jueves, 5 de agosto de 2010

Las últimas reflexiones de Descartes



Sabiendo que su hora final estaba cerca, el notable filósofo autor de la duda metódica hizo acopio de fuerzas para levantarse y mirarse a sí mismo en el espejo, para ver la luz que se apagaba en su propio semblante. Fiel a su modo de ser, se lanzó a sí mismo una mirada penetrante que le fue regresada de la misma manera por su otro yo tan iluso como real siguiéndolo fielmente desde el interior del espejo, y decidió poner en práctica por última vez su estrategia deductiva resumida en su famosa frase “dudo, luego pienso; pienso, luego existo”:
¿Fuí yo acaso el creador del aire que respiro? Ciertamente no. No puedo vivir sin respirar, y no pude haber creado algo para lo cual necesitaba estar vivo de antemano con la finalidad de poder crearlo.

¿Fuí yo el creador del agua fuente de vida con la que calmo mi sed y limpio mi cuerpo? Tampoco, por la misma razón de que no pude haber creado algo indispensable para mi subsistencia para lo cual necesitaba estar vivo de antemano con la finalidad de poder crearlo.

¿Me dí yo mismo la capacidad para ver? Imposible. ¿Cómo puede ver un ciego lo que necesita ver para poder crear la capacidad para ver, si no puede ver nada?

¿Y qué decir de los otros sentidos? ¿Me los pude haber dado yo mismo? Tal cosa presupone que a un ser pensante que carece de cierto sentido como el sentido del olfato se le pueda ocurrir llevar a cabo la creación de tal sentido. ¿Pero cómo puede crearlo, si al no haberlo tenido jamás no tiene ni siquiera la más remota idea de que tal cosa pueda ser posible? En verdad, es factible que pueda haber otros sentidos potenciales cuya posibilidad desconocemos porque carecemos de tales sentidos y por lo tanto nos es imposible el poder imaginar siquiera que tales sentidos se puedan dar. Lo que podemos hacer es crear aparatos para aumentar la potencia de los sentidos que ya tenemos, tales como los lentes, pero no podemos darnos a nosotros mismos algo que ni siquiera hayamos imaginado que nos podemos dar.

¿Fuí yo el creador de mi propio raciocinio, de mi propia consciencia? Imposible, porque para crear la facultad del pensamiento es indispensable poseer primer la facultad de pensar.

¿Tengo algún mérito por mi intelecto? Ciertamente, mi sabiduría se debe en gran parte a mi esfuerzo por aprender, y el camino recorrido ha sido arduo en no pocas ocasiones, me ha costado muchos sacrificios y privaciones así como la inversión de mucho tiempo y esfuerzo. Pero la capacidad para aprender ya estaba allí desde un principio, y eso no es mérito mío. Yo no me dí a mí mismo esa capacidad, no me la podría haber dado, porque no puede darse a sí mismo la capacidad para evolucionar intelectualmente algo que no tiene la facultad para aprender cosas nuevas, algo que no tiene ni siquiera la capacidad para dudar y con ello la capacidad para razonar. Y tal capacidad, o salió de la nada, o no pudo haber salido de la nada. Y me cuesta trabajo aceptar que mi facultad para aprender y evolucionar, algo que no me dí yo a mí mismo, haya salido de la nada como si fuese un truco de magia ejecutado por sí solo sin la presencia de un mago capaz de ejecutar tal truco. ¡Y vaya que es uno de los mayores trucos de todos! Lo que sale de la nada sin planeación previa no puede tener ningún propósito, porque en la misma nada no hay propósito alguno, de lo contrario no sería una nada, sería “algo”.

He podido sobrevivir y salir adelante, porque aprendí a preservar mi vida haciendo lo que tuviera que hacer para sobrevivir. Pero sólo he preservado algo que ya era. No sólo yo no fuí mi propio creador, ni siquiera me dí a mi mismo los elementos que ya existían de antemano y que necesitaría para poder sobrevivir. Yo no me dí vida a mí mismo; tal cosa sería imposible, porque no puede darse vida algo que no existe y para lo cual se requiere vida previa; una cosa es preservar lo que ya se tiene, y otra muy diferente es la creación de algo que no existía. Pero inclusive hasta para poder seguir adelante en la faena de la perpetuación de la vida, se requiere de un mínimo de elementos naturales sin los cuales cualquier vida recién creada no podría sobrevivir. Mi mérito ha sido el procurarme de tales elementos, pero son elementos que ya existían y en cuya creación yo no tuve injerencia alguna.

¿Fué el mundo en el que me tocó vivir el resultado de un simple accidente natural que ocurrió sin ninguna planeación, sin ningún propósito? Bien lo pudo haber sido, pero si estoy dispuesto a aceptar tal hipótesis, entonces debo estar preparado para aceptar que los edificios, las imprentas, los relojes, las catedrales, los carruajes, los grandes barcos, los libros y las herramientas de trabajo fueron también el resultado de una cadena seguramente infinita de accidentes naturales, pues de un gran accidente natural detrás del cual no hay ninguna planeación ni propósito alguno no se puede esperar otra cosa más que accidentes naturales que fueron consecuencia directa del primero, de acuerdo a la ley inmutable de causa y efecto sobre la cual no tengo duda alguna.

El Sol, esa aparentemente inagotable fuente de luz y de energía cuya brevedad extrañamos en Invierno, sin la cual todo sería obscuridad, tan necesario para mí en todos sentidos, para permitirme ser lo que soy, ¿pude haberlo creado en mi pasado sin acordarme de ello? Su movimiento se repite día tras día con la periodicidad del más fino mecanismo de relojería, y de hecho es el patrón mundial con el que ajustamos todos nuestros relojes; su calor no nos falta sobre todo en el estiaje. Si con todos nuestros conocimientos lo más que yo y otros de mi especie podemos crear para alumbrarnos de noche y calentarnos cuando tenemos frío son velas, lámparas de aceite o fogatas que al poco tiempo se agotan y se apagan, ¿cómo yo, inclusive ayudado por muchos otros como yo, pudimos haber creado algo tan maravilloso cuya duración parece casi infinita en nuestra escala del tiempo, algo cuyo secreto interior escapa a nuestra ciencia actual? No, me descarto en forma terminante y definitiva como creador de algo que es un milagro diario, literalmente hablando.

Y las estrellas, ¿qué de las estrellas? ¿Pude haberlas creado una por una poniéndolas en el firmamento? Tampoco. No, y éste es un no rotundo; esto está mucho más allá de mis posibilidades humanas. Hasta donde puedo alcanzar ver ayudado por mis instrumentos ópticos, las estrellas parecen ser infinitas en número; para poder decorar la bóveda celeste yo necesitaría un lapso infinitamente grande de tiempo. Y si las estrellas son infinitas en número, ni siquiera podría contarlas de una en una, ya que nunca acabaría de contarlas. Ni yo ni nadie de mi especie pudo haber puesto las estrellas en el firmamento, porque lo infinitamente grande está fuera del alcance de lo que es finito por Naturaleza.

¿Tiene el Universo conciencia propia? Eso no lo sé. No tengo forma de saberlo, no tengo forma de corroborarlo. ¿Se pudo haber creado el Universo a sí mismo? Imposible, porque para poder haberse creado a sí mismo, el Universo habría tenido que poseer primero la facultad para poder pensar, y no podía haber tenido raciocinio alguno cuando aún no existía. No, el Universo no se pudo haber creado a sí mismo, imposible, aunque hoy pueda tener conciencia propia como yo que formo parte de sus incontables millones de células. Necesariamente tuvo que haber sido creado antes de que existiera.
Y en ese momento, como un chispazo, una luz interna le hizo darse cuenta al sabio de que en las interrogantes que se había formulado a sí mismo estaba la única respuesta que se les podía dar.

Con una lágrima asomando por su mejilla, el viejo filósofo comprendió de pronto cosas que están más allá incluso de la filosofía, y comprendió de pronto mucho de lo que había escapado a su entendimiento a lo largo de su vida. Había dedicado todo su ser a encontrar respuestas, y había obtenido la respuesta a la pregunta más importante de todas.

Despidiéndose de su propia reflexión en el espejo, el filósofo extendió sus dedos haciéndose a sí mismo un ademán de despedida, susurrando de modo casi imperceptible: “Gracias, mon ami. No me has defraudado. No me permitiste concluír mi jornada sin antes darme la iluminación que había buscado toda mi vida. No me llevo riquezas conmigo, pero me llevo la mayor de las riquezas. Ojalá y otros tengan la fortuna que yo tuve de poder atesorar lo que es para mí en estos momentos el mayor tesoro de todos”.

Y el eminente filósofo cerró sus párpados esbozando la mayor de sus sonrisas.