martes, 28 de octubre de 2014

Novena colección de chistes de Catón

Hay una nueva hornada de chistes por el editorialista-humorista de México que posiblemente haya sido el mayor creador en su género de chistes de todo tipo. Se presentan aquí en una nueva colección, como secuela a la colección anterior que fue publicada aquí en esta bitácora el 15 de julio de 2014. Al igual que como se ha hecho en ocasiones anteriores, los chistes serán agrupados en rondines de veinte en veinte, porque es posible que muchos lectores querrán suspender en algún punto su lectura de los chistes para volver a retomar la lectura de los mismos en una ocasión posterior, y ello será más fácil si se tiene una idea del rondín en el cual quedó la lectura pendiente.

Rondín # 1

Don Sinople le comentó a un amigo: “Estoy orgulloso de mi prosapia y mi linaje. Por mis venas corre (y sin cansarse nunca) sangre indígena, española, inglesa, africana, italiana, francesa y portuguesa”. “¡Caramba! -se admiró el otro-. ¡Tu mamá debe haber viajado mucho!”.

Babalucas se presentó en una editorial. Llevaba consigo un voluminoso mamotreto. Le dijo al encargado: “Hice un diccionario de la lengua española, y lo traigo para que me lo editen”. Opuso el hombre: “Ya hay muchos diccionarios en el mercado”. Replicó Babalucas: “El mío es diferente a todos”. Preguntó el editor: “¿Qué tiene de especial?”. Contestó el pavitonto: “Las palabras no están en orden alfabético”.

Doña Soreca, mujer dura de oído, iba manejando su automóvil en compañía de su esposo. Los detuvo un oficial de Tránsito y le dijo a la señora: “Excedió usted el límite de velocidad”. Doña Soreca se volvió hacia su marido: “¿Qué dice?”. “Que vas muy aprisa”. El agente le pidió a la mujer su licencia de conducir. “¿Qué dice?” -le preguntó doña Soreca a su esposo. “Que le muestres tu licencia”. El oficial revisó el documento y declaró: “Veo que es usted de Cuitlatzintli. Hace 30 años estuve en ese feo pueblo y conocí a la mujer más vanidosa, más antipática, más desagradable y más fría para hacer el amor de todo el mundo”. Doña Soreca se inquietó por aquel prolongado parlamento del agente. Asustada le preguntó a su marido: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Respondió él: “Dice que te conoce”.

Una vedette le presumió a otra: “He estado en los mejores hoteles”. “Sí -concedió la otra-. Una hora en cada uno”.

Don Fidelio, el marido de doña Gorgolota, le dijo al Padre Arsilio: “En 30 años de matrimonio jamás he engañado a mi mujer”. “Lo felicito -respondió el buen sacerdote-. Le tiene usted respeto a su esposa”. “No -aclaró con franqueza don Fidelio-. Más bien le tengo miedo”.

Un tipo le dijo a otro: “Mi tía Emerenciana pasó a mejor vida”. “¿Cómo es posible? -se consternó el otro-. ¿Qué le sucedió?”. “Cataratas”-respondió sombríamente el primero. “Nadie muere de cataratas -se extrañó el amigo-. ¿La operaron?”. “No -precisó el sobrino-. La empujaron”.

Viene a continuación un chascarrillo de subido color que las personas de subida pudicicia no deberían leer. Quienes sufran de tiquismiquis de conciencia o padezcan escrúpulos de moralina harán bien en suspender aquí mismo la lectura. Recordemos el germánico aforismo: “Das Auge ist der Seele Spiegel”. Equivale a: “Los ojos son el espejo del alma”. Nadie empañe los suyos con la lectura del vitando cuento que ahora sigue. Tres monjitas, sor Bette, sor Dina y sor Teo llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro, custodio de las llaves del Reino, les dijo que sólo podrían entrar si cada una de ellas respondía con acierto a una pregunta. Se dirigió a sor Bette: “¿Quién fue el primer hombre”. “Ésa está muy fácil -sonrió la reverenda-. Fue Adán”. “Correcto” -aprobó San Pedro. Y le abrió a sor Bette la puerta de la mansión celeste. En seguida le preguntó a sor Dina: “¿Quién fue la primera mujer?”. “Ésa también está muy fácil -declaró la sor sonriendo-. Fue Eva”. “Correcto” -aceptó el apóstol. Y admitió a sor Dina en la morada de la eterna bienaventuranza. Le tocó el turno a sor Teo. San Pedro la interrogó: “Cuando Adán vio por primera vez a Eva desnuda en el Paraíso, ¿qué le dijo ella?”. Al oír tal pregunta manifestó sor Bette, vacilante: “Ésa está muy dura”. Y exclamó San Pedro: “¡Correcto!”.

Lord Feebledick era conservador. Lo era porque tenía mucho que conservar: su apartamento en Londres, su casa campestre en Highrumpshire, su Bentley, su coto de caza, sus caballos y sus perros. Tan conservador era que había aprendido de memoria el poema If, de Rudyard Kipling, de inspiración imperialista. En la reunión anual de la Brigada Quinta de Lanceros, de la cual fue capitán en Delhi, le sugería en voz baja al compañero que tenía al lado: “Pide que recite If”. “If what?” -le preguntaba indefectiblemente el compañero. En cambio lady Loosebloomers, su esposa, era liberal, y hasta algo socialista. Leía a ese irlandés de ideas subversivas, mister Bernard Shaw, y cada mes daba dinero para el sostenimiento de un falansterio al estilo Fourier donde se practicaba el amor libre y se jugaba bridge. A pesar de la oposición de sus ideas los esposos se llevaban bien, pues rara vez se veían. Sólo tuvieron una discusión el día que ella declaró que la Reina Victoria había sido una tonta, pues cuando su apuesto consorte, el príncipe Alberto, le hacía el amor, ella cerraba los ojos, apretaba los puños y los dientes y se ponía a pensar en Inglaterra en vez de disfrutar la varonía de aquel hombre tan guapo. “¡Qué desperdicio de pija!” -manifestó lady Loosebloomers desenfadadamente. Eso encalabrinó a lord Feebledick, no por la idea expresada, sino por la expresión vulgar que usó su esposa para manifestarla. Como buen conservador milord ponía las formas por encima de todo. Se vestía para cenar y nunca faltaba a la iglesia. La vez que sorprendió a su esposa refocilándose con el caballerango la reprendió severamente: “Peca, mujer, pero no te encanalles”. Días después la encontró en brazos y todo lo demás de lord Grandprick, dineroso terrateniente que en Oxford había formado parte del equipo de regatas. Entonces felicitó a su esposa. “Muy bien -le dijo-. Advierto que ya vas mejorando”.

Decía un individuo: “Mi mujer tiene doble personalidad, y a las dos las odio”.

El director del manicomio le anunció a su prometida que pasarían la luna de miel en el establecimiento. “¿Por qué?” -se asombró la muchacha. Explicó él: “Porque vamos a follar como locos”.

La señora, preocupada, le informó a su esposo que había hecho un penoso descubrimiento: Acnerito, su hijo adolescente, incurría en placeres solitarios. Debía hablar con él inmediatamente. Al punto fue el señor a la recámara del chico y le advirtió con voz severa: “Si sigues haciendo lo que tu mamá me dice que haces, te quedarás ciego”. El muchacho le respondió agitando los brazos: “¡Acá estoy, papá!”.

Don Geronte, señor de edad madura, casó con Pomponona, frondosa mujer en flor de edad y dueña tanto de abundantes carnes como de fuertes impulsos de erotismo. Cuando llegaron al hotel donde pasarían la noche nupcial don Geronte sufrió un síncope motivado quizá por la tensión que le causaba el compromiso que pronto iba a afrontar. El administrador del hotel llamó a los paramédicos, y éstos acudieron prontamente en auxilio del postrado caballero. Después de examinarlo uno de ellos le dijo a Pomponona: “El problema de su esposo no es grave, señora. Necesita sólo unas palabras de estímulo que lo hagan ponerse en pie. Dígale usted esas palabras de ánimo”. Se acercó Pomponona a su caído cónyuge y le dijo con acento perentorio: “Levántate, Geronte, o tendré que consumar el matrimonio con uno de estos jóvenes y guapos paramédicos”.

Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión fue al cine a ver la película “Los últimos días de Pompeya”, y su sola presencia en la sala cinematográfica hizo que se congelara la lava del Vesubio. Cierta noche su esposo, don Frustracio, le pidió la realización del acto que por disposición de las leyes humanas y divinas sirve para perpetuar la especie y sedar la natural concupiscencia de la carne. Ella, como de costumbre se negó. Le dijo que tenía jaqueca. Don Frustracio le ofreció ponerle un par de chiqueadores, remedio casero casi olvidado ya consistente en dos pequeñas rodajas de papel o de hojas vegetales que, a veces untadas con sebo, se aplican en las sienes para quitar el dolor de cabeza. Ella manifestó que desconfiaba de la utilidad de ese recurso, y más cuando en verdad no tenía cefalalgia. Reiteró el señor su pedimento. Le dijo a la señora que hacía mucho tiempo no accedía ella al trato connubial. “La última vez que lo hicimos -recordó- fue cuando Nolan Ryan, celebrado pitcher, lanzó su quinto juego sin hit ni carrera, y eso fue justamente un día como hoy, pero de 1981”. “¿Y ya quieres otra vez? -prorrumpió escandalizada doña Frigidia-. ¡Eres un erotómano, un maniático sexual!”. A don Frustracio le dio bastante sentimiento oírse llamar así, pues era hombre espiritual -leía a Amado Nervo y hacía crucigramas-, y tales adjetivos lo lastimaron mucho. Su esposa se apenó. Le dijo: “Está bien: Accedo a tu solicitud. Pero mientras tú lo haces yo me pintaré las uñas, porque mañana andaré muy ocupada. Procura entonces hacerlo evitando cualquier agitación”. Feliz de poder disfrutar al fin los goces de himeneo don Frustracio no sólo realizó el acto en la conocida posición del misionero, sino también con reserva misional, tanto que la señora pudo llevar a cabo sin estorbos su tarea. Por primera vez en su vida de casados terminaron los dos al mismo tiempo, don Frustracio el acto natural, doña Frigidia su pintura de uñas. “¡Mira! -exclamó feliz el marido-. ¡Ya estamos alcanzando la armonía sexual!”.

El empleado de don Algón le preguntó a la secretaria del ejecutivo: “¿Cómo hiciste para obtener el aumento de sueldo que te dio el jefe?”. Respondió ella: “Podría decírtelo, pero esa información a ti no te servirá de nada”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, les comentó a sus amigos: “Me gusta el sexo seguro. Antes de hacerlo le pregunto a mi pareja a qué horas regresará su marido”.

El primer día de clases la maestra instruyó a los niños: “Si alguno de ustedes siente ganas de ir al baño, levante la mano”. Preguntó Pepito: “¿Y con eso se quitan las ganas?”.

Tres secretarias platicaban a la hora del café. Dijo una en voz baja: “Ayer vi un preservativo en un cajón del escritorio del jefe”. Dije la segunda: “Yo también lo vi, y con mis tijeras le hice un agujerito”. Al oír eso la tercera secretaria se puso pálida y exclamó: “¡Dios mío!”.

Antes de empezar el amoroso trance el galán le preguntó, cauteloso, a su dulcinea: “¿Tomaste la pastilla?”. “Sí” -respondió ella. Se llevó a cabo entonces la natural acción. Unas semanas después la muchacha le reveló a su novio, llorosa, que a consecuencia de lo que hicieron aquel día estaba un poquitito embarazada. “¿Cómo es posible? -se consternó él-. ¡Me dijiste que habías tomado la pastilla!”. “Y me la tomé -replicó ella-. Era de menta”.

Llegó un sujeto a la tienda de ropa íntima para mujer y compró un juego de sugestivas prendas de encaje negro y seda: Brassiére de media copa, calzoncito crotchless, liguero, medias de malla, vaporoso negligé. La empleada que lo atendió le dijo: “Esto le va a gustar mucho a su esposa”. Replica el hombre, adusto: “Ya hizo usted que me remordiera la conciencia. Está bien: Deme otro juego igual”.

Empédocles Etílez llegó a su casa en horas de la madrugada. Venía, como de costumbre, más ebrio que una cuba. Que una cuba ebria, se entiende. Al subir por la escalera que conducía a su recámara empezó a hacer un ruido endemoniado. Desde la alcoba su esposa le preguntó, molesta: “¿Qué haces?”. Respondió el temulento: “Estoy tratando de subir dos cajas de cerveza”. “No hagas tanto ruido -lo conminó la mujer-. Súbelas mañana”. “No puedo -replicó el beodo-. Ya me las tomé”.

Rondín # 2

El oficial de tránsito detuvo a una señora por exceso de velocidad. Le dijo: “Pasó usted de los 50”. “No es cierto -respondió ella con enojo-. Lo que sucede es que este vestido me hace ver mayor”.

Entraron en un bar un cura, una monjita, un rabino, una rubia, un vaquero, un pato, un cocodrilo, un perico y un elefante rosa. Los mira el cantinero y les pregunta con enojo: “¿Qué clase de chiste es éste?”.

Se discutía acerca de la utilidad de los condones para prevenir males y consecuencias indeseadas. “No son nada seguros -declaró Babalucas-. Yo estaba usando uno, y sin embargo se desprendió el candil del techo y me cayó en las nalgas”.

La pobreza es cosa extraña: cuando eres pobre te avergüenzas de serlo, y cuando dejas de serlo te jactas de haberlo sido alguna vez.

La señora le dijo a su marido: “Estoy cansada de lavar, planchar, barrer, hacer la comida, y todavía en la noche satisfacer tus apetitos de varón”. Ofreció el esposo: “Contrataré a una mujer”. Preguntó ella: “¿Para que lave, planche, barra y haga la comida?”. “No -repuso el individuo-. Para que por la noche satisfaga mis apetitos de varón”.

La señora sorprendió a su marido en el lecho conyugal con otra mujer. “Perdóname -se justificó él-. Pensé que habías cambiado de peluca”.
El Padre Arsilio vio en la plazuela del lugar a un corro de chiquillos que, sentados en el suelo, rodeaban a un pequeño perro. Entre ellos estaba Pepito, cuya conducta traía siempre al buen sacerdote al mal traer. Su última hazaña consistió en filmar los acoplamientos de las palomas en el campanario de la iglesia parroquial, y luego proyectar esas escenas en la mismísima pared del templo, para deleite de los vagos del pueblo y escándalo de las beatas, que una y otra vez acudieron a ver la filmación a efecto de estar seguras de su inmoralidad. Fue tal el revuelo provocado por ese acontecimiento que la señorita Peripalda, catequista, se sintió obligada a dar una conferencia a las socias de la Congregación Luciana, disertación que intituló: “El infierno aguarda a nuestros hijos”. (Ese nombre fue objeto de críticas veladas, pues ella no los tenía). Cuando el eclesiástico vio a los muchachillos fue hacia ellos y les preguntó qué hacían. Pepito le explicó: “Encontramos en la calle a este perrito, y acordamos que el que diga la mayor mentira se lo llevará a su casa”. “¡Malaventurados! -clamó con santa indignación el párroco-. ¡Mentir es una gafedad del alma! Aprended de mí, que escogí la verdad. Veritatem dilexi. ¡Jamás en mi vida he dicho una mentira!”. Pepito se vuelve hacia sus amigos y les dice cariacontecido: “Ni modo, compañeros. Tendremos que darle el perro al señor cura”.

Pregunta: “¿Qué hay entre preocupación y pánico?”. Respuesta: “Más o menos 28 días”.

Aquellos casados, nuevos ricos, estrenaron residencia grande. Él le dijo a ella: “Hagamos el amor en la biblioteca”. Contestó la mujer: “A estas horas ya está cerrada”.

El vendedor de cepillos llamó a la puerta de una casa y le abrió una guapa señora cubierta sólo por un vaporoso negligé. La mujer lo invitó a pasar y le ofreció una copa. El vendedor le mostró su mercancía, hizo su venta y en seguida se dispuso a retirarse. Antes, sin embargo, le preguntó: “¿Por qué me compró tantos cepillos, señora? ¿Tiene muchos hijos?”. “Tengo 14” -respondió ella. “¿Catorce?” -se asombró el tipo. “Sí -confirmó la mujer-. No todos los vendedores son tan pendejos como usted”.

Dijo una señora cuando le preguntaron cuántos años tenía su marido: “Está dejando la edad del ‘Quiero’ y entrando en la de ‘¿Podré?’”.

Afrodisio llevó a Susiflor a un romántico paraje y ahí le hizo urentes solicitaciones de pasional amor. Al oír la demanda ella cerró los ojos, inclinó la cabeza y empezó a darse golpes de pecho. “-¿Qué haces? -le pregunta el salaz tipo con alarma-. ¿Ofendí acaso tu pudor?’’. “No, -responde ella-. Pero siempre que hago lo que vamos a hacer el señor cura me dice que me arrepienta, y para ahorrar tiempo me estoy arrepintiendo desde ahora’’.

El novio de la muchacha no daba trazas de irse, por lo que el papá de la chica hizo acto de presencia. “¡Oh, amor mío! -le decía en ese momento el jovenzuelo a su dulcinea-. ¿Tendré que decirte buenas noches?’’. “Sí, caborón -le dijo con enojo el genitor-, porque si te quedas 10 minutos más tendrás que decirle buenos días’’.

Don Algón, salaz ejecutivo, recibió en su casa la visita de un abogado. Con él estaba hablando cuando entró su esposa. Don Algón, todo turbado, le dijo a su mujer: “El licenciado vino manejando de la oficina a decirme que a la computadora le falta cinta’’. “No se haga usted, señor -lo corrigió el letrado-. Lo que le dije fue que cometió usted una falta en la oficina, y la que maneja la computadora está encinta’’.

Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajarra, los borrachines del pueblo, estaban bebiendo en la cantina del lugar. Le dijo Astatrasio a su camarada: “Compadre, ya debo estar borracho. Todo lo veo doble’’. “Pos no sea indejo, compadrito -respondió Empédocles-. Cierre un ojo’’.

Babalucas fue al cine. En una escena de la película una bella muchacha comenzaba a desvestirse. En el momento en que se iba a quedar sin nada encima pasaba un tren que la ocultaba a la vista de los espectadores. Luego cambiaba la escena y ya no se veía nada más de aquello. Al día siguiente Babalucas fue otra vez a la misma función. Llegó la candente escena. La voluptuosa actriz empezó otra vez a aligerarse la ropa. En el momento culminante el tren ocultó de nuevo los encantos de la chica. Lo mismo sucedió en las siguientes funciones. Ya harto exclamó con enojo Babalucas: “Carajo ¿qué ese maldito tren no se retrasa nunca?”.

En la orilla de la carretera Pepito, que llevaba consigo a su perro, le pidió aventón a un automovilista. “Te puedo llevar a ti, buen niño -le dijo el señor-, pero no a tu perro’’. “No hay problema -contestó el chiquillo-. El perro nos seguirá’’. Puso en marcha el señor el automóvil, y el perro echó a trotar tras él. Aumentó la velocidad el hombre; el perro apresuró la carrera. Intrigado, el señor sumió el acelerador: 120 kilómetros por hora, y el perro no perdía paso. El conductor, sorprendido, imprimió la máxima velocidad al automóvil: 200 kilómetros por hora. El perro seguía al lado del automóvil, corriendo sin cesar. Dijo Pepito de repente: “Aquí me bajo’’. El señor pisó el freno a fondo, y el automóvil se detuvo entre chirriar de frenos y humear de llantas. Abrió la puerta el niño. Ahí estaba su perro. Le dijo el señor a Pepito. “Me ha sorprendido tu perrito, niño. ¡Con qué velocidad corre! Pero dime: ¿qué es esa especie de collar que tiene en el pescuezo?’’. “No es collar -explicó Pepito-. Es el trasero. El perro frenó muy bruscamente’’.

En tiempos pasados los hombres sufrían de amores incurables. Afortunadamente llegó la penicilina.

 El general Caguillas conducía la retirada. Uno de sus soldados le pidió permiso para ir a su pueblo por tres días. “¿Cómo te atreves a pedirme ese permiso? -respondió con enojo el general Caguillas-.¡Estamos en medio de una retirada estratégica, muchacho! ¡Necesito a todos mis hombres!”. “Pero, mi general -se atrevió a objetar el soldado-. Mi esposa está a punto de dar a luz, y únicamente está con ella su mamá, anciana y casi ciega. Necesito ir a mi pueblo para asistir en el parto a mi mujer”. El general Caguillas, que en el fondo era hombre compasivo, se quedó pensando un momentito y luego le dijo al soldado: “Mira, muchacho. El permiso no te lo puedo dar, pero voy a ayudarte: Haré que nuestra retirada estratégica sea por el rumbo de tu pueblo”.

Himenia Camafría y Celiberia Sinpitier, maduras señoritas solteras, iban en bicicleta por una veredita del campo. El paisaje estaba lleno de bellezas: Piaban los pajaritos con dulzura; corría manso el arroyuelo; perfumaban las flores el ambiente. “¡Qué bonito estoy sintiendo!’’ -exclamó con arrobo Celiberia. “Yo también -dijo la señorita Himenia respirando con agitación-. Ha de ser el asiento de la bicicleta’’...

Una adalid del feminismo declaró en un congreso: “La verdad es que el hombre sólo tiene una diferencia en relación con la mujer”. “Es cierto -le dice en voz baja una señora a su vecina de asiento-. Y mientras más grande tenga la diferencia, es mejor”.

Llega Babalucas a una papelería. “-¿Tiene papel para muerto?”. “-No conozco esa clase de papel” -responde el encargado. Busca Babalucas en otra papelería: “-¿Hay papel para muerto?”. “-De ése no tenemos” -le dice la dependienta. Pregunta Babalucas en una tercera papelería: “-¿Venden papel para muerto?”. “-No manejamos esa línea” -le responde el dueño. Regresa Babalucas a su casa e informa a su mujer: “-En ningún lado hallé papel para muerto”. “-¡Ay, Babalucas! -se desespera la mujer-. ¡Papel parafinado!”.

Aquel señor estaba chapado a la antigua; no le gustaban las actuales modas femeninas. Decía: “-Con pantalones unas mujeres se ven masculinas, y otras se ven masculonas”.

El superior regañaba al joven reverendo recién ordenado. “-Mira, hijo -le dice-. Paso que en tu iglesia toque un conjunto de rock en vez de un organista. Eso es lo que les gusta a los muchachos. Paso que chicas bonitas en minifalda sean las que recogen las limosnas. Quizá mejore la colecta. ¡Lo que sí de plano no te puedo permitir, hijo, es que en vez de ‘Iglesia de Jesús’ pongas ‘Chucho’s le Club’!”.

La señora se encuentra a su ex-sirvienta, a la que hacía mucho tiempo no veía, y se sorprende al verla elegantemente vestida. “-¡Petra! -exclama asombrada la señora-. ¿Qué hiciste para poder comprar esos vestidos tan caros?”. “-Quitarme los baratos, señora” -responde la muchacha-.

Rondín # 3

Un señor bastante entrado en años fue a una farmacia y le preguntó al encargado si tenía algo que le fortaleciera los ímpetus eróticos. “Le recomiendo el Viagra -responde el farmacéutico-. A mí me ha dado muy buenos resultados; es una pastillita maravillosa”. El señor, interesado en ver la tal pastilla, le pide al hombre: “¿Puede ponerla sobre el mostrador?”. Responde el de la farmacia: “Si me tomo dos, a lo mejor sí”.

El recién casado le dijo a su mujercita: “Supe que estuviste platicando ayer con uno de tus antiguos novios’’. “¿Quién te lo contó?’’ -preguntó ella. Respondió el muchacho: “Un pajarito’’. La chica se enojó: “Pues si es el tuyo dile de mi parte que nada más para chismear es bueno’’.
Doña Trisagia, devota ama de casa, se fue a confesar con el buen padre Arsilio. Le pidió el confesor: “Di tus pecados’’. Empezó Trisagia: “Dos kilos de tomate; medio ciento de naranjas; un litro de aceite; dos docenas de huevos...”. Y luego: “¡Mano poderosa! ¡Dejé mis pecados en el súper!’’.
Una pregunta: “¿Cuál es la diferencia entre una bruja y una hechicera?”. La respuesta: “Tres copas de tequila”.

Después de examinar a su paciente el doctor Ken Hosanna le indicó: “Está usted muy enfermo. Debe dejar inmediatamente de fumar”. “Doctor -dijo el paciente-, jamás en mi vida he fumado un cigarrillo”. “Bueno -prescribió el médico-, entonces deje de beber”. “Siempre he sido totalmente abstemio” -dijo el otro. Insistió el facultativo: “Entonces ya no ande con mujeres”. “Doctor -precisó el otro -, soy soltero, y nunca he tenido tratos con mujeres”. “¡Coño! -estalló el médico molesto-. ¡Si quiere aliviarse, amigo, debe poner algo de su parte!”.

En el departamento de la chica el ardiente galán le hizo a su dulcinea algunos tocamientos encendidos.  Ella se molestó bastante. “¡Sal inmediatamente!” -le pidió irritada. “No puedo” -dijo él. “¿Tanto me amas?” -se conmovió la muchacha. “No -precisó él-. No puedo salir mientras no me sueltes la parte que me tienes agarrada”.

En la fiesta de bodas gritaban unos: “¡Arriba la novia!”. Otros gritaban: “¡Arriba el novio!”. Un borrachín sugirió con tartajosa voz: “Déjenlos que se acomoden como ellos quieran”.

Ese médico se parece al otro que después de examinar largamente a través de un aparato la pupila de su paciente le dijo: “El examen de su iris me revela que tiene usted arterioesclerosis, insuficiencia cardiaca, hepatitis, inflamación pulmonar; problemas en las vías urinarias, cefalea y callos”. “¡Qué barbaridad! -exclamó el paciente con admiración-. Si todo eso me encontró usted viéndome el ojo de vidrio, ¡qué no encontrará ahora que me examine el ojo bueno!”.

Los dos cazadores salieron en busca de palomas de ala blanca. Como las aves huían cada vez que ellos se acercaban se consiguieron un cuero de vaca y cubiertos con él fueron al campo. De pronto uno de ellos, el que iba en la parte de atrás de la supuesta vaca, le dijo al otro con angustiada voz: “¡Pronto! ¡Dispara!”. Le preguntó el compañero: “¿Tienes cerca a las palomas?”. “No -respondió muy apurado el otro-. Tengo cerca al toro”.

Llegó el príncipe azul y besó a la Bella Durmiente en la mejilla. Ella abrió los ojos y contempló al apuesto doncel. “Te di un besito, amada mía -dijo el príncipe-. Con eso rompí el hechizo de la malvada bruja, y te volví a la vida’’. “Ah, -dijo la Bella Durmiente-. Entonces haz algo de mayor sustancia que el besito, pues todavía me siento bastante apendejada’’.

La abuelita de Pepito oyó que el niño le decía a un amiguito: “Me gusta mucho irme a la cama por las noches, porque me hago la porla’’. La viejecita se espantó y de inmediato fue con la mamá de Pepito. “Creo que deberías hablar con el niño -le dijo muy preocupada-. Está haciendo en la cama cosas indebidas”. La señora llamó a Pepito y le preguntó qué era aquello que hacía en la cama. “Me hago la porla’’ -respondió el chiquillo con orgullo. “¿Ah, sí, hijito? -dijo la señora tratando de contener su inquietud-. Y ¿cómo te haces la porla?’’. Explicó el niño: “Pongo los deditos así y luego digo: ‘Por la señal...’’’

Don Languido, senescente caballero, llegó a su casa llevando un trombón que acababa de comprar. Sin decir palabra, y ante el asombro y estupefacción de su mujer, procedió a tocar varias escalas en el sonoro instrumento, y luego -con ciertas dificultades, y algo desafinado- interpretó la Meditación de “Thaïs”, obra del gran compositor francés Jules Massenet (1842-1912). Al terminar la demostración le dijo don Languidio a su esposa en tono al mismo tiempo ufano y retador: “¿Qué tal, mujer? ¡Y tú que decías que ya no soplo!”.

Las damas de la Sociedad Protectora de Animales hacían campaña en las escuelas. Una de ellas le preguntó a Pepito: “Dime, buen niño: Tu mamá ¿tiene un abrigo de piel?”. “Sí -contestó él-. Es un abrigo de piel de zorro”. Le dijo la mujer, ceñuda: “¿Y no te has puesto a pensar en lo que tuvo que sufrir el infeliz animal de donde salió esa piel?”. “Claro que he pensado en eso -respondió Pepito con tono de conmiseración-. ¡Pobre de mi papi!”.

Don Martiriano, el abnegado esposo de doña Jodoncia, se topó con un amigo al que no veía desde los tiempos de la juventud. “Supe que te casaste -le dijo el amigo a don Martiriano-. ¿Cómo te ha ido en tu matrimonio?”. Respondió él: “No me puedo quejar”. “¿Te va bien?” -volvió a preguntar el amigo-. “No -confesó tristemente el lacerado-. No me puedo quejar, porque si me quejo me mata mi mujer”.

Astatrasio Garrajara y Empédocles Etílez, ebrios consuetudinarios, dieron cima por fin a su farra de varios días. Empédocles tenía miedo de llegar a su casa: Lo asustaba la iracundia de su cónyuge, brava hembra que no se recataba para gritarle pesias y maldiciones que se oían en todo el vecindario. En cambio Astatrasio se veía tranquilo. “Te apuesto -le dijo a su contlapache- que al llegar a mi casa las primeras palabras que me dirá mi mujer serán: ‘Hola, amorcito’”. Llegaron los dos, en efecto, a la casa de Astatrasio. Su mujer, obvio es decirlo, estaba hecha un obelisco. (Nota de la redacción: Seguramente nuestro amable colaborador quiso decir “hecha un basilisco”). “Hola, amorcito” -la saludó tímidamente Garrajara. “¡Hola amorcito madres! -prorrumpió la mujer hecha una furia-. ¿Dónde andabas, cabrísimo grandón?”. Y así diciendo arremetió contra él... ¡Sí, pero sus primeras palabras fueron las que predijo el temulento!.

Bucolio, labriego campesino, le dijo con cierta envidia a su compadre Eglogio: “Veo, compadre, que trae usted otro sombrero, otra camisa, otro pantalón y otros huaraches”.  “Son un regalo sorpresa de mi vieja” -dijo orgulloso Eglogio. “¿De veras?” -preguntó Bucolio con admiración. “Sí -confirmó Eglogio-. Anoche regresé del pueblo cuando mi mujer no me esperaba, y ahí estaba todo eso, en una silla al lado de la cama”.

Un tipo le dijo a otro: “Soy de las familias más apretadas de la ciudad”. “¿Ah, sí? -se interesó el otro-. ¿Eres aristócrata?”. “No -respondió el tipo-. Vivo en una casa de interés social”.

La novia resultó más apasionada de lo que el novio suponía, y en la noche de bodas lo hizo objeto de repetidas demandas amorosas. Una demanda amorosa. Dos demandas amorosas. Tres demandas amorosas. El exhausto desposado obsequió, ya con notorio esfuerzo, la cuarta demanda amorosa, y al terminar de hacerlo dejó escapar un silbido al mismo tiempo de asombro y agotamiento: “¡Fiu!”. “¡Feblicio! -se enojó la noviecita-. ¿Viniste a hacer el amor o a chiflar?”. (¡Todavía quería más la ávida fémina!).

El joven esposo se acercó a su mujercita. A las claras se veían sus intenciones. Dijo ella: “Debemos controlarnos, Pitoncio. Me preocupa el problema de la explosión demográfica”. “A mí también me preocupa, mi cielo -respondió él acercándose más-, pero ya traigo encendida la mecha”.

Pirulina, muchacha de atractivas formas, fue a confesarse con el apuesto y joven cura recién ordenado. “Padre -le dijo-, me acuso de que estoy perdidamente enamorada de usted. En mis fantasías eróticas me veo abrasada de pasión, entregados los dos a ígneos deliquios de carnalidad. Bien sé que tales pensamientos son un pecado grave. ¿Cree usted que me salvaré?”. Le respondió el curita: “Si te salvas es sólo porque en seguida tengo que oficiar un bautizo. De no ser por eso no te habrías salvado”.

Nalgarina Granderriére, vedette de moda, le dijo al rico y senescente galán que la cortejaba: “Me encantan los sonidos susurrantes de la Naturaleza: El roce de las hojas en los árboles; la caricia de una ola que muere sobre la arena de la playa; el murmullo del viento en la misteriosa soledad del bosque; el leve ruido de un fajo de billetes al ser contados...”.

Pepito jamás había visitado una granja. Su papá lo llevó a una, propiedad de cierto amigo suyo, y éste le mostró al niño los pollos que criaba. Llegada la cena la esposa del granjero mató un pollo y se puso a desplumarlo para la cena. Pepito vio aquello y le preguntó: “¿Todas las noches tiene que encuerar a los pollos?.

Rondín # 4

Cae que no cae iba Empédocles Etílez por la calle haciendo eses. Una y otra vez el borrachín decía con tartajosa voz: “¡No me tumbe, don José! ¡Don José, no me tumbe!”. Un policía se le aproximó. Empédocles, deteniéndose de las paredes para no caer, seguía diciendo: “¡No me tumbe, don José! ¡Por favor, don José, no me tumbe!”. “¡Oiga, amigo! -le dijo el policía-. Aquí no hay nadie que lo tumbe. ¿A qué don José se refiere?”. Respondió el temulento: “A don José Cuervo”.

Avidia, mujer joven, le dijo a una amiga: “Quiero encontrar a un hombre amoroso, romántico, tierno, espiritual, que me respete y me comprenda. ¿Es eso mucho pedir en un multimillonario?”.

El agente viajero trataba de convencer a un señor de que le comprara un reloj a su hijo. “Es muy bueno -le dijo-. El muchacho no tendrá que darle cuerda. El reloj se da cuerda con el movimiento de la mano”. Replicó el señor: “Mi hijo es adolescente. Si las cosas son como usted dice, entonces va a encuerdar el reloj.

Al terminar el trance erótico el avezado galán le dijo a la inexperta chica: “Quiero darte las gracias, Dulciflor, por las dos veces que hicimos el amor”. “¿Dos veces? -se sorprendió ella-. Fue una nada más”. “No, -la corrigió el tipo-. Fueron dos: La primera y la última”.

El conserje del teatro fue con el gerente. “Señor -le dijo-. Me puse a limpiar el sótano, y encontré una tuba vieja que ya no sirve. ¿Me la puedo llevar a mi casa?”. “¿Para qué la quieres? -se extrañó el gerente-. Dices que ya no toca”. “No la quiero para tocarla -dijo el tipo-. Se me ocurrió que puede servirle a mi mujer para sus baños de asiento”.

El señor llamó por teléfono al doctor de la familia. “Mi esposa amaneció enferma -le dijo-. Por favor venga a verla”. “Iré en el curso de la tarde” -le contestó el médico. (Esto que narro sucedió hace muchos años, cuando los médicos aún hacían visitas a domicilio). Preguntó el marido: “¿Debo hacer algo mientras tanto?”. “Sí -le indicó el doctor-. Tómele la temperatura con un termómetro rectal”. Por la tarde, en efecto, llegó el facultativo. Le preguntó al hombre: “¿Le tomó la temperatura a su señora con el termómetro rectal?”. “Sí, doctor -respondió él-. Hice lo que usted me indicó”. Quiso saber el galeno: “¿Qué marcó el termómetro?”. Respondió el tipo: “Marcó: ‘Frío, húmedo y airoso”’. “No entiendo -dijo perplejo el doctor-. A ver, muéstreme el termómetro”. El tipo se lo trajo. Dijo el médico: “Éste es un barómetro, no un termómetro rectal”.

Llegó la señora a la tlapalería y le preguntó al dependiente: “¿Tienes bolitas de naftalina?”. “No sé qué sea eso, señora -respondió el muchacho-, pero en todo caso puedo asegurarle que soy igual que todos los demás”.

Babalucas les contó a sus amigos que había conocido una linda muchacha. “Se llama Legia -les dijo-. Tiene las dos mejores piernas del mundo”. Uno de los amigos le preguntó, dubitativo: “¿Cómo puedes decir eso?”. Respondió Babalucas: “Se las conté”.

La chica que se iba a casar le pidió a su amiga: “El día de la boda te pones tu mejor vestido, porque quiero que seas mi dama de honor”. “No tengo” -dijo la amiga. Preguntó la futura novia: “¿Vestido?”. “No -contestó la amiga-. Honor”.

Doña Holofernes y don Poseidón sostenían su enésima riña conyugal. Preguntó ella, desafiante: “¿Conoces a Leovigildo Roncesval?”. “Sí, lo conozco” -replicó don Poseidón. “Pues para que te lo sepas -le dijo doña Holofernes-, quiso casarse conmigo”. “¡Mira! -exclamó don Poseidón-. Ahora me explico por qué cada vez que nos encontramos en la calle se ríe de mí el caborón!”.

“Doctor -le dijo una señora al siquiatra-, a mi marido le ha dado por beber en cantinas de la calle. Estoy desesperada: Van varias veces que lo encuentro abrazado a una farola”. “Señora -contestó el analista-, es perfectamente normal que un hombre beba hasta embriagarse. La que necesita tratamiento es usted: Es la primera vez que veo a una mujer que tiene celos de una farola”.

Llegó una bondadosa y dulce ancianita a una granja avícola y le preguntó al dueño: “Perdone, señor: ¿Tiene usted de los que ponen las gallinas?”. El tipo, divertido por el eufemismo de la viejecita, le contestó sonriendo: “Sí tengo, señora”. “Entonces -dijo la ancianita- venga conmigo y péguele al individuo que me acaba de chocar mi coche”.

El señor y su esposa estaban haciendo el amor. Preguntó él: “¿No crees que la pasión se ha alejado de nuestro matrimonio?”. Respondió ella: “Te daré la respuesta en los próximos comerciales”.

A la compañía de seguros el incendio de la tienda de don Pirelio le pareció más que sospechoso, de modo que se negó a pagar la póliza. Don Pirelio, entonces, contrató a un abogado. Después de un año de litigio el abogado llamó a su cliente para decirle que había ganado el pleito. Podía ir a su despacho a cobrar el dinero del seguro. Cuando llegó don Pirelio se indignó al ver el porcentaje que el abogado había deducido por concepto de sus honorarios. “¡Carajo! -protestó vehementemente-. ¡Cualquiera diría que el que provocó el incendio fue usted, no yo!”.

El joven teniente de artillería acudió ante el general y le pidió tres días de permiso a fin de ir a su pueblo. “¿Para qué necesitas el permiso?” -preguntó el superior. “Mi esposa va a dar a luz” -explicó el artillero. “Muchacho -le dijo el general-. Tú ya cargaste el cañón. Para que ahora dispare no es necesaria tu presencia”.

La señora se presentó ante el juez de lo familiar. Llevaba ya 40 años de casada, le dijo, y quería divorciarse de su esposo. Añadió: “Tengo una causa gorral”. “Querrá usted decir una causal” -la corrigió el juzgador. “No, señor juez -repitió ella-. Una causa gorral”. El letrado se desconcertó. “No recuerdo -dijo a la mujer- que el Código Civil contenga esa palabra. Ciertamente no es término jurídico”. “Sí, su señoría - insistió la señora-. Causa gorral. El caborón de mi marido ya me tiene hasta el gorro”.

El indignado caballero protestó muy ofendido al registrarse con su pareja en el hotel: “¡Por supuesto que somos marido y mujer, señor mío! ¡Ella es la esposa del señor Cornato, y yo soy el marido de la señora Frigider!”.

La famosa actriz de telenovelas fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: “Me acuso, padre, de que mi productor me llevó a su departamento”. “¿Y luego?” -preguntó el buen sacerdote. “Me ofreció una copa”. “¿Y luego?”. “Empezó a abrazarme y a besarme”. “¿Y luego?”. “Me llevó a la recámara”. “¿Y luego?”. “Me pidió que me quitara la ropa”. “¿Y luego? ¿Y luego?” -preguntó ya impaciente el padre Arsilio. Respondió la actriz de telenovelas poniéndose en pie para retirarse: “Continuará en la próxima confesión”.

El condenado a muerte recibió impertérrito, impávido e incólume la fatal sentencia: Sería ejecutado a las 6 de la mañana del siguiente día. Como última voluntad pidió pasar la noche con su esposa. Hizo el amor con ella dos, tres veces. A las 5 de la mañana la despertó de nuevo. Quería hacer aquello por última vez. Protestó con enojo la señora: “¡Qué bien se ve que tú no tienes que trabajar hoy!”.

Babalucas llegó presuroso a un restorán y ocupó la primera mesa que miró vacía. Acudió rápidamente el mesero. (Nadie olvide que éste es un cuento). Dijo: “A sus órdenes, señor”. “Estoy de prisa -le indicó Babalucas-. Tráeme la cuenta”.

Rondín # 5

Se casó Dulcilí, muchacha ingenua, con Afrodisio, individuo diestro en toda suerte de concupiscencias. Al empezar las acciones tendientes a consumar el matrimonio Dulcilí le pidió a su ardiente amador: “Te suplico, Afrodisio, que seas delicado. Recuerda que tengo débil el corazón”. “No te preocupes, amor mío -respondió acezante el anheloso tipo-. No llegaré hasta ahí”.

Libidiano Pitonier, lúbrico galán, logró después de múltiples instancias que Susiflor le hiciera ofrenda del íntimo tesoro que tenía reservado para el hombre a quien daría el dulce título de esposo. Tan ignívomas fueron las solicitaciones del amador salaz que ella rindió por fin la fortaleza de su integridad. Cobrando estaba Pitonier el premio a su tesón cuando ella le dijo: “¿Me amas, Libidiano?”. Sin dejar de hacer lo que estaba haciendo replicó él, impaciente: “¿Que si te amo? Pero, mujer, ¡cómo se te ocurre hablar de amor en un momento como éste!”.

Llorosa y gemebunda Dulcilí les anunció a sus padres que ella también iba a ser mamá. “¡Zambomba! -exclamó el señor, que en su niñez había leído Los Halcones Negros-. ¿Cómo pudo pasarte eso?”. Explicó Dulcilí: “¿Recuerdan ustedes que cuando mi hermana casada no lograba tener familia le consiguieron una oración especial para encargar? ¡Sin darme cuenta la leí!”.

Don Algón le pidió un café a su secretaria Rosibel. Ella se lo llevó. Le preguntó don Algón: “¿Está caliente?”. “¡Ay, señor! -se ruborizó la muchacha-. ¡No imaginé que lo que usted quería era otra cosa!”..

El señor conocía muy bien a su esposa. Cierto día que el hombre andaba de viaje perdió su avión. Inmediatamente le puso un mensaje a la señora: “Llegaré de madrugada. Por favor, guárdame mi lugar en la cama”.

Naufragó un barco y sólo dos pasajeros se salvaron: Una linda chica y un apuesto muchacho. Llegaron a una isla desierta. Los primeros días él se mostró tímido, reservado, y aun huraño. No hacía nada de lo que la muchacha quería y esperaba. Finalmente ella decidió tomar la iniciativa. Una tarde que el joven descansaba tendido sobre la arena de la playa se le acercó mimosa, se acostó junto a él y le arrimó su grácil y atractivo cuerpo en manera que no dejaba ningún lugar a dudas. El muchacho le murmuró unas palabras al oído. Y prorrumpió ella, furiosa: “¿Dices que te habría gustado más que yo fuera un marinero?”.

Doña Babirusa llegó a su domicilio y sorprendió a su marido en ilícito arregosto con la joven criadita de la casa. “¡Infame mujerzuela! -le gritó a la fámula con acento apocalíptico-. ¡Indigna maturranga! ¡Ramera pecatriz! ¡Eres una furcia sin recato, una pelleja sin sombra de pudor! Apuesto que ni siquiera has regado el jardín”. “¡Uh, señito! -respondió la criada con tono de molestia-. ¿Quién la entiende? Ayer me regañó, dizque por no atender bien a su marido, y ahora que lo estoy atendiendo me regaña también”.

En la cantina disputaban dos borrachos. Le dijo uno a otro: “¡No sabes nada acerca del sexo!”. “¿Que no? -replicó el otro-. ¡Pregúntale a tu esposa!”.

Usurino Matatías, el hombre más avariento del condado, les contó a sus amigos una experiencia que tuvo la noche anterior. “Salí con Hermosina -les dijo-, y me invitó a cenar en restorán. Contradiciendo todos mis principios le dije que yo pagaría el taxi de regreso. Cuando íbamos a su casa ella empezó a subirse la falda en el taxi”. Preguntó uno: “¿Tiene bonitas piernas?”. Respondió Usurino con molestia: “¿Cómo quieres que lo sepa? ¡Nunca puedo quitar los ojos del taxímetro!”.

El Padre Arsilio le aconsejó a Pirulina: “Deja que la conciencia sea tu guía”. Respondió ella: “¡Uh, pos ya me fregué! ¡Con esa guía cada rato me voy a perder!”.

En el aula de la escuela de animales dijo el búho, que era el profesor: “Hoy vamos a aprender a multiplicar”. El conejito y la conejita se dispusieron a salir: “Eso ya lo sabemos, maestro”.

En el campo nudista, mientras todas las muchachas paseaban por el jardín completamente en peletier, aquel sujeto veía hacia afuera por un agujero hecho en la barda. “Me irrita ese Pipín -comenta una de las chicas-. Se la pasa mirando a las mujeres que pasan vestidas por la calle”.

La exuberante morenaza pidió en el banco un crédito personal. Le preguntó el gerente: “¿Tiene usted alguna garantía?”. La frondosa mujer se dio la vuelta y se levantó la falda, con lo que dejó a la vista su abundoso tafanario. Le dijo al funcionario: “Puedo hipotecar esto”.

El vanidoso galán invitó a la linda chica a pasear en su automóvil europeo. “Compacto” -le dijo con orgullo. Fueron al departamento del tipo: “Minimalista” -dijo él, ufano. Llegada la hora del amoroso trance él se despojó de su bata y se mostró tal cual era al natural. Le vio ella con atención la región correspondiente a la entrepierna y comentó luego con desabrimiento: “También compacta y minimalista ¿no?”.

En el vestidor del club, dos chicas se preparaban para ir a su clase de tenis. Le preguntó una a la otra: “¿Por qué usas ligas negras?”. Respondió ella: “Es en memoria de los que han pasado al más allá”.

Pepito era boy scout. Un día le dijo a su papá: “A la nueva vecina la vamos a hacer boy scout honoraria”. “¿Cómo es eso? -se sorprendió el señor. Explicó Pepito: “A todos los de la tropa nos hizo la buena obra que queríamos”.

Llorosa y compungida la chica soltera anunció en su casa que iba a ser mamá. “¿Cómo te pudo pasar eso?” -le preguntó su padre. Gimió ella: “Me tocó la mala suerte”. “Ya veo -dijo el señor-. No me digas dónde te tocó”.

En el sepelio de la comadre, el compadre lloraba desgarradoramente. Nada podía consolarlo. El viudo se condolió. Fue hacia él y le dijo lleno de emoción: “No se aflija usted, compadre. Le prometo que me volveré a casar”.

Aquella señora salía a trabajar por la noche, y en la madrugada regresaba con buenos dineros a la casa. Él no sabía en qué se ocupaba su consorte. Cierta noche quiso hacerle el amor. “Perdóname, mi vida -le dijo ella-. No acostumbro trabajar en casa”.

Un hombre paseaba por una playa solitaria. De pronto escuchó una voz majestuosa venida de lo alto. Le dijo la sonorosa voz: “Detente”. El sujeto, asustado, se detuvo. Le ordenó la majestuosa voz: “Escarba”. El tipo, intrigado, removió la arena a sus pies, y halló un cofre cerrado. Le dijo la voz, otra vez con una sola palabra: “Abre”. Destapó el hombre la caja, y la vio llena de monedas de oro. Volvió a oírse la voz: “Casino”. El sujeto encaminó sus pasos prontamente al casino más cercano, y ahí volvió a escuchar la voz: “Ruleta”. Se dirigió el tipo a la aludida mesa. Cuando estuvo frente al tapete aquella voz que sólo él escuchaba le dijo: “27”. Ante el asombro de los demás jugadores el hombre puso todas las monedas de oro en el número 27. Giró la ruleta. La bolita cayó en el número 26. Entonces el individuo oyó otra vez la majestuosa voz, que dijo desde lo alto: “¡Joder!”.

Rondín # 6

El señor le informó a su mujer: “Quiero cambiar el coche. Voy a pedir un crédito en el banco”. “No es necesario -le indicó la señora-. Tengo 100 mil pesos ahorrados”. “¡¿Cien mil pesos?! -exclamó el señor, estupefacto-. ¿De dónde sacaste ese dinero?”. “Te lo diré -respondió ella-. Cada vez que me haces el amor ahorro mil pesos”. “¡Cómo no me lo dijiste antes! -profirió el hombre-. ¡De haberlo sabido habría hecho todos mis depósitos en tu banco!”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a un amigo: “Te invito a una orgía hoy en la noche. Trae a tu esposa”. Preguntó el otro, interesado, pues era también dado a las carnalidades: “¿Cuántos vamos a ser?”. Respondió Afrodisio: “Tres, contándote a ti”.

Los dos cazadores se disponían a emprender la peligrosa cacería del oso. Uno de ellos se sentó en el suelo y empezó a ponerse unos zapatos especiales para correr. El otro rió, divertido. “No me dirás que con ese calzado esperas correr más aprisa que el oso si éste nos persigue”. Respondió el otro: “No espero correr más aprisa que el oso. Lo único que espero es correr más aprisa que tú”.

El señor cura quería aprender a jugar golf. Se compró la ropa indicada y el mejor equipo que encontró. Cuando llegó la mañana del sábado se dirigió feliz al club de golf y contrató los servicios de un caddie para que lo acompañara a hacer el recorrido. Lleno de animación el padrecito puso la pelota en el tee y se dispuso a hacer el primer tiro. ¡Zas! Falló una vez. ¡Zas! Falló otra. ¡Zas! Falló por tercera ocasión. Mohíno y avergonzado, la cabeza hundida en los hombros, se quedó en silencio rumiando su enojo y frustración. Con tono de reproche le dijo entonces el muchacho: “Señor cura: Éste es el silencio más maldiciento que he oído en toda mi vida”.

Comentaba doña Chalina, mujer dada a chismes y cotilleos: “Yo sé guardar un secreto. Mi problema es que la gente a la que se lo cuento no lo sabe guardar”.

Una señora les comentó a sus amigas en la merienda de los jueves: “Mi marido tenía problemas para conciliar el sueño, pero tomé un curso de hipnotismo y he podido ayudarlo. Simplemente me dirijo a cada una de las partes de su cuerpo. Les voy diciendo: “Cabeza y cuello: Duérmanse... Tórax: Duérmete... Brazos: Duérmanse... Cintura: Duérmete... Muslos: Duérmanse...”. “Te saltaste algo” -le dijo con pícara sonrisa una de las amigas. “No -replicó la señora-. Eso ya lo tiene dormido desde hace mucho tiempo”.

Afrodisio, hombre salaz, estaba en el hospital, vendado de la cabeza a los pies cual momia egipcia. “¿Qué te sucedió?” -le preguntó un amigo, consternado. “Pie de atleta” -respondió Afrodisio con feble voz que apenas el amigo alcanzó a oír. “¿Pie de atleta?” -repitió éste con asombro-. No es posible que estés así por pie de atleta”. Sí es posible -confirmó Afrodisio con lamentoso acento-. “Un profesional del kick box me sorprendió haciéndole el amor a su mujer, y me agarró a golpes y patadas”.

Hubo un encuentro de obispos en un hotel de la ciudad. El primer día de los trabajos la mañana se presentó fría y nebulosa. Uno de los obispos le pidió al joven mesero una taza de chocolate bien caliente. Le dio un trago y exclamó con un suspiro de satisfacción: “¡Ah! ¡No hay nada mejor en un día frío que una buena taza de chocolate!”. Comentó el mesero: “Con el mayor respeto, su excelencia, yo puedo decirle que hay cosas mejores que un chocolate para quitar el frío”.

El oso polar le dijo muy enojado a su hembra: “Icelia: el hecho de que seas osa polar no justifica que seas frígida”.

Comentó la esposa de don Languidio: “A mi marido le digo ‘El Jabón Neutro’. No tiene ningún ingrediente activo”.

Una pareja de casados, mexicanos ellos, lograron por fin la ciudadanía americana después de varios años de vivir en el país del norte. Al salir de la oficina gritó el marido jubiloso: “¡Ya somos ciudadanos de Estados Unidos!”. “Sí, -confirmó ella con determinación-. Hoy en la noche yo arriba y tú abajo, y mañana te tocará lavar los platos”.

Todas las noches Pepito rezaba devotamente sus oraciones antes de acostarse. Las terminaba siempre con la misma petición: “Y por favor, Diosito, cuida a mi mamá, a mi papá, a mi abuelita y a mi abuelito”. Cierta noche cambió el texto de su ruego. Dijo esa vez: “Y por favor, Diosito, cuida a mi mamá, a mi papá y a mi abuelita”. “¿Te fijaste? -le comentó intrigada la mamá de Pepito a su esposo-. Omitió en su oración al abuelo”. Al día siguiente el abuelito amaneció sin vida. Pasaron tres o cuatro semanas, y una noche Pepito dijo en su oración: “Y por favor, Diosito, cuida a mi mamá y a mi papá”. “¿Te fijaste? -volvió a decirle la madre de Pepito a su marido-. No mencionó en su oración a la abuela”. En el transcurso de la noche la abuelita pasó del efímero sueño de la vida al otro que no tiene final. Transcurrió un mes. Y una noche dijo Pepito al rezar: “Y por favor, Diosito, cuida a mi mamá”. “¿Te fijaste? -le dijo con espanto el papá de Pepito a su señora-. ¡Esta vez me omitió a mí!”. ¡Oh augurio sombrío! ¡Oh fatal premonición! Toda la noche el desdichado señor estuvo sin dormir; pensaba que en cualquier momento llegaría la parca -Átropos, Láquesis o Cloto- a cortarle el frágil hilo de la vida. Pero pasó la noche y nada sucedió. Amaneció el nuevo día. Un poco más tranquilo el señor estaba a punto de conciliar el sueño cuando el teléfono sonó. Contestó la señora, y después de colgar le dijo a su esposo: “Una mala noticia. El compadre Pitoncio murió anoche”.

Dulcilí, doncella cándida, le dijo a Afrodisio: “No iré contigo al cine. Sé que me invitas solamente para hacerme objeto de tocamientos y sobos de lascivia, lubricidad, lujuria y voluptuosidad, aunque no sea necesariamente en ese orden”. “¿Cómo puedes pensar tal cosa de mí? -protestó él, ofendido-. Soy un caballero. Además, si por ventura intentara eso, nos vería la gente”. Sugirió tímidamente Dulcilí: “Podríamos sentarnos en la fila de mero atrás”.

Le preguntó un amigo a Babalucas: “¿Cómo te fue con la chica con quien saliste anoche?”. “Muy mal -refunfuñó el tontiloco-. Me salió dormilona”. “¿Cómo que te salió dormilona?” -se extrañó el otro. “Sí -explica Babalucas-. Tan pronto la empecé a besar y a acariciar me preguntó ansiosamente que a qué horas nos íbamos a acostar. Me enojé y la fui a dejar a su casa”.

El señor y la señora regresaron a su casa después de haber ido al cine, y oyeron ruidos raros en la recámara de su hija. Entraron y ¿qué vieron? Me resisto a decirlo, pero me obliga la proclamación de la verdad: Vieron al novio de la muchacha tendido en la cama de la chica, en decúbito supino -vale decir de espaldas sobre el lecho- y cubierto sólo por un poco de loción y un arete que llevaba en la oreja izquierda. La señora, que recientemente había hecho un diplomado en Letras Españolas, exclamó con desesperación: “¡Ay mísera de mí, ay infelice! ¿Dónde está mi hija, grosero, lanudo, brusco?”. Respondió el mozalbete: “En seguida va a caer, señora. Estaba arriba de mí -woman on top-, y con el susto que me dieron ustedes al entrar la aventé. De momento se encuentra estampada en el techo”.

Hubertino practicaba el deporte de la cacería. Cierto día salió de caza con tres amigos. Como no cazaron en rancho cinegético, donde matar un venado es como matar una vaca, les aconteció que no cobraron ninguna pieza en todo el día. Cayó la noche sobre ellos, y se encontraron hambreados y sin qué cenar. Hubertino recordó entonces que en el pueblo vecino vivían tres tías abuelas suyas: la tía Laira, la tía Leira y la tía Loira, y junto con sus compañeros encaminó sus pasos hacia la casa de las viejecitas. Cuando llegaron empezaban a sonar las 11 en el reloj del templo parroquial. Hubertino llamó a la puerta con grandes golpes que turbaron el silencio que a esa hora reinaba ya en el lugarejo. Después de que llamó dos o tres veces más se encendió una luz en el interior de la casa. Con tono de temor preguntó una quebrada voz de mujer: “¿Quién es?”. La que hablaba era la tía Laira, la mayor de las hermanas. Respondió el muchacho: “Soy yo, tía; tu sobrino Hubertino. Vengo con dos amigos. Ábrenos, por favor”. “Ay, hijito -respondió penosamente la ancianita-. Ya estamos recogidas”. “No, tía -le aclaró Hubertino-. Solamente venimos a cenar”. Lo que sucedió, pienso, es que el joven cazador confundió la melcocha con la panocha. Nadie se alarme al oír ese dicho sonorense: No hay en él desvergüenza o grosería, y si la hay está en la imaginación de quien lo escucha o lee. La panocha es en Sonora lo que en otras partes se nombra piloncillo, chancaca, panela o chincate, esa azúcar morena que se vende en panes que tienen la forma de un cono truncado. En otros tiempos dicha azúcar la expendía el abarrotero en los tendajos de barrio, cortándola de un gran pilón con un machete o pequeña hacha, lo cual hacía que se desprendieran de él raspaduras que el tendero obsequiaba luego como adehala o ñapa a los niños que compraban algo. Pedían ellos: “Deme del pilón”. De esa frase derivó seguramente el llamado pilón, pequeño obsequio que se daba a los chamacos.

El término “pilón” significa también añadidura que se hace a algo, como en el caso del señor que sorprendió a su esposa en la cama con un desconocido. Llorosa le dijo la mujer: “¡Y esto no es todo, viejo! ¡De pilón me vendió una enciclopedia!”.

El paciente le dijo, agradecido, al doctor Duerf, célebre psiquiatra: “¡Me ha curado usted! ¡Ya no me creo perro!”. Preguntó el analista: “¿De veras se siente bien?”. “¡Perfectamente, doctor! -exultó el hombre-. ¡Mire, tóqueme la nariz!”.

El papá de Pepito le comentó a un amigo: “Me preocupa mi hijo. Faltó tres días a la escuela, y la maestra nos envió un mensaje de agradecimiento”.

Relató la chica: “Anoche le di el sí a mi novio. Seguramente después de esto, dentro de poco me propondrá matrimonio”.

Rondín # 7

Durante diez años don Chinguetas toleró en su casa a aquella mujer habladora, metiche y comilona. Harto ya de ella, un día le dijo a su esposa doña Macalota: “¡Ya tuve suficiente! ¡O se va ella o me voy yo! ¡No estoy dispuesto a aguantar a tu mamá ni un día más!”. “¿Mi mamá? -se asombró doña Macalota-. ¡Yo creí que era tu mamá!”.

Con lamentoso acento narró aquel individuo: “Fui un hijo no deseado. Para ir del hospital donde nací a la casa de mis padres tuve que tomar un taxi”.

Himenia Camafría y Solicia Sinpitier, maduras señoritas solteras, fueron a dar un paseo por la orilla del mar. En una solitaria playa se hallaba un hombre joven tomando el sol en peletier, vale decir sin nada encima. Al ver que las mujeres se acercaban el muchacho tomó una tina que estaba tirada por ahí y se cubrió con ella la pudenda parte. Ellas se acercaron y lo observaron con detenimiento. Le dijo la señorita Himenia: “Ha de saber, joven, que tengo la facultad de leer el pensamiento, y sé lo que piensa usted en este momento”. “¿Ah sí? -se intrigó el muchacho-. ¿Qué pienso?”. Respondió la señorita Himena: “Piensa que la tina con que se está tapando tiene fondo”.

¿Qué dijo Gruñón, uno de los siete enanos de Blanca Nieves, cuando la hermosa joven se casó con el amado príncipe? Les dijo a los demás enanitos: “Bueno, compañeros, parece que otra vez tendremos que volver a los trabajos manuales”.

Don Algón entró en el cuarto del archivo y sorprendió al office boy en apretado trance de carnalidad con una de las secretarias. “¡Bellaco! -le dijo con expresión furente-. ¿Para esto te pago?”. “No, señor -respondió muy cortés el mozalbete-. Esto lo hago gratis”.

Contrita, compungida y conturbada Dulcilí les informó a sus papás que estaba un poquitito embarazada. Gimió con pesadumbre: “No supe lo que hice, pero mi novio piensa que lo hice muy bien”.

Pompona Tetonier, joven mujer en plenitud de vida, y muy frondosa, se casó con Apenino, muchacho que si bien no era un alfeñique, tampoco podía ser calificado de fuerte o vigoroso. Desde la primera noche de casados la ávida fémina le planteó a su maridito demandas eróticas cuantiosas. Quería hacer el sexo a mañana, tarde y noche, y los fines de semana añadía a esas tres peticiones cotidianas otras cuatro o cinco adicionales, con pretexto de que no había nada más que hacer. Una noche, después de uno de aquellos numerosos trances, Pompona le preguntó a Apenino: “Dime, mi cielo: ¿Qué quieres para nuestro primer mes de casados?”. Con voz apenas audible respondió él exhausto y agotado: “Llegar”.

A media mañana don Cornulio se sintió mal en la oficina y le pidió a su jefe que le permitiera irse a su casa. Llegó a su domicilio y encontró a su mujer en brazos y lo demás de un individuo. Poseído por ignívoma cólera don Cornulio llenó al sujeto de calificativos denostosos. Le dijo: “¡Es usted un infame, un canalla, un bribón!”. Replicó, severo, el tipo: “Y usted, señor mío, es un irresponsable. ¿No debería estar en su trabajo a esta hora?”.

En el momento del amor la esposa del gran jefe de los pieles rojas le dijo a su consorte: “Ya sé que tienes que justificar tu nombre, Toro Sentado, pero para hacer esto hay muchas otras posiciones”.

El obispo iba a llegar al pueblo en visita pastoral. Como eso sucedía cada venida de obispo, la gente engalanó sus casas, el alcalde se compró zapatos nuevos y el cura párroco organizó una lucida procesión que sería encabezada por el ilustre visitante. Hombres, mujeres y niños salieron a la calle -lo que estoy narrando aconteció en los años veintes del pasado siglo-, y formaron una valla en la aceras para vitorear al dignatario. A su paso le gritaban vivas; las muchachas, vestidas con el hábito azul y blanco de la congregación mariana, le lanzaban pétalos de flores al tiempo que los Caballeros de Colón alzaban sus relucientes espadines para que Su Excelencia pasara bajo ellos. Entre los jubilosos fieles estaban los dos borrachines del lugar, Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajarra. Se habían conseguido sendas banderitas con los colores del Vaticano, y las ondeaban con fervor devoto. Empédocles le dijo a Astatrasio: “En el momento en que Monseñor pase frente a nosotros hay que gritarle algo bonito”. Se pusieron de acuerdo, y cuando el obispo pasó ante ellos le gritaron con voz llena de entusiasmo y fe: “¡Señor obispo! ¡Que chingue a su madre el diablo!”.

Can-Ek, joven y musculoso guerrero maya, le hizo el amor a la linda doncella Nikté-Ha. Al terminar el trance le dijo: “Deberías darme las gracias, linda. Después de esto ya no corres el riesgo de que los sacerdotes te arrojen al cenote de las vírgenes”.

En la barra de la cantina dos solitarios individuos bebían sus respectivas copas, cada uno por su lado. De pronto uno de ellos rompió en llanto. Porfirió, gemebundo: “¡Bebo porque hace dos meses mi mujer se fue con otro!”. El otro estalló en sollozos desgarrados y clamó con acento congojoso: “¡Yo bebo porque soy el otro!”.

El león, rey de la selva, convocó el domingo a todos los animales a una junta. Abrió una libreta que llevaba y procedió a nombrarlos. Dijo: “Cebra”. “Presente” -respondió ella. Le informó el león: “Voy a comerte el lunes”. Luego llamó: “Gacela”. “Presente” -contestó el tímido animalito. “A ti -le dijo el león- te comeré el martes”. Prosiguió el felino: “Búfalo”. “Presente” -se adelantó el nombrado, tembloroso. Declaró el león: “A ti te comeré el miércoles”. Luego leyó: “Elefante”. Respondió el proboscidio: “Presente”. “A ti -manifestó el león- voy a comerte el jueves”. El elefante tomó al león en su poderosa trompa y lo levantó en alto disponiéndose a azotarlo contra el suelo. “Y yo -le dijo- voy a partirte la madre ahora mismo”. “Si vas a hacer eso, elefantito -suplicó el león con mansedumbre-, entonces hazme el favor de bajarme, para borrarte de la lista”.

Rosilita le dijo a Pepito: “Quiero ser tu novia”. Pepito entró en su casa y regresó trayendo en las manos un brassiére copa C. Le dijo a Rosilita: “Si quieres ser mi novia primero tendrás que llenar esta solicitud”.

Declaró doña Frigidia con disgusto: “Mi marido es un hombre lujurioso. Quiere sexo una vez en primavera, otra en verano, otra en otoño y otra en invierno”.

Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, iba de madrugada por la calle, cae que no cae. Lo detuvo el gendarme de la localidad y le preguntó, severo: “¿Puede explicarme por qué anda en la calle a estas horas?”. Respondió con tartajosa voz el temulento: “Si me ayuda usted a encontrar una explicación me iré a mi casa”.

Dos amigas, Flordelisia y Susiflor, contrajeron matrimonio el mismo día. Flordelisia desposó a don Moneto, maduro caballero abundoso lo mismo en años que en dinero. Susiflor casó con Adonisio, mancebo en flor de edad, y lacertoso. Las dos parejas fueron a pasar su luna de miel en el mismo hotel de playa. Al día siguiente de la noche nupcial Flordelisia y Susiflor se reunieron a desayunar, pues sus maridos aún dormían. Le preguntó Susiflor a Flordelisia: “¿Cómo te fue anoche?”. “No muy bien -contestó ella-. Llegó muy cansado, y se durmió en un segundo”. “En cambio a mí me fue muy bien -declaró Susiflor con actitud de gatita satisfecha-.


Dulcilí, joven soltera, le dijo a su mamá: “Estoy embarazada, y tú tienes la culpa”. “¿Yo? -se azoró la señora-. ¿Cómo puedes decir eso? Muchas veces te hablé del acto de la procreación; te lo describí detalladamente; te hablé de sus posibles consecuencias y de la manera de evitarlas. Incluso te compré libros que tratan de ese acto”. “Sí -reconoció Dulcilí-. Pero no me enseñaste otras habilidades para sustituirlo”.

Avaricio Cenaoscuras, hombre cicatero, estaba leyendo el periódico (todos los días se lo pedía al vecino). Le dijo a su mujer: “¿Sabías que en los países subdesarrollados la alimentación diaria de un niño cuesta un dólar?”. “Increíble” -comentó la señora. Preguntó Avaricio: “¿Qué te parece si mandamos a los niños a algún país subdesarrollado?”.

Doña Macalota, esposa de don Chinguetas, sufrió una grave intervención quirúrgica, y durante varios días tuvo que ser alimentada por vía rectal. Cierta mañana su marido fue a visitarla, y se sorprendió al verla moverse en la cama con singulares ondulaciones de cadera, cual si estuviera bailando zumba, mambo, salsa, lambada, hip-hop, soca, merengue, samba o chachachá. Le preguntó asombrado: “¿Qué haces, mujer, moviéndote en tal forma?”. Respondió ella sin dejar de menear el caderamen: “Estoy mascando chicle”.

Rondín # 8

Augurio Malsinado es un perdedor nato. Hizo en su casa una alberca al aire libre, y se le quemó.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, describió la forma en que había cortejado a Susiflor, linda muchacha. Dijo: “Fue igual que la operación Rápido y Furioso. Yo actué rápido, y ella se puso furiosa”.

Hamponito, el hijo del narco de la esquina, le propuso a un amigo, adolescente como él, que se dedicaran a robar autos. Objetó el amigo: “No tenemos licencia de manejar”. “No importa -replicó Hamponito-. Los robamos con chofer”.

La encargada de la taquilla del cine recibió una llamada telefónica.  Era una señora que quería saber el costo del boleto. “30 pesos” -le informó. Preguntó la mujer: “Y el boleto de niños ¿cuánto cuesta?”. “Lo mismo -le dijo-. 30 pesos”. Opuso la que llamaba: “En el avión los niños pagan la mitad”. Sugirió la taquillera: “Venga usted al cine, y a los niños póngalos en el avión”.

Se casó Flordelisia, muchacha que sabía muy poco acerca de la vida, pues toda se la había pasado manejando los artilugios electrónicos de moda. Gozó cumplidamente los deliquios de himeneo, que encontró asaz deleitosos y placenteros. Acabado el primer trance de amor apasionado le preguntó inmediatamente a su exhausto maridito al tiempo que le hurgaba la entrepierna: “¿Dónde está el botón de repetir?”.

Temprano en la mañana don Cornulio recibió la visita de un amigo a quien hacía mucho tiempo no veía. Le dijo: “Debo ir a trabajar, pero regresaré en la tarde. Espérame aquí, y siéntete como en tu casa”. Cuando volvió don Cornulio halló a su mujer yogando con el visitante en el lecho conyugal. “¡Malnacido! -le dijo al hombre en paroxismo fúrico-. ¿Así pagas, ingrato, la generosa hospitalidad que te brindé?”. Intervino la señora: “Pero, Cornulio, tú mismo le dijiste que se sintiera como en su casa”. (Nota: Además el bribón se había comido unos tamales que don Cornulio guardaba para la cena. Eso fue lo que más le dolió al pobre).

La maestra preguntó: “Si hay cinco moscas en la mesa, y con un matamoscas mato una, ¿cuántas moscas quedan?”. Contestó Juanito: “Cuatro”. Contestó Rosilita: “Queda una: La muerta. Las otras cuatro vuelan”. (Eso se llama lógica femenina, fincada más en la realidad que en la abstracción).

En la estación del tren un letrero advertía: “Prohibido entrar al andén con perros”. Un sujeto entró llevando consigo un feroz león. Cuando los guardias le ordenaron salir el tipo alegó: “El letrero se refiere sólo a perros”. (Eso se llama lógica masculina, fincada más en la abstracción que en la realidad).

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, asistió a una conferencia con su esposa y su suegra. El disertante dijo: “Para que haya belleza tiene que haber fealdad”. Le comentó Capronio a su mamá política: “¡Mire, suegra! ¡Después de todo el mundo la necesita!”.

Augurio Malsinado es un perdedor nato. Fue a una casa de mala nota y todas las mujeres le dijeron: “Hoy no. Me duele la cabeza”.

Hoganio, fanático jugador de golf, colgó una bolsita de terciopelo negro en el tablero de su automóvil, un coche deportivo de fabricación germánica. En esa bolsa ponía las pelotitas con que jugaba su deporte. Cierto día una muchacha le preguntó: “¿Y esa bolsita, don Hoganio?”. Respondió él: “Es para poner mis pelotitas”. Comentó la muchacha con asombro: “¡Ah, esos alemanes! ¡Piensan en todo!”.

Pirulina le contó a una amiga: “Anoche salí con mi nuevo novio, y tuve que ponerlo en su lugar”. Preguntó la amiga: “¿Es muy aprovechado?”. “No -respondió Pirulina-. Es muy torpe”. (Entonces no lo pusiste en su lugar, insensata; lo pusiste en el tuyo).

El anciano jefe de los pieles rojas sufrió un episodio grave de constipación. Ningún remedio fue suficiente para hacerlo exonerar el vientre. El médico del pueblo -veterinario él- fue llamado para asistir al desdichado estíptico. Le administró varios purgantes que no rindieron resultado alguno. Finalmente lo hizo beber un poderoso laxativo que reservaba para caballos, asnos y acémilas de gran alzada en general. Un día después acudió al campamento de la tribu a fin de interesarse por la salud de su paciente. Le preguntó a uno de los bravos: “¿Ya obró el jefe?”. “Sí -respondió el hombre-. Dos veces antes de irse con el Gran Espíritu, y seis después”.

Dijo una chica, filosófica: “El amor duele”. Comentó otra: “No lo has de estar haciendo bien”.

En el bar del hotel una recién casada le preguntó a otra: “¿Ronca tu marido?”. Respondió ella: “Todavía no lo sé. Solamente hemos estado casados cuatro días”.

El viajero vivía en una gran ciudad, hermosa, segura y llena de atractivos. Cierto día llegó a un villorrio de unos cuantos miles de habitantes, alejado de todo y sin atractivo alguno. Aún así decidió quedarse a vivir ahí. ¿Por qué? Sucedió que estuvo con una chica de tacón dorado, bella, agradable y consumada experta en todos los temas y variaciones de lo que Ovidio llamó el ars amandi, arte de amar. Al sacar la cartera para pagarle se le cayó una moneda de 10 pesos. La recogió ella, se la embolsó y le dijo al viajero: “No tengo cambio. Hagámoslo otra vez”. Esa fue la razón por la cual el viajero decidió quedarse en aquel pueblo: No había inflación.

El novio se preocupó bastante cuando llevó a su prometida a conocer la casa en que vivirían. “Ésta es la sala” -le mostró. Dijo ella: “Sí, claro”. “Ésta es la recámara”. “Sí, claro”. “Éste es el comedor”. “Sí, claro”. Llegaron a la cocina, y preguntó ella intrigada: “Y esto ¿qué es?”.

Un adolescente llegó a la tienda y dijo: “A mis papás les gustó la ropa que compré. ¿Puedo cambiarla?”.

En la feria del pueblo soltaron una marranita ensebada. Quien la pescara se la llevaría como premio. Nadie podía echarle mano a la cerdita; a todos se les escurría por el sebo de que iba cubierta. Una mujer citadina, sin embargo, la atrapó fácilmente. Alguien le preguntó después: “¿Cómo hiciste para agarrarla?”. Explicó ella: “Es que soy jugadora de boliche”.

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, contrajo matrimonio con Pirulina, muchacha pizpireta avezada en las cosas de la vida. La noche de las nupcias Meñico dejó caer la bata de seda roja que había comprado para la ocasión, y se dejó ver por primera vez al natural ante los ojos de su mujercita. Pirulina le vio la correspondiente parte y dijo: “Dos años de noviazgo. Preparativos de la boda: que las invitaciones, que la iglesia, que el coro, que la alfombra, que las flores, que el registro civil, que el salón de recepciones, que el vestido, que el velo, que los zapatos, que el peinado, que el maquillaje, que las damas, que la orquesta, que los arreglos de las mesas, que la luna de miel...”. Hizo Pirulina esa larga enumeración, y remató luego con disgusto señalando el modesto atributo de Meñico: “Todo ¿para eso?”.

Rondín # 9

Capronio, ruin sujeto, le pidió a su dineroso amigo Crésido que le prestara la suma de mil pesos. Crésido lo conocía bien. Sabía que prestarle dinero al tal Capronio era tan riesgoso como volar a 10 mil metros de altura agarrado a la picha de un zancudo. Así, le negó el préstamo. Le dijo: “Si te presto esa cantidad lo más probable es que no me la pagues. Dejaríamos entonces de ser amigos, y estimo demasiado tu amistad como para perderla por mil pesos”. Replicó Capronio: “Entonces préstame 2 mil”.

Mansueto Belcuore, viejo actor de carácter, desempeñaba siempre papeles de ancianito bueno, igual que Henry Travers o Edmund Gwenn. Un director de cine lo contrató para hacerla de malo en una película de gangsters. Lo instruyó: “Deberá usted tener siempre la mirada dura. Espero que eso no se le dificulte, pues su modo de mirar es tierno y dulce”. Cuando Mansueto se presentó en el set el primer día de filmación todos se asustaron: mostraba la mirada más dura que se había visto en la historia de la cinematografía. Ni los mayores villanos de la pantalla -Edward G. Robinson, George Raft, Lee Van Cleef, o entre nosotros Carlos López Moctezuma- tenían en la mirada tal dureza como la de aquel bonachón actor convertido de pronto en hombre malo. El director de la película le preguntó admirado: “¿Cómo hizo usted, mister Belcuore, para tener tan dura la mirada?”. Explicó el bondadoso anciano: “Molí una pastilla de Viagra y me eché los polvitos en los ojos”. (¡Lo que es saber caracterizarse!).

Alguien le preguntó a Babalucas: “¿Cómo se les llama a los nacidos en Aguascalientes?”. Respondió él: “¿Quiere los nombres uno por uno?”.

Aquel obrero le consiguió chamba a su compadre en la fábrica donde trabajaba. El primer día de labores le dijo: “Vamos a la oficina a pedir un permiso para tuercas”. Poco después: “Vamos ahora a pedir un permiso para tornillos”. Y luego: “Vamos ahora a pedir un permiso para pernos”. Al oír esto último estalló el hombre. “¡Óigame no, compadre! -protestó-. ¡Si hasta para hacer eso hay que pedir permiso yo mejor me voy!”.

Flordelisia, mujer ya entrada en años, célibe doncella, fue corriendo a la casa parroquial y le pidió al padre Arsilio que la oyera de urgencia en el confesonario. “Señor cura -le dijo agitadamente-. El agente viajero que llegó ayer al pueblo me miró anoche en la calle y me siguió hasta mi casa. Yo lo invité a pasar, le ofrecí una copita de rosoli, y después de bailar música de Lara terminamos haciendo el amor en mi recámara. Ya no soy virgen”. “¡Santo Dios! -se consternó el buen sacerdote-. De penitencia...”. “Momento, padre -lo interrumpió Flordelisia-. No vine a confesarme. Vine a presumir”.

En la comida Pepito le reprochó a su mamá: “Hay guerras en el mundo, hambre y pobreza. En México padecemos inseguridad, desempleo, inflación. ¿Y a ti te preocupa que yo no me coma las espinacas?”...

Don Gerontino, señor octogenario, relató con acento lastimoso: “Mi mujer me dice que en nuestra vida de casados sólo me interesaba una cosa. ¡Y ya no recuerdo cuál era!”.

En la pantalla del televisor del bar apareció cierta madura actriz. Comentó un parroquiano: “¡Qué vieja tan fea! ¡Parece caballo!”. El cantinero sacó un garrote y le propinó al sujeto un tremendo cachiporrazo que lo dejó tendido. El lacerado le preguntó al de la taberna: “¿Le gusta esa señora?”. “No -contestó el individuo-. Me gustan los caballos”.

Amaz Ingrace, predicador severo, asistía espiritualmente a uno de sus feligreses en el lecho de su última agonía. Le demandó con sonorosa voz: “¡Renuncia a Satanás! ¡Sácalo de tu corazón y hazlo que vuelva a la mansión del mal! ¡Anda, dile a Satán que lo repudias!”. Guardó silencio el hombre. El predicador se molestó. “¿Por qué callas? -lo increpó exasperado-. ¿Por qué no le dices a Satanás que lo detestas?”. Reverendo -razonó con feble voz el moribundo-. En este momento no juzgo conveniente ponerme en mal con nadie”.

Le dijo un hombre joven a su padre: “Cuando me case lo haré con una mujer hermosa, culta, hacendosa y buena en la cama”. “Hijo mío -suspiró tristemente el genitor-. En ese caso tendrás que casarte con cuatro mujeres distintas”.

Aquel señor se hallaba en una casa de reposo para ancianos. “Aquí soy feliz -decía satisfecho-. Las mujeres me consideran un símbolo sexual porque todavía tengo pelo”.

Don Martiriano y su fiera consorte doña Jodoncia fueron de vacaciones a la playa. Él caminó descalzo por la orilla del mar y luego fue a mojarse los pies en el agua. “¿Qué haces? -lo reprendió con acrimonia la anfisbena-. ¡Estás metiendo arena en el océano!”.

Un gerente de casa de bolsa en Wall Street defraudó a sus clientes, y por ello fue a la cárcel. En Estados Unidos a esa clase de delitos se les llama “de cuello blanco”. El tipo se asustó al ver que tendría que compartir la celda con un reo de aspecto amenazante. El rudo hombrón le dijo: “No se preocupe, amigo. Yo también estoy aquí por un delito de cuello blanco”. “Ah, vaya -se tranquilizó el recién llegado-. ¿Cometió un fraude financiero?”. “No precisamente -respondió el otro-. Asesiné a dos curas”.

En la cantina gimió un solitario bebedor: “Mi esposa se fue con mi mejor amigo. ¡Cómo lo extraño!”.

La recién casada quedó en estado de buena esperanza, y el médico le dijo que su embarazo presentaba riesgos. Para evitar cualquier problema la futura madre le pidió a su maridito que durmieran en habitaciones separadas. Pasaron unos días, y el muchacho andaba nervioso, desasosegado. “Semen retentum venenum est”, decían los antiguos. Compadecida, la señora le dio un billete de 500 pesos y le dijo. “Ve con la vecina. La conozco, y estoy segura de que por esa cantidad accederá a sedar los naturales rijos cuya insatisfacción te trae inquieto”. No dejó él de sorprenderse por esa liberalidad inesperada, pero el impulso de la carne es poderoso, de modo que fue con la mujer. Regresó a poco, sin embargo. Venía con cara de frustración, mohíno. Le dijo a su esposa: “La vecina no aceptó los 500 pesos. Quiere mil”. “¡Zorra infame! -exclamó la muchacha con enojo-. ¡Cuando ella estaba embarazada yo le cobraba a su marido 500 pesos nada más!”. (Nota: Y entiendo que además le daba una cerveza y un sándwich de jamón con pepinillos)...

Al salir del cine donde exhibían una película francesa la muchacha le dijo a su galán: “¡Qué manera de manejar el erotismo! ¡Qué conocimiento de la sensualidad! ¡Qué manejo de la pasión, el sexo y la lujuria! Me pregunto qué tal estaría la película”.

Babalucas llegó a su departamento y encontró en la puerta un recado que le había dejado ahí el administrador del edificio. “Estimado señor Babalucas: Hemos tenido noticia de que usted acostumbra regar todas las mañanas las plantas que están en las macetas del lobby, las escaleras y los corredores. Aunque ciertamente agradecemos su buena intención le rogamos se abstenga de realizar los mencionados riegos por tres razones:

 1-. Las macetas son propiedad de una empresa de decoración.

 2-. Nuestro personal se encarga de su cuidado y su mantenimiento.

 3-. Las plantas son de plástico”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, conoció en el bar del hotel a una linda chica. Le invitó una copa, y ella pidió una de vino tinto. Afrodisio hizo un gesto munífico y le ordenó al mesero: “Trae toda la botella”. Luego él mismo se encargó de escanciar el vino en la copa de la muchacha. Mientras lo hacía le pidió a la chica: “Dime cuánto”. Respondió ella: “Eso te lo diré después. Por lo pronto sírveme el vino”.

Don Luis María Martínez, quien fue arzobispo primado de México, dijo en cierta ocasión hablando de una hermana suya: “Es peruana”. Alguien le preguntó: “¿Nació en Perú?”. “No -explicó monseñor-. Digo que es peruana porque a todo le pone pero”.

Rondín # 10

La esposa de Jactancio, individuo vanidoso, lo sorprendió en trance de coición con la criadita, y lo corrió de la casa. Esa misma noche, sin embargo, el tipo regresó. Le dijo la señora, furibunda: “¿Acaso no te eché de la casa por tu infidelidad?”. “Sí -admitió el elato sujeto-. Pero ya te perdoné”.

Suspiró un muchacho: “Me gustaría encontrar una mujer como aquella con la que mi abuelito se casó, hermosa, amorosa y hacendosa”. Opinó alguien: “Ya no hay mujeres de ésas”. “Sí las hay -replicó el muchacho-. Mi abuelito se casó hace un mes”.

En presencia del marido el galán le dijo a la esposa de éste: “Deja a este hombre. Te llevaré a viajar por el mundo en mi avión privado y en mi yate. Pasaremos el verano en mi quinta de la Toscana, y el invierno en mi isla privada en las Baleares. Viviremos algunos meses en mi hotel de París, y otros en mi castillo sobre el Loira. El resto del tiempo lo pasaremos jugando en Montecarlo y en Las Vegas, o vacacionando en Saltillo”. “¡Me voy contigo!” -aceptó la mujer, entusiasmada. Y exclamó el marido: “¡Yo también!”.

A aquella chica le decían La Tuerca. A la hora de la hora se apretaba.

La esposa del científico llegó sin anunciarse al laboratorio de su marido, y lo encontró refocilándose con su bella y joven asistente sobre la mesa de trabajo. Antes de que la atónita señora pudiera pronunciar palabra le dijo el investigador: “No te exaltes. Ya te había dicho que estoy tratando de producir la vida en el laboratorio”.

La mujer de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, se quejaba de la frialdad de su consorte. Decía en tono lamentoso: “La única vez que mi marido me besa es cuando no tiene servilleta”.

De la cintura para arriba todos somos santos. Bien lo dijo aquel anónimo coplero de Oaxaca que fue a dar a los calabozos de la Inquisición por haber escrito esta coplilla referida a los mandamientos de la ley de Dios: “Si no se quita el noveno, / y el sexto no se rebaja, / ya podrá Diosito bueno / llenar su cielo con paja”. El noveno mandamiento es el que dice: “No desearás la mujer de tu prójimo”. (Y supongo que a tu prójimo tampoco). El sexto es el que prohíbe fornicar, y todo aquello que al fornicio puede asemejarse, como por ejemplo mirarle las pompas a una mujer, o las piernas, o el tetamen. (¿Entonces qué demonios vamos a mirar? ¿Las florecitas?

Don Languidio Pitocáido tenía problemas para mantener erguido el desfalleciente lábaro de su masculinidad. Acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna, y éste le recetó una pastilla azul que, le dijo, obraría el milagroso efecto de ponerlo en aptitud de realizar obra de varón. Al cabo de unos días el facultativo le preguntó a don Languidio cómo le había ido con el medicamento que le prescribió. “No muy bien-respondió él con feble voz-. Al tomar la pastilla se me atoró en la garganta, y es fecha que no puedo doblar el cuello”.

El marido encontró a su mujer en la cama con un disc jockey. Explicó la señora: “Tú me dijiste que podía tener un tocadiscos”.

Un compañero de oficina le contó, desolado, a Bablucas: “Mi novia no se quiere casar conmigo”. Le aconsejó el badulaque: “Dile que estás embarazado”.

Un retraso de don Sinople fue causa de que él y su esposa, doña Panoplia, llegaran tarde al concierto de la sinfónica. “¿Qué están tocando?” -quiso saber ella. Contestó él: “La Quinta Sinfonía de Beethoven”. “¿Lo ves? -le reprochó con acritud doña Panoplia-. Por tu culpa nos perdimos las otras cuatro”.

Dos amigos fueron de cacería. Preguntó uno: “¿Para qué traes esa navaja?”. Respondió el otro: “Si me muerde una serpiente de cascabel me haré una incisión en cruz y chuparé la sangre para extraer el veneno”. Inquirió el primero, burlón: “¿Y si la víbora te muerde en la pudenda parte?”. Contestó el otro: “Entonces sabré si verdaderamente eres mi amigo”.

Don Cucoldo hizo un viaje de negocios. Lo concluyó antes de lo esperado y le puso un e-mail a su esposa avisándole que llegaría esa misma noche. Llegó, en efecto, y sorprendió a la señora en el lecho conyugal con un desconocido. Desconocido para don Cucoldo, quiero decir, pues la mujer daba trazas de conocer bien a su concubinario, a juzgar por las expresiones con que se dirigía a él: Lo llamaba “coshototas”, “negro santo” y “papasón”. Al ver a su marido la infiel prorrumpió en llanto desgarrado y exclamó con gemebundo acento: “¡Perdóname, Cucoldo!”. Respondió él, solemne y digno: “No puedo perdonarte, mujer. El hecho de que no leas tus correos constituye un descuido imperdonable”.

El guía del museo londinense dijo a los visitantes: “Esta estatua egipcia tiene más de 5 mil años de antigüedad. Es muy posible que Moisés la haya visto”. Preguntó Babalucas: “¿Y qué andaba haciendo Moisés en Londres?”.

Gordoloba presentó una demanda de divorcio en contra de su esposo. El juez le preguntó: “¿Por qué quiere usted divorciarse, señora?”. Respondió ella: “Mi marido me hace objeto de violencia física y mental, tanto que en un año que llevo de casada con él he perdido 20 kilos”. “¡Infame barbaján! -se indignó el juzgador-. Maltratar así a una mujer es vil acción. Divorcio concedido”. “¡Aún no, señor juez! -se apresuró a pedir Gordoloba-. ¡Todavía quiero perder unos kilitos más!”. (Nota del autor: Yo la vi por atrás, y le encontré los 20 kilos que según ella había perdido).

El patrullero detuvo al conductor y le preguntó: “¿Ha estado usted bebiendo?”. “¡Claro que no! -respondió airadamente el tipo-. ¿Acaso ve una mujer fea en mi automóvil?”.

Doña Macalota le reclamó a su esposo don Chinguetas: “Toda la noche me estuviste diciendo maldiciones dormido”. Respondió él, hosco: “¿Quién te dijo que estaba dormido?”.

Malvino Posafría, general revolucionario maderista, carrancista, villista, orozquista, zapatista, obregonista, callista, delahuertista, escobarista y cedillista iba a ser fusilado al amanecer. Como última voluntad el leal mílite pidió que le permitieran pasar la noche con su esposa. Acudió ella al cuartel, y la oficialidad dispuso una habitación privada a fin de que el general pudiera gozar por vez postrera un instante de amor. Cuando llegó la señora el condenado a muerte fue hacia ella, la abrazó con emoción y empezó a besarla apasionadamente al tiempo que la conducía al tálamo. “¡Ah no! -lo rechazó la mujer-. Recuerda que tienes que levantarte de madrugada”.

El papá de Pepito veía en la tele, muy concentrado, el partido de futbol. Mientras tanto el niño ojeaba el periódico. “Mira, papi -dijo Pepito en el momento más emocionante del juego-. Según el periódico, viene una onda fría”. Distraído, el señor contestó sin quitar la vista de la pantalla: “Honda... Fría... Ha de ser tu mamá”.

El joven científico era algo distraído, y bastante despistado. Una incitante y voluptuosa morena lo invitó a ir de picnic al campo. Estando ahí vieron dos libélulas que pasaron volando, una sobre la otra, en evidente trance de procreación. Preguntó la linda chica: “¿Cómo sabe la libélula macho lo que la hembra quiere?” Explicó, solemne, el muchacho: “Las hembras despiden un incitante aroma sexual por medio de ciertos elementos llamados feromonas. El macho percibe ese perfume, y de ese modo se lleva a cabo el acoplamiento”. Pasó todo el día. De hecho el día fue lo único que pasó. Cuando el joven científico dejó a la muchacha en su casa ella le dijo fríamente: “Búscame otra vez cuando se te quite ese catarro que al parecer traes, y que te impide percibir los aromas y perfumes”.

Rondín # 11

Una señora se quejaba: “Mi vida sexual es muy pobre. Si no fuera por las apreturas en el metro sería totalmente nula”.

Reflexionaba en voz alta un señor de madura edad: “En mis tiempos eso de ‘sexo seguro’ significaba tener cuidado de no darte un cabezazo en la cabecera de la cama”.

Llegó don Cornulio a su casa y encontró a su mujer en flagrante trance de amor carnal con un desconocido. “¿Qué están haciendo?” -clamó hecho una furia. “Ay, Cornulio -le dijo con impaciencia la señora-.  ¿Cuántas veces te he dicho que necesitas lentes?”.

Era viernes por la noche. Astatrasio Garrajarra se disponía a salir. “¡Por favor, Astatrasio! -clamó su mujer, desesperada-. ¡No te vayas a emborrachar, por el Sagrado Corazón!”. “No -aseguró el temulento-. Ahora lo voy a hacer allá por el rumbo de la Medalla Milagrosa”.

El marido regresó de un largo viaje. Al llegar a su domicilio -eran las 11 de la noche- no vio a su mujer. Le preguntó a la criadita: “¿Dónde está la señora?”. Respondió la muchacha: “Fue por el periódico”. “¿El periódico? -se inquietó el esposo-. ¿A estas horas?”. “Pos eso dijo -reiteró la fámula-. Que iba a buscarse una extrita”.

Doña Macalota y su esposo don Chinguetas cumplieron 15 años de casados. (Nota: Bodas de cristal). Dijo la señora: “Para celebrarlo iremos a un crucero de siete días, y haremos el amor todas las noches”. Ella no quería más familia, y él sufría de mareos, de modo que don Chinguetas fue a la farmacia y compró siete condones y siete parches contra el mareo. Al día siguiente doña Macalota le dijo: “Encontré un crucero mejor. Dura 10 días”. Volvió a la farmacia don Chinguetas y compró otros tres condones y otros tres parches contra el mareo. Un día después la señora le dijo: “Hallé otro crucero aún más bueno. Dura 15 días”. Fue él a la farmacia y pidió otros cinco condones y otros cinco parches contra el mareo. El farmacéutico no pudo ya contenerse. Le dijo: “Perdone que me entremeta en su vida privada, señor: ¿por qué folla usted tan seguido, si se marea tanto?”.

Dos borrachines se contaban sus vidas uno al otro. Preguntó uno: “¿Por qué nunca te casaste, Etilio?”. “Tuve una novia -dijo el otro-. Cuando estaba borracho ella no se quería casar conmigo, y cuando estaba sobrio yo no me quería casar con ella”.

Al despedirse del inexperto galancete le dijo Susiflor: “Gracias por los dos besos que me diste, Inepcio”. “¿Dos? -se extrañó él-. Solamente fue uno”. “Fueron dos -reiteró ella-. El primero y el último”.

La joven madre salía del hospital con su bebé recién nacido, y Babalucas la felicitó. “Qué lindo su bebito, señora -le dijo muy afable-. ¿Qué edad tiene?”. “Un día -respondió orgullosa la muchacha-. Nació ayer. Y ya tengo otros dos hijos”. “Qué bien -dijo Babalucas-. ¿Y éste es el menor?”.

La curvilínea chica presentó un cheque en el banco y pidió que se lo pagaran. El cajero le preguntó: “¿Tiene usted algo que la identifique?”. “Sí, -respondió ella-. Un lunar en la pompi izquierda”.

Una mujer presentó una denuncia contra un escocés. Lo acusaba de haber abusado de ella. Los escoceses, ya se sabe, tienen fama de avaros, cicateros, agarrados. La denunciante le dijo al juez: “El señor MacHardick me llevó a su casa y me emborrachó”. Preguntó el juzgador: “¿Con whisky?”. “No -respondió la muchacha-. Dándome vueltas”.

A su regreso de Europa el campeón de natación les contó a sus amigos: “Estuve a punto de conquistar el Canal de la Mancha. Salí de la costa francesa, y todo iba muy bien, pero faltándome solamente 20 metros para llegar a la playa de Inglaterra me faltaron las fuerzas y desfallecí”. “¡Qué barbaridad! -exclamó uno, consternado-. Y ¿qué hiciste?”. “¿Qué querías que hiciera? -respondió el campeón-. Tuve que devolverme nadando”.

“¡Caramba! -le dijo alegremente la muchacha al tipo-. Mamá siempre me lo advirtió: Hay hombres atrevidos que validos de sus encantos seducen y engañan a chicas inocentes. ¡Pero nunca creí ser tan afortunada como para que me tocara uno a mí!”.

El apenado joven le confesó a su acompañante: “Perdóname, Liriola: te eché una mentirita. Este departamento no es mío, es de un amigo”. “No te preocupes -le respondió su acompañante-. Yo también te eché una mentirita a ti. No soy Liriola: soy Liriolo”.

El jefe de Policía iba en el automóvil con su esposa y vio a una muchacha de tacón dorado parada en una esquina. Detuvo el coche, le pidió a su esposa que lo esperara un momentito y fue a donde estaba la muchacha. Después de hablar con ella brevemente le ordenó que se retirara del lugar. Cuando volvió con su mujer ésta le preguntó: “¿Por qué la quitaste de ahí?”. Responde el policía: “No puede ejercer el sexo sin un permiso”. Preguntó secamente la señora: “¿Entonces el tuyo ya expiró?”.

Dos viboritas estaban platicando en lo alto de una colina desde la cual se dominaba todo el panorama. En eso por el valle pasó el tren, que desde las alturas donde las viboritas se encontraban se veía pequeño. Una de las viboritas se ruborizó al verlo, y llena de emoción le dijo a su compañera: “¡Le gusto, Isauria; te juro que le gusto! ¡Todos los días, cuando pasa, me silba!”.

Caminaba un señor cerca de una obra en construcción, y oyó asombrado una doliente voz que salía de un montón de cemento. “Señor -le dijo la voz-. ¿Podría ayudarme? Encontré una lámpara maravillosa. Le pedí al genio que me convirtiera en un semental. ¡Y el indejo no sabe ortografía!”.

Discutían dos amigos en torno a una cuestión interesante: ¿quién goza más el sexo, el hombre o la mujer? “Indiscutiblemente la mujer” -afirmó uno. “¿Por qué?” -preguntó el otro. Explicó el primero: “Supongamos que tienes comezón en un oído. Con un dedo te quitas esa comezón. ¿Cuál de las dos partes siente mejor: el dedo o el oído?”.

Estaban platicando tres individuos machistas y de escasa educación. Dijo uno: “Hay tres cosas que a nadie le prestaría yo: mi mujer, mi coche y mi cepillo de dientes”. Dijo otro: “Yo sí prestaría mi cepillo de dientes. Total, después me compraría otro. Pero tampoco prestaría mi coche y mi mujer”. Manifestó el tercero: “Yo también prestaría mi cepillo de dientes. Y también -qué chingaos- prestaría a mi mujer. Lo que no prestaría sería mi coche. Porque a tu mujer ya sabes lo que le van a hacer, pero al coche quién sabe qué te le hagan”.

Pirulina, muchacha recién casada, pizpireta, se quejaba: “Mi marido me da trato de perro”. Alguien le preguntó, alarmado: “¿Te hace objeto de malos tratos?”. “No -replicó Pirulina-. Quiere que le sea fiel”.

Rondín # 12

Don Ultimiano llegó con aspecto sombrío de su visita al médico. Le informó a su esposa: “El doctor me dio estas píldoras. Dice que tendré que tomarlas el resto de mi vida”. “¿Y eso qué tiene de malo? -objetó la señora-. Mucha gente toma píldoras toda su vida”. “Sí -reconoce don Ultimiano, lúgubre-. Pero nada más me dio siete”.

En su tiempo libre los obreros de una fábrica juegan futbol, los directores juegan tenis y los dueños juegan golf. Moraleja: mientras más grande es el cargo más chicas son las pelotas de quien lo desempeña.

Don Cornulio le contó a un amigo: “Últimamente mi mujer está incurriendo en prácticas sexuales raras. Ahora le da por amarrarme a la cama”. “No deberías preocuparte -razonó el amigo-. Hay quienes gustan de esos juegos eróticos”. “Sí -concedió el esposo-. Pero después de amarrarme se viste provocativamente, se pinta como coche y se sale de la casa”.

Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, presentaron una denuncia en la demarcación de policía. Dos individuos, dijeron, las habían forzado, y con torpe lascivia macularon la integérrima gala de su impoluta doncellez. Actuó con rapidez la policía -lo que mis cuatro lectores están leyendo es solamente un cuento- y los autores de aquella badomía cayeron en manos de la ley. El oficial de guardia les preguntó a las ofendidas: “¿Quieren ustedes ratificar la denuncia?”. “Sí -respondió la señorita Himenia-. Pero primero nos gustaría que se hiciera una reconstrucción de los hechos”.

El cliente entró en el local donde vendían comida rápida y pidió una hamburguesa y un hot dog. La mesera le puso enfrente un plato con el pan de la hamburguesa y luego, de abajo de su axila, sacó la carne. Explicó: “Me pongo aquí la carne de la hamburguesa para que no se enfríe”. Al punto dijo el individuo: “Ya no me traiga el hot dog”.

Viene ahora un cuento que causará escozor a las personas de moral estricta. Quien no quiera sentir ese escozor debe abstenerse de la lectura de esta narración. Pepito estaba haciendo una necesidad menor en el baño de su casa. La tabla del correspondiente mueble vino abajo y le cayó en la partecita que estaba empleando para el fin que arriba se citó. Lanzó el niño un ululato de dolor, y el grito hizo que la sirvienta de la casa acudiera corriendo a ver qué le había sucedido al niño. Pepito le contó lo que le había pasado, y la señora, dulcemente, empezó a consolarlo diciéndole al tiempo que le frotaba con ternura la parte dolorida: “Sana, sana, colita de rana...”. “¡Qué sana sana ni qué colita de rana! -protestó entre sus lágrimas Pepito-. ¡Besitos, como a mi papi!”. (No le entendí).

Los novios le dijeron al buen Padre Arsilio: “Ya estamos comprometidos para casarnos, señor cura. ¿Podemos tener sexo antes del matrimonio?”. “De ninguna manera -opuso con firmeza el sacerdote-. Eso podría retrasar la ceremonia”.

En la cena de gala el anfitrión le preguntó a doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad: “¿Prefiere usted jerez o anís?”. “Jerez, definitivamente -repuso ella-. Lo considero la máxima apoteosis de los vinos. Su exquisito espíritu enaltece y exalta el corazón humano, y pone en él sublimidades que sólo la fina pluma de un Petrarca alcanzaría a describir. El ambarino tono y la aromática fragancia del jerez magnifican el alma, y delicadamente llevan a quien lo bebe a las excelsas cumbres del pensar y del sentir. En cambio con el anís me pongo peda de a madre”. Doña Tebaida Tridua, ya se sabe, es moralista. Eso le ha agriado el carácter en tal modo que sufre una dispepsia permanente y una gastritis crónica nociva. Encuentra gozo la señora, sin embargo, en estorbar el gozo de los demás, y en afearlo.

Cierto predicador le dijo a Groucho Marx: “Gracias por toda la alegría que usted le ha dado al mundo”. Replicó él: “Es para compensar en algo toda la que ustedes le han quitado”.

En cierto pequeño pueblo había un matrimonio de comerciantes. Él tenía su tienda; ella la suya. Un día el señor llegó a su casa muy contento y le dijo a su esposa: “¡Vendí tres colchones y una docena de calzones de mujer, y me gané 500 pesos!”. “Bah -, contestó ella, desdeñosa-. Yo con un solo colchón y sin calzones acabo de ganarme mil”.

Un señor que por razón de su trabajo viajaba todos los días en jet tuvo un problema con su esposa.  Ella quería camas gemelas, y él le dijo: “Cinco días de la semana debo transbordar. No quiero tener que hacerlo también los fines de semana”.

Doña Pasita, bondadosa anciana, llamó por teléfono a la dueña de la casa en que vivía. Le informó: “Hay una gotera en el comedor”. Inquirió la mujer: “¿Cuándo la notó?”. Responde doña Pasita: “Hoy al mediodía, cuando tardé tres horas en acabarme la sopa”.

Aquel caníbal era vegetariano: Sólo se comía la manzana de Adán, la palma de las manos, la planta de los pies y la flora intestinal.

Un amigo le preguntó a Babalucas: “¿Sabías que en la Florida están usando cocodrilos para fabricar bolsos de mujer?”. Contestó maravillado el pavitonto: “¡Es increíble lo que los animales son capaces de hacer en estos tiempos!”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, viajaba por una carretera junto al mar, y vio a la orilla del camino a un cura y una monja que mostraban un gran letrero que decía: “El final está cerca. Detente antes de que sea demasiado tarde”. Molesto por esa advertencia apocalíptica les gritó: “¡Fanáticos!”. Unos segundos después se oyó chirriar de llantas que frenaban, y luego el ruido de un vehículo que cae desde la altura al agua. Le dice el cura a la monjita: “¿No cree usted, hermana, que deberíamos abreviar el letrero para que diga simplemente: ‘Puente caído’?”.

Sombrío, silencioso, un solitario tipo bebía su copa en la barra de la cantina. El tabernero, compasivo como todos los de su oficio, le preguntó solícito: “¿Tiene algún problema, amigo?”. Respondió con acento pesaroso el individuo: “Tuve una discusión con mi mujer, y ella me dijo muy enojada: ‘No tendremos sexo durante un mes”. “Vamos, vamos -lo consoló el cantinero-. Un mes se pasa rápido”.  “Sí -replica, hosco, el sujeto-. Hoy termina”.

Drácula y otros dos vampiros hicieron una apuesta a fin de ver cuál de ellos era capaz de chupar más sangre en el curso de una noche. Terminada la jornada, y antes de que los rayos del Sol los hiciera peligrar, se reunieron a dilucidar la apuesta. El primero traía los colmillos llenos de sangre. Dice: “¿Ven aquel castillo?”. “Sí” -responden los otros. “Pues ahí les chupé la sangre a tres personas”. Dice el segundo, que traía todo el rostro lleno de sangre: “¿Ven eso otro castillo?”. Contestan los otros: “Sí”. “Pues ahí les chupé la sangre a cinco personas”. Drácula traía todo el cuerpo cubierto de sangre. Dice: “¿Ven aquel otro castillo?”. Responden los otros: “Sí”. Y dice Drácula: “Pues yo no lo vi”.

Contó doña Panoplia, dama de sociedad: “El hotel en que estuvimos tenía toallas muy grandes.  Casi no me cupieron en la maleta”.

Un empleado de don Algón observó que su jefe caminaba nerviosamente en su oficina.  Al hacerlo apretaba las piernas, y con ambas manos se oprimía la parte pudenda. Fue hacia él y le dijo preocupado: “¿Le sucede algo, jefe?”. “Sí -respondió entre dientes don Algón-. Me estoy vengando. Anoche quise hacer el amor, y esta cosa no funcionó. Ahora ella quiere ir al baño, y yo no se lo permito”.

“¡No puedo creer que te estés acostando con mi mejor amiga!” -le dijo con enojo doña Macalota a su coscolino esposo don Chinguetas. Replicó éste: “¿Tan difícil te resulta creer que me encuentre atractivo?”. “Claro que sí -contestó ella-. Sobre todo después de lo mal que le he hablado de ti”.

Rondín # 13

Pirulina, muchacha fácil de cuerpo, hacía una distinción entre los hombres. Decía: “Si no me gustan, me dejo. Si me gustan, colaboro”.

Reveló muy nervioso a sus músicos el maduro director de la sinfónica: “Debo estar volviéndome loco. Está empezando a gustarme el rock”.

El enamorado le propuso matrimonio a su dulcinea, y ella inmediatamente le dio el sí. Feliz, el muchacho llamó por el celular a su papá y le dio la buena noticia: Estaba comprometido ya para casarse. Le dijo el padre, hombre machista: “Ahora vamos a saber si eres un hombre de verdad o un ratoncito. Si esta misma noche le haces el amor a tu novia, es que eres un hombre. Si te esperas a hacérselo hasta que estén casados, entonces eres un ratoncito”. “Caramba -se preocupó el muchacho-. En ese caso debo ser una ratota. Ya se lo he estado haciendo desde hace más de un año”.

Don Sinople, hombre rico, pilar de la comunidad, compró en una elegante joyería un hermoso y carísimo brazalete de esmeraldas. Le preguntó el joyero al tiempo que se lo entregaba: “¿Es para su esposa?”. En ese mismo instante entró por casualidad en el local doña Panoplia de Altopedo, la esposa de don Sinople. Contestó él, mohíno: “Ahora lo es”.

Hubo un pleito en la boda. Los invitados se trenzaron en una pelea a puñetazos, remoquetes, tortazos, puñetes y guantazos, si bien quizá no necesariamente en ese orden. Llegó la policía, y un oficial preguntó a los rijosos: “¿Quién empezó el pleito?”. “Señor oficial -se adelantó un sujeto-. Yo fui novio de la recién casada. Le pedí que bailáramos una pieza -Amor perdido, por más señas-, y estábamos bailando comedidamente cuando llegó el novio y sin razón alguna le dio a su mujer un tremendo puntapié en las pompas”. “¡Caramba! -dijo el policía-. ¡Debe haberle dolido mucho!”. “¡Claro que me dolió! -exclamó con enojo el ex novio-. ¡Con la patada me quebró dos dedos de cada mano!”.

Un tipo le dijo a su vecino: “Habrás notado que mi esposa se viste muy bien”. “Es cierto -concedió el otro-. Pero muy despacio”...

El oficial del Registro Civil le pidió al ansioso caballero: “Por favor ya no venga, don Martiriano. Mil veces le he dicho que su acta de matrimonio no tiene fecha de vencimiento”...

El doctor Duerf era analista especializado en tratar mujeres. Comentó una: “No me da buena espina ese siquiatra. Tiene diván matrimonial”. (Nota: Antes lo tenía king size, redondo y con colchón de agua, pero por ética profesional lo cambió)...

“¡No supe lo que hice!” -gimió la muchacha soltera al terminar el trance de amor con su galán. Replicó éste: “Me sorprende lo que dices, Susiflor. Lo hiciste bastante bien”...

Una muchacha fue a una tlapalería. (Para beneficio de mis lectores en el extranjero diré que en México una tlapalería es una tienda donde se venden principalmente pinturas, pero también materiales diversos para electricidad, carpintería, etcétera. La palabra proviene del náhuatl “tlapalli”, que significa color para pintar, y se usa principalmente en la Ciudad de México). A la muchacha su novio le había regalado un perro collie escocés, pero ella descubrió que el animalito tenía pulgas. Fue, pues, a la tlapalería y pidió algo para combatirlas. El encargado le dijo que tenía unos polvos muy fuertes que de seguro acabaría con los insectos. “Simplemente rocíe los polvos en su cama -la instruyó-, y las pulgas desaparecerán”. “No son para mi cama -se amoscó la muchacha-. Los quiero para mi collie”. “Ah caramba -se preocupó el tlapalero-. No sé si sean demasiado fuertes para que se los ponga ahí”...

Un individuo fue con el doctor Ken Hosanna y le dijo que tenía un problema en el oído: Con frecuencia escuchaba un ruido extraño, como de cristal que se quiebra. Dictaminó el facultativo: “Han de ser los vasos sanguíneos”...

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a Dulcilí, hermosa chica: “Mis amigos son muy pesimistas en cuanto a las mujeres. Piensan que todas son ligeras, casquivanas, frívolas y fáciles. En cambio yo soy un optimista: Espero que nada más tú lo seas”...

Don Poseidón entrevistó conjuntamente a un pequeño grupo de muchachas que solicitaban el empleo de secretaria.  Deseoso de conocer los antecedentes laborales de una de ellas le preguntó: “Dígame, señorita Rosibel: ¿cuál fue su última posición?”. Ella se ruborizó: “¿Quiere que se lo diga aquí, delante de todas?”...

En un pequeño pueblo dos sujetos estaban conversando. Uno de ellos señalaba a las mujeres que pasaba y le decía al otro: “Yo poseí a esa mujer. También a esa otra.  Lo mismo a aquella que va allá. Puedo decirte que he poseído a casi todas las mujeres de aquí”. “¡Caramba! -se admiró el otro-. ¡Entonces entre tu esposa y tú han poseído a casi todo el pueblo!”...

A don Crésido, hombre de la mejor sociedad, y adinerado, no le gustó la novia de su hijo, una chica linda y bien educada, pero cuya familia era de condición modesta. Le dijo el ricachón al muchacho: “Creo, hijo, que tu novia no es como nosotros”. “Ya lo sé, padre -replicó el hijo-. ¿No es eso maravilloso?”...

Un individuo fue con el gastroenterólogo. “Doctor -se quejó-. Desde hace una semana traigo el estómago lleno de gases.  He recurrido a todos los remedios caseros, y no los puedo desalojar”. El médico le indicó: “Tómese ahora mismo estas dos píldoras. Le aseguro que con ellas arrojará los gases”. Se tomó el medicamento el tipo, y salió. Unos minutos después sonó el teléfono del médico. Era el sujeto de los gases. “¡Doctor! -le dijo feliz-. ¡Esas píldoras que me administró resultaron fantásticas! ¡De un solo golpe acabo de arrojar todos los gases!”. “Magnífico -se alegró el galeno-. ¿De dónde me está usted llamando?”. Responde el individuo: “De un teléfono público, enfrente de donde estaba el edificio de la presidencia municipal”...

El juez de lo familiar le preguntó al marido: “¿Por qué quiere usted divorciarse?”. Respondió el tipo: “Siempre que llego a mi casa encuentro basura en el lecho conyugal”. “Ésa no es causal de divorcio” -opuso el juzgador. En seguida le preguntó a la esposa: “Y usted, señora ¿por qué se quiere divorciar?”. Contestó ella: “No me gusta la costumbre que tiene mi marido de llamar ‘basura’ a mis amigos”...

El novio de Susiflor se desanimó bastante cuando ella le dijo: “Mientras no me entre el anillo no me entrará ninguna otra cosa”.

La chica le preguntó a Babalucas: “¿De qué lado de la cama te acuestas?”.  Respondió el badulaque: “Del de arriba”. Otro del mismo personaje.  Un tuerto asaltó la tienda de conveniencia donde Babalucas hacía sus compras. El tontiloco le preguntó al encargado: “¿Hay algún sospechoso?”. “Sí -respondió el de la tienda-. La policía está buscando a un hombre con un solo ojo”. Babalucas meneó la cabeza y comentó: “Por eso no agarran nunca a los ladrones. Deberían buscarlo con los dos ojos”.

¿Por qué las pelotas de golf son pequeñas y blancas? Porque si fueran grandes y negras no serían pelotas de golf: Serían de elefante.

Rondín # 14

El padre Arsilio le preguntó al niñito: “¿Siempre dices tus oraciones de la noche?”. Contestó el pequeño: “Sí”. Volvió a preguntar el sacerdote: “Y tus oraciones de la mañana ¿las rezas también?”. Dijo el chiquillo: “No”. “¿Por qué no?” -se extrañó el padre Arsilio. Explicó el niño: “Porque en la mañana no tengo miedo”. (Decía un dicho ranchero: “Nomás cuando cae el rayo te acuerdas de Santa Bárbara”. Esta santita protege contra el riesgo de ser fulminado por una descarga eléctrica del cielo. “Santa Bárbara doncella, líbrame de una centella. Que no me caiga a mí, que le caiga a ella”).

Don Poseidón, labriego acomodado, tenía una hija. El novio de la muchacha se presentó ante el severo genitor. “Vengo -le dijo- a pedirle la mano de Dulcilí”. Respondió el vejancón frunciendo el entrecejo: “¿Y pa’ qué chingaos queres nomás la mano?”.

La esposa de don Hamponio vio un hermoso collar en el escaparate de una joyería. Le dijo a su marido: “Me gusta ese collar”. Don Hamponio cogió un ladrillo, con él quebró el vidrio del aparador y le entregó el collar a su mujer. Pasaron luego frente a una tienda de pieles. “Me gusta ese visón” -dijo la señora. Don Hamponio buscó otro ladrillo, quebró la vidriera y le dio el abrigo a su esposa.  Llegaron a una elegante zapatería, y dijo la mujer: “Me gustan esos zapatos”. “¡Carajo! -estalló don Hamponio-. ¿Acaso piensas que los ladrillos se dan en árboles?”.

La abuelita de Pepito tenía muy menguadas todas sus facultades, pero se sentía feliz porque su nieto le llevaba pasitas cada vez que la visitaba. Un día dejó de hacerlo. Le preguntó la anciana: “Hijito: ¿Por qué ya no me traes pasitas?”. Explicó el pequeñín: “Es que mi conejito se escapó”.

Don Algón conoció en el bar a una linda chica, y ésta lo invitó a pasar con ella un agradable rato. El salaz ejecutivo se asombró. Vivía la muchacha en un departamento a todo lujo; tenía un coche deportivo del año; su clóset estaba lleno de finísimos vestidos. Después de que gozó con ella los deliquios del prohibido amor, don Algón le preguntó a la hermosa joven a cuánto ascendía el monto de sus emolumentos, tarifa o arancel. “Son 20 pesos” -le dijo ella. “¿20 pesos?” -exclamó con asombro don Algón. “Sí -reiteró la chica-. Eso es lo que cobro por hacer el sexo”. “No lo puedo creer -manifestó el visitante-. Si cobras 20 pesos ¿cómo puedes darte todos estos lujos?”.“Bueno -sonrió la muchacha al tiempo que hacía pasar al enorme tipo que había filmado todo aquello-. Es que también le hago un poco al chantajito”.

“Si estuviera usted en la cama con una hermosa mujer ¿qué tres partes del cuerpo le besaría?”. Esa cuestión le planteó el conductor del programa de preguntas y respuestas al nervioso concursante. Como el tema era el sexo, y a los participantes les era permitido llevar un asesor, el tipo había llevado con él a Cochon Trèssale, famoso amante francés experto en erotismo. Cuando el conductor del programa le hizo esa pregunta -”¿En qué tres partes del cuerpo besaría usted a la hermosa mujer?”- el concursante respondió: “El primer beso se lo daría en los labios”. “Respuesta acertada” -dijo el del programa. “El segundo beso se lo daría en el cuello”. “¡Correcto! -exclamó el conductor-.  Y ahora, por el gran premio de 64 mil pesos, el tercer beso ¿dónde se lo daría?”. Dudoso, el concursante se volvió hacia su asesor francés. Le dijo éste: “A mí no me preguntes, mon ami. Yo ya me equivoqué en las dos primeras respuestas”.

Comentó un señor: “Ya me libré de los parientes que venían a pasar temporadas en mi casa. A los ricos les pedí dinero, y se lo presté a los pobres. Ni unos ni otros han regresado”.

Augurio Malsinado es el hombre de peor suerte que hay. Cierta noche estaba con una muñeca inflable. Llegó el marido inflable y le propinó una tunda de órdago.

Los hijos salen tan caros que ya nada más los pobres pueden darse el lujo de tenerlos. En oposición a ese apotegma doña Moneta, dama de sociedad, y rica, dio a luz un hijo. Otro tenía ya, de 5 años, cuyo nombre era Lordito. La llegada de la nueva criatura, que reclamaba toda la atención de su madre, puso celoso al hermanito. El niño ideó una manera de tomar venganza de su competidor. Cierta mañana que la mamá dormía le untó en los pechos aceite de ricino, el fuerte purgante que a él le daban lo mismo cuando tenía calentura que cuando se lastimaba un pie. Pensó el chiquillo que tan pronto su madre amamantara al crío, a éste lo acometerían las mismas descomposturas de vientre que él sufría tras de tomar aquel remedio horrible: flojedades, cursos, carreras, deposiciones, flujos, cámaras y pringapiés. Al día siguiente, para su sorpresa, el recién nacido amaneció como si nada. El chofer de la casa, sin embargo, faltó al trabajo por estar malo del estómago.

La iglesia del pastor Amaz Ingrace prohibía estrictamente el baile. Pensaba que era camino seguro a la condenación. (¿Se imaginan ustedes a Fred Astaire en el infierno?). Cierto día el reverendo se vio a solas con la organista del templo, y los dos entraron en ansias de erotismo. Le pidió ella arrebatadamente: “¡Hágame el amor, hermano!”. Opuso el predicador: “El piso está muy duro, y frío”. Insistió, vehemente, la mujer: “¡Así de pie!”. “¡Oh no! -se alarmó él-. ¡Va a parecer que estamos bailando!.

La señora y su vecina tomaban el café.  Se quejó la señora: “Mi marido es bueno sólo para una cosa”. Y dice la vecina, desdeñosa: “¡Bah! ¡Ni siquiera para eso es bueno!”.

Dos amigos se encontraron después de largo tiempo de no verse. Uno le preguntó al otro: “¿Qué es ahora de tu vida?”. Responde el amigo: “Decidí por fin seguir mi verdadera vocación. Cerré mi despacho de contaduría, y ahora soy escritor”. “¡Fantástico! -se alegra el otro-. Y ¿has vendido algo?”. “Sí -contestó, mohíno, el otro-. La casa, el coche, los muebles.”.

Relataba Capronio, sujeto ruin y desconsiderado: “Cuando yo tenía 14 años mis padres se mudaron a otra ciudad. Al cumplir los 16 los encontré”.

Comentaba un señor: “Mi esposa tiene una personalidad magnética. Todo lo que ve en la tienda lo carga”.

“Dime, Pepito -preguntó la maestra-: ¿cómo deletreas la palabra ‘vaca’?”. Deletreó el chiquillo: “B-a-c-a”. “Así no se deletrea” -le dijo la mentora. Replicó Pepito: “Usted no me preguntó cómo se deletrea la palabra. Me preguntó cómo la deletreo yo”.

Decía con tristeza don Algón: “Siempre traigo en la cartera el retrato de mi esposa y mis hijos. Así recuerdo por qué está vacía”.

Viene ahora un cuento de color subido. Quienes no gusten de leer cuentos de esa tonalidad deben suspender en este mismo punto la lectura. Un sujeto les contó a sus amigos: “Estuve anoche con una hermosísima mujer. La desvestí, la llevé al lecho y empecé a besarla apasionadamente. La besé en los labios, la besé en el cuello, después en el busto, seguidamente en el ombliguito, y luego volví a besarla en los labios”. Eres un mentiroso -le dijo uno-. Del ombligo jamás nadie se ha devuelto”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, contrató los servicios de una sexoservidora bastante cara, aunque no tan cara como las que amenizan los convivios de algunos diputados panistas: ésta cobraba sólo 3 mil pesos por el rato. La llevó a su departamento. En el momento mismo en que estaban entregados al consabido in-and-out, Afrodisio le dijo a la muchacha: “No debería estar haciendo esto, con lo que tengo”. Ella, alarmada, le preguntó: “¿Qué tienes?”. Respondió Pitongo, apesadumbrado: “30 pesos”.

Al empezar la noche de bodas el maduro desposado le pidió a su flamante mujercita: “Quítate el.”. “¿El qué?” -preguntó ella. Respondió, desconcertado, el añoso galán: “Ya se me olvidó”.

Babalucas le reclamó a un amigo: “¿Por qué no me has llamado?”. Replicó el otro: “¿Cómo puedo llamarte, si no tienes teléfono?”. Protestó Babalucas con enojo: “¡Pero tú sí tienes, caón!”.

Rondín # 15

La esposa de Usurino Cenaoscuras, el hombre más avariento del condado, le informó: “Está aquí un muchacho que pide una aportación para la alberca del Club de Jóvenes”. Le dijo el cicatero: “Dale un poco de agua”.

Babalucas fue a la tienda de mascotas a comprar un pez dorado.  El dueño vio la ocasión de venderle algo más.  Le preguntó: “¿Quiere un acuario?”. Replicó Babalucas: “No me importa de qué signo sea el pez”.

Antes había muchos románticos incurables.  Pero luego llegó la penicilina

Doña Macalota jamás perdía la ocasión de hablar mal de don Chinguetas, su marido. Un día que la madre de la señora estaba de visita, la tremenda mujer le pidió a su consorte: “Ve a la tienda de la esquina y trae los refrescos para la comida”. Luego, volviéndose a su mamá, le dijo sin recatarse: “Es tan tonto que se le olvidarán los refrescos, ya verás”. Salió don Chinguetas y tardó un buen rato en regresar.  Cuando volvió traía las manos vacías, pero mostraba en el rostro una expresión radiante.  Le dijo a su mujer: “No me vas a creer lo que me sucedió.  Al salir me topé con la vecina de al lado, esa preciosa rubia cuyo cuerpo semeja una escultura tallada en alabastro, mármol o marfil; de enhiestos senos y caderas firmes; cintura juncal y níveos hombros; cabellos que semejan una cascada de oro, y piernas como ebúrneas torres que anuncian en lo alto ocultos paraísos como los que el Profeta prometió a sus fieles.  (Nota: Don Chinguetas conservaba una rica colección de la revista Vea, publicación sicalíptica de mediados del pasado siglo, y su lectura le inspiraba descripciones como ésa). Me dijo la rubia: ‘Dichosos los ojos, don Chinguetitas.  Hace tiempo tengo el deseo de charlar con usted, pues me parece un hombre interesante. Sus canas le dan un aspecto irresistible; el tono de su voz suscita en mí ansias inquietantes, y tiene usted un no sé qué que qué sé yo. Acépteme por favor una copita en mi departamento’. Me dejé llevar por ella -la carne es débil, y yo no soy verdura-; bebimos un par de copas, y a poco estábamos ya en el lecho de la pasión carnal, entregados a toda suerte de eróticos deliquios. No diré lo que hicimos -la luz del entendimiento me hace ser muy comedido-; diré sólo que dejamos al Kama Sutra y The Perfumed Garden en calidad de libros infantiles.  Y aquí estoy, ahíto de placer y poseído aún por la inefable dicha que deriva del bien gozado amor”. La esposa de don Chinguetas se volvió hacia su madre y le dijo con acento triunfal: “¿Lo ves? ¡Se le olvidaron los refrescos!”..

Ésta es la historia del hombre más positivo del mundo. Imagen del optimismo, a su lado Norman Vincent Peale era un sombrío nihilista ruso. Iba en coche último modelo, y vio a una guapa chica. La invitó a subir, y ella aceptó. El hombre positivo dirigió su automóvil hacia un alejado bosquecillo, y ahí le hizo a la muchacha la consabida proposición salaz. Ella manifestó que sólo le haría dación de sus encantos a cambio de una contraprestación en dinero, que fijó en 500 dólares. Sacó el tipo cinco billetes verdes de a 100 y se los entregó.  Dijo entonces la muchacha: “Desvístete todo”. Obedeció el sujeto. Entonces la mujer se apoderó del coche y de la ropa y escapó a toda velocidad. Se quedó el individuo en peletier en aquel remoto sitio. Pero no en vano era el hombre más positivo del mundo. Dijo para sí: “Veamos el lado bueno de las cosas. El coche era prestado. Los dólares eran falsos. La ropa no era de marca. Y en cuanto a estar encuerado en este solitario paraje, ¿qué mejor circunstancia puede haber para aprovechar la valiosa oportunidad de mear?”.

Los árboles de la escuela empezaron a dar bolitas negras, y los niños vieron en ellas ocasión de jarana y diversión. Hicieron un buen acopio de bolitas y fabricaron cerbatanas de papel. En el salón de clases uno de los chiquillos sacó su cerbatana, puso en ella una bolita y la disparó contra la profesora, que de espaldas escribía en el pizarrón. Ella vio la bolita en el suelo y siguió escribiendo. Otro disparo. Y uno más. La maestra se volvió, enojada, y se dirigió al niño más travieso del grupo, pensando que seguramente era él quien había disparado aquellos proyectiles. “Dime, Pepito -le preguntó con voz severa-. ¿Quién es el bromista de las bolitas negras?”.  Sacado de onda, y sin más datos para orientarse, el chiquillo arriesgó una respuesta. Dijo: “¿Obama?”.

Dos tipos fueron con sus respectivas esposas a pasar vacaciones en la playa.  Al día siguiente de su llegada los maridos les dijeron a las señoras: “Iremos los dos a dar un paseíto. No tardaremos”. Echaron a caminar por la playa. Estaba llena de bellísimas muchachas cubiertas sólo con minúsculos bikinis. Los bellacos individuos empezaron a calificarlas en una escala de 0 a 10. “¡Mira ese nueve!” -dijo uno con admiración. Señaló el otro: “¿Qué te parece aquel ocho?”.  “¡Ahí va un diez!” -prorrumpió el primero al ver pasar un monumento de mujer. Después de un par de horas de ocuparse en eso uno de los maridos le dijo al otro: “Regresemos. Ya han de estar preocupadas nuestras doses”. (¡Canallas!).

Simpliciano, doncel en flor de edad, logró por fin que Dulcilí, hermosa chica, aceptara ir con él al asiento de atrás del automóvil.  De inmediato el boquirrubio galancete empezó a hacer objeto a la muchacha de caricias y tocamientos encendidos. En el arrebato de la pasión exclamó emocionado: “¡No encuentro palabras...!”. Le dijo Dulcilí: “Y menos las vas a encontrar ahí donde tienes la mano”.

La joven señora pensó que estaba embarazada.  No había tal: Su ginecólogo le hizo saber que lo que traía en el vientre era puro aire. La muchacha le dio la mala noticia a su marido. Exclamó él con enojo apuntando a su entrepierna: “Entonces esto ¿qué es? ¿Una bomba para inflar llantas de bicicleta?”.

Cierta antropóloga tenía relación íntima con un esquimal de la región ártica. “Me voy, Nanuk” -le anunció un día. “¿Tan pronto?” -se consternó Nanuk. “No es pronto -replicó la mujer-. Llevo tres meses viviendo contigo”. “Sí -admitió el esquimal-. Pero me prometiste que te ibas a quedar toda la noche”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, tenía una granja. Su esposa le dijo: “Ya es hora de que te consigas otro espantapájaros”. “¿Para qué? -replicó Capronio-. El que tenemos funciona muy bien. Todas las aves se asustan con él; hasta los cuervos, buitres y zopilotes huyen precipitadamente al verlo”. “Es cierto -reconoció la señora-. Pero mi mamá ya se cansó de estar todo el día en el campo con los brazos abiertos”.

Un señor le comentó a su amigo: “Mi esposa y yo tenemos un hijo nada más. No nos parece suficiente, y queremos tener otro”. Preguntó el amigo: “¿Cuándo van a encargar el segundo?”. Responde el señor: “Cuando el primero se convenza de que a sus 18 años ya debe dormir en su propia cama”.

Henry Ford murió, y a pesar de haber llenado el mundo de automóviles llegó al Cielo. San Pedro, el portero celestial, le preguntó: “¿No eres tú el hombre a quien puede considerarse el creador del automóvil?”. “En efecto -respondió Ford, orgulloso-. Yo soy”. “Pasa -lo invitó el apóstol de las llaves-. Puedes entrar en la morada de la eterna bienaventuranza. Te llevaré al lugar donde están los inventores”. San Pedro guió a Henry Ford por las diversas salas del paraíso, hasta llegar al sitio reservado a los inventores. Se los mostró uno a uno. “Aquél -le dijo-, es Franklin, el inventor del pararrayos; aquel otro es Marconi, el del telégrafo; el de más allá es Edison, que inventó el fonógrafo; el otro es Graham Bell, el del teléfono.”. “¿Y aquél que se ve allí?” -preguntó Ford. “Es Adán” -dijo San Pedro. “Y él -preguntó intrigado el norteamericano- ¿qué inventó?”. Contestó el apóstol: “Fue Adán quien le dio al Creador las especificaciones para hacer ese gran invento: La mujer”. Pidió Ford: “Me gustaría hablar con él acerca de su invención”. San Pedro le presentó al primer hombre, y Ford le dijo: “Yo inventé el automóvil, y me dicen que tú inventaste a la mujer. Quisiera hacerle algunas críticas a tu invento, porque pienso que no es tan bueno como el mío”. El hombre preguntó, amoscado: “¿Cuáles son esas críticas?”. “En primer lugar -enunció Ford-, mi invento viene en varios modelos, y su forma cambia cada año. El tuyo siempre es igual, el mismo siempre. Mi invento viene en todos los colores; el tuyo sólo en unos cuantos. Además mi invento cuesta mucho menos que el tuyo”. “Mira -le dijo Adán a Ford, molesto-. Puedes hacerme todas las críticas que quieras, pero una cosa sí te digo: Más gente se ha subido a mi invento que al tuyo”.

En el salón de clases se hablaba del amor. Dijo Pepito: “La primera vez que mi mamá vio a mi papá se enamoró perdidamente de él”. “¡Qué hermoso! -se emocionó la maestra-. Y seguramente sigue enamorada”. “Quién sabe -respondió Pepito-. Nada más esa vez lo vio”.

Alguien le preguntó a Babalucas: “¿Sabes dónde está el Canal de la Mancha?”. Respondió: “¿No es el 545?”.

Aquel señor fue iluminado por la fe, y empezó a dedicar todo su tiempo a difundir la verdadera religión. Andaba por las calles con un letrero que decía: Ama a tu prójimo. Su celo religioso era tal que descuidó toda otra obligación, lo mismo de trabajo que de atención a su casa y a su esposa. Cierto día, después de una dura jornada en la que anduvo paseando por toda la ciudad su letrero Ama a tu prójimo, llegó a su casa sólo para encontrar a su mujer en estrecho abrazo de coición con el vecino. “¡Qué bueno que llegaste, Proselicio! -le dijo, alegre, la señora-. ¡Precisamente estaba amando a mi prójimo!”.

El médico le preguntó al señor: “¿Le dieron resultado las pastillas para dormir que le indiqué?”. “No, doctor -contestó el hombre-. Lo único que se me durmió es lo que no quiero que se me duerma cuando no puedo dormir”.

El recién casado condujo a su flamante mujercita al aposento en el que pasarían su noche de bodas. Al entrar en la habitación la chica se volvió hacia su ansioso marido y le dijo, solemne: “Ahora que ya estamos casados, Borsalino, quiero decirte una cosa: No esperes milagros de mí”. “Naturalmente que no, Rosibel -respondió el novio-. ¿Por qué me dices eso?”. Explicó la muchacha: “Porque nada más las vírgenes hacen milagros”...

La señorita Peripalda, encargada del catecismo, fue a una conferencia de psicología. Dijo el joven y apuesto disertante: “Entre el hombre y la mujer hay una sola diferencia’’. La catequista levantó la mano: “¿Podría usted mostrarnos la diferencia?’’.

Don Algón instruyó a su nueva secretaria: “Señorita Grandchichier: dedique la tarde de hoy a comprar todo lo que necesitará ahora que va a trabajar conmigo: libretas, lápices, clips, píldoras anticonceptivas...’’.

Rondín # 16

Babalucas, el mayor tonto del pueblo, le hizo una reclamación a su novia: “-Me dicen que te han visto salir con todos mis amigos’’.  “¡No seas tonto, mi vida! -lo tranquilizó ella-. Mira: contigo voy al cine, al teatro, a la disco, al paseo, a todas partes. Con ellos al único lado que voy es al motel’’.

Una guapa mujer llegó al consultorio del siquiatra. Iba completamente en peletier, es decir, sin nada de ropa encima. “Ayúdeme por favor, doctor -le dijo-. Siento que todo el mundo se me queda viendo’’.

Para redondear el presupuesto familiar aquel pobre sujeto subía al ring los fines de semana como luchador enmascarado con el nombre de “El Relámpago Púrpura’’. Un día lo contrataron para luchar con “La Bestia Negra’’, terrible luchador, rudo también e igualmente y enmascarado.  La lucha sería máscara contra máscara: el que perdiera se debería quitar la suya y dar a conocer su identidad. La lucha duró 42 caídas, pues era sin límite de tiempo. Después de combatir más de dos horas “El Relámpago Púrpura’’ logró por fin vencer a su adversario. Sangrando, con dos costillas rotas, cubierto todo el cuerpo de violáceos moretones, reunió sus últimos arrestos y en un supremo esfuerzo logró poner la espalda de su rival contra la lona hasta que el árbitro hizo el conteo final. Cuando “La Bestia Negra’’ se quitó la máscara “El Relámpago Púrpura’’ vio el rostro de su feroz enemigo y exclamó lleno de asombro: “¿Usted, suegra?’’.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le dijo a su novia: “No puedo seguir contigo, Dulcilí”. “¿Por qué?” -se afligió ella. Explicó el botarate: “Tienes el busto muy pequeño, y el doctor me dijo que nada de copitas”.

El niño campesino llegó tarde a la escuela. Explicó: “Tuve que llevar el toro a cubrir una vaca del vecino’’. Preguntó la maestra: “¿Qué no puede hacer eso tu papá?’’. Respondió el niño: “Él es capaz de todo, pero no creo que a la vaca le guste’’.

Tres señoras llegaron a una farmacia. Iban a comprar preservativos. Pidió la primera: “Deme un paquete de seis”. Y explicó a sus amigas en voz baja: “Mi marido es de lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado”. Solicitó la segunda: “A mí me da un paquete de nueve”.  Y explicó también en tono de confidencia: “Mi esposo es de lunes, martes, miércoles, jueves y viernes; dos veces el sábado y dos veces el domingo”. Pidió la tercera: “A mí deme un paquete de 12”.  “¿12?” -exclamaron con asombro las otras. “Sí -suspiró la señora-. Enero, febrero, marzo, abril...”...

Un hombre caminaba por la playa. Las olas arrojaron a sus pies una lámpara como la de Aladino. La frotó, y apareció ante él un genio del oriente. “Me has liberado de mi prisión eterna -dijo el genio-. Pídeme tres deseos”. Habló el tipo: “Quiero ser el más rico de los hombres”. El genio hizo un ademán, y ante el feliz mortal desfilaron banqueros de todo el mundo que lo colmaron de riquezas.  “Ahora -pidió el sujeto- quiero ser el hombre más guapo del mundo”. Hizo otro ademán el genio y el individuo se vio convertido en un ejemplar masculino comparado con el cual Adonis era Quasimodo. “Di tu tercer deseo -pidió el genio. Respondió el individuo: “Quiero ser más inteligente que cualquier hombre sobre la Tierra”. El genio ponderó un momento la cuestión y luego le dijo: “Está bien. Pero ¿no te importará tener dos o tres días incómodos al mes?”. (¡Qué barbaridad! ¡Para hacerlo más inteligente que todos los hombres lo iba a convertir en mujer!).

La señorita Himenia Camafría, célibe madura, se quejaba de su amiguita Celiberia Sinvarón, soltera como ella. Decía: “Alguien le habló de los pajaritos, las abejitas y las florecitas, y ahora no la saco del jardín”.

Don Cornulio llegó a su casa y sorprendió a su esposa en trance de refocilación con un desconocido. “¡Taisia! -le reclamó indignado-. ¿Qué significa esto?”. Respondió con toda calma la mujer: “Perdona: soy adúltera, no psicóloga”.

Un sujeto llegó al hotel y pidió un cuarto. El encargado lo registró y le preguntó luego: “¿Dónde está su equipaje?”. “¿Equipaje? -repitió el individuo-. ¿Para qué? Sólo voy a estar aquí una semana”.

Un paciente llamó a su acupunturista a altas horas de la noche. “Tengo un fuerte dolor de cabeza”. Le dijo el acupunturista: “Clávese un par de tachuelas y llámeme por la mañana”.

El farmacéutico salió de la farmacia y la dejó a cargo de uno de sus hijos. Le recomendó que atendiera solamente los pedidos acompañados de receta; los otros ya los vería él a su regreso. Mas sucedió que un hombre llegó poseído por gana irrefrenable de rendir un tributo mayor a la Naturaleza, y le pidió al jovenzuelo algo que lo ayudara a contener tal ansia. El muchacho se resistía a darle algún medicamento, pero el señor insistió con afán: si no le daba algún remedio, dijo, ahí mismo sucedería algún desaguisado. Nervioso, el muchacho le dio unas pastillas. El apurado tipo se las tomó en el acto, tras de lo cual se retiró. Poco después llegó el farmacéutico, y su hijo le contó lo sucedido. Preguntó el de la farmacia: “¿Qué le diste al cliente?”. Respondió el mozalbete: “Unas pastillas que se llaman Valium”. “¡Qué barbaridad! -clamó el apotecario-. ¡Ese medicamento no es para contener las urgencias del estómago! ¡Iré a buscar a ese pobre hombre!”. Salió, y preguntó a los vecinos si habían visto al señor, y qué rumbo había tomado. Le dijo uno: “Yo vi pasar a un caballero que iba en dirección del parque”. Allá fue el de la botica y, en efecto, vio al hombre sentado en una banca. Se dirigió hacia él y le preguntó con inquietud: “¿Cómo está usted?”. “Muy bien, señor -respondió el caballero con toda cortesía-. Batido, pero calmado”.

Un señor de edad madura llegó a una farmacia y le pidió al encargado un frasco de Sex-Lax. El farmacéutico sonrió y corrigió al añoso caballero: “Querrá usted decir Ex-Lax. Es un laxante”. “No -insistió el cliente-. Quiero Sex-Lax. Con las salidas no tengo problemas. Los tengo con las entradas”.

Libidiano Pitongo, hombre proclive a la lubricidad y la libídine, fue a una clínica a que le hicieran un examen médico. Lo atendió una guapísima doctora de esculturales formas. Luego de pedirle que se desvistiera le puso la mano en la garganta y le ordenó. “Diga 33”. Dijo Libidiano: “33”. La doctora le puso la mano en el corazón y le pidió: “Diga 33”. Repitió Libidiano: “33”. Luego la bella profesionista le puso la mano en el abdomen y reiteró la orden: “Diga 33”. Volvió a decir Pitongo: “33”. Finalmente la hermosa médica le puso a Libidiano la mano en las partes pudendas y le volvió a ordenar: “Diga 33”. Empezó él: “Uno... Dos... Tres...”

Astatrasio Garrajarra, ebrio con su itinerario, llegó a su casa midiendo paredes, o sea deteniéndose en ellas para no caer. Su esposa lo recibió con acritud. Le dijo hecha una furia, los brazos en jarras y el semblante descompuesto: “¡Son las 5 de la mañana!”. “¿Ah sí? -se interesa Garrajara-. Y ¿cuál es la temperatura?”.

En el restorán se quejó el cliente: “¡Camarero! ¡Hay una mosca en mi sopa!”. Respondió el tipo: “¡Vaya que esa mosca sabe lo que es una buena sopa!”.

Casó Simpliciano, joven inocente, con Pirulina, muchacha con mucha ciencia de la vida. Cuando entraron en la habitación del hotel donde pasarían la noche de bodas Simpliciano se dio cuenta de que no había televisor en el cuarto. Le dijo a Pirulina: “Voy a pedir que nos envíen uno”. “Pero, Simpli -objetó ella-. ¿Para qué queremos un televisor en nuestra noche de bodas?”. “Mi vida -contesta el cándido mancebo-. En algo tenemos que entretenernos”.

Una ingenua estudiante del conservatorio le contó muy llorosa a su mamá: “Tú me dijiste que la música amansa a las fieras, mami, pero ni siquiera había acabado de sacar mi violín del estuche cuando Afrodisio ya estaba encima de mí”.

La señorita Himenia Camafría tenía un canario, y se le murió. Pesarosa le contó a su vecina: “Se me murió el pajarito”. Le dijo la vecina: “Déjeme llamar a mi marido. Usted y él son compañeros del mismo dolor”.

Rosilita, equivalente femenino de Pepito, es aún más pícara que él. Un día Pepito le dijo: “Si me adivinas qué traigo en la mano te la enseñaré”. Contesta Rosilita: “Si es lo que pienso, y te cabe en la mano, no me interesa”.

Rondín # 17

La turista le dijo al escocés vestido con su tradicional kilt: “Siempre he querido saber qué llevan ustedes abajo de su faldita”. Responde el hombre: “Permítame su mano, señora: La práctica le dirá más que la teoría”.

La esposa se quejó con su marido: “Durante el día hago todas las tareas de la casa: El aseo, la comida, la limpieza y planchado de la ropa, todo, y luego en la noche debo cumplir mis deberes de esposa. Me canso mucho, no puedo continuar así”. “Está bien -dijo el marido-. Contrataré a una mujer”. Preguntó la señora: “¿Para que haga las tareas de la casa?”. “No -replicó el tipo-. Para que en la noche cumpla tus deberes de esposa”...

Dos amigos se encontraron después de mucho tiempo de no verse. Uno le preguntó al otro: “¿A qué te dedicas ahora?”. Respondió el otro: “Soy valet personal de Tetona la Pomponona, esa vedette de moda que tiene erguidos senos de valkiria y opulentas caderas como aquellas que al gran pincel de Rubens fueron gratas”. (NOTA: Esta descripción la saqué de la novela “La virgen desnuda”, de José María Carretero (a) El Caballero Audaz). Preguntó el amigo: “Y ¿qué haces para ella?”. Dijo el otro: “Por 100 pesos diarios la ayudo a vestirse y desvestirse”. Opinó el primero: “No es mucho dinero”. “Tienes razón -reconoció el sujeto-. Pero no puedo darle más”.

Don Languidio Pitocáido les contó a sus amigos: “Me inscribí en un club nudista. ¡Qué experiencia tan desagradable!”. “¿Por qué?” -le preguntaron. Respondió, mohíno, don Languidio: “Cuando salí sin ropa todos me saludaron: ‘¿Cómo está usted, señora?’”.

En la clase de zoología el maestro les preguntó a los niños: “¿Cuál es el animal que da las mejores pieles?”. “El armiño” -respondió Juanito. “El zorro plateado” -contestó Pedrito. “La chinchilla” -opinó Manuelito. Levantó la mano Rosilita y dijo: “Los hombres”.

Don Algón le dijo a la hermosa chica: “Ya sé que no soy precisamente un jovencito, señorita Susiflor, pero hay un corazón ardiente que late por usted dentro de esta chequera”.

Doña Tebaida Tridua, dama de sociedad y defensora de la pública moral, visitó cierta mañana un laboratorio de biología. Miró por el ocular del microscopio y vio un grupo de células en movimiento. “¿Qué hacen?” -le preguntó al encargado. Contestó el hombre: “Se están reproduciendo”. “¡Qué descaro! -se escandalizó doña Tebaida-. ¡A plena luz del día!”.

En la escuela de animales el conejito y la conejita andaban mal en aritmética. La profesora los dejó en el salón después de clases a fin de que hicieran algunos ejercicios matemáticos. Al regresar los halló en un ejercicio diferente: El conejito estaba sobre la conejita. “¡Santo Cielo! -prorrumpió la maestra-.  ¿Qué es esto?”. Respondió el conejito: “¿No nos dijo que practicáramos la multiplicación?”.

El banco fue asaltado. Cuando los asaltantes se retiraron el gerente tomó el teléfono y llamó a la policía. Después le dijo a su linda secretaria: “¿Me acompaña al baño, por favor, señorita Rosibel? Necesito su ayuda. Tengo que hacer pipí, y los de la Policía me dijeron que no toque nada hasta que ellos lleguen”.

Una turista oriental viajaba por España. Conoció en Sevilla a un torero de gran fama, Curro de Hatrás, que la invitó a conocer su cortijo. Cuando la mujer llegó a la finca el famoso diestro le mostró unos cachorros muy lindos que había comprado. Sucedió que esa noche, primera que la muchacha pasaba en el lugar, los cachorros estuvieron gañendo y aullando sin cesar, pues los habían separado de su madre. Así la visitante no pudo pegar los ojos en toda la noche.  A la mañana siguiente el mayoral del cortijo le preguntó cómo había pasado la noche. “Muy mal -respondió la oriental con su peculiar modo de hablar, consistente en pronunciar la ere como ele-. No me dejaron dormir los perritos del Curro”. “Pues, hija -le dijo el mayoral-. Cuestión de depilarse”.

El fiscal le pidió al testigo: “Repita las palabras que el acusado pronunció”. “No puedo -respondió, vacilante, el testigo-. No son palabras para decirlas ante gente decente”. “Muy bien -cedió el fiscal-. Entonces dígaselas al juez”.

La mamá del adolescente lo sorprendió haciendo en su cuarto cosas muy propias de su edad. “¡Onanito! -prorrumpió la señora, azorada-. ¿Qué significa esto?”. Respondió el muchacho con naturalidad: “Estoy haciendo la tarea de la clase de Educación Sexual”.

Babalucas llegó con botas blancas a la cacería en la nieve. Le pregunta el guía: “¿Por qué trae botas blancas?”. Explicó el tonto roque: “Para no dejar huellas”.

La joven abogada le contó a su esposo: “Ayudé a la señorita Solicia a hacer su testamento. Tiene 200 mil pesos. Le dará 100 mil al hombre que la haga conocer el amor, y con los otros 100 mil pagará su entierro por adelantado. Tú podrías ganarte ese dinero”. Fue el muchacho a la casa de la madura soltera. Como tardaba en regresar su esposa lo llamó por teléfono. Le dijo él: “Tardaré un poco de tiempo más, mi amor. La señorita Solicia ha decidido que la entierre el municipio”.

El juez le dijo al individuo: “Se le acusa de haber arrojado a su suegra por la ventana del segundo piso”. “En efecto, su señoría -reconoció con humildad el reo-. Eso hice”. “¡Es usted un desconsiderado! -clama el juzgador-. ¡Un inconsciente, un hombre falto de todo sentido de humanidad! ¿No pensó que alguien podía ir pasando en ese momento por la calle?”.

La esposa de Hwang dio a luz un bebé. Para sorpresa del señor el niño no salió con rasgos orientales: Tenía ojitos redondos, tez clara y cabellos rubios. Le preguntó muy serio a su mujer: “¿Por qué el niño no tiene nada de oriental?”. “Quién sabe -respondió ella-. Debe haber sido un occidente”. (Nota: Quiso decir “un accidente”).

El oficial de paracaidismo instruyó a los reclutas: “Después de saltar cuenten hasta diez y tiren del cordón que abre el paracaídas”. Preguntó uno de los reclutas, joven tartamudo: “¿Has-has-hasta cua-cuánto de-de-debemos co-contar?”. Respondió el instructor: “En tu caso hasta dos”...

Galatea , mujer de busto generoso, se presentó con el cardiólogo a fin de que le practicara un examen. Descubierta la munificente región pectoral de Galatea el médico llamó a su enfermera y le pidió: “Tráigame dos estetoscopios, señorita. Esto lo tengo que oír en sonido estereofónico”.

El Padre Arsilio les preguntó a los niños: “¿Dónde está Dios?”. Contestó sin vacilar Pepito: “En el baño”. El buen sacerdote se asombró. “¿Por qué dices eso?”. Explicó Pepito: “Todos los días mi papá golpea la puerta del baño y dice: ‘¡Dios mío! ¿Todavía estás ahí?’”.

Alguien le preguntó a la recién casada: “¿Tu marido ronca?”. “No sé -respondió ella-. Sólo hemos estado casados tres días”.

Rondín # 18

Picio era tan feo que una sexoservidora le dijo: “En nuestra primera cita no”.

El doctor Ken Hosanna le informó a su paciente: “Me propongo darlo de alta mañana. Creo que ya está usted lo suficientemente bien como para ver su cuenta”.

Los escoceses, ya se sabe, tienen fama de ahorrativos. Un escocés compró dos billetes de la lotería, y uno de ellos ganó el premio mayor: Un millón de libras esterlinas. “¡Dios mío! -gimió desolado el escocés-. ¿Qué caso tenía haber comprado el otro boleto?”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, le confió a una amiga que don Sinople, su marido, se había sometido a un tratamiento para recobrar los perdidos ímpetus de la juventud. Le dijo a la amiga: “Un médico le aplicó una serie de inyecciones de glándulas de mono”. Preguntó la amiga, curiosa: “¿Y dio resultado el tratamiento?”. “Todavía no lo sé -contestó doña Panoplia-. Lo sabré cuando se baje del candil”...

El patrullero se acercó al automóvil que estaba en el paraje más apartado y oscuro del parque, y vio que en el asiento de atrás estaban un muchacho y una chica. Proyectó la luz de su lámpara de mano al interior y preguntó al azorado joven: “¿Acaso se propone usted hacerle el amor a esa muchacha?”. “N-no, o-o-ficial” -farfulló el mozalbete. “Muy bien -habló el policía-. Entonces baje y deténgame la lámpara”.

Un amigo de Babalucas le contó: “Estuve en la frontera. Hacía un calor tremendo: 40 grados a la sombra”. Le dijo el badulaque: “¿Y pa’ qué te ponías en la sombra?”.

Un sujeto se la pasaba viendo en la tele los partidos de futbol. No hacía otra cosa, excepción hecha de la actividad complementaria: Beber una cerveza tras otra y atiborrarse de comida chatarra. Con tal motivo tenía varias semanas de no cumplir con eso que el Código Civil llama “débito conyugal”. Una noche, cuando más entretenido estaba viendo el partido inicial de la Copa de Timbuctú, tercera división, se le presentó su mujer cubierta sólo por una vieja bata. Se plantó la señora frente al omiso señor, se abrió la bata a todo lo que daba y le dijo con acento terminante: “O me pones a jugar o me declaro agente libre”.

Le preguntó el mesero a don Hamponio disponiéndose a llenarle la copa: “¿Vino de la casa, señor?”. Amenazante respondió él: “¡Y a ti qué te importa de dónde vine, desgraciado!”.

Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, era entrevistada por una reportera. “Dime, Nalgarina -le preguntó-. La primera vez que hiciste el amor ¿fue por amor o por dinero?”. Se quedó pensando Nalgarina y luego respondió: “El muchacho con el que lo hice me dio 5 pesos. No era mucho dinero. Entonces fue por amor”.

Un señor y su esposa paseaban por el campo. Hacía un calor de infierno, de modo que al pasar por un riachuelo decidieron darse un chapuzón. Se despojaron de sus respectivas ropas y se pusieron a retozar alegremente en las cristalinas aguas. Ya refrescada, la señora decidió salir. Cuando iba por su ropa vio a un individuo que llegaba. Sólo alcanzó a taparse la parte principal poniendo sobre ella los zapatos de su esposo, que quedaron con las suelas hacia afuera. Vio aquello el recién llegado y comentó con asombro: “Muy apasionado el señor, ¿no?”.

La dueña de la casa tenía en la sala una reproducción del David de Miguel Ángel. Cierto día notó con sorpresa algo extraño en la estatua: la parte varonil del apuesto mancebo ya no apuntaba hacia abajo, como antes, sino hacia arriba. Llamó a la joven criadita y le preguntó qué había sucedido. Explicó ella: “Alguien le rompió esa parte. La encontré en el suelo y se la peguél”. “¡Pero se la pegaste al revés!” -exclama la señora. “Perdone, señito -se disculpó la muchacha-. Así es como he visto siempre yo esas cosas”.

Hay ahora tantos divorcios que antes de casarse una chica se debe preguntar: ¿Es éste el hombre con el que quiero que mis hijos pasen los fines de semana?.

Una hermosa mujer de 30 años casó con un caballero de madura edad. La noche de las bodas ella apareció luciendo un vaporoso negligé blanco. Le dijo él: “Te ves tan hermosa que no me atrevo a tocarte”. Y se fue a dormir. La siguiente noche ella se presentó con un sugestivo negligé rojo. Le dijo él: “Te ves tan bella que no soñaría en tocarte”. Y otra vez se fue a dormir. La noche siguiente ella salió vestida de negro. Le preguntó él, asombrado: “¿Por qué te pusiste ese vestido negro?”. Respondió ella: “Estoy de luto. Algo está muerto por aquí”.

Doña Saturna, nueva rica, hacía honor a su nombre: Tenía muchos anillos. Presumía de culta porque había hecho un curso de lectura rápida por correspondencia. Con ese método leyó “La guerra y la paz”, de Tolstoi. Cuando el maestro le pidió que resumiera la obra dijo: “Trata de rusos”. Con ese bagaje cultural se sintió superior a cualquiera, sobre todo a su marido, al que continuamente tachaba de ignorante. Cierto día la fatua mujer sorprendió a su esposo en comercio carnal con Famulina, la joven criadita de la casa. “¡Aristarco! -le reclamó con furia de anfisbena-. ¡Qué es esto!”. “Perdóname, mujer -se disculpó, burlón, el follador-. Soy tan ignorante que ni siquiera sé lo que hago”.

Babalucas fue a solicitar un empleo. Le preguntó el jefe de personal: “¿Habla usted inglés?”. Contestó el badulaque: “Oui”. “Eso no es inglés -lo corrigió el otro-. Es francés”. “Entonces -dijo Babalucas- ponga en la solicitud que también hablo francés”.

Era ya de madrugada cuando Empédocles Etílez se despidió de la señora de la casa. “Me voy, hermosa -le dijo-. Soy el último en retirarme, pero es que la fiesta estuvo fantástica”. “No te vas a ir -respondió ella-. En primer lugar tienes que ayudarme a lavar los platos. Y en segundo lugar, idiota, ¡aquí vives y yo soy tu esposa!”...

La exuberante morena de amplísimas preponderancias posteriores llegó a la agencia de viajes. Llevaba un precioso juego de maletas. Le dijo al encargado: “Quiero emprender un viaje ahora mismo. ¿A dónde puedo ir?”. “Señorita -respondió el hombre-. Con esas petacas puede usted ir a donde quiera”.

Muy pronto aquel viajero se dio cuenta de que el hotel al que había llegado no era precisamente de cinco estrellas. Cuando pidió una toalla el encargado le dijo: “Tendrá usted que esperar. Otro huésped la está usando”...

Doña Pasita fue a una exposición de pintura. Se inquietó al ver un enorme cuadro en el cual, sobre un fondo negro, aparecían manchas amarillas, brochazos ocres, rasgos anaranjados, espirales rojas, formas difusas en color café. Le dijo al pintor: “Francamente no entiendo su cuadro. No sé qué sea todo eso”. Altanero respondió el artista: “Señora: Yo pinto lo que llevo en mi interior”. Arriesgó doña Pasita: “¿No ha probado a purgarse”.

Decía un actor de la televisión: “Cada vez que conozco a una mujer hermosa o está casada ella o estoy casado yo”.

La mucama de lady Loosebloomers y la de lady Highrump salieron juntas en su día de descanso. La primera llevaba un lindo vestido. Le preguntó la otra: “¿Cómo te hiciste de él?”. Respondió la mucama bajando la voz: “Conocí a un caballero que tenía 100 libras”. Una semana después volvieron a salir. Ahora era la mucama de lady Highrump la que lucía un bello vestido.  Preguntó la otra: “¿Cómo te hiciste de él?”. En voz baja respondió la mucama: “Conocí a diez caballeros que tenían 10 libras cada uno”...

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, conoció a una linda chica en el bar y de inmediato le propuso: “Vamos a mi departamento a pasar la noche, y mañana mismo me casaré contigo”. Opuso la muchacha: “No te creo”. Preguntó Afrodisio: “¿Cuánto hace que me conoces?”. Respondió ella. “Cinco minutos”. Manifestó muy serio Pitongo: “Y en todo ese tiempo ¿te he dicho alguna mentira?”.