martes, 18 de junio de 2013

1984 = ¿2013?



En los tiempos de la Guerra Fría que duró casi medio siglo, cuando el imperio norteamericano y el imperio soviético se miraban frente a frente con recelo enarbolando cada uno las bondades de su propio sistema socio-económico, apareció publicado un libro titulado 1984, escrito por el inglés George Orwell, el cual tuvo un impacto profundo en Occidente para atizar la histera anticomunista. La idea detrás del libro era un futuro en el cual el sistema comunista triunfaba y se implantaba un régimen mundial totalitario bajo el cuidado y la protección del líder supremo identificado como el Gran Hermano.

El “Gran Hermano” mantenía su control sobre la población mundial espiando a todos, absolutamente a todos. Tenía ojos y delatores por doquier. Podemos imaginarnos grabadoras y cámaras de televisión instaladas en prácticamente todos los sitios posibles, de modo tal que no había privacidad alguna para nadie, no era posible hablar ni siquiera en voz baja sin que el Gran Hermano se diera cuenta de ello. El Gran Hermano era omnipresente. Cualquiera que tuviera opinión contraria alguna al régimen totalitario mundial o que pudiera ser considerado como un factor de inestabilidad social podía esperar ser detenido en cualquier momento para ser llevado lejos a donde no se le volvía a ver nunca más. Tales eran los alcances del dominio absoluto del Gran Hermano.

La perspectiva de terminar cayendo bajo un régimen totalitario como el que se practicaba en la Unión Soviética en los tiempos de Stalin motivó al imperio norteamericano a armarse hasta los dientes construyendo un arsenal gigantesco de bombas atómicas termonucleares en cantidad suficiente para terminar varias veces con toda la vida del planeta. La lucha en contra del comunismo se convirtió en el estandarte para justificar las intervenciones militares en Vietnam y Camboya, porque a la gran mayoría de los norteamericanos así como a los ciudadanos de los países que estaban de su lado les espantaba la idea de terminar viviendo bajo un régimen mundial con una ausencia total de libertad de expresión y de garantías individuales.

En 1991, con la caída de la Unión Soviética, el imperio norteamericano festinó lo que consideró su propio triunfo (en realidad, los que llevaron a cabo el abandono del sistema comunista para pasar a un sistema económico de libre mercado tras el colapso del Muro de Berlín fueron los mismos rusos, sin que Estados Unidos tuviera que disparar una sola bala). El peligro había terminado. Y el libro 1984 había cumplido su misión para mantener unido a Occidente en contra de lo que era considerada la gran amenaza soviética. El Gran Hermano ya no sería algo que pudiera cumplirse.

¿O quizás si?

El 6 de junio de 2013 estalló un escándalo de proporciones históricas cuando el diario inglés The Guardian publicó un reportaje revelando un espionaje sin precedentes llevado a cabo por el gobierno norteamericano en contra de sus propios ciudadanos, un espionaje de tal magnitud que se supo que no sólo las llamadas telefónicas y los correos electrónicos de los norteamericanos estaban siendo interceptados por el gobierno norteamericano, sino inclusive hasta las salas de chat eran objeto de un espionaje sin precedentes, con el apoyo de programas sofisticados como PRISM. Aunque la apresurada reacción oficial fue al principio una de sorpresa, eventualmente se reiteró que los programas de espionaje sí tienen la capacidad de obtener todo el contenido de, por ejemplo, correos electrónicos, y que los supuestos filtros y límites al acceso de información privada son ambiguos y manipulables.

La credibilidad del gobierno, tanto de la Casa Blanca como de los legisladores que defienden el programa, ha sido parte del debate. Muchos recuerdan cuando el senador demócrata Ron Wyden le preguntó al director de Inteligencia Nacional James Clapper ante una audiencia del Comité de Inteligencia del Senado en marzo de 2013: “¿La NSA recauda cualquier tipo de datos sobre millones o cientos de millones de estadunidenses?” La respuesta de Clapper fue: “no, señor”. Con las revelaciones que han aparecido publicadas hasta la fecha, la credibilidad y la integridad de Clapper están siendo seriamente cuestionadas.

Entre amenazas de la Casa Blanca y de legisladores para proceder penalmente contra quien se atrevió filtrar secretos que revelaron un sistema de vigilancia estadunidense más vasto de lo que se sospechaba, y llamados de defensores de los derechos a la privacidad y la libre expresión para abrir una investigación al gobierno por posible abuso de poder, Washington despertó en junio de 2013 frente a un creciente debate nacional sobre los derechos constitucionales fundamentales, la transparencia gubernamental y si este gobierno tiene el derecho de espiar a todos los ciudadanos no sólo de este país, sino del mundo, en nombre de la “seguridad nacional”.

Lo más interesante es que, para justificar el espionaje llevado a cabo en contra de sus propios ciudadanos, el gobierno norteamericano está recurriendo a argumentos muy parecidos (o mejor dicho, casi idénticos) a los que podía esgrimir el Gran Hermano de 1984 para justificar el meter sus ojos y sus oídos en todas las conversaciones y comunicaciones privadas de sus ciudadanos. La seguridad del Estado, la seguridad nacional, todo lo justifica para que el Gran Hermano paternalista termine metiéndose en todos los lugares en donde se pueda meter. Uno de los defensores más acérrimos del espionaje y de la continuación prolongada del mismo ha sido el ex vicepresidente Dick Cheney, quizá la figura que más mintió en el gobierno de George W. Bush, quien no sólo calificó de traidor al informante que filtró las revelaciones sobre la extensión de los espionajes llevados a cabo, sino que insistió en que estos programas –iniciativas de vigilancia masiva que se impulsaron cuando él estaba en el gobierno– no violan la privacidad de los ciudadanos y que la gente simplemente tiene que "confiar en el gobierno". Bueno, se trata de la misma razón esgrimida por el Gran Hermano. ¿Acaso el Gran Hermano no era la figura en la que la gente estaba obligada -por las buenas o por las malas- a confiar incondicionalmente? Hay que recordar que Dick Cheney fue el hombre que impulsó un programa secreto de intervención de comunicaciones sin autorización judicial bajo el pretexto de la lucha contra el terrorismo, y también engañó a la opinión pública para lanzar una guerra inútil que terminó costando más de 4 mil 400 vidas estadunidenses, más de 32 mil heridos y más de 100 mil iraquíes muertos recurriendo a la patraña de la supesta existencia de un gigantesco arsenal de armas de destrucción masiva que presuntamente poseía Irak, hoy reconocido como una mentira oficial por la que nadie en Washington ha pedido perdón a sus ciudadanos. Las mentiras oficiales parece que están plenamente justificadas cuando son en beneficio del estado paternalista y protector encabezado por un Gran Hermano. Dick Cheney, de haber sido Presidente, podría haber sido la misma personificación del Gran Hermano, tiene todos los atributos para ello.

Todas las razones oficiales que hoy se esgrimen para justificar y mantener en operaciones el más extenso programa de espionaje oficial en la historia del hombre son las mismas razones dadas por el paternalista y sobreprotector Gran Hermano que solo veía por el bienestar de sus gobernados. Glenn Greenwald, el columnista de The Guardian que primero reveló, con algunos colegas, las filtraciones, y después entrevistó a su principal informante cuando éste pidió que su identidad fuera hecha pública, comentó a ABC News que cada vez que se reporta algo que el gobierno oculta, “la gente en el poder siempre hace exactamente lo mismo: atacan al mensajero, en este caso, a los medios, e intentan desacreditar la nota”, y señaló que este ha sido el caso durante décadas, desde la filtración de los Papeles del Pentágono hace más de 40 años. “Los políticos dicen que estamos poniendo en peligro la seguridad nacional. Lo único que estamos poniendo en peligro es la reputación de la gente en el poder que está construyendo este masivo aparato de espionaje… lo único que se está dañando es la credibilidad de los políticos por la manera como ejercen el poder, a oscuras”.

Pero, ¿sirvió de algo la extensa vigilancia llevada a cabo por el gobierno norteamericano en contra de sus propios ciudadanos para impedir los atentados terroristas ocurridos en el maratón de Boston el 15 de abril de 2013 (apenas dos meses antes de las revelaciones en la prensa que desenmascaraban la magnitud del espionaje llevado a cabo por el gobierno norteamericano en contra de sus propios ciudadanos)? No. Ni siquiera sirvió en las investigaciones iniciales para tratar de identificar a los dos  responsables de los atentados en Boston, tal identificación se tuvo que llevar a cabo mediante trabajo policiaco a la antigüa. Esto pese a que por tratarse de inmigrantes musulmanes provenientes de una región que ha sido tierra fértil de islamistas radicales ultrafanáticos y terroristas suicidas, deberían de haber prendido miles de focos rojos desde el momento en que empezaron a obtener a través de Internet la información para las bombas caseras de alto poder que construyeron. Este solo hecho manda por tierra el argumento de que el gigantesco aparato de espionaje montado por el gobierno norteamericano en contra de sus propios ciudadanos sirva para impedir ataques terroristas.

El conocimiento de los espionajes llevados a cabo ya tienen un impacto directo en la popularidad del Presidente Barack Obama. La controversia sobre los masivos programas secretos de espionaje empezaron a tener un costo político para la Casa Blanca a pesar de una intensa campaña para “aclarar” las dimensiones y defender el “equilibrio” logrado entre derechos a la privacidad y la seguridad nacional. Aunque las encuestas ofrecen un abanico de opinión dividido sobre los programas secretos de vigilancia de comunicaciones telefónicas y cibernéticas de millones de ciudadanos y extranjeros, las revelaciones, con otras controversias recientes, han minado el apoyo y la confianza en el Presidente, sobre todo en uno de sus sectores más fieles y activos, los jóvenes. En sólo un mes, según encuesta de CNN, el índice de aprobación de Barack Obama bajó 8 puntos, para ubicarse en 45 por ciento. Pero entre los menores de 30 años se desplomó 17 puntos en el mismo periodo. Por primera vez en su presidencia, la mitad de los estadunidenses no cree que Obama sea “honesto y confiable”. Para varios analistas que intentan explicar la reducción del índice de aprobación de los jóvenes hacia Obama, la razón es sencilla: “los jóvenes no pueden confiar en un gobierno que los espía”.

A pesar del escándalo, se da por hecho de que los programas de espionaje continuarán e inclusive que se seguirán intensificando en los años venideros con presupuestos más amplios otorgados por el Congreso norteamericano. La pregunta central es, en todo caso: ¿que garantías hay de que no se le dará un mal uso a los enormes volúmenes de información secreta y no tan secreta recabados como resultado del espionaje interno llevado a cabo por el Gran Hermano de 2013? ¿Qué garantías puede dar de esto una agencia supersecreta que no le rinde cuentas directas a sus propios ciudadanos? Aún suponiendo que por un milagro del destino los funcionarios que están encargados del espionaje interno sean hombres probos, íntegros a carta cabal operando bajo los códigos más elevados de ética conductual, desafortunadamente todos ellos tienen que jubilarse tarde o temprano, y se antoja difícil que entre los que los vayan sucediendo no haya alguno que encuentre irresistible la tentación de darle mal uso al enorme poder que tiene acumulado en sus manos. El Presidente Richard Nixon sucumbió a esa tentación, al igual que muchos otros gobernantes de otras partes del mundo en su momento han sucumbido y seguirán sucumbiendo (la Historia tiene la curiosa peculiaridad de que sus lecciones nunca son bien aprendidas y por ello tiende a repetirse una y otra vez). Esto es algo así como la superioridad militar, cuando se adquiere argumentando intenciones puramente defensivas eventualmente se tiene tarde o temprano la tentación de utilizarla para fines ofensivos y expansionistas. Los romanos tenían una frase que decía si vis pacem, para bellum (si quieres la paz, prepárate para la guerra), pero los ejércitos que los romanos en un principio formaron para la paz terminaron siendo utilizados para la guerra con fines anexionistas imponiendo en los territorios conquistados la pax romana. En 1846, el ejército que Estados Unidos había formado para garantizar su independencia lograda en 1775, un ejército creado inicialmente con intenciones defensivas, eventualmente y al tomar conciencia Washington de su superioridad militar dicho ejército fue utilizado por el gobierno norteamericano para invadir a México y arrebatarle más de la mitad de su territorio. Simple y sencillamente la tentación de utilizar la supremacía militar con fines expansionistas era demasiado irresistible, y los funcionarios y políticos norteamericanos que no eran unos santos sucumbieron a la tentación llevando a cabo una guerra de anexión de territorios. Y quizá hubieran ido mucho más lejos, continuando con la invasión de Canadá para anexarse a Canadá, de no ser por la sangrienta Guerra de Secesión de 1861 que dejó a Estados Unidos en condiciones lamentables como para tratar de emprender una nueva aventura militar anexionista.

El poder es terrible. El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Tal fue la conclusión a la que llegó Lord Acton, aunque el mismo Satanás lo podría haber escrito en algún lugar con fuego con muchos milenios de anticipación, dándonos la sabiduría de su propia experiencia. Y la información sobre las personas, especialmente todo lo que tenga que ver con sus vidas privadas, es poder. Tener toda esta información a la mano sin sucumbir a la terrible tentación de darle un mal uso require de la virtud de un santo. Y los políticos de Washington, si algo tienen, es que no son unos santos.

George Orwell se equivocó en la fecha, y se equivocó en el personaje (o mejor dicho, en su referencia al sistema socio-económico que le daría vida y culto de la personalidad al Gran Hermano sobreprotector y paternalista). Pero no se equivocó en lo que habría por venir. Ya lo estamos viendo, ya lo estamos viviendo. Es una realidad. Y a como van las cosas, tal vez los ciudadanos norteamericanos, los mismos que en otros tiempos se jactaban de ser los hombres más libres del planeta (en su himno nacional se refieren a su tierra como the land of the free), podrían terminar viviendo en carne propia la sugerencia de una vieja conseja popular mexicana: “no hables mal del padre guardián, deja las cosas como están, y navega con bandera de tonto”. Solo falta que a la realidad cada vez más cercana de la omnipresencia del poderoso e invencible Gran Hermano en todas las partes del planeta en donde nada, absolutamente nada, quedará fuera del alcance de su mirada vigilante, se vuelva también realidad lo que predice la novela futurista Un mundo feliz del también inglés Aldous Huxley. Y de hecho, con los avances actuales en la biotecnología, los norteamericanos no están tan lejos de lograr ambas cosas en un futuro muy incómodamente cercano. Están más cerca de ello de lo que se imaginan.



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