domingo, 3 de mayo de 2015

El dilema de Caifás

Uno de los personajes más vilificados en el Nuevo Testamento es sin duda alguna Caifás, el Sumo Sacerdote que proclamó a Jesús de Nazaret culpable del delito de blasfemia, sellando con ello el destino final de Jesús en la cruz.

En torno a Caifás, hay varias imprecisiones históricas que tienen que ser aclaradas.

En primer lugar, es falso que Caifás haya emitido una sentencia condenando a Jesús a morir crucificado. La región de Judea estaba dominada y controlada por los romanos, y los únicos que podían emitir una condena de muerte eran los mismos romanos. En segundo lugar, la crucifixión nunca fue un método hebreo usado para aplicar la pena de muerte, la crucifixión ni siquiera aparece mencionada en ninguna parte del Antiguo Testamento; se trataba de un método de ajusticiamiento romano y por lo tanto se puede afirmar sin titubeo que a Jesús lo mataron los romanos (sin embargo,no fueron los romanos los que inventaron la crucifixión, la crucifixión ya era usada anteriormente, en forma notoria por el general macedonio Alejandro Magno). Antes de la ocupación romana, sin embargo, la pena de muerte ya existía y era aplicada en Judea, más no por crucifixión sino generalmente por lapidación.

Históricamente, Caifás ha sido acusado de haber acusado a Jesús de incurrir en ofensa grave a la religión judía al proclamar su naturaleza divina. Sin embargo, fue el mismo Jesús quien selló su propia suerte cuando en su juicio ante el Sanhedrín se le preguntó si era Hijo de Dios, y Jesús respondió afirmativamente.

En los tiempos actuales, si alguien se proclama divino, una de dos: o es remitido a un sanatorio para enfermos mentales, o se hace multimillonario; hoy a nadie se le crucifica ni se le aplica la pena de muerte por proclamar su divinidad o supuesta divinidad, y de hecho tenemos una buena cantidad de individuos que lo han hecho en el pasado reciente y que lo siguen haciendo sin caer muertos al instante por su ofensa. Pero esto no siempre fue así. Hace dos mil años proclamarse poseedor de naturaleza divina era tomado como una blasfemia de la mayor gravedad posible, y el castigo por tal ofensa era la pena de muerte. En el Antiguo Testamento, cuando Moisés sube al Monte Sinaí para recibir las Tablas de la Ley (los Diez Mandamientos), al descender encuentra con que el pueblo al que Dios había liberado de la esclavitud en Egipto había labrado un becerro de oro al cual se le daba adoración, incurriendo con ello en el pecado de la idolatría. Y la idolatría en los tiempos de Moisés traía consigo como castigo la pena de muerte, misma que les fue aplicada a quienes al pie del Monte Sinaí se aferraron al culto al becerrro de oro. El mismísimo Primer Mandamiento dice “Amarás al Señor tu Dios por sobre todas las cosas”, y esto deja fuera por completo la práctica de la idolatría.

Podemos leer en varias citas bíblicas que desde antes de entrar a Jerusalém, Jesús ya sabía perfectamente el destino que le esperaba. Incluso, de acuerdo a los Evangelios, cuando Pedro le propone a Jesús escapar cuando aún es tiempo, Jesús interpela a Pedro con las palabras “Vade retro, Satanás” (apártate de mí, Satanás), no porque su discípulo Pedro fuese Satanás sino porque Pedro estaba siendo utilizado como caja de resonancia por el mismo Satanás para proponerle a Jesús huír salvándose de la crucifixión. Jesús sabía que si hacía caso a la sugerencia y huía, el propósito de su misión quedaría trunco. Al aceptar la suerte que le esperaba en Jerusalém, Jesús estaba obedeciendo la voluntad del Padre al desestimar la tentación ofrecida por Satanás a través de Pedro; solo con la muerte y resurrección de Jesús se podía dar cumplimiento a las profecías de Isaías que aparecen en el Antiguo Testamento, y solo con la muerte y la resurrección de Jesús se podía dar la salvación ofrecida por los Evangelios.

Se puede argumentar que Jesús, desde antes de ser llevado y presentado ante el Sanhedrín, ya enfrentaba una hostilidad con la cual quienes iban a ser sus jueces estaban predispuestos a condenarlo por lo que fuese; si no lo hubieran condenado por una cosa lo habrían condenado por otra. En efecto, más que un juicio se trataba de un linchamiento, resaltado por el hecho de que el juicio se llevó a cabo a toda prisa durante la noche siendo que los juicios de este tipo tenían que ser llevados a cabo durante el día y en presencia de todos. Para condenarlo, los jueces necesitaban de un argumento de peso. ¿Y qué mayor argumento de peso podía haber que el haber incurrido en una blasfemia de la mayor gravedad posible?

Sin duda alguna, y tomando lo anterior en cuenta, Caifás puso a Jesús en una disyuntiva que solo podía tener una consecuencia inevitable, al preguntarle directamente a Jesús si era Hijo de Dios. Jesús, que no iba a negar a su Padre, no iba a quedarse callado cuando se le formuló la pregunta sobre si él era Hijo de Dios. En obediencia plena al Primer Mandamiento “Amarás al Señor tu Dios por sobre todas las cosas”, inclusive la propia vida, Caifás no le deja otra opción a Jesús más que responder afirmativamente cuando se le pregunta si él es el Hijo de Dios. Si Jesús ante el Sanhedrín se hubiera proclamado simplemente como un profeta, Caifás y los sacerdotes del Templo habrían estado maniatados, porque tomando como base al Antiguo Testamento a ningún hombre se le puede aplicar castigo ni pena alguna si se proclama como vocero del Señor, y menos habiendo obrado prodigios como los que muchos le atribuían a Jesús. Pero para Jesús, el haberse proclamado no como Hijo de Dios sino como profeta habría sido lo mismo que negar a su Padre, en desobediencia directa al Primer Mandamiento.

Todos los hechos posteriores, o sea la pasión y muerte de Jesús, parten del preciso momento en que Jesús afirma ante el Sanhedrín ser el Hijo de Dios. En efecto, Caifas exigió a Jesús, “Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios” (Mateo 26:63). Si Caifas hubiera preguntado si Jesús era el Mesías, esto no habría sido una ofensa capital, no habría sido algo que mereciera la pena de muerte. Fue entonces de acuerdo a los Evangelios que Jesús habló por primera vez en el juicio diciendo, “Tú lo has dicho” (Mateo. 26:64). Esto es una respuesta afirmativa en la lengua original. “Sí, es como usted dice,” Jesús contestó “Claramente,  Yo soy” (Marcos. 14:62).

Veamos ahora la situación desde la perspectiva de Caifás.

La posición de Caifás era tal que sin importar lo que hubiera hecho o decidido en relación al juicio que se le siguió a Jesús, Caifás iba a terminar muy mal parado con alguien, esto era inevitable. Si hubiera liberado a Jesús después de haberse afirmado Jesús como Hijo de Dios, Caifás se habría echado encima al resto de los sacerdotes del Templo, porque tan grave era proclamarse Hijo de Dios como afirmarse seguidor y protector de alguien que afirmaba ser el Hijo de Dios sin haber obrado pruebas de su dicho; y en tal caso en el Gólgota habría habido cuatro cruces en lugar de tres: una cruz adicional para Caifás por traicionar su principal función y tarea como custodio de la fé judía. Por otro lado, proclamando culpable a Jesús, Caifás al final queda como el villano de la historia. Y muy posiblemente en los infiernos.

El problema fundamental de Caifás y los demás sacerdotes es que, al ser presentado Jesús ante el Sanhedrín, Jesús reafirmó su naturaleza divina cuando se le preguntó directamente si era hijo de Dios y Jesús respondió afirmativamente, pero sin presentar una prueba contundente e irrefutable de su divinidad (es poco conocido el hecho de que en los tiempos de Jesús hubo otros que también se proclamaron Mesías, aunque ninguno de ellos proclamó tener naturaleza divina). Cualquiera se puede presentar ante cualquier tribunal y afirmar ser de naturaleza divina, pero no cualquiera lo puede probar. La doctrina enseña que, de haber querido, Jesús lo podría haber probado, pero no lo hizo. Los apóstoles de Jesús no tenían duda alguna de que Jesús era alguien mucho muy especial, fuera de lo común, al ser testigos directos de los muchos prodigios y milagros que se le atribuyen a Jesús en el Nuevo Testamento, incluído el poder para resucitar a los muertos. Pero ninguno de los sacerdotes en el Sanhedrín fue testigo directo de ningún prodigio o milagro atribuíble a Jesús al momento de ocurrir cualquiera de los milagros y prodigios que Jesús obró en su paso por este planeta.

Si a una orden de Jesús, Caifás hubiera caído muerto ante los demás sacerdotes del Templo, es posible que varios de los sacerdotes (o quizá todos) habrían aceptado tal hecho como una prueba contundente e irrefutable de que estaban en presencia del mismo Hijo de Dios, sin duda alguna. Esto está dentro de lo posible. En los Hechos de los Apóstoles se relata en el Nuevo Testamento cómo Ananías y su esposa Safira cayeron muertos por obra del Espíritu Santo al haberle mentido Ananías y Safira a los Apóstoles que ya para entonces tenían en ellos la gracia del Espíritu Santo (o sea, mentirle a los Apóstoles era equiparable que mentirle al Espíritu Santo). Sin embargo, tal cosa no ocurrió ante el Sanhedrín. La única manera en la cual los sacerdotes del Templo se podían poner todos ellos del lado de Jesús era única y exclusivamente mediante la fé, sin necesidad de esperar que Jesús obrase algún prodigio ante ellos. Por regla general, los jurados públicos, inclusive en nuestros tiempos, no son guiados ni dependen de la ejecución de algún prodigio. Los prodigios pueden darse fuera, y el Nuevo Testamento relata muchos de tales prodigios que se dieron fuera, pero no hay una sola instancia de un prodigio llevándose a cabo dentro de la sala de un tribunal y en presencia de los jueces cuyo suceso sea determinante en dictarle culpabilidad o inocencia al acusado.

Así pues, al ser presentado Jesús ante el Sanhedrín, Jesús se presentó al cien por ciento en su naturaleza humana. Si Jesús hubiera dado allí mismo una prueba irrefutable de su divinidad ante los sacerdotes, el Sanhedrín no habría tenido otra alternativa más que proclamar a Jesús como el Mesías libertador anunciado en las profecías de Isaías. Pero puesto que el Mesías que esperaban en ese entonces era un Mesías que liberaría a los judíos del yugo de los romanos (tal y como lo hizo Moisés cuando liberó a los judíos sacándolos de Egipto), el imperio más poderoso del planeta en ese entonces, Jesús habría tenido que encabezar algo espectacular que habría cambiado todos los libros de historia que tenemos en la actualidad. Los judios de ese entonces esperaban que el libertador fuera una especie de Moisés con la capacidad de obrar prodigios como los que el Antiguo Testamento documenta en el libro del Éxodo. Y Moisés no necesitó de un Ejército con soldados y generales para sacar a los judíos de Egipto. Es importante recalcar que el Mesías anunciado en el Antiguo Testamento es un Mesías humano, ciertamente no esperaban que el Mesías profetizado fuese el mismo Hijo de Dios. Si un humano como Moisés al servicio del Señor podía separar las aguas del mar tocando las aguas con su báculo, ¿qué no podría hacer el mismo Hijo de Dios en su papel de Mesías? Posiblemente invocar a veinte legiones de ángeles para acabar en su totalidad con el ejército romano que ocupaba Judea. Y cambiar el curso de la historia (dicho sea de paso, en aquellos tiempos muchos creyentes tanto judíos como cristianos interpretaban al Apocalipsis como una batalla decisiva entre el Bien y el Mal en donde del lado del Bien estaban los creyentes y seguidores de la fé judeo-cristiana y del lado del Mal estaban los paganos romanos que eran tomados como el equivalente del mismo Satanás con el Emperador de Roma representando al mismo Anticristo). De acuerdo con esta visión apocalíptica sostenida por muchos tanto judíos como cristianos el Armagedón sería la batalla decisiva final en contra de los paganos que subyugaban a Judea, o sea el Imperio Romano. Y si Jesús además de ser el Mesías era el mismo Hijo de Dios, ¿quién mejor para vencer al pueblo romano, para vencer a los paganos y al Antcristo Emperador de Roma?

Sin embargo, desde mucho antes de los tiempos de Jesús la Providencia ya había determinado que no habría algo que se pueda llamar una “prueba científica de la existencia de Dios”. La aceptación de la existencia de Dios tendría que llegar (y todavía hoy en nuestros tiempos tiene que llegar) única y exclusivamente a través de la fé. O puesto en las mismas palabras de Jesús: “Benditos aquellos que han visto y han creído, pero más benditos son aquellos que no han visto y han creído”. Esto lo reafirma Jesús en su propia comparecencia ante el Sanhedrín y en su propia pasión y muerte, en donde no efectuó milagro alguno excepto la conversión de más personas hacia él pero únicamente a través de la fé. El único prodigio que se pudo haber dado con testigos humanos del prodigio debió haber ocurrido al contemplar lo que ocurre en la resurrección de Jesús, cuando Jesús sale con vida de su sepulcro. Para impedir que se cumpliera la profecía de la resurrección de Jesús al tercer día, o desde la perspectiva de los que condenaron a muerte a Jesús, que pudiera haber una resurrección simulada de Jesús mediante la simple substracción del cuerpo llevada a cabo por los seguidores de Jesús, Caifás y los sacerdotes del Templo insistieron mucho ante el procurador romano Poncio Pilatos que se montara una guardia de soldados romanos durante los primeros días (o las primeras semanas). Pasado el tercer día, y con el cuerpo aún en el sepulcro, el “peligro” de uns substracción del cuerpo inerte de Jesús por parte de sus seguidores habría pasado y los guardias romanos podrían ser retirados. Pero ocurrió algo extraordinario: el sello del Emperador de Roma puesto sobre el sepulcro de Jesús (una piedra bastante pesada que requiere de varios hombres para poder moverla) fue roto y el cuerpo de Jesús desapareció ¡en presencia de los mismos soldados romanos! Los cuales necesariamente tuvieron que haber sido testigos de lo que ocurrió. Las Escrituras no dan detalles sobre lo que ocurrió, y aunque algunos exégetas han manejado la idea de que los soldados romanos que custodiaban la tumba de Jesús se quedaron dormidos mientras el sello del sepulcro fue removido y Jesús salió del sepulcro, lo cierto es que la pena que se aplicaba a los soldados romanos que se quedaban dormidos al encomendárseles una vigía era la pena de muerte. Y no sólo había soldados romanos custodiando el sepulcro, también había vigilantes puestos por órdenes del Sanhedrín. Se puede considerar entonces la tesis de que algo sumamente extraordinario ocurrió cuando Jesús resucitó y salió de su tumba, algo verdaderamente extraordinario de lo cual los soldados romanos que custodiaban la tumba de Jesús fueron testigos. Y el procurador Pilatos, para impedir que esto fuese del conocimiento público saliéndose las cosas fuera de su control (además de no creerle a sus propios soldados lo que le hayan relatado), Pilatos simple y sencillamente mandó matar a todos los soldados romanos que estuvieron custodiando la tumba de Jesús y que no pudieron hacer nada para impedir la desaparición del cuerpo, y para tal caso también tuvo que mandar matar también a todos los vigías judíos puestos por el Sanhedrín. Esto explicaría el boquete que hay en los relatos de lo que sucedió ante los soldados romanos cuando Jesús salió de su tumba por su propio pie. Sin embargo, para sostener en plenitud la hipótesis de que Jesús no resucitó, Pilatos necesitaba algo indispensable: el cuerpo de Jesús. Y no había cuerpo alguno que mostrar. No le quedó más remedio que tragarse su preocupación y sus temores ante lo sucedido. Y ver crecer al Cristianismo hasta llegar a la misma Roma.

El abogado defensor de Caifás muy bien podría decir: “Caifás estaba doblemente bendito. Si hubiera acusado y proclamado a Jesús culpable de blasfemia, como de hecho lo hizo, estaba haciendo justo lo que se esperaba que hiciera cualquier otro en su lugar al serle presentado en el Templo de Jerusalem a alguien que se proclamase de naturaleza divina sin serlo, cumpliendo así al pie de la letra con su misión sacerdotal en la preservación de la doctrina. Y si hubiera proclamado a Jesús como Mesías aún a costa de su propia vida, Caifás también habría servido al Señor al reconocer a Jesús como el Hijo de Dios basado tal solo en la fé, aceptando la naturaleza divina de Jesús sin necesidad de tener que presenciar milagro o prodigo alguno. No importa que decisión tomase, Caifás habría servido a Dios”.

Por otro lado, el fiscal acusador de Caifás muy bien podría decir: “Caifás estaba doblemente maldito. Al acusar y proclamar a Jesús culpable de blasfemia, como de hecho lo hizo, condenó a la muerte al mismo Hijo de Dios, incurriendo en el peor de los pecados imaginables (y, presumiblemente, condenándose a los infiernos). Y si hubiera proclamado a Jesús como el hijo de Dios, lo cual no hizo, entonces habría renegado de una de sus principales responsabilidades como Sumo Sacerdote del Sanhedrín, esto es, la defensa de la doctrina a través de la persecusión y ajusticiamiento de cualquiera que sin presentar pruebas se proclamase poseedor de naturaleza divina. No importa que decisión tomase, Caifás habría estado en oposición a los designios del Creador”.

Conclusión: Caifás vivió en el lugar equivocado en el tiempo equivocado. De haber tenido una visión hacia el futuro, con la capacidad de poder mirar hacia atrás, posiblemente habría preferido nacer en otro lugar bien alejado de Jerusalém, quizá en algún lugar de la Galilea cerca del mar, trabajando como pescador y viviendo una vida sencilla en compañía de su familia, dejándole a otro los dilemas de tener que vérselas con decisiones duras para las que no hay salida fácil y será imposible poder quedar bien con todos.

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