Hoy sábado 20 de Junio del año 2020 a las 16:44 horas inicia oficialmente la temporada de Verano, y como acostumbro hacerlo cada vez que hay un cambio de estación pondré en esta entrada algunos de los chistes que he ido coleccionando del repertorio de mi colega el humorista más prolífico de México, mi tocayo Armando Fuentes Aguirre mejor conocido como
Catón, el cual aunque ya está algo vetarro y los efectos del tiempo ya se le empiezan a notar, todavía se mantiene vigente como lo veremos abajo.
En lo que tiene que ver con los ciclos de trabajo, como el calendario escolar, en realidad este Verano 2020 no existirá por el simple hecho de que la actual pandemia de coronavirus COVID-19 obligó a cerrar prematuramente las escuelas en todos sus niveles, y no hay seguridad sobre una fecha de inicio para el siguiente ciclo escolar debido al confinamiento impuesto por las autoridades con eso del
Quédate en casa, como tampoco se sabe cuándo se regresará a la normalidad, aunque ya la llaman "la nueva normalidad", lo que sea que eso signifique. Es posible, según algunos, que estemos en los albores del Apocalipsis, el tiempo definitorio para la lucha decisiva final entre el Bien y el Mal, y ello explicaría muchas cosas que están sucediendo y que nunca antes habíamos visto. Pero de cualquier modo, creo que la pasaremos mejor si olvidamos lo sombrío de este año que marcará a las siguientes generaciones, si nos echamos a reír con la ayuda de algunos de estos chistes.
Al contrario de lo que sugiere la fotografía al principio de esta entrada, las playas de Acapulco así como de otros centros turísticos están vacías, permanecen desiertas, y más parecen poblados fantasmas que centros de diversión. Los cines permanecen vacíos, y no se ve para cuándo habrá estrenos de películas nuevas.
Al igual que en las entradas previas de chistes de Catón, los chistes han sido clasificados en rondínes de veinte en veinte, numerados, para que cualquier lector pueda regresar al lugar en donde haya dejado pendiente su lectura. Pasemos pues, porque ahora sí el tiempo es oro, a los consabidos chistes.
Rondín # 1
El marciano le informó a su jefe: “Uno de nuestros platos voladores se estrelló en la Tierra”. “¿Cuál?” –se preocupó el alienígena–. Respondió el marciano: “El BXY- 424”. “Menos mal –dijo con alivio el jefe–. Ese plato no es de la vajilla fina”.
Doña Pasita Calendaria y don Valetu di Nario se conocieron en el asilo para ancianos y se cayeron bien, pese a que el doctor les había aconsejado que procuraran evitar las caídas. Tanto ella como él pasaban ya de los 80 años. La noche de las bodas se acostaron, él le tomó una mano y en seguida ambos se durmieron. Lo mismo sucedió la siguiente noche, y la tercera. La cuarta noche, cuando el desposado le tomó nuevamente la mano, doña Pasita le dijo llena de inquietud: “¿Qué te pasa, Valetu?”. ¿Acaso eres un maniático sexual?”.
Una azafata de aviación le preguntó a su compañera: “¿Por qué llegaste tan temprano al vuelo?”. Explicó la otra: “Se me apagó el piloto”.
Un individuo fue a la pulquería “Las glorias de Carlomagno” y le pidió con tartajosa voz al encargado: “Me da cinco litros de pulque”. Preguntó el despachador: “¿Trae envase?”. Contestó el temulento: “Con él está usted hablando”.
El hombre de la Edad de Piedra pintó en la pared de la cueva un mamut con seis pares de colmillos. Otro cavernario se sorprendió: “¿Dónde has visto un mamut así?”. “En ninguna parte –respondió el interrogado–. Pero voy a volver locos a los paleontólogos.
La señora le comentó a su esposo: “Viperio se dice tu amigo, pero por atrás habla muy mal de ti”. Preguntó el marido, intrigado: “¿Y se le entiende lo que dice?”.
El urólogo le informó al hombre después del correspondiente examen clínico: “Tiene usted herpes genital”. “No lo creo, doctor –opuso el tipo–. Pienso que lo que traigo es un simple catarro”. “Posiblemente –admitió el médico–. Pero yo seguiré pensando que es herpes genital hasta que su cosa empiece a estornudar”…
Dos parejas de casados fueron a visitar a una adivinadora. La mujer observó su bola de cristal y dijo luego: “Uno de ustedes cuatro se va a sacar el premio mayor de la lotería”. Añadió luego: “La persona afortunada tiene un lunar en forma de media luna en la pompa derecha”. “¡Ah! –exclamó alegremente uno de los maridos–. ¡Felicidades, comadrita!”.
“Me dicen que me estás poniendo el cuerno con un radioaficionado”. Tal reclamación le hizo don Cucoldo a su mujer. “No es cierto –respondió ella–. Cambio y fuera”.
El compadre de doña Holofernes la preguntó: “¿Cuánto mide la milla?”. “No lo sé, compadre –replicó la silvestre señora–, pero nomás al verlo a usted se sabe que no mide mucho”.
Un hombre joven se pasó un año trabajando en una mina perdida en la montaña. A su regreso se reunió con sus amigos y uno de ellos lo interrogó, curioso: “Entiendo que esa mina está en un lugar tan alejado que en el campamento no hay mujeres; sólo hombres. Dime: ¿tenías ahí actividad sexual?”. “Claro que sí –replicó el otro–. Y súper”. “¿Cómo ‘súper’?” –se intrigó el otro–. Explicó el recién llegado: “Autoservicio”.
El recién casado supo inmediatamente que su flamante esposa no era mujer de su casa. En la mañana del primer día, al ir a hacer el desayuno, le dijo ella: “No puedo hacerte el omelette que quieres. No encuentro el abridor de huevos”.
Un tipo le dijo al sultán: “Debe ser fantástico eso de tener 40 esposas”. “Ni tanto –replicó el sultán–. Imagínate 40 pantimedias secándose en el baño”.
Dulcibel, muchacha ingenua, les anunció a sus papás que estaba un poquitito embarazada. Atribuyó su estado a un cambio de voz. “¿Cómo es eso?” –inquirió, ceñudo, el genitor–. Explicó Dulcibel: “Siempre había dicho que no, y una noche dije que sí”.
Cierto individuo se compró unos lentes fantásticos: cuando se los calaba veía desnudas a las personas. Pagó el alto precio de aquellas maravillosas gafas, se las puso y vio a la dependiente de la tienda. “Desnuda” –dijo–. Se las quitó, la vio y dijo “Vestida”. Salió a la calle y vio a una hermosa mujer. “Vestida” –dijo–. Se puso los anteojos y exclamó extasiado: “¡Desnuda!”. Llegó a su casa, se puso las gafas y se asomó por la ventana. Su mujer estaba con el vecino. “Desnudos” –dijo–. Se quitó los lentes, vio otra vez al vecino y a su mujer y dijo: “Desnudos… ¡Joder, ya se descompusieron los anteojos!”.
“Estoy follando con mujer casada –le dijo el penitente al joven sacerdote–. Es una señora de esculturales formas, ávida de sexo, ardiente y lúbrica; una fiera en la cama”. “Vaya, vaya –habló el joven sacerdote–. Dime: ¿dónde vive esa señora?”. “¡Ya se cambió!” –respondió con premura el penitente. (Nota: No era tan penitente.
La esposa y el esposo decidieron divorciarse. Acordaron dividirse los bienes por partes iguales. Surgió un problema: tenían un sólo hijo. ¿Quién se quedaría con él? “Tengamos otro –sugirió el marido–. Así cada uno de nosotros se quedará con uno”. “Ay sí –se burló la señora–. Tengamos otro. Si me hubiera atenido solamente a ti ni siquiera éste tendríamos”.
Los recién casados pasaron la noche de bodas en un hotel de su ciudad. En el tálamo nupcial empezaron a hacer el amor. “¡Carajo! –exclamó ella con disgusto–. ¡No hay una sola cama en todo este desgraciado hotel que no rechine!”.
Babalucas fue con un amigo a ver una película francesa. En la primera escena el hombre y la mujer van a la cama. Desnudos ambos, él la besa en todas partes, menos en los labios. La besa con erótica fruición en el cuello, los hombros, los senos, la cintura y luego más abajo. Ahí se detiene con morosidad. Babalucas le comenta a su amigo, despectivo: “El pendejo no sabe ni dónde se dan los besos”.
Himenia Camafría, célibe madura, dijo sus oraciones de la noche: “Señor: yo sé que no debo caer en las tentaciones, pero al menos mándame una, pa’ calarme”.
Rondín # 2
“Mi marido es muy malo –se quejó la joven esposa con su vecina–. Me hace sufrir tanto que en tres meses que llevo de casada he perdido 9 kilos”. “¡Préstamelo!” –le pidió, suplicante, la vecina.
Doña Macalota dijo en la merienda de los jueves: “Por estos días mi marido pertenece al sexo débil”. “¿Cómo es eso?” –preguntó, intrigada, una señora–. Explicó doña Macalota: “Cada vez que me hace el amor queda completamente débil durante más de un mes”.
Lord Feebledick y sir Highrump bebían una copa de oporto en su club. Dijo sir Highrump: “¿Supiste lo que hizo Cuckoo? Se divorció de su mujer, dejó a sus hijos, liquidó su empresa, vendió todos sus bienes y se fue a vivir a una cueva del Sahara en compañía de un avestruz”. Comentó lord Feebledick: “Siempre supe que Cuckoo era un excéntrico”. “No tanto –acotó sir Highrump con británica flema–. El avestruz es hembra”.
El relato que este día voy a hacer ¿pertenece a la leyenda o a la historia? Quién lo sabe. Los límites entre una y otra son borrosos, igual que las fronteras entre la realidad y la imaginación. Una cosa puedo decir: las leyendas tienen más vida que la historia. La Llorona, por ejemplo, goza de mayor presencia en el pueblo que doña Josefa Ortiz de Domínguez, dicho sea con el mayor respeto para ella y para el señor Domínguez. La historia se nos presenta en blanco y negro; la leyenda en glorioso tecnicolor. Otra cosa: la historia de México es bastante legendaria, en tanto que las leyendas mexicanas son sumamente históricas. La historia es cosa de los historiadores; la leyenda, en cambio, es cosa de la gente. Y vuelvo a preguntar: esto que en seguida contaré ¿es leyenda o historia? A mis cuatro lectores toca decidirlo. Yo me limitaré a narrar lo sucedido –o lo no sucedido– tal como lo oí… Resulta que el rey Cleto quiso saber quién mandaba en sus dominios, si el hombre o la mujer. Bien pudo haberse ahorrado esa pregunta: la respuesta es obvia. Más sentido común demostró Churchill. Le preguntaron su opinión acerca de la teoría según la cual la mujer dominaría al hombre en el siglo 21. Sir Winston puso cara de asombro y respondió: “¿También en ese siglo?”. El rey Cleto, sin embargo, confiaba más en las estadísticas que en lo que veía, de modo que envió a su primer ministro a preguntar quién mandaba en cada casa, la mujer o el hombre. Si mandaba la mujer el ministro dejaría en esa casa un pollo; si por el contrario era el hombre quien mandaba, dejaría un caballo. Ya lo habrán adivinado ustedes: más de mil casas había visitado el ministro y ni un solo caballo había entregado. En todas había dejado un pollo, pues en todas era la mujer la que mandaba. Los mismos señores lo confesaban sin tapujos, porque en aquel reino las mentiras se castigaban con severidad, no como en otros, donde el monarca es el primero que las dice. En fin. Desesperaba ya el ministro de encontrar una casa donde mandara el hombre cuando llegó a la última y llamó a la puerta. Salió una pequeña mujer bajita de estatura, menuda de cuerpo y de apariencia insignificante. El primer ministro le dijo: “Vengo de parte del rey a preguntar quién manda en esta casa: la mujer o el hombre”. Respondió la mujeruca, tímida: “Solamente mi esposo puede contestarle. Voy a decirle que está usted aquí”. Vino un hombrón alto, robusto, de aspecto amenazante. Con voz de trueno le preguntó al ministro: “¿Qué quiere?”. Replicó el funcionario, algo asustado: “Vengo de parte del rey a preguntar quién manda en esta casa: el hombre o la mujer”. “Me ofende usted –se encrespó el individuo–. Claro que el que manda soy yo”. “¡Vaya!” –se alegró el ministro–. ¡Por fin veo una casa donde manda el hombre! En premio recibirá usted un caballo. Dígame: ¿lo quiere blanco o negro?”. “Deme el negro” –demandó el sujeto–. El ministro se lo entregó y echó calle abajo, feliz por poder informar al soberano que en su reino había por lo menos un hombre que mandaba en su casa. Apenas había andado algunos pasos cuando el sujeto lo alcanzó corriendo. Muy apurado le informó al ministro: “A mi esposa no le gustó el caballo negro. Quiere el blanco”. Le dijo el enviado real: “Tenga su pollo”.
Pepito trepó a lo más alto de un alto árbol. Lo vio ahí su papá, señor algo cultero, y temeroso de que su hijo cayera desde esa altura le ordenó: “Baja de ese árbol in continenti, o sea inmediatamente”. En igual forma culterana respondió Pepito: “Bajaré motu proprio, o sea cuando me dé mi retiznada gana”.
Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, se corrió una de sus habituales farras. Ebrio completo, en la oscuridad de la noche extravió el camino de regreso a casa y fue a dar al panteón municipal. Cayó en una tumba recién abierta y en ella se quedó dormido. Amaneció la luz del nuevo día; el temulento abrió los ojos y se miró en el fondo de la fosa. “Que no cunda la alarma –dijo con tartajosa voz-. Analicemos bien la situación. Vamos por pasos. Si estoy vivo ¿por qué me veo en esta tumba? Y si estoy muerto ¿por qué tengo tantas ganas de mear?”.
Alguien le preguntó a Babalucas: “¿Dónde está el píloro?”. Respondió el badulaque: “Ignórolo”.
Cierto individuo se consiguió una carta de recomendación de un político importante –era el tiempo en que aún había políticos importantes-, y con ella se presentó a una oficina pública a pedir empleo. El encargado de la dependencia vio la carta y quedó impresionado: tanta era la importancia de quien la firmaba que no podía desatender la recomendación. Al punto le indicó al solicitante: “Cuente usted con el empleo. Preséntese mañana mismo a ocupar el puesto que le asignaré. Su horario de trabajo será de 8 de la mañana a 3 de la tarde. Bienvenido”. Dijo le tipo: “Se lo agradezco mucho. Antes, sin embargo, debo decirle que obra en mí una circunstancia muy particular, y quiero hacerla de su conocimiento desde ahora, no sea que constituya impedimento para desempeñar el cargo, y deba luego renunciar a él”. “No lo creo –replicó el jefe del despacho-, pero, en fin, dígame usted qué circunstancia es ésa”. “Sucede –manifestó el sujeto- que no tengo testículos. En un desdichado accidente los perdí. Soy hombre, ejerzo como tal, pero me falta ese doble atributo del varón. No sé si tal carencia me inhabilite para trabajar aquí”. “De ninguna manera –contestó sin vacilar el superior-. Ya está decidido: el empleo es suyo, y lo esperamos aquí a partir de mañana, como le dije antes. Eso sí: hay un pequeño cambio”. “¿En qué consiste?” –se inquietó el recomendado. Dijo el jefe: “En vez de que venga usted de 8 de la mañana a 3 de la tarde, como le indiqué, vendrá de 11 de la mañana a 3 de la tarde”. “¿Por qué?” –preguntó el tipo. Respondió el otro: “Mire usted: en esta oficina nos pasamos de 8 a 11 de la mañana rascándonos ésos que a usted le faltan. No tiene caso que venga en ese horario”.
“Estoy embarazada –le anunció Dulcibel a su mamá en el teléfono–. El padre de mi bebé es alcohólico, drogadicto y se dedica al narcomenudeo. Aun así lo amo y voy a casarme con él. Nuestro problema es que no tenemos dónde vivir”. “Eso no es problema –contestó la señora–. Vénganse a nuestro departamento”. Opuso Dulcibel: “Es muy pequeño. Tiene solamente dos recámaras, la tuya y la de mi papá”. “Por mí no te preocupes –replicó la madre–. Después de colgar el teléfono me voy a caer muerta”.
La novia de Babalucas era muy romántica. Una noche le pidió, vehemente, a su galán: “¡Dime al oído palabras del corazón!”. Empezó Babalucas a musitarle en la oreja: “Sístole… Diástole… Arritmia… Taquicardia… Ventrículos… Válvula mitral…”.
En el confesonario el padre Arsilio le preguntó al penitente: “¿Le eres fiel a tu esposa?”. “Sí, padre –respondió, firme, el sujeto–. Y muy frecuentemente”.
Inepcio, muchacho poco docto en ciencias y artes de la vida, contrajo matrimonio. La noche de las bodas se comportó en forma desmañada, pues ninguna experiencia tenía en esos combates, los de amor, que –escribió Góngora– se libran en campo de plumas, o sea sobre un colchón, en términos prosaicos. Al terminar el acto, tan mal actuado por su parte, el imperito galán se disculpó: “Perdóname, Friné. Es que no sé cómo se hace eso”. “Ya me di cuenta –replicó ella–. Espero que al menos sepas cocinar”.
El joven Bragueto cortejaba con asiduidad a Aurisa C. Rafames, mujer de edad madura y escasos atractivos, pero dinerosa. Un día ella le dijo, suspicaz: “Creo que me buscas nada más por mis millones”. “¡No me ofendas! –protestó muy digno el pretendiente–. Pero ya que has tocado el tema, dime: ¿cuántos tienes?”.
El joven Leovigildo casó con Daisy Mae, bailarina de table dance. Pasadas unas semanas un amigo le preguntó cómo le iba en su matrimonio con la artista. “Bien en general –respondió Leovigildo–. El único problema es que todas las noches tengo que aplaudirle, lanzarle silbidos de admiración y aventarle billetes para que se desvista”.
Una joven mujer llegó a la farmacia y le pidió con enojo al farmacéutico: “Quiero que me cambie estas píldoras anticonceptivas”. El de la farmacia pensaba que el cliente siempre tiene la razón, de modo que accedió al cambio. Le preguntó a la mujer: “¿Por qué otro artículo quiere que le cambie las píldoras?”. Replicó enfurruñada la muchacha: “Por unos biberones y unas caja de pañales”.
El médico recién salido de la Facultad habló con su padre, médico también con gran experiencia en la práctica de la profesión. Le dijo: “Tengo miedo de equivocarme al tratar a mis pacientes. ¿Cometiste tú algún error?”. “Uno muy grande, hijo” –confesó el facultativo–. “¿Qué error fue ése?” –preguntó con inquietud el joven médico–. Respondió el sabio doctor: “Curé en la primera consulta a una paciente rica”.
El patrón reprendió a Ovonio Grandbolier: “No me gusta que los empleados silben cuando están trabajando”. Respondió el Ovonio: “¿Y quién está trabajando?”.
La señorita Himenia Camafría se dolía de haberse quedado soltera. El padre Arsilio trató de consolarla: “Hija: el ser célibe te libró de conocer los embates de los tres enemigos del alma: el mundo, el demonio y la carne”. Respondió con sentimiento la señorita Himenia: “Precisamente esos embates son los que más me habría gustado conocer”.
Don Poseidón le dijo al pretendiente de Glafira, su hija mayor: “De modo que quiere usted casarse con mi hija”. Respondió el galancete: “No es que quiera. Tengo qué”.
Doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, desaconsejó la publicación del chascarrillo que ahora sigue. Lo tildó de “ignominioso, bochornoso y vergonzoso”. Las personas con repulgos de moral no deberían leerlo… Don Algón, salaz ejecutivo, ocupó con su linda asistente Rosibel la habitación 210 del popular Motel Kamawa. Al empezar las acciones le dijo la muchacha: “Don Algón: necesito un aumento”. Hizo una pausa, lo vio detenidamente y añadió: “Y creo que usted también”.
Rondín # 3
“Es usted un pendejo”. Así le dijo a don Hulero en el bar Racón un sujeto que estaba en la mesa vecina. Se puso en pie don Hulero, y le exigió, furioso, al majadero: “¡Repítame eso!”. Se levantó el insultante baladrón. Era un toroso individuo de estatura gigantea –mediría 1.95-, anchas espaldas y puños como marros de herrador. Casi juntó su cara a la de don Hulero y le volvió a decir: “Es usted un pendejo”. “Muchas gracias –volvió a sentarse don Hulero-. Sólo quería oír una segunda opinión”.
Afrodisio Pitongo invitó a cenar a Tetonina Grandbustier, hermosa joven poseedora de exuberantes atributos pectorales. En el restorán le reclamó al mesero: “Hace media hora pedimos una pizza y no nos la ha traído”. “Ya se la traje, señor -respondió, cortés, el camarero-. Si la señorita se hace un poco para atrás todos podremos ver la pizza”.
Don Poseidón era terrateniente sin ningún roce social. Cierto día recibió en su casa campestre la visita de un grupo de matrimonios citadinos invitados por Glafira, la hija mayor del propietario, que estudiaba en la ciudad. Al empezar la cena el adinerado rústico se disculpó con los visitantes: “Perdonarán sus mercedes que no nos acompañe en la mesa Holofernes, mi mujer. Está recluida en su aposento porque no puede sentarse. Le salieron unas pústulas en las nalgas”. Se turbaron las señoras, tosieron los señores y Glafira se apenó por la salida de tono de su padre. Cuando acabó la cena y los huéspedes se retiraron la muchacha reconvino a su progenitor: “No diga usted ‘nalgas’, papá. Diga ‘posaderas’”. Al día siguiente uno de los invitados le preguntó a don Poseidón: “¿Cómo sigue su señora esposa del penoso mal que nos ha impedido disfrutar su grata compañía?”. Contestó el ranchero: “Todavía tiene esas pústulas en las… en las…”. Se volvió hacia Glafira. “Hija: ¿cómo dices que se llaman las nalgas de tu mamá?”.
Ya conocemos a don Chinguetas: es un señor muy casquivano. Cierto día se esposa, doña Macalota, regresó de un viaje antes de tiempo, y al entrar en la alcoba conyugal vio a su marido en apretado abrazo de erotismo con una exuberante fémina. “¡Canalla! –le gritó al coscolino-. ¡Bribón! ¡Infame! ¡Adúltero! ¡Torpe! ¡Desgraciado! ¡Vil!”. Replicó don Chinguetas con tono de ofendido: “Si me has perdido la confianza, Macalota, no tiene caso discutir”.
El noble ruso iba con su criado en un trineo por la nevada estepa siberiana. Le dijo el caballero al campesino: “¿Sabes por qué tú tienes frío y yo no? Porque tú vistes ropa humilde, y en cambio yo me cubro con mi finísimo abrigo de astracán”. Poco después el noble ruso le ordenó a su criado que detuviera el trineo, pues debía desahogar una necesidad menor. “Y te autorizo a hacer lo mismo” -le dijo con soberbia al campesino. Instantes después el criado le preguntó a su amo: “¿Sabe su señoría por qué su chorro hace ruido y el mío no?”. “Lo ignoro” –contestó, desdeñoso, el noble ruso-. Explicó el campesino: “Porque su chorro está cayendo en el suelo, y el mío está cayendo en su finísimo abrigo de astracán”.
Sor Bette, directora del Colegio de Santa Genoveva, llevó a sus alumnas al zoológico de la ciudad. Una de las chica quiso saber: “Madre: ese rinoceronte ¿es hembra o macho?”. “Niña –le contestó Sor Bette, exasperada–. Esa pregunta sólo tiene interés para otro rinoceronte”.
Don Cucoldo llegó a su casa inesperadamente y vio abajo de su cama un par de zapatos de hombre. Le preguntó a su esposa: “¿De quién son esos zapatos?”. Contestó, nerviosa, la señora: “Son tuyos”. Replicó don Cucoldo: “Supongamos sin conceder. Pero ¿de quién son esos pies?”.
La enfermera estaba segura de que le había puesto al paciente un termómetro rectal, y sin embargo el hombre lo tenía en la boca. Explicó el tipo: “Es que me dio hipo y respiré p’adentro”.
Don Algón le preguntó a la chica que solicitaba el empleo de secretaria: “¿Tiene usted referencias?”. “Tengo tres –respondió ella–. Busto 106, cintura 60 y cadera 92”.
Pomponona Segunda era la reina de los caníbales. Mujer extremadamente gorda, se necesitaban 14 hombres, escogidos entre los más fuertes de la tribu, para llevarla en andas en su trono. Cierto día los salvajes capturaron a una bella exploradora de cabellera de oro, esbeltas formas y agraciado rostro. Determinó la reina Pomponona: “Nos la comeremos mañana”. Le informó el primer ministro: “Desgraciadamente, Majestad, el concejo de la tribu se reunió hace rato, y por unanimidad los concejales acordaron que nos será de mayor provecho que la rubia sea nuestra reina y que a usted nos la comamos”.
La maestra le preguntó a Pepito: “¿Cómo deletreas la palabra ‘vaca’?”. Contestó el chiquillo: “Be, a, ce, a”. Opuso la profesora: “Así no la deletrea el diccionario”. Replicó Pepito: “Usted me preguntó cómo la deletreo yo, no cómo la deletrea el diccionario”.
Doña Holofernes, esposa de don Poseidón, habló con su marido: “Nuestra hija Glafira me contó que anoche tuvo trato íntimo con su novio”. El severo genitor llamó a la muchacha y le dijo: “Entiendo que has perdido la virginidad”. “Ay, papá –replicó ella con tono de molestia–. ¡También dónde la ponen!”.
El doctor Ken Hosanna le indicó a la escultural paciente: “Quítese toda la ropa, por favor. Voy a medirla”. Objetó, suspicaz, la hermosa chica: “Es la primera vez que un médico me pide que me desnude para medirme”. “Señorita –replicó, severo, el facultativo–: la ciencia médica está en continuo cambio”.
Don Cuclillo y su esposa doña Daifa llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro, el portero celestial, les entregó sendos gises y les pidió: “Pongan una rayita en ese pizarrón por cada vez que hayan engañado a su pareja”. Declaró al punto don Cucoldo: “No me hace falta el gis. Jamás le fui infiel a mi esposa”. Doña Daifa se dirigió a San Pedro: “Entonces démelo a mí. Yo voy a necesitar dos gises”.
El verbo “joder” se usa en España para designar el acto que en otras partes recibe el nombre de coger, follar, realizar el antiguo in and out, hacer el foqui foqui, desgastar el petate, fornicar, desvencijar la cama y también –se me olvidaba– hacer el amor. En la Gran Vía de Madrid una chica llamada Mariví, vestida sencillamente y sin adornos, se topó con dos antiguas amigas que antes eran de condición modesta y que ahora lucían ropas carísimas y accesorios de gran lujo. Les dijo con cierto retintín: “¡Vaya, hijas! ¡Vais hechas un brazo de mar! ¿Cómo le hacéis?”. Respondió una de las mujeres, amoscada: “Podemos”. “¡Caramba! –exclamó Mariví–. ¡Qué mal pronuncias la jota!”.
Ya conocemos a Capronio. Es un tipo majadero y desconsiderado. Les comentó a sus amigos en el bar: “Mi suegra y yo tenemos algo en común: a los dos nos habría gustado que su hija se hubiera casado con otro hombre”.
El penitente le dijo en el confesonario al padre Anomio: “Acúsome, padre, de que ando con mujeres malas”. “Pos qué pendejo –lo reprendió el curita–. ¡Habiendo tantas que están tan buenas!”.
El emir Bey invitó al sultán Omán a la cacería de leones. “Esta semana no puedo –se disculpó el sultán–. Me voy a casar el martes, el miércoles y el viernes”.
“Amo todavía al mismo hombre del que me enamoré en mi juventud” –suspiró doña Macalota–. Y añadió en seguida: “Espero que no se dé cuenta mi marido”.
Los dos nerviosos jóvenes aguardaban a que sus respectivas esposas dieran a luz en la clínica de maternidad. En eso se abrió la puerta de la sala de partos y apareció una sonriente enfermera que llevaba en los brazos a tres bebitos. Le iba a entregar los trillizos a uno de los muchachos, pero el flamante papá retrocedió asustado. “¡Ah no! –exclamó al tiempo que señalaba al otro–. ¡Ése llegó primero!”.
Rondín # 4
El antropófago le contó al hombre blanco que estaba dentro del perol: “Ya habíamos abandonado esta bárbara costumbre, pero luego ustedes nos dieron la independencia y entramos en problemas económicos”.
Tres letras K estaban platicando. Una les preguntó a las otras: “¿Se han fijado que cuando nos juntamos las tres la gente nos ve
muy feo?”.
El joven Pitorro estaba con su novia en el asiento trasero del coche. El solo hecho de encontrarse ahí me ahorra tener que decir lo que estaban haciendo. En eso un policía asomó al interior del vehículo y les dijo: “Tendré que llevarlos ante el juez por faltas a la moral”. Le suplicó Pitorro: “¡Por favor, señor oficial, no haga eso! Mi novia es secretaria de actas del Club de Damas, y yo soy presidente de la Legión de Caballeros. Si esto llega a saberse quedaremos desprestigiados y perderemos nuestros cargos”. “Está bien –accedió el gendarme al tiempo que veía con lúbrica mirada a la angustiada chica–. Pero entonces yo sigo”. “No tengo inconveniente –aceptó Pitorro–. Sin embargo quiero que sepa que es la primera vez que se lo voy a hacer a un policía”.
“¿Me aceptas una copa?”. La linda Dulcibel no respondió palabra a la invitación de Pitorrango, pero hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Poco después le dijo el avieso galán: “¿Te gustaría conocer mi departamento?”. De nueva cuenta no se oyó la voz de Dulcibel, pero la muchacha hizo por segunda vez con la cabeza un gesto de aceptación. Ya en el departamento propuso el salaz tipo: “¿Vamos a la cama?”. Otra vez silencio de Dulcibel, pero otra vez el “sí” con la cabeza. Al terminar el amatorio trance Pirorrango le preguntó a la chica: “¿Por qué aceptaste todas las propuestas que te hice, pero sin palabras, moviendo sólo la cabeza?”. Explicó Dulcibel: “Es que mi mamá me ha dicho que no debo hablar con desconocidos”.
Doña Macalota le anunció a su esposo don Chinguetas: “Voy a la sala a ensayar el aria ‘
Caro nome’ que cantaré en la velada del Club Melba”. Le pidió don Chinguetas: “Déjame primero salirme a la calle. No quiero que los vecinos vayan a pensar que te estoy golpeando”.
Mamá Coneja le preguntó a Papá Conejo: “¿Por qué Conejito regresó tan contento de la escuela?”. Respondió Papá Conejo. “Parece que en el camino aprendió a multiplicar”.
Don Cucoldo les contó a sus compañeros de oficina: “Le retorcí el pescuezo al perico de la casa. Pasé frente su jaula y me llamó cornudo”. “¡Pobre pájaro! –se condolió uno. ¡Un mártir de la verdad!”.
El papá de Pepito comentó: “Si no fuera por el niño mi esposa y yo ya nos habríamos divorciado. Ni ella ni yo queremos quedarnos con él”.
El doctor Ken Hosanna le pidió a su enfermera: “Por favor, señorita Florence, tráigame mis píldoras tranquilizantes. Ya llegó la paciente 90-60-90”.
El padre Arsilio dio una conferencia con el tema “Las venturas del matrimonio”. Uno de los asistentes se volvió hacia su vecino de asiento y le dijo: “Me gustaría saber tan poco del tema como él”.
Un marciano le informó a su líder: “Chocaron dos platos voladores de nuestra flota, jefe, y se hicieron pedazos. Pero no se preocupe: ninguno de los dos era de la vajilla fina”,
Pirulina le dijo al señor cura: “Anoche hice el amor con mi novio”. “De penitencia –le impuso el confesor– rezarás 10 padrenuestros”. Repuso Pirulina: “Écheme 20 de una vez, padre. Lo más probable es que esta noche repitamos”.
El excitado pulpo le dijo a la enojada hembra: “Pero, mi vida. ¿por qué crees que se llaman ‘tentáculos’?”.
Doña Holofernes, la esposa de don Poseidón, se preocupó bastante: su hija Glafira fue a estudiar a la ciudad y tuvo que compartir el mismo cuarto con otro estudiante. “La habitación es muy pequeña –le contó la muchacha a su mamá–, tanto que debemos acostarnos en la misma cama. Pero no te preocupes, mami: todas las noches ponemos una almohada entre los dos”. “¡Santo Cielo! –se alarmó doña Holofernes-. Pero ¿y si los asalta la tentación?”. Respondió Glafira: “Cuando eso nos sucede quitamos la almohada”.
“Es tiempo ya de que le hables a nuestro hijo acerca de lo que hacen las abejitas y los pajaritos”. Eso le pidió doña Macalota a su esposo don Chinguetas. Llamó el señor el muchacho, lo llevó a una habitación aparte y le dijo tras cerrar la puerta: “Tu mamá quiere que te hable acerca de lo que hacen las abejitas y los pajaritos”. “Te escucho, padre” –respondió el mozalbete, interesado. Empezó don Chinguetas: “¿Recuerdas que hace unos meses fuimos de vacaciones a la playa?”. “Sí, papá”. “¿Recuerdas que en el lobby bar del hotel conocimos a dos muchachas muy guapas?”. “Lo recuerdo, padre”. ¿Recuerdas que después de algunas copas nos invitaron a ir a su habitación?”. “Lo recuerdo bien, papá”. “¿Y recuerdas lo que ahí hicimos?”. “¿Cómo olvidarlo, padre?”. “Bueno –concluyó la lección don Chinguetas–. Eso mismo es lo que hacen las abejitas y los pajaritos”.
Babalucas invitó a una linda chica a comer en un restorán de mariscos. Declaró ella: “Me gustan mucho los camarones. Saben a mar”. “Es cierto –confirmó el badulaque–. Son sumamente cariñosos”.
Ovonio Grandbolier es el hombre más perezoso de toda la comarca. Le contó a un amigo: “Hoy en la mañana me levanté con ganas de trabajar. Tuve que volverme a acostar hasta que se me pasaron”.
Un ovni (objeto volador no identificado) aterrizó en el jardín de don Martiriano, el abnegado esposo de doña Jodoncia. Del vehículo intergaláctico descendió un marciano que le ordenó con voz ronca al señorcito: “Llévame con tu líder”. “No está –contestó don Martiriano–. Se fue a merendar con sus amigas”.
La recién casada le preguntó a su flamante maridito: “¿Te gustó la comida, mi amor?”. Respondió él con ternura: “Estaba sabrosísima, mi cielo”. Declaró muy orgullosa la muchacha: “La compré con mis propias manos”.
“Voy a dejar este trabajo –le comentó la criadita a la sirvienta de la casa vecina–. Ya me cansé de estar todo el día diciendo: ‘Sí, señora; sí, señora’, y toda la noche: ‘No, señor; no, señor’”.
Rondín # 5
Ya conocemos a Afrodisio Pitongo: es un hombre proclive a la concupiscencia de la carne. Una noche, en el curso de una fiesta, tomó de la mano a una chica y sin decir palabra la condujo a una habitación del segundo piso, le quitó la ropa, la llevó a la cama y le hizo el amor, todo eso en el más absoluto silencio. Terminado aquel intempestivo trance la muchacha le dijo al individuo, sin reponerse todavía de la sorpresa: “Pero, don Afrodisio, yo lo único que le pregunté fue qué hacía la gente por las noches antes de que hubiera televisión”.
Don Isaac habló con su hijo. Le mostró: “Este dedo es el pulgar; éste se llama ‘índice’; este otro es el anular, y éste el meñique. El dedo de en medio, hijo, es el dedo del placer. Con él se marcan los precios en la caja registradora cuando vas a cobrar”.
“Está bien –reprendió, exasperado, el hombre a la mujer–. Sigue con esa vida de libertinaje, degeneración y crápula que llevas y que es motivo de vergüenza y deshonra para mí. Sigue pasando las noches fuera de la casa; sigue emborrachándote, y consumiendo drogas; sigue metiéndote con hombres de la más baja ralea. Pero una cosa te voy a exigir: a nadie le digas que eres mi abuelita”.
Ya conocemos a don Chinguetas: es un marido casquivano. Su esposa doña Macalota llamó muy enojada a la línea aérea. “Qué mal servicio tienen –reclamó–. Mi esposo fue a San Luis Potosí a una reunión con sus antiguos compañeros de colegio, y su equipaje trae etiqueta de Las Vegas”.
Doña Pasita estuvo a punto de ser arrollada por un camión de carga. Furiosa le gritó al chofer: ¡Cofre!”. Un muchacho que estaba ahí la corrigió, sonriendo: “Se dice ‘cafre’”. “¡Cafre!” –volvió a gritar doña Pasita–. Y volviéndose al muchacho le dijo: “Y tú, por andar corrigiendo a las personas mayores, ve a tiznar a tu madre. ¿Está bien dicho?”.
Babalucas les contó a sus amigos: “Inventé un automóvil movido por electricidad que no necesita baterías. El problema es que no puede uno alejarse mucho del enchufe”.
Días antes de la boda Uglicia le contó a su novio Braguetino: “Papá está arruinado. Su empresa quebró y los bancos le quitaron todas sus propiedades. De la noche a la mañana se quedó en la calle; ya no tiene ni un centavo”. “¡Caramba! –exclamó Braguetino–. ¡No sabía yo que tu padre era capaz de llegar a tal extremo con tal de impedir nuestro matrimonio!”.
Himenia Camafría, madura célibe, le comentó a su amiguita Solicia: “Me gusta el sexo opuesto”. “Puesto ¿dónde?” –se interesó ella.
Por encima de toda convención, y exponiéndome a las iras del feminismo radical, debo decir que la linda Daisy Mae tenía un espléndido tetamen y unas caderas como para figurar en el Libro de Récords de Guinness. Su padre, ranchero en un pueblo del Lejano Oeste, hipotecó su granja, y la iba a perder por su afición al póquer y al licor. El ricachón del pueblo, un malvado de apellido Evileye, le ofreció salvarlo de la ruina si Daisy Mae lo aceptaba como esposo. Desesperado, el hombre le pidió a su hija que se sacrificara, y la infeliz muchacha accedió a la súplica paterna. El matrimonio, pues, se llevó a cabo. La noche de las bodas Daisy Mae le dijo con dramático acento a Evileye: “Todo podrá usted tener de mí, menos mi corazón”. Respondió el cruel villano, displicente: “La verdad, linda, el corazón es lo que menos se me antoja”.
La novia de Babalucas lo invitó a una función de ballet: “¿Qué pasan?” –preguntó el badulaque–. Le informó la muchacha: “Las sílfides”. Opinó Babalucas: “Me parece de muy mal gusto que alguien escoja como tema para un ballet una enfermedad venérea”… .
El maestro del taller literario le indicó al novel escritor: “Cometes el error de matar al protagonista de tu obra en el primer acto. Shakespeare no lo hacía morir sino hasta el último”. “Bueno –respondió con acritud el aprendiz de dramaturgo–. Ese escritor tiene su técnica y yo la mía”.
El joven marido llegó a su casa en compañía de una guapísima morena. Le dijo alegremente a su esposa: “¡Buenas noticias, cielo! Cerraron el gimnasio por el coronavirus, y como ya había pagado yo el semestre por adelantado me dieron en compensación a mi entrenadora”.
Una reportera entrevistó a don Moneto, el hombre más rico de la comarca. Le preguntó: “¿A qué atribuye usted su fortuna?”. Contestó el dineroso señor: “Primero a mi vehemente anhelo de alcanzar la cumbre. Luego a mi firme decisión de ser águila y no gallina. Pero sobre todo a los 100 millones de dólares que me dejó en herencia mi papá”.
Don Chinguetas le comentó a doña Macalota, su mujer: “Un amigo me contó que en una colonia de lujo se junta un grupo de parejas de casados y hacen lo que en inglés se llama swinging o wife swapping. Después de cenar y beber con abundancia los maridos ponen las llaves de su coche en una caja. Las esposas van sacando por turno los llaveros, y cada una se va a pasar la noche con el dueño del vehículo cuyas llaves sacó”. Declaró doña Macalota, terminante: “No me gustaría pertenecer a ese grupo”. “¿Por qué? –preguntó don Chinguetas–. ¿Te parece que su conducta es inmoral?”. “No –replicó doña Macalota–. Antes bien la encuentro interesante. Pero tengo tan mala suerte que de seguro sacaría tu llavero”.
Noche de bodas. El novio estaba entregado a la dulcísima tarea de hacer el amor por vez primera con su flamante mujercita. De pronto ella empezó a clamar con gemebundo acento: “¡Ay, el coronavirus! ¡Ay, la caída en el precio del petróleo! ¡Ay, el alza del dólar! ¡Ay, el aumento en la criminalidad!”. Al escuchar tales lamentos se le bajó al galán el ímpetu amoroso que hacía unos instantes lo había poseído. Le preguntó a su dulcinea, mohíno: “¿A qué esa quejumbre, Dulciflor? ¿Es éste el mejor momento para traer a colación los graves problemas nacionales?”. Explicó la muchacha: “Mi mamá me dijo que al hacer el sexo debo lanzar ayes y quejidos, pues eso les gusta mucho a los hombres”.
En la azotea el erizado gato le declaró, vehemente, a la esquiva gatita: “¡Daría mi vida por ti!”. Preguntó ella poco convencida: “¿Cuántas veces?”.
Nalgarina, de profesión vedette, le presumió a su amiga Tetonia: “He estado en los mejores hoteles de la ciudad”. “Ya lo sé –replicó la otra–. Una hora en cada uno”.
Conocemos bien a Jactancio: es un sujeto presuntuoso, ególatra, pagado de sí mismo. Fue con una musa de la noche al popular Motel Kamawa, en cuya habitación 210 se llevó a cabo el consabido trance. Acabada la acción, el narcisista individuo le dijo a la damisela: “Ya puedes retirarte”. Preguntó con inquietud la daifa: “¿Y el dinero?”. Indicó Jactancio con gesto displicente: “Déjamelo sobre el buró”.
La linda Rosibel le contó a su amiga Melibea: “Don Algón es un viejo libidinoso, lascivo y lujurioso. Me dijo que si pasaba un rato agradable con él me regalaría este reloj”.
El hijo de Babalucas comentó en su casa: “La maestra dijo que le debemos la luz a Edison y el teléfono a Alexander Graham Bell”. “¡No es cierto! –protestó con enojo Babalucas–. ¡Ya pagué los dos recibos! ¡A ésos ni los conozco!”.
Rondín # 6
Don Languidio acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le pidió que le diera algo para fortalecer la libido, pues tenía dificultades para izar el lábaro de su masculinidad. El médico le recetó una crema llamada Gel Erótiko, preparada por él mismo a base de extracto de hierba damiana, solución de hueva de liza y clorhidrato de yohimbina, la cual crema producía un erguimiento rápido, firme y duradero. Al día siguiente don Languidio llamó muy preocupado al facultativo y le preguntó si había algún antídoto contra el gel. Dijo: “Mi esposa lo confundió con su champú. Ahora tiene el pelo todo levantado y no se lo podemos aplacar”.
Aquel pequeño pueblo no tenía congal. Vale la pena recordar su historia en estos días de forzado encierro por el coronavirus. A más de ser muy chico ese lugar era levítico, o sea de ambiente eclesiástico, sacerdotal. Su población estaba supeditada al clero. Tan recatado era el villorrio que ni siquiera había en él uno de esos moteles que antes se llamaban “de paso”, y ahora se designan como “de corta estancia” o “de pago por evento”. Entiendo que los vecinos se prestaban por turno sus recámaras, aunque no hubiera en ellas jacuzzi, espejos en las paredes y en el techo ni películas tres equis en la tele, como suele haber –eso he oído– en las habitaciones de los moteles mencionados. Cierto día, no sé si aciago o venturoso, llegó una casa de mala nota a establecerse ahí. Eso despertó el interés y entusiasmo de los señores y la alarma e indignación de las señoras. Todos vieron cuando apareció en la fachada el nombre del local: “El columpio del amor”, y cómo su administradora hizo poner sobre la puerta un foco rojo. Trajo también –gran novedad– una radiola. El sacristán del templo ayudó voluntariamente a descargarla y alcanzó a ver el tipo de canciones que traía la dicha sinfonola. Casi todas eran composiciones de Manuel Pomián, interpretadas por él mismo o por Chelo Silva, y otras tenían nombres alusivos a la especialidad de la casa: “Aventurera”, “Perdida”, “Arrabalera”, “Amor perdido”, “Cheque en blanco”, “Hipócrita” y la llamada “El calcetín”. (“Como si fuera un calcetín tú me pisas todo el día”, etcétera). Al parecer ese negocio formaba parte de una cadena de establecimientos similares, pues el carro de sonido que anunció la apertura del congal ofreció “completa higiene, comodidad y, sobre todo, discreción. Absoluta discreción es nuestro lema. Por eso nos prefieren nuestros habituales clientes de la capital, como el licenciado Ulpiano Partidas, el doctor Averroes Bizma y el diputado Curuliano Huevas, representante del Centésimo Distrito Electoral”. El padre Arsilio, cura párroco del pueblo, se angustió ante la noticia de la llegada de esa mancebía. Pensó con inquietud justificada que el gasto que ahí harían sus feligreses reduciría sensiblemente los estipendios y limosnas que recibía la Iglesia. A diferencia de las ciudades grandes, el pueblo no daba para todos. Convocó, pues, a los señores –los hombres solamente, y nada más a aquéllos en edad de hacer obra de varón– a una reunión urgente en la parroquia. Cuando los tuvo juntos y callados cerró cautelosamente las puertas del sagrado recinto y luego subió al púlpito y les predicó. Les dijo con el tono al mismo tiempo grave y paternal que las circunstancias reclamaban: “Hijos míos. Como ustedes saben ha venido a instalarse en nuestro pueblo un prostíbulo, burdel, congal, lenocinio, ramería, lugar de trato, manfla o lupanar. Quiero exhortarlos con los más vivos acentos a que no vayan a ir a esa casa de pecado. Ahí hay mujeres malas, hijos. Las visitan hombres peores que ellas. Esos hombres traen enfermedades vergonzosas. Están con las mujeres y, claro, les trasmiten esos males. Luego van ustedes a esa casa, y adquieren esas enfermedades llamadas secretas ¡ay! tan públicas. Y qué bueno que ahí parara todo. ¡Justo castigo a sus infames culpas de carnalidad y de fornicio, de lúbrica libídine lasciva, lujurioso erotismo y voluptuosa concupiscencia pasional! Pero luego van ustedes a sus casas, hijos. Están con sus esposas. Las contagian también a ellas. ¡Y al rato andamos todos enfermos!”.
En sesión ordinaria la directiva del Club Silvestre anunció la celebración de un baile. El presidente indicó: “Únicamente podrán asistir los socios y sus esposas”. Levantó la mano uno de los presentes. Dijo: “Yo soy soltero, pero tengo una amiguita. ¿Puedo traerla?”. Respondió, terminante, el presidente: “Únicamente si es esposa de uno de los socios”.
Babalucas se presentó muy enojado en la Comisión de Derechos Humanos. Preguntó furioso: “¿Y a mí quién me va a atender? ¡Yo soy zurdo!”.
Veremindo, el hijo del dueño de la hacienda, anhelaba gozar los encantos de Eglogia, la muchacha más linda del lugar. Lo detenían, sin embargo, la inocencia de la joven, su recato y pudicicia. Una mañana vio que venía sola por el camino que conducía a la fuente. Vencidos todos sus escrúpulos bajó del caballo. Lleno de urentes ansias abrazó y besó a Eglogia, y no obstante que el suelo estaba pedregoso la derribó sobre él y ahí mismo le hizo el amor. Grande fue la sorpresa del lascivo galán cuando observó que la muchacha no sólo respondía a sus acciones, sino que a ellas añadía las suyas con destrezas de sabia cortesana u odalisca. Al terminar el trance Veremindo le dijo a la zagala: “Ignoraba yo que supieras hacer esto tan bien”. Respondió ella, orgullosa: “Y eso que el terreno no ayudaba”.
La encargada del censo le preguntó al ocupante del departamento: “¿Es usted casado?”. “No –respondió el tipo. Nada más los imbéciles se casan”. “Perdone –se disculpó la encuestadora. Es que como tiene usted cara de casado”.
Aviso: el cuento que ahora sigue es color rojo… Un científico de la Tierra logró establecer comunicación con un marciano. Le preguntó: “¿Cuántos brazos tienen ustedes?”. Respondió el alienígena: “Dos”. “¡Que coincidencia! –exclamó el de la Tierra. Nosotros los hombres también. Y ¿cuántas piernas tienen?”. Replicó el de Marte”. “Dos”. Dijo el terrícola: “Qué coincidencia. Nosotros los hombres también. Y ¿qué les pasa cuando se hacen viejos?”. Contestó el marciano: “Se nos baja una antenita que tenemos”. Declaró, mohíno, el de la Tierra: “Qué coincidencia. A nosotros los hombres también”.
“Sospecho que mi mujer me pone el cuerno –le dijo a Babalucas un amigo. Y creo que con un mecánico: hallé en el clóset de mi recámara una mancha de aceite”. “No seas desconfiado –lo reprendió Babalucas. Yo encontré en mi clóset a un jockey del hipódromo, y no por eso voy a pensar que mi esposa me es infiel con un caballo”.
Afligida y gemebunda Rosilí les anunció a sus padres que estaba un poquitito embarazada. “Mi novio me engañó –explicó en su defensa-. Le dijo al recepcionista del hotel que yo era su esposa”.
Famulina, muchacha de servicio, le pidió con angustia al padre Arsilio: “Ayúdeme a conseguir trabajo, padrecito. La señora de la casa donde estaba me corrió ayer”. “No desesperes, hija –la consoló el buen sacerdote. Entrégate al Señor”. “Eso fue lo que hice, padre –gimió Famulina. Precisamente por eso me corrió la señora”.
Don Chinguetas logró por fin que Dulcibella, hermosa chica, accediera a acompañarlo al Motel Kamawa, sitio de acueste de parejas indocumentadas. A fin de justificar su tardanza llamó por teléfono a su esposa y le dijo. “Tendré que trabajar hasta muy tarde. No llegaré a la casa antes de las 12 de la noche”. Grande fue la desazón del casquivano esposo cuando su mujer le respondió: “¿Puedo contar con eso?”.
Noche de bodas. El desposado habló con su flamante mujercita: “Debo hacerte una confesión, Glafira. Antes de casarme contigo cometí el error de casarme dos veces”. “No te apures –lo tranquilizó ella. Antes de conocerte yo cometí dos errores sin casarme”.
En el Ensalivadero, paraje solitario, Simplicio, joven sin mucha ciencia de la vida, le anunció a Pirulina, muchacha sabidora: “Voy a darte una cucharadita de amor”. Le preguntó ella: “¿Qué no traes la pala?”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, tenía una pérgola o kiosco en su patio. Una mañana reprendió a su hija: “Anoche te vi darle un beso a tu novio en la pérgola”. “¡Oh no, mami! –se azaró la chica. ¡Solamente lo besé en los labios!”.
“El Clarín de Cuitlatzintli”, periódico jocoserio y de combate, publicó en su primera plana una noticia: Himenia Camafría, madura señorita soltera, había sido acusada de robo de infante. “No me extraña –comentó una de sus amigas. Siempre quiso tener un hijo”. “Sigue leyendo –le indicó otra. Se trata de un infante de Marina”.
“Me da dos condones”. Así le dijo Uglicio, el hombre más feo de la comarca, al farmacéutico. Lo vio el de la farmacia y le entregó el par de preservativos. “Aquí los tiene -le dijo-. Pero debo advertirle que caducan en 2025”. (Curiosos nombres hay en el argot plebeo para llamar a los condones: impermeable o gabardina, bozal, ángel custodio, Caperucita en carnada, quitasustos, celofán, anticigüeña, don Prudencio, tenmeaquí, implosión demográfica, etcétera).
El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus fieles el adulterio a condición de que lo hagan con cubreboca y gel), dedicó su sermón a hablar en contra del baile. Dijo que era antesala de la fornicación, invento de Satanás para llevar las almas al infierno, ocasión de la cual podían derivar 132 pecados directos y 403 indirectos. Profunda impresión causó en los feligreses la homilía, por lo cual constituyó grande sorpresa para la hermana Sister ver al pastor, acabado el servicio e ida la gente, cometiendo de pie el pecado de la carne con la pianista de la iglesia, a la que tenía recargada contra el piano mientras realizaban ambos aquel acto pasional. Advirtió el pastor la presencia de la hermana y le dijo a manera de justificación: “Pero no estamos bailando ¿eh?”.
Don Languidio Pitocáido y su esposa fueron a comer a una marisquería. El añoso marido hizo un movimiento en falso y se echó en la entrepierna el coctel que había pedido. “¡Fantástico!” –exclamó feliz la esposa al ver aquello. Le preguntó, mohíno, don Languidio: “¿Por qué te parece fantástico que el coctel me haya caído ahí?”. Con otra pregunta respondió la señora: “Se llama ‘Vuelve a la vida’ ¿no?”.
La señora se divorció de su esposo, hombre desobligado e irresponsable, y se casó con un hombre mucho más joven igualmente irresponsable y desobligado. “Seguramente voy a tener tantas peleas con él como contigo –le dijo la mujer a su ex marido-, pero él tiene bastante más que tú con qué reconciliarnos”… “No entiendo, señor juez –le dijo el acusado al juzgador-. Cuando hacía feliz a una mujer todos hablaban bien de mí. Ahora que hago felices a dos ¡a la cárcel por bígamo!”.
Doña Chala le comentó a su vecina: “Mi marido se echa dos diarios”. “¿Cómo es posible? –se admiró la vecina-. ¡Quién lo viera!”. “Sí –confirmó doña Chalina-. ‘El Clarín’ y ‘La Gaceta’”.
Rondín # 7
La abuelita de Pepito estaba regando las plantas del jardín. Sentado en el césped chiquillo sacó de la tierra a una lombricita, pero compadecido de ella trató infructuosamente de ponerla otra vez en su lugar. “¡Ay, hijo! –suspiró la señora-. ¡No sé por qué me recuerdas a tu abuelo!”.
En el restorán doña Macalota empezó a ver el menú. Su esposo don Chinguetas se apresuró a preguntarle: “¿Qué va a pedir mi regordeta esposa?”.
El barbero estaba afeitando a su nuevo cliente. Le comentó: “Siempre quise ser cirujano, pero la verdad es que tengo muy mal pulso”.
El doctor Ken Hosanna examinaba a la exuberante morena a la que había pedido que se quitara la ropa. Frente a la mesa de examen se había formado una larguísima fila de médicos. Le dijo, suspicaz la chica: “Está bien que necesite usted una segunda opinión, doctor, y hasta una tercera, pero esto…”.
Don Clorilio estaba pensativo. Doña Loretela, su esposa, le preguntó: “¿En qué piensas?”. Con acento romántico respondió el señor: “Estoy pensando en la mujer honesta, casta y pura con quien me casé”. “¡Ah, miserable! –bufó doña Loretela-. ¡Nunca me habías dicho que tuviste otra esposa antes que yo!”.
La mujer del piel roja le dijo muy molesta: “Ya sé que te llamas Toro Sentado, pero también hay otras posiciones”.
“Entre el hombre y la mujer hay una diferencia muy grande” –dijo el conferencista. La señorita Himenia levantó la mano: “¿Podría mostrarme la diferencia? No creo que sea tan grande como dice usted”. (Espero de todo corazón que la solemne intelectualidad moral no califique a este chiste de misógino).
Un gato en rijo maullaba en la azotea con mayidos desgarrados. Pepito le preguntó a su madre: “¿Por qué maúlla así?”. La señora, desconcertada, dijo lo primero que se le ocurrió: “Es que le duele una muela”. Esa misma noche el papá de Pepito volvió de un largo viaje. Al día siguiente el chiquillo les preguntó a sus papis en el desayuno: “¿Anoche les dolieron a los dos todas las muelas?”.
Corpitos. Así le decía la gente por ser pequeño de estatura y enjuto de carnes. Apellidado Corpus era agente de tránsito en el Saltillo de mediados del pasado siglo. Cumplía con rigor la ley y rigurosamente la aplicaba. Incorruptible, si alguien le ofrecía una mordida lo tomaba a ofensa. En el ejercicio de sus funciones no hacía distinción de personas: para él todos eran iguales ante el Reglamento Municipal. En cierta ocasión el rector de la Universidad estacionó su coche en lugar prohibido. Cuando regresó vio que Corpitos le estaba poniendo en el parabrisas una boleta de infracción. Le preguntó irritado: “¿No sabe usted quién soy?”. “No, señor –contestó él tranquilamente-. Pero si lo ha olvidado buscaré a alguien que sepa quién es usted y se lo diga”.
Eran los felices tiempos -¿cuándo volverán?- en que la gente podía reunirse sin peligro. Don Languidio Pitocáido se jubiló de su trabajo de contable, y con tal motivo sus compañeros le ofrecieron una fiesta en la oficina. Hubo abundancia de bebidas; se bailó al compás de los ritmos de moda. Pasada la medianoche las cosas se pusieron al rojo vivo. Los espíritus etílicos ahuyentaron las inhibiciones y aquello se volvió una orgía con participación de todos. Digo mal: don Languidio no tenía ya las credenciales necesarias para ser parte de aquella bacanal. Desde un rincón miraba con tristeza los acontecimientos. En eso le llegó la urgencia de tramitar una necesidad menor. Fue al baño, y cuando la estaba desahogando le dijo a la correspondiente parte: “¡Tonta, más que tonta! ¡Tú también estarías disfrutando si no te hubieras jubilado antes que yo!”.
“¡Adúltero!”. Tal sonoroso epíteto le enrostró Doña Macalota a su esposo don Chinguetas cuando lo sorprendió en trance de cohabitación con una espléndida morena. “Soy adúltero, sí –reconoció él”. (¿Qué otra cosa podía hacer, pillado así, “in fajanti”?) –. Pero vamos a ver: tú comes galletas en la cama y la llenas de migajas; te duermes y dejas prendida la televisión; sostienes conversaciones eternas en el teléfono con tus amigas y comadres; casi siempre quemas la comida, Y a mí ¿qué otro defecto me conoces?”.
Doña Gelata acudió ante el juez de lo familiar y le manifestó que quería divorciarse de su marido. “¿Por qué?” –inquirió el juzgador–. Declaró ella: “Me hace el amor tres veces en el año”. Dijo el juez, comprensivo: “Me explico por qué desea usted divorciarse de él”. “Sí –confirmó Gelata–. No quiero estar casada con un insaciable maniático sexual”.
Una noche se reunieron los siete pecados capitales. El primero que acudió a la junta fue la envidia, el más triste y patético de todos. Consistente en sentir tristeza por el bien ajeno,
la envidia es el único pecado del cual el pecador no deriva goce alguno. Llegó luego la avaricia, que es culpa de los necios que viven pobres para morir ricos. Vinieron en seguida la pereza y la ira, y tras ellas los pecados de la carne: la gula y la lujuria. Este último pecado es el más deturpado por los predicadores, que no toman en cuenta que es tan débil que el simple paso del tiempo se encarga hacerlo desaparecer, en tanto que los pecados del espíritu no abandonan nunca al pecador y terminan sólo con la muerte. Reunidos ya, pues, se hallaban la envidia, la avaricia, la pereza la ira la gula y la lujuria cuando se abrió la puerta y la soberbia entró. Todos los pecados se pusieron en pie y le dijeron: “Buenas noches, mamá”. La soberbia, en efecto, es la madre de todos los pecados, la fuente de donde manan los demás.
El doctor Dyingstone, misionero de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que es neoliberal), fue a llevarles a los salvajes de las islas Piutas, antípodas de las Vírgenes, la buena nueva de la existencia del demonio, el infierno y otras esperanzadoras noticias semejantes. Les enseñó que sólo debían hacer el amor en la posición que –sin merecerlo él, aclaró humilde– llevaba por nombre el de su profesión. A los aborígenes tal limitante les pareció aburrida, pues practicaban más de cinco docenas de posturas, a cual más imaginativa, de modo que decidieron comerse al misionero y seguir con sus usos y costumbres. De vez en cuando, sin embargo, alguna pareja utiliza aquella posición en homenaje al desaparecido. Celebro que la memoria del doctor Dyingstone no se haya perdido del todo.
El oficial de Tránsito le pidió a Babalucas: “Los papeles del coche”. Respondió el tontiloco: “Me lo dieron sin envolver”.
“Me duele el destino” –les dijo Pepito a sus papás. La madre se inquietó; el papá pensó que su hijo era un niño prodigio de la filosofía, así como los hay de la música o el ajedrez. Un Mozart o Bobby Fischer de la ontología, por decir. Le preguntó, solemne: “¿Acaso tu sino es doloroso?”. La señora, más práctica, inquirió: “¿Dónde exactamente te duele?”. El chiquillo se señaló la parte de la entrepierna. Dijo el padre, algo decepcionado: “Eso no se llama así. Tiene muchos nombres –llenarían una plana de este prestigiado periódico–, pero jamás he oído que le digan ‘el destino’”. Con una pregunta respondió Pepito: “¿Entonces por qué en la fotografía de los novios que se casan dicen los periódicos: ‘Unieron sus destinos’?”.
“Eres un mentiroso. Siempre me has dicho que tu abuelo murió de muerte natural, y ahora me entero de que lo ahorcaron por bandido”. “No te mentí. Con la vida que llevaba era natural que lo ahorcaran”.
Conoció a la mujer en un bar de Las Vegas. Era alta y rubia; tenía enhiesto busto, rotundo caderamen y torneadas piernas. La invitó a tomar una copa, y luego otra y otra más. Los acontecimientos se precipitaron, y en horas de la madrugada se vieron ambos en una capilla donde se oficiaban matrimonios de 25 dólares. Ahí contrajeron matrimonio. (Eso de “contraer” me ha sonado siempre a enfermedad). Se dirigieron a un hotel de lujo (no creo que haya sido el Venetian, porque las canciones que se oían eran napolitanas) y ocuparon la suite nupcial. “Dame 5 minutos” –le pidió la flamante desposada al anheloso galán. Pasó él a la habitación vecina; contó con ansiedad en su reloj los 300 segundos, que le parecieron eternos, y presuroso volvió al lecho. En él estaba recostada ya la novia, despojada de toda lencería, los dedos (de las manos, claro) atrás de la nunca como la Maja Desnuda de Goya o la novia triste de Ramón López Velarde. El recién casado se despojó de su vestuario, e iba ya a subir al lecho de himeneo cuando advirtió con sorpresa que su mujercita había puesto sobre el buró el retrato de un hombre apuesto y joven. A la vista de esa fotografía se le cayó el ánimo al recién casado. Le preguntó a su novia, atufado y celoso: “¿Quién es ese hombre? Y no me vayas a decir que es tu papá cuando joven, tu hermano o un primo que tienes en Poughkeepsie, porque no te lo voy a creer”. “No –contestó ella-. Soy yo antes de la operación”.
El hijo adolescente de doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, dijo la palabra “puta”. “No uses semejante término –lo reprendió, severa, la señora-. Es de mal gusto, y además misógino”. “Pero, mamá –se defendió el muchacho-. Cervantes usa esa palabra”. “Ya no te juntes con él” -le ordenó Doña Panoplia.
Don Cucurulo, finústico caballero que a más del don tenía el din, pues era de edad provecta y dineroso, cortejaba con asiduidad pero sin determinación a Himenia Camafría, madura célibe que andaba por la cincuentena. Cierto día la visitó en su casa a la hora de la merienda. Ella le ofreció un piscolabis –así dijo- consistente en piononos y rompope. Le dijo con acento insinuativo: “Caro amigo: le di la tarde libre a mi doncella, aunque hoy no es su día de descanso. Espero que no vaya usted a aprovecharse de mi soledad para intentar algo indebido”. “Señorita –replicó don Cucurulo, digno-. Soy Caballero de la Caballerosa Orden y pertenezco a la Legión Condal. Necesitaría estar ebrio completo para atreverme a semejante demasía”. Himenia retiró la botella de rompope y trajo en su lugar una de tequila, otra de whisky, una más de ginebra, otra de vodka y dos de ron.
Rondín # 8
En el Gentleman’s Club sir Highrump le dijo a lord Feebledick: “Deberías poner cortinas en tu alcoba, old fellow. Ayer a las 5 de la tarde te vi desde mi casa, con mi catalejo, haciendo el amor con tu mujer, y a través de la ventana pude contemplar tus acrobacias y maromas en la cama”. “Estás por completo equivocado –replicó lord Feebledick-. Primeramente, en las rarísimas ocasiones en que hago el amor con mi mujer nunca hay maromas ni acrobacias durante los 10 segundos que suele durar ese antiestético acto, y en segundo lugar a esa hora estaba yo aquí tomando el té, de lo cual James el camarero podrá dar constancia fidedigna. La conclusión lógica es que tu catalejo o está descompuesto o no sirve para nada”.
El recién casado le comentó a su padre: “Mi mujer es muy reservada en la cuestión del sexo. Hasta parece monja”. Replicó el señor con infinita tristeza: “Entonces yo estoy casado con la madre superiora’’.
“¡Qué bien cantas!” –le dijo en una fiesta el muchacho a la muchacha–. “Y eso que tengo laringitis” –respondió ella–. Bailaron luego, y él le dijo, admirado: “¡Qué bien bailas!”. “Y eso que tengo pies planos” –contestó ella–. Fueron luego los dos a un lugar más íntimo. Terminada la acción que ahí los había llevado dijo él, gratamente sorprendido: “¡Qué bien haces el amor”. Reveló la muchacha: “Y eso que tengo herpes”.
Doña Moneta, nueva rica, no entendía mucho de arte. Conversaba con su flamante amiga, la señora De Altopedo, y ésta le dijo: “Ahora me dedico a la pintura. Estoy pintando una naturaleza muerta”. Arriesgó doña Moneta, cautelosa: “¿Un retrato de tu esposo?”.
“¡Quita las manos de ahí! –le exigió la indignada muchacha a su ardiente y ávido galán–. “Perdóname, Rosibel –se disculpó el muchacho–. Es que estoy ciego de amor por ti, y ya sabes cómo se nos desarrolla a los invidentes el sentido del tacto”.
Un señor le dijo al consejero matrimonial: “Me preocupa mucho la felicidad de mi mujer, doctor”. “Eso está muy bien –lo felicitó el profesional–. Preocuparse por la felicidad de su pareja es signo de amor y madurez. Qué bueno que le preocupe a usted la felicidad de su esposa”. “Sí –confirmó el señor–. Ya contraté a un detective para que la vigile y averigüe la causa de su felicidad”.
El cuento que ahora sigue es de color subido. Las personas con repulgos de moralina no deberían leerlo… Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a una hermosa y avispada chica: “Vamos a mi departamento”. Ella, que conocía el abecedario sexual de la A a la Z, accedió a la invitación. Cuando llegaron al departamento la muchacha le dijo a Afrodisio: “Tengo curiosidad de ver cómo metes la llave en la cerradura”. “¿Por qué?” –se extrañó Pitongo–. Explicó ella: “Eso me dice mucho acerca de la forma en que actuará en la cama el que me invita. Si introduce la llave con fuerza, tal cosa significa que es hombre viril y apasionado. Si lo hace con suavidad, eso quiere decir que es un amante delicado y tierno. A ver: introduce la llave”. “Espera un poco –le pidió Afrodisio–. Antes de introducir la llave siempre acostumbro darle unos besitos a la cerradura”.
Un sujeto que siempre había profesado el ateísmo decidió cambiar de religión. (El ateísmo es también un credo religioso). Así, se convirtió a la fe católica. Después de un tiempo de preparación el padre Arsilio se dispuso a bautizarlo Al comenzar la ceremonia le preguntó al neófito: “Dime, Constantino: ¿renuncias al mundo, al demonio y a la carne?”. “No tan aprisa, señor cura -respondió el sujeto-. Al mundo y al demonio sí renuncio, pero eso de la carne mejor lo dejamos para después”. (Sin saberlo este Constantino se parecía a San Agustín, quien de joven era asediado por tentaciones de libídine y le pedía a Dios en sus oraciones: “Hazme casto, Señor, pero todavía no”).
El doctor Ken Hosanna le comentó a un colega: “Le hice a mi esposa una operación radical de cirugía plástica”. “¿Qué tipo de cirugía plástica le hiciste?” -se interesó el otro. Respondió el doctor Hosanna: “Le cancelé todas sus tarjetas de crédito”.
Doña Macalota regresó de su caminata matutina y vio que una vecina suya corría apresuradamente. Le dijo: “Para rebajar de peso no necesitas correr a tanta velocidad”. “Ya lo sé -contestó la otra sin dejar de correr-. Pero estoy haciendo la dieta de los 18 litros diarios de agua, y ésta es una emergencia”.
Dos secretarias hablaban acerca de sus respectivos jefes. “El mío sabe estimularme -comentó una-. Cuando hago bien algún trabajo me da una palmadita en la espalda”. Dijo la otra: “Lo mismo hace mi jefe, pero sus miras no son tan altas”.
Un senador demócrata de Estados Unidos compraba todos los días el Washington Post, echaba una ojeada a la primera plana y luego lo arrojaba sin más en el bote de la basura. El encargado del puesto de periódicos le preguntó, curioso: “Perdone, senador: ¿qué es lo que busca usted en el Post?”. “El obituario” –respondió el demócrata. Le indicó el puestero: “El obituario viene en la página 5”. “Ya lo sé -contestó el senador-. Pero cuando se vaya de este mundo el cabrón cuya muerte estoy esperando, su obituario vendrá en primera plana”.
El joven marido le comentó a su esposa: “Estoy pensando en comprar un condominio”. “Tú sabrás -replicó ella-. Yo seguiré usando la píldora”.
Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, se quejó ante el juez de que un sujeto la había recargado contra la pared y así, estando de pie ella, la hizo objeto de sus lascivos apetitos de carnalidad y pasional fornicio. “Pero, señorita –objetó el juez-. Usted es muy alta, y el acusado es sumamente bajo de estatura”. “Bueno –se ruborizó Celiberia-. Quizá me agaché un poco”.
Aquel médico dejó su coche en el estacionamiento y caminando se dirigió al hospital. Todas las mujeres con las que se topaba iban llorando, y todas decían con lamentoso acento: “¡Murió Wellhung! ¡Murió Wellhung!”. Al llegar al hospital vio que las enfermeras lloraban también. “¡Murió Wellhung! -gemían todas-. ¡Murió Wellhung!”. El cortejo de las plañideras parecía venir de la morgue. Hacia allá fue el médico. En torno de una de las mesas del anfiteatro estaba otro coro de mujeres que lloraban. “¿Por qué te nos fuiste, Wellhung? -clamaban gemebundas-. ¿Qué vamos a hacer sin ti?”. Se abrió paso el facultativo y vio tendido sobre la plancha el cuerpo de un individuo joven, musculoso y excepcionalmente bien dotado en la parte correspondiente a la entrepierna. Por él –y por eso- lloraban las mujeres. Cuando el médico volvió a su casa le comentó a su esposa: “Ahora que fui al hospital todas las mujeres lloraban por un individuo que murió. Estaba en la morgue. Jamás había visto yo a un hombre tan bien dotado por la naturaleza”. “¡Cielos! -exclamó la señora rompiendo en llanto-. ¡No me digas que murió Wellhung!”.
Don Chinguetas y doña Macalota discutían acerca de quién experimenta más placer al realizar el acto del amor, si el hombre o la mujer. Don Chinguetas sostenía que es el hombre el que siente la mayor satisfacción. Le dijo doña Macalota: “Permíteme una pregunta. Tienes comezón en el conducto interno de la oreja, y te rascas con el dedo meñique. La comezón desaparece. ¡Dónde sientes mayor placer? ¿En la oreja o en el dedo?”. “En la oreja, desde luego” -respondió sin vacilar Chinguetas. Exclama con acento de triunfo doña Macalota: “Ah ¿verdad?”.
Una señora y un granjero charlaban acerca de diversos temas. El hombre narró la historia de sus gallinas, que en un principio no ponían huevos y luego empezaron a ponerlos en abundancia. “¡Qué coincidencia! -exclamó la señora-. Esa historia se parece a la mía. Al principio de mi matrimonio no podía tener hijos, y luego tuve familia numerosa”. Explica el granjero: “Para que mis gallinas pusieran lo que hice fue cambiar de gallo”. “¡Qué coincidencia! -vuelve a exclamar la señora-. ¡Yo también!”.
El voluntario llegó a una casa y le dijo a la señora: “Estoy haciendo una colecta para la Sociedad Antialcohólica. ¿Podría usted dar algo?”. “De momento no -respondió ella-. Pero si viene usted después de media noche, le daré a mi esposo”.
Al principiar la cuaresma la joven esposa le dijo a su marido: “Prometí hacer un sacrificio cuaresmal. Mis mejores amigas lo harán también: Dulcibel dejará de fumar. Flordelisia no comerá carne. Yo prometí que no haré el amor en estos 40 días”. El marido se mortificó por aquel sacrificio que también lo sacrificaba a él. “Está bien -masculló mohíno-. Quédate en la recámara; yo dormiré en la sala”. Una semana después, cuando el marido dormía en el sofá, sintió que alguien lo movía. “Gerineldo -le dijo compungida su joven esposa-. Vengo a decirte que ayer fui con mis amigas al café. Susiflor fumó, y Rosilí se comió una hamburguesa”.
A la hora de la hora el maduro señor se dio cuenta de que no tenía ya los mismos arrestos de sus mejores años. Se disculpó con su compañera, y desolado fue al pipisrúm. Ahí, para colmo, se mojó la ropa al hacer lo que tenía que hacer. “Oye –dijo con exasperación bajando la mirada-. Ya me echaste a perder una noche. No me eches a perder también un pantalón”.
Rondín # 9
Don Filegardo y su mujer hacían un viaje en automóvil. Ella, que era bastante dura de oído, iba manejando. Los detuvo un oficial de tránsito, y le pidió a la conductora sus papeles. Le preguntó la señora a su marido: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Le indicó en voz alta don Filegardo: “¡Quiere que le muestres tus papeles!”. Ella entregó sus documentos. Los revisó el patrullero y comentó con sorna: “¡Ah! Es usted de Cuitlatzintli. En ese pueblo conocí a la mujer más fría, más sosa, más aburrida y más mala para hacer el amor que he visto en toda mi vida”. Le preguntó otra vez la señora a su marido: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Contestó don Filegardo: “Dice que te conoce”.
Tirilita y Blancaflor veían a los atléticos mancebos que pasaban. Exclamó Tirilita viendo a uno: “¡Qué tipazo! ¡Me gustaría hacer el amor con él!”. “No te fíes de las apariencias -le aconsejó Blancaflor-. Conozco un tipo que vive en una casa con dos garajes, y sólo tiene una bicicletilla”.
La recién casada les contó a sus amigas: “Baudelio me dice que podría vivir alimentándose sólo con mis besos”. “¿Y no le cansa esa dieta?” –preguntó una, sonriendo–. “No –dijo la chica–. Lo que lo deja agotado es el postre”.
Un joven marido decidió dar a su mujercita una fiesta sorpresa el día de su cumpleaños. Le dijo: “Arréglate porque vamos a ir a cenar y luego a bailar”. Ella subió a su recámara, y entonces el muchacho abrió la puerta de la casa e hizo entrar a todos los invitados a la sala, cuya luz había apagado. Ya estaban todos ahí cuando apareció ella sin nada de ropa encima. Desde la escalera le dijo a su marido: “Rigoberto: ven de una vez, porque luego al regresar me vas a salir, como siempre, con que vienes muy cansado”.
El Obispo llegó al pequeño pueblo y fue objeto de una calurosa recepción. Se formó una valla de vecinos que lo aplaudían y le gritaban vivas. Dos ebrios salen de la cantina al oír el alboroto. Le dijo uno al otro: “¡Es el señor Obispo! ¡Ahorita que pase por aquí hay que decirle algo que le guste!”. El otro se preparó, y cuando Su Excelencia pasó frente a ellos gritó con toda la fuerza de sus pulmones: “¡Señor Obispo! ¡Que tizne a su madre el diablo!”.
En el tálamo conyugal la mujer del gran jefe indio le dijo con disgusto: “Toro Sentado: aquí en la cama te conviertes en Buey Acostado”.
Desde la parte de atrás del atestado autobús preguntó en voz alta la curvilínea chica: “Perdón, señores: ¿alguien sabe cantar allá adelante?”. “¿Por qué?” –preguntó uno de los pasajeros–. Respondió la muchacha: “Porque acá atrás todos están tocando”.
“Mami –le preguntó el niño a su mamá–: ¿por qué amarraron a la sirvienta?”. “Yo no la amarré –respondió extrañada la señora–. ¿Por qué me dices eso?”. “Porque ahorita que pasé por su cuarto oí que le decía a mi papá: ‘¡Suélteme, señor; por favor suélteme!’”.
Babalucas le propuso con ansiedad a Pirulina: “¿Lo hacemos, Pirulina? ¿Lo hacemos?”. Respondió la muchacha: “Otra pregunta idiota como ésa y me levanto de la cama, me visto y me voy de tu departamento”.
Dos recién casadas comentaban sus experiencias de la noche nupcial. Contó una: “Leodegardo manejó todo el día. Cuando llegamos al hotel se tiró en la cama y se durmió al segundo”. “Pitoncio también –comentó la otra–. Pero él se durmió al tercero”.
Una pareja de astronautas, él y ella, llegaron a Marte y fueron recibidos con interés por los marcianos, que jamás habían visto terrícolas ni sabían cómo eran. Lo primero que los extraterrestres pidieron a los visitantes fue que les mostraran qué comían. La astronauta sacó una cocinilla portátil y procedió a freír unos huevos. “Estarán listos en unos minutos” –dijo a los marcianos–. “Y ¿por qué los meneas?” –preguntó un marciano–. “Para que no se peguen” –explicó ella–. En seguida los marcianos quisieron saber cómo se hacían los niños en la Tierra. De muy buena gana el astronauta y la astronauta procedieron a darles una demostración. Al terminar preguntó otro marciano: “Y el niño, ¿dónde está?”. “Tardará algún tiempo” –respondió el astronauta–. Dijo el marciano: “¡Entonces síganle meneando, no se les vaya a pegar!”
Aquella muchacha cuidaba a los hijos de doña Panoplia, dama de la más alta sociedad. El esposo de la muchacha le dijo: “No sé qué te sucede, pero en las vacaciones te noto inquieta, preocupada”. “Tienes razón –contestó ella–. Me angustio pensando que mis pobrecitos niños están solos con su mamá”.
El señor cura quería aprender a jugar golf. Se compró la ropa indicada y adquirió el mejor equipo que pudo encontrar. Cuando llegó la mañana del sábado se dirigió feliz al campo de golf, y contrató los servicios de un caddie para que lo acompañara a hacer el recorrido. Lleno de animación colocó el sacerdote la pelota en el tee y se dispuso a golpearla con el bastón. ¡Zas! Falló una vez. ¡Zas! Falló otra. ¡Zas! Falló una tercera. Tres air shots seguidos, que así se llaman en lengua de golfistas los tiros en que no se acierta a la pelota. Mohíno y encorajinado, la cabeza hundida en los hombros, se quedó en silencio el sacerdote rumiando su enojo y frustración. Con tono de reproche le dijo entonces el muchacho: “Padre: éste es el silencio más maldecidor que he oído en toda mi vida”.
El doctor Ken Hosanna le indicó en tono enérgico al paciente al que había operado: “Y ya sabe usted: por un buen tiempo nada de fumar, nada de beber, nada de andar con mujeres, nada de ir a comer a restaurantes, nada de desvelarse con amigos, nada de viajes, nada de salir de vacaciones”. “¿Hasta que pase la epidemia, doctor?” –preguntó el tipo–. “No –contestó el facultativo–. Hasta que acabe de pagarme”.
El papá de Pepito lo reprendió severamente, y el chiquillo rompió a llorar, desconsolado. Al oír aquello acudió su mamá. “¿Qué sucede? –le preguntó a su marido–. ¿Por qué llora así el niño?”. Respondió con enojo el señor: “Lo pesqué agarrándole el busto a la criada”. Entre lágrimas replicó Pepito: “Tú agarras las cosas con que juego y yo no te digo nada. ¡Y luego te enojas cuando yo agarro las cosas con que juegas tú!”.
El señor y la señora se jactaban de ser modernos y sofisticados. Al cumplir ambos 60 años de edad decidieron ir a pasar vacaciones cada uno por su lado. A la semana el señor le puso un mensaje a su esposa: “¡La estoy pasando en grande! Me encontré a una guapa mujer de 30 años y me ha ido de fábula con ella”. “Yo también me encontré un guapo hombre de 30 años –contestó la señora–, y apostaría a que la estoy pasando mejor que tú”. “¿Por qué supones eso?” –se intrigó el marido–. “Simples matemáticas, mi amor –respondió ella–. 30 entra dos veces en 60; pero 60 no puede entrar en 30”.
“¿De dónde sacaste ese collar de perlas?” –le preguntó Dulcibella a su amiga Blancaflor. Respondió ella: “Me lo regaló el joyero”. “¿Cómo?” –se sorprendió la amiga. “Sí –confirmó Dulcibella. Le comenté que me parecía muy caro y me dijo que me quedara con él. Me quedé con él y me lo regaló”.
Babalucas y su esposa se aburrían en el encierro causado por el coronavirus. Preguntó la señora: “¿Qué hacemos?”. Propuso Babalucas: “Pensemos”. “No –replicó la señora. Hagamos algo que tú también puedas hacer”.
Dos monjitas, sor Bette y sor Dina, fueron de misiones a lo más profundo de la selva. Tan pronto llegaron cayeron en manos de los caníbales. Se salvaron porque uno de ellos dijo: “Éstas no son comestibles. Saben a madre”.
Los reporteros sorprendieron a la vedette de moda, Bustilia Grandnalguier, cuando salía del departamento de un productor de cine. De inmediato la atosigaron con preguntas: “¿Es tu novio? ¿Se van a casar?…”. “¡Caramba! –se enojó Bustilia. ¡No puedo acostarme con un hombre sin que la gente piense que hay algo entre nosotros!”.
Rondín # 10
El padre Arsilio les preguntó a los niños del catecismo: “¿Cuál es la primera condición para obtener el perdón de nuestros pecados?”. Aventuró Pepito: “¿Tener pecados?”.
Simpliciano fue a buscar a su novia. Le preguntó a la mamá de la muchacha: “¿Está Pirulina?”. “No –le informó la señora. Date una vuelta a ver si regresa”. Simpliciano giró sobre sus talones y preguntó otra vez: “¿Ya regresó Pirulina?”.
Las doscientas odaliscas del harén lloraban desconsoladamente. Les preguntó el eunuco: “¿Por qué lloran?”. Respondió una de ellas entre lágrimas: “¡El sultán nos está engañando con otro harén!”.
Ya conocemos a don Chinguetas, es un marido casquivano. Un sabio refrán dice que “El león cree que todos son de su condición”. Así, don Chinguetas receló que su esposa le ponía el cuerno. Contrató a un detective privado para que la siguiera. Un par de días después el investigador le dio el informe: “Seguí a su esposa ayer. Primero fue a una cantina de mala muerte y después a un motel en las afueras de la ciudad”. “¡Lo que me sospechaba! –exclamó don Chinguetas. ¿Qué hacía mi mujer en esos lugares?”. Replicó el detective: “Lo estaba siguiendo a usted”.
Aquel psiquiatra era tan pobre que en vez de tener diván tenía
sleeping bag.
Rosibel salió con su novio en el automóvil del muchacho. Con ellos iría una pareja amiga de ambos. Los invitados ocuparon su sitio en el asiento trasero. Al ver eso exclamó Rosibel muy sorprendida: “¡Mira! ¡También para eso sirve el asiento de atrás! ¡Para llevar personas!”.
“Por favor -le rogó el ciempiés a su amiguita-. Abre las piernitas”. Replicó ella, terminante: “¡No, y cien veces no!”.
Cierto sujeto que tenía el tic nervioso de abrir y cerrar los ojos fue al baño del restorán. El cliente que estaba a su lado, un señor bajito de estatura, empezó a abrir y cerrar los ojos, igual que él. Se molestó el individuo del tic. “¡Oiga! -le reclamó amenazante al otro-. ¡No me remede usted!”. “Pos no me salpique”-. respondió con temblorosa voz el chaparrito.
Un ranchero iba por el camino con su burro, y el animal decidió ya no caminar. Ruegos, amenazas, y aun golpes, resultaron en vano. En eso llegó una mujer en su coche, y como el asno estaba atravesado en el camino ya no pudo continuar la marcha. Descendió del vehículo y le preguntó al ranchero: “¿Qué le pasa a su burro?”. “No sé –respondió el hombre-. No logro hacerlo caminar”. “Permítame” -dijo la viajera. Y acercándose al jumento le hizo algo. El pollino echó a correr a toda velocidad. “¿Qué le hizo?” -preguntó con asombro el campesino. Respondió la mujer: “Le hice unas cosquillitas allá abajo”. “Pues ahora hágame las cosquillitas a mí -demandó el ranchero-, porque tengo que alcanzar al burro”.
Aquel dictador hizo que todos los oficiales de su ejército, de generales abajo, se formaran para pasarles revista. En eso estaban cuando un borrachín que pasaba se plantó frente al lucido contingente y gritó con voz estentórea y marcial: “¡Por el flanco derecho, vayan todos a tiznar a su madre!”. El dictador se enfureció. Ordenó: “¡Capturen a ese hombre y fusílenlo!”. “¿Por qué? -protestó con tartajosa voz el borrachín-. No dije: ‘¡Ya!’!”.
Después de algunos años de trabajar en los Estados Unidos un individuo regresó cargado de dólares al pequeño pueblo del que había salido. Buscó a la novia de su juventud, pero la encontró casada ya con otro. Fue a la cantina donde estaba el marido de su amada y le dijo sin más ni más: “Amo a tu esposa. Si me la dejas te ofrezco darte lo que pese ella en billetes de 100 dólares”. “Concédeme un mes” -le pidió el otro. “Entiendo -dice el forastero-. Necesitas ese tiempo para pensar mi proposición”. “No -contestó el marido-. Necesito ese tiempo para que engorde más”.
Viernes por la noche. El hombre de la casa se disponía a salir. “¡Empédocles! -clamó su mujer llevándose las manos a la cabeza con desesperación-. ¡No te vayas a emborrachar, por el Sagrado Corazón!”. “No -replicó el individuo-. Ahora me emborracho por el rumbo de la Medalla Milagrosa”.
Un tipo le dijo al médico: “No puedo salir con mujeres, doctor. Padezco un grave problema sexual”. “¿Qué problema sexual es ése? -preguntó el facultativo. Respondió con tristeza el otro: “No tengo dinero”.
Doña Facilisa se quejaba: “Mi esposo me trata como a un perro”. Le preguntó una amiga: “¿Te hace objeto de malos tratos, de desprecios?”. “No -precisó doña Facilisa-. Quiere que le sea fiel”.
La señora dio a luz una linda bebé. Le informó a su marido: “Se llamará Aiudómara, como mi abuela materna”. El esposo no dijo nada, pero supo que ponerle así a la niña sería un crimen. Pensó rápidamente y exclamó: “¡Audómara! ¡Qué bello nombre! ¡Así se llamaba una novia que tuve!”. Dijo entonces la esposa: “Pensándolo bien, mejor le pondremos Rosita. Así se llamaba mi abuela paterna”.
El señor regresó a su casa de un viaje y al entrar en la recámara vio a un individuo sin ropa, y a su esposa en estado de gran agitación. Antes de que el señor pudiera abrir la boca le dijo aquel sujeto: “Soy representante del Banco Internacional Hipotecario, y le estaba diciendo a su señora esposa que así como estoy yo lo vamos a dejar a usted si no paga la hipoteca que tiene con nosotros”.
“Vengo a pedirle la mano de su hija” –le dijo el pretendiente al genitor. Replicó el padre de la muchacha, desdeñoso: “¿La mano nada más? Joven, no parece tener usted muchas aspiraciones”.
Babalucas conoció a una linda chica que lo invitó a ir a su departamento. La muchacha tenía temperamento erótico; era de inclinaciones voluptuosas, y dormía en cama de agua. (Las tiene en todos sus cuartos el Motel Kamawa como atractivo especial para sus clientes, y también una Biblia en cada habitación). Después de un foreplay interesante en la sala fueron los dos a la recámara y se tendieron sobre el acuoso lecho. Ahí continuaron los escarceos de libídine. Antes de proceder al principal performance le sugirió la chica a Babalucas: “¿No crees que deberías ponerte alguna protección?”. “Sí -admitió el tonto roque-, pero no creo que tengas aquí en tu departamento un salvavidas”.
La tortuga que en la famosa fábula le ganó la carrera a la liebre era una tortuga macho. Cierto día su esposa, la tortuga hembra, estaba platicando con una amiga, y entraron en el terreno de las confidencias. La tortuga, mohína, le confió a su amiga: “Y también hay otra cosa que mi marido hace más aprisa que la liebre”.
La mamá de Pepito enfermó de gustos pasados; se hallaba en estado de buena esperanza. Quiero decir que se embarazó. Le preguntó Pepito: “¿Cómo está eso del hijo en la barriga?”. La señora quedó desconcertada al oír aquella súbita interrogación. Pensó, sin embargo, que su retoño estaba ya en edad de saber ciertas cosas, de modo que lo sentó a su lado y procedió a darle una bien detallada explicación acerca del proceso por el cual se perpetúa la especie humana. No le habló de florecitas, pajaritos y abejitas, no; ni menos aún le dijo de la cigüeña o de París: le reveló la verdad completa acerca del origen de los niños. Cuando la señora terminó su prolija explanación le dijo Pepito: “Todo eso es muy interesante, mami, pero no me explicaste por qué cuando nos persignamos decimos: ‘En el nombre del Padre...’ en la frente, y luego: ‘... y del Hijo...’ en la barriga”.
Rondín # 11
Rosibel le contó a su abuelita: “Estoy saliendo con un muchacho guapísimo, y muy rico”. “Ten cuidado, hija -se preocupa la señora-. ¿Lo conoces bien?”. “Claro que lo conozco bien, abuela -contesta Rosibel-. Está casado con mi mejor amiga”.
El encargado del censo le preguntó a la señora: “¿Profesión de su marido?”. Respondió ella: “Fabricante”. Inquirió el censador: “¿Hijos?”. “No –contestó la señora-. Muebles”.
Don Algón estaba en trance de refocilación carnal con su linda asistente, usando el escritorio a manera de tálamo. En eso ¡horror! la esposa del salaz ejecutivo irrumpió en la oficina. Volvió la vista don Algón y la vió. Luego le dijo en voz baja a la muchacha: “Es mi mujer. Actúa con naturalidad”.
“¡Ah, cuánto cabrón vino!”. Esas altísonas palabras las dijo un borrachito que en medio de la cantina se plantó. Al punto se pusieron en pie varios parroquianos dispuestos a partirle la crisma. “Y también cuánta cabrona cerveza” –añadió el borrachín con una benévola sonrisa.
Don Algón iba por una oscura calle cuando le salió al paso un astroso individuo que le dijo: “Deme 500 pesos de limosna, caballero. Soy boxeador retirado, y estoy pasando apuros”. “¿500 pesos? –se exasperó el ejecutivo–. A ver: ¿cuándo fue su última pelea?”. Contestó el pedigüeño: “Hace 10 minutos, con un desgraciado que no quiso entregarme los 500 pesos”.
Había en mi ciudad un agiotista que decía a quienes le pedían un préstamo: “El señor Obispo me tiene prohibido cobrar un interés mayor al 10 por ciento, pero si por tu voluntad me regalas un 15 adicional gustosamente te prestaré el dinero”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Anoche llegó a la demarcación de policía y le dijo con angustiada voz al oficial de guardia: “¡Ayúdenme, por favor! Mi mujer salió a las 8 de la mañana a pasear al perro. Son ya las 11 de la noche y no ha regresado a la casa. ¡Por favor, ayúdenme!”. Le pidió el oficial: “Deme sus señas”. Describió Capronio sin poder ocultar su desesperación: “Pastor alemán; pelaje oscuro; 4 años de edad; responde al nombre de Argos”.
Don Cucurulo, señor con más años que un perico, hacía con discreción la corte a Himenia Camafría, célibe igualmente rica en almanaques. El provecto galán era algo tímido, y a pesar de que la dulcinea se mostraba willin’, o sea deseosa, para usar una expresión de Dickens, el corto caballero no se atrevía a declarar abiertamente su intención. Una tarde visitó en su casa a la señorita Himenia, quien le ofreció una merienda consistente en té de camomila –así dijo ella por decir de manzanilla– con galletas de animalitos. “Es que no quiero parecer fifí” –adujo la anfitriona para explicar la parvedad del ambigú–. Seguidamente le dijo al visitante: “Perdonará usted, amigo mío, si incurro en alguna intemperancia. Es que esta tarde ando de genio”. “¡Ah! –exclamó feliz don Cucurulo, quien vio abierta la puerta de su buenaventura–. ¡Si anda de genio entonces podrá concederme un deseo!”. El erótico trance tuvo lugar en la habitación 210 del Motel Kamawa, el cual mostraba en su fachada un letrero que decía: “¡Sea usted original! ¡Venga con su esposa!”. La dama que acompañaba a don Chinguetas, sin embargo, no era su esposa: era su comadre. Tal circunstancia, sin embargo, no fue óbice para que el casquivano marido fuera a ese sitio con la señora mencionada. Acabado el pasional suceso don Chinguetas le dijo, cauteloso, a su pareja: “No le irás a contar esto a mi mujer”. “¡Cómo crees!” –protestó ella con herida dignidad–. ¡Es mi mejor amiga!”.
Jesse James, el célebre bandido del Salvaje Oeste, se acercó a su hermano Franck, que jugaba póquer en el salón de Pecos City, y le informó al oído: “Acabo de robar el tren de Texas”. Respondió Franck: “¿Y?”. Le preguntó Jesse en voz igualmente baja: “¿Dónde lo pongo?”.
El abuelo daba consejos a su nieto mayor. “Seguramente has oído la frase que dice que en la juventud hay que gozar el vino, las mujeres y el canto. De joven yo me apliqué a las tres cosas. Tú no seas tan pendejo. Concéntrate sólo en las mujeres. Ya de viejo como yo podrás dedicarte al canto y al vino”.
La cigarra está triste. ¿Qué tendrá la cigarra? Le preguntó la mariposa: “¿Qué te sucede?”. Con lúgubre acento contestó la cigarra: “El médico me prohibió el cigarro”.
Noche de bodas. Vehemencio, el novio, había desposado a Dulciflor, muchacha ingenua que lo ignoraba todo acerca de las realidades de la vida. Sus únicas lecturas habían sido la novela piadosa “Staurofila” y la revista de monitos “Chiquitín”, patrocinada por el episcopado para contrarrestar los malos efectos del “
Pepín”, publicación nefanda. Tendido ya en el tálamo nupcial estaba el ansioso galán en espera de su dulcinea. Ella, en cambio, no mostraba interés alguno en ir a la cama, y eso que eran ya las 8 de la noche, hora en que solía irse a dormir. Sentada frente a la ventana tenía la mirada fija en el paisaje nocturnal. Le preguntó Vehemencio: “¿Por qué no acudes a mis brazos, cielo mío? ¿Por qué permaneces en la ventana en vez de venir al lecho de nuestros amores?”. Explicó Dulciflor: “Es que mi mamá me dijo que ésta será la noche más hermosa de mi vida, y no quiero perderme ni un minuto de ella”.
Don Ruperto Viveros fue un extraordinario personaje de Monclova, en mi natal Coahuila. Liberal de hueso colorado, masón del grado 33, era sin embargo cordial amigo del cura del lugar, el buen padre Almaraz, con quien unía esfuerzos en labores de beneficio para la comunidad. Conversador ameno e ingenioso, don Ruperto solía relatar anécdotas hilarantes que hacían soltar el trapo de la risa a quienes lo escuchaban. En una de esas gozosas ocasiones lo oí contar la historia de don Crisóstomo, orador de pueblo. Sucedió que un político de la localidad, diputado federal suplente, fue llamado a la Capital de la República a tomar posesión de la curul que dejó vacante el propietario, a quien se le ocurrió la mala idea de morirse cuando estaba disfrutando más de las dietas y privilegios que acompañan a dicha sinecura. La gente acudió en masa a la estación del tren a despedir al nuevo legislador. Subió éste al vagón y se volvió desde la escalerilla a agradecer las muestras de sus convecinos. Se oyó en eso una voz salida de la multitud: “¡Que hable don Crisóstomo!”. Y es que este señor tenía fama de orador castelariano, renombre ganado a pulso en ceremonias cívicas, juegos florales y brindis de ocasión. Con gesto magnánimo el político autorizó el discurso. Don Crisóstomo se dirigió al flamante diputado: “Y bien. Aquí estás ya, firme y erguido como deben estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar, lo sabemos todos, es muy grande. Ve hacia él con determinación, pues si te vemos vacilar, uno por uno, o todos juntos, tus amigos te empujaremos para que hagas lo que el deber te manda que hagas”. Una ovación atronadora rubricó las palabras del altílocuo orador, que vio así consagrado su prestigio. Sucedió que pocos días después hubo en el pueblo un funeral. En el panteón se oyó otra vez la voz: “¡Que hable don Crisóstomo!”. Tan bien le había ido al orador en su anterior alocución que decidió repetir las palabras que tantos aplausos le allegaron. Dirigiéndose al ocupante del féretro le dijo: “Y bien. Aquí estás ya, firme y erguido como deben estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar, lo sabemos todos, es muy grande. Ve hacia él con determinación, pues si te vemos vacilar, uno por uno, o todos juntos, tus amigos te empujaremos para que hagas lo que el deber te manda que hagas”. Un silencio desconcertante siguió ahora a las palabras del demóstenes local, que éste tomó como señal de respeto al acontecimiento funerario. Pasó un mes, y en el lugar se celebró una boda. Al término del banquete nupcial de nueva cuenta se escuchó la voz: “¡Que hable don Crisóstomo!”. Se dirigió éste al novio, y ante el azoro de la novia y de la concurrencia en general le espetó al atónito muchacho su bien aprendido discurso: “Y bien. Aquí estás ya, firme y erguido como deben estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar, lo sabemos todos, es muy grande. Ve hacia él con determinación, pues si te vemos vacilar, uno por uno, o todos juntos, te empujaremos para que hagas lo que el deber te manda que hagas”. Según contaba don Ruperto jamás volvió a escucharse el grito aquel: “¡Que hable don Crisóstomo!”, y nunca tampoco se repitió el discurso del antes célebre orador. Sic transit gloria mundi.
Yo tengo teorías sobre todo y certidumbres sobre casi nada. Tengo incluso teorías sobre las teorías.
El pastor Rocko Fages, ministro de la Iglesia de la Tercera Venida –no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus fieles a condición de que usen tapaboca–, deseaba con vehemencia disfrutar los encantos de Clorilia, la joven y escultural pianista de la congregación. Para lograr su intento le dijo a la cándida muchacha: “Hermana: el médico me diagnosticó un extraño y peligroso estado mental llamado
surmenage, que cierta semejanza tiene con el estrés o depresión. Me dice que sólo podré librarme de ese mal que lleva a la locura, y aún a la muerte, si tengo trato de líbido con mujer. ¡Ayúdeme hermana, por favor! ¡Sálveme la vida!”. Clorilia venció todos sus escrúpulos morales –tenía tres– y accedió por caridad cristiana a servir de remedio a la fatal dolencia del pastor. La alcoba de Fages sirvió de clínica para el tratamiento curativo. En el arrebato del pasional deliquio le dijo el enfermito a su doctora: “¡Bésame, Clorilia! ¡Bésame!”. “¡De ninguna manera! –protestó ella con enojo–. ¡Medicina sí; lujuria no!”.
Drácula le ordenó a su criado Gobbo: “Tráeme el periódico”. Se lo trajo el sirviente. Al ver el diario el vampiro se cubrió los ojos con los brazos, espantado, y profirió un terrible grito: “¡El Sol no, pendejo!”.
Un amigo de Babalucas le contó: “Vengo de la librería”. Inquirió el badulaque: “Y ¿qué libro compraste?”. Respondió el otro: “Compré el nuevo diccionario de la Academia. ¿Ya lo compraste tú?”. “No –contestó el badulaque–. Prefiero esperar a que salga la película”.
Don Chinguetas bebía en el bar Baján con sus amigos. Se hablaba de los maridos mandilones, y quiso demostrar que él no lo era. Le pidió al cantinero: “Llama a mi casa y dile a mi esposa: ‘El señor tardará en llegar’”. Cumplió el encargo el tabernero. Cuando regresó le preguntó Chinguetas frente a sus amigos: “¿Le dijiste a mi esposa lo que te indiqué?”. “Sí –respondió el de la cantina–. Le dije: ‘El señor tardará en llegar’”. “Y ¿qué te contestó?” –quiso saber el macho dominante–. Replicó el tabernero: “Me preguntó: ‘¿De parte de cuál de los señores me está hablando?’”.
“¿Cómo es el matrimonio?”. Esa pregunta le hizo Dulcilisa, joven soltera, a su amiga Gloribel, recién casada. “Te diré –respondió ella–. Al principio es muy bonito. Todo es amor, alegría, armonía y felicidad. Pero luego termina la fiesta de bodas y…”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Tenía una pequeña milpa en la cual sembraba maíz. Linda palabra es ésa, milpa. Viene del náhuatl “milli”, que significa sementera. “Le llovió en su milpita”, decimos de aquél que ha tenido buena suerte en sus negocios, o en la política, que para algunos es el mejor de los negocios. Don Abundio suele decir que en Ábrego somos milperos. Le preguntan: “¿Siembran maíz?”. “No –responde–. Tenemos manzanos, ciruelos y duraznos. Pero cae la helada… Pero nos granizó… Pero la fruta no tuvo precio… Somos mil-peros”. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Un vecino de Capronio le contó que había tenido problemas graves con los cuervos, que se comían los elotes. “Pero puse un espantapájaros en el maizal–le dijo el vecino-, y los cuervos se alejaron”. “Eso no es nada –replicó Capronio–. Yo puse en la milpa un retrato de mi suegra, y los cuervos no sólo se alejaron: me devolvieron los elotes que se habían robado el año anterior”.
El niñito lloraba desconsoladamente. Su mamá le preguntó, alarmada: “¿Por qué lloras?”. El pequeño contestó entre lágrimas: “Es que mi papi va a matar a la sirvienta”. La señora se sorprendió: “¿Por qué piensas tal cosa?”. “Explicó el niño: “Oí que le dijo a la muchacha: ‘De esta noche no pasas, mamacita’”.
Rondín # 12
El piloto del avión informó por el sistema de sonido a quienes iban en el vuelo: “Hemos perdido los dos motores de la nave, y entramos en picada. Es mi deber informarles que pereceremos todos”. Un grito de espanto surgió entre los pasajeros. Un sacerdote que viajaba entre ellos trató de consolarlos: “No os aflijáis, hijos míos –les dijo con emotiva voz–. Llegaremos al Cielo”. Acotó el piloto de la nave: “Sólo que sea en el rebote, padre. Precisamente vamos en dirección contraria”.
Lord Highrump, famoso cazador inglés, les mostró a sus visitantes la piel de oso negro que había puesto como alfombra en la sala. “A esta bestia feroz –narró con acento dramático– le di muerte en combate en un bosque canadiense. Apareció de pronto entre los pinos y se lanzó hacia mí. Su ataque fue tan súbito que no me dio lugar a dispararle con mi rifle Magnum, especial para caza mayor. Erguido en toda su estatura –más de 2 metros medía el animal, como ustedes pueden ver por el tamaño de su piel– el oso me tomó entre sus membrudas patas delanteras y me estrechó tan fuertemente que pensé iba a morir en aquel letal abrazo. Por fortuna traía en la cintura mi cuchillo, un Bowie knife americano, y se lo clavé al plantígrado en el corazón. Al punto cayó la fiera mascullando maldiciones en un idioma desconocido para mí. Tuve que matar al oso, amigos míos: éramos él o yo”. Comentó lady Loosebloomers: “Qué bueno que fue él”. “¿Por qué lo dice?” –se extrañó sir Highrump–. Explicó la señora: “Se habría visto usted muy mal de alfombra con las pompas hacia arriba”.
La púdica doncella transilvana le dijo en la mañana a su mamá: “Anoche se abrió de pronto la ventana de mi alcoba. Revolaron las cortinas y a través de ellas entró al cuarto un hombre de espeluznante aspecto que se cubría con una amplia capa negra con semejanza de alas de murciélago. Creo que era Drácula”. Preguntó la señora: “¿Qué te hizo?”. La cándida joven describió en detalle lo que el siniestro visitante le había hecho. Al punto dictaminó la madre: “No era Drácula”.
“Hágame la
castración”. Eso le pidió en modo terminante el gato don Isidro al cirujano. En este caso la palabra “gato” no hace alusión al minino de tal nombre. Se refiere a un madrileño, pues así, “gatos”, son llamados los hombres nacidos en Madrid, sin que ese término sea peyorativo o denostoso. Es como llamar cachanillas a los de Mexicali, jarochos a los de Veracruz (del Puerto), tapatíos a los de Guadalajara, jaibos a los de Tampico o regios a los de Monterrey. El médico se sorprendió al oír esa solicitud tan peregrina. “¿Qué ha dicho usted?” –le preguntó con asombro al madrileño. “Ya me oyó –replicó éste-. Quiero que me haga la castración”. Vaciló el facultativo, y dijo luego: “Eso, señor, es algo sumamente delicado. O, con más precisión dicho, ésos son algo sumamente delicado. ¿Por qué quiere usted que le haga la castración?”. Contestó don Isidro: “Así lo prescribió mi doctor, y tengo absoluta confianza en él. Hágame la castración”. Se encogió de hombros el galeno –era la parte que consideraba más decente para encoger-, y ese mismo día llevó a cabo la radical intervención quirúrgica. Al siguiente pasó visita a su paciente, que esa mañana lo estaba más que de costumbre. Le preguntó: “¿Cómo se siente?”. “Bien –respondió el intervenido-. No tengo dolor, ni físico ni moral. Lo único que experimento es una desacostumbrada ligereza en la entrepierna, que antes, no es por presumir, me pesaba considerablemente”. “Es natural la sensación –dictaminó el cirujano-. Ya se acostumbrará usted a ese vacío. Y ahora me disculpa: debo ir a hacer una
circuncisión”. “¡Joder! –dio una gran voz don Isidro-. ¡Ésa era la palabreja!”.
“¡Al fin solos!”. Esa inédita y original frase la dijo el joven Simpliciano cuando se vio en la suite nupcial a solas con su flamante mujercita. “¡Carajo! –se impacientó ella. ¿Venimos a platicar o a follar!”.
Las constantes travesuras de Pepito tenían a su pobre madre al filo de la desesperación. Fue a ver a un médico que después de oír sus quejas le indicó: “Sufre usted un caso grave caso de alteración mental. El comportamiento de su hijo puede llevarla a la locura. Voy a darle unas pastillas tranquilizantes tan poderosas que si Hitler hubiera tomado una de ellas no habría habido Segunda Guerra Mundial. Yo se las receté a mi suegra, y en el tiempo en que ha estado de visita en mi casa –18 años– no he tenido con ella ni un sí ni un no, el puro qué le importa”. Al día siguiente el facultativo llamó por teléfono a la mamá de Pepito. Le preguntó: “¿Le hizo efecto la pastilla”. Respondió ella: “Les sanglots longs des violons de l’automne blessent mon couer d’une langueur monotone”. No dejó el doctor de sorprenderse un poco al oír esa respuesta, pero tras pasajera vacilación volvió a inquirir: “¿Cómo se ha portado el niño?”. Replicó la señora: “¿Cuál niño?”.
Susiflor, joven esposa, le contó a una compañera de trabajo: “Tengo ya un año de casada, y en todo ese tiempo Gerineldo me ha hecho el amor sólo tres veces”. Opinó la otra: “Deberías divorciarte de él”. Replicó Susiflor: “No es Gerineldo con el que estoy casada”.
“Huele a cuerno quemado” –dijo uno de los invitados a la carne asada: “Cucoldo –le indicó la anitriona a su marido–. No acerques la cabeza al fuego”.
Debemur morti nos nostraque. Tanto nosotros como nuestras cosas nos debemos a la muerte. Esa doliente frase pertenece a una de las Epístolas de Horacio. Consciente de la verdad de sus palabras, don Lutocio se dedicó a la oratoria cineraria, o sea de cementerio. Con frecuencia era invitado a los sepelios a pronunciar el elogio fúnebre del desaparecido o la finada. Tenía por principio inalterable que de los muertos no se deben decir más que las cosas buenas. Aunque el ocupante del ataúd hubiera sido un cabrón, o la difunta una arpía, se volcaba en alabanzas ditirámbicas para él o ella. No hacía como el autor de aquella lápida que decía: “Aquí yace la señora Fulana de Tal. Hija ejemplar. Madre abnegada. Esposa regular”. En cierta ocasión don Lutocio fue invitado a perorar en el entierro de un sujeto de vida gris y adocenada. No se le conocieron al difunto acciones malas, pero tampoco buenas. Pasó por la vida como si no hubiera vivido. No aportó nada al mundo aparte de su sombra. Fue de aquellos espíritus mediocres a los que Dante condenó a estar en el limbo. Esa vez el orador estuvo corto en sus palabras. Su discurso fue agua de borrajas. Casi se limitó a decir las fechas de nacimiento y muerte del difunto, y poco más. Acabado el sepelio alguien le hizo notar al orador su parquedad. Exclamó él, irritado: “¡Es que el muerto no ayudaba!”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Con motivo del obligado encerramiento de estos días su esposa releyó un libro de juventud: “La vuelta al mundo en 80 días”, de Verne. (Cosa de coincidencia: yo estoy volviendo a leer un delicioso libro de mis años mozos: “Viaje alrededor de mi cuarto”, de Xavier de Maistre. Lo escribió en el curso de un arresto domiciliario que duró más de 40 días, y en él hizo reflexiones acerca de sí mismo, del mundo y de la vida, de sus recuerdos y sus futuros planes. He aquí la forma en que concluye esas meditaciones, aplicable, pienso, al aislamiento que ahora estamos con motivo del coronavirus: “País encantador es el de la imaginación, que el Ser bienhechor por excelencia ha dado a los humanos para consolarlos de la realidad. Me han prohibido ir y venir en una ciudad, pero me han dejado el Universo. La inmensidad del mundo y la eternidad están bajo mis órdenes”). Advierto, sin embargo, que me he apartado del relato. Vuelvo a él. La mujer de Capronio comentó: “Aquí dice que en algunas regiones de la antigua India había la costumbre de quemar viva a la esposa de un difunto para que siguiera en la muerte a su marido y estuviera con él hasta el fin de los tiempos”. “¡Caramba! –exclamó Capronio condolido–. ¡Pobre hombre!”.
“Me da un condón” –le pidió en alta voz un tipo al farmacéutico–. Éste se llevó el dedo índice al ojo para indicarle al individuo que advirtiera la presencia de mujeres y menores. “No –dijo el sujeto sin bajar la voz–. Para el ojo no. Para la pija”.
“Soy tu mejor amigo –le habló con solemne acento un tipo a otro–, por eso me veo en la necesidad de decirte algo acerca de tu esposa”. “No me asustes –se inquietó el otro–. ¿De qué se trata?”. Dijo el amigo: “Nos está engañando con otro hombre”.
Babalucas era empleado de una gasolinera. Un cliente le pidió: “Revise las llantas, por favor”. Babalucas dio una vuelta en torno del vehículo y le informó al conductor: “Están las cuatro”.
Decía una señora: “Los hijos son el consuelo en la vejez. Y te ayudan a llegar a ella más rápidamente”.
Simpático señor fue Edmundo Flores. Tercer director del Conacyt, le dio a ese organismo una proyección extraordinaria, pues era hombre de cultura y al mismo tiempo de acción. Algunos lo tachaban de frívolo por su carácter ligero, decidor, alejado de la pedantería, pero lo cierto es que era un científico de sólida formación y con reconocimiento internacional. Escribió sus memorias. En ellas narró la vez que, siendo muy joven, estuvo en Guatemala algunos meses. Llevó consigo su tocadiscos portátil, cuya tornamesa giraba movida por una banda de hule que de continuo se rompía. Se le ocurrió usar un preservativo en vez de la banda, y el artilugio sirvió bien para el efecto. Sin embargo los tales hules se rompían también a cada paso, de modo que debía ir a la farmacia de la esquina diariamente, y en ocasiones dos veces en el mismo día, a fin de comprar aquello que le servía para oír su música. El farmacéutico, asombrado por las continuas compras de condones que el muchacho hacía, le dijo con admiración: “Había oído decir que los mexicanos son muy cogelones, pero no creí que tanto”.
Las personas con tiquismiquis de pudicia deben suspender en este punto la lectura, pues en seguida viene un cuento de color subido. Helo aquí… Cierto señor acudió a la consulta de un médico afamado, pues de la noche a la mañana le apareció una extraña mancha roja en su parte de varón. Le dijo el angustiado tipo al doctor: “Temo que sea alguna forma de erisipela o urticaria, o, peor todavía, alguna enfermedad venérea difícil de curar”. Lo examinó el facultativo y al final dictaminó: “Esto se lo puedo quitar yo rápidamente”. “¿De veras, doctor?” –exclamó, esperanzado, el individuo–. “Sí –confirmó el médico–. Tiene usted razón: la erisipela, la urticaria y las enfermedades venéreas son a veces difíciles de quitar. Pero las manchas de lápiz labial no”.
“Cada vez que hagamos el amor deberás darme mil pesos”. Grande fue la sorpresa de don Chinguetas cuando su esposa, doña Macalota, le anunció tal cobro. Le preguntó, amoscado: “¿Por qué?”. Explicó ella: “Se me ocurrió esa forma de ahorrar”. A don Chinguetas no le pareció mala la idea. Pensó que cada mes tendrían 4 mil pesos ahorrados, pues el señor, igual que el periódico del pueblo, era semanario. Se sorprendió más, entonces, cuando en la caja donde su esposa guardaba ese dinero no vio al final del mes 4 mil pesos, sino 40 mil. Le explicó doña Macalota: “Hay quienes lo hacen con mayor frecuencia que tú”.
Aquel hombre tuvo un extraño sueño. En él veía las pompas de su mujer, y en cada una de ellas inscrito un número 7. Compró, pues, un billete de lotería con terminación 77. El número premiado fue el 707.
Doña Cacha Lotta, corpulenta dama, subió a la báscula del baño. Su marido, que andaba por ahí cerca, le preguntó: “¿Quién dijo: ‘¡Ah cabrón!’? ¿La báscula o tú?”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le pidió una vez más a Dulcibel, linda muchacha, la dación a título gratuito de su más íntimo tesoro: el de la doncellez. Esa torpe demanda del lúbrico galán exasperó a la recatada joven. Respondió con iracundia: “¿Cuántas veces te he dicho que no?”. “Perdóname, Dulcibel –se disculpó Pitongo-. Ignoraba que debo llevar la cuenta”.
Rondín # 13
El mayor Azgo, mílite de la vieja guardia, asistió a la tertulia que cada jueves hacía en su casa doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad. La anfitriona le pidió: “Relátenos alguna anécdota de su vida en los cuarteles”. Contestó el rudo soldado: “No puedo hacer tal cosa, mi señora. El lenguaje que uso es el del vivac, no el de la sociedad urbana, y temo lastimar los oídos de la concurrencia, en especial el de las damas”. “Cuente, cuente –insistió doña Panoplia-. Si tiene que decir alguna palabra altisonante use en su lugar una metáfora. Todos entenderemos”. “Siendo así –accedió el militar- les contaré de la vez que estando en un hotel de pueblo vi por un agujerito en la pared que la mujer que ocupaba el cuarto adjunto se estaba desnudando. Tenía un cuerpo perfecto: enhiestos senos de hurí; cintura de sílfide; poderosa grupa de odalisca; muslos ebúrneos de náyade; torneadas piernas de nereida…”. (Nota: el militar del cuento había leído a don José María Vargas Vila). “Hermosa mujer -comentó doña Panoplia-. Y ¿qué hizo usted, mayor?”. “Nada, señora mía –suspiró el viejo militar-. Estarme ahí con la metáfora levantada”.
Aquel señor compró un perico en la tienda de mascotas. El vendedor le aseguró que el loro hablaba mucho. Falso: pasaron los días y el pajarraco no decía una palabra. “¡Habla!” –le ordenaba una y otra vez el señor–. El cotorro seguía mudo. Un día el señor pasó frente al perico y éste le dijo con todas sus letras: “¡Cornudo!”. El hombre se sorprendió. “¿Qué me dijiste?”. “Cornudo –repitió el loro–. Cuando no estás aquí viene un sujeto y le hace el amor a tu mujer en todas las posiciones descritas por el Kama Sutra y en otras de su propia invención. Ella disfruta mucho. Le dice al individuo ‘Papacito’ y ‘Cochototas’”. Al oír eso el señor se encendió en cólera: “¡Ah, cotorro hablador! –prorrumpió con iracundia–. ¡Te voy a torcer el pescuezo, cabrón!”. El perico replicó exasperado: “¿Quién te entiende? Si no hablo te enojas, y si hablo te enojas más”.
Astatrasio Garrajarra y Empédocles Etílez, borrachos de profesión, acertaron a verse en la estación del tren. “Caminemos sobre los durmientes” –sugirió Astatrasio–. El otro se preocupó: “¿No se despertarán?”.
El médico de la Cruz Roja le preguntó al tipo que había participado en una riña congalera: “¿Usted es el que recibió un navajazo en la trifulca?”. “No, doctor –precisó el tipo–. Lo recibí entre la trifulca y el ombligo”.
El señor licenciado Severiano García, catedrático de Lógica en el Ateneo Fuente de Saltillo, era hombre parsimonioso y circunspecto, muy dado a pruritos del lenguaje. En cierta ocasión abordó un autobús que iba lleno ya de pasajeros, de modo que tuvo que ir de pie. Lo vio una de sus alumnas y le dijo: “Maestro: no tiene usted asiento”. “Asiento sí tengo, señorita –contestó don Severiano–. Lo que no tengo es dónde ponerlo”. La aclaración del Chato –así se le llamaba con afecto– era correcta. En efecto, en una de sus muchas acepciones la palabra “asiento” sirve para designar a las asentaderas.
“Los designios del Señor son inescrutables –reconocía don Añilio, señor de edad madura–. Hace que los hombres seamos padres en la juventud. Deberíamos mejor tener los hijos a los 80 años. A esa edad de cualquier modo tenemos que levantarnos tres o cuatro veces en la noche”.
La vecina de doña Gordoloba le contó: “Mi marido me hace sufrir mucho. En estos meses he bajado nueve kilos”. Pidió, ansiosa, doña Gordoloba: “¿Me lo prestas?”.
Don Chinguetas, el esposo de doña Macalota, regresó de un viaje cuando eran ya las 9 de la noche y se encontró con la novedad de que su mujer no se hallaba en la casa. Le preguntó a la criadita: “¿Dónde está mi señora?”. Respondió la mucama: “Salió hace una hora”. Quiso saber don Chinguetas: “¿Iría de compras?”. Replicó la muchacha: “Por la forma en que iba vestida creo que más bien iba de ventas”.
Aquel granjero alquiló un toro semental para que cubriera a una de sus vacas. Llegó el toro, pero no dio muestra alguna de interesarse en la vaquita. El granjero llamó a una médica veterinaria y le contó el problema. Le dijo: “El toro no le hace nada a la vaca; se la pasa todo el tiempo comiendo, durmiendo y bufando”. Preguntó la profesionista: “Ese toro ¿vino de Cuitlazintli?”. “De ahí lo trajeron, en efecto –respondió el granjero–. ¿Cómo lo supo?”. Explicó la doctora: “De ahí es mi marido”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, coincidió en una fiesta con Capronio, hombre ruin y desconsiderado. Le preguntó, coqueta: “¿Qué edad me calcula usted?”. Replicó Capronio: “Viendo su rostro le pondría 25 años. Al ver su cuerpo le pondría 19. Considerando su cutis le pondría 22. A juzgar por la viveza de sus ojos le pondría 18...”. Halagada, Himenia le dijo: “¡Adulador!”. “Un momento –la interrumpió Capronio-. Todavía me falta sumar”.
Permítanme un minutito, por favor. Voy a apuntar esta última frase para usarla en algún concurso de oratoria, si es que alguno queda todavía… Procedo ahora a narrar un chascarrillo cuya lectura es desaconsejable para las personas con pruritos de moralidad... Un señor que fumaba mucho se sintió mal y fue a consultar a un médico. Después de examinarlo le dijo el facultativo: “Lo siento mucho. Presenta usted un cuadro grave por causa del cigarro. Le quedan pocos meses de vida”. El hombre llamó por el celular a su hijo mayor y lo citó en un bar. Ahí le dio la mala noticia. “Por haber fumado mucho –le dijo– moriré dentro de poco tiempo”. El muchacho, consternado, le sugirió que llamara también a sus amigos y se despidiera de ellos. Llegaron a la taberna los camaradas del señor. “Amigos míos –les dijo el señor–. Los llamé para despedirme de ustedes. Tengo sida, y pronto moriré”. El muchacho se inclinó sobre su padre y le dijo al oído: “¿Sida? Me dijiste que la causa de tu muerte es el cigarro”. “Así es –contestó el señor también en voz baja–. Pero no quiero que después de que yo ya no esté alguno de estos cabrones vaya a buscar a tu mamá”.
“Me acuso, padre, de que anoche hice el amor con Flordelisia, la más bella mujer de la comarca. Tres veces disfruté de sus encantos: la primera en la tradicional posición del misionero, dicho sea sin agraviar a lo presente; la segunda ella arriba, abajo yo, y la tercera en la postura que en inglés se llama doggie style”. “Ahórrate los detalles” –interrumpió, turbado, el padre Arsilio. “Permítame continuar –opuso el penitente–; todavía falta lo mejor. Flordelisia quedó plenamente satisfecha con mi performance. Ahíta de pasión, agotada por el pagano goce de la carne y por todos los deliquios de manos y de boca que le hice conocer, me dijo que yo soy el mejor hombre con quien ha estado en una cama; el de mejor técnica y mayor enjundia. Añadió que esa noche había tenido más orgasmos que en toda su vida amorosa, y eso que ha sido muy intensa”. De nueva cuenta el sacerdote le cortó al hombre el hilo del discurso. Le dijo: “¿Viniste a confesarte o a presumir?”. Sin atender la moción de orden prosiguió el sujeto: “También me hizo prometerle que mañana me encontraré otra vez con ella para experimentar nuevas formas de placer”. “Basta, basta –se exasperó el padre Arsilio–. Pecado grave has cometido, de lujuria. Según veo lo único que te faltó en esa deshonesta unión fue consumar lo que en Derecho Canónico se llama concubitus in vase indebito. No te traduzco la expresión latina porque eso equivaldría a darte un tip, aunque no creo que lo necesites. Grande es tu culpa, y grande será por tanto la penitencia que deberás cumplir. Rezarás tres rosarios de 20 misterios”. Dijo el individuo: “Ignoro cómo se reza eso. No soy católico, soy protestante”. “¡Desgraciado! –prorrumpió con enojo el padre Arsilio–. ¿Por qué entonces viniste a confesarte?”. Explicó el tipo: “A alguien le tenía que contar todo esto”.
Al empezar la noche de bodas el anheloso novio le preguntó con ternura a su dulcinea: “¿Qué lado quieres de la cama, cielo?”. Respondió ella: “Los dos”. “¿Los dos? –se desconcertó el galán–. No necesitas los dos lados”. “¿Que no? –replicó ella–. Espera a que me quite la faja”.
La madre y la hija discutían acremente. “Está bien. No voy a reprenderte más. Sigue con esa vida que llevas, de embriagueces y promiscuidad. Sigue llegando a la casa en horas de la madrugada, borracha siempre y con un hombre distinto cada noche. Pero una cosa te pido: de ahora en adelante a nadie le digas que eres mi mamá”.
Pepito le preguntó a su tía, que llevaba tres años de casada: “¿Por qué no has tenido hijos?”. Respondió ella: “Porque no me han llegado de París, ni me los ha traído la cigüeña, ni los he hallado en una col”. Pepito bajó la voz: “Si me das 100 pesos te diré otro método más efectivo para tenerlos”.
Doña Macalota se puso un vestido de ésos que por arriba se ve hasta abajo y por abajo se ve hasta arriba. Le preguntó a don Chinguetas, su marido: “¿Se me ve el fondo?”. “Sí –contestó él–. De todo”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierto día hizo acto de presencia en su domicilio en horas de la madrugada después de haberse pasado toda la noche en una ramería, burdel o lupanar. Llevaba marcas de lápiz labial no sólo en el cuello de la camisa sino también en los cachetes y hasta en los dientes incisivos. Con la mayor desfachatez el tal Capronio le ordenó a su esposa: “Hazme unos chilaquiles bien picosos”. El cinismo de su consorte sacó de quicio a la señora. Le contestó, furiosa: “¡Que te los hagan esas viejas con las que estuviste anoche!”. “Calla, mujer –le impuso silencio Capronio con mayestático ademán–. Ésas a las que sin respeto llamas ‘viejas’ no son cocineras: son artistas”.
Astatrasio Garrajarra y Empédocles Etílez, briagos de profesión, se corrían su enésima parranda. Declaró Garrajarra, preocupado: “Ahora que llegue a la casa, mi mujer me va a mostrar el reloj”. “Eres afortunado –suspiró Empédocles–. A mí me va a mostrar el calendario”.
Noche de bodas. El recién casado dejó caer la bata de popelina verde que su mamá le había confeccionado para la ocasión y se mostró por primera vez al natural ante su mujercita. Ella lo vio y exclamó alegremente: “¡Mira! ¡Ahora ya no sentiré vergüenza por tener las bubis tan pequeñas!”.
Don Grajolindo, profesor de Gramática y Retórica, llegó a su casa inesperadamente y sorprendió a su esposa en trance de fornicación con un sujeto. Al verse descubierta la pecatriz farfulló aturrullada: “Yo… Tú… Él… Nosotros…”. “Olvídate de los pronombres –la interrumpió don Grajolindo-. Explícame más bien esta conjunción copulativa”.
A propósito de gramatiquerías diré que el padre de Pepito era muy dado a usar en su expresión locuciones latinas, de las cuales tenía un abundante repertorio. Cierto día vio que su hijo había trepado a la más alta rama del árbol que crecía en el jardín. Temeroso de que fuera a caer le ordenó en tono perentorio: “Baja de ese árbol ipso facto, o sea inmediatamente”. Retobó Pepito: “Bajaré motu proprio, o sea cuando me dé la gana”.
Aquel tipo solía empinar el codo a costa ajena. Sus amigos le decían “El genio”: se aparecía cuando alguien abría la botella.
El señor y la señora se iban a divorciar. “Nos repartiremos los hijos” –propuso él. Preguntó ella: “¿Cómo hacemos para repartirlos? Son tres”. “Es cierto -reconoció el esposo-. Pero el problema tiene solución. Viviremos juntos un año más; tendremos otro hijo y así nos repartiremos dos tú y dos yo”. “Tendremos otro hijo –se burló la esposa-. ¡Si me hubiera fiado de ti ni siquiera tendríamos los tres que tenemos ahora!”.
Doña Pasita era católica devota, de misa y comunión diarias, como antes se decía. Una de sus vecinas le contó: “Me enteré de que mi hija es lesbiana”. “Sea por Dios –suspiró doña Pasita-. Esas sectas venidas del extranjero no descansan”.
Cierto individuo consultó a una quiromántica. La adivina le observó la palma de la mano y le auguró: “Habrá cinco mujeres en tu vida”. El hombre se puso feliz al escuchar tan venturoso vaticinio. Y en efecto, la profecía su cumplió al pie de la letra. Hubo cinco mujeres en su vida: su esposa, sus tres hijas y su suegra…
Rondín # 14
Un sujeto bebía su copa, solitario, en la barra de la cantina. El tabernero le preguntó: “¿Qué le sucede, amigo?”. Respondió el otro: “Mi señora desapareció hace cinco días, y no la encuentro”. Sugirió el cantinero: “Repórtela a la Policía”. “¡No! –se asustó el tipo-. ¡Ellos sí la encuentran!”…
Eroticio, hombre muy dado a cosas de libídine, pensó, como el don Guido de Machado, que pensar debía en asentar la cabeza. Para tal efecto desposó a Goretina, púdica doncella que no sabía nada acerca de las realidades de la vida. La noche de bodas el sabidor galán le preguntó con ternura a su inexperta mujercita: “Dime, amor mío: ¿tu mamá te contó algo acerca de lo que hacen los casados en el lecho?”. “Nada me dijo sobre eso –replicó la cándida muchacha-. Lo único que me enseñó fue a hacer sopa de arroz”. “Entonces –le informó Eroticio- procederé a hacer algo que quizá te va a asustar”. Y así diciendo llevó a cabo la consumación del matrimonio. Con tal pericia lo hizo, con tan acabalada técnica, que llevó a Goretina al culmen de la voluptuosidad. Extática, la joven le pidió a su maridito que la asustara otra vez. Eroticio, halagado en su vanidad de másculo, obsequió cumplidamente ese deseo. De nueva cuenta la extasiada novia alcanzó la más alta cumbre del deliquio. Con vehemencia le suplicó a su esposo que la asustara nuevamente, lo cual hizo él por vez tercera, si bien con gran esfuerzo. No se agotaron ahí las amorosas ansias de la desposada, que por no haber conocido antes los goces del connubio quería ahora disfrutarlos plenamente. Ardiendo en erótico deseo le pidió a Eroticio: “¡Asústame otra vez, mi vida!”. Con dificultad se enderezó él en la cama y le hizo a Goretina. “¡Bú!”.
“¡Huyamos! –le dijo con alarma el lugareño al viajero que recién había llegado al pueblo-. ¡Ahí viene el Mochahuevos!”. “¿Quién es ése?” –preguntó el forastero al tiempo que emprendía la carrera junto al tipo de la localidad. Respondió el otro, que escapaba a toda la velocidad que le permitían sus piernas: “Es un loco furioso que persigue exclusivamente a los varones. Al que tiene tres testículos se los corta con un tajo de su filosísimo machete”. Opinó el fuereño: “Entonces no tiene caso que corramos. Yo tengo dos, y supongo que tú también”. “Así es –respondió el otro-. Pero corramos de cualquier manera. El Mochahuevos primero corta y después cuenta”.
Babalucas estaba leyendo el periódico. Su esposa le preguntó. “¿Qué fecha es hoy?”. Respondió el tontiloco: “No lo sé”. Sugirió la señora: “Mira la fecha en el periódico”. “De nada servirá -repuso Babalucas-. Es el de ayer”.
Endecho, romántico galán, fue en automóvil con su novia Crisantena al solitario y penumbroso sitio llamado El Ensalivadero, lugar al que acudían por la noche las parejas en trance de pasión. En el asiento trasero del vehículo Endecho dio libre curso a su libídine, y con irrefrenables ansias acarició vehemente a su dulcinea. Quiso expresarle su amor, pero se lo impidió lo urente del momento. Exclamó entonces lleno de emoción: “¡No encuentro palabras!”. Le indicó Crisantena: “Y ahí donde tienes la mano menos las vas a encontrar”.
La mamá de Pepito se atareaba en la cocina. El chiquillo le preguntó: “¿Qué estás haciendo?”. Contestó la señora: “Rajas”. “No rajo –prometió Pepito-. ¿Qué estás haciendo?”…
Empédocles, Astatrasio y Briagoberto, alcohólicos nada anónimos, fueron con sus respectivas esposas a pasar vacaciones en la playa. Recostados los tres en sendos camastros, whisky en mano, contemplaban a las bellezas que en brevísimos bikinis tomaban el sol junto a la alberca. Empezaron a calificarlas en escala del cero al 10. “Mira a ésa. Le doy un 9”. “A aquella otra yo le pongo un 8”. “La de allá merece el 10”. De pronto dijo Empédocles”: “Volvamos al hotel. Han de estar preocupadas nuestras doses”.
El doctor Kinseyo, sexólogo famoso, asistió a una cena ofrecida por doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad. En la mesa el célebre especialista guardaba silencio inexplicable. “Maestro –le pidió doña Panoplia-. Díganos algo acerca del sexo”. “Lo hago con mucho gusto, señora” –respondió el doctor. Y siguió callado…
“¡Te voy a comer!” –amenazó el Lobo Feroz a la abuelita–. “Eso es lo que le harás a Caperucita –replicó la abuela desde el lecho–. A mí me vas a hacer otra cosa”.
Babalucas fue a la biblioteca pública a devolver un libro que su hijo había llevado a casa. El tal libro se llamaba “Escolios de Metafísica Epistemológica”. Vio el título la encargada y comentó: “Está muy abstruso el libro, ¿no?”. Respondió con enojo el badulaque: “Así estaba cuando se lo prestaron a mi hijo”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Le reclamó a su suegra: “Es usted una mentirosa. Me dijo que si alguna vez le traía yo flores se caería muerta por la sorpresa. Se las traje, y nada que se cayó”.
Una chica le preguntó a otra: “La primera vez que hiciste el amor ¿fue por amor o por dinero?”. “Debe haber sido por amor –ponderó la otra–, porque el tipo me pagó 10 pesos, y 10 pesos no es dinero”.
“Ten cuidado con ese hombre –le advirtió la señora a su hija Dulciflor–. Va a querer montarse sobre ti, y eso marchitará tu virtud”. Cuando la muchacha regresó de la cita le contó alegremente a su mamá: “Antes de que él se me montara yo me le monté a él, y le dejé bien marchita su virtud”.
Yo, lo confieso sin rubores, soy un conservador. Eso me viene por parte de padre, pues la familia de mi mamá era liberal y revolucionaria. Don Mariano pensaba que Hernán Cortés, Iturbide, Maximiliano y don Porfirio Díaz –siempre anteponía el “don” al nombre del prócer oaxaqueño– eran grandes personajes injustamente denostados. Doña Carmen, por su parte, afirmaba que don Benito Juárez –siempre anteponía el “don” al nombre del prócer oaxaqueño– era el héroe mayor de la República, merecedor no sólo de loores, sino incluso de veneración. Yo salí a papá, contrariamente al atildado joven que decía: “Mi padre era muy macho, pero yo salí a mamá”. Como lo señalé ut supra soy conservador. He conservado la misma esposa por 55 años –más bien ella me ha conservado a mí–, conservo aún la casa que fue de mis padres y de mis abuelos, y cuando con mucha reticencia cambié al fin mi vieja máquina de escribir por la computadora sentí como si hubiera cambiado a mi mujer por una querida.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, tenía en la sala de su casa una reproducción del David de Miguel Ángel. Un día se sorprendió al ver que cierta parte de la varonil figura no apuntaba ya hacia abajo, como en la estatua original, sino hacia arriba. La criadita de la casa confesó que ella había quebrado la susodicha parte, y la volvió a pegar con un líquido adhesivo. “Pero se la pegaste al revés” –le indicó doña Panoplia–. “Pos no sé –contestó la criadita–. Así es como las he visto siempre”.
Extraños ruidos escuchó el esposo al entrar en la alcoba donde su mujer yacía en el lecho desnuda y en estado de inexplicable agitación. Recelando lo peor miró tras las cortinas y dijo: “Aquí no hay nadie”. Fue al baño y dijo: “Aquí no hay nadie”. Abrió el clóset y vio a un individuo que le apuntaba con una pistola escuadra. Volvió a cerrar la puerta y dijo: “Aquí tampoco hay nadie”.
“¡Cantinero! –clamó llena de enojo la mujer que bebía en el bar, sola-. ¡Este borracho me insultó! ¡Me dijo que tengo cara de lavativa!”. “No haga usted caso, señora –respondió el de la cantina-. Acepte, por cortesía de la casa, esta copa de agua tibia”.
Doña Macalota le contó a su vecina: “Jamás he hecho el amor con otro hombre aparte de mi marido”. Comentó la otra: “No presumas”. “No estoy presumiendo –contestó doña Macalota-. Estoy quejándome”.
Un hombre llegó apresuradamente a la clínica de maternidad. La mujer con la que iba estaba a punto de dar a luz. Le preguntó al sujeto una enfermera: “¿Cuál es el nombre de su esposa?”. Preguntó a su vez el individuo: “¿Es necesario involucrarla a ella en este asunto?”.
Don Tomaso, señor octogenario, apareció en la puerta que conducía al sótano de su casa, donde tenía su laboratorio de químico aficionado. Iba completamente en pelotier, o sea sin ropa, y lucía en la entrepierna una mayestática erección que habría envidiado un joven de 20 años. Le dijo a su señora, que lo miraba estupefacta: “A ver qué dices ahora de los que llamas mis estúpidos experimentos”.
Rondín # 15
Un tipo le contó a otro: “Soy ayudante de Pomponona la vedette. Por 100 pesos diarios la ayudo a vestirse y desvestirse”. Comentó el otro: “Es poco”. “Sí –reconoció el tipo–. Pero no puedo pagarle más”.
Babalucas acudió al consultorio del doctor Ken Hosanna y le dijo: “Mi esposa sufre de insomnio”. “Eso no es problema –respondió el facultativo al tiempo que buscaba en el cajón unas píldoras y un polvo–. Con esto haremos que su esposa duerma”. Seguidamente le dio sus instrucciones: “Mañana, cuando cante el gallo, dele estas píldoras. Y a la hora en que llegue el lechero, que es seguramente la hora en que despierta su señora, póngale una lavativa con este polvo disuelto en agua tibia”. Babalucas pagó los honorarios del doctor y se retiró llevando consigo las píldoras y el polvo. Al día siguiente regresó. Le preguntó el galeno: “¿Qué sucedió con el insomnio de su esposa? ¿Durmió anoche?”. “No, doctor –contestó el badulaque–. Y vengo a que me dé otro tratamiento. Después de varios intentos logré por fin que el gallo se tragara las píldoras, pero ¡ah cómo batallé para ponerle la lavativa al méndigo lechero!”.
María Candelaria, linda zagala campesina, fue a confesarse con el cura párroco del pueblo. “Acúsome, padre –le dijo contrita y pesarosa–, de que cuando voy por agua al río me persigue Lorenzo Rafáil”. “No debes angustiarte –la tranquilizó el sacerdote–. El hecho de que ese joven te persiga no constituye pecado para ti, pues en él no interviene tu voluntad”. Añadió la rancherita: “¡Pero es que siempre me alcanza!”.
Dulciflor, cándida doncella, le dijo a Libidiano, hombre salaz: “Me regalaste unos guantes y te permití que me besaras las manos. Pero ahora que me regalas un brassiére no sé; no sé”.
Pepito llegó muy triste de la escuela. “Reprobé el examen –le dijo a su papá–. “¿Por qué?” –quiso saber el señor–. “Porque no llevé acordeón” –explicó el niño–. Le dijo su papá: “Hiciste bien en no llevarlo, hijo. Es mejor reprobar un examen que engañar y engañarse llevando un acordeón”. “Debí llevarlo –declaró Pepito–. El examen era de la clase de música, y el acordeón es mi instrumento”.
Don Poseidón interrogaba con severidad al novio de su hija, pues la muchacha hablaba ya de casarse con el galán. Le preguntó en tono solemne: “¿Está usted seguro, jovencito, de que puede hacer feliz a mi hija?”. “¡Uh, señor! –respondió el muchacho, orgulloso–. ¡La hubiera visto anoche!”.
Un rijoso borrachín se plantó en medio de la cantina y declaró con tartajosa voz: “¡Todos los que están aquí son puros culeros!”. Esta última palabra no ha de sobresaltar a nadie: viene en el Diccionario de la Academia, que la registra como mexicanismo y la hace equivalente de miedoso o cobarde. Al oírse llamar así, culero, un hombre de estatura procerosa y hercúlea complexión se puso en pie y le propinó al beodo una bien hilada serie de puñetazos, guantadas, mojicones, trompadas, soplamocos y mamporros, tantos que lo dejó tirado en el suelo sin cara en qué persignarse. Así, caído y lacerado, el temulento comentó: “Bueno, me equivoqué nomás por uno”.
Doña Ñenga oyó sonar la campana del camión de la basura. En ese momento estaba vestida con una vieja bata rota por todos lados; calzaba unas pantuflas desgastadas por el uso; en la cabeza llevaba los papelillos –“cucarachas” les llamaba– que solía ponerse para intentar poner en orden la hirsuta cabellera, y en la cara mostraba la crema verdinegra que se aplicaba en las mañanas. Tomó apresuradamente doña Ñenga la bolsa de los desperdicios y con ella salió corriendo a la calle. Apenas pudo alcanzar al camión de la basura. Le preguntó al chofer: “¿Llego tarde?”. “No, señora –respondió el individuo–. Súbase”.
Doña Frigidia, lo sabemos, es una gélida mujer. Cierta vecina suya le contó en son de queja: “Mi marido me hace el amor una vez cada tres meses”. “¡Pobrecita de ti! –exclamó doña Frigidia, pesarosa–. ¡Te casaste con un maniático sexual!”.
“A mi marido le ha dado últimamente por hacer el sexo sólo en forma oral”. Las señoras del club de costura pararon oreja al escuchar esa declaración de doña Macalota. Algunas fruncieron el ceño pues nunca habían practicado esa forma de erotismo, ni como fellatio ni como cunnilingus. “Sí –confirmó doña Macalota–. Lo único que hace en materia de sexo es hablar de él”.
El abogado defensor le solicitó al testigo: “Diga usted a las damas y caballeros del jurado las palabras con que el acusado insultó a mi cliente”. El testigo vaciló: “No son palabras para decirlas delante de personas decentes”. Le indicó el abogado: “Entonces dígaselas al juez”.
En la penumbra de la sala cinematográfica del pueblo una parejita se entregaba a toda suerte de expansiones amorosas. En el asiento de atrás estaba la señorita Peripalda, catequista del lugar. Les dijo con enojo a los encendidos tórtolos: “Váyanse a otro sitio”. Replicó el muchacho: “Ya se lo sugerí, pero no quiere”.
Don Laureano, pelao norteño, fue a París. En la orilla izquierda del Sena lo abordó un individuo de sospechosa catadura que le preguntó en voz baja al tiempo que volvía la vista a todas partes: “¿Monsieur quiere una muchacha?”. “No –contestó don Laureano–. La que anda buscando muchacha es mi señora, pero no vino, se quedó allá en Los Jarales”. Insistió el sujeto sin entender la respuesta: “¿Monsieur quiere un muchacho?”. “Tampoco –respondió el campirano señor–. Ya tengo quien me pastoree las chivas”. “Entonces –se desconcertó el burdelero– ¿qué es lo que quiere Monsieur?”. Inquirió ansiosamente don Laureano: “¿Sabes de algún restorán que tenga cabrito?”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, hizo una visita a la prisión como parte de su voluntariado. Le preguntó a un recluso: “¿Por qué está usted en la cárcel, buen hombre?”. Respondió el preso: “Porque no me dejan salir, señora”.
El mesero le presentó una botella a Babalucas: “¿Vino de la casa, señor?”. El badulaque se enojó: “¡Y a ti qué te importa de dónde vine, güey!”.
Doña Soleta era señorita de las de antes. Quiero decir que nunca había conocido obra de varón. Llegó al crepúsculo de su existencia sin oír un “te quiero” ni sentir a su lado –en ninguno de sus lados– el calor de un cuerpo masculino. “Sin un amor la vida no se llama vida”. Ignoro cómo se llamará la vida en este caso, pero lo cierto es que es cierto lo que dice la canción que tan bellamente cantó el trío Los Panchos. Sucedió que doña Soleta le dictó su testamento a un notario joven y de buenas prendas físicas: “Dejo un millón de pesos al hombre que me haga conocer por vez primera los goces y deliquios del amor. Otro millón lo dejo a las reverendas madres del convento de la Reverberación. Y el último millón lo dejo para cubrir los gastos de mi entierro”. El joven notario le contó a su esposa las raras disposiciones de doña Soleta. Ella le sugirió: “¿Por qué no te ganas tú el millón? Haz conocer a esa pobre mujer los deleites de la cama. A mí no me molestará que lo hagas; total, lo que utilizarás para eso no es jabón que se gaste”. Así autorizado el joven notario fue a la casa de la señorita Soleta y se ganó el millón de pesos. Como tardaba en regresar su esposa fue a buscarlo. Asomó el muchacho por la ventana del segundo piso y le informó a su señora: “Doña Soleta me pidió que se lo haga otra vez. Se jodieron las reverendas madres del convento de la Reverberación”. Tardó todavía más en salir el joven notario, tanto que su esposa se preocupó. En eso asomó otra vez el muchacho y le dijo a su mujer: “Tendrás que esperar un poco más. La señorita Soleta acaba de decidir que la entierre el Municipio”.
Una ingenua muchacha llamada Dulciflor, que nada sabía acerca de las cosas de la vida, se admiró la noche de sus bodas al contemplar la bien dotada entrepierna de su maridito, y a continuación disfrutó cumplidamente los goces, deliquios y éxtasis del himeneo. Acabado ese primer trance de amor la cándida doncella volvió a mirar la susodicha parte y preguntó luego llena de consternación: “¿Ya se acabó?”.
El joven Parménido era dado a elucubrar sobre arduos temas de la filosofía. Su novia, en cambio, tenía un gran sentido práctico. Cierto día él le hizo una pregunta trascendente: “¿Crees en el más allá?”. Inquirió ella, suspicaz: “En el más allá ¿de qué?”.
El jugador de beisbol profesional llegó triste a su casa. Le contó, desolado, a su mujer: “Mi equipo me cambió”. “No te entristezcas –intentó consolarlo la señora-. Es normal que los directivos de un equipo cambien a un jugador por otro”. “Sí –admitió el beisbolista-. Pero a mí me cambiaron por dos bates y una pelota”.
En la tertulia musical un atractivo caballero que peinaba canas se acercó a Himenia Camafría, madura célibe, y le dijo: “¿Quiere usted bailar, señorita? ¿Desea más bien tomar una copa? ¿O prefiere que vayamos a algún otro lugar?”. Respondió ella: “Sí. Sí. Sí”.
Rondín # 16
Dos marineros cuyo navío zozobró llegaron a una isla desierta. Después de varias semanas de estar en ese páramo vieron una cabra montesa. Exclamó uno de los náufragos: “¡Qué lástima que no sea mujer!”. Y pensó el otro: “¡Qué lástima que no sea de noche!”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Cuando él y su esposa cumplieron 10 años de casados ofreció una cena a la cual invitó a familiares y amigos. Llegada la hora de los postres se puso en pie, alzó su copa y dijo: “Quiero brindar por la mujer que a lo largo de esta década me ha dado su amor, su consejo, su comprensión y, perdonarán ustedes que lo diga, también el mejor sexo del mundo”. Su esposa sonrió al oír esas palabras. Se le borró la sonrisa cuando el canalla añadió: “Por desgracia esa mujer no está presente”.
Enhiesto, firme y de tamaño heroico era el busto de Tetonia. Cierto día fue a la consulta del doctor Ken Hosanna. El facultativo le pidió a su enfermera: “Tráigame dos estetoscopios, señorita. Este pecho lo tengo que oír en sonido estereofónico”.
El padre Arsilio les preguntó a los niños del catecismo: “¿Dónde está Dios?”. Pepito se apresuró a contestar: “En el baño”. “¿Cómo en el baño?” –se asombró el buen sacerdote–. “Sí –confirmó Pepito–. Muchas veces he oído a mí papá decir frente a la puerta del baño: ‘¡Dios mío! ¿Todavía estás ahí?’”.
Al regresar de su luna de miel la recién casada le contó a una amiga: “Los del hotel se portaron muy bien con nosotros. En el cuarto nos pusieron dos letreros que decían: ‘Bienvenidos a la suite nupcial’”. “¿Por qué dos letreros?” –se extrañó la amiga. Contestó la flamante desposada: “Uno en la cabecera de la cama para que lo viera mi marido y otro en el techo para que lo viera yo”.
Don Chinguetas y doña Macalota fueron a pasear al campo. El día era caluroso, de los de la canícula, y ambos esposos sudaban copiosamente. De poco le sirvió a don Chinguetas quitarse el saco; no le sirvió de nada a doña Macalota darse aire con el abanico de Pedro Infante que conservaba desde su juventud. Por fortuna vieron cerca un arroyuelo que los invitaba a refrescarse en sus cristalinas aguas. Validos de lo solitario del paraje se despojaron de sus ropas y empezaron a chapotear en las transparentes linfas. Doña Macalota, ya confortada por esa gratísima ablución, salió del agua y fue a buscar su ropa. En eso –¡horror! – se apareció un sujeto que llevaba su vaca a beber agua. Don Chinguetas se ocultó tras un arbusto. Doña Macalota, por su parte, alcanzó apenas a cubrir lo que más debía cubrirse, para lo cual tomó lo primero que tuvo a mano, que fueron los zapatos de su esposo, los cuales quedaron con las suelas hacia afuera y las puntas hacia abajo. Vio eso el de la vaca y le dijo a doña Macalota: “Impetuoso el señor, ¿no?”.
Terminado el banquete nupcial el recién casado le indicó a su flamante mujercita: “Esta noche dormiremos en un hotel de la ciudad y mañana tomaremos nuestro vuelo”. Ya en el hotel le dijo el recepcionista al novio: “Su habitación es la 206”. Intervino la desposada: “Qué te dé otro cuarto. La cama de esa habitación rechina mucho”.
Doña Jodoncia le informó a don Martiriano: “Voy a salir”. Le pidió él: “No vuelvas tarde”. Rebufó la señora: “Volveré a la hora que me dé mi regalada gana”. “Está bien –concedió don Martiriano–. Pero ni un minuto más tarde ¿eh?”.
En el Ensalivadero, solitario paraje al que iban por la noche las parejitas en situación húmeda, el galán llevó a su dulcinea al asiento trasero del automóvil. Ahí le preguntó con cautela: “¿Gritarás pidiendo ayuda?”. Respondió ella: “Solamente en caso de que la necesites”.
El señor, receloso, le dijo a su mujer: “Nuestro décimo hijo es por completo distinto de los otros nueve. No se les parece nada. Dime la verdad: ¿quién es el padre de esa criatura?”. Contestó la esposa: “Tú”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su novia le informó que estaba un poquitito embarazada. Le aseguró él: “No estás sola en este trance”. “¿De veras?” –exclamó la muchacha, agradecida–. “De veras –confirmó Capronio–. Millones de mujeres en el mundo se encuentran en la misma situación que tú”.
Lord Feebledick regresó a su finca rural después de terminada la cacería de la zorra y sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en sospechosa actitud con Wellh Ung, el toroso gañán encargado de la cría de los faisanes. “Bloody be! –exclamó furioso–. ¿Qué hacen desvistiéndose así en mi propia alcoba?”. “Estás por completo equivocado, Feebledick –le contestó milady–. No nos estamos desvistiendo. Ya nos estamos vistiendo”.
Dos pulgas conversaban. Le preguntó una a la otra: “¿Crees tú que haya vida en otros perros?”.
Don Algón llamó por el interfono a su linda secretaria: “Rosibel –le dijo–. Quiero verla en el acto”. Respondió ella: “Para eso tendré que traer a mi novio”.
Llorosa, compungida, tribulada, Dulciflor les informó a sus padres: “¡Me tronaron en la escuela!”. El papá se consternó: “¿Te reprobaron?”. “¡También eso!” –gimió Dulciflor.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a la consulta del doctor Ken Hosanna. El facultativo le indicó: “Desvístase, póngase esta bata y acuéstese”. “Haré lo que me ordena, doctor –replicó la señorita Himenia–, pero le advierto que está usted jugando con fuego”.
Billy Dickhead era el vaquero más optimista del Far West. Contrariamente, Jock McCock era el más pesimista. Ambos formaron una sociedad para cazar pieles rojas, pues el gobernador del territorio ofrecía un dólar por cada cabellera de indio. Se internaron, pues, en tierra de salvajes. Cierta mañana McCock despertó en el campamento y se dio cuenta, horrorizado, de que algo así como 20 mil apaches habían formado un círculo en torno de ellos y los miraban con fiereza esgrimiendo sus rifles, sus lanzas y sus flechas. El pesimista movió a su compinche para despertarlo, le mostró el cerco de indios y le dijo con sombrío acento: “Estamos rodeados”. “¡Sí! –se entusiasmó el optimista–. ¡Por 20 mil dólares!”.
El joven desposado se sorprendió grandemente cuando antes de empezar la noche de bodas su flamante mujercita sacó una cinta de medir y se la aplicó en la región correspondiente a la entrepierna. Dijo la muchacha: “Es sólo para una estadística que llevo”.
Bragueto, galán de ocasión, cortejaba asiduamente a Monetina, mujer mucho mayor que él y de escasas prendas físicas, pero riquísima. Un día ella le dijo, recelosa: “Tú me buscas nada más por mis millones”. “¡No es cierto! –negó con energía Bragueto–. ¿Cuántos tienes?”.
Las antiguas compañeras de colegio se reunieron en la Ciudad de México. En la cena una de ellas se quejó de que tenía dificultades con su marido; riñas frecuentes, constantes discusiones. “En cambio –dijo otra– mi esposo y yo jamás tenemos problemas”. “¿A qué lo atribuyes?” –preguntó, interesada, la primera–. “A que dormimos en habitaciones separadas –explicó la otra–. La mía está en Tijuana y la de él en Chetumal”.
Rondín # 17
El elefante y la hormiguita se presentaron en la Oficialía del Registro Civil. El paquidermo le dijo al encargado: “La hormiga y yo queremos casarnos”. “¿Queremos? –masculló con enojo la hormiguita-. ¡Tenemos qué!”.
“Me da un paquete de condones” –pidió en la farmacia el joven cliente–. Preguntó el farmacéutico: “¿Para solteros o para casados?”. El muchacho se sorprendió: “¿Hay alguna diferencia?”. “Sí –respondió el de la farmacia–. El de solteros trae siete condones: para lunes, martes, miércoles, etcétera. El de casados trae 12: para enero, para febrero, para marzo…”.
El juez reprendió con aspereza al individuo: “Se le acusa de haber arrojado a su suegra por la ventana del segundo piso. Es usted un inconsciente, un desconsiderado. ¿No pensó que pudo lastimar a alguien que en ese momento fuera pasando por la acera?”.
Un amigo de don Holgacio habló con él: “Me apena decírtelo, pero he sabido que tu hija, la que se fue a la ciudad, está trabajando de prostituta en un burdel”. “¡Qué vergüenza! –gimió don Holgancio al tiempo que se mesaba los cabellos con desesperación–. ¡En nuestra familia nadie jamás había trabajado!”.
La maestra les preguntó a las niñas: “¿Qué animales son los que nos dan las pieles más finas?”. Juanita respondió: “Los armiños”. Lucita contestó: “Los visones”. Rosilita –equivalente femenino de Pepito– dijo: “Los hombres”.
Don Algón pasó un fin de semana en un campo nudista. “Fue una experiencias desastrosa –comentó después–. Todos los que me veían me saludaban diciendo: ‘Hola, señora’”.
Jesús puso su mano misericordiosa sobre la mujer adúltera y pronunció su frase de perdón: “El que esté libre de culpa que tire la primera piedra”. ¡Wham! Una pedrada descalabró a la mujer. Le preguntó el Señor al hombre que había arrojado la piedra: “¿Acaso estás tú libre de culpa?”. “No –masculló el tipo, rencoroso–. Pero soy el marido”.
Un amigo de Babalucas le contó: “Mi hermano toca en la sinfónica. Viola”. Opinó el tontiloco: “Las dos ocupaciones me parecen por demás incompatibles”.
“Perdóname –se disculpó el ciempiés macho con la hembra–. Cuando termino de quitarme los zapatos ya se me bajó la gana”.
Don Crésido, magnate de muchos años y mucho más dinero, le dijo con emoción a la hermosa chica: “¡Señorita Dulcibel! ¡Hay un corazón enamorado que late por usted bajo esta billetera!”.
Las gatas andaban en celo, y en la azotea se escuchaban los ululatos, quejos y bufidos que suelen acompañar a los amores de los gatos. La niñita le preguntó a su padre: “¿Por qué los gatos hacen así?”. El papá, a fin de no entrar en detalles inapropiados para la edad de la pequeña, contestó: “Es que les están sacando una muela”. Pocos días después el señor se ausentó de la ciudad por motivos de negocios. A su regreso su hijita le informó: “Ahora que estuviste fuera el vecino le sacaba todas las noches una muela a mi mamá”.
Los recién casados iban en jet a su luna de miel. Era de noche ya, y en la penumbra de la cabina del avión dijo la azafata: “Favor de abrocharse el cinturón”. “¿Lo ves? –le reprochó muy apenada la muchacha a su galán-. ¡Te dije que nos iban a ver!”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo una proposición salaz a Florilí, hija de familia. Ella le dijo: “No se confunda”. Le explicó Afrodisio: “Es igual que sin funda”.
Pirulina, muchacha pizpireta, bajó al campo de futbol luciendo con orgullo la camiseta de los Caballos Pintos. El director técnico la detuvo. “Señorita –le advirtió–. Nadie puede estar en la cancha con esa camiseta a menos que sea del equipo”. Replicó Pirulina: “Anoche lo fui”.
De regreso de un viaje don Chinguetas regañó al velador: “Me dicen los vecinos que anoche entró un sujeto en la casa y se metió en el cuarto de la criada. ¿Por qué lo dejó usted pasar?”. “Perdóneme, señor –se apenó el guardia–. Es que pensé que sería alguno de los amigos de la señora”.
El carnicero estaba en la trastienda de la carnicería mientras su esposa atendía en el mostrador. Llegó un cliente que vivía cerca, sordomudo, y se puso dos dedos en la frente a manera de cuernos. La señora fue con el carnicero. Le preguntó éste: “¿Quiere carne de res?”. “No –contestó la mujer-. Creo que pregunta por ti”.
Un individuo le pidió al padre Arsilio que lo bautizara, pues sus padres no lo habían hecho cuando él era niño. Llegada la hora de la impartición del sacramento el buen sacerdote le preguntó al tipo: “¿Renuncias a las pompas y vanidades del mundo?”. “A las vanidades sí, padre –respondió el sujeto-. A las pompas no sé si pueda renunciar”.
Se llamaba Nono y era un hombre muy negativo. Si alguien decía que sí él automáticamente decía que no; si alguien afirmaba que esto era blanco él sostenía al punto que era negro. Siempre tenía otros datos. Un cierto amigo suyo, cansado de las continuas impugnaciones del tal Nono, lo amenazó de muerte. Le dijo: “Si vuelves a contradecirme una vez más te mataré como a un perro”. No tardó Nono en incurrir nuevamente en negativa. Fiel a lo dicho el hombre sacó un revólver y ¡bang, bang, bang, bang, bang, bang!, le disparó a Nono los seis tiros del arma. (Un momentito, por favor; voy a verificar. ¡Bang, bang, bang, bang, bang, bang! Sí, son seis). Cayó al suelo el pobre Nono herido de muerte. Con el último aliento de la vida dirigió una mirada de reproche a su victimario y luego le hizo: “¡Miau!”.
Antes se le llamaba “el sancho”. Era el hombre que entraba cuando el marido salía. Ahora a ese tal se le conoce con el extraño nombre de “el pendiente”. Si a un casado su mujer le dice: “Avísame a qué horas vas a llegar hoy en la noche, para no estar con el pendiente”, entonces ya sabe a qué atenerse. Don Astasio llegó a su casa y encontró a su mujer en trance de fornicación con… el pendiente. Hecho una furia le dijo a la mujer: “¡Puta!”. “Ay, Astasio –se quejó la señora-. ¿Ya vas a empezar con tus indirectas?”.
El conferencista declaró: “La luz del Sol nos llega a una velocidad de 300 mil kilómetros por segundo”. Babalucas le comentó, desdeñoso, a su vecino de asiento: “¡Qué chiste hace! ¡Viene de bajadita!”.
Rondín # 18
El empleado del banco le contó a su nuevo compañero: “La secretaria del gerente se ha acostado con todos nosotros, menos con el cajero”. Preguntó el otro, extrañado: “¿Por qué con el cajero no?”. Explicó el empleado: “Porque es cajero automático”.
La maestra de Español le pidió a Pepito: “Dime en qué tiempo está el verbo en la siguiente frase: ‘Esto no debió haber sucedido’”. Aventuró Pepito: “¿En preservativo imperfecto?”.
“¿Vamos a mi cuarto?”. Esa pregunta le hizo Afrodisio a la bella mujer que estaba a su lado en la barra del lobby bar del hotel. Ella no respondió palabra, pero con la cabeza hizo un movimiento de aceptación. Poco antes el salaz sujeto le había ofrecido un cigarro. Ella lo aceptó, igualmente sin hablar, y lo mismo hizo cuando Afrodisio le ofreció una copa: no habló; solamente asintió con la cabeza. Fueron los dos entonces al cuarto del invitador y ahí tuvo lugar the old in and out que decía Anthony Burgess. Acabada que fue la erótica ocasión, Afrodisio se dirigió a la mujer: “Aceptaste mi invitación a fumar, a beber y a follar, pero solamente dijiste que sí con un movimiento de cabeza; no has pronunciado una sola palabra. ¿Por qué?”. Escribió ella en un papel: “Porque no acostumbro hablar con extraños”.
El gangster le preguntó a uno de sus matones: “¿Cuál es la capital de Madagascar?”. “Tananarive” –respondió sin vacilar el hombre–. “¿Quién fue el maestro de Alejandro Magno?”. “Aristóteles”. “¿Cómo se llamaban los gemelos que dieron origen a la expresión ‘hermanos siameses’?”. “Chang y Eng, nacidos en 1811”. Tras oír la última respuesta el gangster sacó su pistola y de un balazo dejó sin vida al hombre. “Holy shit! –exclamó azorado otro de sus hombres–. ¿Por qué lo mataste?”. Contestó el gangster al tiempo que soplaba el humo del cañón de su arma: “Sabía demasiado”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le dijo: “Siento escalofríos y náuseas”. Dictaminó el facultativo: “O tiene usted gripe o está embarazada”. “Seguramente estoy embarazada –consideró Nalgarina–. Todos los hombres con los que he estado últimamente tenían pija, pero ninguno tenía catarro”.
Blanca Nieves se puso frente al espejo mágico y le preguntó: “Espejito, espejito: ¿cuál de los siete es el papá de mi bebito?”.
Cucurulo Patané volvió a su casa después de largos meses de ausencia. Con sorpresa advirtió que frente a la puerta de su casa estaba formada una larga fila de hombres que al parecer esperaban turno para algo. Entró y con mayor sorpresa aún vio a su esposa yogando con un tipo. “¿Qué haces, desdichada?” –le peguntó furioso–. Contestó ella: “Estoy haciendo lo que te dije cuando te llamé por el celular”. “No entiendo –replicó el marido–. Dijiste solamente el nombre de la canción ‘Torna a Sorrento’”. “Ninguna canción –replicó la mujer–. Ya se me estaba acabando el dinero y tú no regresabas. Lo que te dije fue: ‘Tornas o rento’”.
“Esta noche no –dijo la excepción–. Tengo la regla”.
Babalucas era empleado de una tienda de mascotas. Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, llegó a comprar un perro. Babalucas le mostró uno y encomió las cualidades del caniche: “Es muy mansito, muy obediente y dócil”. Preguntó la copetuda mujer: “¿Y de pedigrí?”. Respondió Babalucas: “De eso no se preocupe. El animalito no bebe ni una copa”.
La robusta señora le dijo a su marido: “¿Oíste? Ahora que salimos a correr nos aplaudían a nuestro paso”. “No eran aplausos –la corrigió el señor–. Eran tus pompas”.
Don Añilio y don Geroncio, caballeros de madura edad, les avisaron a sus cónyuges: “No cuenten con nosotros esta noche. Iremos al teatro de burlesque. Unas hermosas hawaianas van a bailar la danza de la fertilidad”. Comentó una de las señoras: “Para ustedes ya es más bien la danza de la futilidad”.
Un tipo le contó a otro: “Mi esposa se fue con mi mejor amigo”. “¿Cómo dices eso? –se quejó el otro–. Siempre me he considerado tu mejor amigo”. “Ahora ocupas el segundo lugar –replicó el tipo–. No sé con quién se fue mi mujer, pero ese hombre, sea quien sea, es ahora mi mejor amigo”.
Un extranjero llegó a la tienda de abarrotes y le pidió al dependiente: “Eo u ito e leche”. El muchacho no entendió y llamó al dueño. Ante él repitió el hombre: “Eo u ito e leche”. Tampoco el tendero entendió. Cerca vivía el profesor Esperantio, maestro en lenguas, sabio políglota y hombre de inteligencia luminosa. El abarrotero lo hizo venir y le pidió que tradujera lo que decía el cliente. Repitió éste: “Eo u ito e leche”. Tradujo el sapientísimo señor: “Dice que quiere un litro, pero no sé de qué”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, les contó a sus amigos: “Mi hora favorita es la hora de la siesta”. “Perdona –intervino uno–. Siempre nos has dicho que nunca duermes siesta”. Repuso don Martiriano: “Yo no, pero mi esposa sí”.
Un hombre vestido todo de negro y con los brazos en alto se presentó ante el doctor Duerf, célebre analista, y le dijo: “Creo que soy un paraguas. Sólo eso le diré acerca de mi problema”. “Señor mío–respondió el siquiatra–. Si quiere usted que lo ayude tendrá que abrirse”.
Aquel sujeto llegó al otro mundo y San Pedro lo mandó al infierno. “¿Por qué? –se enojó el hombre–. Estoy viendo el informe de mi vida y dice: ‘Obró bien’”. “No es el informe de tu vida –lo corrigió el apóstol–. Es el reporte de tu último día en el hospital”.
En la noche de bodas la ingenua recién casada se desconsoló al ver el estado en que había quedado la entrepierna de su maridito después del primer acto de amor. Se alegró, sin embargo, cuando 15 minutos después el novio se puso nuevamente en aptitud de amar. “¡Fantástico! –exclamó la desposada, jubilosa–. ¡Es reciclable!”.
“No se puede vivir sin ellas ni con ellas”. “Tienes razón: así son las mujeres”. “No: yo hablaba de las tarjetas de crédito”.
Doña Macalota llegó a su casa después de un viaje y sorprendió a don Chinguetas, su casquivano esposo, en erótico trance con la linda criadita de la casa. “¡Canallasinfamesdesgraciadosmalnacidos ruines!” –les gritó con iracundia en un sólo golpe de voz. “No te pongas dramática, mujer –respondió, calmoso, don Chinguetas–. Ni que se la fuera a acabar”.
Rondín # 19
El novio de Glafira fue a pedir su mano. El padre de la muchacha le preguntó, severo: “Y ¿tiene usted donde ponerla?”. “No, señor –contestó el galancete–. Precisamente por eso me quiero casar: porque no tengo dónde ponerla”.
Lulu Mae, linda chica texana, le dijo al rico petrolero que la pretendía: “Te agradezco que me propongas matrimonio, Houston, pero me parece poco romántico que me lo pidas diciéndome que quieres los derechos exclusivos de perforación sobre mi persona”.
Evoco un viejo dicho: “Hágase el milagro y hágalo el diablo”.
En el bar un sujeto entabló conversación con otro que bebía en la barra. Le preguntó cuál era su equipo favorito de futbol, y comentó largamente los resultados de la Copa América, Europa, Asia, África y Oceanía, lo mismo que del Campeonato de Liga, de Liguilla y de Liguero y del Torneo Sub 22, Sub 21, Sub 20, Sub 19 y Sub 18. Luego pasó a la cuestión política, y quiso saber la opinión del otro acerca del gobierno nacional y del de cada uno de los Estados de la Federación, lo mismo que de los principales países del mundo. En seguida abordó el tema religioso: le preguntó a su interlocutor si creía en los ángeles, en el demonio, en la infalibilidad del Papa y en las doctrinas y prácticas de los puritanos. Habían pasado ya tres horas de esa conversación, y tanto el que preguntaba como el que respondía habían apurado más de una docena de copas de tequila cada uno. Bajo el influjo de tales libaciones el que había hecho las preguntas se echó a llorar de pronto y le dijo al otro: “Ahora que ya somos amigos, casi hermanos, siento un remordimiento de conciencia, y quiero hacerte una confesión. Un tipo al que no conozco me pagó una buena cantidad para que te entretuviera aquí en el bar mientras él iba a tu casa a tener trato de fornicio con tu esposa”. “Debe haber un error –se extrañó el otro–. No soy casado”. “¡Ah cabrón! –exclamó el otro levantándose a toda prisa para salir–. ¡Pero yo sí!”.
“Soy ninfómana”. Así le dijo la mujer al doctor Duerf, célebre analista. Le indicó el facultativo: “Podré escuchar su caso con mayor atención si me suelta la ésta”.
Loretela, linda chica en edad de merecer, le contó a su mamá: “Me pretende un muchacho. Es hijo único de un señor inmensamente rico”. Preguntó la madre: “¿Qué edad tiene?”. Respondió Loretela: “26 años”. “No –precisó la señora–. El papá”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su suegra se pesó en una báscula pública que a cambio de una moneda entregaba un papelito con el peso de la persona y la descripción de su carácter. La señora le pidió a Capronio: “Léeme el papel. No traje mis lentes”. Leyó el majadero: “Aquí dice: ‘Es usted una persona simpática, inteligente y agradable’”. Y comentó Capronio: “El peso también ha de estar equivocado”.
Si alguno de mis cuatro lectores tiene un amigo barrigón hágale la siguiente broma. Pregúntele: “¿Están empadronados los botones de tu camisa?”. El amigo, desconcertado, responderá: “No entiendo”. Usted le dirá entonces: “¡Porque ya están botando, cabrón!”. En cambio si usted es el de vientre prominente y alguien se lo hace notar diga esto: “No es panza, es callo sexual”.
Doña Macalota le informó a don Chinguetas: “La cocinera quemó la comida y no tengo nada que ofrecerte. ¿Te conformarías con un rato de amor?”. “Está bien –accedió don Chinguetas, magnánimo–. Que venga la cocinera”.
Rosibel, la secretaria de don Algón, le contó a su compañera Susiflor: “El jefe es un canalla, un sinvergüenza, un hombre vil. Me dijo que si me iba con él a la cama me regalaría un anillo de brillantes”. Susiflor pidió al momento: “A verlo”.
Timoracio era un muchacho corto, irresoluto y apocado. Anhelaba disfrutar los encantos de Dulcibella, hermosa y pizpireta joven, pero no se atrevía a decírselo. Un día, después de muchas dudas y vacilaciones, abordó el tema. Le dijo a la muchacha, tembloroso: “Anoche soñé que te pedía que hiciéramos el amor. ¿Qué te hace pensar eso?”. Respondió Dulcibella: “Me hace pensar que eres menos pendejo dormido que despierto”.
“¡Adúltera!” –le gritó a su esposa don Cornulio en paroxismo de iracundia cuando la sorprendió en el lecho conyugal con un sujeto–. “Lo soy –reconoció ella sin turbarse–. Pero vamos a ver: tú eres vanidoso, ambicioso, codicioso, envidioso, perezoso, avaricioso, rencoroso, baboso, desidioso, fastidioso, mentiroso, celoso, flatoso y amargoso. Y a mí ¿qué otro defecto me encuentras?”.
Después de muchos afanes y sacrificios, el padre Arsilio consiguió por fin terminar las obras de construcción de su iglesia. Se consternó, entonces, cuando el sacristán le dijo: “Señor cura: tendremos que hacer más alto el campanario”. “¿Por qué?” –se apuró el buen sacerdote–. Explicó el sacristán: “Sobró mecate de la campana”.
Un académico de altos méritos que tenía ya licenciatura y maestría terminó de cursar el doctorado en una prestigiosa institución. Buscó algún trabajo que correspondiera a su categoría, pero no pudo hallar ninguno. Buscó en la sección de empleos de la página de avisos económicos del periódico local y vio uno que le llamó la atención. Acudió al domicilio que en el anuncio se indicaba y grande fue su sorpresa al descubrir que se trataba de una mancebía, casa de trato, ramería, congal, manflota, burdel o lupanar. La dueña le informó: “Su trabajo consistirá en poner sábanas limpias en las camas y retirarlas después de cada ocupación”. “¡Señora mía! –se ofendió el académico–. ¡Soy Doctor en Altos Estudios!”. “No importa –respondió la madama–. Le daremos capacitación”.
La canguro hembra, madre de dos crías, le comentó a su amiga: “Odio estos días de lluvia cuando los niños se quedan a jugar en la casa”.
“Con todo respeto, señorita…” –le dijo el tipo a la guapa mujer que tenía al lado en la barra del lobby bar–. De inmediato ella se puso a la defensiva, pues en estos tiempos a la expresión: “Con todo respeto” generalmente sigue un ataque o agresión. Se tranquilizó, sin embargo, cuando el individuo completó la frase: “Tiene usted unas hermosas piernas”. “Gracias –replicó la bella dama–. Y las cuido mucho. Mis piernas y yo somos las mejores amigas”. Aventuró el tipo: “Pero supongo que no será inseparables”.
Con el primer rayo de sol del nuevo día acabó la noche nupcial. Los recién casados se dispusieron a gozar el dulce sueño que sigue al amor bien cumplido. Antes, sin embargo, la novia le dijo a su flamante maridito: “Mi mamá me contó una mentira”. Preguntó él: “¿Qué mentira te contó?”. Relató ella: “Me dijo que esta noche me sucederían cosas que nunca antes me habían pasado, y no me pasó nada que antes no me hubiera sucedido ya”.
En la habitación 210 del popular Motel Kamawa el galán le dijo a su dulcinea: “Sé que tu papá me quiere, que tu mamá me adora, que tus hermanos me ven ya como cuñado, que tus abuelitos me miran con cariño y tus tíos y tías me tienen gran afecto. El único problema es tu marido”.
El anticuario le hizo saber a la señorita Himenia: “Eso en que está usted sentada tiene más de 100 años”. “Se equivoca usted, señor mío –protestó ella con enojo–. Apenas acabo de cumplir los 39”.
El automóvil del viajero se descompuso, y éste le pidió a un granjero que le permitiera pasar la noche en su casa. “No hay problema –le dijo el hospitalario campesino–. Dormirá usted en la cama con la nenita”. El viajero recordó aquello de las mojaduras y dijo: “Gracias. Preferiría dormir en el granero”. Al día siguiente el viajero vio frente a la casa a una hermosa muchacha de esculturales formas. “¿Quién eres?” –le preguntó maravillado–. Respondió la curvilínea chica: “Soy la Nenita, la hija del granjero. Y tú ¿quiénes eres?”. Respondió el tipo, mohíno: “Soy el grandísimo pendejo que durmió en el granero”.