y la mujer le salió una cortesana en la sala, una dama en la cocina, y una economista en la recámara.

Pepito iba con su mamá por la calle y vió a un perrito y a una perrita entregados con rítmico empeño a la tarea de perpetuar la especie, en este caso la especie Canis Familiaris, que así se llama el perro en su designación científica. “¿Qué están haciendo esos perritos, mami?” -pregunta el pequeñuelo-. La señora se azora. Responde llena de turbación: “Bueno, hijito, sucede que el perrito se lastimó las piernas delanteras, y como no puede caminar lo lleva la perrita a remolque a su casita”. “¡Carajo! -exclama Pepito meneando la cabeza con disgusto-. Entre los perros, como entre los humanos, no puedes ayudar a nadie porque te inga”.

“No sé por qué Fulano habla tan mal de mí -decía uno-. Jamás le he hecho ningún favor”.

Un majadero tipo llega a la ventanilla de los autobuses. Había una fila de más de quince personas haciendo cola para comprar su boleto, pero el incivil sujeto, haciendo caso omiso de eso, va y se planta con el boletero. “Quiero un boleto de diez pesos para ir a México” -le dice-. “Oiga -le responde el empleado-. Por diez pesos no puede usted ir a México”. “¿A dónde puedo ir?” -pregunta el individuo-. Y los quince que estaban haciendo fila se lo dijeron todos al mismo tiempo.

El funcionario de Migración interrogaba al argentino. “¿Nombre?”. “Megalonio Majestelli”. “¿Edad?”. “Cuarenta años”. “¿Sexo?”. “¡Enorme, che, enorme!”.

El señor cura fue a una fiesta. Llevaba su alzacuello como seña de su condición sacerdotal. Uno de los invitados, que no conocía el atuendo de los eclesiásticos, le pregunta: “Dígame, señor: ¿por qué trae el cuello de la camisa con lo de adelante hacia atrás?”. “No es el cuello de la camisa -contesta el sacerdote-. Soy padre”. Responde el individuo: “Yo también soy padre, tengo cuatro hijos, y sin embargo no llevo el cuello así”. “No me ha entendido usted -explica el señor cura-. Soy padre, pero de muchos miles de hijos”. “¡Ah, caón! -exclama el tipo-. ¡Entonces lo que debería traer con lo de adelante para atrás es el pantalón!”.

En la oficina la muchacha comunica muy orgullosa a sus compañeros: “Estoy a dieta. ¡Llevo perdidos 8 kilos!”. Uno de los compañeros le ve las pompis y luego le dice: “Ya te los encontré”.

Sigmundo Headsinger, el famoso siquiatra que afirma que sus pacientes mujeres recurren a la terapia porque no se han casado y sus pacientes hombres porque se casaron, recibió la visita de un hombre en un estado de suma depresión. “Llevo semanas sin dormir, doctor -le dice el tipo con angustia-. Todas las noches soy agobiado por visiones en las que se aparecen mis antepasados muertos. Sentados cada uno en un poste de la cerca me miran con ojos de amenaza. ¿Qué puedo hacer?”. “Muy fácil -responde expedito el analista-. Sáquele punta a los postes”.

Aquel señor iba a hacer un viaje. A punto estaba de subir en el avión cuando escuchó a sus espaldas una imperiosa voz que le ordenaba: “No entres en ese avión”. Volvió el señor la vista: no había nadie detrás de él. Pensó que había oído mal y avanzó. “No subas en ese avión” -se oyó otra vez la voz admonitoria-. Miró el señor a todas partes. No vió a persona alguna. ¿Quién le hablaba? Aquello era, seguramente, ilusión de sus sentidos. Siguió caminando. “¡No subas en ese avión!”. El tono de la oculta y misteriosa voz se había vuelto perentorio. No, no era una ilusión. Alguien -o algo- estaba tratando de darle un serio aviso. Ya no dudó el señor: volvió sobre sus pasos y dejó que el avión partiera sin él. De regreso a su casa oyó una noticia en el radio del automóvil: “¡Ultima hora! ¡El avión del vuelo 107 se desplomó a unos minutos de haber salido del aeropuerto! ¡No hay sobrevivientes!”. El señor sintió que un calosfrío le bajaba por la espalda desde la nuca hasta no puedo decir dónde. ¡Aquél era su vuelo! ¡Habría muerto de no ser por la voz que no lo dejó subir en el avión! ¡Era un milagro! Al día siguiente decidió viajar por tren. Iba a subir en el vagón cuando otra vez oyó las mismas palabras: “No subas en el tren”. Ya no necesitó de nuevo aviso el asustado viajero. Sin vacilar se fue de la estación. Por la noche veía la televisión en su recámara cuando apareció la imagen de un locutor: “Interrumpimos nuestras transmisiones para dar una noticia urgente: el tren que salió de esta ciudad hoy a las 5:00 de la tarde cayó en un profundo barranco. Todos los pasajeros perecieron”. ¡Dios santo! ¡De nueva cuenta la voz lo había salvado! ¿A quién debía la vida? A la mañana siguiente el señor intentó hacer el viaje por autobús. Cuando subía en el vehículo he aquí que la voz se oyó de nuevo: “No subas en ese autobus”. Asustado, el señor se alejó más que de prisa. Poco después salió la noticia en los periódicos del mediodía: “El autobus de la línea Talytal chocó de frente con un camión de carga. Todos los ocupantes de los dos vehículos murieron en el accidente”. ¡Oh! No pudo ya más el señor. Alzando los brazos al cielo preguntó con clamoroso acento: “¿Quién eres tú, potencia misteriosa, que me has salvado tres veces la existencia?”. Respondió la voz como venida de otro mundo: “Soy tu ángel de la guarda, que te protege de todos los peligros”. Al escuchar aquello, exclama el señor burlón y disgustado: “¡Angel de la guarda! ¡Angel que me protege de todos los peligros! ¿Y entonces dónde chingaos estabas el día que me casé?”.