martes, 12 de marzo de 2013

Cuarta colección de chistes de Catón



La primera ocasión que reproduje algunos chistes de Catón en esta bitácora fue en diciembre de 2009 bajo el título “Los chistes de Catón”. Posteriormente, en una entrada publicada en abril de 2011 bajo el título “Más chistes de Catón”, reproduje otra colección de chistes ya viejos pero muy buenos que merecían ser salvados del olvido. Y en diciembre de 2012, bajo el título “Nueva colección de chistes de Catón”, se hizo una reproducción de los chistes más recientes de Catón. En esta ocasión, presentaré una cuarta colección de chistes del más famoso humorista de México que espero sean del agrado de los lectores que frecuentan estas bitácoras.

Antes de entrar en la materia principal que nos interesa, haré una observación sobre ciertos detalles en los cuales seguramente varios lectores se habrán dado cuenta, y ese detalle concierne los nombres que Catón les pone a los personajes de sus chistes. Para poder apreciar en toda su extensión los chistes del maestro Catón, para poder paladearlos en toda su plenitud, es importante darse cuenta del doble sentido, del sentido irónico, que está detrás de los nombres de varios de sus personajes. Por ejemplo:

Don Cornulio es un tipo al que su mujer infiel le pone los cuernos a cada rato.

Don Otonio es un hombre otoñal de edad avanzada, al igual que Don Rucardo y Don Geroncio.

Doña Facilisia es una mujer muy fácil.

El jefe de personal se llama Capatacio.

La novicia Sor Bette es un “sorbete”.

Manilino es un sujeto que está acostumbrado a usar su mano para resolver cualquier situación.

La Madre Superiora Sor Dina es una “sordina”.

Silly Kohn es una vedette que ha recurrido a los silicones para engrandecer sus atributos físicos.

El pastor Rocko Fages es un hombre “Rock of ages” (piedra milenaria).

El hotel K-Magua es un motel de paso con “cama de agua” en cada cuarto.

Astatrasio Garrajarra seguramente es un borracho que se va “hasta atrás” con su “garra” puesta en la “jarra” de tequila.

La señorita catequista Peripalda seguramente es un personaje que se la pasa leyendo el catecismo del Padre Ripalda.

Ominosio Malsinado es un tipo al que lo persigue en forma ominosa su mala suerte, su mal sino.

Arnoldino Satallone es un fisicoculturista de gran musculatura como Arnold Scharzenegger y Sylvester Stallone.

Avaricio Cenaoscuras es un tipo muy avaro.

Doña Jodoncia es una mujer que se la pasa “dando lata”.

Afrodisio, Jactancio, Languidio, Frustracio, Prematurio, Chinguetas, Himenia Camafría, Capronio, Libidiano, Usurino Matatías son personajes cuyos

Hay nombres de personajes que revelan aquello que los distingue tales como Don Algón, Nalguiria, cuyo significado sobresale con solo leer tales nombres en voz alta.

Minischlong, Jock McCock y Lord Feebledick son personajes que para entenderlos hay que saber algo de Inglés (del vulgar, mal hablado). Por su parte, la mujer fea Uglicia es una a la cual en Estados Unidos se referirían como una mujer muy “ugly” (fea).

En el caso del psiquiatra Sigmund Duerf, si leemos las letras del apellido de derecha a izquierda se forma un apellido de un psicoanalista  famoso. Y en el caso del acelerado Celerino Yakabé, si pronunciamos su apellido como “Ya acabé”, podemos saborear mejor el chiste en el aparece.

Tal y como lo hice anteriormente en entregas previas de chistes de Catón, y con la finalidad de que el lector pueda regresar posteriormente a un punto en el cual dejó pendiente su lectura, los chistes serán agrupados en varios rondines, a razón de veinte chistes por rondín. Si alguien está buscando buenos chistes para animar su fiesta, aquí los puede encontrar.

Rondín # 1

El misionero les dijo a los nativos: “Vengo enviado por el Señor”. Gritaron los nativos a una voz: “¡Wanabumba!” Prosiguió el misionero: “Les hablaré en Su nombre”. Volvieron a gritar los aborígenes: “¡Wanabumba!” Declaró el misionero: “Represento al Señor aquí en la Tierra”. Y otra vez los indígenas: “¡Wanabumba!” En eso el predicador vio el corral donde los nativos tenían su ganado. Preguntó: “¿Puedo ir a ver las vacas?” “Sí -lo autorizó el jefe de la tribu. Nada más tenga cuidado de no pisar la wanabumba”.

Babalucas trabajaba en un taller mecánico. Su patrón estaba soldando una pieza de metal cuando una chispa saltó y le encendió el cabello. De inmediato Babalucas se quitó su chaqueta de trabajo y con ella empezó a golpear la cabeza del patrón para apagarle el incipiente fuego. “¡No hagas eso!” -le gritó con desesperación el hombre. “Debo hacerlo -replicó .Babalucas sin suspender los fuertes mandarriazos. Hay que apagarle esa chispa que le quema el pelo” “¡Sí, caborón! -repuso el jefe tratando de quitarse los golpes. ¡Pero al menos saca de la chaqueta la llave Stilson, el mazo, las pinzas, el martillo, el desarrnador y la cruceta!”.


El padre Arsilio, cura párroco del pueblo, iba en su automóvil de modelo antiguo, y vio a Bucolia, lozana rancherita que trabajaba en una casa por el rumbo al que él se dirigía. El buen sacerdote detuvo su vehículo y la invitó a subir. La muchacha aceptó agradecida. Cuando llegaron empezó a manifestarle con vivas palabras su agradecimiento. “Ni lo menciones –le dijo el padre Arsilio amablemente–. Ni lo menciones”. Ya en la casa Bucolia les contó a sus patrones: “Encontré al señor cura en la carretera, y me subió a su automóvil”. Inquirió la señora: “¿Y luego?”. Responde muy seria la muchacha: “Lo que pasó luego el padre me pidió que no lo mencionara”.

Dos cazadores le dispararon al mismo tiempo a un conejo, y los dos acertaron el disparo. Se pusieron a discutir acerca de cuál de ellos tenía derecho a llevarse la pieza, y como no llegaron a ninguna conclusión sugirió uno: “Vamos a darnos patadas uno al otro, por turno, en donde más nos duela. El que aguante más puntapiés antes de decir: ‘Ya basta’, se quedará con el conejo”. El otro aceptó. Dijo el primero: “Como yo fui el de la idea, te daré la primera patada”. Y así diciendo le propinó al otro cazador un tremebundo puntapié en la parte que más duele. El tipo se retorció en el suelo, pero se puso en pie como pudo y con voz apenas audible le dijo a su rival: “Ahora ponte tú. Es mi turno de darte la patada”. “No –respondió el otro dándose la media vuelta con indiferencia–. Quédate tú con el conejo”.

Un señor estaba en el lecho de su última agonía. De la cocina le llegó un aromático perfume de cafecito recién hecho. El infeliz llamó a su hijo, y con voz apenas audible le pidió: “Dile a tu madre que me traiga una tacita de café. Será el último que beba en mi vida”. Fue el muchacho, y regresó a poco: “Dice mamá que el café es para el velorio”.

Capronio, hombre ruin, desconsiderado y majadero, estaba en una esquina, y pasaron junto a él dos muchachas bastante rellenitas, por no decir un poco gordas. “¡Bomboncitos! –les dijo el tal Capronio–. ¡Bizcochos! ¡Caramelos! ¡Pastelitos!”. Una de ellas le sonrió: “Gracias por sus piropos, caballero”. “No son piropos –replicó el canalla–. Estaba haciéndoles la lista de lo que no deben comer”.

Don Otonio, senescente caballero, casó con Florilina, abrileña muchacha que ignoraba los misterios de la vida. La noche de las bodas don Otonio le dijo a su flamante mujercita: “Te voy a dar un susto, linda”. El maduro galán reunió todas sus fuerzas y logró –no sin esfuerzo– consumar las nupcias. La proeza lo dejó exangüe, exánime y exhausto. Florilina, por el contrario, quedó en deseos de holgarse nuevamente en los deliquios de Himeneo. Con urente tono le pidió a su marido: “¡Dame otro susto, Otonio!”. El consumido señor se volvió hacia su mujercita y le hizo con voz feble: “¡Bú!”.

Se casó el hijo de don Frustracio, el esposo de doña Frigidia. Unas semanas después el señor le preguntó al muchacho cómo le estaba yendo en el renglón de la intimidad matrimonial. “No muy bien –respondió con mohína el recién matrimoniado–. A ella no le gusta el sexo; parece monja”. “Ni me digas nada, hijo –suspiró don Frustracio–. Yo estoy casado con la Madre Superiora”.

Una mujer llegó al Cielo y preguntó por su marido. “¿Cómo se llama él?” –inquirió San Pedro. Contestó la recién llegada: “Su nombre es John Smith”. Le dijo el apóstol de las llaves: “Hay aquí miles de hombres que se llaman John Smith”. “El mío –precisó la mujer– me dijo poco antes de morir que se daría una vuelta en el más allá por cada vez que yo lo hubiera engañado”. “¡Ah, ya sé! –exclama San Pedro–. ¡El que tú buscas es John ‘El Trompo’ Smith!”.

"¿Ha usado usted alguna droga recreativa?”. Esa pregunta le hizo el encuestador a una joven esposa. Respondió ella sin vacilar: “Sí”. El hombre se sorprendió; la muchacha se veía tan de buenas costumbres, tan modosa y formal. Tratando de ocultar su sorpresa inquirió: “¿Qué droga recreativa ha usado?”. Contestó ella: “La píldora anticonceptiva”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, vio a su suegra muy atareada buscando algo. “¿Qué busca, suegrita?” –le preguntó con melifluo tono más falso que busto de vedette. “Busco la escoba –respondió la suegra–. No la puedo hallar”. “Ya no busque –le dice, obsequioso, el tal Capronio–. Llévese mi coche”.

Tres niñitas: una inglesa, la otra estadounidense y la tercera francesa, estaban de vacaciones con sus padres en una playa del Caribe. Pasaron frente a un bungalow que tenía la ventana abierta, y vieron a una pareja de casados en pleno trance erótico. “¿Qué hacen?” –preguntó muy intrigada la inglesita. Dice la pequeña estadounidense: “Están haciendo el amor”. Añade la niña francesa: “Y muy mal”.

Aquel golfista fue interrogado por la policía acerca de la muerte de su esposa en el campo de golf. “Ella iba un poco adelante de mí –relató el sujeto–. Hice el tiro, y la pelota la golpeó en la nuca con tal fuerza que le quitó la vida”. Razona el interrogador: “Eso explica el golpe en la cabeza, pero ¿qué me dice de la pelota que su señora traía incrustada entre los hemisferios glúteos?”. “Ah –contesta el golfista–. Ése fue mi tiro de prueba”.

Don Hamponio, preso en la cárcel por sus delitos y por no tener la nacionalidad francesa, le contó a un amigo que lo visitó en el reclusorio: “Comparto la celda con un tremendo negro. Cuando llegué me dijo que le tejiera un suéter, pues si no se lo tejía me haría objeto de abusos innombrables”. “¡Qué barbaridad! –se consternó el amigo–. Y tú, ¿qué hiciste?”. Replicó, desafiante, don Hamponio: “¿Cuándo has visto a un macho como yo tejiendo?”.

Un paciente del doctor Duerf le dijo al célebre psiquiatra: “Doctor, su tratamiento no ha dado resultado. Todas las noches sigo soñando que me persigue un toro”. “Entonces no hay más remedio, amigo –respondió filosóficamente el analista–. Tendrá usted que aprender a torear”.

El doctor Duerf, psiquiatra, se inquietó porque uno de sus pacientes se había retrasado en sus pagos. “No se preocupe, doctor –lo tranquilizó el individuo–. Le pagaré hasta el último centavo, o dejaré de llamarme Napoleón Bonaparte”.

Aquel señor estaba en el lecho de su última agonía, víctima de un mal que los médicos no pudieron identificar. “Antes de morir –le dijo con feble voz a su mujer– debo confesarte algo”. “No hables –lo interrumpió la señora–. Tranquilízate”. Insistió el agonizante: “Tengo que hacerte esa confesión para morir en paz”. “No quiero saber nada –manifestó ella–. Cierra los ojos y duerme”. “¡Déjame hablar! –porfió el desdichado–. ¡Si no te confieso mi culpa no podré irme tranquilo de este mundo!”. “Está bien –cedió la esposa–. Dime lo que me tengas qué decir”. Habló el pobre señor: “Quiero que sepas que te estaba engañando con tu mejor amiga”. “Ya lo sabía –le dice la mujer–. ¿Por qué crees que te envenené?”.

Don Languidio y don Feblicio, caballeros de edad más que madura, estaban conversando en la banca del parque donde todas las tardes se reunían a charlar. Dice de pronto don Languidio: “Tengo una fantasía sexual. Me gustaría hacer el amor con dos mujeres”. Le pregunta don Feblicio: “¿El mismo año?”.

Un inglés, un irlandés y un escocés fueron a jugar golf con sus esposas. Los escoceses, ya se sabe, tienen fama de ser demasiadamente ahorrativos. Sucedió que una súbita ráfaga de viento le levantó la falda a la esposa del inglés, y se vio que la señora no traía nada abajo. “Es que no me das para que me compre ropa interior” –le explicó la mujer a su marido. El británico sacó la cartera y le dio dinero a su esposa para que la comprara. Sopló otra vez el viento, y le levantó el vestido a la irlandesa. También ella iba absolutamente ventilada en la región de la entrepierna. Le dijo lo mismo a su marido; no llevaba ropa íntima porque él no le daba con qué adquirirla. El irlandés se llevó la mano al bolsillo, sacó unos billetes y se los entregó a su cónyuge para que se comprara ropa y no fuera a sufrir algún accidente de hiperventilación. Una nueva ráfaga le alzó la falda a la esposa del escocés. “Begorrah! –exclamó el hombre–. ¿Por qué no traes calzones, woman?”. Respondió ella: “Porque tú no me das para comprarlos”. El escocés se llevó la mano al bolsillo y sacó un peine. Le dijo a su mujer: “Por lo menos ponte presentable”.

Un invierno terrible se abatió en toda la comarca. Cayó una nevada como jamás se había visto. El paso por las carreteras quedó interrumpido; la vida cotidiana se paralizó. Alguien recordó que en una cabaña del bosque vivía un escocés con su mujer y sus hijos. Aislados como estaban, seguramente perecerían de hambre y frío. La Cruz Roja formó una brigada de rescatistas que fueron en helicóptero en auxilio de la pareja. No pudieron aterrizar cerca de la cabaña, y hubieron de ir a pie. Tardaron casi dos días en llegar. Ateridos, agotados, llamaron a la puerta. “¿Quién es?” –preguntó desde adentro una voz débil. Contestó uno de los rescatistas: “La Cruz Roja”. Y dice el escocés: “Ya dimos”.

Rondín # 2

La bondadosa dama llamó a la puerta de Avaricio Cenaoscuras, el hombre más cicatero del condado. Le dijo: “Estoy haciendo una colecta para la alberca de los boy scouts”. Para sorpresa de la señora el agarrado respondió: “Gustosamente contribuiré. Permítame un momento”. Fue y regresó con una cubeta de agua.

Un gay de edad madura charlaba con un amigo suyo. Le contó: “Fui a Londres, y me llevé una tremenda decepción”. “¿Por qué?” –pregunta el otro. Responde, mohíno, el primero: “El Big Ben es un reloj”.

Doña Macalota compró en un bazar una lámpara de forma extraña. Al llegar a su casa la frotó para limpiarla, y de la lámpara salió un genio de Oriente. Le ofreció a la mujer: “Te concederé un deseo”. Ella respondió: “Espera”. Tomó el teléfono y llamó a su esposo, don Chinguetas. “No me preguntes nada –le dijo–. Solamente respóndeme: ¿a quién te quieres parecer, a Leonardo di Caprio o a Brad Pitt?”.

Un agente viajero les comentó a sus amigos en el bar: “Mi esposa se alegra mucho cuando regreso de un viaje. Se asoma a la ventana, y a todos los hombres que se acercan a la casa les grita: ‘¡Mi marido está aquí! ¡Aquí está mi marido!’”.

Babalucas fue a cobrar un cheque. Le pide la cajera: “¿Tiene usted alguna identificación?”. “Sí –contesta el badulaque–. Un lunar en la nalga izquierda”.

Cierto detergente usaba para su publicidad a un locutor que con el nombre de Rápido iba casa por casa distribuyendo premios. Llegó a un domicilio, y le abrió la puerta una mujer. “Señora –le dijo el tal Rápido–. Estoy dispuesto a darle mil pesos si...”. “¡Oh, no! –se alarmó la mujer–. ¡Retírese inmediatamente, que no tarda en llegar mi marido!”. “Señora –aclaró el otro–, soy Rápido”. “Ah, bueno –aceptó la mujer–. Si es aprisita entonces sí”.

Doña Gordoloba le preguntó a su esposo: “¿Qué crees que pensarían de mí los vecinos si saliera a cortar el césped en bikini?”. Responde el incivil sujeto: “Pensarían que me casé contigo por tu dinero”.

Don Frustracio, el esposo de doña Frigidia, le confió a un amigo: “Sospecho que finalmente anoche mi mujer sintió algo en el curso del acto del amor”. “¿Por qué lo crees?” –preguntó el otro. Contesta don Frustracio: “Dejó caer la lima de las uñas”.

Una niñita lloraba desconsoladamente en la puerta de su casa. “¿Qué te sucede, buena niña?” –le preguntó una señora que pasaba. “Me regalaron una perrita –gime la pequeña–, pero mi mamá no la quiere en la casa”. Dice la bondadosa dama: “¿Y se tendrá que ir?”. “No –contestó la chiquilla arreciando su llanto–. Mi papi dice que la que tendrá que irse es la perrita”.

En el cine la señora le preguntó a su esposo: “¿Por qué no me haces el amor como se lo está haciendo Richard Gere a Julia Roberts?”. Replicó el individuo: “A él le pagan”.

La robusta paciente le dijo a su doctor: “Siento que estoy muy gorda”. “De ninguna manera, señora –respondió el facultativo–. A ver, abra la boca y diga ‘Oink’”.

En la cantina un sujeto grandulón le dijo a un chaparrito: “Es usted un pendejo”. El chaparrito se levantó de su silla y le hizo frente al insultante tipo: “¿Me dice eso en serio o en broma?”. “Se lo digo en serio” –respondió el otro poniéndose igualmente de pie. “Ah, entonces está bien –dijo entonces el chaparrito volviendo a sentarse–. Porque bromitas conmigo, no”.

Doña Jodoncia y don Martiriano iban a cumplir 25 años de casados. La fiera señora le comunicó a su abnegado esposo: “El día del aniversario vamos a renovar nuestros votos matrimoniales”. Con voz llena de esperanza preguntó don Martiriano: “¿Qué ya caducaron?”.

Un individuo llegó corriendo a la farmacia y le reclamó al encargado: “¡Mi suegra acaba de morir! ¡Vino a surtir su receta, y en vez de darle usted quinina le dio estricnina!”. “Ah, –dice con toda calma el farmacéutico–. Entonces son 500 pesos más”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, le dijo con disgusto a su amiguita Celiberia Sinvarón: “Los hombres se vuelven cada día más insoportables. Ayer fui al cine sola, y tuve que cambiar de asiento siete veces”. Pregunta Celiberia: “¿Te molestaron?”. Responde la señorita Himenia: “Solamente el séptimo. Por fin”.

En el curso de un viaje don Algón llegó al aeropuerto de la ciudad donde estudiaba su hijo. El vuelo de conexión saldría cinco horas después, de modo que decidió hacerle una visita, aunque eran ya las dos de la mañana. Tomó un taxi y se dirigió a la casa donde vivía el muchacho. Llamó a la puerta; se encendió una luz en el segundo piso y un estudiante se asomó a la ventana. Le preguntó don Algón: “¿Aquí vive Golfalino Huévez?”. “Sí –respondió el que se había asomado–. Déjelo en el jardín; mañana lo recogeremos”.

"Mami, ¿puedo usar brassiére?”. “No”. “Pero, mami, ya tengo 14 años”. “No importa. No puedes usar brassiére”. “Mami, todas las niñas de mi edad ya usan brassiére”. “Posiblemente, pero entiéndelo de una vez por todas. Tú no puedes usar brassiére, Juanito”.

Don Cornilio llegó a su casa en las horas más altas de la madrugada. Lo acompañaba su compadre Empédocles, cultivador de báquicas inclinaciones. Los dos iban más ebrios que una cuba. Facilisa, la esposa de Cornilio, los recibió con áspera acrimonia. “¡Cornilio! –le gritó a su marido hecha una furia–. ¡Mira nomás a qué horas vienes, y en qué estado! ¡Para que se te quite, no me voy a acostar contigo en dos semanas!”. Luego se volvió hacia Empédocles y le espetó: “¡Y con usted tampoco, compadre, para que no ande de sonsacador!”.

Era invierno, y Babalucas decidió ir a pescar en el hielo. Llevó consigo caña, anzuelo, carnada, su silla portátil y un taladro para abrir un agujero en la helada superficie. Se sentó, pues, en la silla y se dispuso a taladrar. En eso oyó una resonante voz venida de lo alto: “¡No agujeres el hielo!”. Volvió la vista a todas partes, pero no vio a nadie. Tomó el taladro otra vez. “¡No agujeres el hielo!” –se oyó de nuevo la poderosa voz. Intrigado, Babalucas paseó la mirada a su alrededor, pero tampoco en esta ocasión vio a persona alguna. De nueva cuenta hizo el intento de taladrar. Y otra vez se escuchó la voz, ahora más imperativa y fuerte: “¡No agujeres el hielo!”. Clamó el tonto roque con angustia: “¿Quién eres tú, que así me gritas con voz que viene de la altura? ¿Acaso me quieres advertir de algún peligro? ¿Eres el Señor? ¿Eres mi ángel de la guarda? ¿Quién eres, di, que me manda no agujerar el hielo?”. Responde la resonante voz: “Soy el encargado de la pista de patinaje”.

Astatrasio Garrajarra, ebrio con su itinerario, seguía celebrando el Año Nuevo. Iba cae que no cae por el medio de la calle. Un gendarme le dijo con voz conminativa: “¡Oiga, amigo! ¡Camine por la acera!”. “¡Estás loco, caborón! –farfulló el temulento–. ¡Ni que fuera alambrista!”.

Rondín # 3

“Doctor –le dijo la mujer al célebre analista–, siento de continuo un intenso deseo sexual. ¿Qué puedo hacer para que se me apague?”. Sin vacilar indicó el facultativo: “Cásese”.

La mamá de Susiflor le dijo, preocupada: “Doña Chalina me contó que te estás acostando con tu novio”. “¡Qué chismosa es la gente! –se enojó la muchacha–. ¡No puede una acostarse con cualquiera, porque luego luego empiezan a decir que es tu novio!”.

La maestra le preguntó a Pepito: “¿Cómo se llama tu nuevo hermanito?”. “No sé –respondió el chiquillo–. Cuando habla no se le entiende ni madre”.

En la cena de Año Nuevo el papá de Pepito comentó: “Dulcilí, mi secretaria, es una muñequita”. Preguntó el chiquillo desde su lugar: “¿Y cierra los ojos cuando la acuestas?”.

La maestra de Pepito le pidió al chiquillo que deletreara el nombre de Hirohito, el emperador de Japón en tiempos de la Segunda Guerra. Deletreó Pepito: “Hache como en ‘huevo’; i como en ‘idea’; ere como en ‘rosa’; o como en ‘oro’; hache como en el otro ‘huevo’”.

Pepito le dijo a Juanilito: “¿Sabías que mi abuelita aúlla como lobo?”. “No es cierto” –replica el otro niño. “Te lo demostraré” –dijo Pepito. Fueron los dos a donde la señora estaba tejiendo. “Abuelita –le preguntó Pepito–. ¿Cuándo fue la última vez que mi abuelo te hizo el amor?”. Respondió la abuelita: “¡Uuuuuu!”.

Aquel día la maestra tenía ganas de divertirse a costa de los niños. Les dijo: “Adivínenme esta adivinanza: Lana sube, lana baja”. “¡La navaja!” –gritaron todos. “Se equivocaron –rió la profesora–. Es un borrego en un elevador. No se vayan con la finta. A ver, adivínenme ahora esta otra adivinanza: Agua pasa por mi casa, cate de mi corazón”. “¡El aguacate!” –respondieron los niños a coro. “No –se burló de nuevo la maestra–. Es el lechero. No se vayan con la finta”. Los niños quedaron corridos y avergonzados. Fue entonces cuando intervino Pepito. “A ver, maestra –le dijo a la profesora–. Adivíneme usted ahora esta adivinanza: Es larguito, es durito, y lo tengo aquí abajito”. “¡Pepito! –se indignó la maestra–. ¡No seas grosero!”. “Es mi lápiz, maestra –dijo Pepito triunfalmente–. No se vaya usted con la finta”.

Pepito le propuso a Rosilita: “Juguemos al marido y la mujer”. “Ahora no –respondió la pequeña–. Me duele la cabeza”. “¡Oye! –protestó Pepito–. ¡No le pongas tanto realismo al juego!”.

El padre de Pepito quiso darle a su desfachatado crío una lección moral. Le dijo: “George Washington, siendo niño, cortó con un hacha un árbol de cerezo que había plantado su papá, y de inmediato confesó su falta. ¿Sabes, entonces, por qué no lo castigó su padre?”. “Sí –responde el chiquillo sin dudar–. Porque todavía tenía el hacha en la mano”.

La señorita Peripalda, catequista, les preguntó a los niños de la doctrina: “¿A dónde van las niñas y los niños buenos?”. Contestó Rosilita: “Al Cielo”. “Y las niñas y los niños malos ¿a dónde van?”. Pepito levantó la mano: “A la parte de atrás de la iglesia”.

Pepito miró a través de la cerradura del cuarto de la joven criadita de la casa, y la vio agitándose en el lecho al tiempo que decía con ansiedad: “¡Necesito un hombre! ¡Necesito un hombre!”. Pocos días después volvió a asomarse, y vio a la muchacha refocilándose cumplidamente con un tipo. De inmediato Pepito corrió hacia su cuarto, se tiró en la cama y empezó a revolverse mientras decía ansiosamente: “¡Necesito un iPad! ¡Necesito un iPad!”.

Pepito y su amigo Juanilito estaban en el parque. Frente a ellos pasaron dos muchachonas de exuberante anatomía y sinuosos movimientos serpentinos. Le dice Pepito a Juanilito: “¿Sabes qué? Estoy empezando a sospechar que en la vida hay algo más que tabletas, play station y futbol”.

Pepito le informó a su papá que la maestra lo había sacado del salón. “¿Por qué?” –quiso saber el señor. Explica el niño: “Me preguntó cuántas son 3 por 5, y yo le dije: ‘15’. Luego me preguntó cuántas son 5 por 3”. “¡Joder! –se encrespó el padre–. ¿Y dónde está la chingá diferencia?”. “Yo le dije exactamente lo mismo –explica Pepito–. Por eso me sacó del salón”.

En la antesala del laboratorio de exámenes clínicos el pequeño Juanilito lloraba desconsoladamente. Le preguntó Pepito: “¿Por qué lloras?”. Respondió Juanilito entre sus lágrimas: “Me hicieron un examen de sangre, y con una aguja me picaron el dedito”. Al oír eso Pepito rompió en gemidos desgarrados. Le preguntó, asustado, Juanilito: “¿Por qué lloras así?”. Y contestó Pepito sollozando: “¡A mí me van a hacer un examen de orina!”.

Pepito, vanidoso, le presumía a Rosilita: “Tengo algo que tú no tienes”. Y Rosilita lloraba, porque, en efecto, Pepito le mostraba aquello que él tenía y de lo cual carecía ella. Mas sucedió que un día Pepito insistió en su jactancia acostumbrada: “Yo tengo algo que tú no tienes”, y ese día Rosilita no lloró; antes bien esbozó una sonrisilla suficiente. “¿De qué te ríes? –se amoscó Pepito–. Ya te dije que yo tengo algo que tú no tienes”. “Sí –replicó ufana Rosilita–, pero mi mami me dijo que con lo que yo tengo puedo conseguir todas las que quiera de ésa que tienes tú”.

Otro de Pepito. Se trataba de aprender a sumar. El profesor puso en el pizarrón tres cantidades de dos dígitos, y dirigiéndose a Pepito le dijo: “A ver, niño”. Y le señaló las cifras. Pepito las leyó: “90, 55, 89”. En seguida arriesgó cautelosamente: “¿Miss México?”.

La señora regresó el lunes de un viaje. Su pequeño hijo le contó, emocionado: “Yo y papi dormimos juntos el viernes”. La linda mucama de la casa lo corrigió, sonriendo: “Papi y yo dormimos juntos el viernes”. “No –la corrigió a su vez el niño–. Lo de ustedes fue el sábado”.

El granjero fue con su pequeño hijo a la feria del pueblo. Su propósito era comprar una vaca. A fin de examinar a la res que le ofrecieron en venta le frotó las ubres vigorosamente. Preguntó el niño, extrañado: “¿Por qué haces eso?”. Contestó el granjero: “Sin hacer este examen no la puedo comprar”. “¡Caramba! –se preocupó el chiquillo–. ¡Entonces el vecino te va a comprar a mi mamá!”.

Don Wormilio, un pobre señor, sospechaba que no gozaba de mucho respeto en su casa. Confirmó sus temores cierto día que llamó por teléfono a su esposa, y le contestó su hijo más pequeño. Don Wormilio alcanzó a oír que el niño preguntaba: “Mami, es mi papá. ¿Estás o no estás?”.

Clotario, hijo de doña Gorgolota, les comentó a sus amigos: “Voy a dejarme crecer el bigote”. “¿Para qué?” –le preguntaron ellos, extrañados. Explicó él: “Es que quiero parecerme a mi mamá”.

Rondín # 4

Doña Jodoncia, la fiera cónyuge de don Martiriano, le contó a su vecina: “Le di 200 pesos a un pobre hombre que me los pidió de caridad”. Opinó la vecina: “200 pesos es mucho dinero para darlo de limosna. ¿Qué dijo tu marido?”. Responde la anfisbena: “Dijo con voz humilde: ‘Gracias’”.

Susiflor les anunció a sus padres que Avidio, su novio, se iba a presentar esa noche a solicitar su mano. Preguntó con voz grave el genitor: “¿Tiene dinero?”. “¡Ah! –exclama Susiflor–. Todos los hombres son iguales. ¡Él me preguntó lo mismo acerca de ti!”.

Babalucas invitó a salir a una muchacha. Al día siguiente un amigo le preguntó: “¿Cómo te fue con esa chica?”. “Muy mal –respondió tristemente el tontiloco–. Me salió dormilona”. “¿Dormilona?” –se extrañó el amigo. “Sí –explica Babalucas–. A eso de las 11 de la noche me preguntó que a qué horas nos íbamos a acostar”.

“¿Tiene usted Viagra oftálmico?” –le preguntó Babalucas al encargado de la farmacia. “¿Viagra oftálmico? –se desconcertó el hombre–. No creo que exista. ¿Por qué quiere usted Viagra oftálmico?”. Responde el badulaque: “Es que voy a hacer el papel de gangster en una obra teatral, y el director me pide que tenga la mirada dura”.

El actor de cine llegó a su casa y encontró a su mujer con las ropas rasgadas y los cabellos en desorden. Le preguntó, alarmado: “¿Qué te sucedió?”. Gime la esposa: “¡Vino tu agente, y valiéndose de que estaba sola me hizo víctima de sus bestiales instintos de lujuria!”. “¿Vino mi agente? –pregunta el actor con ansiedad–. ¿Y no te dijo si tiene algo para mí?”.

Doña Coñita cumplió 80 años de edad. “Abuela –le anunció uno de sus nietos–. Sabemos que mereces una estatua, pero tus hijos y tus nietos tenemos dinero solamente para mandarte hacer un busto”. “¡Qué buena idea! –se entusiasmó la viejecita–. ¿Quién será el cirujano?”.

El médico tenía su mano puesta en la parte más alta del muslo de la hermosa chica. Pregunta ella, intrigada: “¿Está usted seguro, doctor, de que ahí es donde se debe tomar el pulso?”.

El conferencista les decía a las damas asistentes que debían interesarse en lo que hacían sus maridos; mostrar interés por su trabajo, por sus hobbies. Le preguntó a una: “A usted, señora ¿le interesa lo que hace su marido?”. “Claro que me interesa –respondió con firmeza la mujer–. Hasta contraté a un detective para que lo averigüe”.

Al principiar la cuaresma Dulciflor le informó a su joven esposo: “Ofrecí hacer un sacrificio cuaresmal, Pitorro. Todas mis amigas lo harán; en estos 40 días Susiflor dejará de fumar, y Rosilí no comerá carne. Yo prometí que no haré el amor contigo en todo este tiempo”. El marido se molestó bastante. Le dijo con enojo: “¡Entonces el del sacrificio voy a ser yo!”. “También a ti te conviene hacer un acto de mortificación –declaró ella, solemne–. Será por el bien de tu alma”. “Pero protestará mi cuerpo –arguyó él–. En fin, me iré a dormir a la sala, pues si me quedo en la recámara no respondo de la mortificación”. Pasaron cuatro días, y una noche que Pitorro dormía profundamente en el sillón sintió que alguien lo movía. Era su mujercita, que le dijo con voz de compunción: “Pitorrito, únicamente vengo a informarte que ayer Susiflor fumó, y Rosilí se comió una hamburguesa”.

Una eminente abogada tomó la defensa de una mujer de la vida galante que se había metido en un lío grave. Le dijo la mujer: “Por dinero no se detenga, licenciada. Haga todos los gastos necesarios; cóbreme lo que sea, pero sáqueme de este problema”. Le preguntó la abogada: “¿Cuánto ganas al mes?”. Respondió la daifa con naturalidad: “Un promedio de 150 mil pesos”. “¡150 mil pesos! –se sorprendió la licenciada–. ¡Ni en los mejores meses me gano ese dinero!”. Dice la otra: “Yo también soy abogada, y tampoco me lo ganaba cuando ejercía la profesión”.

Momentos antes de celebrarse el matrimonio el novio le deslizó un billete de 500 pesos al oficiante y le dijo por lo bajo: “Le agradeceré que al pedirme que pronuncie los votos matrimoniales suprima eso de: ‘¿Prometes serle fiel?’. No quiero jurar eso”. Llegó el momento de la boda. El oficiante se dirigió al novio y le preguntó en voz alta y clara: “¿Prometes obedecer en todo a tu adorable esposa; darle todo el dinero que ganes; renunciar a tus amigos para dedicarte completamente a ella; llevarle todas las mañanas el desayuno a la cama, y serle siempre fiel?”. El muchacho, aturrullado al ver todas las miradas puestas en él, sólo acertó a responder: “S-sí”. Luego, inclinándose hacia el oficiante, le reclamó entre dientes: “Creí que teníamos un arreglo”. El oficiante le devolvió discretamente los 500 pesos y le respondió también por lo bajo: “La novia me hizo una mejor oferta”.

Al bajar de la tribuna el diputado reprendió con acrimonia a su asistente. “¿Por qué me haces tan largos los discursos? –le reclamó, exasperado–. Cuando acabé de leer éste ya no había nadie en el recinto”. “Señor –contestó el otro–. Me pidió usted el discurso con tres copias, y leyó las tres”.

Dos tipos bebían en el bar. Le dice uno al otro, pensativo: “Creo que voy a divorciarme de mi mujer. Hace dos meses que no me habla”. “Piénsalo bien –le recomienda el otro-. Mujeres como ésa no son fáciles de hallar”.

Un individuo viajó a una nación de oriente, y a consecuencia de cierta aventura que ahí tuvo contrajo una rara enfermedad venérea. Cuando volvió a su país lo primero que hizo fue ir con un doctor. El facultativo, después de revisarle la entrepierna desde una distancia de 6 metros, le informó: “Presenta usted un raro caso de gonosepticemia. Tendré que operarle la afectada parte”. “¿Y podré conservarla, doctor?” –preguntó lleno de ilusión el lacerado. “Claro que sí –lo animó el médico-. En una cajita”. “¡No puede ser! –clamó angustiado el tipo-. Quiero una segunda opinión”. “Muy bien –dijo el doctor-. La corbata no le combina con el traje”. Salió desesperado el individuo y fue en busca de un galeno oriental, que seguramente sabría más de esa enfermedad. En efecto, el hombre le dijo: “¡Ah, estos médicos occidentales! ¡Lo primero que quieren hacer es operar! No necesita usted operación, amigo. Dentro de 15 días la parte se le caerá solita”.

Un platillo volador descendió en el jardín. De él salió un marciano que le dijo al señor de la casa con ominosa voz gutural: “Llévame con tu jefe”. Respondió el asustado tipo, tembloroso: “Mi señora salió”.

Un grupo de psicólogos hacía una investigación acerca de las costumbres amorosas de la comunidad. En el curso de la encuesta uno de ellos entrevistó a una señora. “Dígame –le preguntó–: ¿acostumbra usted hacer el amor por la mañana?”. “Sí –respondió ella–. Dos o tres veces por semana. A veces más”. Inquirió el encuestador: “Y en los momentos de intimidad ¿habla con su esposo?”. “No –respondió la mujer–. Pero podría hacerlo. Tengo el teléfono de su oficina, y tengo también su celular”.

Dulcilí, muchacha ingenua, vio sobre el escritorio de su jefe dos objetos que le llamaron la atención. Le preguntó: “¿Qué son?”. Respondió el jefe: “Son pelotas de golf”. Una semana después Dulcilí vio ahí otras dos pelotitas. “Lo felicito, don Algón –le dijo al jefe–. Veo que cazó usted otro golf”.

"En cuestión de sexo mi marido es un volcán”. Así le dijo una señora a otra. Y en seguida añadió, mohína: “Sólo entra en actividad de vez en cuando”.

Alguien le preguntó a Babalucas: “¿Qué opina usted de la destitución del alcalde Moreno?”. Replicó el badulaque muy solemne: “En política no debe contar el tono de la piel”.

“Sospecho que nuestro bebé fuma” –le dijo, preocupado, don Cornulio a su esposa. “¡¿Que fuma nuestro bebé?! –se escandalizó ella–. ¡Pero si apenas tiene tres meses de nacido! ¿Por qué dices que fuma?”. “Mira –razonó don Cornulio–. Yo no fumo. Tú no fumas. Y sin embargo las bubis te huelen a tabaco”.

Rondín # 5

Don Geroncio, señor ya muy entrado en años, les informó a sus hijos que se iba a casar con la señorita Bustolia Granderriére, mujer en flor de edad cuyos atributos corporales, anteriores y posteriores, resisten todo intento de descripción. Los hijos temieron por la salud de su progenitor, y le dijeron: “Ese matrimonio es peligroso, padre. ¿No ha pensado usted que una excitación excesiva puede significar la muerte?’’. “Ya he considerado esa posibilidad --respondió, meditativo, don Geroncio-. Pero, total, si Bustolia se muere por la excitación me buscaré otra mujer’’.

El primogénito del jefe indio le preguntó a su padre: “ Cómo escogen en nuestra tribu los papás el nombre de sus hijos?”. Respondió el piel roja: “Tomamos en cuenta alguna circunstancia relacionada con su nacimiento, y luego le imponemos al niño un nombre alusivo. Tu abuelo, por ejemplo, nació en la madrugada, por eso se llama Sol Naciente. Yo nací en medio de una tempestad, por eso mi nombre es Nube Negra. Pero dime: ¿por qué tienes tanto interés en saber eso, Condón Agujerado?”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le dijo a un amigo: “En Navidad le voy a regalar a mi vecina un libro que se llama ‘Cocina vegetariana fácil, rápida y barata’. Le viene a la medida, porque no sólo es vegetariana...”

Libidiano, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a la linda chica a la que acababa de conocer: “Te voy a llevar al box”. “No me gusta el box” –manifestó ella. “Déjame terminar –acotó Libidiano–. Al box spring”.

La madura y robusta maturranga le pidió al taxista que la llevara al lupanar donde ejercía su antiguo y necesario oficio. Al llegar le informó: “No traigo dinero, guapo, pero te pagaré con éstas”. El taxista le preguntó: “¿No trae un billete más chico?”.

El antropófago visitante les dijo a sus amigos: “Vi anoche una mujer. Le falta un brazo y una pierna, pero ¡qué cuerpazo!”. “¡Psst! –le impusieron silencio con alarma los demás caníbales–. No hables tan alto. ¡Ésa es la vieja que se está comiendo el jefe!”.

El doctor le dijo a su bella paciente: “La veo débil, agotada. Dígame, ¿está comiendo tres veces diarias, como le aconsejé en la anterior consulta?”. “¿Comiendo? –se azoró la mujer–. ¡Qué barbaridad, doctor! ¡Yo oí con ge!”.

El granjero puso un nuevo piso de cemento en el gallinero, y como estaba fresco –el cemento, no el granjero– colocó un letrero que decía: “No pisar”. Lo vio el gallo, y fue hacia las gallinas al tiempo que decía con desdén: “Me vale”.

El harapiento pedigüeño le pidió al elegante señor: “Deme 100 pesos para una taza de café”. Acotó con molestia el caballero: “Una taza de café cuesta a lo sumo 25 pesos”. Replicó el mendicante: “Me gusta dejar buenas propinas”.

En aquel pequeño pueblo la leche se llevaba todavía a domicilio. El lechero les comentó a sus amigos: “El problema del desempleo me está perjudicando mucho”. Inquirió uno: “¿Vendes ahora menos leche?”. “No –respondió el lechero–. Pero ahora más maridos están en su casa”.

Dos fabricantes de perfumes no lograban hacer fortuna con sus productos. Dejaron de verse algunos meses, y de pronto uno de ellos apareció rico, boyante. Le dijo, feliz, a su amigo: “Elaboré un aroma que hace que la mujer huela a frutas. Con eso he hecho millones”. Pasó algún tiempo, y un buen día el otro inventor se le presentó a su amigo con mayor riqueza aún. “¿Cómo le hiciste?” –preguntó éste con asombro. Replicó el otro: “Me inspiré en tu invento, y elaboré un aroma que hace que las frutas huelan a mujer”.

Lord Feebledick le informó a su esposa, lady Loosebloomers, que sus acciones en la Compañía de Indias no estaban dando ya los rendimientos de antes. Tendrían que hacer algunas economías. “Aprende a manejar –la apercibió–. Así podremos despedir al chofer”. “Está bien –aceptó lady Loosebloomers–. Pero si vamos a despedir al chofer, entonces tú aprende a follar”.

El tipo aquel que creía en los extraterrestres llegó a su casa y encontró a su esposa en los brazos –y en todo lo demás– de un desconocido. “¿Qué es esto?” –le preguntó furioso a su mujer. El sujeto se adelantó a responder: “Señor, con todo respeto, seguramente usted sabe qué es esto”. “¡A usted no le estoy preguntando! –se indignó el marido–. Demuestre más educación”. Y volviéndose a su mujer repitió con tesón digno de mejor causa la pregunta: “¿Qué es esto?”. “Cornulio –explicó ella con tono de humildad–. Tú eres mi mundo. Pero tú mismo me has dicho muchas veces que debe haber otros mundos”.

El juez reprendió al reo. Le dijo: “Durante 60 años llevó usted una vida ejemplar; buen ciudadano; hombre trabajador, excelente esposo y padre de familia. Luego, de repente, se volvió contrabandista, destilador de licores ilegales, bandolero de camino real, asaltante de trenes y de bancos, violador de mujeres... ¿Por qué?”. “Señor juez –explicó el individuo–, es que empecé a escribir mis memorias, y estaban muy aburridas”.

Don Geroncio, senescente caballero, casó con Pomponona, mujer en flor de edad y de ubérrimas formas naturales. Al regreso de la luna de miel el valetudinario novio, desolado, les confesó a sus amigos que no había podido consumar el matrimonio. “Quizá es tu edad” –sugirió uno de ellos. “No –lo corrigió don Geroncio–. Es esa crema que en el cuerpo se pone mi mujer todas las noches. Tanta se pone que cuando me le subo me resbalo”.

Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, tenía un cotorro, a fuer de cotorrona. En el corral de su casa había una docena de gallinas señoreadas por un altivo gallo cuyo sonoro quiquiriquí se oía cada vez que el plumífero sultán ejercía su genésica labor en una de sus odaliscas. Cierto día el imprudente loro entró en el gallinero, y el libidinoso gallo dio buena cuenta de él sin considerar que el perico no pertenecía a la especie gallinácea. Mohíno y atufado quedó el pobre cotorro, tanto que se encerró en un cuartucho del corral para rumiar ahí su corajina. Al día siguiente el gallo, que había añadido a su tema aquella interesante variación, llamó a la puerta del cuartucho. Irreflexivamente la abrió el loro, y otra vez el gallo sació en él sus heterodoxos ímpetus. Otra vez el perico se encendió en ira, pero eso no evitó que al día siguiente, y dos o tres días más después, el gallo tocara la puerta, y él la abriera, imprudente, con el resultado ya descrito. Al quinto día el gallo volvió a tocar la puerta. En esta ocasión el loro escuchó los toquidos y preguntó con meliflua y delicada voz: “¿Eres tú, Quiquí?”.

Don Añilio, amable viejecito, le dio un trago a su vaso de leche tibia y le dijo a su anciana esposa, doña Pasita: “Esta leche no está buena”. “Y mañana Navidad” –completó ella, que era algo dura de oído.

Hubo un naufragio, y un lacertoso marino y tres hermosas chicas fueron a dar a una isla desierta. Cuando se vio a solas con aquellas bellezas el nauta fue hacia ellas con expresión erótica. “¡Oh no!” –exclamaron ellas. Pasaron tres meses. Una tarde el marinero estaba en la playa, y las tres chicas fueron hacia él con erótica expresión. Entonces fue el marino quien exclamó asustado: “¡Oh no!

Babalucas, mesero del restaurante “La Gloria de Díaz Mirón” tardaba en llevarle al cliente los tacos de pollo que pidió. El hombre le dijo con enojo: “¿Va a tenerme usted sin cenar toda la noche?”. “No, señor –replicó Babalucas–. Cerramos a las 11”.

El doctor Ken Hosanna le dijo a su linda paciente después de examinarla: “Le tengo dos noticias, señorita Rosibel, una mala y una buena. La mala es que en la última consulta me equivoqué, y en vez de darle sus pastillas anticonceptivas le di aspirinas. La buena es que durante el embarazo no le dolerá la cabeza”.

Rondín # 6

Llegó doña Trisagia a confesarse y vio dentro del confesonario a un desconocido. “¿Quién es usted?” –le preguntó, recelosa. “Soy el carpintero” –respondió el individuo. Quiso saber doña Trisagia: “Y el Padre Arsilio ¿dónde está?”. “No sé –respondió el individuo–. Pero si oyó lo que yo he estado oyendo en el rato que llevo aquí, seguramente fue a dar parte a la policía”.

Don Cornulio se quejaba de su esposa. Dijo: “Tenemos 10 años de casados y todavía no conoce mis medidas. Ayer llegué a la casa, y en una silla al lado de la cama encontré ropa interior de hombre: una camisa, un pantalón, zapatos y todo lo demás. ¡Y nada me quedaba!”.

El galán con quien esa noche salió la pizpireta Pirulina se sorprendió al ver que la muchacha llevaba un cinto en los tobillos. “¿Por qué lo traes ahí?” –le preguntó asombrado. Explica ella con una sonrisa: “Es que mi mami me hizo prometerle que no dejaría que me tocaras más abajo del cinto”.

Amadino Nervio, poeta municipal, volvió a su pueblo después de larga ausencia. “Dime –le preguntó a un amigo–, ¿qué fue de aquella hermosa joven de nombre Dulzaina Meliflor, etérea ninfa más bella que una dríade, más hermosa que una hurí, más célica y armoniosa que una náyade? ¿Qué fue de su belleza, digna de ser cantada por Petrarca, Boscán o Garcilaso? Recuerdo su nívea frente que tenía la blancura de las cumbres de los volcanes de mi patria. Evoco sus mejillas rósea, sus dientes perlinos, su cuello de gacela, sus ebúrneos hombros, sus senos de paloma, su cintura cimbreante de palmera, su grupa de potra arábiga, sus bien torneadas piernas semejantes a las columnas que sostenían el templo de Jerusalén, y sus pies chiquititos como un alfiletero en cuya felpa rosa clavó el poeta su enamorado corazón. Dime, ¿qué fue de aquella muchacha celestial?”. Le informó con ruda estolidez el individuo: “Se casó”. Y exclamó consternado el vate: “¡No mames, güey!”.

La atractiva rubia de bien torneadas piernas iba a comparecer en juicio. Inquieta, le preguntó a su abogado defensor: “¿Debo revelar todo ante el jurado?”. “No –le indicó el jurisperito–. Nada más levántese un poco más la falda”.

El loquito del pueblo estaba sentado en una silla afuera de su casa. Sostenía en las manos una caña de pescar cuyo anzuelo estaba dentro de una tina vacía. Pasó un sujeto. Para divertirse a costa del infeliz le preguntó con sorna: “¿Cuántos llevas, Oratino?”. “¡Contigo ya son cinco, indejo!” –respondió con voz triunfal el alienado.

En el curso de un acalorado debate el abogado le mentó la madre al juez. Le dijo éste: “Pagará usted una multa de 500 pesos por haberme faltado al respeto”. El litigante sacó la cartera. Le indica el juzgador: “No es necesario que pague ahora mismo”. “Ya lo sé –contesta el abogado–. Estoy viendo si me alcanza para mentársela otra vez”.

Hermenio, de oficio comerciante, contrató los servicios de una sexoservidora, y fue con ella al popular motel K-Magua. Le dijo que lo harían con la luz apagada. En efecto, así, en la oscuridad se llevó a cabo la refocilación. No habían pasado ni cinco minutos cuando la mujer sintió que nuevamente era solicitada, y luego una tercera vez, y una cuarta, y una quinta. Se sorprendió bastante la falena por la inusual enjundia de su cliente, y cuando fue requerida por vez sexta encendió la luz del cuarto. En el lecho, junto a ella, vio a un desconocido. “Usted no es don Hermenio” –le dijo con asombro. “No –respondió el sujeto–. Él está afuera vendiendo los boletos”.

En la cama el granjero puso la mano en el opimo busto de su esposa y le dijo: “¿Sabes qué? Si éstas dieran leche podríamos prescindir de las vacas”. La mujer puso la mano en otra parte de su burlón marido. “¿Y sabes qué? –le dijo–. Si esto funcionara podríamos prescindir de los vaqueros”.

El recién casado le anunció con voz firme a su flamante mujercita: “Saldré una noche por semana, y llegaré tarde a la casa. Has de saber que tengo amigos”. Le responde con dulce voz la chica: “Si quieres puedes salir todas las noches, mi amor, y llegar a la hora que te dé la gana. Has de saber que yo también tengo amigos”.

El asistente del diputado le dijo: “Tengo en el teléfono a una mujer que pregunta qué va a hacer usted en relación con la cuestión del aborto”. “Er, ejem –respondió todo nervioso el legislador–. Dile que mañana mismo le enviaré un cheque”.

Aquella señora estaba preocupada porque su hijo pequeño no mostraba mucho desarrollo en la parte correspondiente a la entrepierna. Llevó al crío con un doctor. El médico, después de examinarlo, le dijo a la mujer: “No veo nada anormal en su hijo, señora. Quizá si le da a comer todos los días un par de rebanadas de pan de alforfón se le desarrollará más la mencionada parte”. Ese mismo día la señora empezó a darle al chiquillo las dos rebanadas de pan que el médico había prescrito. Unas semanas después observó que, en efecto, el niño presentaba un apreciable crecimiento en la región ya dicha. Al día siguiente el chamaquito llegó de la escuela y se sorprendió al ver sobre la mesa de la cocina 100 paquetes de pan de alforfón. Le preguntó con asombro a su mamá: “¿Todo ese pan es para mí?”. “Sólo un paquete –respondió la señora–. El resto es para tu padre”.

Don Geroncio, señor bastante entrado en años, casó con mujer joven. A su regreso de la luna de miel fue con su médico y le dijo: “Tengo problemas en el trato con mi esposa, doctor. Necesito que me dé algo”. “Mire, don Geroncio –trató de animarlo el facultativo–. El sexo no lo es todo en la vida”. “No se trata de eso, doctor –lo corrigió el añoso señor–. El sexo con mi esposa es fabuloso. Pero necesito que me dé algo para la memoria. Después de hacerle el amor a mi mujer tres veces seguidas, se me olvida cómo se llama”.

Babalucas era mesero. Le preguntó un parroquiano: “Camarero, el espagueti ¿viene solo?”. “No, señor –responde el tonto roque–. Yo lo traigo”.

Afrodisio Pitongo, hombre de libídine arriscada, llegó a la oficina con los ojos morados, lleno de cardenales y lacerias. Le preguntaron sus compañeros, alarmados: “¿Qué te sucedió?”. Responde con quebrantada voz el tal Pitongo: “Me golpeó un amigo porque estuve de acuerdo con él”. “¿Cómo es eso?” –se asombraron los otros. Explica Afrodisio: “Dijo él: ‘Mi mujer es buenísima en la cama’. Y dije yo: ‘Es cierto’”.

Pirulina, muchacha pizpireta, fue a confesarse con el Padre Arsilio. Le dijo que había tenido tratos de fornicio con Pedro, Juan y varios. El sacerdote la reprendió, severo: “Hija mía, ¿sabes lo que te vas a ganar por hacer eso?”. Replicó Pirulina con naturalidad: “No cobro, padrecito”.

La joven esposa iba a dar a luz. Le indicó su médico: “El padre de la criatura puede estar con usted en el momento del parto”. “No creo que sea una buena idea, doctor –respondió ella–. Él y mi marido no se llevan bien”.

Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que no lo cometan dentro de los terrenos de la iglesia), se quejaba de que su esposa era muy gastadora, y se compraba demasiados vestidos. Un día ella le dijo: “Voy al centro comercial”. “Está bien –autorizó el pastor–. Ve allá y mira todo lo que quieras, pero no compres nada. Si te acomete la tentación de comprarte otro vestido di en voz alta: ‘¡Atrás, Satán!’. Eso te librará de la insana tentación de malgastar dinero”. Horas después volvió a la casa la señora. Llevaba una caja con un vestido nuevo. “¡Gehena de fuego! –clamó el predicador, cuyos juramentos provenían de las Sagradas Escrituras–. ¿No te dije que no compraras nada?”. “Me lo dijiste, sí –admitió la señora–, pero encontré un vestido que me gustó muchísimo. Me lo probé y se me veía muy bien”. Rebufa Rocko Fages: “¿Y no gritaste aquello que te dije: ‘¡Atrás, Satán!’?”. “Sí lo grité –replicó la señora–. Pero Satán me dijo: ‘De atrás también se te ve muy bien’. Fue entonces cuando compré el vestido”.

Ovonio Grandbolier, el hombre más perezoso del condado, le dijo a su mujer: “El médico me recomendó más ejercicio”. “¿Y seguirás su recomendación?” –inquirió la señora. “Sí –contestó el haragán–. En vez de ver golf en la tele, ahora veré tenis”.

Viagra y suplemento vitamínico de hierro. Don Chinguetas, señor de edad madura, cometió el error de tomar esas dos sustancias al mismo tiempo, y ahora anda con la ésta apuntando continuamente hacia el Norte.

Rondín # 7

Era una noche fría, y el señor y su esposa estaban acurrucados en la cama viendo un programa de televisión. De pronto el hombre le dio a su mujer un apretoncito en el pie. “¡Ah! –exclamó ella–. ¡Eso se sintió sabroso!”. “Qué bueno –dice el marido–. Pero la verdad es que creí que era el control de la tele”.

Antes de lo esperado doña Macalota llegó a su casa de un viaje, y encontró a su esposo, don Chinguetas, tomando una ducha con la joven criadita de la casa. “¿Qué significa esto?” –preguntó doña Macalota, que tenía una extraña propensión a indagar el significado de las cosas. Respondió, imperturbable, don Chinguetas: “Tú sabes bien que me gusta cantar bajo la regadera, y ya me cansé de hacerlo sin acompañamiento”.

Doña Pelagia, mamá de Babalucas, preparó cuidadosamente la fiesta del día último del año. Además de la cena dispuso gorritos, serpentinas, pitos, todo lo necesario para que reinara la alegría. Hizo un encargo a Babalucas. “Ve y compra una buena cantidad de confeti –le dijo–. Te subes al segundo piso, y cuando lleguen los invitados se los arrojas desde el balcón”. Fue el tonto roque a hacer la compra, y luego se colocó donde su mamá le dijo en espera de la llegada de los invitados. Se presentaron ellos, en grupo, y Babalucas hizo lo que su mamá le había ordenado; todo lo dejó caer sobre los asistentes. Doña Pelagia se consternó al ver aquello. “Ay, Baba” –reprendió a su retoño–. ¡Te dije confeti, no espagueti!”.

Un hombre divorciado se topó con su ex esposa en una fiesta. Inspirado por dos o tres copas le propuso: “Vamos a recordar los viejos tiempos. Iremos a un motelito, y ahí te haré el amor”. Rechazó ella con vehemencia: “¡Sobre mi cadáver me harás el amor!”. Replica él: “Así te lo hice siempre”.

Comentó don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia: “Tengo un impedimento del habla”. “¿Cuál es?” –preguntó alguien. Suspiró don Martiriano: “Mi mujer”.

Después de meses y meses de buscarlo, el valiente explorador Henry Morton Stanley encontró por fin al médico y misionero David Livingstone, quien llevaba ya seis años perdido en lo más profundo del continente negro. (Nota de la redacción: África). No había otro hombre blanco en miles de millas a su alrededor, pero la turbación hizo que Stanley dijera al ver al famoso personaje: “El doctor Livingstone, supongo”. Los registros oficiales afirman que el misionero contestó: “Sí. Y agradezco estar aquí para darle la bienvenida”. La verdad es otra. Cuando Stanley le dijo aquello de: “El doctor Livingstone, supongo”, el médico, fiel a los usos de su profesión, respondió: “Sí. ¿Tiene usted cita?”.

Don Algón, salaz ejecutivo, le dijo a la curvilínea rubia que le había pedido empleo: “Está usted contratada, señorita Rosibel. Desde hoy es usted mi secretaria. Ahora dígame: ¿no le gustaría optar esta misma noche a su primer aumento de sueldo?”.

Al final de un pleito judicial el abogado de don Algón le anunció jubiloso: “¡Triunfó la justicia!”. Exclamó el ejecutivo con enojo: “¡Apele inmediatamente!”.

Un militar de edad madura les contó a sus antiguos compañeros de armas un suceso muy penoso que le había acontecido. “Conocí a una linda muchacha –relató-, y fui con ella a un discreto motelito”. “¡Fantástico!” –exclamó uno de los oyentes. “Ni tanto –confesó, mohíno, el veterano mílite-. Cierta parte mía causó una baja deshonrosa”.

La señorita Peripalda, catequista, era muy púdica. En un restorán argentino le preguntó al mesero: “Dígame, señor, la ubre y el pecho de ternera ¿vienen con brassiére?”.

Don Añilio, el señor que discretamente cortejaba a Himenia Camafría, madura señorita soltera, le preguntó una tarde, mientras los dos bebían en la casa de ella un té de yerbadulce u orozuz con galletas Marías (la señorita Himenia las llamaba “pastas”): “Si alguna vez usted y yo nos casáramos, amiga mía, ¿qué fecha del calendario le gustaría para llevar a cabo nuestros desposorios?”. Contestó de inmediato la señorita Himenia: “El 21 de diciembre”. “¿Por qué?” –inquirió el senescente caballero. Explicó la señorita Camafría: “Porque es la noche más larga del año”.

Astatrasio Garrajarra es un borracho. El término es liso y llano, como los amparos contaminados de política, pero describe muy bien al temulento. Cierto día llegó a la Cantina Modotti y pidió un trago. “Lo siento, señor –le dijo el barman–, pero viene usted muy tomado. No puedo servirle más”. Farfullando dicterios se retiró Astatrasio. Pocos minutos después volvió a entrar y pidió una copa. “Señor –le dijo el cantinero–, ya ha bebido usted bastante. Discúlpeme, pero no le serviré”. Garrajarra salió tartajeando entre dientes maldiciones. No habían pasado ni cinco minutos cuando de nuevo entró y pidió una bebida. “Perdone –insistió el de la taberna–, ya le dije que no voy a servirle”. “¡Uta! –exclamó entonces Astatrasio–. ¿Pos en cuántas cantinas trabajas, güey?”.

Don Usurino Matatías, avaro consumado, hombre ignorante, les anunció a sus hijos que en su testamento le dejaba toda su fortuna a la universidad que sostenía su iglesia, la de la Tercera Venida. (No confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que se cometa sólo en la posición del misionero). El hijo mayor, muchacho listo, le dijo al cicatero: “¿Cómo es posible, padre, que le deje su dinero a esa universidad? ¿No sabe usted que ahí los hombres y las mujeres se matriculan juntos?”. “Lo ignoraba en verdad” –vaciló el cutre. “¿Tampoco sabe –continuó el hijo– que las alumnas les entregan el currículo a los profesores?”. “No es posible!” –palideció el avaro. “¿Desconoce igualmente –continuó el muchacho– que los maestros les exigen a las estudiantes que antes de graduarse les enseñen las tesis?”. “¡Eso es una abominación! –clamó el avaro–. ¡Revocaré mi testamento! ¡Prefiero que ustedes se queden con el dinero antes que dárselo a esa infernal escuela donde privan el vicio y la depravación!”.

Dulcilí, muchacha ingenua, le confesó a su mamá que la noche anterior había tenido sexo con su galán ocasional. “¡Santo Cielo! –se alarmó la señora–. ¿Y tomaste alguna protección?”. “Sí –respondió muy orgullosa Dulcilí–. Le di un nombre falso”.

El médico que examinaba a los reclutas vio a uno magníficamente dotado por la naturaleza. Le preguntó, curioso: “Supongo que eso te viene por parte de padre”. “No –respondió el muchacho–. Me viene por parte de madre”. “¿Cómo es eso?” –se asombró el facultativo. Explica el recluta: “Cuando mamá terminaba de bañarme me sacaba de la tina agarrándome de lo primero que tenía a mano”.

La mujer que daba la conferencia era una vehemente feminista. “Díganme –se dirigió, retadora, a los varones que estaban en el auditorio–: si no fuera por la mujer ¿dónde estaría el hombre?”. Respondió una voz masculina desde el fondo: “En el Paraíso Terrenal, echado abajo de un árbol, comiendo fresas y rascándose los éstos”.

Santa Claus regresó al Polo Norte después de repartir los regalos de la Navidad. Al llegar le dijo a Rodolfo, el Reno de la Nariz Roja: “Te voy a contar algo que me sucedió, pero prométeme que no se lo vas a decir a nadie, y menos a mi mujer”. “Te guardaré el secreto –prometió Rodolfo, intrigado–. Dime: ¿qué te pasó?”. Responde Santa: “Bajé por la chimenea de una casa, y encontré en la sala a una preciosa chica vestida sólo con un brevísimo baby doll que dejaba ver todos sus encantos. Me turbé tanto que salí por la puerta”. “¿Por la puerta?” –se extrañó el reno. “Sí –confirmó muy apenado Santa–. Por la chimenea ya no pude salir”.

Dos señoras entablaron conversación en una banca del centro comercial. Dijo una: “Soy viuda”. “En cambio yo –replicó la otra– estoy felizmente casada. Mi marido es un hombre modelo. Todo el tiempo permanece en casa. Jamás va al cine o a un restorán, y no permite que tengamos tele. Se la pasa cantando himnos religiosos y recitando piadosas oraciones. Sale únicamente para ir a la iglesia, y cuando regresa me repite el sermón que dijo el ministro y me imparte enseñanzas de piedad muy edificantes. Es un santo”. Comenta la primera: “Mi esposo era exactamente igual. ¿Por qué crees que lo asesiné?”.

Una jirafa entró en un bar, se sentó en uno de los banquillos de la barra y pidió un tequila doble. El cantinero y los parroquianos se le quedaron viendo, estupefactos. “¿Por qué me miran así? –preguntó desconcertada la jirafa–. Ya cumplí los 21 años”.

Después del funeral uno de los dolientes se despidió de la viuda. Le dijo: “Buenas noches”. Con voz triste respondió ella: “Tardaré algún tiempo en tenerlas otra vez”.

Rondín # 8

Ominosio Malsinado, hombre de mala suerte, viajaba en avioneta. De pronto el único motor de la pequeña nave empezó a fallar. “No se preocupe” –tranquilizó el piloto a su pasajero al tiempo que se ponía una especie de mochila–. No hay ningún problema”. “¡Cómo que no hay problema! –gimió don Ominosio con angustia–. ¡Ya se detuvo la hélice! ¿Y no es un paracaídas eso que se está usted poniendo?”. “Le digo que no se preocupe –repitió el piloto al tiempo que se disponía a saltar–. Voy por un mecánico. Él arreglará el problema”.

Libidiano, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, cortejó a una señora en el coche comedor del tren. Ella le advirtió: “Soy casada”. “Yo también” –respondió el labioso seductor. Tres martinis fueron suficientes para que la respetable dama olvidara su estado civil y acompañara a Libidiano a su cabina. En ella estaban, entregados a los prolegómenos de la refocilación, cuando acertó a entrar el inspector que recogía los boletos. Se azaró al ver a la pareja en aquella urente situación. “Está bien –lo tranquilizó Libidiano–. Somos casados”.

Alebardo y Esoíla se habían amado tiernamente en los días del esplendor de la hierba, quiero decir en su juventud. Su amor no cristalizó, y luego la vida los separó por esas cosas extrañas que la vida tiene. Pasaron muchos años –pasar es lo mejor que los años saben hacer, aparte de sanar las heridas del alma–, y he aquí que aquellos antiguos enamorados murieron el mismo día, como si el destino finalmente los hubiera unido. Se encontraron en el Cielo. Exultantes de felicidad por verse reunidos, decidieron hacer lo que en la Tierra no pudieron: juntar sus vidas para siempre mediante el sacramento que muchas veces le quita al mundo una virgen, y con frecuencia le da un mártir: el matrimonio. Fueron con San Pedro y le comunicaron su intención. Después de rascarse la cabeza meditativamente el celestial portero les dijo: “Si quieren casarse deberán esperar mil años”. Se volvió hacia el hombre y le preguntó: “¿Podrás aguantar la espera?”. Respondió él: “Se me va a hacer larga”. Exclamó con entusiasmo la mujer: “¡Mejor pa’ mí! ¡Esperemos entonces!”. Pasaron los mil años, y los enamorados regresaron ante el apóstol de las llaves. “Deberán esperar mil años más” –dictaminó Simón. Transcurrió ese milenio, y otra vez los enamorados volvieron con San Pedro. “Ahora sí pueden casarse” –decretó Cefas. Llamó a un sacerdote, y éste ofició el matrimonio. Al terminar la ceremonia nupcial preguntó el novio: “San Pedro, si algún día decidimos divorciarnos ¿podremos hacerlo aquí en el Cielo?”. Al oír eso el apóstol se enojó. Mesándose los escasos cabellos que le quedaban exclamó al mismo tiempo con desesperación: “¡Carajo! ¡Tuve que esperar dos mil años a que llegara un cura al Cielo para poder casarlos! ¿Cuánto tendré que esperar a que llegue un abogado para que los divorcie?”.

La mujer de Avaricio Cenaoscuras, sujeto ruin y cicatero, le preguntó a su esposo con lamentosa voz: “¿Por qué no podemos tener un triturador de basura, como todos los demás vecinos del edificio?”. Le respondió iracundo el ruin sujeto: “¡Tú cállate y sigue masticando!”.

Un señor le dijo a otro: “Mi automóvil tiene un dispositivo que en voz alta me dice cómo debo manejar. Me indica si voy conduciendo muy aprisa, o mal; me avisa que adelante va un ciclista; me señala todo lo que hay en el camino: un poste, un bache, otro vehículo al que me acerqué demasiado; me reprocha si me pasé un semáforo en ámbar. Incluso, me dice si voy bien peinado o no, o que la corbata no me combina bien”. El otro se asombró: “¿Todo eso te indica ese dispositivo?”. “Sí –confirma el señor–. Claro, solamente funciona cuando en el automóvil va mi esposa”.

Don Cornilio entró en la alcoba y halló a su esposa completamente en peletier, quiero decir nuda, corita, en cueros, y presa de singular agitación. Le preguntó, receloso y suspicaz: “¿Hay alguien contigo?”. “N-nadie” –balbuceó ella, nerviosa. Inquirió, amoscado, don Cornulio: “¿Y esos ruidos que se oyen en el clóset?”. “No sé qué sean –se azaró la mujer–. Está cerrado”. “Dame la llave” –demandó el esposo. “La perdí” –respondió ella. “¿Y entonces esos ruidos?” –porfió don Cornulio. “Han de ser ecos de los ruidos de la noche –contestó la señora–. Quedan en el interior del clóset, y con el aire del día van saliendo”. “¿Ecos? –enarcó una ceja don Cornilio–. Vamos a ver”. Se puso frente al clóset y gritó: “¡Oeeeeé!”. El individuo que estaba dentro –mis cuatro lectores, perspicaces, habrán adivinado ya que dentro del clóset estaba un individuo– repitió imitando la voz de don Cornilio: “Oeeeeeé”. Gritó éste: “¡Alalaaaaaá!”. Y repitió el sujeto: “Alalaaaaaá”. En seguida gritó don Cornilio: “¡Anticonstitucionalísimamente!”. “¡Ah caón! –respondió desconcertado el eco–. ¿Cómo dijiste, güey?”.

Capronio, sujeto ruin y desalmado, fue de compras con su esposa. Le dice la señora: “Mañana es el cumpleaños de mamá. Me gustaría que le regaláramos algún artículo eléctrico”. “¿Una silla?” –sugirió aviesamente el canalla.

Lord Feebledick le pidió a su mujer, lady Loosebloomers: “Explícame otra vez por qué todos los días te pones abundante jugo de limón en las bubis”. “Ya te lo he dicho varias veces –se impacientó milady–. Es porque pienso que tengo el busto demasiado grande, y una amiga me aseguró que con aplicaciones de jugo de limón su tamaño se reducirá”. “Ya lo recuerdo –admitió lord Feebledick–. Pero ahora explícame por qué el chofer, el jardinero, el guardia, el montero, el mayordomo, el carpintero, el guardabosque y el herrero andan siempre con la boca fruncida”.

Doña Facilisa se fue a confesar. “Padre –le dijo al sacerdote–. Todas las noches, entre sueños, siento que soy poseída sexualmente por alguien. Como estoy medio dormida no alcanzo nunca a ver si el voluptuoso ser es mi marido o el demonio”. Sugiere el sacerdote tras ponderar el caso: “Si lo apurado del trance te da lugar a ello, palpa la testa del que te posee, a ver si tiene cuernos”. “¡Uh, padre! –replica doña Facilisa–. ¡Con eso no voy a salir de dudas!”.

Se trata de tu esposa” –le dijo en la cantina un tipo a su amigo. “¿Qué pasa con mi esposa?” –se alarmó el otro. Responde con sombrío acento el primero: “Creo que nos está engañando”

Doña Medusia lee las cartas, lee la taza de café, lee el Tarot, lee la palma de la mano. Pero no lee libros. Por eso sus predicciones carecen de imaginación; se fincan sólo en lo que va a suceder. Le dijo a una linda chica después de echarle las cartas: “Veo en tu futuro un hombre de cabellos rubios y ojos azules”. Le aclara con una sonrisa la muchacha: “Ya tengo novio, señora, y es moreno y de ojos negros”. “Pues no sé lo que harías anoche, linda –le contestó doña Medusia–, porque sigo viendo en tu futuro un hombre rubio y de ojos azules. Para mayor precisión, lo darás a luz dentro de nueve meses”.

Un individuo le dijo a su vecino: “Entiendo que no eres casado, y que nunca tienes trato con mujer”. “No lo necesito –declaró el otro–. Practico el método ‘Hágalo usted mismo’”.

El severo genitor amonestó a su hija: “Me enteré de que posaste desnuda para una revista pornográfica”. “Sí, papi –admitió la muchacha–. Pero no te preocupes, en el estudio del fotógrafo había calefacción”.

La hija de doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, compartió con los invitados algo que la noche anterior le había sucedido. “En la oscuridad de mi cuarto –relató–, creí ver un fantasma. ¡Se me puso la carne de gallina!”. “Jovencita –le llamó la atención doña Panoplia–. A nosotros no se nos pone la carne de gallina. Debes decir: ‘Se me puso la carne de pavo real’”.

La Dirección  de Correos había emitido una serie de timbres postales con la reproducción de cuadros famosos del Museo del Prado. El subjefe de la oficina le dijo al director: “Señor, me temo que vamos a tener que retirar de la circulación el timbre con la Maja Desnuda, de Goya”. “¿Por qué? –se inquietó el funcionario–. ¿Ha habido protestas de algún grupo religioso o moralizador?”. “No –responde el otro–. Pero los hombres lamen siempre la estampilla por el lado equivocado”.

Un sujeto visitó al doctor Pipino, reconocido urólogo. Le dijo: “Tengo un problema en mi ambulacro, doctor; quiero decir en mi parte de varón”. Pidió el facultativo: “Déjeme verla”. “Muy bien –respondió el hombre–. Pero una cosa tendrá que prometerme, no se reirá cuando la vea”. “Señor mío –se ofendió el doctor Pipino–. Soy un profesional de la ciencia médica, y tomo muy en serio mi labor. Cuando reviso a un paciente lo hago con tal seriedad que, comparado con el mío, el rostro de Buster Keaton es la máscara viva de la hilaridad. Permítame entonces examinar la dicha parte”. El tipo puso al descubierto su atributo varonil. Al verlo el doctor Pipino soltó una estentórea carcajada, y estuvo a punto de venir al suelo por causa de la risa. “¿Lo ve? –le dijo el hombre con dolorido sentimiento–. Le dije que se iba a reír”. “Perdóneme, amigo –se disculpó el galeno, apenado–. Lo que sucede es que en todos mis años de ejercicio no había visto a un hombre con un atributo tan ridículamente pequeño. ¡Es milimétrico, diminuto, mínimo! ¡Casi no se puede ver! Pero en fin, dígame qué problema tiene en esa parte”. Contesta el individuo: “La traigo muy inflamada”.

Don Pacífico iba por la calle cuando escuchó un fuerte vocerío. Sucedió que un loco furioso había escapado del manicomio. Al voltear una esquina don Pacífico se topa con el orate. El loco fue hacia él y empezó a perseguirlo. Inútilmente trató de escapar el aterrado señor; el alienado lo seguía cada vez más de cerca, le pisaba los talones, lo iba ya a alcanzar. Don Pacífico, desesperado, apresuró todo lo que pudo la carrera y se metió en un callejón. ¡Horror! ¡Era un callejón sin salida! El loco al verlo sin escapatoria, se acercó a él paso a paso, amenazante. Don Pacífico, aterrorizado, de espaldas contra la pared, lo veía venir. Llegó el loco, le puso una mano en el hombro y le dijo con una sonrisa de triunfo: “¡Encantado!”. (¡El pobre demente recordaba el juego de los encantados, que había jugado en su niñez! A pesar del susto que te llevaste, don Pacífico, agradece tu buena fortuna. ¡El loco macana pudo haberte dejado encantado en otra forma!).

Paganino era un violinista de buena voluntad, pero de pésima afinación. Cuando murió llegó al Cielo con su estuche. “¿Qué traes ahí?” –le preguntó San Pedro, receloso. Paganino le alargó su estuche. Lo abrió el portero celestial y encontró en su interior una ametralladora. Paganino, consternado, clamó con desesperación: “¡No me explico esto!”. ¡Créeme, por favor, San Pedro! ¡Te juro que ignoraba lo que venía en el estuche!”. “No pasa nada –lo tranquilizó San Pedro–. Puedes entrar con tu ametralladora. La verdad, me preocupé porque pensé que traías el violín”.

La señora le dijo al psiquiatra en una fiesta: “Me gustaría que examinara usted a mi marido. Les habla a sus plantas”. Acotó el analista: “Muchas personas les hablan a sus plantas”. Y dice la señora: “¿Por teléfono?”.

Dos hombres se encontraron en una convención. Uno calzaba sandalias y se cubría con una sábana a la manera de Mahatma Gandhi; el otro vestía atuendo de piel roja, con penacho y todo, al estilo Sitting Bull. Los dos hablaron al mismo tiempo: “Qué raro. Me dijeron que eres indio, pero no lo pareces”.

Rondín # 9

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le pidió a Dulciflor, muchacha ingenua, que le ofrendara su más íntimo tesoro. Ella sabía bien de qué tesoro se trataba, pero lo tenía bien guardado para entregarlo en el tálamo nupcial al hombre a quien daría el dulcísimo título de esposo. Afrodisio porfió en su pedimento, y ella no rindió la plaza. Le dijo al tozudo galán: “No puedo abrirte la puerta de mi cuerpo, es un templo sagrado”. “Entiendo –trató de razonar Pitongo–. Pero podría entrar por la sacristía”.

Gomperio Hoffo, líder sindical, fue a una casa de asignación y le preguntó a la mariscala (así se llama en el argot del bajo mundo a la administradora de un burdel): “Dígame usted, si gasto aquí 600 pesos en una mujer ¿cuánto recibe ella?”. Respondió la madama: “La casa se queda con 400 pesos, y a ella le damos 200”. “¡Eso es un abuso intolerable! –clamó Hoffo–. ¡Llevaré mi negocio a otra parte!”. “Me vale –respondió con desdén la perendeca–. Por lo que veo su negocio no ha de ser muy grande”. Fue a otro lupanar el líder sindical, y le hizo la misma pregunta a la señora que lo regenteaba: “Si gasto aquí 600 pesos en una mujer ¿cuánto recibe ella?”. Contestó la daifa: “Se lleva 400 pesos, y 200 son para la casa”. “Eso me gusta –dijo entonces el sindicalista–. Llame usted a aquella joven y linda muchacha que veo allá, de hermoso rostro, cabellera bruna, turgente busto, cintura de odalisca o hurí, grupa de potra arábiga y alabastrinas piernas bien torneadas”. (Nota. ¿Por qué mencionaría el rostro y la cabellera?). Le dice la madama: “Lo siento, caballero. Tendrá usted que ir con Uglicia, aquella mujer añosa y fea que está allá. A ella le corresponde el turno por derecho de escalafón”.

El papá de Pepito se quedó profundamente dormido a la mitad del sermón. El cura interrumpió la homilía, pues además de dormir plácidamente el señor roncaba con sonoros ronquidos wagnerianos. “Niño --le dijo el sacerdote a Pepito-, despierta a tu papá”. “Venga usted mismo a despertarlo --respondió el chiquillo-. Después de todo usted fue el que lo durmió’’.

Don Poseidón, granjero acomodado, fue con el Padre Arsilio, el párroco del pueblo, y le dijo: “Estoy muy preocupado por mi esposa, señor cura. Se la pasa rezando todo el tiempo’’. “No veo nada de malo en eso -replicó el sacerdote-. Yo mismo me la paso rezando todo el tiempo. “Sí -concedió, hosco, don Poseidón-. Pero ella lo hace gratis’’.

El gerente de la Cámara de Comerciantes de aquel pueblo le comentó al señor que llegó a establecerse ahí: “En este pueblo hay demasiados bares, demasiadas casas de mala nota, demasiados moteles de pago por evento, demasiados casinos de juego... Claro, el pueblo tiene también algunas desventajas”.


Don Languidio, senescente caballero, se quejó injustamente de un conocido refresco. Relató con molestia: “Ese famoso 7-Up no sirve para nada. Me tomé siete, y ni una sola vez se levantó”.

Decía un señor: “Mi esposa y yo discutimos todos los días por cuestiones de religión. Ella adora el dinero, y yo no se lo puedo dar”... Le informó el detective a doña Otelia: “Seguí a su esposo ayer. Fue a un bar, y luego a un motel de paso”. “¡Me lo sospechaba! –bufó ella–. ¿Y por qué andaba el canalla en esos lugares?”. Responde el investigador privado: “La estaba siguiendo a usted”.

Arnoldino Satallone, individuo de estatura procerosa y gran musculatura, casó con Pirulina, joven mujer con mucha ciencia de la vida. Empezó la noche nupcial. Él dejó caer la bata que cubría su enorme corpachón, y se presentó por primera vez al natural a los ojos de su flamante mujercita. Le vio Pirulina la parte que más le interesaba verle, y luego dijo pensativa: “No cabe duda: a veces las cosas más pequeñas vienen en los paquetes más grandes”.

Susiflor le contó a una amiga su experiencia en la noche anterior: “Mi novio empezó a besarme apasionadamente; a acariciarme con caricias encendidas”. Pregunta con inquietud la amiga: “¿Y lo pusiste en su lugar?”. “No –contesta Susiflor–. Lo puse en el mío”.

“¡Cuán ingrata es la gente! –se quejó la cigüeña con lamentoso acento–. Me llama ‘el pájaro de los sustos’, y yo lo único que hago es terminar lo que empezó un pajarito”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le dijo a su mujer: "Creo que nunca podré olvidar el día en que te conocí". "¡Ay!" -se emocionó ella, conmovida. "Pero seguiré intentándolo" -remató el canalla.

“Siempre consigo que mi mujer grite en el acto del amor”. Así le dijo Capronio a un amigo. “¿Cómo le haces? –se interesó el otro”. Contesta el ruin sujeto: “Le hablo por el celular y le digo que lo estoy haciendo”.

“Tengo un grave problema de eyaculación prematura”. Así le dijo con angustia un individuo de nombre Celerino Yakabé a Sigmund Duerf, psiquiatra eminentísimo. Inquirió el analista: “¿En qué momento de la relación termina usted?”. Responde con gemebunda voz el lacerado: “Entre cómo te llamas y de qué signo eres”.

Llegó una chica del talón a la farmacia y le dijo con enojo al propietario: “Voy a demandarlo, señor mío. Compré aquí un depilatorio, y resultó demasiado fuerte”. “¿Le causó comezón?” –inquirió el farmacéutico–. “Peor todavía –respondió, mohína, la muchacha–. ¡Me quemó el negocio!”.

El reverendo Minischlong, pastor de un pequeño pueblo en el Bible Belt americano, pasó a mejor vida. Las amigas de la viuda dejaron pasar un tiempo razonable –cuatro días– y se aplicaron luego a buscarle un nuevo marido a la señora. El único candidato disponible era el carnicero del lugar, mister Dingus. A la interesada no le gustó el partido. ¿Cómo se iba a casar con aquel hombre rudo e ineducado, después de haber sido la esposa de un Doctor in Divinity especializado en Homiletics? Pero se acercaba ya el invierno, y además el precio de la carne estaba por las nubes, de modo que finalmente aceptó las atenciones del toroso tablajero, y unos meses después lo desposó. El primer día de casados le dijo el hombre al despertar por la mañana: “Mi padre, que de Dios goce, me enseñó que el hombre debe hacerle el amor a su mujer al comenzar el día”. Horas después se hallaba la recién casada en la cocina cuando irrumpió el toroso marido, cuya carnicería estaba en la planta baja de la casa. “Mi abuelo, may he rest in peace –le dijo a la asombrada esposa–, me enseñó que el hombre debe hacerle el amor a su mujer a mediodía”. Y esa noche, cuando ella se disponía apenas a recitar sus oraciones, su flamante marido la tomó por la cintura y le dijo al tiempo que la hacía caer sobre la cama: “Mi bisabuelo, de feliz memoria, me enseñó que el hombre debe hacerle el amor a su mujer al término de la jornada”. Igual, con las mismas tres sesiones, sucedió los días siguientes. El domingo, en la iglesia, las amigas de la flamante novia le preguntaron cómo le estaba yendo con su nuevo esposo: “No tiene educación formal –les dijo ella  con una gran sonrisa–, pero de sus ancestros recibió valiosas enseñanzas”.

Un cazador iba por lo más espeso de la jungla africana, ahí donde la mano del hombre no ha puesto nunca el pie. En eso le salieron al paso dos feroces leones de melena negra. El cazador alzó su rifle y accionó el gatillo. ¡Horror, el arma estaba encasquillada, y no disparó! El hombre, entonces, echó a correr a toda su velocidad. Le dice uno de los leones al otro: “Permíteme un momentito, por favor. Nunca puedo resistir la comida rápida”.

En el manicomio andaban siempre juntos un loquito y una loquita. Los dos mostraban en el rostro un permanente gesto de preocupación. “Se creen Adán y Eva –le explicó el director a un visitante–, y se la pasan pidiendo disculpas a todos por los problemas que causaron con lo de la manzana”.

Afrodisio llevó a Rosibel en su minúsculo vehículo compacto a un romántico paraje en las afueras de la población. Ella, que vestía un atuendo muy provocativo –por arriba se le veía hasta abajo, y por abajo se le veía hasta arriba–, descendió del cochecito y se tendió voluptuosamente sobre el césped. El galán, sin embargo, no descendía del diminuto auto. “¡Afrodisio! –lo llamó ella–. Si no bajas del coche se me van a quitar las ganas”. Responde él con apurado acento: “Y si a mí no se me quitan las ganas no voy a poder bajar del coche”.

La criadita llegó tarde el lunes por la mañana a su trabajo. “Famulina –le preguntó la señora–. ¿Por qué te retrasaste tanto?”. “Ay, siñora, ni le cuento –respondió muy apenada la muchacha–. Venía a tiempo, pero al salir de su humilde casa se me ocurrió despedirme de beso de Chon, mi marido, ¡y que agarramos correntiya!”.

El doctor Ken Hosanna, célebre facultativo, le informó con mucha pena al recién operado: “Lo confundimos con otro paciente, señor Lacerio, y en vez de sacarle el apéndice le hicimos una operación de cambio de sexo”. “¡San Cosme y San Damián! –exclamó el pobre señor invocando a los santos patrones de la Medicina–. ¿Quiere eso decir que ya no tengo atributo varonil?”. “En efecto –confirmó el galeno–. Ésa es la mala noticia. La buena es que en el futuro podrá tener todos los que quiera”.

Rondín # 10

Manilino contrajo matrimonio. A su regreso de la luna de miel uno de sus amigas le preguntó, curioso y pícaro, cómo le había ido en su noche de bodas. “No muy bien -confesó Manilino. Mi novia tardó demasiado en arreglarse en el baño, y tuve que empezar yo solo”.

“Dígame, señor cura: ¿alguna vez ha tenido usted trato sexual con mujer?”. Tal pregunta le hizo un rabino a un sacerdote con quien tenía amistad. “¡Claro que no! -exclamó con escándalo el presbítero-. Eso sería comparable al hecho de que usted comiera jamón”. Replicó el rabino bajando la voz: “No hay comparación, padre; créame: no hay comparación”.

Casó Simpliciano, joven inocente, con Pirulina, una chica bastante sabidora. Al empezar la noche nupcial él la tomó por los hombros -a Pirulina, no a la noche nupcial- y le preguntó, severo: “¿Soy yo el primer hombre que ha hecho el amor contigo?”. “Es muy posible -respondió ella-. ¿Estuviste en Acapulco la noche del 22 al 23 de enero de 1991?”.

Susiflor le contó a su amiga Rosibel: “Anoche conocí a un muchacho guapo, bien educado, pulcro, que cuida mucho su apariencia personal y que además de fijarse en los detalles es expresivo, sentimental, y no teme dar a conocer sus emociones. Desgraciadamente ya tiene novio”.

“Es cierto lo que dices, vieja -le confesó el marido a su mujer-. Quiero más al futbol que a ti. Pero al beisbol lo quiero menos ¿eh?”.

Un individuo le preguntó a la muchacha de tacón dorado cuánto cobraba por sus servicios. “Mil pesos –le informó ella–. ¿Vamos?”. “No –declinó el tipo–. Sólo quería saber cuánto me ahorraré si aplico el sistema de self service”.

Una señora llevó a su hija con el ginecólogo, pues la muchacha se quejaba de ciertos dolores en las bubis. La examinó el facultativo y le dijo a la mamá: “Tranquilícese, señora. Su hija está perfectamente bien”. “Y entonces, doctor –preguntó con inquietud la madre–, ¿por qué se queja de esos dolores?”. “Sucede –respondió el galeno– que la señorita tiene el busto como tapón de bolígrafo”. “No entiendo” –se desconcertó la mamá. Completó el médico: “Mordisqueado, señora; mordisqueado”.

Afrodisio, el novio de Susiflor, se puso muy romántico en el cine. Le preguntó a su novia: “¿De quién son esos ojitos tan hermosos?”. “Tuyos” –respondió tímidamente Susiflor. “¿Y esa naricita tan linda?”. “Tuya”. “¿Y esa boquita preciosa?”. “Tuya”. “¿Y ese cuello de gacela?”. “Tuyo”. “¿Y esos hombros divinos?”. “Tuyos”. “¿Y esa cintura de palmera?”. “Tuya”. La enumeración de los encantos de su dulcinea había puesto al tal Afrodisio en urente estado de pasión. Eso lo llevó a preguntar con impudicia: “Y estas pompis tan lindas ¿de quién son?”. A esa pregunta Susiflor no respondió. “¿De quién son estas pompis?” –insistió Afrodisio subiendo más la voz. Susiflor guardó silencio. “¿De quién son estas pompis?” –repitió el lúbrico galán con voz más fuerte aún. Entonces se oyó gritar a un individuo: “¡Enciendan la luz, que aquí andan perdidas unas pompis y la dueña no aparece!”.

Aquel señor proveniente de un país arábigo narró en su español dificultoso: “Por la mañana yo subirme a mi terraza. Después, por la tarde, subirme a mi terraza otra vez. Y por la noche subirme nuevamente a mi terraza”. En eso llegó una mujer guapa y frondosa. Dice el hombre: “Les presento a Terraza”.

El desdichado gorrión llegó a su nido hecho una desgracia, herido, lacerado y con las plumas en desorden. La gorrioncita le preguntó asustada: “¿Qué te pasó, Canorio?”. “¡Ni te cuento! –respondió tembloroso el pajarillo–. ¡Sin darme cuenta me metí en un torneo de badminton!”.

El manager de un equipo de beisbol le informó al dueño de la organización: “Me acaban de llegar dos nuevos pitchers. Les estoy dando entrenamiento, pues los dos tienen un defecto; uno lanza muchas pelotas bajas; el otro tira casi puras bolas altas”. Pregunta el dueño: “¿Y cuál de los dos promete más?”. Responde el manager: “El Jirafo”. “¿El Jirafo?” –repitió el propietario extrañado por aquel raro apodo. “Sí –dice el manager–. El de las bolas altas”.

Jactancio, individuo pagado de sí mismo, fatuo, vanidoso, elato y engreído, llegó sin invitación al departamento de Rosibel, linda muchacha. Se repanchigó en un sillón de la sala e hizo que la chica le sirviera una bebida alcohólica. Luego le dijo, presuntuoso: “Puedo hacerte la mujer más feliz del mundo”. Le preguntó Rosibel al tiempo que se ponía en pie: “¿Qué ya te vas?”.

Susiflor le comentó a Dulcilí: “La virginidad es como un billete de mil pesos; si lo das no te queda nada, y si lo conservas no te sirve de nada”.

Rosibel y Susiflor fueron de vacaciones a Cancún. En la playa vieron a un hombre joven alto, fornido, de ancha espalda y musculosas piernas. “¡Mira qué cuero! –exclamó Susiflor llena de admiración–. ¡Lo que podría yo hacer con ése!”. Rosibel menea la cabeza, y dije con escepticismo: “No sé, no sé. Una vez conocí a un tipo que tenía cochera para dos automóviles, y lo único que guardaba en ella era una bicicletilla”.

Don Cornulio salió de su casa a las 8 de la mañana del sábado, igual que hacía siempre, para jugar sus acostumbrados 18 hoyos de golf. Al salir, sin embargo, se encontró con la ingrata novedad de que hacía un tiempo de perros; nevaba copiosamente, soplaba un aire gélido, y la temperatura era de bajo cero. Así pues volvió a su recámara, se desvistió sin ruido y luego se metió en la cama y se acurrucó junto a su esposa. Le dijo en voz baja: “Hace un frío de los mil demonios”. “Lo imagino –respondió la señora–. ¿Y creerás que con este tiempo el indejo de mi marido se fue a jugar golf?”.

Le dijo una leona a otra: “¡Caramba, qué ganas tengo de saber cómo lo hacen los rotarios!”.

La mamá de Pepito iba a dar a luz en unos días. Le preguntó a su crío con voz llena de ternura: “¿Qué te gustaría, hijito? ¿Un hermanito o una hermanita?”. Respondió el precoz infante: “La verdad, mami, me gustaría más una bicicleta. Pero a lo mejor el parto se te dificulta más”.
Aquel escocés que se declaraba ateo estaba pescando en el hermoso lago cuando de pronto salió de entre las aguas un gigantesco monstruo marino que hizo volcar el bote. El hombre no sabía nadar, y para colmo la terrible bestia alargó el pescuezo y lo iba a tomar entre sus horribles fauces. Clamó con desesperación el infeliz: “¡Dios mío, sálvame!”. De lo alto se oyó una majestuosa voz: “¿No has dicho siempre que no crees en Mí?”. “¡No la jodas, Señor! –replicó el escocés–. ¡Hace un minuto tampoco creía en el monstruo de Loch Ness!”.

“Bailar es lo mejor que un hombre y una mujer pueden hacer con los zapatos puestos”. Muy pegadito, cheek to cheek, como diría Irving Berlin, bailaba Libidiano con una linda y avispada chica de nombre Rosibel. En el deliquio de la danza el urente galán le dijo a la muchacha en tono de arrebato: “¡Rosibel! ¡Cuando bailo contigo siento que el corazón se me sale!”. “¡Caramba! –respondió ella con fingido asombro–. ¡No sabía que tuvieras el corazón tan abajo!”.

La chica encargada del elevador era de muy buen ver y de mejor tocar. Sus ubérrimos encantos proclamaban sin palabras la generosidad de la naturaleza. Subieron al ascensor tres personas: dos damas y un caballero. Dijo la primera señora: “Al segundo piso, por favor”. Pidió la segunda: “Al tercero”. Habló el caballero: “A mí lléveme entre el quinto y el sexto, si es tan amable, y ahí detenga el elevador”.

En cierta revista dedicada a mujeres en busca de marido apareció este aviso de ocasión: “Busco al hombre que me haga feliz. Marido ya tengo”.

Rondín # 11

El gerente de la oficina le preguntó al remiso empleado: “Dígame, Ovonio: ¿A qué horas se despierta usted por las mañanas?”. Respondió el cínico haragán: “Como una hora después de llegar al trabajo, jefe”.

El abogado le dijo a don Algón, salaz ejecutivo: “Le tengo dos noticias, señor: una mala y otra peor”. “¡Santo Cielo! -exclamó con inquietud el empresario-. ¿Cuál es la mala noticia?”. Le informa el licenciado: “Su esposa acaba de hacerse de una fotografía que vale por lo menos un millón de pesos”. “¡Fantástico! -se alegró don Algón-. ¡Si ésa es la mala noticia no puedo esperar a oír la otra!”. “La otra -contestó el letrado- es que la fotografía es de usted haciendo el amor con su secretaria en un motel”.

Doña Pasita iba manejando. Un oficial de tránsito la detuvo y le dijo: “Va usted manejando con exceso de velocidad”. Replicó la ancianita “Si me alcanzó, eso significa que usted también venía manejando igual”. El patrullero hizo caso omiso de la argumentación y le preguntó, severo: “¿Se ha excedido usted otras veces?” Repuso la vejuca: “Muchas, cuando era joven. Pero no en el asiento delantero”.

Don Algón, salaz ejecutivo, le comentó a su socio en la oficina: “Estoy sumamente preocupada Mi secretaria Rosibel está retrasada”. “Hombre -le contestó el socio viendo el reloj. Ése no es motivo para que te preocupes tanto”. “Sí lo es -declaró con acento sombrío don Algón, Tiene un retraso ya de una semana”.

Muy desilusionada Pirulina le dijo a su nuevo galán en el departamento de éste: “Cuando me dijiste que era de 12 pulgadas pensé todo, menos que te estabas refiriendo a tu televisor”.


La pequeña Rosilita le dijo a su mamá: “Mami, ¿verdad que todos los cuentos empiezan ‘Había una vez’?”. “No todos, hijita –la corrigió la señora al tiempo que le dirigía una fiera mirada a su marido–. Hay otros que empiezan: ‘Tuve mucho trabajo en la oficina; por eso llegué tan tarde anoche’”.

“Vamos a echarnos un rapidito” –le dijo Impericio a su mujer. Respondió ella con reconcomio: “¿Acaso te sabes otros?”.

Llegó un nuevo gallo al corral, espléndido, arrogante. Una gallinita le dijo a otra: “¿No te gustaría que ese gallo fuera elevadorista?”. “¿Por qué?” –se sorprendió la otra, sin entender. Explicó la gallinita: “Porque entonces nos diría: ‘¿A cuál piso?’”.

San Ivo, patrono de los abogados, se reunió en el Cielo con los ángeles y les informó: “Ya estudié bien el asunto, muchachos, y la conclusión es la misma; no podemos cobrar regalías por el uso comercial que se está haciendo en la Tierra de la figura de ustedes”.

Lleno de aflicción aquel hombre le contó al psiquiatra: “Tengo un problema, doctor. Nadie me cree nunca lo que digo”. Le dice el analista, severo: “Hábleme con la verdad, amigo. ¿Cuál es en realidad su problema?”.

Un individuo fue al Seguro y pidió ver al psiquiatra. Andaba siempre muy nervioso, le dijo; no podía dormir. Después de examinarlo le indicó el analista: “No tiene usted nada. Lo único que necesita es hacer el amor de vez en cuando para aliviar la tensión que ahora siente”. Así aconsejado el tipo fue a una casa de mala nota y requirió los servicios de una de las coimas que en aquella manfla o burdel hacían comercio con su cuerpo. Acabado el trance amatorio el individuo dio las gracias y se dispuso a retirarse. “Oiga usted –reclamó la mesalina–. No me ha pagado”. “Que te pague el Seguro –replicó el sujeto–. Yo vine aquí por prescripción médica”.

Pepito le comentó a Rosilita: “Ahora sé que Santa Claus realmente existe”. “¿Cómo lo averiguaste?” –preguntó la niña. Responde el tal Pepito: “En Navidad, antes de irnos a dormir, mis papis le dejaron a Santa un vaso de leche y unas galletitas. Yo pensé que Santa ya está grande para eso, y le dejé una cerveza. Al día siguiente vi que se había tomado la mitad. Si mi papa fuera Santa Claus se la habría tomado toda, y luego habría ido a la tienda de la esquina por un six”.

El guía del museo antropológico les mostró a los niños un diorama en el cual aparecían hombres y mujeres de la Edad de Piedra. Les dijo: “Durante millones de años el hombre de Neanderthal no anduvo erecto”. “Me lo explico –le comentó en voz baja Pepito a Juanilito–. ¿Ya viste a la mujer de Neanderthal?”.

Sonó el timbre de la puerta, y la señora de la casa abrió. Quien llamaba era un compadre de su esposo. "Mi marido no está" -le informó al hombre. "Ya lo sé, comadrita -dijo el tipo-. Precisamente esperé a que se marchara. Es con usted con la que quiero hablar". Ella, extrañada pero curiosa, lo invitó a pasar. En la sala le dijo el visitante, sin preámbulos: "Comadre: usted me gusta mucho. Le ofrezco 10 mil dólares si me deja gozar de sus encantos". "¡Compadre! -exclamó ella-. ¡Es usted un grosero, un insolente, un atrevido! Los 10 mil dólares ¿serían en efectivo o en cheque?". "Como usted quiera, comadrita -replicó el oferente- Se los puedo dar también en pagarés, letras de cambio, IOUs, cheques de viajero, títulos de la renta pública, acciones quirografarias o Bonos del Ahorro Nacional". La mujer empezó a aducir la fe que a su marido había jurado al desposarlo; su virtud y decencia de casada; su nunca mancillado honor, pero mientras así moralizaba iba pensando en todo lo que podría comprarse con aquella cantidad. Suspiró entonces y dijo: "Que sea en efectivo, compadre, si me hace usted favor". Fueron a la alcoba, pues, y ahí empezó a tener efecto aquella irregular concertación. El compadre, mientras se refocilaba cumplidamente, decía una y otra vez: "¡Dios mío! ¡Dios mío!". Eso llamó mucho la atención de la señora, pues su marido lo único que solía decir en tales ocasiones era: "¡Mpf! ¡Mpf!". Le preguntó al ilícito amador: "¿Por qué invoca usted, compadre, al Supremo Hacedor?". Sin responder a la pregunta repitió el sujeto: "¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿De dónde voy a sacar los 10 mil dólares?".

La señorita Peripalda, catequista, fue asaltada carnalmente  por un rijoso jovenzuelo, y de inmediato acudió a confesarse. El sacerdote la absolvió de culpa, pues –le dijo– el evento había ocurrido sin su voluntad. “¡Ah, qué bueno! –se alegró la piadosa beata–. ¡Tuve mi gustito, y sin ofender al Señor!”.

Declaró don Algón lleno de suficiencia: “Me gusta ser amable con mis inferiores”. Le preguntó su esposa: “¿Y dónde los encuentras?”... La mamá de la novia les hizo un regalo a los recién casados: un juego de toallas marcadas “Ella” y “Eso”.

En el aula un muchacho eructaba de continuo. Le preguntó, molesto, el profesor: “¿A qué esos regüeldos, ineducado joven?”. Respondió el muchacho: “Le diré la verdad, maestro. Teníamos examen de Historia, y yo hice una chuleta o acordeón con notas para usarlas disimuladamente. Pero usted se acercó a mí, y me tragué el papel a fin de que no me descubriera. Eso es lo que motiva mis eructos”. “Espero que esto le sirva de lección, jovencito –lo amonestó con severidad el profesor–. La Historia siempre se repite”.

Silly Kohn, vedette de moda, suele hacer una curiosa distinción entre un telón de teatro y el atributo varonil. Dice: “El telón nunca se baja sino hasta que el acto termina”.

Una muchacha de tacón dorado abordó en la calle a un individuo y le propuso ir a pasar un agradable rato en cierto hotel que servía para esos menesteres fornicarios, el Hotel Ucho. “Iré –aceptó el tipo–, pero sólo si me haces el amor como mi esposa”. “¿Cómo te lo hace?” –se interesó la daifa. Respondió con laconismo el hombre: “Gratis”.

Una mujer de prominentes atributos posteriores llegó al Nacional Monte de Piedad, y ante el asombro del encargado de valuar las prendas puso las unánimes pompas en la ventanilla. “No vengo a empeñarlas –le dijo con naturalidad al valuador–. Sólo quiero que me las valúe, para saber su posible precio en el mercado”.

Rondín # 12

Babalucas y su mujer fueron a una playa, y por primera vez vieron el mar. “¡Caramba! -exclamó ella con admiración-. ¿Habías visto alguna vez tanta agua?”. “Nunca -respondió el tonto roque-. Y entiendo que abajo hay más”.

Un sujeto llegó a su casa y no encontró a su esposa en ella. Inútilmente la esperó toda la noche, y todo el día siguiente. Salió entonces a buscarla. En todas partes la buscó, y su búsqueda resultó infructuosa. Regresó a su casa, y halló a su mujer en la cocina. La señora estaba devorando una gran olla de espagueti, media docena de hot dogs, dos pizzas de tamaño familiar y 16 tacos de pollo. “¿Qué te sucedió, Gárgola?” -le preguntó lleno de angustia. Relató ella sin dejar de comer: “Cuatro individuos me raptaron y me sometieron durante una semana a toda suerte de abusos fornicarios”. “¿Una semana? -se sorprendió el marido-. ¡Solamente has faltado dos días a la casa!”. “Sí -respondió la señora-. Pero vine nada más a recuperar las fuerzas”.

Florilí era pudorosa, pudibunda y púdica. Cuando hacía el amor exigía siempre que fuera con la luz apagada. Una noche, acabado el trance natural, su hombre le preguntó: “¿Puedo encender una luz?”. “Está bien” -autorizó la recatada Florili. Entonces el tipo abrió la puerta del automóvil.

Dulciflor se iba a casar. Su mamá, feliz con la boda de la niña, se aplicó a hacerle parte de las donas. Linda palabra es ésa, ya en desuso: donas. Servía para designar el ajuar que la novia llevaba a su luna de miel, con regalos que le hacían su novio y familiares más cercanos. En épocas pasadas el ajuar de las novias incluía la llamada “sábana santa”, un lienzo bordado con nardos y azucenas, emblemas de la castidad. Le hizo la señora a su hija aquella bata -ahora se llamaría negligé-, y la adornó con bordados de diversas flores que tuvo buen cuidado de acomodar por orden alfabético: azaleas, begonias, crisantemos, digitales, esperanzas, fucsias, gladiolas, hortensias, iris, jazmines, lirios, margaritas, narcisos, orquídeas, pensamientos, rosas, siemprevivas, tulipanes, violetas y zinnias. No olvidó poner también, por eufonía, algunos ciclámenes, caléndulas, lavándulas, clemátides, acónitos y anémonas. Se llevó a cabo, pues, el desposorio, y los felices matrimoniados partieron a su viaje nupcial. Cuando regresaron lo primero que doña Narcedalia le preguntó a su hija fue si su novio se había fijado en las flores de la bata. “Pienso que no, mamá -contestó Dulciflor-, porque se fue directo a la maceta”.

Don Astasio, viajante de comercio, regresó a su casa después de una ausencia de semanas. Al entrar en la recámara observó dos cosas. La primera: su esposa había cambiado las cortinas. Segundo: la señora estaba en la cama con otro hombre. Obviamente eso le llamó más la atención que lo de las cortinas. Colgó en el perchero el saco, la bufanda y el sombrero, y se dirigió al chifonier donde guardaba una libreta en la cual anotaba dicterios para decirlos a su esposa en tales ocasiones. Regresó a la alcoba y le dijo a la mujer: “Birlocha!”. Tal es uno de los muchos nombres que se aplican a la mujer liviana. “Ay, Astasio! -se defendió ella con acento dolorido-. No tomas en cuenta que esto lo hago por ti. Has estado ausente tanto tiempo que no quise perder la práctica para cuando regresaras”.

La novia de Babalucas le confesó con franqueza, mirándolo a los ojos: “Estoy viendo a otro hombre”. “No –replicó el badulaque–. Soy el mismo”.

En el Motel K-Magua don Rucardo se dio cuenta de que no tenía ya los mismos arrestos de sus mejores años, pues no consiguió izar el lábaro de su masculinidad. Se disculpó con su joven compañera y fue al baño. Ahí le dirigió una airada reclamación a su entrepierna. “¡Mala amiga! –le dijo–. ¡Yo siempre me levanto cuando a ti se te ofrece!”.

Le contó Susiflor a Dulcilí: “Tengo ya 5 años de relaciones con mi novio, y le sigo gustando como soy”. Pregunta Dulcilí: “¿Cómo?”. Responde, mohína, Susiflor: “Soltera”.

En una granja criadora de pavos dos de ellos estaban conversando al final de la temporada navideña. Le dice uno al otro, preocupado: “Creo que en el 2013 debemos comer menos, Pípilo. No sé si lo notaste, pero los más gordos fueron los que en estos días desaparecieron”.

En el campo nudista le dijo el joven socio a la bella y escultural recién llegada: “Me da mucho gusto conocerte”. Respondió la muchacha: “Ya lo veo”.

Don Languidio, añoso caballero, pensó que aún había sol en sus tapias, y casó con Pirulina, frondosa mujer en flor de edad y dueña de muníficos atributos corporales. La noche de las bodas ella se le presentó ataviada con un vaporoso y blanco negligé. El maduro novio exclamó al verla: “¡Amada mía! ¡Tan pura y casta te ves que mi apetito varonil se frena ante tu virginal belleza!”. Y no la tocó ni con el pétalo de una cosa. La segunda noche ella vistió un negligé azul celeste. “¡Ángel del paraíso! –se extasió don Languidio–. ¡Ese color de cielo refleja tu virtud! ¡Ante ella retroceden mis impulsos de másculo en libídine!”. Y así diciendo se puso su piyama y su gorro de dormir y se entregó al sueño. Conducta poco airosa fue ésa, a juicio mío, pues Morfeo no debe estar donde Himeneo está. La siguiente noche Pirulina lució un negligé color de rosa. Prorrumpió con arrobo el senescente galán: “¡Mi vida! ¡Pareces una niña con ese atavío de infantil color! ¡Tu inocencia hace que se detengan, respetuosos, mis rijos de lubricidad!”. Y de nueva cuenta el provecto desposado no hizo obra de varón. Pirulina, que estaba ansiosa de gozar los deliquios del connubio, quiso suprimir los estorbos que imponían las ideas de virtud, inocencia virginal, candor de niña, etcétera, y esa noche se puso un negligé de encendido color rojo, con sensual liguero, brassiére de encaje transparente, medias de malla, pantie crotchless y zapatos de tacón aguja. “¡Ah! –se azaró don Languidio cuando la vio luciendo esa atrevida conmixtión–. ¡La natural inexperiencia de tu juventud te lleva a hacer renuncia de tu pudicicia! ¡Suplo esa falta con mi caballerosidad, y no me aprovecho de tu candidez!”. Y así diciendo la dejó otra vez medio vestida y totalmente alborotada. Esa noche Pirulina apareció cubierta con un negligé de color negro: “¿Por qué escogiste hoy tan severo color?” –le preguntó, inquieto, don Languidio. Respondió Pirulina: “Estoy de luto. Según he visto en las pasadas noches, hay algo por aquí que ya murió”. Propone ese aforismo: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”.

Angustiado, Babalucas llamó por teléfono al hospital: “¡Manden una ambulancia! ¡Mi esposa está a punto de dar a luz!”. Quiso saber la persona encargada: “¿Es su primer hijo?”. “¡No! –se desespera Babalucas–. ¡Soy su esposo!”.

Con gemebundo acento Dulcilí le informó a su papá: “Perdí mi virginidad”. El señor, profundamente concentrado en su iPad, le contesta: “¿Ya buscaste abajo de la cama?”.

La novia le dijo a su prometido: “Cuando nos casemos compartiré contigo todas tus penas y todos tus problemas”. “Eres muy linda, amor –respondió él-, pero a Dios gracias no tengo penas ni problemas”. Replica ella: “Las tendrás cuando nos casemos”.

Loretela y su esposo Veneraldo querían tener hijos, y no podían. Les dijo el padre Arsilio, su director espiritual: “Iré a la ermita de San Serenín del Monte, santo patrono de las mujeres que desean ser madres, y encenderé una vela por ustedes”. Nueve meses después el padre Arsilio estaba leyendo su Liturgia de las Horas cuando la señorita Peripalda, catequista, le fue a avisar que Loretela estaba dando a luz. Acudió el buen sacerdote a la clínica de maternidad, y se encontró con la gozosa novedad de que la parturienta había tenido quíntuples. “¡Felicidades, hija mía! –le dijo a la exultante madre–. Has cumplido con creces el bíblico mandato de multiplicar la especie humana. Pero dime: ¿dónde está tu esposo Veneraldo?”. Responde Loretela: “Cuando apareció el tercer bebé salió corriendo a la ermita de San Serenín del Monte, a apagar la vela”.

Dijo el conferencista especializado en temas de sexualidad: “Hay cinco tipos de orgasmo en la mujer. Son el gozoso; el lamentoso, el que llamo ‘asertoso’; el religioso, y, finalmente, el mentiroso”. Levantó la mano uno de los asistentes: “¿Podría usted decirnos en qué consiste cada uno de ellos?”. “Desde luego –respondió el conferenciante–. El  orgasmo gozoso es cuando en el momento del éxtasis la mujer grita con fruición: ‘¡Ah! ¡Oh! ¡Qué rico! ¡Qué sabroso! ¡Tenías qué ser de Saltillo, papacito!’. El orgasmo lamentoso es cuando la mujer grita cerrando los ojos con gesto parecido al del dolor: ‘¡Ay! ¡Ay!’. El orgasmo que llamo ‘asertoso’ es cuando la mujer grita: ‘¡Sí! ¡Sí!’, o ‘¡Yes! ¡Yes!’ y ‘¡Yea, yea’, si ha estado sujeta a la poderosa influencia del país del norte. El religioso es cuando al llegar al culmen de la unión coital la mujer grita: ‘¡Dios mío! ¡Dios mío!’, o también: ‘¡Valedme, ángeles y arcángeles; serafines y querubines; tronos, virtudes, principados, potestades y dominaciones! ¡Acudid en mi auxilio, apóstoles, vírgenes, mártires y confesores! ¡Interceded por mí, santas ánimas del Purgatorio!’”. Vuelve a preguntar el hombre del público: “¿Y cuál es el orgasmo mentiroso?”. Inquiere a su vez el conferenciante: “¿Cómo se llama usted, señor?”. Responde el tipo: “Mi nombre es Carmelino”. “Muy bien –le informa el disertador–. En su caso un orgasmo mentiroso será cuando su esposa grite: ‘¡Carmelino! ¡Oh, Carmelino!’”.

Jock McCock, hombre de procerosa estatura, lacertoso, entró en el bar. Caminaba penosamente con muletas, traía vendada la cabeza y llevaba un brazo en cabestrillo. “¿Qué te sucedió?” –le preguntó, azorado, el cantinero. Responde con feble voz McCock: “Tuve une pelea con Tiny Tin”. “¿Tiny Tin? –se asombró el de la taberna–. ¡Pero si Tiny Tin es un hombrecito flacucho y escuchimizado que no te llega a la cintura!”. “Es cierto –replicó McCock–. Pero tenía una pala, y me golpeó con ella”. Inquiere el tabernero: “Y tú ¿no tenías nada en la mano?”. “Sí –contesta Jock-. Tenía una bubis de la esposa de Tiny Tin, pero eso no sirve mucho para defenderse”.

Silly Kohn, vedette de moda y mujer sexualmente hiperactiva, hace este comentario: “En cuestión de atributo varonil los  hombres vienen en tres tamaños: Grande, mediano, y ‘El tamaño no importa, lo que importa es la técnica’”.

Don Chinguetas se hartó de su esposa, doña Macalota, y se mudó a la cochera. Ahí puso su cama y sus efectos personales. Siguió, sin embargo, haciendo las pequeñas tareas que hacía antes: cortaba el césped, arreglaba los desperfectos de la casa, etcétera. Ella, a su vez, le llevaba de comer a la cochera, le tenía su ropa en orden y demás. Un amigo le preguntó a Chinguetas por qué no se iba de la casa para librarse definitivamente de su mujer. “A decir verdad –respondió él–, antes éramos muy malos esposos, pero ahora somos muy buenos vecinos”.

Aquella señora hubo de pasar por una oscura calle, y ahí la asaltó un canalla que empezó a saciar en ella sus bestiales instintos de: l.– Lujuria. 2.– Libídine. 3.– Lubricidad. 4.– Lascivia y 5.– Libidinosidad. Al parecer al maldito le gustaba mucho la letra ele. Cuando se sintió atacada la mujer empezó a gritar con desesperación: “¡Estoy siendo robada! ¡Estoy siendo robada!”. “¿Robada? –su burló entre acezos su asaltante–. Querrás decir que estás siendo violada”. “No –replicó ella–. Con eso que tienes estoy siendo robada”.

Rondín # 13

Una guapa mujer entró en el consultorio del dentista y sin decir palabra empezó a desvestirse. “Señora -le dijo el odontólogo, desconcertado-. Creo que sufre usted una equivocación. El consultorio del ginecólogo está en el otro piso”. “No sufro ninguna equivocación -repuso la mujer-. Usted le puso ayer a mi marido una nueva dentadura. Vengo a que me la quite”.

“No necesito una mujer” –declaró, terminante, aquel empedernido solterón. Y añadió: “Tengo mi satisfacción sexual muy a la mano”.

Dos elegantes caballeros se conocieron en una fiesta. Le pregunta uno al otro: “¿A qué te dedicas?”. Responde el otro: “Vendo Viagra femenino”. “¿Viagra femenino? –se sorprende el primero–. No sabía que hubiera Viagra para la mujer”. “Sí lo hay –responde con una sonrisa el otro–. Vendo joyas”.

Don Languidio Pitocáido fue con su hijo médico. Le dijo: “Estoy teniendo problemas para mostrarle mi amor a tu mamá. ¿Me entiendes?”. “Claro que sí, padre –sonrió el muchacho–. Son cosas de la edad”. “Tu mamá tiene la misma edad que yo –rezongó don Languidio–, y ella no tiene ningún problema”. “Es diferente –replicó el joven médico– . En tu caso, padre, hay unas inyecciones que pueden darte vigor y fortaleza. Con una serie de 10 te sentirás mejor. Son caras –cuestan 5 mil pesos la serie–, pero valen la pena; te darán buen resultado”. Pagó el señor el tratamiento. Luego de algunos días Pitocáido regresó por una segunda serie de inyecciones, y le dio a su hijo 10 mil pesos. “Nada más son 5 mil” –le aclaró el muchacho. “Ya lo sé –replicó don Languidio–. Los otros 5 mil pesos los manda tu mamá para una tercera serie de inyecciones”.

La novia le dijo a su prometido: “Cuando nos casemos compartiré contigo todas tus penas y todos tus problemas”. “Eres muy linda, amor –respondió él-, pero a Dios gracias no tengo penas ni problemas”. Replica ella: “Las tendrás cuando nos casemos”.

Meñico Maldotado era un pobre joven con quien se mostró avara la naturaleza. En la región de la entrepierna tenía 5 centavos de canela, y mal despachada. Tan escaso capital poseía en esa parte que una vez estuvo con una chica del talón. Cuando ella lo vio al natural le propuso: “¿Qué te parece si nos saltamos hasta lo del cigarrito?”. Y es que Meñico le había dicho que primero disfrutarían el acto del amor y luego se fumarían un cigarro. (En otros tiempos las tres mejores cosas de la vida solían ser una copa antes y un cigarrito después. Ahora, para no acortarse la vida, muchos suprimen lo del cigarrito). Pues bien, sucedió que en cierta ocasión Meñico Maldotado entró en un bar. El cantinero y los parroquianos se sorprendieron al verlo, pues el recién llegado traía un avestruz atado a una cadenita, como si fuera un perro. Pidió Meñico una cerveza para él y unos cacahuates para su exótica ave. El hombre de la cantina le preguntó, asombrado: “¿Podría decirme, señor, por qué viene con usted un avestruz?”. “Es hembra –precisó Maldotado–. Y la razón por la cual viene conmigo es una historia en verdad triste”. “Me gustaría oírla –dijo el barman–. Los cantineros somos especialistas en historias tristes”. “Ninguna más pesarosa que la mía” –se dolió Meñico. Y relató: “Ha de saber usted, amigo, que la naturaleza me escatimó sus dones en el renglón correspondiente al atributo varonil. Desde niño era yo la burla de mis amiguitos, que hacían ludibrio de mi escasa dotación en esa parte. Luego, ya joven, fui la irrisión de mis compañeros de escuela en los vestidores del gimnasio. ¿Y qué diré de mi presencia en el baño de vapor del club? Todos al verme rompían en estruendosas carcajadas. Cuando salía de ahí, las señoras, sabedoras por sus maridos de aquella insuficiencia mía, se reían entre sí y luego figuraban con índice y pulgar una medida mínima, como de un centímetro. Y aquí viene lo del avestruz hembra. Un día, en una tienda de antigüedades, compré una misteriosa lámpara. Al frotarla salió de ella un genio que me dijo: “Te concederé un deseo”. Ni siquiera lo pensé. Le pedí: ‘¡Quiero una polla grande!’. Y aquí estoy”.

Le dijo un individuo al psiquiatra: “En mis sueños veo a cinco hermosas mujeres: una de pelo negro, una rubia, una pelirroja, un trigueña y la última pelona, pero no importa porque también está muy buena. Las cinco vienen hacia mí ofreciéndome lascivamente sus desnudos cuerpos. Yo las rechazo con las manos, pero ellas siguen viniendo cada noche. ¡Ayúdeme, doctor!”. Inquiere, desconcertado, el facultativo: “¿Cómo puedo ayudarlo?”. Responde con desesperación el tipo: “¡Haga que en mis sueños tenga yo las manos amarradas!”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, llamó a por teléfono a la estación de bomberos. “Vivo en un tercer piso –dijo–, y un individuo está tratando de trepar por la pared para entrar por mi ventana”. Le indica el que contestó: “Se equivocó usted de número. Aquí es la estación de bomberos, no la de policía”. Replica la señorita Himenia: “¿Qué no son ustedes los que tienen esas escaleras largas?”.

Babalucas se inscribió en un taller de literatura. Le contó a su amigo: “Estamos leyendo una obra de Shakespeare”. “¿Cuál?” –preguntó el amigo. Respondió el badulaque: “William”.

Se encontraron dos amigos que tenían mucho tiempo de no verse. Luego de un rato de conversación le preguntó uno al otro: “¿Qué razón me das de Sufricio, aquel amigo nuestro?”. Respondió con tristeza el otro: “Murió hace cinco años. ¡Si supieras cómo he lamentado su muerte! ¡Lo lloro todos los días!”. “¿Por qué? –se extrañó el primero. Explica el individuo: “Me casé con su viuda”.

El marido llegó a su casa poseído por urentes ansias lúbricas. Sufrió una decepción al darse cuenta de que su esposa aún no regresaba del trabajo, pero se dispuso a esperarla, a cuyo efecto se dio un duchazo y vistió luego una bata de seda negra a la que atribuía virtudes de sensualidad. Seguidamente se sirvió una copa, puso en el estéreo la canción “I’m in the mood for love”, en la interpretación de Frank Sinatra, y se sentó en un sillón de la sala a aguardar la llegada de su mujer. No tuvo que esperar mucho. Apenas el gran artista iba en la parte de la canción que dice: “Heaven is in your eyes, bright as the stars we’re under...”, cuando se abrió la puerta y entró la señora. Ni siquiera le dio tiempo el marido de dejar la bolsa; la tomó en sus brazos, la besó apasionadamente, y con arrebatados movimientos empezó a quitarle la ropa. “¡Ay, Vehementino! –le dijo la señora en son de queja al tiempo que se deshacía del abrazo–. ¡Cuando llego a mi casa lo único que quiero es olvidarme de hacer lo mismo que hago en la oficina!”.

El galán le preguntó a la chica en el lobby bar del hotel: “¿Cuál es tu pasatiempo favorito?”. Respondió ella con una sonrisa: “Follar”. Aclaró él: “No me refiero a tu profesión”.

Don Inepcio estaba tomando lecciones de golf, y llegó muy molesto a su casa. “¿Por qué vienes así?” –le preguntó su esposa. Contesta el hombre, atufado: “Les pegué a dos bolas”. “¿Y por qué te enojas? –le dice la señora–. Ayer no le pudiste pegar a ninguna”. “Sí –replica don Inpecio–. Pero a éstas les pegué porque pisé un rastrillo de jardinero”.

Aquel minero del carbón trabajaba en el turno de la noche. Llegó a su casa una mañana, y se desvistió para bañarse. Su esposa lo vio y le dijo incontinenti: “Me estás engañando”. “¿Por qué piensas eso?” –se aturrulló el minero. Le explicó la mujer: “Vienes, como siempre, con todo el cuerpo cubierto de polvo de carbón; pero traes la ésta limpiecita”.

El experto en equipos de sonido se hizo de una nueva amiguita. Le advirtió ella: “De una vez te lo digo, no me gusta la alta fidelidad; practico más bien la alta frecuencia”.

Doña Macalota regresó de un viaje antes de lo esperado, y al entrar en su recámara halló a su esposo, don Chinguetas, muy amartelado en el lecho conyugal con una damisela. Le dijo en paroxismo de ira: “¡Bribón! ¡Canalla! ¡Miserable! ¡Estólido! ¡Follón!”. “Contrólate, mujer –le respondió Chinguetas–. Yo no me enojo cuando tú lees en la cama hasta altas horas de la noche”.

“Soy argentino –se dirigió el hombre al conferencista–, y en mi humilde opinión...”. El conferenciante lo interrumpió: “Perdone, ¿dijo usted que es argentino?”.

El gallo hizo su triunfal paseo entre las gallinas del corral, o más bien sobre cada una de ellas. (¡Ay quién tuviera la dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!). Al terminar el recorrido, su hijo, el gallito joven le dijo algo a su padre. Y respondió enojado el gallo: “Nada de déjame ahora a mí. Primero tienes que aprender a despertar a la gente”.

El hombre de finanzas estaba en el hospital. Una enfermera le tomó la temperatura. “¿A cuánto está?” –preguntó el hombre. Contestó la enfermera: “39 y medio”. Le ordena el financiero: “Cuando llegue a 40 vende”.

Había una chica de esas que, dice la conocida frase, tienen cuerpo de tentación y cara de arrepentimiento. Le decían La Camarona, porque quitándole la cabeza todo lo demás estaba buenísimo. Tiempo después le cambiaron el apodo por La Beisbolista. Cometió un error, y se le llenó la casa.

Rondín # 14

El bravucón del barrio chupó faros, colgó los tenis, pasó a abonar las margaritas, se fue de minero, entregó la zalea al divino curtidor. Todos esos son eufemismos para no decir que se murió. Morir es una costumbre que sabe tener la gente, dijo Borges, pero esa costumbre no quita el temor de mencionar a la muerte por su nombre. En mis lares los diablos de las pastorelas no son llamados “diablos”. Hay el temor supersticioso de que si se pronuncia la palabra los espíritus malignos pueden oírla, y acudirán pensando que se les está llamando. En vez de decir “los diablos” la gente dice “los nombrados”, para que los demonios no se den por aludidos. Murió, dije, el bravucón del barrio. Conforme a su deseo, sus deudos pusieron en la lápida esta frase: “¿Qué me ves?”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a una linda chica: “Vamos a mi departamento a jugar a la magia”. Preguntó la muchacha: “¿Cómo se juega eso?”. Contestó el lujurioso galán: “Follamos, y luego te desapareces”.

Don Estipticio fue con el doctor. Le dijo que sufría un grave caso de constipación; llevaba ya tres días sin ir al popisrúm. Le preguntó el galeno: “¿Vino usted a pie o en coche?”. “Vine caminando” –respondió el afligido señor. Inquirió el médico: “¿Qué distancia hay de aquí a su casa?”. Contestó don Estíptico: “Son cinco cuadras; 500 metros justos”. El facultativo vertió en un vaso una porción de líquido de un frasco. Luego volvió a preguntar: “¿Cuántos metros hay de la puerta de su casa a la puerta del baño?”. “Seis –contestó sin dudar don Estipticio–. Lo sé porque los he medido en pasos”. El médico echó otro poco de líquido en el vaso. Luego inquirió de nuevo: “¿Y cuál es la distancia de la puerta del baño al inodoro?”. (“Inodoro”. Otro eufemismo). “Un metro y medio” –respondió con la misma seguridad el constipado. El doctor puso otra pequeña porción del líquido en el vaso, y luego hizo que don Estipticio bebiera el contenido. “Ahora –le dijo– vaya usted de inmediato a su casa. No se detenga para nada, pues he calculado cuidadosamente la cantidad de este potente líquido purgante de modo que haga efecto en el momento justo en que llegue usted al inodoro”. Poco después el doctor recibió una llamada telefónica. Era don Estipticio, que le dijo mohíno y con enojo: “Doctor, es usted un excelente médico, pero un pésimo calculista”.

“¡Detente! –le pidió con arrebato la mujer a su pareja en el momento de la carnal unión–. ¡Me estás haciendo pedazos!”. “¡No puedo detenerme! –respondió él con la misma vehemencia–. ¡Cuida sólo que no se rompa la parte que me interesa más!”.

Astatrasio Garrajarra llegó al bar donde solía hacer sus libaciones y le pidió al cantinero un whisky doble. Le dijo que se lo sirviera aprisa, pues había dejado a su esposa en el auto, y la noche era tremendamente fría. El tabernero le sirvió la copa, y Garrajarra la bebió. Pero en seguida pidió otra, y otra, y otra, y otra más. El hombre de la cantina se preocupó, pues recordó que Astatrasio había dicho que su mujer estaba en el automóvil, y la temperatura era de bajo cero. Fue al estacionamiento y ¿qué vio? ¡A la mujer de Garrajarra en el asiento de atrás del coche, en ilícito consorcio adulterino con Afrodisio Pitongo, amigo cercano de Astatrasio! Regresó el cantinero y le dijo a éste: “Creo que deberías ir a ver lo que está sucediendo en tu automóvil”. Intrigado, Garrajarra fue al estacionamiento. Volvió poco después con una gran sonrisa. “¡Ah, ese Afrodisio! –dijo en tono de bula–. ¡Está tan borracho que cree que soy yo!”.

Hubo un naufragio, y un señor y su esposa se salvaron. Asidos a un madero flotaron durante largos días, y al fin llegaron a una remota isla desierta apartada de todo tráfico marino. Llevaban ya dos años ahí cuando cierto día avistaron una canoa que venía hacia ellos. La señora dirigió hacia el bote el catalejo que habían salvado del naufragio, y lo que vio la llenó de alegría. “¡No lo vas a creer, Ildegondo! –le dijo a su marido, jubilosa–. ¡Es mi mamá!”.

Don Cornulio, cuya esposa era complaciente con todos, menos con él, despertó a su señora a medias de la noche. “¿Qué sucede?” –le preguntó ella, sobresaltada. Le dijo don Cornulio: “Voy a levantarme a hacer pipí”. La mujer se indignó: “¿Y para decirme eso me despiertas?”. “No –replicó mansamente don Cornulio–. Te despierto para que me cuides el lugar”.

El jefe de personal le preguntó al aspirante a empleado de oficina: “¿Es usted productivo, joven?”. “Bastante, señor –aseguró el tipejo–. Tengo ocho hijos”. “Lo que le pregunto –aclaró el funcionario– es si es usted productivo en la oficina”. Contesta el otro: “Todos los hice en la oficina”.

Don Cornulio, muy preocupado, acudió a la consulta del doctor Duerf, psiquiatra eminentísimo. Le dijo: “Doctor, le pido que examine a mi esposa Mesalina. Creo que siente un enfermizo apego por su ropa. Ayer abrí su clóset y descubrí que tiene ahí a un hombre cuidándole sus vestidos para que no se los roben”.

Lord Feebledick invitó a sus amigos a la cacería de la zorra. El encargado de la jauría soltó a los 40 perros que irían en persecución de la presa. A media mañana lord Feebledick le preguntó al montero: “¿Cómo va la persecución, Hornblower?”. Respondió el hombre rascándose la cabeza: “Milord, es la cosa más extraordinaria que en mi vida he visto. Al principio de la cacería les grité a los perros: ‘¡A la zorra!’, y todos se lanzaron tras el caballo en que iba su esposa, lady Loosebloomers”.

Uglilia Picia, mujer más fea que un coche por abajo, se quejó con el policía de la esquina: “Un hombre me viene siguiendo. Ha de estar borracho”. Después de posar la vista en la humanidad de Picia concluyó el gendarme: “Más bien ha de estar borrachísimo”.

El Padre Arsilio salió a caminar por las afueras del pueblo, y vio algo que lo llenó de alarma; uno de sus feligreses había atado una cuerda a la rama de un árbol y se iba a ahorcar. “¡No hagas eso, hijo! –acudió a la carrera–. ¿Por qué quieres privarte de la vida?”. Respondió el infeliz: “Hace un año mi esposa me abandonó para irse con otro hombre”. “¡Pero eso fue hace un año! –replicó el buen sacerdote–. ¿Y ahora quieres quitarte la existencia?”. “Sí –dice el sujeto–. Ayer me llamó para decirme que va a regresar”.

Nalgarina y Pomponona tenían mucho en qué sentarse. Y, sin embargo, en el bar le dijo Pomponona a Nalgarina: “Tomemos nuestras copas en la barra, y de pie. Si nos sentamos ocultaremos la mercancía”.

El hombre que quiera tener sexo seguro debe hacerle esta importante pregunta a la mujer: “¿A qué horas llega tu marido?”.

Dos huevos de gallina, uno hembra y el otro macho, se estaban cociendo en la olla. Dice de pronto el huevito femenino al tiempo que se veía la cáscara: “Mira, tengo aquí una abiertita”. Contesta el huevito masculino: “Ni caso tiene que me lo digas ahora. Todavía no me pongo duro”.

Cuando tienes un año de edad lo importante es estar vivo. Cuando tienes 10 años lo importante es ir bien en la escuela. Cuando tienes 20 años lo importante es ejercitar el sexo. Cuando tienes 30 años lo importante es haber hallado un buen trabajo. Cuando tienes 40 años lo importante es mantenerte en forma. Cuando tienes 50 años lo importante es cenar huevos con chorizo y que no te hagan daño. Cuando tienes 60 años lo importante es poder ponerte en aptitud de ejercitar el sexo. Cuando tienes 70 años lo importante es contar con un buen médico. Cuando tienes 80 años lo importante es recordar las cosas. Cuando tienes 90 años lo importante es poder moverte. Y cuando tienes 100 años lo importante es estar vivo.

Dulcilí les dijo a sus papás: “Mañana presentaré el examen de educación sexual. Será oral”. “¡Si es oral no lo presentes!” –se alarmó la mamá de Dulcilí.

Don Añilio llevaba en las espaldas muchos almanaques, aunque no tantos que se hubiesen acabado en él las apetencias por esa dulce pasta –la expresión es de don Federico Gamboa– que es la tibia y muelle carne femenina. Una tarde el provecto caballero visitó a su amiguita Himenia Camafría, célibe madura pero que también había conservado sus coqueterías. Animado por dos o tres copitas de vermú que le escanció la dama don Añilio le recitó algunos versos sugestivos (“Bésame con el beso de tu boca, / cariñosa mitad del alma mía. / Un solo beso el corazón invoca, / que la dicha de dos me mataría”), lo cual puso a la dueña de la casa en apretada tentación de dar al traste con la reserva y parsimonia que hasta entonces había usado en el trato con el sexo opuesto. La detuvo, sin embargo, el recuerdo de sus lecturas de piedad en el Colegio de las Adoratrices, entre ellas el libro “Pureza y hermosura”, de Monseñor Tihamer Toth. Para desviar el curso que las cosas iban tomando se echó aire vigorosamente con un abanico en el cual aparecía Pedro Infante vestido de motociclista de tránsito. Don Añilio solicitó, vehemente: “¡Un beso al menos, cara amiga mía!”. “Hagamos una cosa –sugirió la señorita Himenia así estrechada–. Me esconderé en algún sitio de la casa, y usted me buscará. Si me encuentra le daré el ósculo que me pide. Si no me encuentra, estoy atrás de las cortinas del comedor”.

Babalucas se dispuso a gozar los deliquios de amor con Pirulina. Ella le musitó al oído: "¿No vas a usar alguna protección?". Fue el badulaque y se puso su casco de futbol americano.

Cierta noche Nela deambulaba por el puerto, y la vio un hombre rico que acertó a pasar por ahí en su convertible. Al ricachón le vino en antojo conocer a “una falena” –así llamaba él a las callejeras, con el nombre de una mariposilla de ésas que se queman las alas en la luz, como Frou-Frou del Tabarin–, e invitó a la sorprendida Nela a ir con él a su casa. Hagan ustedes de cuenta “Las noches de Cabiria”. Cuando llegaron a la espléndida residencia del magnate, sobre la bahía, Nela fue conducida a un budoir por una estirada ama de llaves que le preparó un baño de tina y luego la vistió con un traje de novia, pues al parecer ese atavío era el fetiche del dueño de la casa. Le dijo la matrona a la nerviosa chica: “Cumplido su deseo el señor te dará el yate”. ¡El yate! Esas dos palabras pusieron a Nela en trance de éxtasis. Aquel hombre, pensó, era tan rico que regalaba un yate a las mujeres que compartían sus noches. ¿Qué clase de yate iría a ser el suyo?, pensaba mientras el ama de llaves la conducía, silenciosa, a la recámara de aquel nabab. ¿Sería de motor o a vela? ¿Cuántos pies tendría de eslora, cuántos de manga, y de cala cuántos? En regia alcoba se llevó a cabo la fantasía erótica del potentado. Callaré los detalles del suceso; esto es crónica, no pornografía. Nela se avino a todos los caprichos del supermillonario, que parecía, por su lujuria extravagante, un personaje de Pasolini. Mientras Nela iba cumpliendo una por una las peregrinas solicitaciones de su insólito cliente, imaginaba el yate que, según le había dicho el ama de llaves, le daría el señor. La acción acabó al fin. El hombre volvió a vestir la bata de terciopelo y seda que cubría su magra anatomía. Y fue entonces cuando el dineroso sujeto le dio el “yate” a Nela. Le dijo al tiempo que la empujaba sin más hacia la puerta de la calle: “Ya-te puedes ir a la tiznada”.

Rondín # 15

En el campo nudista charlaban dos hermosas féminas cuyos espléndidos encantos atraían la atención de todos los másculos presentes. Le dice con disgusto una a la otra: “¡Odio a los hombres que te visten con la mirada!”.

Un lugareño fue a la oficina de correos de su pueblo y preguntó por el código postal de Kote, Florida. El encargado buscó en vano ese nombre en los registros y el mapa de ese estado. Después de mucho batallar cayó en la cuenta de que la ciudad a que se refería el individuo era Tampa.

Aquella muchacha tenía unas piernas cipresinas, largas y finas como las de Cyd Charisse, la actriz y bailarina a la que Cabrera Infante llamaba “la Cyd Campeadora”. Las golosas miradas masculinas iban siempre hacia las bien torneadas piernas de la chica. Y comentaba ella, perpleja: “No sé por qué los hombres nos miran tanto las piernas a las mujeres, si luego es lo primero que hacen a un lado”.

Don Astasio entró en la recámara y sorprendió a su esposa en los brazos de un desconocido. Antes de que que el mitrado marido pudiera pronunciar palabra le dijo la señora con tono de reproche: “Tú tienes la culpa. Me dejas sola demasiado tiempo”. Replica don Astasio, gemebundo: “¡Pero si sólo fui a la cocina a traer un vaso de agua!”.

En la alberca del club nudista la guapa chica le preguntó con inquietud al instructor de natación: “¿Está usted seguro de que si quita la mano de donde la tiene me entrará agua por ahí y me hundiré hasta el fondo?”.

Dulcilí, muchacha ingenua, hacía el amor con su lúbrico galán en un ameno prado, junto al arroyuelo. Exclama jubilosa: “¡Bien dice mi mamá, que se puede gozar más en el campo, en pleno contacto con la naturaleza, que en los antros de la ciudad, tan llenos de humo y música ruidosa!”.

Doña Crasa era muy robusta, por no decir que gorda. Una de sus amigas, preocupada, le recomendó: “Deberías hacer alguna dieta”. Contesta la regordeta dama: “Estoy haciendo la del abecedario”. Preguntó con interés la amiga: “¿Cómo es la dieta del abecedario?”. Responde doña Crasa. “Solamente como los alimentos cuyo nombre empieza con cualquiera de las letras del abecedario”.

Le dice un tipo a otro: “Mi proctólogo se enojó conmigo, y ya no quiere atenderme”. “¿Por qué?” –pregunta el amigo. Responde el individuo: “El otro día me estaba examinando, y sin querer se me escapó el nombre de otro proctólogo”.

Don Languidio padecía debilidad crónica de la entrepierna. Su esposa lo hizo ir a la consulta de un reconocido médico especialista en males de varón. Le dijo el facultativo: “Puedo practicarle una sencilla intervención quirúrgica que lo dejará convertido permanentemente en un poderoso garañón. La operación cuesta 5 mil dólares, pero doy una garantía. Lo que no doy son recibos”. “Hablaré acerca de esto con mi esposa” –dijo don Languidio. Al día siguiente llamó por teléfono al doctor: “Dice mi señora que con ese dinero mejor se va a ir una semana con sus amigas a Las Vegas”.

El reportero entrevistaba a un hombre que cumplió 110 años de edad. Le preguntó: “¿Qué me puede decir de su vida sexual?”. Suspiró con tristeza el individuo: “Dejé de tener sexo hace 5 años”. “¿Por qué?” –se sorprendió el periodista. Responde el matusalén: “Me gustan las mujeres mayores que yo”.

Don Crésido Moneto, magnate empresarial, hombre riquísimo, tenía una hija de nombre Gwendolyna. La muchacha se enamoró de Leovigildo, joven sin fortuna, y anunció su decisión de casarse con él. Días después el potentado y su esposa, bellísima mujer, invitaron al novio a cenar en su casa. Terminada la cena don Crésido le dijo a Leovigildo: “Gwendolyna y yo vamos a salir, pues olvidé un papel en la oficina y sólo ella sabe dónde está. Tardaremos una media hora”. En efecto, salieron los dos, y dejaron al pretendiente a solas con su futura suegra. Al instante la hermosa dama le echó los brazos al cuello al sorprendido joven y le dijo: “Desde que te vi me gustaste mucho. Sé que te vas a casar con mi hija, pero no quiero dejar pasar esta oportunidad sin hacer el amor contigo”. El muchacho se deshizo apresuradamente del abrazo y salió corriendo de la casa. Cuál no sería su sorpresa al ver en el jardín a su novia y a don Crésido. Le dijo el ricachón abrazándolo cariñosamente: “¡Felicidades, Leovigildo! Has superado la prueba que te pusimos. Mi esposa y yo dudábamos de ti, y quisimos someterte a una fuerte tentación. Huiste de ella, con lo cual has demostrado tu calidad moral. ¡Puedes casarte con mi hija!”. Se casaron, en efecto. Leovigildo jamás le contó a nadie que salió corriendo de la casa porque en su coche había dejado su paquetito de preservativos.

Don Frustracio, el esposo de doña Frigidia, fue a la consulta de un conocido médico a fin de que le recetara algo para fortalecer la libido. El facultativo le dijo luego de escribir la prescripción: “Recuerde usted, señor, que esta pastilla tarda media hora en hacer efecto”. “Entonces no me sirve –se entristeció don Frustracio–. En ese tiempo mi mujer ya se habrá desatado”. ¡Desdichado marido! Tenía que amarrar en la cama a su consorte para poder llegar a ella.

Don Prematurio le dijo a su mujer: “Me gustaría morirme haciendo el sexo”. “Va a estar difícil –replicó ella–. Con lo rápido que lo haces la muerte no tendrá tiempo de llegar”.

Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, se preocupó al ver que el pelo se le estaba cayendo. Fue con un médico especializado en patologías capilares, quien después de examinarle el cuero cabelludo le indicó: “Presenta usted, señora, un cuadro agudo de alopecia dinámica, folicular y furfurácea de tipo pityroides, celsi y tricofítica”. Al oír aquello a doña Macalota se le cayó otro mechón de pelo. “¿Podré conservar el cabello, doctor?” –preguntó con inquietud. “Si sigue así –replicó el facultativo–, sólo podrá conservarlo en una cajita de Olinalá. Por fortuna hay un tratamiento a base de poderosas hormonas masculinas. Eso podrá evitar que quede usted como bola de billar”. “¿Quién es Villar?” –preguntó la señora aún más inquieta. “Billar con be alta o larga –precisó el galeno–. Con 10 inyecciones de esas hormonas su cabellera volverá a ser como aquellas a las que cantó con inspirado acento el músico poeta Agustín Lara”. Pasado algún tiempo, y terminado el tratamiento, el doctor llamó por teléfono a doña Macalota, y le preguntó cómo le había ido con las poderosas hormonas masculinas. “Bien, doctor –respondió ella–. El pelo ya no se me cae. Sólo que ahora siento mucha comezón”. “¿En la cabeza?” –inquirió el médico. “No –contestó doña Macalota–. En los testículos”.

Dulciliria les informó a sus papás que estaba un poquitín embarazada. Explicó su desliz: “Todas las mujeres tenemos un minuto de debilidad”. Pasó un año, y otra vez Dulciliria salió con la misma novedad, y repitió el expediente justificativo: “Todas las mujeres tenemos un minuto de debilidad”. Lo mismo sucedió el siguiente año, y dijo de nueva cuenta: “Todas las mujeres tenemos un minuto de debilidad”. “Oye –le dijo a Dulciliria su papá–. Se me hace que tienes el minutero demasiado fácil”.

Don Añilio, señor de edad madura, fue a la junta anual de su grupo, la primera generación de la Escuela Lancasteriana de Artes Mecánicas, llamada Male porque su fundador era disléxico. Himenia Camafría, madura señorita soltera a quien don Añilio cortejaba con caballerosa discreción, le preguntó en la meriendita de los jueves cómo le había ido en el encuentro con sus antiguos compañeros. Le contó don Añilio: “El grupo lo formábamos 40. Quedamos sólo cinco. En la reunión uno se la pasó hablando de la afección que tiene en los pulmones; otro dijo de los muchos problemas de su hígado; el tercero describió en detalle la enfermedad de sus riñones, y el último se extendió en la enumeración de sus problemas de corazón. Aquello no fue un encuentro de viejos camaradas, pareció más bien un recital de órganos”.

Doña Jodoncia le preguntó a don Martiriano: “¿Sabías que el hijo del vecino está pensando en casarse?”. “No puede ser –respondió el sufrido esposo–. Si pensara no se casaría”.

Un hombre de edad madura entró en un bar y le escribió en un papel al cantinero: “Por favor, deme un tequila doble”. El hombre de la cantina, compasivo como casi todos los de su oficio, escribió en otro papel: “¿Desde cuándo es usted sordomudo, amigo mío?”. “Desde que empecé a beber –escribió a su vez el individuo–. Probé todos los aparatos auditivos, y ninguno me dio resultado. El médico me dijo que si renunciaba a la bebida empezaría a oír. En efecto, dejé el trago y volví a oír perfectamente”. Escribe, asombrado, el cantinero: “Y entonces ¿por qué volvió a beber?”. Responde el sujeto, también por escrito: “Lo que bebía me gustaba más que lo que oía”.

La tortuga macho le contó a un amigo: “Me divorcié de mi esposa”. “¿Por qué?” –preguntó el amigo. Responde el otro: “Cuando hacíamos el amor me pedía cosas contra natura”. “¿Cosas contra natura? –se asombró el amigo–. ¿Cómo cuál?”. Responde la tortuga: “Me decía: ‘¡Más aprisa! ¡Más aprisa!’”.

Don Fortunio, hombre con muy buena suerte, paseaba por un centro comercial, y observó a una atractiva mujer que buscaba algo en el suelo. El afortunado caballero vio en un rincón un objeto que brillaba, y lo recogió. Resultó ser un ojo de cristal. Se percató entonces de que a la dama le faltaba un ojo. Fue hacia ella, y mostrándole el de vidrio le preguntó: “¿Es suyo?”. “Sí –respondió ella–. Por favor, ayúdeme a ponerlo en su lugar”. El venturoso caballero, después de limpiar muy bien el ojo de cristal, se lo colocó cuidadosamente. Ella, agradecida, lo invitó a ir a su departamento, y ahí le hizo el amor. Al terminar el agradable trance don Fortunio le preguntó a la hermosa mujer: “¿Haces esto con todos los hombres?”. “No –respondió ella–. Nada más con los que me llenan el ojo”.

Rondín # 16

Don Languidio Pitocáido, añoso caballero, tenía esposa joven. Un día sentenció: “¡Qué ilusas son las mujeres! Encontré en el bolso de mi señora un paquetito de condones. Hace años que no realizo en ella obra de varón, pero seguramente ella tiene todavía una esperanza en mí”.

Alguien le preguntó a Babalucas: “¿Sabes patinar en hielo?”. Respondió el badulaque: “Ignoro si sé patinar o no. Jamás he podido mantenerme en pie el tiempo suficiente para averiguarlo”.

“Con ésa yo empezaría a besar desde la pata”. El otro lo corrigió: “Querrás decir desde el pie”. “No –insistió el tipo–. Desde la pata... de la cama”.

Tres individuos llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro le preguntó al primero: “¿Le fuiste fiel a tu esposa?”. “No siempre –confesó el tipo–. Tuve tres o cuatro aventuras en mi vida de casado”. “Podrás entrar al Cielo –le indica el apóstol de las llaves–, pero por tus infidelidades recibirás sólo un coche compacto para transportarte”. San Pedro llamó al segundo hombre y repitió la pregunta: “¿Le fuiste fiel a tu mujer?”. Contestó el individuo: “Sólo una vez en la vida la engañé”. “Tienes derecho entonces a un automóvil mediano” –le dijo San Pedro al tiempo que le abría la puerta de la morada celestial. Se volvió el hacia el tercer sujeto y le hizo la misma pregunta: “¿Engañaste a tu esposa alguna vez?”. “Jamás –responde el individuo con firmeza–. Siempre le fui absolutamente fiel; no le falté ni con el pensamiento”. Le dijo el portero celestial: “Entra y recibe tu premio: un automóvil de lujo; el más grande de todos”. A los pocos días los tres coincidieron en un semáforo en rojo. El que iba en el coche lujoso lloraba desconsoladamente. “¿Por qué lloras? –le preguntaron los otros–. Fuiste el más afortunado; mira el coche que traes”. “Sí –contesta lleno de aflicción el tipo–. Pero acabo de ver pasar a mi mujer. Iba en patines”.

Don Severiano García, a quien sus alumnos del Ateneo Fuente llamaban con cariño “el Chato”, era maestro eminentísimo de Lógica. Profesaba la fría doctrina del positivismo, que no se entibió ni cuando la impuso en México don Gabino Barreda. A fuer de buen positivista el Chato Severiano creía sólo en lo que se puede ver y tocar, y además comprobar en condiciones de laboratorio. Cierto día alguien le dijo al Chato que Fulano y Mengano, conocidos saltillenses, eran jotos –entonces no se usaba la palabra gay; yo repito la que se utilizaba–, y que además eran pareja. “Quién sabe –acotó don Severiano, que solía aplicar cumplidamente la duda cartesiana–. Para dar crédito a esa especie tendría yo que verlos juntos en una cama. Y quién sabe... Tendrían que estar los dos desnudos. Y quién sabe... Tendría que estar el abdomen de uno pegado a la espalda del otro. Y quién sabe... Tendría que pasar yo un hilo entre los dos. Si el hilo se atorara, entonces sí podría yo empezar a considerar la posibilidad de que en efecto sean jotos”.

En un avión iban sentados juntos un caballero y un perico. La azafata les preguntó que querían beber. El señor pidió un vaso de agua. El loro dijo: “A mí tráeme un whisky doble. ¡Y pronto, idiota!”. La muchacha, asustada por aquel exabrupto inesperado, fue corriendo y le trajo el whisky al pajarraco. Fue tal su prisa que se le olvidó traer el agua que le había pedido el otro pasajero. El cotorro apuró de un trago el whisky, y en seguida le dijo a la azafata: “Tráeme otro igual. ¡Y rapidito, imbécil!”. Se apresuró otra vez la chica, y le trajo al perico la bebida. El señor, al ver que tampoco ahora le había traído la azafata el vaso de agua, pensó que sería atendido si usaba la misma táctica que el loro. Le dijo a la muchacha: “¡Y yo quiero mi vaso de agua, estúpida!”. No acababa aún de decir eso cuando llegaron dos fornidos miembros de la tripulación; agarraron al hombre y al perico, y abriendo la puerta del avión los arrojaron sin miramientos al vacío. Mientras el hombre caía vertiginosamente el loro lo alcanzó volando y le dijo: “Amigo: sólo si sabes volar puedes ponerte grosero en un avión”.

El jefe de recursos humanos de la fábrica puso un aviso dirigido a las obreras de la planta: “Si traen ustedes falda larga, tengan cuidado con las máquinas. Si traen falda corta, tengan cuidado con los operadores de las máquinas”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, hizo una visita a la cárcel con sus amigas de la Sociedad Benéfica. Esa actividad anual era parte del programa que la señora De Altopedo se había fijado para salir en los periódicos, y de paso quizá también salvar su alma. Le preguntó doña Panoplia a un reo: “Dígame, buen hombre, ¿por qué está usted aquí?”. “Señora –suspiró el recluso–, porque no me dejan salir”.

Pitorro fue en su juventud un tarambana. Todos los goces y deleites conoció, incluso algunos muy poco conocidos. Le llegó el momento, sin embargo, de sentar cabeza, para lo cual contrajo matrimonio. Un par de meses después de haber ingresado en ese claustro un amigo le preguntó cómo se sentía en su nuevo estado, después de su bien disfrutada soltería. “Estoy muy a gusto –declaró él–. Eso sí, continuamente debo recordarme a mí mismo algunas cosas, para no meter la pata”. “¿Cómo cuáles?” –quiso saber el amigo. “Bueno –explicó Pitorro–, cada vez que hago el amor con mi mujer, al final tengo que repetirme varias veces: ‘No le vayas a pagar. No le vayas a pagar’”.

Aquella línea aérea se enorgullecía de la puntualidad de sus vuelos. Su lema era: “La Northern Arrow siempre sale a tiempo”. Cierto día un niñito que viajaba con su mamá le preguntó a la señora: “Mami, si los gatos tienen gatitos, y los perros tienen perritos ¿por qué los aviones no tienen avioncitos?”. La señora no supo qué contestar. El chamaquito repitió con tanta  insistencia la pregunta que hizo que la madre se desesperara y lo reprendiera levantando la voz. Acudió una de las azafatas a ver qué sucedía, y la señora le explicó: “Es que mi hijo me preguntó por qué, si los gatos tienen gatitos y los perros tienen perritos, los aviones no tienen avioncitos. No supe qué contestar. Insistió él, y me desesperé yo. ¿Acaso usted podría responder a esa pregunta?”. “Pienso que sí –replicó la muchacha–. En nuestro caso los aviones no tienen avioncitos porque la Northern Arrow siempre sale a tiempo”.

“¿Estás teniendo sexo?” –le preguntó doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, a su hija célibe. Y es que la dama se consideraba progre. “Sí, mamá” –reconoció la chica. “Entonces ten esto” –le ofreció doña Panoplia. Y así diciendo le entregó a la muchacha un paquetito de condones. “No los necesito –dijo ella-. Sólo tengo sexo con mujeres”.

Al empezar la noche de bodas Meñico Maldotado se presentó por primera vez al natural ante su flamante mujercita. Le vio ella la alusiva parte y dijo con molestia: “Todo el argüende del noviazgo, la boda, y el viaje hasta acá ¿para eso?”.

Don Astasio llegó a su hogar después de cumplir su trabajo de tenedor de libros. Colgó en el perchero su saco, su sombrero, su bufanda y la gruesa hungarina que ese día había vestido, pues llovía copiosamente. Fue don Astasio a la recámara a buscar su bata de casa, y lo que halló fue a su mujer refocilándose cumplidamente con el toroso joven repartidor de pizzas. Lo primero que se le vino a la cabeza al consternado esposo fue esto: “¡No puede ser! ¡Pizza otra vez para la cena!”. Fue don Astasio al chifonier donde guardaba una libreta con dicterios para afrentar a su mujer en tales ocasiones; regresó y le dijo con acento severísimo: “¡Venéfica!”. Esa palabra significa bruja. No interrumpió por eso doña Facilisa –así se llama la señora– lo que estaba haciendo. Hay personas que se distraen muy fácilmente; ella, en cambio, se concentraba en su labor. “La pizza –le dijo a su marido– está en la mesa de la cocina. Es de salami”. “¿Y este joven?” –preguntó don Astasio. “Es el repartidor” –contestó doña Facilisa. “No lo seré por mucho tiempo –aclaró el muchacho–. Estoy ya en el tercer bimestre de mi carrera. En junio me graduaré de agrimensor”. “No me interesa su vida privada, joven” –acotó el esposo. Doña Facilisa lo amonestó, solemne: “Eso es lo que te pierde, Astasio; tu egoísmo. No te interesas nunca en los demás. Deberías leer el libro del señor Dale Carnegie intitulado ‘Cómo ganar amigos e influir sobre la gente’. Yo lo leí, y mírame aquí, con mi amigo”. No dijo más el lacerado esposo. Salió muy digno de la habitación, y aunque seguía lloviendo a cántaros –así se dice– fue a la tienda de la esquina y se compró un sándwich para la cena. Castigaría a su mujer y al mozalbete negándose a comer la pizza.

Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, le contó a un amigo: “Anoche tuve una espantosa pesadilla. Soñé que volvía a ser bebito. Mi mamá era Beyoncé. ¡Y a mí me gustaba la leche en biberón!”.

El guía les mostraba a los turistas el sitio donde fue fusilado don José María Morelos. “Aquí –les dijo con solemnidad– cayó el Siervo de la Nación”. “Sí –comentó Babalucas–. Yo también me tropecé con esa desgraciada piedra”.

Érase que se era un hombre anciano cuyo tranquilo sueño en la mañana, después del largo insomnio de la noche, era interrumpido cotidianamente por tres muchachillos que en el camino hacia la escuela iban gritando y pateando los botes de basura de la calle, con lo que hacían un ruido estrepitoso que despertaba siempre al buen señor. Harto de aquello, el anciano decidió afrontar la situación. Una mañana esperó la llegada de los molestos chicos, y cuando los tuvo frente a sí les dijo: “Me gusta mucho, jóvenes amigos, su gozo de vivir. ¡Qué alegría muestran ustedes al pasar por aquí con esa algarabía que rompe el tedioso silencio de este aburrido vecindario! Me recuerdan ustedes mi propia juventud, cuando también iba por las calle dando patadas a los botes y gritando a voz en cuello. Permítanme ofrecerles algo a cambio de las gratas memorias que me hacen evocar, y del júbilo que con su alborozado ruido me producen. Todos los días le daré 20 pesos a cada uno de ustedes; pero, por favor, no dejen de pasar por aquí gritando y pateando los botes de los desperdicios”. Sorprendió bastante a los mocosos aquel ofrecimiento, pero lo aceptaron de buen grado. En efecto, cada mañana el anciano los esperaba en la puerta de su casa para darles los 20 pesos convenidos. Muy satisfechos con el trato los mozalbetes redoblaron sus esfuerzos, y los siguientes días gritaron más estentóreamente, y patearon los botes con más fuerza. A la semana les dijo el ancianito: “Muchachos, ando un poco mal de dinero. En adelante, en vez de 20 pesos podré darles solamente 10”. Algo a disgusto por la reducción del pago los críos se avinieron sin embargo a la nueva situación. Siguieron, pues, con su labor de gritar y dar patadas, aunque debo reconocer que no lo hacían ya con el entusiasmo de antes. Transcurrió una semana, y de nueva cuenta les habló el anciano: “Mi situación económica se ha puesto peor, amigos. Ahora podré pagarles únicamente 5 pesos”. Se amohinaron ellos. No obstante continuaron gritando y pateando al pasar por ahí, pero en forma ya francamente desganada. Días después les dijo el viejecito con tristeza: “Jóvenes, la cosa se ha puesto muy difícil para mí. Ya sólo podré darles un peso cada día”. Los arrapiezos se encresparon. “¡No manche! –le dijo el que parecía ser el jefe–. ¿Cree usted que por un chinche peso le vamos a seguir sirviendo? ¡Renunciamos! ¡A ver si por un peso encuentra quien le grite y le patee los botes!”. Y así diciendo se fueron muy dignos y arrogantes. A partir de ese día el anciano pudo dormir su sueño en paz.

Después de la refocilación carnal la linda chica le dijo a su galán: “He oído que con frecuencia el matrimonio es la tumba del amor. ¿Me seguirás amando tú después del matrimonio como me amaste ahora?”. Responde el individuo. “Claro que sí, mi vida. Sólo tendremos que ser cuidadosos, para que no se entere tu marido”.

Sor Bette, novicia en el convento de la Reverberación, exclamó con molestia: “¡Ah, estas moscas cómo friegan!”. “Hermana, hermana –la reprendió dulcemente Sor Dina, la reverenda madre superiora–. No trate usted así a esas criaturitas del Señor. También ellas forman parte de la Creación, y debemos sufrir con paciencia las incomodidades que nos causan. No use con las mosquitas esas palabras fuertes. Dígales solamente: ‘¡Shu! ¡Shu!’, y verá que solitas se van a la chingada”.

“Anoche volví loco en la cama a mi marido”. Eso le contó una señora a su vecina. Preguntó la amiga muy interesada: “¿Qué hiciste para volverlo loco?”. Responde la señora: “Le escondí el control de la tele”.

Dulcilí, muchacha ingenua, se hallaba en un romántico paraje con Libidiano Pitonier, hombre proclive a la concupiscencia de la carne. Había luna llena, y soplaba un blando céfiro. Movida por la luna y por el céfiro Dulcilí le pidió a su amador: “Bésame como en las películas”. Preguntó el salaz galán: “¿Como en las películas que ves tú o como en las películas que veo yo?”. scompuso la lavadora. Se me fue la criada. ¡Y ahora tú vienes borracho!”.

Rondín # 17

“Una cosa debo decirle, señorita Grandchichier –le advirtió el médico a su paciente, mujer de exuberantes atributos pectorales–. Tenemos que cuidarle ese catarro, porque si le cae al pecho le va a durar toda la vida”.

A Afrodisio Pitongo. Sus amigos lo invitaban a ir al bar, y él contestaba: “Hoy no. Esta noche Hornig toca la dulzaina”. Pasaban unas semanas, y los amigos de Afrodisio le decían que iban a ver en la tele un juego de futbol. “No puedo acompañarlos –se disculpaba él–. Hornig dará hoy un recital de dulzaina”. Lo convocaban luego a una partida de dominó. “Me es imposible ir –declinaba la invitación Pitongo–. Esta noche Hornig tocará un concierto de dulzaina”. Llegó el día en que los amigos se molestaron por sus continuas negativas. “Bueno –le preguntó uno con enojo–, ¿qué carajos es una dulzaina, y quién es ese tal Hornig?”. Les explicó Afrodisio: “Una dulzaina es un instrumento musical de viento parecido al oboe. Y Hornig es el marido de una amiguita mía a cuya casa voy cuando Hornig toca la dulzaina”.

Conocí a un añoso caballero –tenía 90 años– y contaba: “Todos los días, excepto los jueves, tengo sexo con una chica de 20 años”. Alguien le preguntó: “¿Por qué los jueves no?”. Respondió el provecto galán: “Es que ese día descansa mi mayordomo”. Inquirió el otro: “¿Y qué tiene que ver con esto tu mayordomo?”. Explicó el veterano señor: “Es el que me ayuda a subir sobre la chica, y luego me baja”.

Era una pareja muy colorida; él estaba siempre en la nota roja; ella en la sección amarilla...

Babalucas iba a tener una cita con la chica vecina. Su mamá le preguntó con inquietud: “¿Llevas alguna protección?”. “Sí, mami –respondió el tontiloco–. Traigo mi navaja”.

Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, fue con su esposo don Sinoplio a un safari en África. Un elefante salió de la espesura y atrapó con la trompa a la mujer. La levantó en alto y la iba a estrellar contra el suelo. “¡Dispara! ¡Dispara!” –le gritó desesperadamente doña Panoplia a su marido. “No puedo –respondió él–. Los elefantes están en vías de extinción”.

Decía un señor: “En estos tiempos hay una gran promiscuidad sexual. La única manera de evitar el sexo es casándote”.

Libidiano Pitonier, hombre dado a la salacidad, a la lubricidad, a la sensualidad y a la voluptuosidad, aunque quizá no necesariamente en ese orden, recibió un mensaje: “Sé que usted y mi esposa Mesalina tienen encuentros clandestinos en el Motel K-Magua. Si no suspende esa inmoral acción deberá atenerse a las consecuencias”. Respondió Libidiano: “Estimado señor, recibí su atenta circular...”.

Himenia Camafría y Solicia Sinpitier, maduras señoritas solteras, asistieron a una fiesta. Ahí conocieron a un hombre de aspecto interesante. Le dice Himenia: “Se ve usted muy pálido, señor”. Contesta él: “Es que pasé 10 años sin recibir la luz del sol”. “¿Cómo es eso?” –preguntó, sorprendida, la señorita Sinpitier. El individuo, apenado, respondió: “Estuve en la cárcel”. “¿Por qué?” –se inquietó Solicia. Contestó el hombre bajando la vista: “Asesiné a mi esposa”. Al oír eso la señorita Himenia le da al tipo una amistosa palmadita en el hombro y le dice con sonrisa picaresca: “Ah, conque solterito ¿eh?”.

En una cantina de barriada de la Ciudad de México decía un individuo: “Suspiro por París. Allá yo era ‘Francois, le Champion de la Sensualité’. Acá soy Pancho el Puñal”.

Don Algón, ejecutivo de empresa, observó que su socio don Chinguetas guardaba en la caja fuerte de su oficina una pequeña llave. “¿Qué llave es ésa?” –le preguntó, curioso. “Me apenará decírtelo –contestó don Chinguetas–, pero entre socios no debe haber secretos. Esa llave abre y cierra el cinturón de castidad que le puse a mi mujer”. Don Algón quedó estupefacto al oír eso. “¿Le pusiste a tu esposa un cinturón de castidad?”. “Así es” –admitió don Chinguetas con vergüenza. “Amigo mío –habló don Algón–, perdona mis palabras. Tu esposa Macalota es una buena mujer; amable, servicial, excelente ama de casa. Pero carece de todo atractivo físico. Dicho con todo respeto, es más fea que un coche por abajo. Si ella quisiera serte infiel tendría problemas para encontrar con quién”. Replicó don Chinguetas: “No fue por eso que le puse el cinturón de castidad”. “¿Entonces?” –inquirió don Algón. Le explica el otro: “Si llego a mi casa por la noche y ella me dice: ‘Quítame el cinturón de castidad, y haremos el amor’, siempre puedo responderle: ‘¡Qué lástima! ¡Dejé la llave en la oficina!”.

Decía un señor: “En cuestión de sexo mi esposa es algo extravagante. Me amarra a la cama”. Comenta uno: “Eso lo hacen también algunas parejas”. “Sí –reconoce el primero–. Pero mi mujer me amarra y luego se va no sé a dónde”.

El hijo de don Poseidón le hizo una confesión; había tenido relación carnal con cierta chica, y ella le contagió una gonorrea. “Así me gusta m’hijo –felicitó el viejo a su retoño–. Qué bueno que ande usté con muchachas a la antigüita; no como las de ahora, que le pueden contagiar herpes o sida”.

Saturnia tenía muchas arrugas, a pesar de no ser añosa todavía. Su arrugado rostro la mortificaba mucho, pues por causa de su notorio arrugamiento la gente se le quedaba viendo. Acudió a la consulta de un cirujano plástico, y éste le dijo que podía hacerle una operación que le resolvería el problema. Se llevó a cabo, en efecto, la intervención quirúrgica. Cuando Saturnia volvió en sí de la anestesia lo primero que hizo fue pedir un espejo para verse. Lo que el espejo le mostró le causó espanto: ¡su cara estaba tan arrugada como antes! En eso entró al cuarto el cirujano. Saturnia le reclamó, indignada: “¡Usted me dijo que me quitaría las arrugas, y míreme!”. “Perdone usted –aclaró el facultativo-. Yo no le dije que le quitaría las arrugas. Le dije que le resolvería su problema, ése de que todo mundo se le quedaba viendo su arrugado rostro. No se ha ha dado cuenta todavía, pero ha de saber que le implanté una tercera bubis. Con eso ya nadie se fijará en su cara”.

Picia, muchacha poco agraciada, les contó a sus amigas: “Siempre hago esperar seis meses a mis novios antes de tener con ellos relación sexual. Claro, todos me piden que no los haga esperar medio año. Insisten en que los haga esperar un año, o más”.

Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, gustaba de los juguetes eróticos. Así, se compró en un sex shop un paquetito de condones que –decía la caja- brillaban como neón en la oscuridad. Llevó a una chica a su departamento, y le habló de su reciente adquisición. Cuando llegó el momento Afrodisio apagó la luz, con lo que la habitación quedó completamente a oscuras. Empezaron las acciones, y la chica le preguntó, curiosa: “¿De veras el condón se ve en la oscuridad?”. Respirando agitadamente Afrodisio respondió: “Sí, no, sí, no, sí, no…”

Los científicos han descubierto que hay una relación directa entre las bubis de la mujer y el cerebro. Pero no el cerebro de la mujer, sino el del hombre. Mientras más grandes son las bubis femeninas, más se achica el cerebro masculino.

Por primera vez en su vida el sultán vio en la tele un juego de voleibol. Esa tarde reunió a las mujeres de su harem y les comunicó: “Muchachas, voy a decirles quiénes van a alinear hoy en la noche”.

Don Poseidón, granjero acomodado, le dijo a su doctor que se sentía algo cansado. Después de un interrogatorio el médico dio con la causa de ese agotamiento; a sus años el salaz vejancón hacía el amor todos los días de la semana: lunes, miércoles y viernes con su mujer; martes, jueves, sábados y domingos con la joven criadita de la casa. Dictaminó el galeno: “Creo que deberá usted suspender su trato carnal con la sirvienta”. “¡Oh, no! –se alarmó don Poseidón–. ¡Luego va a querer que le pague!”.

Capronio le dijo a su robusta esposa: “Tienes una personalidad eléctrica”. “¿De veras?” –preguntó ella muy halagada–. “Sí –confirmó el ruin sujeto–. Pareces refrigerador”.