sábado, 28 de marzo de 2015

Onceava colección de chistes de Catón

Tras la décima colección de chistes de mi incomparable tocayo Catón publicada aquí en esta bitácora el 2 de diciembre de 2014, a petición de mis lectores he dado seguimiento a esa entrada con una nueva colección de chistes, los cuales estarán agrupados en rondines de veinte en veinte con la finalidad de que el lector pueda interrumpir su lectura y pueda regresar en otro día al punto en el cual dejó pendiente su lectura de chistes.


Rondín # 1


Tetina Pomponona, frondosa mujer en flor de juventud, iba a contraer matrimonio con don Languidio Pitocáido, señor de muchos años. La mamá de Tetina se inquietó. “Hija mía -le dijo a la muchacha- ¿podrás ser feliz con un hombre de edad tan avanzada?”. “Claro que lo seré, mamá -respondió la chica-. Languidio tiene millones en el banco; jet privado; seis automóviles de lujo; yate; una villa en la Toscana, un chalet en París, un departamento en Nueva York y una casa en Saltillo”. “Hija -opuso la señora-: los bienes materiales no son todo en la vida”. “Ya lo sé, mami -reconoció Tetina-. Pero además tiene chofer, jardinero, mayordomo, valet y cocinero. Y ninguno de ellos pasa de 30 años”.

El doctor Ken Hosanna estaba en su consultorio cuando llegó un paciente. Lo vio el facultativo, y a pesar de haber cumplido ya tres décadas en el ejercicio de la medicina no pudo contener una expresión de horror: el individuo llevaba un hacha clavada en la frente, hagan ustedes de cuenta San Pedro de Verona, que cuando cayó herido de muerte por un hereje escribió en el suelo con su propia sangre la palabra “Credo”. Ante el asombro del médico le dijo el individuo: “Examíneme los testículos, doctor. Me duelen mucho”. El galeno apenas pudo balbucir: “Pero. ¿y el hacha?”. “Precisamente  -respondió el sujeto-. Cada vez que estornudo me golpeo los éstos con el mango”.

Un ávido golfista viajó a Escocia, pues le dijeron que ese país era la cuna del juego, y que ahí había unos magníficos campos de golf. Estuvo allá tres meses, y luego regresó a su casa al lado de su esposa. Se entenderá que después de tan prolongada ausencia la primera noche fue de pasión arrebatada. A eso de las siete de la mañana dormían los dos el profundo sueño del bien cumplido amor cuando sonaron fuertes golpes en la puerta. Ambos se enderezaron en el lecho llenos de alarma. Exclamó asustado el esposo, todavía a medio dormir: “¡Tu marido!”. “No puede ser -dijo ella igualmente adormilada-. Está en Escocia jugando al golf”.

Un señor invitó a su compadre a tomar una copa en el bar “Las iras de Goethe”. Ahí le manifestó: “Compadre: creo que mi mujer me está engañando con el vecino”. El otro se demudó: “¡Caramba! ¡Eso significa que también me está engañando a mí!”.

En el tren Babalucas dijo que le había caído un carboncillo en el ojo. Le aclaró alguien: “El tren es eléctrico”. Replicó Babalucas: “Entonces fue un voltio”.

Aquella chica se quejó de su instructor de manejo: “Creí que lo que yo agarraba era el freno de mano, y nunca me sacó de mi error”.

Si un marido le lleva flores a su esposa sin ningún motivo, es que hay algún motivo.

Doña Adolfina era mujer romántica. Una hija suya se iba a casar. El novio era el doctor Balestruccio Pechvogel, célebre ornitólogo, de modo que para la noche de bodas la orgullosa mamá le hizo a la muchacha un camisón de popelina en cuya tela bordó un sinfín de aves exóticas: quincinetas, gerifaltes, sisas, fúlicas, chajás, teruterus, francolines, chovas, tucos, onocrótalos, paujís, esparaveles, bienteveos, alcaudones, estucurúes y neblíes. Seis meses le tomó a doña Adolfina bordar ese precioso aviario, pero el camisón le quedó soñado, según dijo ella misma al culminar su ímproba labor. Se llevó a cabo el desposorio. Cuando los novios regresaron de la luna de miel la señora le preguntó con ansiedad a su hija: “¿Le gustó a Balestruccio el camisón?”. “Ni lo vio, mami -respondió ella-. Se fue derechito al nido”.

Dulciflor, hija de familia, muchacha honesta y casta, tuvo la desdicha de prendarse de un tal Pimpo, sujeto de arrabal que solía aprovecharse de sus enamoradas. Le dijo el barbaján: “Si en verdad me quieres deberás ir a todos los departamentos del edificio en que vivo, empezando por el primer piso. Ofrecerás tu cuerpo a sus ocupantes a cambio de un pago de mil pesos, que me entregarás. Sólo si haces eso creeré en tu amor”. Respondió, vehemente, la enamorada joven: “¡Por ti daría la vida, cuantimás las éstas!”. (De dudoso gusto es esa expresión, sobre todo en labios de doncella). Efectivamente, Dulciflor recorrió todos los departamentos de la primera planta ofreciéndose a la lascivia de los inquilinos. El tal Pimpo, que conservaba un resto de humanidad, se conmovió al ver el sacrificio de la joven. Le dijo: “Con eso es suficiente. Ahora sé que me amas”. “¡Ah no! -protestó ella-. ¡Todavía me faltan los otros cuatro pisos!”. (Eran cinco).

Una amiga de doña Chalina le preguntó: “¿Supiste el chisme acerca de la vecina?”. “Claro que sí -respondió ella-. Yo lo inventé”.

Sigue ahora la anunciada narración “Sentimiento de una madre”. Las personas con espíritu moral deben suspender aquí mismo la lectura. Pepito desesperaba a su mamá. Sus travesuras y malas acciones habían llegado a ser intolerables. Un día la señora estalló. Hecha una furia le gritó al tremendo crío: “¡No sé qué hacer contigo! ¡Ya me tienes harta!”. Contestó, burlón, el chiquillo: “¿No dices que algunas veces me quieres comer a besos?”. Respondió con encono la señora: “Debí comerte, sí, pero en vez de concebirte”.

Adivinanza: ¿Qué es una cosa que entra seca y sale mojada, que mientras más la dejas dentro más fuerte se pone, y que tanto el hombre como la mujer disfrutan en la cama? Respuesta: la bolsita del té.

Babalucas se casó. Al llegar al hotel donde tendría lugar la noche de bodas su flamante mujercita le pidió en voz baja: “No vayas a decir que somos recién casados”. A la mañana siguiente, cuando bajaron a desayunar, el personal del hotel los recibió con una sonrisa picaresca. La muchacha se apenó. Le reclamó a Babalucas entre dientes: “Te pedí que no dijeras que somos recién casados”. “Y lo hice -se defendió el badulaque-. Les dije que somos nada más buenos amigos”.

Se iba escoger entre los diputados al que presidiría la Comisión de Estadística. A fin de seleccionarlo se les aplicó a los aspirantes una prueba matemática difícil: a todos se les preguntó cuántas son 9 por 9. Al terminar el examen los sinodales le informaron al diputado Estagnación Patané que él era el elegido. “¿Cómo es posible? -se asombró éste-. Cuando salí averigüé que 9 por 9 son 81, y yo puse que son 73”. “Efectivamente -admitió uno de los jurados-. Pero usted fue el que más se acercó”.

Dos mexicanos bebían su cerveza en la cantina de un pueblo de Texas. Estaban ahí cuatro  rudos sujetos de la localidad. Uno de los paisanos le dijo al otro: “Voy a hacer una encuesta. Les preguntaré qué piensan de nosotros los mexicanos”. Fue hacia ellos, en efecto, y les hizo la pregunta. Ninguno de los texanos hablaba español, de modo que los cuatro le hicieron la obscena seña consistente en mostrarle el dedo medio. Regresó el paisano a la barra, y su amigo le preguntó: “¿Qué te dijeron?”. Respondió el otro muy contento: “Todos opinan que somos el número uno”.

Usurino Matatías, hombre avaro y cicatero, tenía una granja. Cierto día llevó a su esposa con el médico de una clínica gratuita, pues la señora sufría de agotamiento. Después de un breve examen el galeno le preguntó a la señora: “¿Cuántas veces a la semana hace usted el amor?”. Respondió ella: “Dos veces con mi esposo; dos con el peón de la granja; dos con el ordeñador de las vacas; dos con el encargado de los gallineros; dos con el que cuida los cerdos; dos con el almacenista y dos con el veterinario”. El galeno hizo la cuenta y exclamó luego con asombro: “¡Catorce veces a la semana! Eso explica su cansancio, señora. En adelante haga el amor solamente con su esposo”. “¡Ah no! -protestó con vehemencia Matatías-. ¡Si no lo hace con los trabajadores después ellos van a querer que les paguemos!”.

Rosibel llenó su solicitud de empleo. En el renglón donde decía “Sexo” puso: “Sí”.

Dijo un señor: “Yo podría tener una vida sexual normal. Desgraciadamente soy casado”.

Declaró el padre Arsilio: “Hay 14 pecados de la carne”. La señorita Himenia levantó la mano: “¿Podría darnos la lista por favor?”.

Don Languidio Pitocaído, senescente caballero, tenía un problema muy propio de su edad: batallaba para arridar el atributo de la generación. No me refiero a la de su colegio, la Generación XIV “Ingeniero Frumentino Patané”, sino al atributo varonil. Le era imposible al maduro señor izar el lábaro de su masculinidad. Don Languidio fue a una casa de asignación y pidió los servicios de Jobina, mujer que le tenía mucha paciencia y no lo apresuraba. Inútiles fueron los esfuerzos del señor Pitocáido para ponerse a la altura de las circunstancias. No lo consiguió. La bondadosa Jobina puso en ejercicio toda la experiencia adquirida en 40 años de ejercer el meretricio, loable trayectoria por la cual había recibido la Medalla “Polly Adler”, con diploma y banda de honor, máxima presea que se otorga en el lenocinio, equivalente al Oscar cinematográfico. Las artes y destrezas de la sapiente daifa no lograron hacer que don Languidio cumpliera su parte del acuerdo que los había llevado ahí. Al ver la infructuosidad de sus empeños Jobina le dijo a don Languidio: “La próxima vez lo haremos en el suelo”. “¿En el suelo? -se extrañó él-. ¿Por qué en el suelo?”. Explicó la mujer: “Porque así podré decir sin echar mentira que estando con usted sentí algo duro”.


Rondín # 2


Jock McCock, rudo vaquero, casó con Lily Mae, ingenua chica. Cuando el novio se despojó de su atuendo de cowboy y se le presentó al natural, su flamante mujercita le preguntó, inocente: "¿Qué es esa cosa?". Él, temeroso de ofenderla, respondió con un eufemismo: "Es mi cuerda de vaquero". Volvió Lily Mae a preguntar: "Y ésos ¿qué son?". Le dijo Jock: "Son los nudos de la cuerda". Empezó el hache ayuntamiento. A pesar de su falta de experiencia bien pronto la muchacha dio señales de estar disfrutando grandemente la coición, tanto que de pronto echó mano con urentes ansias a los testes, dídimos o compañones de su esposo. Eso le gustó al vaquero, pero también lo intrigó. Le preguntó a Lily Mae: "¿Qué haces?". Respondió ella ansiosamente: "Estoy tratando de desatar los nudos". Inquirió, divertido, el cowboy: "¿Para qué?". Contestó la muchacha acezando con agitación: "La cuerda está muy corta. Necesito más".

En cierta ocasión un reportero le preguntó a Churchill: "¿Qué opina usted. Sir Winston, acerca de la teoría según la cual la mujer dominará en el siglo XXI?". Respondió él con simulado asombro: "¿También en ese siglo?".

Pepito le informó a su papá: "Saqué cero en la tarea de aritmética". Preguntó el señor: "¿Por qué?". Respondió el niño: "Te pedí que me ayudaras a contestar la pregunta: '¿Cuánto es en millones un billón de pesos?'. La respuesta no es: "Un chingo".

Una chica del talón le preguntó a otra: "¿Qué le pediste a Santa?". Respondió: "Mil pesos, como a todos".

Don Frustracio, el desdichado esposo de doña Frigidia, le contó a su compadre Pitorrón las penas que sufría a causa de la indiferencia sexual de su mujer. Casi nunca, le dijo, accedía a sus demandas amorosas. La última vez que lo admitió en su cama fue en ocasión del estreno de la película que trata del hundimiento del Titanic. No la de Leonardo DiCaprio: la de Clifton Webb. “Haz lo que yo -le sugirió el compadre-. Cuando tengo ganas de sexo entro en la recámara con paso firme, doy dos fuertes palmadas y le digo a mi esposa: ‘¡Ahí te voy!’. Al ver mi determinación ella no se resiste a mi erótico deseo, sea cual fuere la hora en que lo manifiesto”. Don Frustracio agradeció el consejo, y se dispuso a ponerlo en práctica. Llamó por teléfono a  doña Frigidia y le dijo que llegaría tarde, pues tenía mucho trabajo en la oficina. Entretuvo las horas en el bar que solía frecuentar, y practicó las dos fuertes palmadas que iba a dar al entrar en la recámara. Eso llamó mucho la atención tanto del cantinero como de los parroquianos, pues conocían bien a don Frustracio y sabían que era hombre de natural pacífico. Cuando sonaron las 11 de la noche pagó su cuenta y se encaminó a su casa. Al entrar con paso firme en la alcoba su esposa ya roncaba. Dio don Frustracio las dos fuertes palmadas y luego anunció, enérgico: “¡Ahí te voy!”. Doña Frigidia, adormilada, respondió: “Venga de ahí, compadre. Pero apúrese, porque seguramente no tardará en llegar aquél”.

Chang y Eng eran hermanos siameses. Chang le dijo a su psiquiatra: “Algo me pasa, doctor. Me siento muy poco apegado a mi hermano”.

Lord Feebledick regresó de la cacería de la zorra. No sólo venía cansado, venía también mohíno, pues su perro Snot, en vez de perseguir a la presa, como los demás, se dedicó a oliscar con sospechosa intención el trasero de los otros canes, lo cual provocó la risa de los asistentes a la jornada venatoria. A su regreso milord  llevaba la ilusión de superar aquel bochorno con la tibieza de un buen baño de burbujas. No pudo cumplir ese deseo: se encontró con que la tina estaba ocupada por su mujer, lady Loosebloomers, y por Wellh Ung, el toroso muchacho pelirrojo encargado de la cría de los faisanes. “¿Qué significa esto?” -preguntó lord Feebledick en la mejor tradición de los chistes de adulterio. Con otra pregunta respondió lady Loosebloomers: “¿Te vas a enojar porque estamos tratando de ahorrar agua? Bañándonos juntos economizamos más del 50 por ciento del líquido vital”. Opuso lord Feebledick: “Lo que haces está mal. Te he dicho muchas veces que la servidumbre de campo no debe ser admitida en las habitaciones de la casa. Estás echando a perder al personal”. Lady Loosebloomers profesaba un vago socialismo, fruto de sus lecturas de mister Bernard Shaw. Así, contestó en tono doctoral: “Nunca está por demás practicar un poco de igualitarismo. Los tiempos lo reclaman, y la clase trabajadora está dando muestras de inquietud”. Intervino en ese punto Wellh Ung: “Es cierto lo que dice milady, señor. Precisamente iba yo a buscarlo la próxima semana a fin de pedirle un aumento de sueldo. Me perdonará usted si aprovecho esta ocasión para solicitárselo”. Respondió lord Feebledick: “Tendré que considerar atentamente su demanda, jovencito. Como sabe las cosas en el Imperio no andan bien. Hay rumores de rebelión en la India, y ya conoce usted la agitación que hoy por hoy priva en Irlanda. Me temo que por el momento me es imposible obsequiar su petición”. “Pero, mi lord -adujo el muchacho-. Creo que le he servido bien”. “Y a mí también” -declaró lady Loosebloomers. “Ya ofrecí que consideraré el asunto -repuso el caballero-. No me gustan las decisiones apresuradas”. “Y otra cosa, milord -añadió el de los faisanes-. ¿No podría usted instalar aquí un jacuzzi, en vez de tener nada más tina de baño? Están de moda, y son tranquilizantes”. Se atufó el caballero. Replicó: “¿Y no quiere también un espejo en el techo de la alcoba?”. Milady se alegró: “¡Qué buena idea, Feebledick! ¡Cómo no se me había ocurrido antes!”. El marido ya no dijo más. Salió muy digno de la habitación -no hay que perder jamás la compostura; conservarla es signo de superioridad-, y le pidió al chofer que lo llevara al club para bañarse ahí. Iba pensando que al hacerlo dejaría correr el agua. Así se vengaría de quienes en su casa la estaban economizando.

Pepito le preguntó a su mamá: "¿Cómo nací?". Respondió ella: "Tu papi me puso una semillita, y así viniste al mundo". Volvió a preguntar el pequeñín: "Y ¿cómo nacen los perritos, los gatitos, los caballitos, los ositos, los leoncitos y los elefantitos?". Dijo la señora: "También ellos nacen en la misma forma". Comentó Pepito: "Vaya, vaya. Por lo que veo mi papá no hace distinciones".

Tres sujetos entraron en el bar llamado "Los desfiguros de Goethe". Los tres iban completamente ebrios, tanto que el más borracho de ellos cayó al suelo aun antes de ocupar la mesa. Otro de los beodos le ordenó al cantinero: "Dame un tequila doble, y otro para mi amigo". Preguntó el de la cantina: "Y al que está tirado ¿qué le sirvo?". "Nada -contestó el temulento-. Él es el conductor designado".

Sor Bette, superiora del convento de la Reverberación, le pidió al capellán de la orden: "Necesito dinero para comprarles a las novicias hábitos nuevos. Los que traen ahora ya están viejos y gastados". "No se preocupe, madre -respondió el joven cura-. Yo les quitaré esos malos hábitos".

He aquí las características del marido ideal: no se va con sus amigos por la noche a jugar dominó o póquer; no se la pasa aplastado en un sillón  frente al televisor los fines de semana viendo partidos de futbol; no ronca; no fuma; no bebe; no anda con mujeres; no existe.

La hembrita del caracol se quejó: "Mi esposo no respeta mi personalidad. Cuando estamos haciendo el amor siempre me dice: '¡Aprisa! ¡Aprisa!'".

Susiflor le contó a su abuelita: "Mi novio es muy dulce". Le advirtió ella: "Cuida que no te vaya a engordar".

Viene en seguida un cuento que de seguro la señora Vanderbilt habría considerado de mal gusto. Quienes todavía practican la urbanidad y las buenas maneras deberían abstenerse de leerlo. Una mujer bastante entrada en años quería verse joven, y fue a la consulta de un cirujano plástico que había inventado un procedimiento para quitar las arrugas de la cara: a sus pacientes les ponía en la nuca una especie de tornillo que ellas hacían girar a voluntad, con lo cual la piel se estiraba hasta que las arrugas desaparecían. La señora le pidió al doctor que le implantara el artilugio. Los resultados fueron maravillosos: cada vez que ella se veía al espejo y notaba la aparición de una nueva arruga le daba una vuelta al tornillo, y adiós arruga. Pasó un par de años, y cierto día el galeno y la mujer se toparon en la calle. Preguntó él: "¿Cómo le ha ido con el aparato?". Respondió la señora: "Muy bien, doctor. Todo este tiempo he conservado  en el rostro la tersura de la piel. Últimamente, sin embargo, me han salido debajo de los ojos estos abultamientos que no he podido quitar con el tornillo ¿Qué son, doctor?". El doctor echó un vistazo a la afectada parte y luego declaró: "Señora: le ha dado usted tantas vueltas al tornillo que esos abultamientos son sus bubis". "¡Caramba! -exclamó ella, desolada-. Entonces ni caso tiene preguntar por la barbita".

El farmacéutico se preocupó bastante cuando una clienta le pidió 100 gramos de arsénico. Le preguntó: “¿Para qué quiere ese veneno?”. Contestó ella: “Para matar a mi marido”. Al oír la respuesta el boticario se inquietó aún más. Le dijo: “No puedo venderle tal producto, y menos sabiendo para qué lo compra. ¿Por qué quiere usted asesinar a su esposo?”. Sin decir palabra la señora sacó del bolso una fotografía y se la mostró al de la farmacia. En la foto aparecía el marido de la señora haciéndole el amor a la mujer del farmacéutico. “Ah, perdone -dijo entonces éste al tiempo que le entregaba el arsénico a la compradora-. Ignoraba que traía usted la receta”.

Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierta vecina suya  le contó: “Ayer llevé a mi hijo al zoológico”. “¿De veras? -preguntó Capronio-. ¿Y te lo aceptaron?”.

Dijo un norteamericano: “El estado donde vivo es el más pobre del país. Nuestra silla eléctrica es de cuerda”.

Un matrimonio oriental llegó a vivir en la Ciudad de México. El primer día la señora fue a la tienda de la esquina a comprar leche. No hablaba una sola palabra de español, de modo que frente al dependiente se oprimió las bubis una y otra vez, como se hace cuando se ordeña a una vaca. El muchacho entendió la seña y le entregó la leche. Al día siguiente la señora quería muslos de pollo. Fue a la tienda, y levantándose la falda le mostró los muslos al tendero imitando al mismo tiempo la voz del pollo. El de la tienda le dio lo que pedía. Al día siguiente la señora fue a comprar salchichas. Por más señas que le hizo al dependiente éste no entendió lo que la mujer quería. Entonces ella fue por su marido y regresó con él a la tienda. ¿Qué hizo el hombre? Le pidió al encargado las salchichas, pues él sí hablaba español. O ¿qué pensaste tú?.

En la suite nupcial exclamó la emocionada noviecita: “¡No puedo creer que ya estemos casados!”. Replicó el galán: “Espera a que desatore el maldito zipper del pantalón y te convenceré”.

Una amiga de Babalucas le confió: “Voy a escribir mi autobiografía”. “¡Bah! -se burló el pasmarote-. ¡Ni que supieras tanto de coches!”.


Rondín # 3


Rosibel le contó a Susiflor: “Don Algón es un atrevido. Me dijo que me regalaría un collar de perlas si pasaba con él un fin de semana en la playa”. Pidió Susiflor: “Enséñame el collar”.

Un tipo les contó a sus amigos: “Mi matrimonio se estaba yendo a pique. Fui con mi esposa a ver a un consejero familiar, y nos recomendó tener sexo la noche  de los miércoles y sábados. Ahora mi mujer y yo ya no nos vemos nunca la noche de los miércoles y sábados”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, contrató  a una niñera. Le preguntó: “¿Sabe usted judo, kung fu, tae kwon do, jiu jitsu o cualquier otra forma de defensa personal?”. Inquirió, preocupada, la muchacha: “¿Tan incontrolable es su hijo?”. Respondió doña Panoplia: “No. El incontrolable es mi marido”.

El doctor Duerf, célebre analista, llegó a su casa y sorprendió a su esposa en ocasión adulterina con un desconocido. Exclamó indignado: “¿Qué significa esto?”. “Explícanoslo tú -contestó ella-. Tú eres el psiquiatra”.

Un médico le indicó a don Languidio Pitocáido que tomara Viagra. Tan buen resultado le dio el medicamento que empezó a tomar dos o tres pastillas cada día. Una mañana estornudó en el vestidor del club, y todos los hombres presentes se vieron afectados.

Este es el pícaro cuento del conejito y el topo. Sus respectivas cuevas estaban cerca una de la otra. Cierto día el topo le propuso al conejo: “Juguemos unas carreras de mi casa a la tuya. Te daré una ventaja: tú correrás por arriba de la tierra; yo iré cavando por abajo. El que llegue primero tendrá derecho a aprovecharse carnalmente del perdedor”. El conejito aceptó la apuesta, y el topo dio la voz de arranque. El conejo echó a correr hacia el otro hoyo. Cuando llegó ya lo estaba esperando ahí el topo. En los términos de la apuesta  -Vae victis!- el conejito se sometió al erótico deseo del vencedor. Acabado el trance el topo le preguntó: “¿Quieres la revancha?”. El conejo aceptó el reto. De nueva cuenta cuando llegó al otro hoyo ya lo esperaba el topo, que otra vez lo hizo objeto de su instinto. Lo mismo sucedió en tres o cuatro ocasiones más: cuando el conejo llegaba al hoyo ya estaba ahí el topo, que lo victimizaba repetidamente. Una zorra que veía aquello le dijo al conejito: “¡Sí serás indejo! ¿No te has dado cuenta de que son dos topos, cada uno en un agujero? Cuando llegas ya te está esperando uno de ellos, y te hace objeto de sus lujuriosos rijos. Ya deja esto”. “¡Ah no! -respondió el conejito con atiplada voz y haciendo un delicado ademán-. ¡Deudas de juego son deudas de honor!”.

Un financiero sorprendió a su esposa en concúbito irregular con un sujeto. Le preguntó, dolido: “¿Por qué haces esto?”. Explicó ella: “La demanda ha crecido últimamente, y tus posibilidades de inversión se han reducido casi totalmente. Decidí entonces entrar en el mercado libre”.

Una amiga de Babalucas comentó en el restorán: “Los ostiones me saben a mar”. “Sí -dijo el pasmarote-. Son bastante cariñosos”.

El papá de Pepito le preguntó: “¿Ya sabes acerca de las abejitas y los pajaritos?”. Declaró el chiquillo: “No sé nada acerca de ellos, y no quiero saberlo”. Sorprendido inquirió el genitor: “¿Por qué?”. Respondió el chiquillo: “A los cuatro años supe que el ratón de los dientes es mentira. A los cinco me enteré de que la coneja de la Pascua es invención. A los seis descubrí que no hay Santa Clos. Si ahora me dices que el sexo no existe perderé la única razón que tengo para seguir viviendo”.

Alguno de mis cuatro lectores recordará seguramente aquellos chistes que estuvieron muy de moda hace algunos años, llamados “telones”, casi siempre ingenuos, y aun bobalicones. Quien contaba una de esas gracejadas hacía el breve relato de lo que sucedía en cada acto de una supuesta obra de teatro dividida en tres, y luego preguntaba a los oyentes: “¿Cómo se llama la obra?”. Recuerdo ésta: “Primer acto: aparece un hombre pelirrojo que es padre de cinco hijos. Segundo acto: sale otra vez el pelirrojo, que ahora es padre de diez hijos. Tercer acto, vemos al mismo pelirrojo, que tiene ahora 15 hijos. ¿Cómo se llama la obra? ‘El Gran Cañón del Colorado’”.

Pepito estaba pescando en un riachuelo. Pasó por ahí doña Pasita, bondadosa dama, y le preguntó con dulce voz: “Dime, buen niño: ¿estás pescando?”. “No, señora -replicó el tremendo muchachillo-. Estoy ahogando lombrices”.

Babalucas marcó en el teléfono un número equivocado, y le contestó una voz de mujer. “Susiflor -propuso él-. ¿Vienes a mi departamento a hacer el amor?”. “No soy Susiflor -respondió con sequedad la voz. Y dijo con enojo Babalucas: “No es eso lo que te estoy preguntando”.

Nada dejaba contento nunca a Sinis Trorso, hombre que a todo le veía el lado malo. Era golfista, y en cierta ocasión hizo un hoyo en uno, la máxima hazaña de ese deporte. “¡Joder! -exclamó con disgusto-. ¡Justamente ahora que necesitaba practicar mi putt!”. (Para los que tienen la fortuna de no conocer las torturas del golf -yo no las conozco- el putt es el tiro corto que se hace para meter la pelota en el hoyo después de que cayó cerca de él).

El hijo de don Hamponio, el narco de la esquina, estaba jugando con una sierra eléctrica. “Deja en paz ese aparato -le ordenó su mamá-. Vas a lastimar a tu hermano”. Contestó Hamponito: “Ahora es mi medio hermano”.

Dos amigos pasaron la noche en un hotel, cada uno en su respectiva habitación. Al día siguiente uno le comentó al otro: “Anoche batallé para conciliar el sueño”. Preguntó el amigo: “¿Estaba dura la cama?”. Respondió el primero: “No. Pero otra cosa sí”.

Dijo un tipo: "A mi esposa le encanta el sexo en grupo. Eso no me parece mal: soy tolerante, tengo sentido de aventura y en cuestión de sexo me atrae también la variedad. Pero me gustaría que ella me admitiera en su grupo".

Un amigo de Babalucas le comentó: "Me preocupan los agujeros en la capa de ozono". "¿Y qué te andas preocupando? -le reprochó el pavitonto-. Que se compre una nueva, o que remiende  la que trae".

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, sintió rijos urentes de másculo y fue a una casa de asignación, manfla, burdel o lupanar. Se topó con la ingrata sorpresa de que no estaba funcionando. (La casa, no él). En la puerta del establecimiento leyó un letrero que decía: "Cerrado hasta nuevo aviso. Sírvase usted mismo".

Don Augurio Malsinado, pobre señor a quien persigue siempre un hado adverso, supo que ése no iba a ser su día cuando al salir de la casa con su esposa vio a un cuervo que pasó volando de derecha a izquierda. Recordó que en el Poema del Cid esa señal es considerada adversa, y se resignó de antemano al mal suceso que de seguro le esperaba. Su temor tardó poco en cumplirse. Un joven los abordó y le dijo a su mujer: "Estamos haciendo una encuesta sobre relaciones extraconyugales. Dígame, señora: ¿estaría usted dispuesta a cometer adulterio?". "¡De ninguna manera!" -exclamó ella con firmeza. Don Augurio sintió gran alegría al oír esa expresión que confirmaba la idea que tenía acerca de la virtud y fidelidad de su consorte. Cuál no sería su sorpresa -frase inédita- cuando su esposa añadió en seguida: "Con unas cuantas veces es suficiente".

Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, le presumió a una compañera: "¿Supiste que aseguré mis pompis en un millón de pesos?". "¿Ah sí? -dijo la otra-. ¿Y qué hiciste con el dinero?".


Rondín # 4


El doctor Ken Hosanna examinó brevemente a aquella chica y luego manifestó, dudoso: "Los síntomas que muestra usted son muy confusos. O está embarazada o trae catarro". La muchacha se preocupó. "Seguramente estoy embarazada -declaró. Ninguno de los hombres con quienes me he acostado últimamente traía catarro, pero todos tenían aquello".

En el bar de solteros un tipo le propuso a la linda chica: "¿Jugamos a los encantados?". Quiso saber ella: "¿Cómo se juega eso?". Replicó el tipo: "Vamos a mi departamento, hacemos el amor, y los dos quedamos encantados".

Himenia Camafría, madura señorita soltera, disfrutaba del mar cerca de la playa, y una ola violenta la arrastró. Gritó desesperada en petición de auxilio. Un apuesto salvavidas nadó  hacia ella vigorosamente, la rescató y la llevó a la orilla. Como estaba privada de sentido procedió de inmediato a darle respiración de boca a boca. Abrió los ojos la señorita Himenia y le dijo: "Todo mundo vio lo que me acaba usted de hacer. Tendrá que casarse conmigo".

Los jóvenes maridos hablaban de las diversas formas en que hacían el amor. Dijo uno: "A mí me gusta la posición del misionero". Declaró otro: "Mi postura preferida es woman on top". Manifestó el tercero: "Deberían ustedes probar la posición rodeo". Preguntaron con interés los otros: "¿Cómo es ésa?". Describió él: "Te colocas en la posición tradicional, la del misionero. En seguida le tocas las bubis a tu esposa y le dices: '¡Mira! ¡Se sienten igualitas que las de la vecina!'. Y luego tratas de mantenerte arriba ocho segundos".

Don Chinguetas, el esposo de doña Macalota, les dijo a sus amigos: "Los dientes de mi mujer son como estrellas". "¿De veras?" -se admiró uno- "Sí -confirmó él-. Salen en la noche".

Tres esposas recién casadas eran vecinas. Las tres solían poner la ropa a secar en la parte de atrás de sus casas. Cada vez que llovía se mojaba la ropa de dos de ellas, no así la de la tercera, por la sencilla razón de que en día de lluvia nunca sacaba su ropa a secar. Le preguntaron: "¿Cómo sabes cuándo colgar tu ropa y cuándo no?". Respondió ella: "Tengo un sencillo método. Por la mañana, al levantarme, observo el atributo varonil de mi marido. Si está caído sobre su muslo izquierdo sé que ese día será soleado, cálido, y entonces pongo la ropa a secar. Si está caído sobre el muslo derecho eso significa que habrá lluvia, y no cuelgo la ropa". Inquirió, curiosa, una: "¿Y si el atributo no está caído?". Contestó la muchacha: "Ese día no lavo".

La linda novicia del convento fue asaltada sexualmente en el cuarto de herramientas por el joven y fogoso jardinero. Al terminar el trance el muchacho, arrepentido y lleno de remordimientos, le suplicó a la monjita: “¡Por favor, hermana, no vaya a contarle a la madre superiora lo que hice! ¡Perderé mi trabajo!”. “Lo siento mucho -respondió ella con voz firme-. Un deber de conciencia me obliga a decirle a la reverenda madre lo que sucedió. Tendré que informarle que me asaltaste dos veces. Claro, si no estás muy cansado”.

Dijo un agente viajero: “No sabía yo hasta qué punto me ama mi esposa. Cuando estoy en la casa lo deja todo para atenderme. A cada momento suena el teléfono y alcanzo a oír una voz de hombre. Mi mujer siempre les dice: ‘Hoy no puedo. Mi marido está en casa’”.

La esposa de don Madano les contó a sus amigas: “Mi marido está permanentemente atado a un aparato que lo mantiene con vida. El refrigerador”.

El Hombre Lobo llegó a su casa. Al entrar golpeó la puerta con violencia y apartó furiosos puntapiés al perro que salió a recibirlo y al gato que dormitaba en un tapete de la sala. Luego arrojó al suelo el saco y la cachucha y se dejó caer, gruñendo, en un sillón. Le preguntó su esposa: “¿Te sirvo la cena?”. “¡No quiero ninguna cena! -rebufó el licántropo-. Como si cocinaras tan bien. ¡Déjame en paz!”. En eso se acercó su pequeño hijo. “Papi -le dijo con voz tímida-. ¿Me ayudas con la tarea?”. “¡Qué tarea ni qué tarea! -bramó el Hombre Lobo-. Hazla tú mismo, como la hacía yo. No me molestes. ¡Lárgate!”. La señora se asomó por la ventana. Había luna llena. “Ya veo -le dijo con un suspiro resignado a su marido-. Estás en tus días”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a un amigo: “Vamos con las muchachas de tacón dorado”. “¡Uh! -declinó el otro la invitación-. ¡Ni siquiera puedo acabarme lo que tengo en mi casa!”. Propuso el tal Pitongo: “Entonces vamos a tu casa”.

Don Cornulio llegó a su domicilio y sorprendió a su esposa entrepernada con un desconocido. “¿Por qué haces esto, Mesalinia? -le reprochó con acento congojoso-. Al pie del ara me juraste fidelidad eterna. Esa virtud es la gala mayor de una mujer, el principal adorno de una esposa. ¿Por qué abjuras así de tu promesa?”. “Tienes razón, Cornulio -respondió la señora con sincera contrición-. En adelante procuraré serte fiel más seguido”.

Un joven gay decidió salir del clóset, según se dice en lenguaje coloquial, y una mañana habló con su mamá. Le dijo: “Madre: sé que me amas, y por eso estoy seguro de que me comprenderás. Quiero que sepas que soy gay”. Escuchó eso la señora y le preguntó a su hijo: “¿Lo que me dices significa que eres uno de esos hombres que se ponen en la boca la cosa de otros hombres?”. El muchacho vaciló al escuchar esa extraña pregunta, tan directa, que ciertamente no esperaba. Respondió, sin embargo, fiel a su determinación: “Pues sí, mamá. Entre otras manifestaciones de intimidad hago eso con el hombre al que amo”. Entonces la señora tomó una cacerola y con ella le propinó a su hijo un tremebundo golpe en la cabeza. “¡Madre! -exclamó el muchacho, al mismo tiempo asombrado y dolorido-. ¿Me golpeas así porque soy gay?”. “Eso no me importa -replicó ella-. Eres mi hijo y te quiero. Si esa es tu naturaleza, si así te hizo Dios, acepto sin reservas tu preferencia sexual, y la respeto. Tendrás siempre mi amor y mi total apoyo. El cacerolazo te lo doy por todas las veces que me has dicho que mi comida te sabía rara”.

Don Algón, salaz ejecutivo, le regaló a su linda secretaria Rosibel un finísimo abrigo de visón. Ella, feliz, procedió al punto a probárselo. En el momento en que lo hacía le indicó el ejecutivo: “Tu pantaletita se está bajando”. La bella chica, azarada, se revisó y dijo: “No se está bajando”. “Entonces -declaró don Algón- el abrigo va de regreso a la tienda”.

Capronio les comentó a sus amigos: “Mi mujer es la doble perfecta de Jennifer Aniston”. “¿De veras?” -exclamó admirado uno. “Sí -confirmó el ruin sujeto-. Jennifer pesa 60 kilos, y mi esposa 120”.

Contó una muchacha del talón: “Pienso que mi último cliente era radiólogo. Me dijo: ‘Acuéstese. No respire. Ya”.

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, hizo una confesión: “Todas estas noches le estado haciendo el amor a mi novia. Afortunadamente ella no se ha dado cuenta”.

Aquella señora le contó a su amiga: “Mi marido tiene el feo vicio del juego. Jugó al póquer el dinero de la renta, y lo perdió. El casero lo amenazó con desahuciarnos a menos que me acostara yo con él, lo cual cubriría un mes del alquiler. Mi esposo aceptó el trato”. “¡Qué barbaridad! -se escandalizó la amiga-. Y tú ¿qué hiciste?”. “Me resistí, claro -respondió la señora-. Le dije a mi marido que eso atentaba contra mi dignidad de esposa, contra mi honor y mi virtud de mujer casta y honesta. Pero él insistió en tal manera que tuve que ceder, y me acosté con el casero”. “¡Desdichada de ti! -se condolió la amiga-. ¡Un destino peor que la muerte!”. “No tanto -declaró la señora-. Mi problema ahora es cómo decirle a mi marido que los próximos seis meses también ya están pagados”.

El nuevo galán de Rosibel le dijo: “Quiero que sepas una cosa: espero sexo en la segunda cita”. Respondió ella: “Eres lento ¿no?”.

Capronio le manifestó a su suegra que había decidido dejarse el bigote. “¿Por qué?” -preguntó la señora. Explicó el ruin sujeto: “Porque la estimo tanto, suegrita, que quiero parecerme a usted”.


Rondín # 5


“¿Su nombre?”.  “Iñaki Zumalirreguirraguirrragaturri”. “¿Con acento o sin acento?”.

Ovonio Grandbolier, el hombre más perezoso del condado, fue a la tienda de artículos eléctricos a devolver unos focos que había comprado. Se quejó: “Ustedes me dijeron que esos focos son ahorradores de energía, pero también tengo que levantarme a apagarlos, igual que con los otros”.

El antropófago se comió a un alambrista de circo. Su médico le había recomendado una dieta balanceada.

Tetina, joven mujer de mucha pechonalidad, le preguntó molesta a su novio: “¿Por qué nunca me miras a los ojos?”. Contestó él: “Porque no los tienes en las bubis”.

Babalucas fue invitado a visitar una ganadería de reses bravas. En el campo bravo un toro lo embistió en tal modo que fue grande milagro que no lo enviara al otro mundo. Lacerado, echando sangre por todos los orificios naturales de su cuerpo, hecho un guiñapo, llegó el badulaque a donde estaba el ganadero. “¡Qué barbaridad! -exclamó el hombre, consternado-. ¿Te cogió el toro?”. Respondió Babalucas con voz feble: “¡Nomás eso le faltó al desgraciado!”. Dijo el mayoral de la ganadería: “Yo le advertí al señor que no se le acercara, pero no me hizo caso”. Declaró Babalucas, gemebundo: “No sé por qué me atacó el animal. Soy enemigo de las corridas de toros, y además vegetariano”.

El encuestador le preguntó a doña Facilisa: “¿Practica usted el sexo seguro?”. “Claro que sí -contestó ella-. Siempre espero a que mi marido salga de viaje antes de ponerle el cuerno”.

“¡Cuatro veces seguidas le hice el amor a mi mujer! ¡Cuatro!”. Eso les dijo el marinero Pally Nuro a sus amigos al regresar de un viaje que duró año y medio. “¡Cuenta, cuenta!” -le pidieron ellos. Contó Pally: “Uno... Dos... Tres... Cuatro... Sí; fueron cuatro veces”. “¡Idiota! -se exasperaron los amigos-. Queremos decir que narres o relates cómo estuvo eso de que le hiciste el amor a tu mujer cuatro veces seguidas”. “Bueno -comenzó él-. En todo el tiempo que duró la travesía no se nos permitió bajar a puerto, de modo que en esos 18 meses no toqué mujer”. “Ni hombre” -se apresuró a a añadir. “Entenderán ustedes -prosiguió- que llegué con unas ganas enormes de hacerle el amor a mi esposa. Ella me aguardaba poseída por las mismas ansias. Tan pronto llegué nos echamos uno en brazos del otro, y viceversa, y nos entregamos al sexo con pasión febril. Al primer trance siguió otro, y otro, y otro más. Cuatro en total, sin interrupción”. Preguntó uno de los amigos, curioso: “Y ¿qué hicieron después?”. Contestó Pally: “Tomamos las maletas y entramos en la casa”.

A Augurio Malsinado lo acompaña siempre un hado adverso. En el bar le dijo a una chica: “¿Me aceptas una copa?”. “No -respondió ella-. Pero te aceptaré los 75 pesos”.

Le informaron al papá de Mesalinia: “Su hija está en la cama con amigdalitis”. “¡Ah! -exclamó el señor alzando las manos al cielo-. ¡Ahora un griego!”.

La famosa actriz de cine le comentó a una amiga: “Hoy cumplo mis bodas de plata matrimoniales”. “¡No lo puedo creer! -exclamó, asombrada, la otra-. ¿Has estado casada 25 años?”. “No -aclaró la famosa actriz-. Pero hoy me caso, y es mi matrimonio número 25”.

Le dijo doña Macalota a su hija: “Si ese muchacho te amara de verdad ya te habría hecho algo que lo comprometiera a casarse contigo”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le pidió a Rosilí, muchacha de buenas familias, que pasara la noche con él en su departamento. “¿Cómo te atreves a pedirme eso? -profirió ella, indignada-. ¡Soy una dama!”. Replicó el tal Pitongo: “Precisamente por eso te lo pido. ¿Acaso se lo voy a pedir a un caballero?”.

El matrimonio es como un violín. Cuando la hermosa música termina las cuerdas todavía están ahí.

El pequeño ciempiés se quejó con el médico: “Me duele un pie”. “¿Cuál?” -preguntó el facultativo. “No puedo decírselo -respondió el pequeño ciempiés-. Solamente sé contar hasta diez”.

Usurino Matatías, el hombre más avaro y cicatero del condado, tenía un hijo. El muchacho se consiguió un trabajo. Naturalmente Usurino le exigió que le entregara a todo su sueldo. La primera semana el muchacho le dio la totalidad de su salario: 2 mil pesos. La segunda semana le entregó la misma cantidad, e igualmente la tercera. La cuarta semana, sin embargo, en vez de los 2 mil pesos le dio mil 950. Usurino consideró la suma que faltaba, clavó en él una mirada penetrante y le dijo luego con severidad: “A mí no me engañas. Tú tienes una querida”.

Voy a contar la historia del mayor maniático sexual del mundo. Un angustiado individuo se presentó en la consulta del doctor Duerf, analista de gran mérito a juzgar por las tarifas que cobraba. Lleno de agitación le pidió que lo ayudara. "¡Soy un maniático sexual, doctor! -le dijo en medio de un acceso de singultos-. ¡Soy un erotómano, un lujurioso, un sátiro! ¡Le hago el amor a mi mujer dos veces al día!". El célebre psiquiatra lo tranquilizó: "Eso no significa que sea usted un maniático sexual. Antes bien creo que su esposa ha de estar agradecida por ese doble desempeño conyugal. Según Masters y Johnson la mayoría de los maridos le hacen el amor a su pareja dos veces por semana, y sé de algunos hombres que lo hacen solamente dos veces al mes, y aun dos veces en el año, y eso si el año fue bueno. Hacerle el amor a su esposa dos veces al día no implica que sea usted un anormal en el renglón de sexo". "Pero es que no termina ahí la cosa -siguió diciendo el tipo-. En la oficina le hago también el amor a mi secretaria dos veces al día". "Vaya, vaya -dijo el doctor Duerf al tiempo que se ponía la mano en el mentón con actitud de estar pensando mucho, gesto que le permitía aumentar sus honorarios en un 20 por ciento-. Esto empieza a salirse un poco de la normalidad". "Y eso no es todo -continuó el sujeto-. Tengo una amiguita, y le hago también el amor dos veces al día". "Mmm -ponderó el analista en actitud de profunda concentración (cobraría por ello un 10 por ciento adicional). Según mis cuentas, señor, hace usted el amor seis veces al día. Me temo que sufre usted un grave desorden sexual. Su problema está más allá de mis posibilidades. No puedo tratarlo; debe usted tomar el asunto en sus manos". "¡Lo tomo, doctor! -exclamó, atribulado, el individuo-. ¡También dos veces al día!".

La maestra les pidió a los niños que escribieran en 100 palabras lo que habían hecho en las vacaciones de Navidad. Pepito escribió 50 veces: "No mucho".

Don Florino, viejo raboverde, le dijo a la linda meserita: "¿Dónde has estado toda mi vida, guapa?". "Bueno -replicó la muchacha-. Los primeros 50 años aún no había nacido".

Comentó Empédocles Etílez: "Yo con una copa me emborracho. Lo malo es que no recuerdo si es la número 15 o la 16".

Don Algón, salaz ejecutivo, se prendó de Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, la conocida intérprete de "Romance en cama de agua". Le dijo en arrebato de pasión: "¡Te amo, Nalgarina mía! ¡Quiero compartir contigo los gozos y tristezas de la vida, mis más escondidos pensamientos, mis emociones, mis vivencias, mis recuerdos! ¡Lo quiero compartir todo contigo!". "¿Te parece -le preguntó con dulce voz la Grandchichier- si empezamos por compartir tu cuenta bancaria?".


Rondín # 6


Carmelino Patané recibió en el iPad un mensaje de su abuelita. La señora le reprochaba que hacía más de dos años que no la visitaba, y le pedía que al menos le enviara una fotografía suya. Carmelino tenía una novia con la cual se tomaba fotos en los momentos íntimos, y recordó que ella le había tomado una de cuerpo entero, al natural, o sea en peletier, sin ropa. Decidió enviarle a la abuelita la parte superior de ese retrato, únicamente la correspondiente al rostro, pues no disponía de otra foto. Sucedió por desgracia que al editar la imagen le envió inadvertidamente a la anciana la parte de abajo de la fotografía, la que mostraba la entrepierna. Se tranquilizó pensando que la viejecita no veía bien, y que seguramente no se daría cuenta de lo sucedido, por su cortedad de vista. En efecto, ese mismo día tuvo un mensaje de la abuela. "Recibí tu retrato, hijo -le decía la señora-, y te lo agradezco. Me permito únicamente hacerte una cariñosa sugerencia: cambia de peinado, porque con el que traes ahora la nariz se te ve chiquitilla, chiquitilla".

Al regreso de su luna de miel la recién casada le comentó a una amiga: “Descubrí que mi marido es del sexo débil”. “¡Cómo es posible!” -exclamó la amiga consternada. “Sí -confirmó la flamante desposada-. Nunca puede dobletear”.

Declaró Babalucas: “No uso mi radio por la noche. Es AM”.

Dulcilí, muchacha ingenua, le dio la noticia a su mamá: estaba un poquitito embarazada. “¡San Palemón me valga!” -exclamó la señora, que solía invocar al santo del día, y ayer fue el de ese anacoreta-. ¿Cómo es posible?”. Respondió Dulcilí: “No supe lo que hice, mami. Pero mi novio dice que lo hice bastante bien”.

Casó Meñico Maldotado. Al empezar la noche de bodas le dijo a su mujercita: “No sientas ningún temor. Seré muy delicado”. “Tú aviéntate -lo incitó la muchacha-. ¿Qué daño puedes hacer con eso?”.

Un tipo le preguntó a otro: “¿Tienes fotos de tu mujer desnuda?”. Respondió el otro: “No”. Le dice el tipo: “Te vendo éstas”.

Ella a él: “Después de esto no quiero verte más. ¡Retírate!”. Él a ella: “No puedo”. Ella: “¿Por qué no?”. Él: “Tu arete está atorado en mi zipper”.

Don Paz y Florino, senescentes caballeros, hablaban de sus respectivas vidas sexuales. Le preguntó aquél a su amigo: “Cuando haces el amor ¿usas condón?”. “¡Uh! -suspiró éste, pesaroso-. Si sola batallo para que se levante, poniéndole peso menos”.

Babalucas acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le dijo que estaba sufriendo flojedad de vientre, carrerillas, cursos, colerina, cámaras, flujo, descompostura o pringapiés, vale decir diarrea. El médico le indicó que el limón era un buen remedio contra ese malestar. Días después, sin embargo, Babalucas regresó y le informó al galeno que el problema seguía. Inquirió el facultativo: “¿Probó usted con el limón?”. “Sí, doctor-respondió el badulaque-. Pero cada vez que me lo quito vuelve a empezar la cosa”.

El achacoso señor le comentó a su esposa: “Creo que me veo muy mal”. Preguntó la señora: “¿Por qué piensas eso?”. Explicó él: “Ordené en el restorán unos huevos tibios tres minutos, y me hicieron que los pagara por adelantado”.

Sor Bette, dulce monjita, hubo de ir a cierta comunidad rural a organizar el catecismo. Un ranchero fue por ella a la estación del tren en su guayín tirado por un viejo caballo. Iban la religiosa y el cochero por un camino áspero, y en una de las sacudidas del guayín se le escapó a Sor Bette un flato o cuesco sonoroso. “¡Perdón!” -exclamó ruborizada hasta la raíz de los cabellos. “No pase apuro, madrecita -la tranquilizó el ranchero-. De hecho pensé que había sido el caballo”.

Un señor de edad muy avanzada se quejó: “Mi memoria ya no funciona como antes. Y tampoco mi memoria funciona ya como antes”.

Un angustiado paciente se presentó ante el doctor Duerf y le dijo lleno de ansiedad: “Sufro de eyaculación prematura”. Le pidió el célebre analista: “Hábleme de su problema”. “No -replicó el hombre-. Ya me voy”.

Los condones mexicanos se están poniendo de moda en todo el mundo. Quienes los usan dicen que con ellos tardas por lo menos 20 minutos en llegar.

Don Ultimiano estaba en su lecho de agonía. Le dijo a su mujer: “Ahora que me vaya quiero que te cases con Insidio. Es hombre bueno, amigo fiel y leal. Creo que te hará feliz”. “Tienes razón -respondió ella-. Desde hace varios años me ha estado haciendo muy feliz”.

Babalucas se quejó: “Rosibel es una incumplida. Le pedí que hiciéramos el amor y me dijo que me fuera a freír espárragos. Fui, freí algunos, y cuando regresé ya no estaba”.

Un intelectual le comentó a su amigo: “Fui a la Convención de Escritores Surrealistas”. “¿Ah sí? -se interesó el amigo-. ¿Cuántos asistieron?”. Responde el intelectual: “Octubre”.

En la cantina un tipo le preguntó a otro: “Si fueras por un callejón y un hombre abusara de ti ¿le contarías a alguien lo que te sucedió?”. Contesta el otro sin dudar: “¡Claro que no!”. Le propone el amigo: “¿Vamos al callejón?”.

Simpliciano, joven sin ciencia de la vida, casó con Taisia. A los tres meses de casados ella dio a luz un robusto bebé. “¿Por qué tan pronto? -le preguntó con inquietud el cándido muchacho a la mamá de su mujer-. Siempre he sabido que los embarazos duran nueve  meses”. “¡Anda! -le respondió la suegra-. ¡Taisia es muy inocente! ¡Qué va a saber ella lo que deben durar los embarazos!”.

Pepito abrió la puerta de la recámara de sus papás en el momento en que el señor y la señora estaban en situación copulativa. El pequeñín le preguntó a su padre: “¿Qué haces?”. Lleno de turbación el señor respondió lo primero que se le ocurrió: “Le estoy poniendo gasolina a tu mamá”. Le dice Pepito: “Pues a ver si te consigues otro modelo que no gaste tanta. Hoy en la mañana ya le había puesto el lechero”.


Rondín # 7


Tanagra era una chica extremadamente delgada, carente por completo de formas. Sin embargo se las arregló para conseguiré un galán que la llevó al altar. Cuando la parejita regresó de la luna de miel un amigo del novio le preguntó, curioso: “¿Cómo te fue?”. “Muy bien -contestó el desposado-. Lo único que tuve que hacer fue ponerle a Tanagra un letrero en el estómago que decía: ‘Este lado hacia arriba’”.

Adolfino, romántico muchacho, le dijo a Pirulina: “Siento por ti un amor platónico”. Respondió ella, suspicaz: “¿Significa eso que quieres echarme al plato?”.

Empédocles Etílez, el beodo del pueblo, amaneció con un terrible dolor de cabeza. Alzó la vista y vio en el techo de su habitación a un elefante color de rosa con cabeza de cocodrilo, cola de pez, patas de chivo y alas de dragón. El temulento tomó su rifle de cacería y le apuntó a la bestia al tiempo que decía: “Sí eres real ya te jodiste. Si no, ya me jodí yo”.

El jet iba a hacer un aterrizaje de emergencia. Dulcilí, muchacha ingenua, le dijo a su compañero de asiento: “Disculpe usted, señor. Efectivamente, oí el aviso de que hay que poner la cabeza entre las piernas. Pero entiendo que cada quien en las suyas”.

Aquel marido era lector voraz. Todas las noches se iba a la cama con un libro. En cierta ocasión leía uno sobre insectos. Le comentó a su mujer: “Las arañas tejen su tela en los lugares más insólitos. Los tripulantes de un submarino atómico encontraron una tela de araña en el periscopio de la nave”. Responde ella: “Pues si sigues leyendo todas las noches vas a hallar otra tela de araña en un lugar todavía  más insólito”.

La lectura del cuento que ahora sigue es desaconsejable... En una cantina de pueblo el tabernero ofreció una recompensa de mil pesos al que hiciera reír a su burro. Todos intentaron lograr que el pollino esbozara siquiera una leve sonrisa. Su empeño fue inútil: el tal jumento se mantuvo más serio que un puerco meando. En eso un borrachín pidió permiso de probar. Le dijo al asno unas palabras al oído, y el animal soltó una estrepitosa carcajada. Mal de su grado el cantinero le entregó la recompensa al borrachín. “Ahora -dijo el de la taberna- ofrezco 2 mil pesos al que haga llorar al burro”. De nueva cuenta todos los circunstantes fracasaron. El borrachín se llevó afuera al asno y regresó con él poco después. El jumento venía llorando desconsoladamente. Otra vez el cantinero tuvo que darle el dinero al borrachín. “Te daré otros mil pesos -le ofreció-, si me dices qué hiciste para hacer que el asno riera”. Respondió el temulento: “Le dije que mi atributo era más grande que el suyo. Al oír eso el burro se echó a reír”. “Entiendo -dijo el de la taberna-. Y para hacerlo llorar ¿qué hiciste?”. Respondió con orgullo el borrachín: “Se lo demostré”.

El recién casado quedó en éxtasis cuando al empezar la noche de bodas vio por primera vez al natural a su flamante mujercita. Exclamó arrobado: "¡Qué cuello! ¡Qué hombros! ¡Qué senos! ¡Qué cintura! ¡Qué caderas! ¡Qué muslos! ¡Qué piernas!". Le dijo con impaciencia la muchacha: "A lo que venimos, Vehementino. El inventario lo puedes realizar después".

El premio a la presencia de ánimo se lo llevó la señora que para la cena de Navidad preparó un hermoso pavo. Cuando la criadita entró con él resbaló y cayó con todo y pavo ante la consternación de los invitados. Con toda calma le dijo la señora: "No importa, Famulina. Llévate ese pavo a la cocina y trae el otro".

El famoso artista ciego fue invitado a compartir la cena de Año Nuevo con los socios y socias del Club de Nudistas Veteranos. Al comenzar el ágape el artista se sintió obligado a pronunciar un brindis, de modo que, puestos todos en pie, dijo lo primero que se le ocurrió. Al terminar le dijo a su compañero de asiento: "¡Qué personas tan amables son estos nudistas veteranos! En realidad no dije nada, y me tributaron unos aplausos ensordecedores". "No fueron aplausos -le corrigió en voz baja el otro-. Es que se sentaron".

El socio de otro campo nudista le dijo a la ingenua chica recién llegada: "No, señorita. Los hombres no tenemos las pompas azules. Lo que pasa es que hace mucho frío, y las bancas del jardín son de metal".

En la clase de catecismo preguntó la señorita Peripalda: "Dime, Pepito: ¿quién fue la madre de Moisés?". Respondió el niño: "La hija del Faraón". "Te equivocas -le indicó la catequista-. La hija del Faraón encontró al bebé flotando en una canasta sobre el Nilo". "Bueno -replicó Pepito con una sonrisa-, eso es lo que ella les dijo a sus papás".

Don Paz y don Florino, hermanos de edad más que madura, contrajeron matrimonio con sendas damas también entradas en años, si bien no tanto como los senescentes galanes. Las dos parejas decidieron ir todos juntos a su luna de miel. A la mañana siguiente de la noche de bodas don Paz le dijo muy preocupado a su hermano: "Tendré que ir al médico. Anoche tuve problemas con eso del sexo". Replicó don Florino más preocupado aún: "En ese caso yo tendré que ir al siquiatra. Ni siquiera me acordé".

El doctor Ken Hosanna le ordenó a Empédocles Etílez: "Debe usted dejar de beber. Los análisis muestran que en su sangre hay un 90 por ciento de alcohol". "Imposible, doctor -negó el temulento-. No creo haberme comido un 10 por ciento de botana".

Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, leía una revista femenina. Junto a ella estaba su amiga Pomponilia, vedette también, como ella. "Dime -preguntó Nalgarina-. ¿Es posible amar a dos hombres al mismo tiempo?". "Amarlos quién sabe -respondió Pomponilia-. Pero hacerles el amor sí es posible".

Un tipo le preguntó a su amigo: "¿Qué hiciste en los días de Navidad?". Respondió éste: "Llevé a Himenia, mi hermana soltera, a todas las tiendas donde había un Santa Claus recibiendo cartitas de los niños". El otro se sorprendió: "Tu hermana Himenia tiene 45 años". "Ya lo sé -admitió el amigo-. Pero es capaz de cualquier cosa con tal de sentársele en las piernas a un hombre".

Al empezar la noche de las nupcias la noviecita le dijo a su galán: "Tú eres el primer hombre para mí. ¿Soy yo la primera mujer?". "Es muy probable -respondió pensativo el muchacho-. ¿Estuviste en Las Vegas la noche del 15 de septiembre del año 2008?".

Una mujer llegó al consultorio del doctor Wetnose, reputado ginecólogo, y le pidió que la viera de inmediato. El facultativo la hizo pasar y le preguntó: "¿Qué le sucede?". Respondió ella: "Mi esposo es un jugador compulsivo. Todo el dinero que cae en sus manos lo apuesta en el casino, y siempre pierde. Ayer recibí una herencia de 10 mil dólares que me dejó una tía. A fin de evitar que mi esposo me quitara el dinero para apostarlo me lo escondí en la parte que usted sabe, y cuando quise sacarlo no pude". "No se preocupe, señora -la tranquilizó Wetnose-. En un momento resolveré su problema. Tiéndase usted en la camilla y exponga la susodicha parte". Obedeció ella. El médico encendió su lámpara y tomó unas pinzas. "Antes de proceder, señora -le pidió a la mujer-, dígame qué estoy buscando. ¿Cheque o efectivo?".

Don Poseidón, ranchero acomodado, fue a la gran ciudad y entró en la barbería de un hotel de lujo. Pidió servicio completo: corte de pelo, rasura y manicure. Se acomodó bien en el sillón y dejó que el barbero lo cubriera con su lienso para empezar a trabajar. Abrió muchos los ojos el granjero, pues se percató de que la joven y bella manicurista era dueña de un pródigo, ubérrimo, magnificente busto exuberante, muy visible además, pues la muchacha lucía un escote que dejaba ver hasta la punta del dedo gordo del pie izquierdo. Todo el tiempo que la muchacha duró haciendo el manicure el boquiabierto granjero no pudo apartar la vista de aquel generosísimo tetamen. La chica, concentrada en su labor, advirtió que el granjero traía en una uña uno de esos llamados padrastros, pellejitos que causan molestia, y aun dolor. Levantó los ojos y le dijo a don Poseidón al tiempo que esgrimía sus tijeras: “Le voy a cortar eso”. Exclamó con espanto el vejancón: “¡No, por favor señorita! Este alzamiento que ve es involuntario. Si se cubre usted un poco se me pasará solo”.

Dos comerciantes se encontraron en la calle. Uno le preguntó al otro: “¿Cómo  te ha ido?”. Dice el otro: “No muy bien. Me estoy rigiendo por la ley de la oferta y la demanda”. Opinó el amigo: “Todos en el comercio nos regimos por esa misma ley”. “Yo más -replicó el comerciante-. No vendo si no pongo todo en oferta, y no cobro si no le pongo al cliente una demanda”.

Una vez ante un médico famoso llegose un hombre de mirar sombrío. Le dijo: “Sufro un fuerte nerviosismo”. El facultativo le dio ciertas instrucciones a su guapa enfermera; la chica llevó al paciente a un cuarto adjunto donde había un canapé, meridiana, diván, chaise longue u otomana, y ahí dio buena cuenta no sólo de la tensión nerviosa del señor, sino también del señor mismo. Quedó éste más relajado que las costumbres de hoy. Un mes después el individuo volvió al consultorio. En esta ocasión, sin embargo, el médico le dijo escuetamente: “Para su tensión nerviosa  pase al cuartito de al lado -el del canapé, meridiana, diván, chaise longue u otomana- y satisfágase usted mismo”. El paciente, asombrado, se quejó. Dijo molesto: “El tratamiento de la vez pasada fue muy diferente”. “Es cierto -admitió el médico-. Pero en la ocasión anterior venía usted como paciente particular; ahora me lo envía el Seguro”.


Rondín # 8


Usurino Matatías, el avaro más ruin de la comarca, iba borracho por la calle, cae que no cae, en la madrugada de Año Nuevo. Un amigo se lo topó y le dijo: “¡Caramba, Usurino! ¡Qué borrachera tan linda te pescaste! Tu dinero te debe haber costado”. “No me costó nada -respondió Matatías con tartajosa voz-. Nada más me puse a dar vueltas en una puerta giratoria”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le propuso a Dulcilí, muchacha asustadiza e ingenua: “Vamos al jardín. Quiero darte un beso en lo oscurito”. “¡Ah, no! -protestó ella-. ¡Si quieres besarme tendrá que ser en los labios!”.

En la cama la señora le dijo a su marido: “Qué extraña coincidencia. A ti se te olvidó que hoy fue mi cumpleaños, y ahora resulta que a mí se me olvidó cómo descruzar las piernas”.

Doña Pasita le preguntó a su joven nieta: “¿Qué tal tu nuevo novio, Dulcilí?”. “Es muy lindo, abue -respondió la muchacha-. Me baja el Sol, la Luna y las estrellas”. Doña Pasita se inquietó: “Ojalá que nada más eso te baje.

En una taberna de Juneau un cazador bebía tristemente. El cantinero le preguntó que le sucedía. Respondió el tipo: “Sospecho que mi mujer me engaña con un esquimal, pero no he podido confirmar ese recelo. Siempre que llego a mi casa encuentro a mi esposa en la recámara, sin ropa y muy nerviosa. Busco abajo de la cama y en el clóset, y no encuentro a nadie”. Le dice el tabernero: “Lo ha estado pendejeando, señor. Ésos se esconden en el refrigerador”.

El niñito le preguntó a su mami: “La vecina de al lado, ¿es medicina?”. “¿Medicina? -repitió la señora sin entender-. No te entiendo”. Explicó el pequeñín: “Es que cada vez que mi papá la ve dice: “¡Uta! ¡Cómo me gustaría recetármela!”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le espetó un piropo de subido color a una muchacha. Le dijo: “Me gusta mucho su cuartito. ¿Me lo puede alquilar?”. “Cómo no -respondió ella-. Le voy a decir a mi marido que le ponga la llave en la mano”.

El abogado defensor se dirigió al jurado: “Cuando el acusado atacó, mi cliente estaba inerme”. Se vuelve hacia su defendido y le pide: “Dígale al jurado qué tenía usted en las manos en ese momento”. Contesta el individuo: “Tenía una bubi de la esposa de mi atacante, pero ni modo de defenderme con eso”.

Simpliciano, muchacho ingenuo y cándido, se vio en la cumbre de la felicidad cuando Pirulina, muchacha pizpireta, aceptó su amorosa demanda. Terminado el erótico deliquio le dijo él con extasiado acento: “¡Gracias, Pirulina! ¿Cómo podré pagar la felicidad que me brindaste?”. Respondió ella: “Desde que los fenicios inventaron el dinero esa pregunta tuya tiene contestación”.

Un tipo le comentó a otro: “Mi suegra me dice ‘hijo’”. “Eso está muy bien” -opinó el otro. “No tanto -aclaró aquél-. Nunca termina de decir la frase”.

Nalgarina Grandchichier, mujer de anatomía exuberante, le hizo una confidencia a doña Jodoncia, su vecina. Le dijo: “Estoy teniendo una relación con un hombre casado. Es tremendamente feo; es el hombre más indejo del mundo; no tiene en qué caerse muerto, y para colmo es malísimo en la cama. Sin embargo no sé por qué le he tomado cariño”. Esa misma noche doña Jodoncia le preguntó a su esposo: “¿Estás teniendo una relación con Nalgarina?”.

Acabado el trance de amor la viborita le dijo a su galán al tiempo que dejaba escapar un hondo suspiro de satisfacción: “¡Caramba, Serpentino! ¡Ahora entiendo por qué te llaman ‘pitón!’”.

Don Ulpiano, juez de lo familiar, interrogaba a la señora Medusia, mujer de armas tomar. “¿Es cierto -le preguntó, severo- que injurió usted a su marido diciéndole altitonantes adjetivos tales como ‘pendejo’, ‘cabrón’ y ‘malandrín’?”. Contestó ella: “Lo de ‘malandrín’ no lo recuerdo, señor juez, pues no es palabra que usualmente emplee en mi vocabulario, pero los otros términos sí se los dije. Y podría repetírselos, pues si lo conociera usted sabría que es una cosa y la otra”. “Muchos hombres lo son, señora mía -razonó el juzgador-, por no decir que todos, pero eso no justifica que sus esposas se lo digan. Lo pueden pensar, sí, y aún compartir esa opinión con su mamá, sus amigas y vecinas, pero de ahí a decírselo personalmente hay mucha diferencia, tanto que el código punitivo tipifica esos vocablos como injurias. Leo también en el acta que llamó usted ‘cornudo’ a su marido. ¿En verdad le dijo así?”. “Se me olvidó decírselo -declaró doña Medusia-. Pero de que lo es, lo es”.

 “¡Feliz Navidad! -gritó Astatrasio. Alguien le hizo notar: “La Navidad ya pasó”. Aclaró el beodo: “Estoy empezando a celebrar la próxima”.

El padre Arsilio iba en su modestísimo fotingo por un camino rural, y vio a una rancherita que trabajaba en una casa por el rumbo al que él se dirigía. Detuvo su vehículo y la invitó a subir para llevarla. La muchacha aceptó, agradecida, y cuando el señor cura la dejó en su destino empezó a manifestarle con vivas palabras su gratitud. “Ni lo menciones, Bucolina -la interrumpió el buen sacerdote-. Ni lo menciones’’. Ya en la casa donde servía le contó la muchacha a su patrona: “Encontré al padre Arsilio en el camino, y me subió a su coche”. “¿Ah sí? -se interesó la señora, que era doña Chalina, mujer amiga de chismes y cotilleos-. Y ¿qué sucedió?”. Responde muy seria Bucolina: “Lo que sucedió me pidió el señor cura que ni lo mencionara”.

Don Hornero estaba en el bar con sus amigos. Muy orgulloso empezó a hacerles una cumplida relación de las cualidades de su esposa. “Es una excelente administradora -dijo-. Cocina en forma extraordinaria; puede sostener una conversación sobre cualquier tema. Además -lo mejor de todo- hace el amor divinamente. En la cama es una Thais, una Mesalina, una Friné. Su catálogo de artes eróticas es mayor que el de artículos ofrecidos por la empresa Sears, Roebuck & Company, y en comparación con sus saberes lúbricos el Kama Sutra es un manual para principiantes”. Al oír esta alabanza declaró uno de sus achispados compañeros: “De lo de la administración, la cocina y la conversación no sé, compadre; pero lo de la cama me consta que es verdad”.

Llegó un señor a cierto restorán a la hora de la cena. El mesero, diligente, le ofreció el menú, pero el cliente lo rechazó. Tomó los cubiertos que había sobre la mesa -cuchara, cuchillo y tenedor-, se los llevó a la nariz y los olfateó por un momento. Luego le dijo al sorprendido camarero: “En la comida sirvieron ustedes consomé de pollo, lomo de cerdo en salsa de manzanas, y de postre arroz con leche. Me gustaría cenar lo mismo”. El mesero fue a la cocina y le dijo con enojo a la mujer encargada de lavar los platos y cubiertos: “Por tu culpa acabo de pasar una vergüenza grande, Cuca. Vino un señor, y sólo con oler la cuchara, el cuchillo y el tenedor supo lo que servimos en la comida de hoy. Eso quiere decir que no estás lavando bien los cubiertos”. “Claro que los estoy lavando bien -replicó ella-. Pero en fin, cuestión de lavarlos aún mejor”. La noche siguiente llegó otra vez el cliente. El mesero, apurado, le presentó el menú ya abierto, pero igual el señor declinó verlo. Tomó de nueva cuenta los cubiertos, los olió y dijo luego con acento de seguridad: “En la comida de hoy hubo sopa de poro y papas, albóndigas en salsa de chipotle, y de postre duraznos en almíbar. Quiero eso mismo para mi cena”. Ahí va a la cocina el camarero. “¡Cuca! -le reclamó  airadamente a la mujer-. No hiciste caso de lo que te dije. Volvió a venir el señor ése; olió los cubiertos y supo lo que tuvimos en la comida del día, señal de que no estaban bien lavados. ¿Por qué no pones más cuidado?”. Dijo ella, molesta: “Recordé lo que me dijiste, y lavé muy bien los cubiertos. Incluso usé dos detergentes. Pero mañana los lavaré aún mejor, por si regresa el cliente”. Al siguiente día, con puntualidad de tren inglés, volvió a llegar el individuo. El mesero materialmente le metió el menú en las narices. Sucedió lo mismo que en las pasadas ocasiones: el señor hizo la carta a un lado, tomó los cubiertos, los olfateó y dijo al punto: “Ahora sirvieron en la comida caldo tlalpeño, costillas de carnero asadas, y de postre jericalla. Tráigame lo mismo”. Hecho una furia el mesero fue a la cocina. “¡Cuca, Cuca! -estalló-. ¡Tú no haces bien tu trabajo, y yo soy el que paso las vergüenzas allá afuera! Por tercera vez vino el señor, y con sólo oler los cubiertos adivinó de nuevo lo que tuvimos de comer. ¡No los estás lavando bien!”. Respondió hecha una furia la tal Cuca: “¡Ya me tienen harta tú y el sujeto ése! Yo estoy lavando bien los cubiertos, y no voy a seguir tolerando esta situación. Mira: si mañana viene otra vez el tal señor, avísame cuando lo veas llegar. Verás lo que le voy a hacer”. El mesero se asustó. No quiso ni imaginar lo que Cuca iba a hacer. Al día siguiente, cuando vio por la vidriera que el parroquiano llegaba al restorán, fue apresuradamente a la cocina y le dijo a Cuca: “Ahí viene el señor ése”. La mujer tomó entonces unos cubiertos, y sin cuidarse de la presencia del asustado camarero se los pasó por -digamos- el arco del triunfo. Fue luego a la mesa donde el señor solía sentarse y los puso en ella. El mesero, aturrullado, no supo cómo reaccionar. Entró el cliente y ocupó su sitio. El camarero, desesperado, le puso el menú frente a los ojos. Fue inútil: una vez más el señor desechó la carta, tomó aquellos cubiertos, y ante el espanto del mesero, que pedía que la tierra se lo tragara, se los llevó a la nariz y los olfateó. Por un instante se quedó pensando. Los volvió a olfatear, y le preguntó luego al camarero: “Perdone usted: ¿qué aquí trabaja Cuca?”.

Sigue ahora “El chiste más corto y más pelado del año”. Ya en la cama el marido se acercó a su mujer con intención evidentemente erótica. Le dijo la señora: “Esta noche no. Mañana debo ir con mi ginecólogo”. Preguntó él: “¿También con el odontólogo vas a ir?”.

Babalucas conoció a un irlandés. Le preguntó: “¿Cómo te llamas?”. Contestó el de Eire: “Patrick O’Sullivan”. “Decídete” -le pidió muy molesto Babalucas.

Minucio Gorgojo, el herrero del pueblo, era muy bajito de estatura, a pesar de su oficio. Apenas levantaba del suelo 7 palmos. Tomando en cuenta que cada palmo mide aproximadamente 20 centímetros -la cuarta parte de una vara-, se entenderá por qué digo que Minucio era muy chaparrito. Sin embargo su corazón no era pequeño, y lo tenía lleno de amor a Florilí, hermosa lugareña. Un día la muchacha fue a la herrería y le pidió a Minucio unos clavos de herradura. Él los forjó ahí mismo, y cuando la muchacha le preguntó cuánto le debía él respondió que nada. Entonces ocurrió el milagro: la doncella le dijo al enamorado forjador que en premio a su trabajo lo dejaría besar sus purpurinos labios. La chica era muy alta, de modo que el infeliz Minucio no pudo darle el beso ni aun poniéndose de puntillas. Pero se le ocurrió una idea que sólo el amor puede inspirar: subió a su yunque, y entonces sí alcanzó la gloria de aquel anhelado ósculo. Luego le pidió permiso a Florilí de acompañarla hasta su casa. Ella accedió, pues la granja donde vivía estaba a 5 kilómetros del pueblo, y temía que en el camino le saliera un viejo. Llegados a la casa de la chica el herrero le pidió otro beso. Ella negó esta segunda gracia. Entonces le dijo Minucio con enojo: “Me hubieras dicho eso desde el principio; así no habría venido cargando el desgraciado yunque”.


Rondín # 9


Se hacía una encuesta sobre sexualidad en el varón. Una de las jóvenes encuestadoras le preguntó a un señor: “¿Qué es más importante para usted, el tamaño o la técnica?”. “La técnica, desde luego” -contestó el caballero sin dudar. La muchacha se volvió hacia sus compañeras y les gritó: ¡Chicas! ¡Anoten a uno más de picha corta!”.

Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, usaba invariablemente medias negras. Un reportero quiso saber por qué. Explicó la Grandchichier: “Es en memoria de todos los que han pasado al más allá”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, les contó a sus sobrinos: “Varias veces he estado a punto de casarme. Nada menos el año pasado pude haber tenido a un hombre con 10 millones de pesos”. Preguntó una de las sobrinas: “¿Y por qué lo dejaste ir?”. Respondió con tristeza la señorita Himenia: “¿De dónde iba yo a sacar 10 millones de pesos?”.

Don Algón, ejecutivo empresarial, entrevistó a la guapa joven que solicitaba el puesto de secretaria. “Dígame, señorita Pompilia: ¿tiene usted facilidad de palabra?”. “Sí señor -respondió ella con sonrisa insinuativa-. La única palabra que se me dificulta mucho pronunciar es ‘no’”.

Doña Burcelaga tenía una criadita de muy buen ver y de mejor tocar. En cierta ocasión las amigas de la señora fueron a merendar en su casa, y no pudieron menos que notar los evidentes atractivos corporales de la chica, de los cuales, además, ella hacía ostentación, pues vestía de modo que por arriba se le veía hasta abajo, y por abajo se le veía hasta arriba. Una de las visitantes le preguntó a doña Burcelaga: “¿No te preocupa tener en la casa una muchacha tan buenota? Podría gustarle a tu marido”. “Y le gusta -respondió Burcelaga-. Pero eso a mí me conviene: sirve de motorcito de arranque”.

Aquel señor regresó de un viaje antes de lo esperado, y su pequeña hija lo recibió con una extraña pregunta intempestiva: “¿Verdad, papi, que aunque a Santa Claus no le hayan alcanzado los juguetes para darles a todos los niños del mundo no debe sentir vergüenza ni esconderse?”. “Claro que no, hijita” -contestó el señor, algo extrañado al oír esa extraña cuestión. Su extrañeza se disipó del todo cuando la niñita se volvió hacia su nerviosa mamá y le dijo alegremente: “¿Lo ves, mami? ¡Anda, ve a decirle a Santa Claus que ya puede salir del clóset de tu recámara!.

Llegó a la mueblería una extraña pareja: ella tenía 20 años; él más de 70. La muchacha llevó aparte a la encargada y le pidió en voz baja: “Quiero una cama resistente, que aguante mucho”. La empleada se sorprendió. Con tono de complicidad le preguntó a la chica: “Su marido ¿es muy fogoso?”. “No -respondió ella-. Pero tiene el sueño muy pesado”.

Inopio e Indigencio, sujetos cuyo único oficio era no tener ninguno, y que por eso vivían siempre sin blanca en el bolsillo, se jactaban ante sus amigos de haber ido a cenar en Nochebuena en el mejor restorán de la ciudad. “¿Ah, sí? -preguntó uno con actitud escéptica-. Y ¿cómo pagaron?”. Respondió Indigencio: “Nos dividimos la cuenta. Inopio lavó los platos, y yo los sequé”.

El vendedor de seguros entrevistaba a un señor, pero el hombre resistía todos los argumentos de venta. Finalmente el agente recurrió al resorte sentimental: “¿No se ha preguntado -le dijo- qué hará su esposa el día que usted emprenda el viaje que no tiene retorno?”. Contestó el señor: “Supongo que seguirá haciendo lo mismo que hace ahora cuando emprendo viajes que sí tienen retorno”.

Desde su asiento en el autobús de pasajeros doña Pasita vio a la joven pareja de enamorados que se despedían en el andén. Después de mil abrazos y apasionados besos la muchacha subió hecha un mar de lágrimas y tomó su lugar junto a la bondadosa anciana. “¡Pobrecita! -le dijo la viejuca, emocionada-. ¿Lloras porque te despediste de tu esposo?”. “No -respondió ella-. Lloro porque ahora debo regresar a él”.

En Nochebuena un tipo bebía solo en la cantina. Al cantinero le llamó la atención que a cada rato el hombre sacaba una fotografía de su cartera, la miraba, la volvía a guardar y seguía bebiendo. “Perdone, caballero -le preguntó sin poder ya contener su curiosidad-, ¿de quién es esa fotografía que mira usted a cada momento?” Respondió el individuo: “Es el retrato de mi esposa”. “¿Se le murió?” -inquirió el otro, conmovido. “No -replicó el hombre-. Está en la casa”. “Y entonces -quiso saber el de la cantina- ¿por qué mira tanto su retrato?”. Explicó el tipo: “Es mi medida para beber. Cuando me empieza a parecer bonita sé que ya ando muy borracho”.

La película era interesante, y sin embargo doña Panoplia y su amiga sostenían una charla animadísima. El caballero que estaba atrás de ellas se quejó: “No me dejan oír”. “Claro que no -le dijo doña Panoplia con tono agrio-. Es una conversación privada”.

La señora de la casa le daba instrucciones a la joven y linda criadita en su segundo día de trabajo: “Quiero que seas limpia, ordenada y cuidadosa. Pero por encima de todo debes ser discreta”. “Entiendo, señora -respondió la muchacha-. También el señor me pidió que no le fuera a contar a nadie, y menos a usted, lo que anoche sucedió”.

Santa Claus bajó por la chimenea de la casa, y en la sala se topó con una exuberante morena en ropas menos que menores. Su reacción ante esa espléndida visión fue tal, y tan inmediata, que Santa exclamó con apuro: “¡Uta! ¡Ahora no voy a poder salir por la chimenea!”.

La esposa de Capronio se emocionó bastante cuando en la Navidad su marido le entregó un pequeño paquete cuidadosamente envuelto. Ilusionada, procedió a abrirlo de inmediato. Era un juego de naipes. “¿Qué es esto?” -preguntó desconcertada. Explicó el tal Capronio: “Me dijiste que querías algo que tuviera diamantes”.

El doctor Wetnose, reputado ginecólogo, le informó sin más a su joven y linda paciente: “Está usted embarazada”. “¡Imposible, doctor! -protestó la muchacha  con vehemencia-. ¡Jamás he tenido trato carnal con ningún hombre! ¡Soy virgen!”. Flemático y calmoso el sabio facultativo fue a la ventana y dirigió la mirada a las alturas. “¿Qué hace usted?” -preguntó ella, extrañada. Contestó el doctor Wetnose: “Estoy mirando el cielo. Si lo que dice usted es cierto, en este momento debe estar apareciendo una estrella en el oriente”.

Rosilita, los ojitos llenos de lágrimas, le contó a Pepito: “¡Mi mamá no quiere que Santa Claus me traiga un perrito!”. Le aconsejó el sagaz infante: “Pídele a ella que te traiga un hermanito, y verás que Santa Claus te trae el perro”.

En la cena de Nochebuena le dijo la señora al invitado: “Cómase otro tamalito, compadre”. “No, gracias, comadrita -respondió el sujeto-. Ya me he comido seis”. “Se ha comido nueve, compadre -replicó la mujer-, pero de cualquier modo cómase otro”.

Doña Madanita, señora algo robusta, empezó en julio una dieta. Entusiasmada con los primeros resultados le dijo, feliz, a su marido: “¡En Navidad tendrás una esposa de 55 kilos!”. “¿Ah sí? -respondió él-. ¿La de quién?”.

Al empezar la cena de Nochebuena dijo el paterfamilias: “Demos gracias a Dios por la comida”. Sugirió la pequeña Rosilita: “Primero vamos a probarla”.


Rondín # 10


El Santa Claus de la tienda se asombró mucho cuando una otoñal dama se le sentó en las piernas. Nosotros la conocemos bien: era Himenia Camafría, madura señorita soltera. Le dijo el hombre: “Disculpe usted. Sólo recibo las peticiones de los niños”. Replicó ella: “Lo que vengo a pedir no es para mí: es para mi mamá”. “Está bien -admitió el Santa Claus-. Por esta vez haré una excepción. ¿Qué quiere usted pedir para su mami?”. Contestó la señorita Himenia: “Un yerno”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, estaba indignadísima: sus vecinos -dos jóvenes solteros- tenían una fiesta. Eran las 3 de la mañana, y lo gritos y carcajadas de los invitados, lo mismo que la ruidosa música, se habían vuelto insoportables. Doña Panoplia se echó encima lo primero que encontró -casualmente un abrigo de mink- y se dirigió furiosa hacia el departamento de los jóvenes. Una y otra vez hizo sonar, irritada, el timbre de la puerta. La abrió uno de los muchachos. Lo que entonces vio la señora de Atopedo la dejó estupefacta. Aquello no era una fiesta: era una orgía, una bacanal, un aquelarre, una desenfrenada saturnal. Hombres y mujeres desnudos se perseguían por las habitaciones o yacían sobre la alfombra en apretado abrazo de lujuria. Había borrachos despatarrados en los sillones, privados de sentido por la embriaguez (los borrachos, no los sillones); una mujer cubierta sólo por un pequeño tatuaje en forma de libélula bailaba con movimientos lascivos música de salsa, mientras algunos de los circunstantes la incitaban con expresiones nada áticas, de las cuales transcribiré solamente las que se pueden publicar: “¡Mamasota!, “¡Cosas lindas!” y: “¿De quén chon?”. Doña Panoplia ardió en cólera al mirar aquel deprimente espectáculo. Con iracundia le dijo a su vecino: “¡Esto es intolerable! ¿Cómo puede ser que al lado mismo de mi departamento tenga lugar una francachela así, que excede todos los límites de la decencia, y la mayoría de los del buen gusto? ¡No voy a permitir este escándalo, esta degeneración, estas infames perversiones, esta embriaguez, esta inmoralidad!”. Con suplicante acento respondió el vecino: “Por favor, señora, sea usted comprensiva. ¡Es Navidad!”.

Astatrasio Garrajarra llegó a su casa a las tres de la mañana, cayéndose de borracho. Cuando abrió la puerta ahí estaba la mujer, enojadísima. “¡Qué barbaridad! -le dijo hecha una furia-. Otra vez así. Esto ya no lo aguanto. Yo soy la que tiene que soportar esas borracheras; hacer el almuerzo especial para la cruda; lavar la ropa, que viene toda manchada, y para colmo aguantar necedades de borracho en mi recámara. Dije que me iba a ir de la casa si esto volvía a suceder, y me voy”. Así diciendo la mujer tomó su maleta y salió de la casa. Astatrasio, lleno de tristeza, subió lentamente la escalera, entró en la alcoba y le dijo a su señora: “Vieja: ya se nos fue la muchacha”.

El estricto paterfamilias vio que eran las 11 de la noche y su hija no había despedido aún a su novio, con quien estaba platicando en el jardín. “Rosibel -le dijo por la ventana-, es hora ya de ir a la cama”. Intervino el novio de la muchacha: “Lo mismo le estoy diciendo yo, señor, pero no la puedo convencer”.

Doña Gorgona quedó insatisfecha con el retrato que le hizo el pintor. Comentó con disgusto: “No me hace justicia”. “Señora -replicó el artista-. Usted no necesita justicia; necesita misericordia”.

Susiflor se iba a casar. Su mamá le dijo: “Creo que Mercuriano será un buen marido”. “¿Por qué lo crees?” -preguntó ella. Respondió la señora: “Es vendedor. Está acostumbrado a recibir órdenes”.

Después de oír el sermón dominical Dulcilí le dijo a la amiga que la acompañaba: “Quizá sea cierto eso de que no hay nada nuevo bajo el sol, pero bajo la luna yo aprendo cada noche cosas nuevas”.

Cuitlazintli, joven indio en edad casadera, estaba en vísperas de desposar a Petlazulca, indita de muy buen parecer. Fue el muchacho al pueblo en día de mercado y vio una tela que le gustó para hacerse con ella un taparrabos. Le pidió al marchante que le vendiera medio metro, suficiente para hacer la prenda, pero el hombre le dijo que la tela sólo se vendía por metro. Así, mal de su grado, el mancebo hubo de comprar el metro completo. De regreso en su casa cortó la tela en dos partes: con una se hizo el taparrabos, y guardó la otra parte para hacerse otro y estrenarlo el día de sus desposorios. Muy orgulloso salió luciendo aquella flamante cobertura, y fue a enseñarle el taparrabos a su novia. La halló en las afueras de la aldea lavando ropa en la clara corriente de un arroyo. Corriendo fue hacia ella -se le zangoloteaba todo-, pero en la prisa no se percató de que el taparrabos se le había atorado en la espinosa rama de una zarza, de modo que el desdichado llegó junto a su novia sin cosa alguna que le cubriera lo que de consuno la moral y la civilidad demandan que se cubra. Le dijo con orgullo a la muchacha: “Mire lo que tengo, Petlazulca”. Ella, de rodillas sobre el lavadero, volvió la vista y vio lo que sus ojos de doncella jamás habían mirado. Con turbación apartó la vista y la fijó otra vez sobre la piedra en que lavaba. “¡Que mire, le digo!” -repitió él, imperativo. La muchacha, confusa, obedeció la orden y miró de soslayo. Cuitlazintli, pensando en la calidad y color de la tela con que se había hecho el taparrabos, le preguntó a su novia: “¿Le gusta?”. “Sí” -respondió ella ruborosa. Le dijo entonces el galán: “Y p’al día que nos casemos le tengo reservado medio metro más”.

Un mexicano viajó a Madrid. Bien pronto se le acabó el dinero que llevaba -400 pesos- y se vio en graves apuros, tanto que no tenía ni para comer. Inútilmente buscó empleo: no lo halló. A punto de fenecer de hambre pasó por un restorán a cuya puerta había un cartel: “Estamos contratando”. Entró y le pidió trabajo al encargado. Le informó éste: “El único empleo que tenemos es de pinche”. Replicó ansiosamente el mexicano: “Aunque sea de hijo de la chingada, pero contráteme”

Don Frustracio, el marido de doña Frigidia, le contó a un amigo: "Mi hija cumplió hoy 18 años. Me dijo: 'No te inquietes por mí, papá. Te prometo que dejaré pasar tres años antes de tener sexo'". Preguntó el amigo: "¿Y eso te preocupa?". "Sí -contestó don Frustracio-. Cada vez se parece más a su mamá".

Tres señores de edad muy avanzada conversaban en el parque. Lleno de orgullo habló uno: "Me casé hace un mes con una chica de 25 años. Y no es por presumir, pero mi mujer ya está embarazada". Dijo con el mismo orgullo el segundo carcamal: "Yo también me casé con una muchacha joven, de 20 años, y a los 7 meses de casados mi esposa dio a luz un precioso bebé de 4 kilos". El tercer señor no decía nada; solamente oía lo que los otros relataban. Le preguntaron sus amigos: "Y tú, ¿no tienes nada qué contar?". "Desde luego que sí -responde el maduro caballero-. Solo que mi relato es diferente del de ustedes. Ya saben que me gusta la cacería. El domingo pasado fui a cazar conejos. En el campo me di cuenta de que mi rifle no funcionaba. No quise regresar a casa. Tomé mi bastón y eché a caminar por el prado para pasar el tiempo. De pronto vi un conejo. Por jugar levanté el bastón e hice como que disparaba. ¡Sorpresa! ¡El conejo cayó muerto! Lo recogí y seguí caminando. A poco vi otro conejo. Algo intrigado por lo que había sucedido antes levanté otra vez el bastón, apunté y fingí que disparaba. ¡Pum! El conejo cayó también sin vida. Estaba yo maravillado. Lo recogí y volví a caminar. Y he aquí que salió corriendo otro conejo. Sin esperar a que se detuviera le apunté con el bastón. ¡Paf! Y el conejo rodó. Para no hacerles largo el cuento, maté ocho conejos con mi bastón". Se hizo un largo silencio. Dijo uno de los añosos señores: "No esperarás que te creamos eso ¿verdad?". "Solo en la medida en que ustedes crean sus propias historias -respondió el otro-. Yo también creí al principio que estaba matando los conejos con mi bastón, pero después me di cuenta de que atrás de mí iba un hombre joven que disparaba con su rifle. El mío no servía, pero el de él sí".

Empédocles Etílez llegó a la cantina y le pidió al tabernero: "Dame una copa de menos". El cantinero se desconcertó: "No te entiendo". Explicó el temulento: "El médico me dijo que bebiera menos".

¿Qué debe decirle una mujer a un hombre inmediatamente después de haber tenido sexo con él? Puede decirle lo que quiera: el hombre ya está dormido.

Le preguntó el hombre a doña Jodoncia: "¿Tiene botellas de cerveza que venda?". Respondió ella con enojo: "¿Acaso tengo aspecto de beber cerveza?". Respondió el hombre: "Entonces ¿tiene botellas de vinagre?".

Una señora le dijo a otra: "Mi marido es muy tonto. Creo que es el hombre más indejo del mundo". Respondió la otra: "Estás equivocada. Mi marido es más tonto que el tuyo. Dudo que haya en el planeta un hombre más indejo que él". Después de discutir bastante las dos señoras acordaron hacer una prueba para determinar cuál de sus respectivos cónyuges era más tonto. La primera llamó a su marido y le pidió: "Ve a la casa a ver si estoy ahí". La otra señora, por su parte, hizo venir a su consorte y le dijo: "Toma estos 2 pesos y cómprame con ellos una tele de color". Salieron los dos maridos a cumplir sus respectivos encargos. A poco de caminar dijo uno: "De veras que mi señora es una tonta. Me manda a la casa a ver si ella está ahí, pero no me da la llave. Así ¿cómo voy a poder saber si está?". Dijo el otro: "Mi mujer es más tonta que la tuya". Me da 2 pesos para que le compre una tele de color. ¡Y no me dice de qué color la quiere!".

Uglilia, muchacha poco agraciada, hace esperar a sus amigos un mes antes de permitirles ciertas libertades. Claro, ellos preferirían que los hiciera esperar más tiempo.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le preguntó a un amigo: "¿Qué quiere decir en francés la palabra 'pourquoi'?''. Respondió el amigo: "Por qué". Estalló el tal Capronio: "¡Pos porque quiero saber, cabrón!".

Agotada, desfallecida, exhausta, la recién casada le dijo en la noche de bodas a su insaciable maridito: "¡Eres un tigre, Enrique!". Él se amoscó: "No me llamo Enrique". "Ya lo sé -respondió con voz feble la muchacha-. Pero pensé en el Rey Enrique porque ya vas en el octavo".

A la salida del catecismo Juanito le preguntó a Pepito: “Y tú ¿crees en el diablo?”. “La verdad no sé qué pensar -respondió él-. Crees en el diablo y luego te sucede lo que con Santa Claus, que es tu papá”.

Una gallinita se quejaba: “¡Qué ventarrón! ¡Ya van tres veces que se me regresa el huevo!”.


Rondín # 11


En el sepelio de su marido lloraba la viuda, inconsolable. “¡Hay, Ultimio! -decía entre sollozos-. ¡Qué hueco tan grande y tan hondo dejas!”. Se le acercó Astatrasio Garrajarra, el borrachín del pueblo, y le dijo: “Perdone la intromisión, señora, pero no deje que el dolor la lleve a revelar intimidades”.

Le preguntó una amiga a la esposa de don Languidio Pitocáido: “¿Qué te gusta más: la Navidad o hacer el amor con tu marido?”. “Me gusta más la Navidad -respondió ella-. Sucede con mayor frecuencia”.

Don Algón reprendió a uno de sus empleados, pues ese día llegó tarde al trabajo. “¿Qué horas son éstas de venir, Ovonio?” -le preguntó con acento de severidad. “Perdone, jefe -respondió el tal Ovonio-. La verdad es que me quedé dormido”. “¿Cómo? -exclamó don Algón muy asombrado-. ¿También en tu casa duermes?”.

La linda Susiflor pidió en una fiesta: “No me sirvan ni una copa más”. “¿Por qué?” -le preguntó con extrañeza el anfitrión. Explicó ella, vacilante: “Porque estoy en peligro. Me siento erótica, libidinosa y concupiscente, y si ya casi no puedo pronunciar esas palabras al rato voy a caer en la tentación que nombran”.

Doña Jodoncia, tremenda señora, despertó muy asustada. Le dijo a su marido: “Acabo de tener una horrible pesadilla, Martiriano. Soñé que había muerto, y me veía en el otro mundo”. Le preguntó tímidamente el señor: “¿Y qué fue lo que te despertó, querida? ¿El calor?’’.

El amigo del recién casado relató: “No hace ni dos semanas que se casó Novilio, y ya está metido en líos con otra mujer”. “¿Cómo es posible? -se sorprendió el otro-. ¿Una amante?”. “No, -precisó el primero-. Su suegra”.

Compadezcamos a aquel puerco espín corto de vista Estuvo 20 años haciéndole el amor a una biznaga.

El escritor de ciencia ficción le preguntó en la fiesta a doña Panoplia de Altopedo: “¿Qué historias le parecen las más fantásticas, señora?”. Respondió ella: “Las que me cuenta mi marido cada vez que llega tarde a casa”.

La señorita Peripalda, catequista, le dijo a Rosilita en la clase de catecismo: “Supongamos que un hombre está golpeando a un burro, y yo impido que lo siga golpeando. ¿Qué virtud estaría practicando?”. Respondió tímidamente la pequeña: “¿Amor fraterno?”.

En una isla desierta vivían seis marinos procedentes de un naufragio. Uno de ellos era alto y musculoso; los otros eran de pequeña estatura, enclenques y escuchimizados. Cada mañana el fortachón les preguntaba  con siniestra sonrisa: “A ver, muchachos ¿A cuál de ustedes le toca hoy ser Reina por un Día?”.

El padre de Pepito le informó que su mamá acababa de dar a luz unos preciosos gemelitos. “¡Ah, traviesos! -dijo Pepito al tiempo que le picaba la panza a su papá-. ¡Entonces no nada más lo hicieron una vez!”.

El eminente zoólogo habló de las costumbres de diferentes animales. “Maestro -le preguntó alguien del público-, ¿cuál es el animal que tiene peor carácter?”. Respondió el naturalista: “Unos piensan que es la hiena. Otros afirman que es el rinoceronte. Hay quienes creen que es el búfalo africano.”. Uno de los presentes lo interrumpió: “El animal de peor carácter en el mundo es el encabronado”. El disertante no hizo aprecio de la interrupción y prosiguió: “Otros aseguran que el animal de peor carácter es el chacal”. “Es el encabronado” -insistió el otro. De nueva cuenta no le hizo caso el zoólogo. Prosiguió: “Algunos opinan que es el jabalí”. “No -repitió el tipo-. El animal de peor carácter es el encabronado”. “¡Acabáramos! -estalló el conferenciante-. ¿Qué es el encabronado? Jamás he sabido de un animal que se llame así”. Explicó, calmoso, el individuo: “El encabronado es un animal que vive en  las selvas ecuatoriales. Tiene dos cabezas: una en un extremo del cuerpo, la otra en el extremo contrario”. “Eso no es posible -señaló el naturalista-. Si el animal estuviera formado de ese modo no podría hacer del estómago”. Replicó el tipo: “¿Y por qué cree usted que el encabronado se llama así?”.

Don Poseidón, granjero acomodado, regresó de cazar liebres. Entró en el establo y sorprendió al joven veterinario de la granja en el preciso instante en que le hacía el amor a su hija. Le dijo: “Por mí no deje usted de hacer lo que está haciendo, doctorcito. Le tengo puesto el cañón de mi escopeta ya sabe dónde, y me gustará escuchar la proposición de matrimonio que en este momento le hará a mi hija”.

Don Añilio, senescente caballero, viajaba en tren, en coche dormitorio. En la litera baja iba Solicia Sinpitier, madura señorita soltera. Cuando se hizo el silencio en el vagón, la señorita Sinpitier le dijo con voz insinuativa a su vecino: “Tengo bastante frío, señor; no logro calentarme. ¿Sería tan amable de ir a traerme otra cobija?”. Don Añilio contestó en tono igualmente sugestivo: “¿No le gustaría mejor que hiciéramos como si fuésemos marido y mujer?”. Respondió Solicia al punto  “No me parece mala idea”. “Muy bien -dijo el maduro señor, expeditivo: “Entonces ve tú misma a traer la cobija”.

Le dijo el empresario al cirquero: “Caminará usted por un alambre a 15 metros de altura, sin red, y hará juegos malabares con pelotas”. “Lo siento -respondió el tipo-. No tengo las pelotas que se necesitan para eso”.

El médico del cuartel examinaba a los reclutas, y vio a uno excepcionalmente bien dotado. Le preguntó a qué debía aquello. Respondió el mocetón: “Mi familia era muy pobre, y nunca tuve nada más con qué jugar”.

Después del trance de amor el maduro señor le preguntó a su compañera: “¿Te gustó?’’. Respondió ella: “Todavía no lo sé. Depende de lo que usted me pague”.

Babalucas era miembro de la policía montada. Cierto día capturó a un ladrón famoso. Le informó su jefe: “Te voy a ascender. En adelante andarás en patrulla’’. Babalucas se preocupó: “A ver si cabe el caballo”.

Afrodisio le preguntó a Libidiano: “La esposa de Hornacio es rubia ¿verdad?”. Respondió el otro: “Nada más por fuera”.

Don Cornulio sospechaba que su esposa le era infiel, y contrató a un detective para que la vigilara. Una tarde el receloso marido llegó a su casa y sorprendió a su mujer en actividad carnal con un sujeto. ¿Quién era el tal sujeto? Nada menos que el detective. Furioso don Cornulio se dirigió al investigador: “¿Qué significa esto?”. “Señor -replicó el tipo-. Usted me ordenó que me le pegara a su esposa y siguiera todos sus movimientos”.


Rondín # 12


Un paciente se quejó con el doctor Ken Hosanna: “Me siento mal”. Le indicó el facultativo: “Pues no se siente”.

La madre le dijo con severidad a su hija: “Una vecina me contó que estás saliendo con Pitongo. ¿Es cierto eso?”. “Sí, mami” -admitió la muchacha-. “¡Pero, hija! -exclamó la señora-. ¡Ese hombre es casado!”. “¿Pues quién te entiende, mami? -se impacientó la chica-. ¿No me dijiste que me buscara un marido?”.

Se atribuye a López Mateos haber dicho en círculo de amigos una frase entre desolada y cínica: “Cada mexicano tiene la mano metida en el bolsillo de otro mexicano, y ay de aquél que rompa esa cadena”.

En la noche de bodas el ansioso recién casado empezó a desvestir a su flamante mujercita en medio de encendidas caricias, arrumacos, mimos, carantoñas, ternezas, sobos y cucamonas. De pronto se detuvo y le dijo: “Lisarda: me recuerdas el pavo de Navidad que hace mi madre”. “¿Por qué?” preguntó ella extrañada al oír esa comparación. Explicó él: “Poca carne y mucho relleno”.

Rosilí fue a visitar a una amiga que había tenido bebé, pero no encontraba la clínica. Se dirigió a un joven: “¿Cómo puedo llegar a la maternidad?”. Contestó el muchacho: “Vamos a mi departamento y te daré una encaminadita”.

El general revolucionario le preguntó al coronel: “¿Cuáles son nuestras fuerzas para tomar la plaza?”. Respondió el otro con marcial acento: “Mi general: tengo 3 mil hombres montados y armados”. “Magnífico -se alegró el general-. Con esos efectivos no tendremos problemas para capturar la posición”. “No, mi general -precisó el coronel-. Tengo 3 mil hombres montados en el cerro, y armados a no bajar”.

Pepito estaba haciendo travesuras en el salón, como siempre. “¡Ay, Pepito! -le dijo la maestra, una joven y escultural muchacha-. “¡Si yo fuera tu mamá!...”. Respondió Pepito: “Si usted fuera mi mamá ¡las agasajadas que se daría mi papá!”.

“Doitor -le dijo el rancherito al médico veterinario-. Mi burro Jumentino está muy malo. No sé qué le sucede”. “Hay una epidemia de fiebre en equinos -contestó el facultativo-. A lo mejor eso es lo que tiene tu burro. Llévate este supositorio, pónselo en el recto, y avísame mañana a ver cómo sigue el animalito”. Regresó el ranchero a su jacal e ipso facto fue por el burro para ponerle el supositorio. Con atención concentrada le buscó por un lado, por el otro, por todos lados. Al fin le dijo muy molesto: “¡No te muevas tanto, Jumentino, que si no te encuentro ese tal recto te voy a meter esta medecina ya sabes por dónde!”.

El impertinente galanteador  trató de abordar en la calle a una guapa muchacha. “¿Te acompaño, chula?”. Ella se molestó: “¿Cómo se atreve a hablarme así? -le dijo-. ¿Qué no es usted casado?”. “No, preciosa -respondió el majadero con cínica sonrisa-. Nada más los pendejos se casan’’. “Ah, perdone, me equivoqué -le dijo entonces la muchacha-. Es que tiene usted cara de casado”.

Y a todo esto ¿por qué el sexo se llama sexo? Porque la palabra es más fácil de deletrear que: “¡Ah! ¡Oh! ¡Mmmm! ¡Ayyy! ¡Uff! ¡Hmppfff! ¡Yaaarggghhh! ¡Yiiiii! ¡Uhrgggh! ¡Yaaaa! ¡Ohooooo! Y finalmente: ¡Aaaaaaaaaah!”.

En el restorán el mesero le dijo al impaciente parroquiano: “No se desespere, señor. Su pescado vendrá en un momento”. Preguntó el irritado cliente: “¿Qué tipo de anzuelo están usando?”.

Comentó cierto señor: “Si no fuera por las guerras no sabríamos nada de geografía”.

Una señora le dijo a otra: “Estoy muy preocupada. Me enteré de que mi niña juega al papá y a la mamá con el hijo de la vecina”. “Vamos, vamos -la tranquilizó la amiga-. Eso es algo normal. Yo no me preocuparía”. “No sé -respondió la señora-. El caso es que el marido de mi niña ya la quiere dejar”.

Don Inepcio se quejaba con su mujer de ciertas fallas que observaba en su intimidad conyugal. “Por ejemplo -le reclamó-, nunca me dices cuando gozas haciendo el amor”. “¿Y cómo quieres que te lo diga? -protestó ella-. ¡Las veces que lo gozo tú no estás presente!”.

Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, le comentó a una amiga: “Ya estoy cansada de esas llamadas telefónicas obscenas”. La amiga se inquietó: “No sabía que has estado recibiendo llamadas telefónicas obscenas”. “No las he estado recibiendo -aclaró la señorita Celiberia-. Las he estado haciendo”.

Babalucas le preguntó a una señora: “¿Qué autobús me lleva al estadio?”. Le informó ella: “El 115”. Por la tarde la señora volvió a pasar por esa misma esquina. Ahí seguía Babalucas. Le preguntó la mujer: “¿No fue al estadio?”. “Para allá voy -respondió el badulaque-. Pero apenas han pasado 110 autobuses”.

La esposa de Empédocles Etílez le reclamó a su marido: “Me dijeron que estuviste en una casa de mala nota, y que te gastaste ahí 5 mil pesos en vino y en mujeres”. “¡Qué buena noticia! -se alegró el majadero-. ¡Pensé que se me habían perdido!”.

Terminada la fiesta de las bodas de oro el añoso marido se fue a dormir. A poco de haber conciliado el sueño lo despertó su mujer. “¿Qué quieres?” -preguntó el esposo. “Nada -contestó ella-. Vuelve a dormir’’. Una hora después lo despertó de nuevo. “¿Ahora qué quieres?” -se molestó el señor. “Nada. Duérmete”. Pasada una hora lo despertó otra vez. Y así durante toda la noche, hasta que amaneció. Furioso, el hombre estalló al fin: “¿Por qué haces esto? ¿Por qué me despiertas cada hora?”. Respondió con acento rencoroso la señora: “¡Desgraciado! ¡Lo mismo me hiciste a mí hace 50 años!”.

En la luna de miel el recién casado pidió que le llevaran café instantáneo al cuarto. “¡Mira! -exclamó su flamante mujercita-. ¡Igual que tu modo de hacer el amor!”.

Llegó un cliente a la librería y le preguntó al encargado: “¿Tiene algún libro que hable de sexo y matrimonio?”. “No -respondió el librero-. Esos dos temas no vienen nunca en un mismo libro”.


Rondín # 13


Pirulina y Simpliciano aún no habían cumplido un año de casados cuando una noche llegó él del trabajo y encontró a su joven esposa en situación comprometida con un desconocido. Antes de que Simpliciano pudiera articular palabra le dijo Pirulina: “¿Recuerdas que de novios me decías siempre que éramos el uno para el otro? ¡Éste es el otro!”.

Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, hablaban acerca de la onda fría reinante. Comentó Celiberia: “Anoche estuvimos bajo cero”. Y dijo Himenia con un hondo suspiro: “Me habría gustado estar bajo uno”.

El sargento ordenó: “Soldado Babalucas: vaya al río y llene las cantimploras”. Poco después regresó el badulaque con las cantimploras vacías. Preguntó el superior: “¿Qué sucedió?”. Explicó Babalucas: “No pude acercarme al río. En el agua estaba un lagarto”. “Es usted un tonto -se enojó el sargento-. Los lagartos son muy tímidos; seguramente se asustó igual que usted”. “Entonces ni caso tiene ir por el agua -razonó Babalucas-. Si el lagarto se asustó igual que yo, el agua ya no se puede beber”.

Otro de Babalucas. Pidió trabajo en una granja. El granjero, para probarlo, le dio una cubeta y un banquito. “A ver -le dijo-. Ordeñe aquella vaca”. Dos horas después regresó Babalucas con la cubeta a medio llenar y el banquito hecho pedazos. Le dijo al granjero: “La ordeña fue relativamente fácil. Lo difícil fue hacer que la maldita vaca se sentara en el banquito y se quedara quieta mientras la ordeñaba”.

Dos veteranos de guerra ya muy entrados en años estaban conversando en el club. Le dijo uno al otro: “¿Recuerdas aquellas pastillas que nos daban para bajarnos el impulso sexual? En mi caso ya están empezando a funcionar”.

Don Martiriano, el abnegado esposo de doña Jodoncia, hizo lo que nunca: estuvo con amigos y regresó a su casa después de media noche, y con aliento alcohólico. Doña Jodoncia lo recibió furiosa: “¡Borracho sinvergüenza! ¿Cómo te atreves a mirarme a la cara?’’.  Respondió tímidamente don Martiriano: “Mujer: a todo se acostumbra uno”.

El encargado de las encuestas de un periódico llamó a la puerta de una casa. Abrió la joven criadita, muchacha de apariencia humilde, y el encuestador le dijo: “Vengo a encuestarla”. “¿También usté?” -se consternó la fámula. Preguntó el visitante: “¿Ya la encuestó alguien?”. “Sí -respondió ella-. Mi patrona salió de viaje, y todas las noches el siñor me encuesta”.

Don Geroncio, señor de edad madura, fue a una mancebía, burdel, congal, zumbido, ramería o lupanar, y contrató los servicios de una de las señoras que ahí profesaban el muy antiguo y noble mester del meretricio. Con ella fue a uno de los habitáculos o accesorias del local. Pasó una hora; pasaron dos y tres, y la mujer y su provecto cliente no salían del cuarto. La dueña del establecimiento, inquieta, fue y dio unos discretos golpecitos en la puerta. Preguntó: "¿Se puede?". Desde adentro respondió don Geroncio con voz feble: "Se trata".

Cierto marido llegó a su casa y encontró a su esposa en peletier, o sea sin ropa, respirando agitadamente y con una lámpara de forma extraña en la mano. Le preguntó: "¿Qué haces?". Respondió ella: "Estoy limpiando esta lamparita". Dijo el hombre: "Solamente vine por mi raqueta. Voy al club; regresaré para la cena". Y así diciendo se marchó. Tan pronto salió el marido la señora dijo: "Ya se fue, genio. Sal de la lámpara y sígueme cumpliendo mi deseo".

La maestra iba a proponerles algunas adivinanzas a los niños. Le ordenó a Pepito: "Tú no contestes. Te las sabes todas; siempre te adelantas, y no das oportunidad a los demás niños de que participen". Así diciendo propuso la primera adivinanza: "Agua pasa por mi casa, cate de mi corazón". "¡El aguacate!" -respondió al punto Pepito. La profesora le indicó, molesta: "Te dije que no contestaras". Y dirigiéndose a los niños: "Ahí va otra: 'Lana sube, lana baja'". "¡La navaja!" -se apresuró a responder Pepito. La maestra, irritada, lo despidió llena de enojo: "¡Se me sale y no regresa!". Y respondió Pepito triunfalmente: "¡Un pedito!".

Después de examinar a don Languidio Pitocáido le dijo el médico: "Sufre usted de agotamiento general, señor. Debe renunciar a la mitad de su actividad sexual". La esposa del senescente caballero le preguntó al facultativo: "¿A cuál mitad debe renunciar, doctor? ¿A la mitad que recuerda o a la mitad que quisiera tener?".

El buen padre Arsilio amonestaba paternalmente a la muchacha de cascos ligerísimos. Le dijo: "Lo que debes hacer, Pirulina, es pensar en el más allá''. Respondió ella: "Pienso mucho en eso, padre. Cuando estoy con un hombre siempre quiero que llegue más allá".

Una muchacha le preguntó a otra: "¿Conoces a Facilicia, mi compañera de cuarto?". Respondió la otra: "La conozco". Le dijo la muchacha en tono de confidencia: "Descubrí que practica el nudismo con su novio". "¿De veras? -se interesó la amiga-. ¿Pertenecen acaso a un club nudista?". "No, -precisó la chica-. Pero ayer entré en el cuarto y los hallé hechos nudo".

Doña Chalina, la chismosa del pueblo, propaló la versión de que un señor del pueblo era alcohólico. Explicó que había visto su camioneta estacionada durante varias horas frente a una cantina. El señor no dijo nada, pero ese mismo día estacionó su vehículo frente a la casa de doña Chalina, y lo dejó ahí toda la noche.

Don Añilio, maduro caballero célibe, tenía un perico. Iba a salir de vacaciones, y le encargó el loro a su vecina, la señorita Solicia Sinpitier. Sucedió que el tal loro era muy mal hablado, y a toda hora soltaba sin más ni más sus sonorosas maldiciones. La señorita Sinpitier lo amenazó: "Si sigues hablando así te voy a encerrar". El maldiciente cotorro no hizo caso, y siguió profiriendo vocablos de grueso calibre. Una mañana el señor cura llamó a la puerta de Solicia. Vio ella quién era el visitante, y temerosa de que el perico maldijera delante del sacerdote fue a encerrarlo. No encontró dónde, y como el señor cura seguía tocando la puerta metió a toda prisa al loro en el refrigerador. Había ahí un pavo congelado que la señorita Sinpitier había comprado para la Navidad. Lo vio el perico y exclamó con temeroso asombro: "¡Uta! Pos éste ¿qué diría?".

Un loco escapó del manicomio. El director del establecimiento hizo que la policía lo buscara, pero la búsqueda fue inútil. De pronto sonó el teléfono en la oficina del director: era su esposa. "Viejo -le dijo en voz muy baja como para que no la oyera alguien que andaba por ahí cerca-. Creo que el loco que andas buscando se encuentra aquí conmigo". "¿Cómo dices?" -se asombró el director. "Sí -confirmó la mujer-. Se metió a la casa, me trajo a la recámara y me está haciendo el amor como loco".

El novel odontólogo tiró con todas sus fuerzas de la pinza y extrajo por fin la muela del dolorido paciente. Al hacerlo observó que de la pieza dental pendía un largo filamento a cuyo extremo se veían dos bolitas. Le dijo con inquietud al espantado sujeto: “Caray, señor. Parece que la muela tenía la raíz demasiado profunda”.

El novio de Dulcilí se presentó tímidamente ante el papá de la muchacha y le dijo con vacilante voz: “Señor: vengo a pedirle la mano de su hija”. “¿La mano nada más? -respondió, severo, el genitor-. Advierto, joven, que es usted poco ambicioso”.

Rosibel, la linda secretaria de don Algón, le preguntó delante de los asistentes a la junta de negocios: “¿Quiere que le traiga su café?”. Preguntó a su vez el ejecutivo: “¿Ya está caliente, señorita?”. Ante el asombro de los circunstantes contestó Rosibel: “¡Ay, jefe! ¿Va usted a empezar con sus cosas?”.

Galactina era una chica de mucha pechonalidad. Quiero decir que poseía un tetamen ubérrimo, opíparo, espléndido, pletórico. Fue hacia ella un individuo y la saludó con familiaridad: “¡Hola, tocayita!”. “¿Tocayita? -se extrañó ella-. ¿Acaso se llama usted Galactino?”. Respondió el individuo: “No. Me llamo Zenón”.


Rondín # 14


Un explorador fue con su esposa a Nepal. Iba en busca del Abominable Hombre de las Nieves. En un valle nevado lo encontró: ahí estaba el Yeti, un gigante descomunal de horrible traza. Vio el monstruo a la mujer y al punto se lanzó sobre ella y la tomó entre sus membrudos brazos. Llena de espanto la señora le gritó con desesperación a su marido: “¿Qué hago?”. Le sugirió el explorador: “Dile que te duele la cabeza, que estás muy cansada, que mañana te tienes que levantar temprano.”.

Un comerciante callejero se dirigió a Babalucas: “Vendo huevos”. Contestó el badulaque: “¡Bonito me voy a ver vendado de ahí!”.

Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, fue a la iglesia y le pidió a la Virgen que le hiciera el milagro de enviarle algunos pesos, pues andaba -dijo con estudiado culteranismo- “inargento e impecune”. Regresó al día siguiente a ver si su petición había surtido efecto. Sucedió que por estar cercana ya la Navidad el padre Arsilio había quitado de su altar a la Virgen, y en su lugar puso al Niño Dios. Lo vio Empédocles, y entre las nubes de su beodez le preguntó: “Oye, chamaco: ¿no te dejó tu mamá unos centavos para mí?”.

Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión fue al cine a ver la película “El volcán”, y la lava se congeló en la pantalla. Un día llegó a su casa al término de un viaje y sorprendió a su esposo, don Frustracio, en brazos de una muchacha de muy buen ver y de mejor tocar. Le explicó el señor a su mujer: “Esta jovencita va en camino a la frontera. Llegó a la casa y me pidió algo de comer. La vi tan hambrienta que la invité a pasar y le preparé una cena. Traía ella unos tenis tan rotos y gastados que le di un par que no te has puesto nunca. Su suéter estaba tan raído que le obsequié uno que no usas desde hace varios años. Su pantalón se veía lleno de parches y roturas, y le regalé uno que jamás te pones. Ya se iba, pero entonces se dio la vuelta y me preguntó: ‘¿No tiene usted alguna otra cosa que su señora no quiere usar?’. Y aquí estamos”.

Los recién casados llegaron al hotel donde iban a pasar su noche de bodas. El novio le preguntó al encargado: “¿Cuál es la tarifa?”. Contestó el de la recepción: “Mil pesos por cada uno”. Le dijo el muchacho al tiempo que le entregaba unos billetes: “Aquí tiene usted tres mil. Si son más, mañana le pagaré los otros”.

“El sexo con mi mujer es aburrido”. Eso le dijo un tipo a su compadre después de haberse tomado los dos algunas copas. Comentó el otro: “Lo mismo me sucede a mí. En el renglón sexual mi matrimonio es un bostezo”. Varios tragos después los dos compadres acordaron sugerir a sus consortes hacer un cambio de parejas. Quizá eso ayudaría a mejorar su relación. Las señoras estuvieron de acuerdo, y el cambio se efectuó. Ya en la cama uno de los compadres le preguntó a su nueva pareja: “¿Qué estarán haciendo nuestras esposas?”.

Susiflor se iba a casar. Le pidió a su mamá: “Dime cómo hacer feliz a mi marido”. La señora bajó la voz y respondió: “La noche de bodas.”. “No, mami -la interrumpió, impaciente, Susiflor-. Eso ya lo sé. Lo que quiero que me digas es cómo hacer el pay de queso que tanto le gusta”.

Onanito Manuleco, muchacho solitario, le dijo nerviosamente a su compañera de oficina: “Anoche tuve sexo contigo. Y me gustaría tenerlo hoy otra vez, pero ahora estando tú presente”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo en el bar a una linda chica: “Soy donador de órganos, y tengo uno que gustosamente te donaré si me acompañas a mi departamento”.

Don Senilio, nonagenario caballero, conoció a una dama de 70 años de edad. Ella lo invitó a su casa, y después de beberse media botella de rompope, y de bailar al compás de la música de Lara, compartieron los dos el amoroso trance. Una semana después don Senilio sintió cierto cosquilleo en la alusiva parte. Acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna. El facultativo, después de practicarle un breve examen, le preguntó: “¿Tuvo usted actividad sexual recientemente?”. Don Senilio contestó que sí. Volvió a inquirir el médico: “¿Recuerda usted a la mujer con quien hizo el amor, y dónde vive?”. El añoso señor volvió a afirmar. “Muy bien -le indicó entonces el galeno-. Apresúrese a ir con ella ahora mismo. Está usted empezando a terminar”.

Don Chinguetas acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna. La enfermera, joven mujer de exuberantes curvas, le informó que en ese momento el médico no estaba, pero que le daría una cita para el día siguiente. Le preguntó: “¿Qué síntomas presenta usted?”. Respondió el señor: “Siempre estoy tenso, nervioso e irritable”. Sugirió la sinuosa Nightingale: “Posiblemente eso se deba a la falta de actividad sexual. Por mil pesos yo puedo aliviar sus síntomas ahora mismo”. El senescente caballero aceptó el ofrecimiento, y en la mesa de examen del facultativo se llevó a cabo la medicación. Al día siguiente regresó don Chinguetas a su cita con el doctor Hosanna. Después de un breve interrogatorio dictaminó el facultativo: “Su malestar es mero estrés. Lo aliviarán estas píldoras tranquilizantes, que además son muy baratas: el frasco cuesta solamente un dólar”. Replicó don Chinguetas con voz suave: “Si no le importa preferiría mejor el tratamiento de mil pesos”.

Babalucas iba a estar presente en el nacimiento de su hijo. El médico que asistiría a su esposa le preguntó si había estado antes en algún parto. “En otro nada más” -respondió él. Le preguntó el obstetra: “¿Cómo fue su experiencia?”. “No muy grata -declaró Babalucas-. Estaba yo en un lugar tibio y silencioso. De pronto me sacaron de ahí a un lugar ruidoso y frío, y un desgraciado me dio un golpe en las nachas”.

Es difícil para un padre de 1.65 de estatura decirle a su hijo adolescente de 1.80 que la comida chatarra no es buena para él.

Doña Pasita llamó al carpintero que le había puesto un nuevo asiento a su inodoro. Le informó que la tabla no había quedado bien. El hombre la revisó y dijo: “No le encuentro ningún defecto”. Le pidió la viejecita: “Revísela más de cerca”. Procedió el carpintero a la inspección, y al retirarse hizo: “¡Ouch!”. Explicó que en una grieta de la tabla se le habían atorado unos pelitos del bigote. “Por eso quería que la revisara -le dijo doña Pasita-. A mí me sucede siempre algo parecido”..

Un maduro caballero salió de la cantina haciendo eses. Cae que no cae se las arregló para llegar a su automóvil, e hizo varios intentos infructuosos por abrir la puerta, pues no atinaba a meter la llave en la cerradura. Un oficial de tránsito que pasaba en su patrulla vio aquello. Detuvo su vehículo, fue hacia el beodo y le preguntó con severidad: “¿Piensa usted manejar su automóvil en el estado en que anda?”. “¡Claro que sí! -respondió con tartajosa voz el temulento-. ¡Estoy demasiado borracho para caminar!”.

Ésta era una familia de campesinos formada por el padre, la madre, y tres hijos varones. Todos vivían gracias a la protección de un hada madrina que los preveía de todo lo necesario. Cierto día el jefe de la familia despertó y vio por la ventana algo que lo llenó de angustia: el hada madrina yacía en el prado, muerta. Pensó el hombre que no iba a poder ya sostener a su familia; buscó un árbol y se suicidó colgándose de una de las ramas. Poco después la madre despertó y vio en el prado al hada ya sin vida y a su marido muerto. Desolada fue hacia el árbol y se colgó también. Pasó media hora y el hijo mayor se levantó. Vio que el hada había muerto y miró en la rama del árbol a su padre y su madre. Poseído por el dolor se dirigió al río con intención de ahogarse. Cuando llegó a la orilla, sin embargo, vio ahí a una hermosa nereida de las aguas. La bella ninfa lo llamó y le preguntó que le sucedía. Respondió el desdichado: “Murieron mis padres y pereció el hada que nos mantenía. Me voy a echar al río para morir también”. “No lo hagas -le dijo la nereida. Los dioses del agua me dieron la facultad de obrar prodigios. Si me haces el amor cinco veces seguidas resucitaré a tus padres y al hada”. El joven se empeñó con todas sus fuerzas en obsequiar el erótico deseo de la nereida, pero no pudo hacerle el amor más de tres veces. Entonces la airada ninfa lo ahogó sumergiéndolo en las aguas. En eso el segundo hermano despertó. Vio a sus padres muertos, al hada sin vida allá en el prado, y a su hermano igualmente difunto junto al río. Loco de pena fue él también a lanzarse a las turbulentas aguas. La nereida lo detuvo y le dijo lo mismo que a su hermano: si le hacía el amor cinco veces seguidas haría que sus padres y su hermano volvieran a la vida, lo mismo que el hada. El muchacho quiso cumplir el capricho de la insaciable ninfa, pero sólo pudo hacerle el amor cuatro veces. En la quinta no pudo ya seguir. La nereida, entonces, lo ahogó en las aguas lo mismo que a su hermano. Despertó el hijo menor, fornido mocetón en flor de edad, y vio aquel funesto espectáculo: sus padres en el árbol, muertos; en el prado, sin vida ya, el hada, y a la orilla del río sus hermanos, ahogados ambos. Fue hacia la corriente con intención de morir en las aguas él también. Pero la ninfa lo detuvo y le dijo lo mismo que a los otros: “Si me haces el amor cinco veces seguidas haré que tus padres resuciten, y que vuelvan a la vida tus hermanos y el hada”. El muchacho se extrañó sinceramente: “¿Cinco veces nada más? Es poco para mí. Si quieres puedo hacerte el amor diez veces seguidas, y aun más”. “¿Diez veces? -se asombró la nereida-. Lo dudo. Pero acepto tu ofrecimiento, y te prometo que si me haces el amor diez veces haré que resuciten tus padres, tus hermanos y el hada”. El robusto mocetón empezó a despojarse de su ropa a fin de proceder a lo acordado. Pero en ese momento una duda lo asaltó. “Espera -le dijo a la nereida-. Si te hago el amor diez veces seguidas ¿qué garantía tengo de que no te sucederá lo mismo que esta mañana le sucedió al hada?”.

Desde que salió de su casa esa mañana don Augurio Malsinado supo que aquel día no iba a ser bueno para él. Y es que al ir por la calle pisó una caca de perro. Ignoro si a Julio César le sucedió lo mismo cuando se dirigía al recinto del senado, pero sí sé que ese presagio es ominoso, más que el de los idus de marzo. Pronto se confirmó la sombría premonición de don Augurio. Llegó al trabajo cinco minutos tarde, y don Algón, su jefe, lo reprendió delante de todo el personal. Las secretarias bajaron la cabeza, apesaradas, pues lo querían bien -le decían don Guty-, pero Capronio el contador, que se fingía su amigo, no pudo ocultar una malévola sonrisa de satisfacción. A la hora de la comida la sopa de poro y papa que pidió traía una mosca. Llamó al mesero y se quejó: "Mi sopa trae una mosca". "¿Y cuántas quería mi señor?" -respondió el insolente camarero. Ahí no paró todo. Terminada su jornada de trabajo -don Algón le ordenó que se quedara una hora más a fin de reponer lo del retardo- Malsinado llegó a su casa y halló a su esposa con un genio de los mil demonios, pues se le había ido la muchacha de servicio y ella no se avenía a hacer ninguna de las tareas de la casa. Así, don Augurio tuvo que preparar la cena, lavar los trastes y planchar luego el traje y la camisa que usaría el día siguiente. En la cama intentó hacerle conversación a su mujer. Había visto en una revista de jardinería el dibujo de una pérgola o armazón para sostener plantas trepadoras, y le dijo a su señora: "Me gustaría tener una pérgola grande". Le respondió ella con tono agrio: "Ya es demasiado tarde para que te crezca". Lo dicho: nefasta fecha fue aquella para don Augurio. Más le hubiera valido no salir ese día de su casa. A lo mejor habría podido convencer a la criadita de que se quedara. Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida -con confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus miembros el adulterio con tal de que lo cometan únicamente en la posición del misionero-, iba por la calle cierta noche cuando lo abordó una muchacha de tacón dorado y le ofreció sus eróticos servicios. El reverendo ardió en santa indignación por aquel atentado contra su ministerio. Le preguntó con severidad a la muchacha: "¿Has oído hablar del pecado original?". Respondió ella: "No sé a cuál de ellos te refieras, guapo, pero si lo quieres realmente original te va a costar 500 pesos más".

Babalucas se despertó lleno de alarma. Su mujer se preocupó: "¿Qué te sucede?". Respondió el pavitonto: "Soñé que me comía un malvavisco gigante, y ahora no encuentro mi almohada".

Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, la preguntó a la amiga que la acompañaba si el vestido que se estaba probando en la tienda tenía el escote demasiado pronunciado. Inquirió a su vez la amiga: "¿Tienes vellos en el pecho?". "¡Claro que no!" -exclamó Nalgarina. Le dice la otra: "Entonces el escote sí está demasiado pronunciado".

Don Chinguetas le dijo a doña Macalota, su mujer: "La comida está quemada". Ella se defendió. "Yo no tengo la culpa. Hubo un incendio en el restorán de comida para llevar".


Rondín # 15


Una joven y bella mujer acudió al consultorio del doctor Wetnose, famoso ginecólogo, y le dijo que le habían salido en la parte interna de ambos muslos unas extrañas manchas verdes. Procedió el facultativo a hacer la revisión correspondiente y luego le preguntó a la visitante: "¿Está usted casada con un gitano?". "Así es" -respondió ella asombrada por la perspicacia del galeno. Le indica el doctor Wetnose: "Dígale a su marido que lo engañaron. Las arracadas que le vendieron no son de oro".

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, casó con Pirulina, muchacha muy sabidora de la vida. Al empezar la noche de bodas el anheloso novio dejó caer la bata que lo cubría. Vio Pirulina lo que tenía que ver y exclamó luego con disgusto: “¡Carajo! ¡Y ni siquiera voy a poder decir: ‘Lo siento’!”.

Aquella chica felicitó a su pareja: “Bailas muy bien, Asterio”. “Gracias -respondió el muchacho-. Tomé un curso de baile”. Prosiguió ella la felicitación: “Y pones en tu modo de bailar un sello muy especial”. Explicó el bailador: “Es que el curso era por correspondencia”.

Un pordiosero pedía limosna en una esquina con un sombrero en cada mano. Pasó por ahí don Algón y le preguntó: “¿Por qué dos sombreros, buen hombre?”. Contestó el pedigüeño: “Yo no le temo a la crisis económica, señor. Decidí abrir una sucursal”.

Jactancio Elátez, sujeto baladrón, veía con un amigo a las mujeres que pasaban por la plaza del pueblo. “Mira -le dijo con alardoso tono-. Esa señora fue mía. Y también aquella chica que va allá. La mujer de rojo fue mía igualmente, lo mismo que aquella otra del vestido azul. Las dos chicas que ves en la esquina fueron mías también. Todas ellas han sido mías, y muchas más”. “¡Caramba! -se admiró el amigo-. Entonces entre tu esposa y tú se han adueñado ya de todo el pueblo, pues entiendo que lo que has hecho tú en el ramo femenino lo ha hecho tu mujer en el masculino”.

Delante de su mamá el niño le pidió a la mucama: “Llévame de caballito, Famulina”. “¡Ah, no! -protestó la muchacha-. Ya estás muy grande para tenerte encima. No puedo contigo”. El chiquitín se echó a llorar: “¡Y cómo con mi papá sí puedes!”.

Dijo Susiflor en el teléfono: “Fecundino: ¿recuerdas que la última vez que estuvimos juntos te dije que no quería volverte a ver? Pues bien: he cambiado de opinión”. Quiso saber él: “¿De dónde me estás llamando?”. Respondió Susiflor: “Del consultorio de mi ginecólogo”.

El abuelo se puso la chaqueta que había usado en la universidad, cuando fue miembro del equipo de futbol americano. En la prenda lucía el número 30. Su nieto mayor le preguntó: “¿Por qué ese número?”. Respondió el señor: “En aquel tiempo los jugadores del equipo acostumbrábamos poner en nuestro uniforme el número de las novias que teníamos”. Oyó aquello la abuela y comentó: “Entonces le sobra el 3”.

Los recién casados recibieron como regalo de bodas un perico. Estaba ya en la casa cuando los novios regresaron de la luna de miel. Empezó la juvenil pareja con sus arrumacos, y el lorito, curioso, no les quitaba la vista de encima. Nerviosa por aquella vigilancia la flamante esposa cubrió la jaula con una toalla y amenazó al cotorro: “Si te asomas te voy a llevar a desplumar la cabeza”. Dicho lo anterior los desposados trajeron a la recámara la maleta en que traían sus cosas. Pero no la podían abrir, pues al parecer el cierre se había atorado por exceso de contenido. El muchacho pensó que aplanando un poco la maleta la podría abrir, de modo que le pidió a su flamante mujercita: “Ponte arriba, mi amor”. “No -dijo ella-. Mejor súbete tú”. Sugirió el muchacho: “¿Qué te parece si nos ponemos los dos arriba?”.  Entonces el perico asomó la cabeza al tiempo que decía con ansiedad: “¡Esto yo lo tengo que ver, no importa que me  quede calvo!”.

La recién casada se embarazó, y de inmediato quiso saber si su bebé sería niño o niña. El médico le dijo que era demasiado pronto para determinarlo. La muchacha, que ardía en deseos de conocer el sexo de su criatura, fue con una astróloga. Ésta le preguntó: “¿Bajo qué signo concibió usted a su hijo?”. Algo apenada respondió la chica: “Bajo uno que decía: ‘No pise el césped’”.

En el lecho de su última agonía aquel señor empezó a gemir: “¡No quiero irme de este mundo! ¡No quiero dejar sola a mi esposa, esa mujer tan bella, tan hermosa, tan agradable, tan gentil y bondadosa!”. El doctor le dijo en voz baja a la señora: “El final se acerca ya. Está empezando a delirar”.

Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Cierto día pasó frente a una agencia de viajes que tenía en el escaparate un cartel anunciando un crucero a Hawai, y eso bastó para que en la isla se helara toda la cosecha de ananás. Una noche su esposo, don Frustracio, se asomó por la ventana del jardín y exclamó con tono ensoñador: “¡Qué bella luna!”. Doña Frigidia se apresuró a decir: “Hoy no. Me duele la cabeza”.

La esposa de Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llegó a su casa antes de lo esperado y sorprendió a su casquivano marido en el lecho conyugal en apretado episodio de erotismo con una despampanante morenaza. “¡Canalla traidor aleve fementido perjuro desleal engañador!” -profirió en una sola tirada sin siquiera detenerse a poner las comas. Calmosamente respondió Afrodisio: “Me has prohibido traer amigos a la casa, pero nada me has dicho acerca de traer amigas”.

Un joven de modales delicados se presentó en el circo a pedir trabajo. Le dijo al empresario: “Soy el Hombre Araña”. Inquirió el hombre: “¿Sube usted por las paredes?”. “No -precisó ruboroso el adamado-. Tejo”.

Frente a la sala cinematográfica Capronio le dijo a su novia: “Aquí estamos, tal como me lo pediste: Cine Coloso”. “No te hagas indejo -replicó ella con enojo-. El mensaje que te envié no dice: ‘Llévame al Cine Coloso’. Dice: ‘Llévame al ginecólogo’”.

Lord Feebledick recibió un anónimo en el cual “un amigo” le informaba que su mujer -la de milord, no la de “un amigo”- le estaba adornando la testa con Mister Prick, squire. Buscó al tal Prick en el club; lo llevó aparte y le dijo con ominosa voz: “Sé sin lugar a dudas, caballero, que está durmiendo usted con mi esposa”. Replicó el indiciado: “Puedo asegurarle, señor mío, que ni ella ni yo pegamos los ojos en toda la noche”. Declaró lord Feebledick: “No soy hombre de violencias, pero hago de su conocimiento que en justa venganza, y a modo de reparación, me propongo dormir con su mujer”. “Proceda libremente -lo autorizó el otro-. Con ella sí se duerme”

Es peligrosa la lectura del cuento que hoy descorre el telón de esta columnejilla. Lo leyó doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y fue víctima de un soponcio o patatús que le quitó el sentido. Inútiles han sido las tisanas de camomila, mejorana, poleo, bardana, boldo, genciana, centaurea y hierba cana prescritas por su médico de cabecera: la ilustre censora de la pública moral sigue privada de las potencias naturales, y vaga por sus aposentos como Lucía de Lamermoor. Es una pena verla, pues a diferencia de la infeliz heroína de Donizetti doña Tebaida profiere de repente palabrotas de grueso calibre con las cuales maldice a su señor esposo, a su doctor  y al secretario general de la ONU, que ciertamente no tiene nada que ver con su penoso estado. Quién sabe por qué doña Tebaida la ha tomado contra él. Lamento profundamente el malestar de la señora, pero por exigencias de la libertad de prensa procedo a relatar el chascarrillo que la enajenó, sin dejar de advertir a los lectores acerca de sus posibles consecuencias... Don Geroncio, señor de edad madura, fue a cortarse el pelo. El peluquero que lo atendió le ofreció tres revistas: Mecánica Popular, el Mensajero del Corazón de Jesús y Playboy. Don Geroncio escogió esta última, pues dijo que ya había leído las otras dos. Empezó el fígaro su trabajo, al tiempo que hablaba de los temas de actualidad: la casa blanca, las manifestaciones, la inseguridad. Su añoso parroquiano, sin oírlo, se aplicó a contemplar morosamente las hermosas féminas que llenaban las páginas de la publicación citada. En eso el peluquero necesitó alguno de los adminículos que usaba en su “arte tonsoria” -así decía él-, y dio la espalda al cliente. Cuando volvió a la silla vio que la revista había caído al suelo, en tanto que don Geroncio, las manos bajo la sábana, hacía unos movimientos más que sospechosos, parecidos a los que efectúa el que se entrega al placer solitario que en inglés se llama jerk off, jack off o whack. Eso en español peninsular se designa como “paja”, y en caló de México se denomina trabajo manual, cascaroleta, pulsera, doña manuela o chaqueta. Al ver tales movimientos el peluquero ardió en indignación. Tomó la tabla que en las peluquerías se pone sobre los brazos del sillón para sentar a los niños, y con ella le propinó al maduro señor tremendos golpes en la aludida parte al tiempo que le gritaba hecho una furia: “¡Viejo cochino! ¡En mi peluquería no se hacen esas marranadas!”. Y al decir tal cosa seguía golpeando a don Geroncio en el lugar donde movía las manos. “¡Ay, maestro! -le reprochó el lacerado al peluquero con lamentosa voz-. ¡Ya me quebró usted los anteojos!”. ¡Desdichado señor! ¡No estaba haciendo nada impropio! ¡Estaba limpiando sus lentes abajo de lasábana!

Pitigrilli, escritor hoy olvidado, reprodujo un diálogo entre dos sujetos: “La culpa de la Segunda Guerra la tuvieron los judíos”. “No es cierto: la tuvieron las bicicletas”. “¿Por qué las bicicletas?”. “¿Y por qué los judíos?”.

La encargada de la tienda le preguntó a doña Marsopia: “¿Le quedó el vestido?”. “No sé -gimió la robustísima señora-. ¡El vestidor no me quedó!”.

La recién casada volvió de su luna de miel. Una amiga le dijo: “Se te ve feliz”. “Lo estoy -respondió ella-. Y más felices aún están mis piernas: otra vez se volvieron a juntar”.


Rondín # 16


El inspector de la mina no tuvo ningún problema para localizar, entre más de cien mineros del carbón, al que había dejado el trabajo un par de horas para ir a su casa sin permiso. Le preguntó el gerente de la mina: “¿Cómo supo usted cuál fue?”. “Muy sencillo -explicó el inspector-. Hice que todos se desnudaran y se pusieran en fila. El que fue a su casa era el único que tenía la pija blanca”.

En los primeros tiempos, los del Antiguo Testamento, Yahvé tenía por principal ocupación inventar castigos para los humanos. Hacía caer sobre ellos plagas espantosas; les incendiaba sus ciudades y cultivos; les confundía las lenguas; tornaba en sangre el agua de sus ríos; los convertía en estatuas de sal. Cierto día se le ocurrió un castigo nuevo: haría llover sobre hombres y animales de modo que se ahogaran todos y no quedara ningún ser vivo sobre la superficie de la tierra. Salvaría únicamente a un varón, no porque fuera totalmente justo -Noé también tenía sus pecadillos-, sino porque el Señor necesitaba un testigo que narrara después lo sucedido, y que sus hijos no se apartaran ya de sus mandatos por el miedo de ahogarse ellos también. Ese temor subsiste todavía. En mi caso, cuando hago algo que se sale del reglamento, y empieza a lloviznar, me pongo muy nervioso y digo en mi interior: “¡Uta! ¡Ya supo!”. Pero veo que me estoy apartando de un relato que ni siquiera he comenzado todavía. Sucede que Noé hizo entrar en el arca a una pareja de cada especie de animales. Era muy previsor ese patriarca. Se preparó para el Diluvio a pesar de que su esposa le decía con tono agrio: “A ver si ya dejas de estar haciendo ese adefesio y te metes a la casa. ¿No ves que va a llover?”. Tan prudente era Noé que quiso evitar desde el principio que ya en el arca los animales se entregaran a sus efusiones amorosas, pues eso -pensemos, por ejemplo, en los elefantes, los hipopótamos y los rinocerontes- haría peligrar la estabilidad de la nave. Así, convocó a todos los machos y les pidió que le entregaran el atributo que los distinguía como tales. Él no se despojó del suyo (“Mi mujer casi no se mueve” -declaró a título de justificación), pero a cada animal le entregó un papelito que decía: “Vale por un pito de.” y el nombre de cada espécimen. Cuando acabó el Diluvio y se secó la tierra el buen Noé hizo que los machos se formaran para bajar del arca, y conforme iban saliendo les entregaba su correspondiente atributo de másculo. El monito descendió del arca y le dijo lleno de sobresalto a la monita: “¡Noé me dio por equivocación el vale del asno, y mira lo que me entregó!”. Respondió la monita, presurosa: “¡Tú hazte tonto y camina más aprisa!”.

Dos vedettes que hacía tiempo no se veían se toparon en la calle. Una de ellas lucía un profuso nalgatorio; un par de exuberantes glúteos de vastas proporciones, mayores que los de la Venus Calipigia. Le dijo la otra: “Veo que has ampliado el negocio”.

Dulciflor y su novio estaban en la sala de la casa de ella. Asomó por la escalera la mamá de la chica y le preguntó: “¿Está ahí Pitorro, Dulciflor?”. “Todavía no, mami -contestó ella acezando con agitación-, pero ya merito llega”.

La recién casada dio a luz. El médico les informó a los felices padres: “Tuve que recurrir a una cesárea. El bebé estaba en una posición torcida; todo encogido; chueco; una pierna por un lado, otra por otro. Jamás había visto yo una postura tan complicada”. La joven madre se volvió hacia su marido y le habló con tono de reproche: “¿Lo ves, Libidiano? Te decía que no hiciéramos eso en el vocho”.

Una señora le contó a su amiga: “Antes de hacerme el amor mi esposo me acaricia lentamente; me besa con morosos besos; me musita al oído palabras de romanticismo; me dice que me ama, y lo feliz que es a mi lado”. Comentó la otra: “Mi marido lo único que hace es preguntarme: ‘¿Estás despierta?’”. (Y a veces ni eso, el desgraciado).

Babalucas tiene un nuevo negocio: un salón de masajes con el sistema de hágalo usted mismo.

El novio y la novia llegaron a la iglesia donde se iban a casar. Los feligreses que salían de la misa anterior se detuvieron en el atrio para verlos. Exclamó la muchacha con disgusto: “¡Qué gente más curiosa! ¡La próxima vez entraré por la sacristía!”.

Se quejó un señor: “Mi médico está muy metalizado. Tengo tisis galopante, y me cobra por kilómetro”.

Una mujer se estaba confesando con el padre Arsilio: “Me acuso de que me acuesto con hombres”. “Pero, hija -la amonestó el buen sacerdote-. ¿Qué ganas con eso?”. Respondió ella: “Dos mil pesos diarios, en promedio”.

El doctor Duerf, célebre analista, le dijo a su paciente: “Aun sin interrogarlo me doy cuenta de que todos sus problemas derivan de la difícil relación que tiene usted con su madre”. Respondió el sujeto: “Doctor: mi mamá murió cuando yo tenía un año de nacido”. “Entonces -afirmó el siquiatra-, el origen de sus problemas está en la conflictiva relación que tiene usted con su papá”. Replicó el paciente: “No conocí a mi padre”. “Ya sé -dijo a continuación el doctor Duerf-. Todos sus problemas se originan en la áspera relación que tiene usted con su esposa”. Declaró el individuo: “Soy soltero”. “¡Oiga! -se exasperó el facultativo-. ¡Si quiere usted curarse tiene que colaborar!”.

Un hombre y una mujer fueron al motel Kamagua, y en una de sus habitaciones se entregaron al consabido rito que los ingleses llaman “in-and-out”. En medio del trance dijo la mujer: “Lo que estoy haciendo contraría todas las órdenes de mi doctor”. “¿Cómo? -se alarmó el tipo-. ¿Tienes alguna enfermedad?”. “No -respondió ella-. Estoy casada con un médico”.