martes, 1 de diciembre de 2015

Chistes de Catón para el Invierno 2016

Ha pasado ya algún tiempo en que no he recordado a mi tocayo Armando Fuentes Aguirre “Catón”, uno de los más prolíficos humoristas de México, ni he hecho mención a algunos de los chistes que de vez en cuando suelo ver en sus columnas. Para poner remedio a este imperdonable olvido, y para preparar a mis lectores para la temporada de invierno que se viene (la cual comienza de hecho el el 22 de diciembre a las 05:48 horas y durará 88 días), presento aquí algunos de sus chistes que espero que ayuden a mis lectores a mantenerse calientitos en este invierno tomándose una taza de chocolate caliente mientras disfrutan del ingenio de mi tocayo. No hay nada mejor para la temporada navideña y de fin de año que un buen humor para compartirlo en las fiestas decembrinas con los amigos (y las amigas y las amiguitas). Como en las ocasiones anteriores, los chistes estarán separados en rondines de veinte en veinte, con el propósito de facilitar el regresar en un tiempo posterior a retomar la lectura en el lugar en donde quedó pendiente leer el resto del material por falta de tiempo para leerlo todo de corrido. Bueno, aquí van.


Rondín # 1


“¿Es usted sexualmente activa?”. Tal fue la pregunta que el médico le hizo a doña Frigidia. Contestó ella: “No, doctor. Yo nada más me pongo”.

Simpliciano, imberbe joven sin ciencia de la vida, invitó a Pirulina, muchacha sabidora, a ir con él a su departamento. Ya ahí el cándido galán sacó un tablero de ajedrez y le propuso jugar una partida. Respondió Pirulina con enojo: “Te equivocas. Yo no soy de esa clase de chicas”.

La mamá de Avidia le dijo muy preocupada: “¿Por qué te casas con ese hombre de 80 años? Tú estás en flor de edad; no serás feliz con él”. “Sí lo seré –declaró ella-. Tiene una limusina, un yate y un jet”. Opuso la señora: “Eso no te dará felicidad”. “Sí me la dará –repitió Avidia-.  El chofer, el capitán y el piloto son jóvenes y guapos”.

La señora iba a dar a luz por primera vez. Le sugirió el ginecólogo: “Siempre recomiendo que el padre de la criatura esté presente en el alumbramiento”. Replicó ella: “En este caso no creo que sea buena idea, doctor. Él y mi esposo no se llevan bien”.

Pepito fue al baile de disfraces en patines y sin ropa. Explicó: “Vengo disfrazado de carrito de estirar”.

La esposa de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, tenía dudas acerca de la fidelidad de su marido. Él le habló, dramático: “En mi vida hay una sola mujer, y ésa eres tú”. Con igual vehemencia le demandó ella: “¡Júramelo por tus hijos!”. Preguntó Capronio: “¿Por todos o nada más por los nuestros?”.

El rano, macho de la rana, estaba en trance erótico con la ranita. Sacó la cabeza de entre sus ancas y le dijo con una gran sonrisa: “¡Mira! ¡De veras sabes a pollo!”.

En la Última Cena el buen Jesús le preguntó a San Pedro: “¿Me amas, Pedro?”. Respondió el apóstol: “Mira, Señor, te estimo bastante, pero aquí el rarito es Juan”.

Don Algón, salaz ejecutivo, invitó a Rosibel, su linda secretaria, a pasar un fin de semana con él en su bungalow de playa. Le prometió: “La vamos a pasar muy bien”. “Iré con mucho gusto –aceptó la curvilínea joven-, y llevaré a mi novio”. “¿Tu novio? –se atufó el senescente galán-. ¿Para qué llevas a tu novio?”. Contestó Rosibel: “La esposa de usted también tiene derecho a pasarla bien”.

Afrodisio le dijo a Dulcilí: “¿Jugamos a vivos y muertos?”. Ella, inquieta, preguntó: “¿Cómo se juega eso?”. Explicó el verraco: “Tú te haces la muerta, y yo me paso de vivo”.

El teniente Columbino, famoso detective, llegó a la escena del crimen. Un hombre yacía sin vida en la tina de baño llena de leche y hojuelas de maíz. Sólo un vistazo necesitó el sabueso para dar con la clave del delito. “No cabe duda –dijo-. Estamos en presencia de un asesino cereal”. (Caón, un chiste más como ése y mis cuatro lectores quedarán reducidos a dos).

Dos jóvenes marinos caminaban por el muelle cuando una dama de la noche los llamó desde una ventana y les dijo: “¡Hey, chicos! ¡Vengan y les daré algo que nunca han tenido!”. Uno de los marineros le preguntó al otro: “¿Qué crees que nos dará? ¿Chikungunya?”.

El buen Dios inventó el vino y los licores para que también los feítos y las feítas tengamos oportunidad de hacer el amor.

El misionero que iba por la selva sonrió al ver un cachorro de león, y más se divirtió cuando el leoncito empezó a juguetear con él traviesamente. La sonrisa se le borró cuando apareció la leona y le dijo a su retoño: “¿Cuántas veces te he dicho, Junior, que no juegues con la comida?”.

¿Por qué los hombres se vuelven más inteligentes cuando hacen el amor? Porque están conectados a una mujer.

El famoso actor Garricko de Mendoza llegó a la ciudad a representar la alta comedia titulada “Cobardías”, de Manuel Linares Rivas. Don Sinople, amigo de juventud del gran artista, lo invitó a cenar en su casa. Como él no iba a estar a la llegada del invitado le advirtió a doña Panoplia, su esposa: “Ten mucho cuidado con Garricko. Su labia es tal que llega a hacer que las mujeres le rueguen que las tome”. Cuando llegó don Sinople a su casa saludó efusivamente al actor, que fumaba con languidez en la chaise longue de la sala un cigarrillo egipcio. Luego llamó aparte a su mujer y le preguntó en voz baja: “¿Cómo te fue con Garricko?”. Respondió con orgullo la señora: “Yo no tuve que rogarle”.

Don Remisio llevaba ya media hora haciéndole el amor a su mujer. Le preguntó la señora: “¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tardando tanto?”. “Perdóname –se disculpó él-. Es que no puedo pensar en nadie”.

Un encuestador entrevistó a Afrodisio: “¿Practica usted el sexo seguro?”. “Desde luego -contestó el salaz sujeto-. Ninguna de mis amigas vive a menos de 10 kilómetros de mi casa”.

Comentó un tipo: “Cuando éramos niños mi hermana jugaba con muñecas y yo con soldados. Ahora la cosa es al revés”.

Don Cornulio le contó, preocupado, a un amigo: “Pienso que mi esposa ha empezado a fumar. El otro día llegué a mi casa más temprano que de costumbre, y en el buró de su cama vi una pipa”.


Rondín # 2


Augurio Malsinado se quejó: “Tengo muy mala suerte en el renglón del sexo. Una prostituta me dijo: ‘Esta noche no. Me duele la cabeza’”.

Dulciflor se fue a confesar con el padre Arsilio: “Me acuso, señor cura, de que le toqué a mi novio la pipí”. Preguntó el sacerdote: “¿Cuántos años tienes?”. Respondió ella: “25”. Le indicó el confesor: “Entonces ya estás en edad de decir ‘la polla’”.

Viene a continuación un cuento propio de lenguaces. Las personas que no gusten de esa clase de cuentos deben abstenerse de leerlo… Se iba a casar Eglogio, silvestre joven sin ciencia de la vida. Su padre, don Poseidón, le dijo que antes de contraer matrimonio debía cerciorarse de si su futura esposa era casta y honesta, y comprobar que jamás hubiera estado con otro hombre. Preguntó Eglogio: “¿Cómo puedo saber eso?”. “Para saberlo –respondió el viejo-, consíguete un pomo de pintura amarilla, otro de pintura verde, un pincel y una pala”. Se sorprendió el muchacho al escuchar aquello. Inquirió: “¿Para qué todo eso?”. Replicó don Poseidón: “Píntate un testículo de verde, y de amarillo el otro. Luego lleva a tu novia a un lugar apartado y desvístete. Si ella te pregunta, intrigada: ‘¿Por qué tienes los éstos de colores?’, eso querrá decir que ya ha visto a otros hombres. Entonces dale con la pala en la cabeza”.

El señor llegó a su casa y encontró a su esposa en la cama, sin ropa –la esposa, no la cama-, toda revuelta –la cama, no la esposa- y mostrando las señas de un fragoroso episodio de erotismo (la esposa y la cama). Al lado de la señora un individuo fumaba con toda calma recargado en la cabecera del lecho. Antes de que el estupefacto marido pudiera pronunciar palabra le dijo su mujer, llorosa: “Y esto no es todo, viejo. ¡También me vendió una enciclopedia!”.

El antropólogo le preguntó al beduino: “¿Practican ustedes el sexo seguro?”. “Claro –contestó el hombre-. Marcamos a los camellos que patean”.

Los requisitos para obtener el empleo de secretaria incluían presentar tres cartas de recomendación. Don Algón se dirigió a la curvilínea aspirante: “¿Tiene usted tres recomendaciones?”. “Sí –respondió ella con sonrisa insinuativa-. 90-60-90”.

Una atractiva señora le pidió al taxista que la llevara al aeropuerto. En el trayecto le dijo el conductor: “Es usted la tercera mujer embarazada a la que llevo al aeropuerto esta mañana”. Replicó ella: “No estoy embarazada”. Manifestó el taxista: “Todavía no llegamos al aeropuerto”.

Una muchacha se quejó: “Cuando encuentras un hombre que podría ser un buen marido, casi siempre ya lo es”.

Tres individuos llegaron al mismo tiempo al Cielo. Los tres mostraban una sonrisa de oreja a oreja. San Pedro los interrogó, los inscribió en su libro de admisiones y luego les franqueó la entrada a la morada de la eterna bienaventuranza. Los vio el Señor y le preguntó al apóstol de las llaves quiénes eran esos hombres, y por qué sonreían así. El portero celestial indicó al primero y leyó el registro de su libro: “Pierre Renard, francés. Le dio un infarto en el momento en que estaba haciendo el amor con una linda chica. Eso explica su sonrisa”. Presentó San Pedro al segundo: “Pancho Güevez, mexicano. Sufrió una embolia cuando estaba brindando con amigos. Eso explica su sonrisa”. Finalmente el apóstol señaló al tercero: “Augusto Máximo, argentino. Le cayó un rayo, y pensó que Dios le estaba tomando una fotografía. Eso explica su sonrisa”.

“No se puede confiar en las mujeres—le dijo un tipo a otro—. Mi novia me contó que había pasado la noche con su hermana, y no era cierto: yo pasé la noche con su hermana”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, se quejó con el gendarme de la esquina: “Le pedí una dirección a aquel hombre y me dijo que me fuera a la tiznada”. Replicó el jenízaro: “¿Y no sabe cómo llegar?”.

El guerrero maya habló con el sumo sacerdote: “Ya sé que la tradición dicta que debemos tocar los tambores y arrojar las doncellas al cenote, pero ¿no cree usted que sería más divertido hacer las cosas al revés?”.

Afrodisio le preguntó a Dulcilí: “Si fueras a una fiesta, bebieras hasta emborracharte y amanecieras con señales de haber hecho el amor ¿se lo contarías a alguien?”. Respondió Dulcilí: “Claro que no”. “En ese caso —prosiguió el salaz tipo— te invito a una fiesta”.

El asombrado reverendo que ofició la boda le indicó al novio hablando hacia abajo: “Dije que podía usted besar a la novia. Besarla únicamente”.

Un forastero llegó al pequeño pueblo y se dirigió a un vecino del lugar: “¿Hay aquí mujeres para pasar un rato?”. Inquirió el otro: “¿Como de cuánto?”. Respondió el visitante: “Como de 200 pesos”. Contestó el lugareño: “Toque usted en la puerta de aquella casa verde”. Dijo el recién llegado: “¿Y como de 500 pesos?”. “Toque en la puerta de aquella casa amarilla”. “¿Y como de mil pesos?”. “Toque en la puerta de aquella casa azul”. Preguntó el fuereño: “¿Y como de 5 mil pesos?”. El sujeto ponderó por un momento la cuestión y luego replicó: “Toque usted en cualquier puerta”.

En la noche de bodas la recién casada contempló por primera vez a su marido al natural, quiero decir nudo, corito, sin ninguna ropa. Le dijo: “Veo que tu parte varonil es estilo Peter Pan”. “¿Por qué?” —preguntó el galán, intrigado. Respondió ella: “Nunca creció”.

En esta columneja han aparecido cuentos crueles, y han visto la luz también cuentos absurdos. Pero el que sigue es al mismo tiempo absurdo y cruel. Hubo un terrible accidente en el cual perdieron la vida muchos de los pasajeros que iban en un autobús, algunos de los cuales quedaron mutilados. La cabeza de uno de ellos fue recogida y llevada a la morgue. Alguien recordó haber visto alguna vez al fallecido en compañía de Babalucas, de modo que se le llamó para que identificara al muerto. El forense levantó en alto la cabeza y le preguntó al compareciente: “¿Es éste su amigo Feneciano?”. Vio muy bien la cabeza Babalucas y luego dijo: “Se le parece bastante, pero él era más bajito”.

Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, se indignó al ver a un infeliz perrillo que corría calle abajo aullando de terror, pues alguien le había atado unas cazuelas en la cola. “¡Qué abuso! —profirió hecha una furia—. ¡Una acción así es incalificable! ¡Pondré este bochornoso caso en conocimiento de la policía!”. Le preguntó alguien: “¿Es usted amante de los perros? ¿Pertenece a la Sociedad Protectora de los Animales?”. “No —replicó la empingorotada dama—. Pero las cazuelas son mías”.

Doña Macalota, esposa de don Chinguetas, le reclamó: “En lo único que piensas es en el golf. Estoy segura de que ni siquiera recuerdas la fecha en que nos casamos”. “¡Claro que la recuerdo! —protestó Chinguetas—. ¡La tarde de ese día hice un putt de 35 yardas!”.

Un limpiador de ventanas cayó de lo alto de un segundo piso. En torno de él se congregaron los transeúntes. Uno dijo: “Denle agua”. “¡Agua, agua! —repitió con enojo el caído—. ¿De qué piso tengo que caerme para que me den un trago de tequila, whisky o ron?”.


Rondín # 3


Con lamentoso acento la señora le contó a su vecina: “Pesqué a mi marido haciendo el amor”. Replicó la otra: “Yo también pesqué al mío en la misma forma. De otro modo no se habría casado conmigo”.

Don Algón compró un frasquito de perfume en la tienda de departamentos. La empleada le preguntó: “¿Una sorpresa para su esposa en su cumpleaños?”. “Seguramente será una sorpresa —replicó el ejecutivo—. Ella está esperando un automóvil”.

El airado marido le dijo al individuo: “Sé que está usted durmiendo con mi esposa”. Respondió el otro: “Le juro que ni siquiera pestañeamos”.

Lord Highrump, flemático caballero inglés, viajaba en tren. A su lado iba un molesto turista americano que le dijo: “Ustedes los británicos han vivido siempre aislados. En cambio quienes nacimos en Estados Unidos somos ciudadanos del mundo. Mire usted: por mis venas corre sangre italiana, irlandesa, portuguesa, rusa y escandinava”. Preguntó, lacónico, lord Highrump: “¿Viajaba mucho su señora madre?”.

Lo único peor que hay aparte de ser viejo y pobre es ser joven y pobre.

Kid Grogo, que había visto pasar sus mejores tiempos como boxeador, se desplomó en el banquillo de su esquina y le preguntó a su mánager: “¿En qué round va la pelea?”. Le contestó el manejador: “Cuando suene la campana empezará el primero”.

El doctor Ken Hosanna se asombró al ver las heridas y laceraciones que mostraba su joven paciente. El muchacho traía el tafanario, o sea la región glútea, las cachas, ancas, antifonario o traspuntín, cubierto de moretones y magulladuras. Preguntole: “¿Qué te sucedió?”. Explicó el desdichado: “Le estaba haciendo el amor a mi novia cuando de súbito se desprendió el candil del techo y me cayó en las nachas”. El doctor Hosanna se puso una mano en el mentón para significar que el caso era difícil y poder elevar así el monto de sus honorarios. Luego le dijo a su paciente: “Los golpes que en los glúteos recibiste son de consideración. Calculo que no podrás sentarte en dos semanas”. Replicó el muchacho: “La cosa pudo haber estado peor. Un segundo antes y el candil me habría roto el cráneo”.

Dos hombres iban a ser fusilados. El jefe de los ejecutores le preguntó al reo que iba a morir primero: “¿Cuál es tu último deseo?”. Respondió el tipo: “Antes de irme de este mundo quiero cantar la sentida romanza ‘Tre giorni son que Nina’, acompañándome yo mismo en el acordeón”. El jefe se dirigió al que sería ejecutado en segundo lugar: “Y tú ¿tienes un último deseo?”.  “Sí -contestó el sujeto-. Quiero irme de este mundo antes de que cante ese caborón”.

El condenado a la silla eléctrica caminaba al sitio de la ejecución. A su lado iba un ministro religioso que le leía en voz alta el salmo 23: “El Señor es mi pastor; nada me faltará…”. Llegados a la sala donde estaba el terrible instrumento de muerte los guardias hicieron sentar al desdichado en la silla y lo ataron a ella con correas. El pastor lo preguntó: “Hermano: ¿puedo hacer algo por ti?”. “Tengo miedo, reverendo –dijo el reo con voz trémula-. Por favor, en el momento de la ejecución tómeme la mano”.

El prisionero pidió: “Para mi última cena quiero comer fresas con crema”. Le dijeron: “No es temporada de fresas”. Replicó: “Esperaré.

Un piquete de soldados llevaba a un desertor a fusilar. Era una madrugada de invierno; caía nieve; soplaba un cierzo que congelaba. El sentenciado y quienes lo iban a ejecutar marchaban penosamente por el fangoso camino; se había dado orden de que el hombre fuera fusilado lo más lejos posible del pueblo. El condenado tiritaba de frío, lo mismo que los hombres que formaban el pelotón de fusilamiento. Dando diente con diente el que iba a morir le dijo a uno de los soldados: “¡Qué tiempo de perros!”. “No te quejes –le contestó el otro-. Nosotros todavía tenemos que regresar”.

El jefe de los rebeldes había caído prisionero. Desde lo alto de una colina dos de sus hombres trataban de adivinar lo que le iba a suceder. Uno de ellos miró a través de su catalejo y le dijo al otro: “Están sacando al comandante al patio, y le están poniendo una venda en los ojos”. Preguntó el otro lleno de inquietud: “¿Lo irán a fusilar, tú?”. “Pienso que sí –respondió el del catalejo-, porque piñata no veo”.

Un hombre fue puesto en la silla eléctrica. Cuando el guardia rasgó la pernera del pantalón para atarle la pierna vio a la altura del tobillo cierta cosa que lo llenó de asombro. Le dijo al condenado, con admiración: “¡Ah pa’ cosita!”. Gimió el reo: “No te burles. ¡Con el susto a quién no se le encoge!”.

El abogado le informó a doña Mesalina: “Su marido quiere divorciarse de usted. La acusa de haberlo engañado; dice que llegó a su casa y la encontró en la cama con un hombre”. “Él fue quien me engañó –se defendió la señora–. Me dijo que llegaría a las 11 de la noche, y llegó a las 9”….

Ahora está de moda la dieta china. Puedes comer todo lo que quieras, pero nada más te dan un palillo.

Lord Highrump le comentó en el club a lord Feebledick: “¿Supiste que Boozebag se casó?”. “¿Con quién?” –preguntó el lord. “Con un gorila –respondió Highrump, flemático–. Lo conoció en Borneo, se enamoró y le pidió que se casara con él”. Sin cambiar la expresión dijo lord Feebledick: “No me extraña. Siempre lo consideré un tipo raro”. “No es tan raro –acotó Highrump-. Casó con gorila hembra”.

Avaricio Cenaoscuras, hombre cutre, cicatero, le preguntó a la chica de tacón dorado cuál era el monto de sus honorarios. Ella a su vez le preguntó cuánto traía. “50 pesos” –respondió el sujeto. “Por esa cantidad –le informó la mujer– sólo tienes derecho a una frotadita”. El tipo accedió, y la mujer frotó su cuerpo brevemente con el del individuo. Al terminar el episodio Avaricio sacó un billete de 50 pesos, lo frotó en el cuerpo de la daifa y se alejó.

Don Valetu di Nario cumplió 105 años. Un reportero le preguntó a qué atribuía el hecho de haber llegado a tan avanzada edad. “Bueno –explicó el provecto señor–, el año pasado dejé de beber y de andar con mujeres”.

Don Chinguetas le dijo a su esposa, doña Macalota: “¿Qué harías si me sacara la lotería?”. Respondió ella: “Te exigiría la mitad del premio y me iría de la casa”. “Muy bien –manifestó Chinguetas–. En el sorteo de anoche me saqué mil pesos. Aquí tienes 500, y que te vaya bien”.

Vanidoso tipo es Jactancio Elátez. En el momento del culmen amoroso no grita: “¡Dios mío! ¡Dios mío!”. Grita: “¡Yo mío! ¡Yo mío!”.


Rondín # 4


Los novios se iban a casar, y hablaron sobre el número de hijos que tendrían. Ella quería tres, y él solamente dos. No se ponía de acuerdo; la discusión subió de tono. El muchacho declaró: “Tendremos nada más dos hijos. Para asegurarme de eso, después de que nazca el segundo me haré la vasectomía”. “Está bien –replicó ella-. Pero espero que quieras al tercero como si fuera tuyo”.

Una chica soltera le anunció a su amiga: “Estoy embarazada”. “¡Santo Cielo, Susiflor! –exclamó la otra-. Pues ¿qué se te metió?”. “¡Ay! –se impacientó ella-. ¡Qué pregunta!”.

Cierto activista le dijo a un ciudadano: “Cuando venga la revolución se acabará la pobreza. Todos comeremos fresas con crema”. Opuso el hombre: “A mí no me gustan las fresas con crema”. Replicó el revolucionario: “Cuando venga la revolución te tendrán que gustar a huevo”.

Un tipo le dijo a otro: “Vi a tu esposa en una fiesta”. “No puede ser –negó el otro-. Mi mujer no va sin mí a ninguna fiesta”. “Estoy seguro de que era ella –insistió el primero-. La vi bien; era tu esposa”. Preguntó, inquieto, el amigo: “¿Qué ropa llevaba?”. “No sé –respondió el tipo-. Llegué cuando ya todos se habían encuerado, y me salí antes de que se vistieran”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le pidió a Dulcilí, muchacha ingenua, la dación de su más íntimo tesoro. Le dijo ella: “No puedo. Soy virgen”. Replicó el salaz verraco: “¿Y eso qué? Total, después te rezo una novena”.

Letrero conmovedor: “Si alguna chica busca un novio que sea algo feíto, pero que nadie se lo quite, pregunte aquí”.

Don Cornulio comentó en la oficina: “El día del Amor y la Amistad llegué a mi casa antes de la hora acostumbrada, pues le llevaba una regalo sorpresa a mi mujer. La encontré en la recámara, sin ropa y muy nerviosa. Me dijo que estaba así porque ella también me tenía un obsequio. En efecto, en una silla al lado de la cama había una camisa, un pantalón, zapatos y demás. Desgraciadamente todo me quedó grande”.

Los reclutas se iban a lanzar por primera vez en paracaídas. Les dijo el instructor: “Recuerden: la argolla para abrir el paracaídas está a la altura de sus testículos”. Uno de los reclutas dijo: “No la encuentro”. Replicó el instructor: “A la altura de los testículos, dije. Tú estás buscando a la altura de la garganta”. Respondió con temblorosa voz el recluta: “Ahí los traigo”.

El lechero del pueblo les comentó a sus amigos. “Esta ola de desempleo me está perjudicando”. Preguntó uno: “¿Vendes menos leche?”. “No –contestó el hombre-. Pero muchos maridos están ahora en su casa”.

Este hombre joven gustaba de salir en su motocicleta los fines de semana a recorrer senderos alejados del bullicio citadino. En cierta ocasión lo sorprendió la noche en sus andanzas, y buscó acogimiento en una granja. El dueño lo recibió con agrado, pues él también había sido motociclista en sus años mozos. Tuvo, según dijo, una Type H en la cual había logrado alcanzar velocidades hasta de 20 kilómetros por hora en camino de terracería, 30 en carretera pavimentada. Le ofreció “la pobre cena de la casa”, consistente en carne asada, pollo, pescado, pato, cuatro variedades de quesos y postre de diversas frutas. Finalmente le preguntó: “¿Dónde le gustaría pasar la noche, amigo? Puede dormir en el granero o con la beba de la casa. Escoja”. El motociclista se dijo que sería incómodo compartir la cama con una bebé que quizá lo despertaría con sus lloros o –peor aún- lo mojaría con sus efluvios infantiles. Así pues dijo: “Prefiero dormir en el granero, para no molestar a la pequeña”. Efectivamente, pasó la noche en el galpón con acompañamiento de caballos, vacas, gallinas y otros variados bichos no domésticos tanto pertenecientes a la familia de los insectos como de los roedores, cuya indeseada presencia no le permitió conciliar el sueño. Llegó el nuevo día –siempre llega un nuevo día- y he aquí que se apareció en el granero una preciosa chica de 18 abriles, de cuerpo escultural y rostro de singular belleza. Le preguntó el huésped, impresionado: “¿Quién eres, hermosa joven?”. Respondió la muchacha: “Soy la beba de la casa. Y usted ¿quién es?”. Contestó el hombre, mohíno: “Soy el pendejo de la moto”.

El mismo día que obtuvo su título de abogado el joven profesionista fue a pedir la mano de su novia, hija de uno de sus maestros. “Creo, Justiniano —le dijo éste—, que antes de casarte deberías practicar por lo menos un año”. El galancete se dirigió a la muchacha, ahí presente. Le dijo: “Ya hemos estado practicando casi dos, ¿verdad, mi amor?”.

El empleado del manicomio le informó al director: “Un señor pregunta si se nos escapó alguno de los asilados”. “¿Por qué quiere saber eso?” —inquirió el director—. Respondió el otro: “Es que su esposa se fue con otro, y el señor dice que el hombre tiene que estar loco para irse con su mujer”.

A la llegada del ídolo del rock se hizo en el aeropuerto  un alboroto enorme. Al final un reportero entrevistó a la presidenta del club de admiradoras. “¿Cómo le hiciste —le preguntó— para darle un beso a Tricky Pricky en plena batahola?”. “¡Ay, no! —se sonrojó ella—. ¡Se lo di nada más en la mejilla!”.

En la madrugada del segundo día la insaciable recién casada despertó a su agotado maridito y le pidió una nueva demostración de amor. “¡Pero, Avidalia! —respondió él con feble voz—. Ya lo hemos hecho 12 veces ¿y quieres una más?”. “¿Qué? —replicó ella—. ¿Eres supersticioso?”.

En el lado izquierdo del abundoso pecho la mesera lucía su nombre, Galatea, inscrito en un gafete plástico. Un borrachín se le quedó viendo y le pregunta: “Perdone, señorita: ¿cómo se llama la otra?”…

Himenia Camafría, madura señorita soltera, se quejó de un amigo. “Vacilio me decepcionó —decía—. Me ofreció enseñarme el sitio donde le hicieron la vasectomía y el idiota me mostró el hospital”.

Eran las 12 de la noche, y Etilio Briáguez no llegaba a su casa. Para colmo había dejado ahí su celular.  Su esposa tomó el teléfono y llamó a la cantina, pues tenía la seguridad de que ahí estaba. Y en efecto, no se equivocaba: estaba ahí. “¡Etilio! —le grita el cantinero—. ¡Te habla tu señora!’’. Toma Briáguez el teléfono y dijo en la bocina: “¡Tizna a tu madre!”. Y colgó. Horas después se encaminó a su casa. Cuando llegó encontró a su mujer bañada en lágrimas. “¿Por qué lloras?” —le preguntó. Gimió la esposa: “Te hablé por teléfono a la cantina, y alguien me recordó la mamá”. “¡Cómo es posible! —rugió Etilio encaminándose otra vez hacia la puerta—. ¡Ahora mismo voy a investigar quién fue!”.

Una madura señorita soltera italiana llamada Natica Gelata era dueña de un loro napolitano muy pícaro. En un descuido de Natica el desgraciado perico se metió en el corral de las gallinas y a todas las hizo víctimas de sus impulsos eróticos. En castigo la señorita Gelata le arrancó todas las plumas de la cabeza, y lo dejó pelón. Esa misma noche fueron de visita a la casa de Natica el cura del pueblo y su vicario. Los dos eran calvos. Desde su jaula los miró el ruin cotorro y les dijo: “Conque con las gallinas, ¿eh?”.

Se casó el hijo mayor de don Frustracio. Al poco tiempo el muchacho se fue a quejar con su padre. Le dijo: “A mí mujer no le gusta el sexo. Sólo quiere hacer el amor una vez al mes. Parece monja”. “Si a esas vamos, hijo –suspiró don Frustracio—, entonces yo me casé con la madre superiora”.

Babalucas jamás había ido a un partido de tenis, pero un amigo suyo lo invitó a ver un juego. Extrañado, el amigo observó que en el curso del encuentro Babalucas se sentaba ya inclinando el cuerpo hacia la derecha, ya inclinándolo hacia la izquierda. “¿Por qué te sientas así? —le preguntó con extrañeza—. ¿Por qué cambias de posición una y otra vez?”. Respondió Babalucas señalando a donde estaba el juez: “¿No oyes a ese señor? Cada rato dice: ‘Cambio de bola’”.


Rondín # 5


Un hombre pálido y espiritado llegó con el doctor Ken Hosanna y le dijo con voz desfallecida que apenas se escuchaba: “Sufro un continuo dolor de cabeza que me atormenta y no me deja vivir”. Preguntó el facultativo: “¿Fuma usted?”. “Nunca he fumado —respondió el individuo—. Mi cuerpo es templo del espíritu: no puedo profanarlo inhalando vil humo de cigarro”. “Muy bien —dijo el doctor—. ¿Bebe?”. “¡De ninguna manera! —se indignó el hombre—. ¿Cómo me cree capaz de semejante pecado contra la templanza, que es una de las cuatro virtudes cardinales?”. “Perdone mi imprudencia—se disculpó el médico, apenado—. ¿Usa el sexo?”. “¡Nunca! —replicó el individuo irguiéndose con aire de ofendido—. La bestia de las dos espaldas, como muy bien llamó Guillermo Shakespeare al ayuntamiento carnal, es impúdica y vitanda acción que rechazo con todas las fuerzas de mi ser. Soy casto y honesto, señor mío”. “Perfectamente —dijo en ese punto el médico—. Entonces ya sé el motivo de su dolor de cabeza”. “¿Cuál es?” —preguntó el hombre. Respondió el doctor: “Seguramente le aprieta la aureola”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, era labioso seductor, si bien engañador falaz. Le dijo con acento untuoso a Dulcilí, muchacha ingenua: “¡Te amo, y sé que tú me amas también! ¡En prueba de tu amor te pido que me entregues la flor de tu virginidad!”. Respondió la chica: “La flor te la daría con mucho gusto, pero le tengo miedo al fruto”.

Un individuo de estatura procerosa, quiero decir extremadamente alto,  entró al baño del restaurante a hacer pipí. El hombre tenía un tic que lo obligaba a hacer visajes y gestos variados, y a mover la cabeza a uno y otro lado, como hacen los boxeadores para esquivar los golpes. Estaba haciendo lo que había ido a hacer cuando vio a su lado a un chaparrito que hacía también pipí, y que al igual que él hacía visajes y gestos variados, e igualmente movía la cabeza a uno y otro lado, como hacen los boxeadores para esquivar los golpes. “¡Oiga, amigo! —se enojó el tipo alto—. ¡No me arremede!”. Contestó el chaparrín: “¡Pos no me salpique!”.

Babalucas iba en el coche de su esposa. Ella manejaba. Se pasó una señal de alto y fue detenida por un oficial motociclista. “Permiso para conducir” —pidió el agente. Le dijo Babalucas a su esposa: “Pásate al asiento de atrás, vieja. El señor quiere conducir”.

Afligida, llena de compunción, atribulada, poseída por pesadumbre inmensa, dolorida, presa de abatimiento y de congoja, invadida por la tristeza y el pesar, mustia y cuitada, con gran melancolía y desconsuelo, una señora les contó a sus amigas: “Mi marido y yo fuimos a Cancún. Veía él a las muchachas y me decía que una piel dorada es muy sexy. Cuando volvimos comencé a asolearme diariamente hasta que todo mi cuerpo adquirió una tonalidad oscura. ¡Y ahora él ya no quiere nada conmigo! ¡Dice que le recuerdo a su portafolios de trabajo!”.

Sonó el teléfono en la central de bomberos. “Hay un fuego en mi casa —dijo una voz de mujer—. Con un bombero que envíen creo que será suficiente para apagarlo, pero que venga rápido”. En efecto, poco después un bombero joven y apuesto llegó al domicilio. Le preguntó a Himenia Camafría, madura señorita soltera, que era la que había llamado: “¿Dónde está el fuego que me enviaron a apagar?”. Abrazándose a él exclamó Himenia con ardiente voz: “¡En mi cuerpo, guapo!”.

Los recién casados fueron a vivir a la casa de los papás del novio. Se les asignó una recámara en el segundo piso, inmediatamente arriba de la alcoba que en la primera planta ocupaban los papás. La primera noche la señora de la casa escuchó ciertos ruidos provenientes de la habitación de los muchachos. “¿Oyes, viejo? —le dijo con sugestiva voz a su marido—. Hagamos nosotros lo mismo”. Poco después se volvieron a escuchar los ruidos. “¿Oyes? —dice otra vez la señora—. Hagámoslo de nuevo”. Al poco rato los mismos provocadores sonidos volvieron a escucharse. “¿Oyes, viejito? —repitió la señora—. ¿Por qué no lo hacemos también nosotros otra vez?”. El señor se levantó, y con el palo de una escoba golpeó el techo al tiempo que gritaba con angustiada voz: “¡Más despacio, hijos míos! ¡Están matando a su pobre padre!”.

Una señora le comentó a su vecina: “¡Qué frío hacía anoche! Salí, y tardé casi media hora en lograr que arrancara mi automóvil”. “Sí que hacía frío –confirmó la otra-. Yo no salí, y tardé más de una hora en lograr que arrancara mi marido”.

El conferencista hablaba acerca de las antiguas costumbres en algunos países de oriente. “Cuando un hombre moría -dijo- su viuda era quemada viva en la hoguera funeral para que lo acompañara por toda la eternidad”. Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, exclamó sinceramente conmovido: “¡Pobre cabrón!”.

Sonó el timbre de la puerta y la abrió doña Jodoncia, la esposa de don Martiriano. Le dijo el que había llamado: “Soy exterminador de insectos”. Preguntó doña Jodoncia: “¿Y viene por mi marido?”.

El zoológico del pueblo recibió un canguro. Como sabía que esos marsupiales dan saltos muy elevados el director hizo ponerle una cerca de 3 metros de altura. Al día siguiente el canguro fue encontrado vagando por el parque. Lo regresaron a su lugar y le pusieron una cerca de 5 metros de alto. Por la mañana el canguro andaba otra vez afuera, muy feliz. El director ordenó que la cerca fuera de 10 metros. Inútil: de nuevo el canguro se escapó. Desesperado el encargado llamó a un especialista en canguros. Le  preguntó: “¿Cuántos metros de altura debe tener la cerca para que el canguro no se salga?”. Respondió el experto: “Podrían hacerla de 50 metros de alto, pero sería mejor que alguien cerrara la puerta”.

Doña Macalota, nueva rica, le dijo al novio de su hija: “¡Qué guapo eres! ¡Pareces artista de Halloween!”. “De Hollywood, mamá, de Hollywood’’ -la corrigió la muchacha.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, se presentó en la administración del hotel y le dijo furiosa al gerente: “¡Voy a demandar al hotel!”. “¿Por qué?” –se preocupó el hombre-. “Por crueldad mental” -replicó ella. “¿Crueldad mental? -se asombró el gerente-. No entiendo”. “Claro que sí –precisó Himenia-. ¡Me dieron la habitación que está al lado de la suite nupcial!”.

Una señora dijo: “Practico el nudismo”. Alguien le preguntó: “¿Cuántos hijos tiene?”. Respondió ella: “16”. Acotó el otro: “No es que practique usted el nudismo, señora; lo que pasa es que su marido no le da tiempo de vestirse”.

Un borrachín se acercó a la patrulla de policía y le dijo con tartajosa voz al oficial: “¿Ha visto usted a alguien que al hacer pipí produzca burbujitas de color azul y rosa que suben por el aire?”. “Nunca he visto eso –contestó el policía, receloso-, y no creo que tal cosa sea posible”. El ebrio sacó un billete de mil pesos y dijo: “Le apuesto estos  mil pesos míos contra cien de usted a que yo hago pipí así”. El oficial aceptó la apuesta, y el temulento procedió a hacer de las aguas en un costado de la patrulla. Le dijo el policía: “Perdió usted. Lo hace igual que todos”. El borrachito, jubiloso, le entregó los mil pesos. “¿Por qué se alegra tanto?” -le preguntó el oficial. Explicó el beodo: “Le aposté 10 mil pesos a mi amigo a que le meaba la patrulla”.

Afrodisio, galán concupiscente, le propuso a Dulcilí, muchacha ingenua: “Vamos al jardín para darte un beso en lo oscurito”. “¡Ah, no! -protestó ella-. ¡Si quieres besarme tendrá que ser en los labios!”.

Don Hefestino, el herrero del lugar, era tartamudo. Cierto día estaba forjando una pieza de hierro. Levantó el mazo y le ordenó a su joven ayudante: “Po-pon en el yu-yunque la pi-pí”. “¡Ah no!” -se asustó el mozo al tiempo que alejaba de la bigornia la entrepierna. Aclaró el tartaja: “¡La pi-pi-pieza, im-imbécil!”.

Enfermó la esposa de don Poseidón, labriego rico pero de pocas luces. El doctor Ken Hosanna le indicó por teléfono: “Consiga un termómetro y tómele la temperatura rectal a su señora. Luego llámeme”. Una hora después don Poseidón llamó al facultativo y le informó: “Ya le puse ahí a mi mujer el artefacto”. Preguntó el médico: “Y ¿qué marcó? -pregunta el médico. Contestó don Poseidón: “Húmedo y con vientos fuertes”. El galeno se desconcertó: “Eso lo marcan los barómetros”. “Pos no sé -replica el vejarrón-. Pero ojalá le sirva el dato, porque batallé mucho para meterle el aparato donde usted me dijo”.

Don Languidio, señor de avanzada edad, le habló con desolada voz a cierta parte de su anatomía. Le preguntó lleno de congoja: “¿Por qué te moriste antes que yo, preciosa, si somos de la misma edad?”.

Pepito le pidió a su cuñado: “¿Me harías el favor de cambiarme este billete de 50 pesos por diez monedas de a 10?”. “Querrás decir por cinco”-lo corrigió el cuñado. “No, por diez -insistió Pepito-. Si me lo cambiaras por cinco ¿dónde estaría el favor?”.


Rondín # 6


Tan pronto entró en la suite nupcial el recién casado se arrodilló a orar. Su flamante mujercita le preguntó, extrañada: “¿Qué haces?”. Respondió el devoto joven: “Le pido al Señor que me guíe”. Le dijo la muchacha; “Tú pídele fuerzas. De guiarte me encargo yo”.

Sigue ahora un chiste majadero...  En el rincón de una cantina un sujeto con aire de infeliz hacía sonar una y otra vez un pito grande. El tal pito era de barro, de unas 12 pulgadas de largo. El tabernero, cansado de oír el lamentoso y monótono sonido, le preguntó al individuo a qué se debía aquel concierto tan desconcertado. “Es lo único que puedo hacer con este maldito pito” –respondió, enfurruñado, el tipo. Preguntó el cantinero: “¿Qué clase de pito es?”. “Me lo dio un genio pendejo -contestó el otro con rencoroso acento-. Me encontré una lámpara, la froté y salió un genio de oriente. Me dijo que me concedería un deseo. Yo le dije cuál era mi deseo. Y el pendejo no me entendió bien”.

Don Poseidón, labriego acomodado, viajó a la gran ciudad, y acertó a entrar en un restorán-bar donde las meseras iban en topless, vale decir que no llevaban prenda alguna de cintura arriba. El engolosinado lugareño llamó a la camarera que mostraba las más ubérrimas, ebúrneas y magnificentes prendas pectorales y le dijo: “Quiero dos docenas de ostiones, chula. Pero, por favor, tráemelos uno por uno”.

Doña Facundia, mujer parlera, no daba nunca tregua a la sin hueso: hablaba y hablaba sin cesar. Cierto día notó que tenía dificultades para oír. Fue con su médico, el doctor Ken Hosanna, y le dijo con inquietud: “Siento que no oigo bien. ¿A qué se deberá?”. Diagnosticó el facultativo: “Ha de ser falta de práctica”.

El director de la nueva línea aérea le dijo al encargado de la publicidad: “Es cierto: nuestra oficina central se encuentra en Génova, y todas las ciudades a las que volamos están en Italia. Pero no acaba de gustarme el nombre que usted propone: Genitalia”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: “Me acuso de que un hombre joven y guapo me agarró una nalga en el autobús”. Le preguntó el buen sacerdote: “¿Y tú qué hiciste, hija mía, para reprimir a ese enemigo de tu honestidad ?”. Respondió Himenia: “Lo que el Señor nos ordena que hagamos con nuestros enemigos: le ofrecí la otra mejilla”.

El ranchero Colás llegó ese día muy tarde a su casa. Le preguntó su mujer: “¿Por qué tardaste tanto?”. “Ya venía —respondió Colás—, pero vi a una monjita que iba a pie por el camino. La invité a subir al carretón, y a partir de ese momento las malditas mulas ya no entendieron ni una sola de las palabras que les dije para que caminaran más aprisa”.

Don Languidio, senescente caballero, iba por la calle y en una esquina lo abordó una musa de la noche. Le preguntó la mujer: “¿Te gustaría pasar un rato agradable, guapo?”. Contestó el maduro señor: “Lo siento. Ya es tarde”. Replicó la daifa: “Son apenas las 9 de la noche”. “No —aclaró don Languidio con tristeza en su voz—. Son 20 años tarde”.

La guapa y voluptuosa muchachona le dijo al policía de la esquina: “Aquel hombre me hizo objeto de libidinosos tocamientos. ¿No va a hacer usted nada?”. “A mí también me gustaría hacer algo, señorita —respondió el gendarme—, pero desgraciadamente en este momento estoy de servicio”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, entró en la tienda de ropa para caballero y le preguntó a la encargada: “¿Tienen ropa interior negra para hombre?”. Respondió desconcertada la muchacha: “Ninguno de nuestros proveedores vende ropa interior de color negro para caballero”. “¡Qué lástima! —exclamó Afrodisio—. Murió mi compadre Ultimiano, y esta noche voy a darle el pésame a la comadrita”.

El doctor Ken Hosanna le dio a don Languidio una píldora para la potencia sexual. “Pero tómesela aprisa —le advirtió—, porque si se la pasa despacio entonces lo que se le pondrá rígido será el cuello”.

Capronio es un máncer. Palabra poco empleada es esa cuyo significado pongo abajo. Solía usarla don Jaime Torres Bodet, ilustre mexicano. Sus memorias, con las de Vasconcelos, figuran entre las más bellas que se han escrito en México. Pero vuelvo a Capronio, grandísimo máncer. Su esposa le pidió que la llevara al cine, pues alguien le contó que ahora había películas a colores. El ruin sujeto no obsequiaba nunca los deseos de su mujer. Antes se había negado también a comprarle un traje de baño nuevo, y eso que al que tenía la señora se le había hecho una rasgadura a la altura del tobillo. Sin embargo, en esta ocasión accedió a llevarla al cine. Al entrar ella exclamó con ilusión: “¡Qué rico huelen las palomitas!”. Capronio le ofreció, magnánimo: “Te acercaré a la dulcería para que puedas olerlas mejor”. Empezó la película. “Vámonos —dijo al punto el máncer poniéndose de pie-. Ya la vi”. “Pero yo no” —gimió le esposa. Replicó él: “En la casa te la contaré. Y te cobraré nada más medio boleto”. ¿Cómo calificar a un hombre así? La palabra “máncer” le cuadra cabalmente. Y ¿qué significa esa palabra? Vayamos al lexicón de la Academia. “Máncer. Hijo de mujer pública”. No es necesario decir más.

Un sujeto buscó al padre Arsilio y le dijo que deseaba ser bautizado en la fe católica. El sacerdote le indicó: “Antes de ser admitido en el seno de la iglesia debes hacer un sacrificio. Te abstendrás de tener sexo con tu esposa  durante 30 días”. Preguntó, cauteloso, el individuo: “¿Con sus noches?”. “Con sus noches” —martilló terminante el padre Arsilio. Transcurrió el mes, y otra vez llegó aquel tipo. Le dijo al párroco: “Todo fue bien durante 29 días: me abstuve de hacerle el amor a mi mujer. Pero el último día la miré inclinada ante el refrigerador. La vista de sus túrgidos hemisferios posteriores excitó en mí los rijos del varón. Poseído por urentes ansias lúbricas me lancé sobre ella igual que toro en celo; le alcé el faldamento; hice a un lado lo que me estorbaba y ahí mismo sedé en ella mi concupiscencia erótica, tan largamente sofrenada”. “Es una pena, hijo —lamentó el padre Arsilio—. No pudiste hacer el sacrificio que te pedí. En esas circunstancias me es imposible admitirte en el seno de la iglesia”. “Entiendo, padre —respondió con tristeza el sujeto—. Tampoco me admiten ya en el súper”.

La mujer del dramaturgo se quejaba de su marido: “Nunca pasa del primer acto”.

En el zoológico Pepito le dijo a su mamá: “El orangután se parece a mi tío Picio”. La señora lo reprendió: “No digas eso. Es una falta de consideración”. “No hay problema –la tranquilizó Pepito-. El orangután no me oyó”.

A los nueve meses de casada, contados día por día, la joven esposa fue a la clínica de maternidad a atender el llamado de la cigüeña. Salió el médico y le dijo al marido de la chica: “Su esposa acaba de dar a luz un precioso bebé”. El flamante padre consultó su reloj y dijo: “Las 10 de la noche. Exactamente a la hora”. Pasaron 15 minutos y regresó el doctor: “Ahora su esposa tuvo una linda bebé”. El feliz papá volvió a ver su reloj y dijo: “Las 10 y cuarto. Exactamente a la hora”. En seguida añadió: “Y podemos ir a tomarnos un café, doctor. El tercero tardará media hora en llegar”.

Los papás del niño fueron al cine, y aunque su retoño tenía ya 7 años le pidieron a la hija de la vecina que fuera a su casa a cuidarlo. La muchacha, Chichina Teté, era dueña de muníficos atributos pectorales. El chiquillo insistió en que ella lo arrullara en los brazos para poder dormirse. La mamá de Chichina fue a ver cómo iban las cosas, y se sorprendió al ver que su hija tenía al niño en el regazo. “¿Por qué cargas a ese niño? —le pregunta—. Ya tiene 7 años”. El chamaco sacó la cabeza, que tenía cómodamente albergada entre los opulentos hemisferios de la muchacha, y le dijo a la mujer con rencoroso acento: “Señora: no tiene usted derecho a reclamar. Su hija está cobrando”.

El doctor Ken Hosanna le preguntó a la enfermera: “¿Cómo va el paciente? ¿Hace algunos progresos?”. “Ninguno, doctor —respondió ella—. No es mi tipo”.

Babalucas veía jugar a un golfista. Primero el tipo lanzó la pelotita entre los árboles, y tardó una eternidad en salir de ahí. Luego cayó en una trampa de arena, y sólo después de varios golpes logró sacar la pelota. Enseguida se puso a una pulgada del agua. Pero el tipo hizo su tiro y la pelotita fue a caer directamente al hoyo. “¡En la mádere! —exclamó consternado Babalucas—. ¡Ahora sí está en problemas el indejo!”.

En el gimnasio la instructora le pidió a Pirulina: “A ver: junta las piernas”. “No sé si pueda —vaciló ella—. No están acostumbradas a estar juntas”.


Rondín # 7


La esposa de Capronio le dijo: “No puedo hacerlo todo: barrer, trapear, cuidar de los niños, hacer la comida, lavar, planchar, ir de compras, y todavía en la noche ser tu amante. Debes darme dinero para pagar a una mujer que barra, planche, haga la comida, lave...”. “No —replica el ruin sujeto—. Tú sigue haciendo eso. Yo conseguiré una mujer que por la noche sea mi amante”.

El farmacéutico tuvo que ir al banco, y dejó la farmacia a cargo de uno de sus hijos. Le recomendó que atendiera solamente los pedidos acompañados de receta; los otros ya los vería él a su regreso. Mas sucedió que un hombre llegó poseído por gana irrefrenable de rendir un tributo mayor a la naturaleza, y le pidió al jovenzuelo algo que lo ayudara a contener tal ansia. El muchacho se resistía a darle algún medicamento, pero el señor insistió con premioso afán: si no le daba algún remedio, dijo, ahí mismo sucedería algún desaguisado. Temeroso, el muchacho le dio unas pastillas. El apurado tipo las consumió en el acto, tras de lo cual se retiró. Poco después llegó el farmacéutico, y su hijo le contó lo sucedido. “¡Por Avicena, Banting, Bernard, Carrel, Esculapio, Fleming, Galeno, Hahnemann, Hipócrates, Jenner, Koch, Lister, Paracelso, Paré, Pasteur, Pauling, Salk y Wassermann!” —juró el de la farmacia. Y añadió: “Perdón si omití a alguno”. Le recordó el muchacho: “Don Santiago Ramón y Cajal”. “Ah, sí —reconoció el farmacéutico—. Que me disculpen los tres”. Preguntó luego a su hijo. “¿Qué le diste a ese desdichado?”. “Pastillas tranquilizantes” —respondió el mozo. “¡Lacerado de mí! —clamó el apotecario—. ¡Eso no es para contener los pujos del estómago! ¡Iré a buscar a ese señor”. Salió, y preguntó a los vecinos si habían visto al hombre, y qué rumbo tomó. Le dijo uno: “Yo vi a un hombre que iba en dirección del parque”. Allá fue el de la botica y, en efecto, vio al hombre sentado en una banca. Se dirigió hacia él y le preguntó lleno de inquietud: “¿Cómo está usted?”. “Muy bien —respondió el otro—. Hecho de todo, pero muy tranquilo”.

Pepito le presumía siempre a Rosilita: “Yo tengo algo que tú no tienes”. Rosilita lloraba, porque, en efecto, Pepito le demostraba que él tenía algo que ella no tenía. Mas sucedió que un día Pepito insistió en su jactancia acostumbrada: “Yo tengo algo que tú no tienes”. Y ese día Rosilita no lloró; antes bien esbozó una sonrisilla de suficiencia. “¿Por qué te ríes? —se amoscó Pepito—. Ya te enseñé que tengo algo que tú no tienes”. “Sí, —respondió muy ufana Rosilita—. Pero me dijo mi mami que con lo que yo tengo puedo conseguir todas las que quiera de lo que tienes tú”.

Empezó la noche nupcial. Él se acercó mimosamente a ella y le dijo con romántico acento: “¿Recuerdas, mi amor, cómo nos conocimos?”. “Sí —respondió ella, evocadora—. Subí al autobús, y al verme inmediatamente me cediste tu asiento”. Dijo él: “Pues mira las vueltas que da la vida. Ahora te toca a ti cederme el tuyo”.

La chica que estudiaba Medicina le contó a su abuelita: “Tuve examen de Anatomía con tres maestros. Me tocaron los órganos sexuales”. Preguntó con alarma la ancianita: “¿Y los denunciaste?”.

Llegó el señor de un viaje y se apuró al ver que su hijito lloraba desconsoladamente. “¿Por qué lloras?” –le preguntó. Respondió el niño entre sus lágrimas: “Porque mi mami ya no tiene alma”. Preguntó el padre: “¿Por qué dices eso?”. Explicó el pequeño: “Antes de que entraras estaba aquí el vecino. Cuando te oyó llegar saltó por la ventana, y oí que mi mamá le dijo: ‘¡Adiós, mi alma!’”.

Decía un ruin sujeto: “Es mejor salir con mujeres jóvenes. Tienen menos historias aburridas qué contar”.

Llegaron los recién casados al hotel donde pasarían la noche de bodas. Les preguntó el encargado: “¿Quieren cama matrimonial o king size?”. Respondió el novio: “Matrimonial, desde luego”. “No —opuso la flamante desposada—. Denos un cuarto con cama king size”. El muchacho se asombró: “Pero, mi cielo, no necesitamos cama king size”. “¿Que no? —replicó ella—. Espera a que me quite la faja”.

La muchacha invitó a su novio a cenar en su casa. Le dijo que ella misma haría la cena. Cuando estaban disfrutando los platillos la mamá de la chica le preguntó al visitante: “Dígame, Amonasro: ¿esto es lo primero que prueba usted hecho por la mano de mi hija?”. Respondió el galancete: “De comer sí”.

Un lugareño fue a la ciudad. Al salir de la central de autobuses se topó con una chica de tacón dorado que le ofreció sus servicios. Le preguntó él: “¿Cuánto cobras?”. Respondió la sexoservidora: “Mil pesos”. “Es mucho —respondió el tipo—. En mi pueblo las muchachas se conforman con un rebozo barato”. “¿Ah sí? —se amoscó la suripanta—. ¿Y entonces qué viniste a hacer aquí?”. Contestó el otro: “A comprar 12 docenas de rebozos baratos”.

Dos caníbales estaban conversando. Pasó frente a ellos una aborigen de esculturales formas, pero a la que le faltaba un brazo. Comentó con admiración uno de los antropófagos: “¡Qué cuerpazo de mujer!”. “¡Baja la voz! —le advirtió el otro con alarma—. ¡Es la que se está comiendo el jefe!”.

Susiflor, joven secretaria, le pidió a su compañera Rosibel que la anunciara con don Algón, el jefe de la oficina, pues iba a pedirle un aumento de sueldo. Le dijo Rosibel: “Mejor ven mañana. Hace unos minutos yo obtuve de él un aumento de sueldo, y en este momento no tiene poder de decisión”.

La maestra le pidió a Pepito: “Escribe en el pizarrón la cualidad más grande que tengas”. Pepito escribió: “La cualidad más grande que tengo es mi...”. La profesora se preocupó al ver lo que Pepito había escrito. Tras acallar las risas de los niños le dijo: “Al terminar las clases te quedarás a hablar conmigo”. Pepito les guiñó el ojo a sus compañeritos y les dijo en voz baja: “¿Lo ven? ¡Da resultado la publicidad!”.

El granjero llegó a su casa con una gallina que compró en la feria. Era muy fina, dijo; le había costado 3 mil pesos. Esa misma noche se oyó escándalo en el gallinero. Corrió el hombre y encontró al perico de la casa desplumando a la gallina. “Por 3 mil pesos —explicó el cotorro— la quiero encueradita”.

A Babalucas le dijeron que era muy divertido pescar en el hielo. Esperó, pues, la llegada del invierno y se compró una caña de pescar y un buen taladro. Así equipado fue y empezó a hacer un agujero en la superficie helada. De pronto escuchó una sonora voz venida de lo alto: “Aquí no hay peces”. Desconcertado se movió unos pasos y empezó a taladrar de nuevo. “Ahí tampoco hay peces” —se oyó otra vez la sonorosa voz. Buscó otro sitio Babalucas y se aplicó  a taladrar de nueva cuenta. Volvió a escucharse la altitonante admonición: “Tampoco ahí hay peces”. “¿Quién eres? —preguntó asustado el pavitonto alzando la vista a las alturas—. ¿Acaso eres el Señor?”. “No —respondió la voz—. Soy el encargado de la pista de patinaje”.

Doña Pasita y doña Chalina se encontraron. Dijo con pesaroso acento doña Pasita: “Estoy muy sentida con usted, comadre. No me ha llamado para preguntarme cómo estoy de salud”. “Perdone, comadrita —se disculpó doña Chalina—. Es que he andado muy ocupada. Dígame: ¿cómo está de salud?”. Contestó doña Pasita: “¡Ande, ni me pregunte!”.

Después de 10 años de trabajar en los Estados Unidos un individuo regresó cargado de dólares al pequeño pueblo del que había salido. Buscó a la novia de su juventud, y la encontró casada con otro. Fue con el marido y le dijo: “Amo profundamente a su esposa y quiero casarme con ella. Si me la deja le ofrezco el peso de ella en billetes de 100 dólares”. “Deme un mes” —pidió el sujeto. “Entiendo —dijo el recién llegado—. Mi propuesta es tan extraña que necesita usted tiempo para pensarla”. “No —contestó el marido—. Necesito tiempo para engordarla”.

El joven científico salió al campo con la incitante y voluptuosa chica. En eso vieron dos libélulas que pasaron volando unidas en evidente trance amoroso. Preguntó la muchacha: “¿Cómo sabe la libélula macho que la hembra está dispuesta para el amor?”. Explicó el joven científico: “Las hembras despiden un incitante perfume sexual a través de ciertos elementos llamados feromonas. El macho percibe ese perfume y el acoplamiento se realiza”. Pasó el día. Eso fue lo único que pasó. Cuando el joven científico llevó a la muchacha a su casa ella le dijo fríamente en la puerta: “Búscame otra vez cando se te pase ese catarro que te impide percibir los perfumes”.

“Quiero un frasco de crema para las piernas” —pidió el muchacho en la tienda. Y añadió: “Es para mi novia”. Le preguntó la encargada: “¿Qué marca prefiere?”. Contestó el joven: “No sé de marcas. ¿Qué sabores tiene?”.

El cliente al mesero Babalucas: “¿Puede traerme un café solo?”. “Claro que sí. Para eso no necesito ayuda”.


Rondín # 8


Los fieles se reunieron en la iglesia para orar  pidiendo la lluvia. El buen padre Arsilio los reprendió: “¡Qué poca fe tienen! ¿Dónde están sus paraguas?”.

Cierto entrenador de animales enseñó a un pulpo a tocar varios instrumentos: el piano, el violín, el acordeón, etcétera. Intentó también que el cefalópodo aprendiera a interpretar “Amazin’ grace” en la gaita escocesa. Para el efecto le puso una en la jaula. Al día siguiente le preguntó: “¿Aprendiste ya a tocar la gaita?”. “¿Tocar? —se azoró el pulpo—. ¡Pensé que era para follar!”.

Ella era menudita, como flor del campo, con sus ojos grandes de capulín. Él, en cambio, era hombre giganteo, de estatura procerosa y corpulencia de cetáceo. En el acto del amor él se ponía sobre ella y la incitaba con urente acento: “¡Muévete!”. Y lo único que la infeliz podía hacer era parpadear. En casos como éste es desaconsejable la posición del misionero, también llamada “ejidal”. No son pocas las esposas que han sufrido fractura de costillas, clavículas o esternón bajo el ingente peso de sus obesos cónyuges. Para evitar esa eventualidad se recomienda usar posturas menos riesgosas para la mujer: “spooning”, “doggie style”, “cowgirl”, “woman on top”. Así, cuando él le pida: “¡Muévete!” ella no tendrá que responder: “¡Pues bájate!”, y podrá añadir variados ritmos al tradicional compás de tres por cuatro del in and out.

Simpliciano, doncel sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. En el primer acto de amor ella puso en ejercicio destrezas que al novio le despertaron suspicacias. Declaró Simpliciano: “El movimiento ‘arriba-abajo, arriba-abajo’ es natural; pero el movimiento ‘vuelta y vuelta’ es aprendido”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, estaba yogando con mujer casada. En el deliquio del consorcio erótico le demandó: “¡Bésame! ¡Bésame!”. “¿Besarte? —se ofendió la pecatriz—. ¡Ah no! ¡Ya le estoy faltando lo suficiente a mi marido!”.

Pepito le preguntó a la profesora: “¿Qué aprendí hoy en la escuela?”. La maestra se desconcertó. Explicó el chiquillo: “Es que eso me preguntarán mis papás cuando llegue a la casa”.

Letrero en la máquina expendedora de condones: “En caso de defecto en la mercancía inserte el bebé en la ranura”.

La señora le dijo al doctor Duerf: “Mi marido se cree Batman”. El célebre analista le indicó: “Tráigamelo, y en 10 sesiones le quitaré la manía”. “No sé si eso me convenga, doctor –vaciló la mujer–. Su amigo Robin es muy bueno en la cama”.

Comentó doña Macalota, la mujer de don Chinguetas: “Todos los días, a las 5 de la mañana en punto, esté el tiempo como esté, mi marido abre la ventana de su cuarto. Por ahí entra a la casa”.

La luna de miel ha terminado cuando él llama para avisar que llegará tarde a la cena y la contestadora le dice que su cena está en el refrigerador.

El primer día de trabajo el gerente le dijo a su nueva secretaria: “Señorita Rosibel: hará usted aquí lo mismo que hacía como secretaria del subgerente”. De inmediato la chica procedió a despintarse los labios y a desabrocharse la blusa.

Lord Feebledick regresó de la cacería de la zorra y encontró a su mujer, lady Loosebloomers, en consorcio de fornicación con Wellh Ung, el encargado de la cría de faisanes. El mitrado marido esgrimió un rifle. “¡No dispare, milord! —clamó el mancebo poniéndose de pie—. ¡Deme una oportunidad!”. “Está bien —accedió el gentleman, magnánimo—. Te daré una oportunidad. Balancéalos”.

El maestro le dijo a Pepito: “Veo que tus tareas han mejorado”. Explicó el chiquillo: “Es que mi papá anda de viaje”…

La mujer entró con paso presuroso en la farmacia y sin más ni más le pidió al farmacéutico medio kilo de arsénico y un litro de cianuro. Le dijo, inquieto, el de la farmacia: “No pudo venderle eso señora: tanto el arsénico como el cianuro son sustancias prohibidas”. Declaró la mujer: “Quiero esos tósigos para matar a mi marido”. El farmacéutico, asustado, respondió: “Sabiendo de sus intenciones criminosas menos aún le puedo vender tales venenos”. Manifestó ella: “Es que mi esposo me está engañando con otra mujer. Usted la conoce. Mire”. Y le mostró al boticario una fotografía. El hombre, consternado, vio que la mujer a la que se refería la señora era su esposa. “Disculpe —le dijo entonces al tiempo que le entregaba el cianuro y el arsénico—. Ignoraba que trajera usted una receta”.

Sor Bette y sus alumnas del Colegio de la Reverberación fueron a una granja, pues la monjita quería impartirles una clase práctica de la asignatura Lecciones de Cosas. Cuando llegaron pasó corriendo frente a ellas una gallinita. Tras ella iba un arriscado gallo poseído por genésicos impulsos. La gallina atravesó la carretera, y un raudo vehículo la atropelló. “¿Lo ven, jovencitas? —les dijo con solemnidad Sor Bette a sus discípulas—. ¡Prefirió morir antes que cometer pecado de impureza!”.

Pomponona Grandchichier, joven mujer generosamente dotada por la naturaleza tanto en la comarca norte como en la del sur, fue con el doctor Ken Hosanna a que le practicara un examen general de salud. El facultativo le pidió que se quitara toda la ropa, y luego procedió a hacerle una exhaustiva revisión. Al terminar le comunicó, solemne: “Señorita: con la mayor pena me veo en la necesidad de decirle algo que no quisiera decirle”. “¿Qué es, doctor?” —se angustió ella. Respondió el galeno con un suspiro de tristeza: “Vístase”.

Babalucas y un amigo pedían aventón en la orilla de la carretera. Al amigo le sorprendió ver que Babalucas hacía la señal poniendo en alto el dedo cordial de la mano derecha, en la grosera señal llamada “higa”. “¡Estás loco! —le dijo—. ¡Si les muestras el dedo medio nunca nos van a levantar! ¡Los aventones se piden con el dedo pulgar!”. Contestó Badulaque: “Ése lo reservo para el viaje de regreso”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, tenía un gato al que amaba con extremado amor. Cierto día el minino enfermó de constipación, vale decir estreñimiento, apretura, irregularidad. El veterinario le recetó una purga. Tres días después regresó Himenia. “La purga no le ha hecho ningún efecto a Michurrín” —gimió acongojada. Dijo el médico: “Le recetaré una purga más fuerte”. Ningún efecto tampoco tuvo el medicamento, de modo que la señorita Himenia regresó otra vez. El veterinario le prescribió entonces al gato un purgante aún más enérgico, que tampoco sirvió. De nueva cuenta volvió Himenia, desesperada, a suplicar ayuda para su minino. Irritado ya, el médico tomó una purga para caballos, le quitó la etiqueta y le dijo a la dueña del minino: “Dele el frasco completo hoy en la noche”. Al día siguiente, preocupado, el veterinario llamó por teléfono a la señorita Himenia. Le preguntó: “¿Ya le hizo efecto la purga a su gatito?”. “Bastante, doctor —sollozó ella—. Obró 40 veces vivo y 85 veces muerto”.

El misionero caminaba por la playa de una isla de los Mares del Sur en compañía de un nativo. Advirtieron de pronto que unos arbustos se movían acompasadamente. Llenos de curiosidad por ese extraño fenómeno se acercaron. ¡Oh sorpresa! Tras la maleza vieron a un hombre y una mujer practicando el viejo rito que los balleneros cuyos barcos recalaban en la isla llamaban “the old in and out”. El nativo le preguntó al misionero cómo describía lo que acababan de ver. El reverendo carraspeó, confuso; tosió varias veces y luego contestó: “Cuando sucede esto decimos que un hombre viaja en su bicicleta”. Al oír eso el isleño tomó su arco y disparó una flecha que se clavó en la nalga izquierda del follador. Lanzó éste un ululato de dolor y salió a toda carrera con la flecha clavada en el trasero al tiempo que gemía desesperadamente: “¡A makala elemu kalinikala akarotoa membe!” —expresión que en lengua aborigen significa: “¡Ay mamacita!”. El misionero, azorado, le preguntó al isleño: “¿Por qué hiciste eso?”. Respondió con tono rencoroso el aborigen: “Hombre viajar en bicicleta mía”.

Una muchacha se iba a casar. Comentó en su casa que lo único que le faltaba comprar era su negligé. “Compra una bufanda” –le dijo la abuela desde el sillón donde estaba tejiendo. Nadie le hizo caso, y la muchacha mencionó la tienda donde iba a comprar su negligé. “Compra una bufanda” —volvió a decir la abuelita sin levantar la vista del tejido. Todos la ignoraron, y le dijeron a la futura novia que seguramente se vería hermosa con el negligé que iba a comprar. “Compra una bufanda” —insistió la anciana. Dijo con impaciencia la muchacha: “Abuela: ¿por qué quieres que compre una bufanda, y no un negligé?”. Respondió la viejita: “Porque cuando yo me casé con tu abuelo también me compré un negligé, y toda la luna de miel me lo trajo de bufanda”.


Rondín # 9


He aquí 10 cosas que una mujer jamás le debe decir a un hombre durante el sexo. 1-. “¿De veras ya estás ahí?”. 2-. “¿Y para esto me despertaste?”. 3-. ¿Me pasas el control de la tele, por favor?”. 4-. “Zssssss”. 5-. “No dejes de ir mañana a que te pongan una inyección de penicilina”. 6-. “Creo que el techo necesita pintura”. 7-. “¿Cuándo es cuando voy a sentir bonito?”. 8-. “Se supone que si dejaste de fumar durarías un poco más en esto”. 9-. “No hagas caso. Siempre me limo las uñas de los pies en la cama”. 10-. “¿Te conté de la operación que me hice para cambiar de sexo?”.

Y he aquí 10 cosas que un hombre jamás le debe decir a una mujer durante el sexo: 1-. “Pensándolo bien, ahora que te veo, sí, vamos a apagar la luz”. 2-. “Grita, para que la vecina de al lado piense que soy bueno en la cama, y tenga yo más oportunidad con ella”. 3-. “Tampoco sabes cocinar, ¿verdad?”… 4-. “¿No has pensado en una liposucción?”. 5-. “¿Me permites que te ponga la cabeza dentro de esta bolsa?”. 6-. Te ves más joven de lo que te siento. 7-. “¿Tienes alguna amiga?”. 8-. “Ojalá también te veas bien mañana, cuando esté yo sobrio”. 9-. “Bueno, al menos a ti no tuve que inflarte”. 10-. “¡Mira! ¡Vestida te ves mucho mejor!”.

Un pollo le dijo a otro al tiempo que los dos daban vueltas en el rosticero: “La desplumada, el mareo y el calor los paso. Lo que me encaborona es este maldito tubo en el trasero”.

Doña Birjana llegó a su casa en horas de la madrugada. Su marido se espantó al ver que venía casi desnuda, sin más prenda que la última. “¿Por qué vienes así? –le preguntó azorado-. ¿Te asaltaron?”. “No -respondió ella, contrita-. Jugué a las cartas, y perdí”. “¿Cómo que perdiste?”. “Sí, viejo. Jugué primero el dinero que traía, mucho, y perdí hasta el último centavo. Aposté en seguida las joyas que llevaba: perdí el reloj, los anillos, el brazalete y el collar. Y tuve que venirme en taxi”. “¿En taxi? –se inquietó el esposo-. ¿Por qué?”. Respondió ella: “Jugué el coche, y lo perdí. Y mañana deberemos irnos a un hotel”. “¿Cómo que a un hotel?” –tembló el marido. “Jugué también la casa –gimió la esposa-, y la perdí. Y el rancho, viejo: recordé que estaba a mi nombre; lo aposté, y lo perdí también, al igual que los ahorros que teníamos en el banco para la educación de nuestros hijos. Me quedaba nada más la ropa que traía puesta. Prenda tras prenda fui jugando, y prenda tras prenda fui perdiendo hasta que me quedaron solamente los choninos”. Le dijo el marido con ironía burlona: “Pues los hubieras jugado, mujer. A lo mejor te reponías”. “¡Óyeme no! –replicó ella con enojo-. ¡Ni que fuera tanto el vicio!”.

Dulciflor le preguntó a Rosibel: “¿Qué tal tu nuevo novio?”. Respondió ella: “Es todo un caballero. No bebe, no fuma, no se desvela jugando póquer con amigos. Su conversación es agradable y divertida. Tiene conmigo detalles encantadores. Pero lo que más me gusta de él es su formalidad: lleva 10 años casado con la misma esposa”.

Babalucas le pidió al farmacéutico algo para combatir a los ratones, pues había uno en su casa. El de la farmacia le dio una cajita y le dijo: “Simplemente póngale al ratón estos polvos en el agujero”. “Qué fácil ¿verdad? –se enojó Babalucas-. ¿Y usted va a ir a detenerme al ratón?”.

El caballo del lechero charlaba con otro caballo. Quiso saber éste: “¿Cómo te va con tu patrón?”. “Muy mal –suspiró aquél-. Me hace ir 12 horas diarias por calles empinadas. A veces en todo el día no me da ni siquiera agua”. “¡Desgraciado! –profirió el otro-. ¡Miéntale la madre al maldito lechero!”. “¿Estás loco? –exclamó el caballo del lechero-. Si se entera de que puedo hablar, a más de tirar del carro carro voy a tener que ir gritando: ‘¡La leche! ¡Llegó la leche!’”.

Arturo Camacho, quien fue mi agradable y eficientísimo anfitrión en un reciente viaje que hice a la Ciudad de México, me dijo de un sabroso dicho que se dice en su solar nativo, Juchitepec, Estado de México. Si alguien te importuna hasta el punto de hartarte la paciencia le dices: “Ya párale, o te va a suceder lo que a la difunta Gume”. Preguntará el otro, intrigado: “¿Qué le sucedió a la difunta Gume?”. “¡Pos se murió, pendejo!” –le contestarás.

Un pobre tipo sufrió una gran decepción amorosa en París. A fin de olvidar su pena se inscribió en la Legión Extranjera, y fue enviado a un remoto cuartel en el Sahara. Al mes sintió las naturales urgencias de la carne. Le preguntó a un compañero qué hacían los demás para aliviarlas. “Está el camello –le indicó el hombre-, pero hay una larga lista de espera para usarlo”. Cuando le llegó el turno del camello el recién llegado se bajó el zipper del pantalón. Le dijo su compañero: “Tus costumbres sexuales no son de mi incumbencia, pero nosotros usamos el camello para ir al pueblo con las muchachas”.

El paciente del acupunturista lo llamó en la noche y le dijo que le dolía el pecho. Le indicó el hombre: “Póngase un par de alfileres y vaya mañana a mi consultorio”.

Tres señoras embarazadas estaban platicando. Dijo una: “Mi bebé será niño. Seguramente eso se debe a que cuando hicimos el amor mi marido estaba arriba, y yo abajo”. Dijo la segunda: “Mi bebé será niña. Seguramente eso se debe a que cuando hicimos el amor mi marido estaba abajo, y yo arriba”. Exclamó la tercera, consternada: “¡Santo Cielo! ¡Entonces yo voy a tener un perrito!”.

“Mi esposa me dejó ayer –le contó un tipo a otro-. Se fue con mi mejor amigo”. Habló el otro: “Siempre creí que yo era tu mejor amigo”. Replicó el primero: “Ni siquiera conozco al tipo con el que se fue mi mujer, pero ahora él es mi mejor amigo”.

La película era de la Metro. Apareció en la pantalla el famoso león rugiente, emblema de esa compañía. Lo vio Babalucas y dijo: “Ah, es la del león. Ya la vi”. Y se salió.

Hubertino iba a ir de cacería con su señora. Don Huberto, su padre, le dio valiosas instrucciones, pues era cazador experimentado. “Si te muerde una serpiente de cascabel –le aconsejó– hazte inmediatamente unas sajaduras con tu navaja y succiónate el veneno. Si la víbora te muerde en una parte que no puedas alcanzar con tu boca, pídele a tu esposa que te lo succione”. “Padre –preguntó el muchacho, travieso–. ¿Y si el crótalo me muerde ahí donde le platiqué?”. “Hijo mío –contestó don Huberto–, entonces vas a saber si esa mujer verdaderamente te ama”.

El obispo Pissóstomo era conocido por la larga duración de sus sermones. Solía hablar una hora completa y luego decía: “Bueno, pero entrando en materia…”, y se extendía otra hora. Cierto día le avisó al padre Arsilio que iría a su parroquia a predicar una homilía. Cuando el dignatario llegó al templo había sólo cinco feligreses. El obispo, molesto, le preguntó al buen sacerdote: “¿Le dijo usted a la gente que venía yo a predicar aquí?”. “Le juro que no, Excelencia –contestó aturrullado el padre Arsilio–. Seguramente alguien filtró la noticia”.

Comentó la pequeña Rosilita: “No entiendo a mis papás. Se pusieron felices cuando aprendí a caminar y a hablar, y ahora me dicen a cada rato: “Siéntate y cállate”.

Empiezo a sospechar que Las Vegas es realmente la ciudad del pecado. Un  señor que estaba ahí  recibió en su habitación la visita del detective del hotel. Le preguntó, severo, el polizonte: “¿Hay una mujer en su cuarto?”. “No” –respondió el señor. Y dijo el detective: “¿Quiere que le mande una?”.

Solemne, el hombre le pidió a su mamá: “Dime la verdad. Quiero saber quién es mi padre”. La señora lo llevó a donde estaban los tomos (145) de los Anales de la Revolución Mexicana, en los cuales aparecen las fotografías de innumerables revolucionarios. Le dijo con un hondo suspiro: “Escoge el que más te guste, hijo. Cualquiera de ellos puede ser tu padre. En la bola no supe ni quién fue”.

El papá de Pepito le compró una bicicleta. Dijo a su esposa: “Eso no lo hará ser menos travieso, pero al menos dispersará sus travesuras”.

Un hombre y una mujer bebían en el bar. Su conversación derivó al tema de la fidelidad matrimonial. Ambos estaban de acuerdo en que muchos maridos engañan a sus esposas, pero la mujer llegó al extremo de decir que todos los hombres casados son adúlteros, infieles, perjuros, aleves, desleales y demás. Intervino en la conversación otro parroquiano: “Perdonen: no estoy de acuerdo en lo que dicen. Yo jamás he engañado a mi esposa”. “¿Ah sí?” –replicó la mujer-. ¿Cuánto tiempo tiene usted de casado?”. Respondió el otro: “Cuatro días”.


Rondín # 10


Don Astasio llegó a su casa después de cumplir su jornada de 8 horas de trabajo como tenedor de libros. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aún en los días de calor canicular, y luego se encaminó a su alcoba a fin de reposar un rato antes de la hora de la cena. Lo que vio en la recámara lo dejó sin habla: su esposa, doña Facilisa, se estaba refocilando carnalmente con un individuo cuya baja condición moral se notaba de inmediato, lo mismo que su destreza en el acto natural. No pronunció palabra don Astasio. Fue al chifonier donde guardaba una libreta en la cual solía anotar inris para decirlos a su mujer en tales ocasiones. Volvió a la alcoba y le espetó el último que había registrado: “¡Peliforra!”. “Ay, Astasio! —respondió en voz de queja la señora sin perder el compás de tres por cuatro, valseadito, con que llevaba a cabo sus movimientos amatorios—. Tú coleccionas estampillas; pintas paisajes a la acuarela; haces trabajos de carpintería. ¿Y yo no puedo tener mis hobbies?”.

Dicen que el amor es una lotería. No es cierto. En la lotería tienes alguna posibilidad de ganar.

El papá de Dulciflor se preocupó: ya eran las once de la noche y su hija no subía a la recámara: seguía en la sala con su novio. Desde lo alto de la escalera le preguntó: “Dulciflor: ¿está ahí ese muchacho?”. “No, papi —respondió ella—. Pero ya va llegando”.

Don Añilio, señor de edad madura, fue a una agencia matrimonial. Le dijo a la encargada: “Necesito casarme. Quiero una mujer con el pelo de Veronica Lake, los ojos de Gene Tierney; las mejillas y la voz de Lauren Bacall, los labios de Sophia Loren, el busto de Jayne Mansfield, la cintura de Audrey Hepburn, las caderas de Marilyn Monroe y las piernas de Cyd Charisse. Espero que sea rica y de buena sociedad. Además debe ser virgen”. La mujer vio a don Añilio de arriba abajo. Aparte de sus muchos años —los evidenció al citar a aquellas artistas— el señor se veía de pobre condición económica, y algo cuculmeque. Le dijo: “Una mujer con tales cualidades tendría que ser una idiota para casarse con usted”. Repuso don Añilio: “El grado de inteligencia no me importa”.

Uglicio era más feo que el pecado. Que un pecado feo, quiero decir, porque los hay bonitos. Por eso se sorprendió cuando al ir por una calle de colonia rica una guapísima señora lo llamó desde un balcón y le dijo al tiempo que le arrojaba la llave de la casa: “Suba por favor. En este momento me hace falta un hombre como usted. Lo espero en mi recámara”. Entró Uglicio y subió de dos en dos los peldaños de la escalera. Ardiendo en rijos penetró en la alcoba. Ahí estaba la señora. Pero estaba también un niño con aspecto de travieso. Le dijo la mujer al mocoso: “¿Lo ves? Te dije que si seguías portándote mal iba a venir el coco”.

Doña Macalota le reprochó a don Chinguetas, su marido: “Estás gastando mucho en licor”. Opuso el señor: “Menos de lo que tú gastas en maquillaje”. Ella se defendió: “Yo necesito el maquillaje para verme bonita”. Replicó don Chingueta: “Yo también necesito el licor para verte bonita”.

Una señora llamó por teléfono a su comadre. Le dijo: “Con la mala noticia, comadrita, de que murió mi esposo”. “¡Qué barbaridad, comadre! —exclamó la mujer—. ¿Dónde van a velar a  mi compadre?”. Respondió la viuda: “En la funeraria  El Último Suspiro. Pero le suplico que no haga usted acto de presencia”. La otra se consterno al oír aquello. Le preguntó: “¿Por qué no quiere usted que vaya yo, comadre?”. Explicó la otra: “Es que mi viejo decía siempre que tiene usted unas pompas como para resucitar un muerto, y no quiero que vaya a revivir el desgraciado”.

Simpliciano, candoroso joven, le dijo en arrebato lírico a Pirulina: “¡Quiero vivir a tu lado!”. “Cómo no —respondió ella—. Te avisaré cuando se desocupe el departamento vecino”.

La mamá de Pepito lo llevó a un laboratorio de análisis clínicos. Vio él ahí a un niño de su edad que lloraba lastimeramente. Le preguntó: “¿Por qué lloras?”. Respondió el pequeño: “Mi mamá me trajo a que me hicieran un examen de sangre, y me picaron el dedo”. Dijo Pepito: “Yo vengo a que me hagan un examen de orina, pero ni crean que voy a dejar que me piquen ahí”.

Los pericos siempre han tenido fama de malhablados. La señorita Peripalda, catequista, tenía uno, y se desazonaba al oírlo decir toda suerte de improperios. El pajarraco se sabía la palabrota que termina en –ejo, la que acaba en –inche y la que remata en –ón. También decía cosas en agravio de la madre ajena. Maldecía, en fin, como antes maldecían los carretoneros. A uno de mi ciudad, Saltillo, se le empezó a deslizar el carretón calle abajo sin que las mulas pudieran detenerlo. El buen señor Rodríguez, cuya mercancía iba en el carromato, le gritó muy apurado al rústico auriga: “¡Atora el carretón!”. “¿Con qué?” —preguntó el hombre luchando por frenarlo. En su apuro le dijo el comerciante: “¡Con tu madre, cabrón!”. Repuso el carretonero hecho una furia: “¡Lo atoraré con la suya!”. “¡Pos con las dos —concedió señor Rodríguez-, pero atóralo!”.  Vuelvo al perico de la señorita Peripalda. Gritaba a cada rato con gangosa voz: “¡Quiero follar! ¡Quiero follar!”. Cierto día llegó a la casa de la catequista el padre Arsilio. Temerosa de que el cotorro dijera su letanía en presencia del señor cura, y para que éste no fuera a pensar que la había aprendido de ella, la señorita Peripalda metió al perico en el refrigerador. Ahí estaba un pollo congelado. “¡Uta! —exclamó asombrado el loro—. ¿Tú qué verbo usaste? ¿Coger?”.

El abuelo de Pepito pasó a mejor vida. Alguien le preguntó al chiquillo: “¿De qué murió tu abuelito?”. Respondió él: “De maldiciento”. Inquirió el otro, extrañado “¿Cómo que de maldiciento?”. “Sí —confirmó Pepito—. Estaba sentado en su sillón, y de pronto se fue cayendo para un lado al tiempo que decía: ‘¡Ah chingao, ah chingao!’”.

Goretina, virtuosa jovencita, trataba de convencer a su amiga Camayá, muchacha algo liviana, de que dejara su vida de disipación. “Alguna vez quise renunciar a ella –manifestó la chica-. Por un tiempo dejé de fumar y de beber; dejé también el sexo. ¡Fueron las 12 horas más largas de mi vida!.

Clamó el ecologista, exasperado: “¡El Titanic, siempre el Titanic! ¿Acaso el iceberg no sufrió también bastantes daños?”.

Todo está muy caro. El hombre del carrito ofrece sus hot dogs en cómodas mensualidades.

Don Añilio, senescente caballero, pidió ser admitido en el Geezer’s Club, formado por señores de la tercera edad entrando ya a la cuarta. Le dijo el presidente de la asociación: “Quiero advertirle que en este club no hablamos de religión. Respetamos las creencias de cada quien, pero pensamos que pertenecen al ámbito de lo privado. Tampoco hablamos de política. Eso se presta a ingratas discusiones. Finalmente, tampoco hablamos de sexo”. Preguntó don Añilio: “¿Lo consideran tema impropio?”. “No –respondió el veterano-. Lo que pasa es que ya no nos acordamos”.

Pepito y Juanilito buscaban canales en la tele, y dieron con uno que pasaba una película erótica. “Ya no le cambies –le dijo Pepito a su compañero-. Se me hace que esto es mejor que Plaza Sésamo”.

Doña Tebaida Tridua, lo sabemos, es presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías. En tal carácter se dedica a vigilar celosamente la moral ajena. Se había abstenido ya de estorbar la aparición de los cuentos que en este espacio ven la luz, pero ayer nos envió un enérgico memorial escrito en caracteres elzevirianos en 12 fojas útiles y vuelta para protestar por la publicación del chascarrillo que ahora sigue. Lo damos a los tórculos pese a la pataleta de la ilustre dama. La libertad debe ser libre… El rey Pipino el Breve era llamado así por la cortedad de su atributo varonil. La reina se consolaba de esa insuficiencia con los miembros –dicho sea sin intención segunda- del personal de servicio. Sabedor de los devaneos de su esposa el rey hizo llamar al mago Merlín a fin de que ideara el modo de castigar a quienes se refocilaban con la soberana. El sabio cabalista ideó un ingenioso mecanismo que, colocado a modo de pequeña guillotina, cortaría la alusiva parte al hombre que tuviera acceso carnal a la señora. Para probar el artilugio Pipino fingió que se iba de cacería una semana. A su regreso examinó uno por uno a los moradores del palacio. Empezó por los guardias de corps de la reina: a los 14 les faltaba lo que antes habían tenido. Siguió luego con los criados: desde el menestral hasta el copero todos había perdido aquello. Hizo después la revisión de sus cercanos colaboradores: ninguno se había librado de la –digamos- balanotomía. Por último Pipino examinó a Merlín. Grandes fueron su alivio y su satisfacción al ver que el mago conservaba íntegra la región objeto del examen. Atribuyó ese hecho a la madura edad del taumaturgo, pero quiso confirmar su lealtad. “Dime –le preguntó- ¿por qué entre todos los hombres cercanos a la reina tú eres el único que conservó su parte? ¿Acaso eso se debe a tus muchos años?”. Merlín no pudo contestar.

La doctora Peli Llosa Lamar, terapeuta especializada en arreglar conflictos entre esposos, es un nuevo personaje de esta columnejilla, y hoy hace su debut. En cierta ocasión trató a una pareja de casados que tenían problemas en la cama. Después de interrogarlos exhaustivamente les comunicó: “Creo que he encontrado la raíz de su problema. En el renglón del sexo usted, señora, es una mantequilla, y usted, señor, un hierro al rojo vivo”. “¿De veras?” –exclamaron los dos al unísono, halagados. “Sí –confirmó ella-. “Usted es una mantequilla por lo fría y lo dura, y usted un hierro al rojo vivo por lo caliente y lo blando”.

A principios de diciembre naufragó el barco en que iban Capronio y su mujer. Lograron salvarse, y llegaron a una isla desierta. Ella gimió, desolada: “¡Y pensar que mamá me dijo que vendría a pasar en nuestra casa la Navidad, el Año Nuevo, el Día de Reyes y la Candelaria!”. “¡Gloria a Dios! –exultó el tal Capronio-. ¡Nos salvamos¡”.

Doña Macalota le contó a su esposo don Chinguetas: “Mi cumpleaños es mañana, y anoche soñé que me regalabas un anillo de brillantes. ¿Qué crees que significa ese sueño?”. Él le dio un beso en la mejilla y le dijo con amoroso acento: “Mañana lo sabrás, mi vida”. Al día siguiente don Chinguetas le dio a doña Macalota, junto con un cariñoso abrazo, un pequeño paquete. Lo abrió ella al punto, ilusionada, y encontró una edición barata, de bolsillo, de la interesante obra de Freud intitulada “La interpretación de los sueños” (Die Traumdeutung, 1900, Franz Deuticke, editor).


Rondín # 11


¿A qué van los hombres y las mujeres a un campo nudista? A ventilar sus diferencias.

Empédocles Etílez, beodo profesional, acudió una mañana muy temprano a la consulta del doctor Ken Hosanna, pues experimentaba síntomas que lo angustiaron. Después de examinarlo le dijo el facultativo: “No tiene usted nada, amigo. Lo que sucede es que seguramente anoche bebió de más, y hoy está sufriendo los efectos de la resaca; en inglés katzenjammer o hangover; en términos médicos veisalgia. Para decirlo más sencillamente: anda usted crudo”. “¡Bendito sea el Señor! –profirió con emoción Empédocles-. ¡Pensé que me habían dado al mismo tiempo embolia, polio, artritis, infarto al miocardio, pérdida de la visión, laberintitis, dislalia, desprendimiento de vejiga y meningitis cerebroespinal!”.

Lo que sucede en Las Vegas no siempre se queda en Las Vegas. A veces lo que ahí se hace de noche aparece de día en forma inesperada. Cierto individuo fue a un bar de The Strip y se puso una borrachera de órdago. A la mañana siguiente se despertó en un cuarto de hotel de mala muerte (también los hay ahí, a más de los de buena vida). No recordaba nada de lo que había hecho la noche anterior, y se horrorizó al ver a su lado a una mujer espantosamente fea. Se levantó el sujeto y se vistió con cuidado para no despertar a la anfisbena. Le puso en la almohada un billete de 100 dólares y se encaminó a la puerta. Sintió entones que alguien le estiraba la pernera del pantalón. Volteó hacia abajo y vio tendida en la alfombra a una mujer igualmente horripilante que le sonrió con boca desdentada al tiempo que le decía: “¿Y no hay algo para la madrina de la boda?”.

Susiflor le dijo a Rosibel: “Supe que dejaste a tu novio Mayo, y ahora andas con otro que se llama Julio. ¿Por qué el cambio?”. Explicó Rosibel: “Julio es más caliente que Mayo”.

Las cosas de la economía no andan bien. Una tienda que tenía en oferta toda su mercancía “por cierre” cerró de veras. La gente no quiere gastar. Dos chicas con apuros de dinero se decidieron a practicar el antiguo y noble oficio de la prostitución. De eso hace seis meses, y todavía son vírgenes.

Don Calendárico, señor de 85 años, casó con Pampanina, mujer que a los 40 se hallaba en plenitud de facultades: había tenido tratos de libídine en la de Derecho, la de Medicina, la de Filosofía y la de Contaduría Pública y Administración. En la noche nupcial Pampanina se llevó una gran sorpresa: su maduro galán se fue derechito a la cama, pero no a dormir, sino a cumplir su deber de marido. Lo cumplió no sólo una vez, sino dos seguidas, y después de 10 minutos de reposo llevó a cabo por tercera vez el H. Ayuntamiento. Terminada aquella demostración el más que octogenario caballero se puso su piyama de franela y le dijo a su estupefacta mujercita: “Voy a dormir un poco. Al rato le seguimos”. “¡Cómo! –exclamó ella admirada–. ¡Ya fueron tres veces en menos de media hora! ¡Muy pocos hombres pueden hacer eso!”. Con expresión confusa preguntó don Calendárico: “Hacer ¿qué?”… ¡Al añoso señor le fallaba la memoria! Que me falle a mí también, no importa: está científicamente comprobado que a los hombres a quienes les falla la memoria no les falla lo que se necesita para librar las batallas de amor sobre campo de pluma a que se refirió el insigne Góngora. Pero… ¿en qué estaba? Ya se me olvidó.

“Una fuerte ola me arrancó las dos piezas del bikini”. Las amigas de Susiflor, linda muchacha, seguían con interés su relación. “Ahí estaba yo —prosiguió ella—, desnuda, a 50 metros de mi bungalow y con la playa llena de gente”. “¡Qué barbaridad! —exclamó una—. Y ¿qué hiciste?”. “¿Qué podía hacer? —dijo  Susiflor—. Salí del agua y me fui corriendo al bungalow”. Dijo una: “Desde luego te cubriste lo que una dama debe cubrirse”. “Claro que sí —contestó ella—. Me cubrí la cara”.

Don Crésido, rico señor pilar de su comunidad, cumplió 80 años. Con motivo del fausto acontecimiento un reportero fue a entrevistarlo. Le preguntó: “¿A qué atribuye usted haber llegado a esa edad?”. “A la metódica vida que he llevado siempre —respondió el dineroso caballero—. Nunca he bebido, y me he apartado siempre de los placeres lúbricos”. En eso se oyeron ruidos en la habitación vecina. El entrevistador se inquietó: “¿Qué es eso?”. “No se preocupe —lo tranquilizó don Crésido—. Es mi papá, que todas las noches llega borracho y con mujeres”.

Simpliciano, candoroso joven, estaba en su coche con una linda y desenvuelta chica llamada Pirulina. Pidió él tímidamente: “Piru: ¿podrías darme una cucharita de amor?”. “Con qué poco te conformas —replicó ella—. Vámonos al asiento de atrás y te daré una pala”.

Se quejó el cliente: “Hay un pelo en mi sopa”. Dijo el mesero: “No es rubio ¿verdad? Porque la Güera no vino hoy”.

Pimp y Nela formaban una pareja singular. Él era gigoló, para decirlo en elegantizada forma, y ella era su pupila. El paso de los años había hecho que Pimp no fuera ya el macho alfa que en un tiempo fue. Ahora andaba, si no en la omega, sí por lo menos en la ómicron. A pesar de eso Nela seguía enamorada de su galán. Él, conforme a la tradición de su bajuno oficio, la trataba con despego y arrogancia, como hacía el Pichi con sus mujeres en “Las Leandras”, joya del espectáculo moderno. Un día Nela le dijo a Pimp para mostrarle su enamoramiento: “¡Me traes hecha una pendeja!”. “No es cierto —se defendió él—. Ya venías así cuando te conocí”.

El médico examinó a Empédocles, el borrachín del pueblo, y le dijo: “Si dejaras de beber te sentirías 10 años menor”. “Gracias, doc—replicó el catavinos—, pero cuando bebo me siento 20 años menor”.

El padre Arsilio estaba celebrando la misa de bodas de una pareja de jóvenes sordomudos. Llegó el momento en que el novio debía ponerle el anillo a su desposada. Para indicarle tal cosa el buen sacerdote formó un círculo con los dedos índice y pulgar de su mano izquierda, y luego pasó por él una y otra vez el índice de la derecha. En seguida le hizo una seña interrogativa al muchacho, como preguntándole dónde estaba el anillo. Él respondió con otra seña. El padre Arsilio le preguntó al padrino del novio: “¿Qué dice?”. Explicó el intérprete: “Dice que eso lo hicieron ya hace tiempo”.

Arpiana y Viperinia eran dos amigas que se odiaban afectuosamente. Un día fueron a tomar el café, y en el curso de la conversación Arpiana le dijo a Viperinia: “He notado que mi sirvienta tiene los mismos gustos que tú: ambas usan el mismo perfume”. Replicó Viperinia: “Más bien tiene los mismos gustos que tú: ambas usan el mismo marido”.

El papá de Chispo, joven universitario, decidió visitarlo por sorpresa. Fue a la dirección que su hijo le había dado, y aunque era ya de madrugada hizo sonar el timbre de la puerta. Se encendió una luz y alguien preguntó desde adentro: “¿Quién es?”. Inquirió el señor: “¿Aquí vive Chispo Cúrdez?”. “Sí —respondió la voz—. Déjelo ahí en el porche; mañana nos encargaremos de él”.

Simpliciano, joven candoroso, fue a pasear en automóvil con Pirulina, muchacha sabidora. Siguiendo las indicaciones que ella le dio condujo el coche hasta llegar al Ensalivadero, romántico sitio al que solían ir las parejitas. Ahí le dijo a Pirulina con voz emocionada: “¡Podría pasarme toda la noche viéndote!”. Contestó ella: “Es lo que me temía”.

Doña Holofernes iba todas las mañanas al gallinero y con el dedo examinaba a las gallinas a ver si tenían huevo. Un día el perico de la casa se acercó, curioso. Inadvertidamente lo levantó la mujer y le practicó el examen. “¡Epa! —protestó el loro—. ¡Despacito, que yo no tengo la costumbre!”.

Afrodisio y Libidiano, hombres que habían recorrido toda la escala de la lubricidad, acertaron a pasar frente a una casa mala. Desde el balcón los llamó una mujer: “Vengan, muchachos. Les daré algo que nunca han tenido”. Le preguntó Afrodisio a Libidiano: “¿Qué crees que nos dará? ¿Lepra?”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, fue a una joyería pues deseaba regalarse en su cumpleaños un collar de perlas. El joyero le mostró uno. Con gran sorpresa doña Panoplia oyó que una de las perlas decía con voz tenue: “Marcel Proust es el autor de ‘À la recherche du temps perdu’”. Declaró otra: “La Sexta Sinfonía de Beethoven es la llamada ‘Pastoral’”. Manifestó una más: “La capital de Burkina Faso es Ouagadougou”. El joyero advirtió el asombro de doña Panoplia y le informó: “Es que son perlas cultivadas”.

Dijo don Chinguetas: “Espero  irme al otro mundo antes que mi mujer. No quiero que cuando el Supremo Juez me juzgue ella esté ahí dándole información”.


Rondín # 12


Aquella chica dio a luz un bebé pelirrojo. Le preguntó la enfermera: “El papá del niño ¿es pelirrojo?”. Contestó ella: “No sé. Nunca se quitó la gorra”.

El gato de Himenia Camafría, madura señorita soltera, se salía todas las noches a hacer lo que los gatos hacen para que haya gatitos en el mundo. Cansada de las andanzas del minino ella lo llevó con un veterinario que, digamos, lo puso en neutral. El problema, sin embargo no quedó resuelto: el gato se siguió saliendo por las noches. El facultativo le explicó a la señorita Himenia: “Su gatito ya no puede hacer lo que hacía antes, pero parece que le gusta ver”.

El conductor del programa le preguntó a Babalucas: “¿En cuál de sus tres expediciones perdió la vida el capitán Cook? ¿En la primera, en la segunda o en la última?”. Suplicó Babalucas: “¿Podría darme una ayudadita? Nunca fui bueno en Historia”.

Las amigas de doña Macalota se sorprendieron —y se interesaron- cuando ella les contó: “Mi marido llega a hacerlo hasta cinco veces en la noche”. La sorpresa y el interés de las amigas se disiparon, sin embargo, cuando ella añadió: “Le digo que no tome tanto té antes de irse a la cama”.

Un señor llegó a su casa y encontró a su esposa en refocilación carnal con su mejor amigo. Le dijo al fornicario: “¡Qué mal pagas mi amistad, Pitongo! Te conseguí trabajo; te he prestado dinero; siempre te he ayudado en tus problemas… ¡Por lo menos deberías dejar de hacer eso mientras te estoy hablando!”.

El cliente le pidió a la linda mesera: “Quiero una hamburguesa, señorita. Pero la quiero grande, de este tamaño”. Y al decir eso señaló con ambas manos para indicar la medida. Le dijo, inquieta, la muchacha: “No señale así, joven. La gente va a pensar que me está haciendo una invitación”.

Un señor de nombre Pudentino cumplió 50 años de edad. El mismo día de su aniversario fue a hacerse un chequeo. Lo examinó el médico y le dijo que lo encontraba razonablemente bien. “Doctor –preguntó Pudentino–: ¿cree usted que viviré 80 años?”. Inquirió a su vez el facultativo: “¿Bebe usted vino, licores o cerveza?”. “No”. “¿Come carnes rojas: tibones, churrascos, arracheras, agujas o filetes?”. “No”. “¿Se desvela en compañía de amigos, ya sea jugando póquer, dominó o cartas, o cantando en noches de bohemia canciones tales como ‘Amor perdido’, ‘Perfume de gardenias’, ‘Sentencia’ o ‘Conozco a los dos’?”. “No”. “¿Gusta usted del erotismo, la libídine y la sensualidad?”. “No”. Preguntó el médico: “¿Y entonces pa’ qué chingaos quiere vivir 80 años?”.

“Padezco insomnio –declaró un empleado–. No puedo dormir ni en la oficina”.

La señora se hallaba en el lecho de agonía. Le dijo a su marido: “Ahora que voy a irme de este mundo quiero que me cumplas un último deseo. Sé que no quieres bien a mi mamá. Te pido, sin embargo, que a mi sepelio vayas con ella en el mismo automóvil”. “Está bien –refunfuñó el señor–. Pero eso me va a echar a perder el día”.

Los escoceses, ya se sabe, tienen fama de ahorrativos. Un irlandés, un inglés y un escocés fueron a un table dance. El irlandés puso un billete de 10 libras en la tanguita de la stripper que bailaba ante ellos. El inglés puso otro de 5 libras. El escocés sacó su tarjeta de crédito, la pasó entre las pompas de la chica y luego tomó los billetes.

Don Algón, salaz ejecutivo, cortejaba a Rosibel. Una noche la invitó a cenar y le dijo que quería hacerle un regalito. “Pero no te conozco lo suficiente, linda –le dijo–, y no sé qué regalarte”. Respondió ella: “Soy una chica de gustos muy sencillos. Me gusta el rumor de las hojas en los árboles cuando las agita levemente la brisa de la tarde. Me gusta el rumor de las olas del mar cuando acarician con suavidad la playa. Me gusta el rumor de los billetes cuando son deslizados en mi mano”.

Santanela tenía 40 años, de modo que se inquietó bastante cuando se le presentaron ciertos síntomas que le parecieron de embarazo. Acudió a la consulta del doctor Wetnose, ginecólogo, y le pidió que confirmara si su inquietud era fundada. La examinó el facultativo, y la tranquilizó. “No está usted embarazada –le dijo–. Sus síntomas se deben sólo a un ligero airecito estomacal”. Pasó el tiempo, y un día el médico se topó en la calle con la señora Santanela, que llevaba un lindo bebé en su carriolita. Le preguntó: “¿Es suyo el niño?”. Respondió con encono Santanela: “No es niño, doctor. Es sólo un ligero airecito estomacal”.

Terminó el trance de amor en el Motel Khamagua, y Susiflor le dijo a su galán: “Tendremos que casarnos”. “Pero, mi vida –replicó él-, ¿quién va a querer casarse con nosotros?”.

La vida empieza a los 40 años. También la artritis, las reumas, la ciática, la gota.

El jefe del pelotón de fusilamiento sacó su espada para dar las órdenes de “Preparen, apunten, fuego”. Le dijo preocupado el condenado a muerte: “Tenga cuidado con esa arma. Podría lastimarme con ella”.

En la fila de sospechosos la acusadora señaló a Babalucas: “Es uno de los cuatro hombres que me atacaron”. “¡Está mintiendo! –clamó él-. ¡Solamente éramos tres!”.

El juez le preguntó a Capronio: “¿Por qué le propinó usted a su suegra un mamporro, puñete o molondrón que le dejó un ojo morado?”. “Señor juez –respondió el incivil sujeto-, mi esposa no estaba en la casa, y mi suegra tenía las manos ocupadas. No era cosa de dejar pasar esa oportunidad”.

Él: “¡Qué ardientes son tus labios, Messa Lina!”. Ella: “Es que no me diste tiempo de quitarme el cigarro”.

“Llévame a tu departamento de soltero”. Los comensales del restorán pararon oreja cuando oyeron que una guapa mujer le pedía eso a su compañero de mesa. Más se sorprendieron cuando escucharon que el sujeto respondió: “De ninguna manera”. Insistió la hermosa fémina: “Te digo que me lleves a tu departamento de soltero”. Repitió el individuo, terminante: “No”. Y al decir eso se levantó para ir al baño. Lo siguió un tipo que había oído el diálogo y le dijo: “¡Llévala! ¡No desaproveches la oportunidad!”. Replicó el otro: “¿Cómo quieres que la lleve a mi departamento de soltero? ¡Es mi esposa!”.

Narró el cronista de box: “¡Kid Blotto tira una derecha larga! ¡Cae noqueado un señor que está en la cuarta fila!”.


Rondín # 13


El licenciado Pandectas había plantado el día anterior un pequeño manzano en el jardín del frente de su casa. Un conductor perdió el control de su vehículo, se metió al jardín y derribó el arbolito. Con una gran sonrisa le dijo el abogado a su mujer al tiempo que iba hacia el atribulado conductor: “¡Mira! ¡Apenas planté ayer el manzanito y ya empezó a dar frutos!”.

El padre Arsilio predicó un sermón acerca de las venturas que gozarán las almas de los justos en la morada celestial. Pidió a los feligreses: “Pónganse de pie los que quieran ir al Cielo”. Todos se levantaron, menos Empédocles, el borrachín del pueblo. El señor cura se azaró. “¿Cómo? –le preguntó al temulento-. ¿No quieres ir al Cielo cuando te mueras?”. “Ah, cuando me muera –dijo Empédocles al tiempo que se ponía él también de pie-. Yo pensé que ya iba a salir el grupo”.

El chofer de un camión de refrescos vio a una linda chica que pedía aventón a la orilla de la carretera, y detuvo su vehículo para que subiera. Cuando llegaron a su destino la muchacha le dijo al conductor: “Quiero corresponder a tu amabilidad. Si lo deseas puedes hacerme el amor”. El chofer no vaciló. Tendió junto al camino las lonas que anunciaban el refresco, y en ese improvisado tálamo empezó a refocilarse con la chica. Pasaban por ahí unos tipos, y uno le dijo al otro: “Ésas son promociones, no como la chinchurrienta de los taparroscas”.

“Mi novio tiene un apetito sexual extraordinario –le confió Rosibel a Dulciflor-. Ahora está de vacaciones, pero cuando regrese vendrá seguramente con más ganas de hacer el amor que de costumbre”. Preguntó la amiga: “¿Cuánto tiempo estará fuera?”. “No sé –replicó, pensativa, Rosibel-. Quizá sólo el tiempo suficiente para fumarme un cigarrito”.

Con tono de aflicción dijo un muchacho: “Mi vida amorosa es un desastre. Ya estoy pensando que la maneja el Gobierno”.

Un caballo llegó al estadio donde el equipo de beisbol local hacía sus prácticas. Ante el asombro del mánager dijo que quería formar parte del equipo. Era buen bateador, manifestó. El hombre, boquiabierto, sólo acertó a entregarle un bate. El caballo pegó de hit. Le gritó el mánager: “¡Corre! ¡Corre!”. Dijo el caballo: “Si pudiera correr estaría en el hipódromo”.

Comentó una curvilínea chica: “Viajar en autobús es una experiencia religiosa. Empieza con la imposición de manos”.

En el paredón el condenado a muerte se espantó al verse frente a un cañón enorme. Le dijo el capitán: “Me vas a perdonar, pero hoy no vino el pelotón de fusilamiento”.

Un tipo vio cómo en el parque un hombre y una mujer se estaban besando apasionadamente. El que iba con él le preguntó: “¿Por qué los ves así? ¿Acaso eres un mirón?”. “No –respondió el otro-. Soy el marido”.

Dos parejas de jóvenes casados fueron de vacaciones a una playa. Los esposos eran amigos entre sí, pese a que tenían carácter diferente. Uno era más serio que un puerco meando –expresión campirana ya en desuso-; hombre formal y de buenas costumbres. El otro, en cambio, era un viva la Virgen, un tarambana que gustaba de exprimirle todos los jugos a la vida. La primera noche de sus vacaciones estaban cenando en el hotel cuando de pronto se interrumpió el servicio eléctrico y todo quedó a oscuras. Decidieron, pues, irse a sus respectivas habitaciones. Ya en el cuarto el joven serio, antes de meterse en la cama, se arrodilló a decir sus oraciones. Rezó primero el Yo pecador, en seguida el Alabado viejo, luego la Magnífica y después la antífona del santo del día. Estaba recitando el himno de los macabeos cuando volvió la luz. ¡Horror! El piadoso joven se dio cuenta con espanto de que la mujer que estaba en la cama no era su esposa: en la oscuridad él y su amigo se habían ido al cuarto con la pareja equivocada. “¡Mano Poderosa! –exclamó consternado-. ¡Voy a mi habitación! ¡Espero que no haya sucedido algo irreparable!”. “Seguramente ya sucedió –le dijo con toda calma la muchacha-. Mi marido no reza”.

Pipino, hombre enteco y escuchimizado, casó con Pomponona, mujer de giganteas proporciones y abundantes carnes. Empezó la noche de las bodas. Ella se despojó del leve negligé que la cubría y se tendió en el tálamo nupcial en actitud sugestiva de Cleopatra que espera la acometida de su Marco Antonio. Pero Pipino no subió al lecho. Le preguntó ella, extrañada: “¿Por qué te quedas ahí viendo tu reloj?”. “No es reloj —contestó el novio—. Es una brújula”. (¡Pobre Pipino! Tan grande era el corpachón de su mujer que debió haber llevado con él a un chalán que lo ayudara a consumar el matrimonio diciéndole: “Dale, dale... Quebrándose, quebrándose…”).

Pepito estaba contando billetes y monedas. Su hermana mayor le preguntó enojada: “¿Cómo que estuviste alquilando mi diario?”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, tenía un compadre llamado Leovigildo. Unos le decían Leo y otros le decían Gildo, pero todos sabían que su esposa era mujer caritativa que a ningún hombre le negaba jamás un vaso de agua. Cierta noche lunada —las noches de plenilunio pueden llevar por un lado a componer la sonata Claro de Luna y por el otro a cometer adulterio— el tal Pitongo se estaba refocilando con la mujer de su compadre en el lecho de la pecatriz. Debo decir con el mayor respeto que doña Cacareta —así se llamaba la señora— no era precisamente una beldad. (Asoma ella en la columna y me dice con enojo: “¡Y a poco tú estás muy bonito, cabrón!”). Se parecía bastante a Bela Lugosi, y sufría de estrabismo. Todo lo veía doble. Cuando cantaba la canción “Las cuatro milpas” decía: “Ocho milpas tan sólo han quedado…”. Además de eso era estevada: entre sus piernas podía pasar una locomotora. Claro, no de vapor, sino de las modernas, que son de líneas más estilizadas. Estaba yogando, pues, Pitongo con doña Cacareta cuando de pronto se oyeron pasos en el corredor. ¡Era el marido! Afrodisio se vio sin efugio, o sea sin posible escapatoria, y sólo alcanzó a cubrirse lo más indispensable con la sábana. Entró don Leovigildo y vio a su esposa y su compadre nudos, vale decir sin ropa, y dando muestras de haber estado haciendo el makin’ whoopee, como decía Eddie Cantor. Don Leovigildo le dirigió una mirada de reproche al conchabado de su mujer y le dijo con acento pesaroso: “Compadre: yo tengo que hacer eso, pues me obligan las leyes de la Iglesia y el Código Civil. Pero ¿usted?”.

Letrero en la tienda de Libidiano: “Tanga para mujer: 300 pesos. Instalada: 3”.

En la choza de palma que había construido para Eva al salir del paraíso, Adán vio por primera vez a su mujer con nuevos ojos, y de inmediato sintió en la región de la entrepierna una fuerte conmoción que nunca había experimentado. Asustado se encaminó a la puerta. “¿A dónde vas?” —le preguntó Eva, a quien había interesado mucho aquella conmoción del hombre. “Voy afuera —respondió lleno de inquietud Adán—. No sé hasta dónde vaya a llegar esta cosa, y temo tumbar el techo”.

Don Añilio, septuagenario caballero, contrajo matrimonio  con una muchacha de 28 abriles. Al salir de la iglesia se le acercó un sujeto con un portafolios y le dijo: “Señor: ¿no le interesaría tomar un seguro de vida antes de la noche de bodas?”.

Es posible prever el ataque de un tiburón. Si uno se te acerca y te pone en la pierna limón y salsa de tomate ¡cuidado!.

El director de la película le preguntó a la productora: “¿Por qué no quieres que le dé el papel de galán a Tiny Prick?”. Respondió la mujer: “Su parte es muy pequeña”.

Don Chinguetas le pidió al joyero que le mostrara un brazalete de brillantes. Cuando lo estaba examinando le preguntó el de la joyería: “¿Es para su esposa?”. En ese momento doña  Macalota, la mujer de don Chinguetas, pasó frente a la joyería, vio a su marido y entró en la tienda. Mohíno, don Chinguetas le contestó al joyero: “Lo es ahora”.

La recién casada se quejó con su ginecólogo de las píldoras conceptivas que le había recetado. Inquirió el facultativo: “¿Cuál es el problema?”. Explicó ella: “Creo que no son del tamaño debido. Cada rato se me caen”.


Rondín # 14


Un turista norteamericano se topó en cierta calle de París con una audaz cocotte que lo arrastró a su budoir en la Rive Gauche. Preocupado por la forma de pago –no traía cash- le preguntó: “¿Qué te parece American Express?”. “Está bien, monsieur –respondió ella-. Lo haré lo más rápido que pueda”.

Es difícil explicarle a un niño por qué papá se pone cada día más canoso, y mamá cada día más rubia.

Afrodisio le dijo a Simpliciano: “Sé que andas de  novio con esa muchacha a la que le dicen ‘La tos ferina’”. El boquirrubio se amoscó: “¿Por qué le dicen así?”. Contestó Afrodisio: “Porque todos la tuvimos alguna vez”.

Pero basta de latinajos, y cumple ya el ofrecimiento que ayer hiciste, de sacar a la luz el cuento más breve y más pelado en lo que va del año. Lo conoció doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y la lectura de ese chascarrillo le causó un revolvimiento gástrico tan fuerte que su médico de cabecera tuvo que administrarle una tisana de hojas de viborán con polvos de tartrato de potasio y antimonio, enérgico vómico y emético. No me sorprende el mal que acometió a la ilustre dama: tu relato, en efecto, aunque está formado por solamente 14 palabras, es en extremo majadero. No lo leeré, pues soy persona de buenas costumbres y moral estricta, pero le pediré a alguien que me lo lea… La mujer le dijo al hombre: “No uses preservativo. Me gusta la comida orgánica”.

La mujer de Afrodisio acudió a un consultorio. Le dijo al médico: “Vengo a que me saque un diente”. Le indicó el facultativo: “Se ha equivocado usted, señora. Yo soy ginecólogo. Si quiere que le saquen un diente debe ir con un odontólogo”. Precisó ella: “El diente es de mi esposo”.

Doña Macalota le dijo a don Chinguetas: “Ya hice algo para la cena”. Preguntó él: ¿Qué hiciste?”. Contestó ella: “Reservaciones”.

Dos cazadores se cubrieron con un cuero de vaca para poder acercarse sin ser vistos al estanque de los patos. Cuando llegaron no había ninguno. De pronto uno de los cazadores le dijo al otro: “¡Rápido! ¡Pásame el rifle!”. Preguntó el otro: “¿Vienen los patos?”. “No –respondió el primero-. Viene el toro”.

A la novia de Babalucas le gustaba el ballet. Le dijo al tonto roque: “Te invito al Lago de los Cisnes”. Babalucas se presentó a la cita con atuendo de cazador y llevando su escopeta.

Con tono solemne Capronio le manifestó al médico: “Doctor: soy hombre forjado en el sufrimiento. Estoy acostumbrado a los golpes de la vida. Puede decirme entonces la verdad: por muy dura que sea la arrostraré serenamente. Dígame: ¿es cierto que ya sanó mi suegra, y que mañana la dará usted de alta?”.

Cuatro reos hicieron un plan para fugarse de la prisión, e invitaron a otro a que se les uniera. Les dijo éste: “Me encantaría escapar con ustedes, compañeros, pero allá afuera está mi esposa”.

Una mujer llegó a las puertas del Cielo y le dijo a San Pedro que quería saber si ahí estaba su marido. “¿Cómo se llama él?” –preguntó el apóstol de las llaves. Respondió la señora: “John Smith”. “Aquí hay más de mil hombres con tal nombre –le indicó el portero celestial-. ¿Alguna seña particular?”. “Sí –contestó ella-. Antes de morir me dijo que se daría una vuelta en su tumba por cada vez que yo le hubiera puesto el cuerno”. “Ah sí” –dijo San Pedro. Y volviéndose a un ángel le pidió: “Dile al Trompo Smith que venga”.

Un señor de edad madura entró en el confesonario y le dijo al sacerdote: “Padre: tengo 75 años de edad, y 50 de casado. Jamás le había sido infiel a mi mujer. Anoche, sin embargo, conocí a una hermosa mujer y le hice el amor tres veces seguidas”. Le preguntó el sacerdote: “¿Cuándo fue tu última confesión?”. Replicó el hombre: “Nunca me he confesado. Soy judío”. Se asombró el sacerdote. “Y entonces –inquirió– ¿por qué me cuentas eso?”. “No sólo a usted se lo he contado –respondió con una gran sonrisa el maduro caballero–. Se lo estoy contando a todo el mundo”.

Alguien le informó a Himenia Camafría, madura señorita soltera: “Anoche estuvimos a 2 grados bajo cero”. “¡Ay! –suspiró ella–. ¡Cómo me habría gustado estar bajo uno!”.

San Pedro y el Señor estaban jugando al cubilete. El apóstol tiró los cinco dados e hizo quintilla de ases. Jesús hizo su tiro y salieron seis ases. Dijo San Pedro, mohíno: “Como milagro está muy bien, Señor; pero como juego es una chingadera”.

Las moscas jugaban futbol en un plato. Les dijo el técnico: “Tienen que mejorar su desempeño, chicas. Mañana jugaremos en la copa”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llegó de improviso a la casa de un compadre suyo que vivía en el campo. Le dijo éste: “Debió avisarme que venía, compadre. Así de repente no tengo ni dónde acostarlo. Esta noche tendrá que dormir en la misma cama con mi mujer y conmigo”. A la mañana siguiente el visitante se despidió. “Gracias por sus atenciones, compadrito –le dijo a su anfitrión–, pero con pena y todo debo informarle algo: su esposa es una cusca, una pindonga”. “¿Por qué me dice eso?” –inquirió el otro–. Respondió Afrodisio: “Toda la noche me tuvo agarrado por la pija”. “No –aclaró el compadre–. Era yo. Perdóneme la desconfianza”,

Hacía mucho tiempo que don Chinguetas no tenía sexo con su mujer. Fueron al cine, y en una tórrida escena de la película se vio cómo el actor le hacía apasionadamente el amor a la protagonista. Le preguntó doña Macalota a su incumplido esposo: “¿Por qué no haces tú lo mismo?”. Respondió secamente don Chinguetas: “A él le pagan”.

Astatrasio Garrajarra, ebrio consuetudinario, llegó a su casa en horas de la madrugada, con una pea de órdago. Hizo tanto ruido que despertó a su cónyuge. “¿Qué haces?” –le preguntó desde la alcoba la mujer. Respondió el beodo con tartajosa voz: “Estoy tratando de subir un barril de cerveza por la escalera”. Le dijo la señora: “Vas a despertar a todo el vecindario. Espera a que sea de día para subir ese barril”. Replicó el temulento: “No puedo esperar. Ya me lo tomé”.

¿Por qué muchas novias sonríen el día de su boda? Saben que ya no tendrán que esforzarse en el renglón del sexo.

Un tipo le contó a su amigo: “No sé qué hacer con mi perro. Persigue a todo el que pasa en una bicicleta”. Sugirió el otro: “¿Por qué no lo atas?”. Respondió el primero: “Eso sería muy cruel. Mejor le voy a esconder la bicicleta”.


Rondín #15


Maritornia, la sirvienta de doña Panoplia, le comunicó a su patrona que estaba embarazada por octava vez. “¡Mano Poderosa! ¡Supremos Poderes! –profirió la señora, que gustaba de invocar lo mismo a las potencias del Cielo que a las terrenales-. Y dime, desdichada: ¿quién es el responsable de tu nueva preñez?”. “El mismo de siempre, señito –respondió la fámula-. Pitóforo”. “Pero, mujer –la amonestó doña Panoplia-. Ya tienes siete hijos con ese hombre, más el que esperas ahora. ¿Por qué no te casas con él?”. “¿Casarme con Pitóforo? –exclamó Maritornia-. ¡Ay, señora, si ni me gusta!”.

Ovonio, marido desobligado y poltrón, le pidió a su esposa: “Dame un café”. Preguntó ella: “¿Con qué?”. “Con leche”  -respondió el haragán. “¡No, cabrísimo grandón! –bufó la mujer-. ¿Con qué?”. Y al decir eso hizo con los dedos el signo del dinero.

Sigue ahora un cuento que los moralistas no deberían leer… Aquel señor tuvo un accidente de automóvil, a consecuencia del cual sufrió una herida que le partió los labios. El cirujano plástico le hizo un injerto de piel que tomó de las pompas de su esposa (de la esposa del paciente, quiero decir). El implante tuvo éxito, tanto que no quedó ninguna huella de la herida. “Estuvo muy bien la operación –reconocía el hombre-. Pero ahora cada vez que tengo una erección los labios se me esconden”.

Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, iban atravesando un parque. Caía ya la tarde, y al pasar por un apartado rincón Himenia le dijo a Celiberia: “Me han dicho que en la noche ronda por aquí un tremendo violador”. Inquirió tímidamente la señorita Sinvarón: “Si nos quedamos ¿no se nos hará tarde para la cena?”.

La esposa de Babalucas se inquietó cuando vio salir del baño a su marido. Le preguntó alarmada: “¿Por qué traes espuma ahí?”. Respondió el zote: “En el frasco decía: ‘Champú de huevos’”.

Avaricio Cenaoscuras, hombre tacaño, manicorto, cicatero y ruin, iba por la calle, y un pordiosero lo abordó. Le dijo con gemebunda voz: “¡Señor: tengo tres días sin comer! ¡Estoy a punto de suicidarme por el hambre y la desesperación! ¡Por favor, deme una ayudita!”. “Cómo no —accedió el cutre—. Subamos a lo alto de ese edificio y te daré un empujoncito”.

Messa Lina era una chica de cuerpo complaciente. Tenía un grave impedimento del habla: no podía pronunciar la palabra “no”. Tanto va el cántaro al agua hasta que se llena: la frívola muchacha quedó enferma de gustos pasados, vale decir embarazada. Transcurrido el tiempo natural dio a luz un robusto bebé. Cierta amiga suya la visitó en la sala de maternidad, y después de darle los parabienes de rigor le preguntó: “¿Qué nombre le vas a poner al niño?”. “El nombre es lo de menos —dijo ella—. Lo difícil será encontrarle un apellido”. Le sugirió la amiga: “¿Por qué no le pides al papá que lo reconozca?”. Respondió Messa, sombría: “Primero tengo yo que reconocer al papá”.

Declaró Capronio: “He sido feliz con la misma mujer durante 20 años. Si mi esposa se entera me mata”.

En el momento del amor el marido le dijo a su mujer: “Me casé contigo para toda la vida, pero no muestras ninguna”.

Un irritado cliente se presentó en la tienda y le reclamó al vendedor: “Hace un mes compré aquí un refrigerador. Usted me dijo que me lo garantizaba por toda la vida, y sin embargo ya se descompuso”. “Bueno —se justificó el hombre—, cuando se lo vendí se veía usted bastante mal”.

El paciente del doctor Ken Hosanna se quejó amargamente de su médico. “Tengo tisis galopante —dijo—, y me está cobrando por kilómetro”.

Murió la esposa de Rapacirio, el sacristán del templo. Una semana después el hombre se presentó ante el padre Arsilio y le pidió que lo casara nuevamente, pues había encontrado ya otra mujer. “Por Dios, hijo —se consternó el buen sacerdote—. Tu esposa falleció hace apenas unos días”. “Sí, señor cura —admitió el sacristán—, pero el rencor me duró poco”.

Un banco fue asaltado. El gerente de la institución le pidió a su linda secretaria: “¿Me acompaña al baño, señorita Dulciflor? Tengo ganas de hacer pipí, y me dijeron que no toque nada hasta que llegue la policía”.

Cierto político de moda tenía una queridita 20 años más joven que él. Una noche bebía en la cantina, y le dijo con tono fanfarrón al cantinero: “Voy a ver a mi chiquita”. Le indicó el hombre: “El baño está al fondo a la derecha”.

Dos amigos se encontraron después de mucho tiempo de no verse. Luego de los saludos de rigor (“¿Cómo has estado? ¿Qué piensas de la fenomenología de Husserl?”) uno le preguntó al otro: “¿A qué te dedicas ahora?”. Contestó el interrogado: “Trabajo para Nalgarina Grandchichier, la sensual vedette de enhiesto tetamen y opimo nalgatorio. Por 100 pesos diarios la ayudo a vestirse y desvestirse”. Opinó el amigo: “Es muy poco”. “Lo sé —admitió el otro—. Pero no puedo darle más”.

Don Languidio Pitocáido, senescente caballero, fue a comprar un traje. Lo acompañó su esposa, doña Avidia. El encargado de la tienda le mostró al feble señor un terno —terno es el conjunto de saco, chaleco y pantalón— y le dijo: “Este traje le quita a usted 10 años de encima”. Preguntó de inmediato doña Avidia: “¿No tiene una piyama que surta el mismo efecto por la noche?”.

Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, fue a una librería y le dijo al encargado: “Quiero el libro ‘La mujer inmoral’ de Irving Stone”. Acotó el librero: “El título de la obra es ‘La mujer inmortal’”. Replicó Afrodisio: “Ésa no me interesa”.

Dulciflor, muchacha ingenua, casó con Libidiano, que alguna vez estuvo tres horas en París en el curso del tour “Europa eterna”, y que por eso gozaba de fama en su pueblo como hombre conocedor de toda suerte de erotismos. Cuando la parejita regresó de la luna de miel la mamá de la flamante desposada le preguntó, inquieta: “¿Cómo te fue?”. Contestó Dulciflor: “Bien, en lo que cabe”. La señora se alarmó. Le dijo con mirada inquisitiva: “Espero que en lo que no cabe no haya sucedido nada”.

Don Crésido Moneto fue en un tiempo hombre de fortuna. Azares de la vida, sin embargo, lo llevaron a la pobreza, a tal punto que se vio en el extremo de tener que pedir limosna en la vía pública. Un reportero supo de su historia y fue a entrevistarlo. Le preguntó. “¿Hace cuánto fue usted rico?”. Contestó don Crésido: “Hace dos esposas”. (Reflexión: No es lo mismo caer en los brazos de una mujer que caer en sus manos).

Una señora acudió a la consulta del doctor Duerf, psiquiatra de la escuela vienesa (la Secundaria “Untauglich”, de la capital austriaca), y después de exponerle el problema que la llevaba ahí se levantó la falda, se bajó el chonino y le mostró las pompas al facultativo. A pesar de su vasta experiencia clínica el analista no pudo menos que asombrarse: los amplios y redondos hemisferios de la paciente estaban cubiertos con diagramas para jugar al juego que en unas partes se llama “gato” y en otras “tres en raya” o “tatetí”. Le preguntó el doctor Duerf a la mujer: “¿Y esto es lo que la hace pensar, señora, que a su marido ya no le interesa su cuerpo para hacer el amor?”.


Rondín # 16


Bucolina, garrida moza campirana, iba con su cántaro a la fuente. En el camino le salió al paso el joven Fornicio, hijo del dueño de la hacienda. El guapo galán iba en su caballo cuatralbo. Su apostura y el mechón de pelo que le salía del sombrero y le cubría la frente le daban un cierto aire a Jorge Negrete, el charro cantor. “¿A dónde bueno, muchacha?” —le preguntó Fornicio a Bucolina con voz de jaque bravucón después de llevarse la mano al ala del jarano a modo de saludo. Respondió ella, humilde: “Voy al agua, patroncito”. Y al decir eso removía la tierra con el pie. “Cada día más chula” —la requebró Fornicio. “Favor que usté mi hace, niño” —contestó ella. Y seguía removiendo la tierra con el menudo pie. Le preguntó Fornicio: “¿Por qué escarbas con el zapato?”. Explicó la muchacha: “Pa’ hacer camita, y que el suelo no esté tan duro ahora que me tumbe usté”. (Después relataría Bucolina: “Cuando quise gritar no pude, y cuando pude gritar no quise”).

El ordenador le propuso a la computadora: “¿Hacemos el amor?”. “Hoy no —respondió ella—. Tengo un virus”. “Lástima —suspiró el ordenador—. Traigo el disco duro”.

El niñito le preguntó a su padre: “Papi: ¿qué es el Círculo Polar Ártico?”. Respondió de mala manera el genitor: “Pregúntale a tu mamá. Ella tiene uno”.

Don Papandujo había perdido todos los dientes. Sin ellos no podía hablar bien: farfullaba, tartajeaba, y espurriaba con su saliva a los que estaban cerca. Decía: “Esta tarde follo”, y sus amigos se admiraban, pero en verdad quería decir: “Esta tarde pollo”. Un día fue con un odontólogo, y éste le hizo una placa dental que le quedó muy bien. Esa misma noche decidió sorprender a su esposa con su nueva dentadura. En la oscuridad de la alcoba se acostó a su lado y empezó a castañetear los dientes a la manera de las más consumadas crotalistas -digamos Sonia Amelio o Pilar Rioja-, primero por malagueñas, después por siguiriyas, peteneras y soleares. Despertó la señora con el ruido de aquellas singulares castañuelas y dijo, adormilada: “Ya vete, que no tarda en llegar el chimuelo”.

Los terroristas secuestraron un avión lleno de diputados. Amenazan con ir liberándolos uno por uno si sus demandas no son atendidas.

Don Chinguetas se inquietó sobremanera cuando su esposa, doña Macalota, no llegó a su casa aquella noche. Su inquietud se convirtió en alarma cuando tampoco la siguiente noche apareció. Acudió entonces al cuartel de policía del barrio y le informó al oficial de guardia: “Mi esposa ha desaparecido”. El gendarme, que conocía a la señora, pregunto: “¿Y viene usted a que lo felicitemos?”. Grande fue su sorpresa cuando el marido respondió: “No. Vengo a pedirles que la busquen”. “Allá usted –se encogió de hombros el jenízaro-. Yo en su lugar iría a la iglesia a dar gracias a Dios por ese gran milagro, y luego me tomaría un mes de vacaciones en alguna playa para celebrar el acontecimiento. Pero en fin, haremos lo posible por encontrar a su mujer. Sólo quiero advertirle: si la hallamos no admitiremos después reclamaciones por parte de usted”. Regresó don Chinguetas a su domicilio, y cuál no sería su sorpresa –frase inédita- cuando al entrar vio a doña Macalota en la cocina, dando buena cuenta de un gran plato de albóndigas en salsa de chipotle (del náhuatl “chilli”, chile, y “poctli”, humo; chile secado al humo). “¿Dónde andabas? –le preguntó, vehemente-. ¿Por qué faltaste de la casa dos noches seguidas?”. Contestó ella sin dejar de comer: “Fui secuestrada por una banda de siete forzudos hombres de muy bajos instintos. Me dijeron que los siete abusarían de mí repetidas veces, por riguroso turno, a lo largo de una semana”. Opuso don Chinguetas: “Pero han pasado solamente dos días. ¿Lograste escapar de esos bestiales individuos?”. “No –replicó doña Macalota-. Nada más vine a comer algo”… (Para agarrar fuerzas, supongo, y poder hacer frente al compromiso).

Un viajero llegó a cierto remoto pueblo en la montaña. Iba por la calle en busca de un hotel cuando vio algo que le llamó mucho la atención: todos los hombres corrían apresuradamente, como huyendo de un peligro grande, en tanto que las mujeres seguían tranquilamente su camino. Le preguntó a uno: “¿Qué sucede?”. Respondió el otro sin dejar de correr: “¡Ahí viene el loco John! ¡Cuando lo posee la locura se arma con un filosísimo belduque, y a los hombres que tienen tres testículos se los corta sin ninguna compasión!”. El viajero, desconcertado, dijo: “Entonces puedo estar tranquilo. Yo tengo dos”. “De cualquier manera corra –le aconsejó el lugareño apresurando el paso-. John primero corta y luego cuenta”.

Narró doña Madana: “Para perder peso me sometí a una dieta de ajos y frijoles. Lo único que perdí fue amigas”.

Jactancio, sujeto elato, presumido, se topó con su amigo Timoracio, y lo vio inquieto y preocupado. “¿Qué te pasa?” –le preguntó. Respondió el otro: “Mañana me harán la circuncisión, y estoy nervioso”. “No te apures –lo tranquilizó Jactancio-. La circuncisión es cosa de cirugía menor. Lo único que hacen es quitarte el pellejito de la punta, y eso es todo. A mí ya me hicieron la operación, y no sólo no me dolió nada, sino que además aproveché el pellejito que me quitaron”. “¿Ah sí?” –se interesó el amigo-. ¿Qué podré hacer yo con el pellejito que me quiten?”. “No sé en tu caso –respondió Jactancio-. Yo me hice una cartera, un cinturón, un portafolios, un par de botas, un chaleco y una gorra con orejeras”.

Simpliciano, muchacho sin ciencia de la vida, les informó a sus padres que había embarazado a Florilí, su novia. “¡Ay, hijito! –suspiró la mamá–. ¡Metiste la pata!”. Aclaró él: “No fue la pata, mami”.

Envidio a Santaclós: sabe dónde viven todas las niñas que no se portan bien.

Un campesino se quejaba: “En la inundación murieron mi esposa y mi mula. Todos me han ofrecido una nueva esposa, pero nadie me ha ofrecido una nueva mula”.

Don Cornulio sorprendió a su mujer yogando con un desconocido. Furioso le preguntó al sujeto: “¿Quién le dijo a usted que puede acostarse con mi esposa?”. Respondió el tipo: “Todos”.

En el teléfono: “¿Cómo estás mamá?”. “Muy bien, hijo. Fabulosamente bien”. “Perdone. Creo que me equivoqué de número”.

En la noche de bodas el novio le preguntó, solemne, a su flamante mujercita: “Dime, Frinesia: ¿has conservado tu virginidad?”. Respondió ella: “No. Pero conservo el estuchito en que venía”.

La mamá de Babalucas preparó cuidadosamente la fiesta del día de los Reyes Magos. A más de la cena dispuso gorritos, serpentinas, todo lo necesario para que reinara la alegría. A Babalucas le hizo un encargo muy especial: “Ve y compra una buena cantidad de confeti -le dijo-. Te subes al segundo piso, y cuando lleguen los invitados les echas el confeti desde el barandal”. Fue Babalucas a cumplir la encomienda, y se colocó oportunamente donde su mamá le había dicho, en espera de la llegada de los invitados. Se presentaron éstos todos juntos, y Babalucas hizo lo que su mamá le había dicho: todo lo dejó caer sobre los asistentes. Le gritó la señora, consternada: “¡Te dije confeti, Baba, no espagueti!”.

Un borrachito no había terminado aún de celebrar el Año Nuevo. Iba cae que no cae por el centro de la calle. Un policía le ordenó: “Camine por la acera, amigo”. “¡Estás loco! –farfulló el beodo-. ¡Ni que fuera alambrista!”.

La hija de don Poseidón ingresó en el ejército. Un amigo al que hacía tiempo no veía le preguntó al señor: “¿Qué hace tu hija?”. Contestó don Poseidón: “Es recluta. Está en un campamento militar”. El otro, que no oía muy bien, respondió sombrío: “La mía es eso mismo, pero ella anda en la calle”.

El galancete trató de tomarse ciertas libertades con su chica. Le dijo ella, indignada: “¿Qué te sucede, Libidiano?”. “Perdona, Susiflor -respondió el boquirrubio-. Como te pusiste pupilentes verdes pensé que era la señal de ‘siga’”.

Jactancio, antipático sujeto, iba de traje y corbata. “¿A dónde vas?” -le preguntó un conocido (amigos no tenía). “A una fiesta sorpresa -respondió el tal Jactancio-. Se trata de una boda”. El amigo se extrañó: “¿Cómo una boda puede ser una fiesta sorpresa?”. “Sí -explicó él-. Fue una sorpresa que me invitaran”.


Rondín # 17


Rosilita, ya se sabe, es el equivalente femenino de Pepito. La niña quería tener un gatito, pero su mamá no se lo permitía. Enfermó de la garganta la pequeña, y el médico dictaminó que había que extirparle las amígdalas. Cuando Rosilita volvió en sí de la anestesia tenía el gatito en su cama. Su mamá le había conseguido uno, y se lo puso ahí como medio para divertirla en la convalecencia. Rosilita vio al animalito y exclamó con disgusto: “¡Qué forma tan idiota de tener un gato! ¡Y luego por dónde!”.

En el bar un tipo le contó a otro: “No disponía yo de dinero para comprarle un regalo a mi esposa en Navidad, pero se me ocurrió una idea. Le di una tarjeta que decía: ‘Vale por una hora de sexo apasionado’”. “¡Qué romántico! -exclamó el amigo-. Seguramente a tu esposa le gustó el detalle”. “No sé -masculló el otro-. Apenas leyó la tarjetita me dijo muy contenta: ‘¡Ahora vengo, mi amor! ¡Voy a hacer efectivo el vale!’”.

En la puerta de la cantina estaba un hombrón con una carretilla. El parroquiano que bebía en la barra le preguntó al cantinero: “¿Qué hace ese tipo ahí?”. Le explicó el de la taberna: “Acecha a los que están bebiendo. Cuando uno se emborracha y queda privado de sentido ese hombre se lo lleva en la carretilla a las afueras y abusa de él. Tenga cuidado”. “Eso no va conmigo –replicó, desdeñoso, el parroquiano-. Yo sé beber; jamás pierdo el sentido”. Lo perdió, sin embargo, y cuando volvió en sí se encontró a bordo de la carretilla. “¡Epa! -le gritó espantado al grandulón-. ¿A dónde cree usted que me lleva?”. Respondió con sonrisa siniestra el individuo: “No te llevo. Te traigo de regreso”.

Pepito logró que Rosilita, su pequeña vecina, aceptara ir con él atrás de la casa, donde nadie los podía ver. Con sonrisa coqueta dijo la niña: “Ya sé: quieres que juguemos a ser marido y mujer”. “¡Ah no! —respondió prontamente Pepito—. ¡Si jugamos a eso entonces ya no vamos a hacer cositas!”.

Un amigo le preguntó al hermano de Himenia Camafría, madura señorita soltera: “¿Qué hiciste en los días de Navidad?”. Respondió él: “Llevé a mi hermana a todas las tiendas donde había un Santa Claus recibiendo las peticiones de los niños”. El amigo se sorprendió: “¡Pero si tu hermana tiene 50 años!”. “Ya lo sé —contestó el otro—. Pero es capaz de cualquier cosa con tal de sentársele en las piernas a un hombre”.

Doña Pasita le preguntó a su nieta: “¿Qué tal tu nuevo novio, Dulcilí?”. “Es muy lindo —respondió ella—. Cuando estamos juntos me baja el sol, la luna y las estrellas”. La abuelita se alarmó. Preguntó inquieta: “¿Y nada más eso te baja?”.

El club de nudistas celebró su fiesta de fin de año. En el transcurso del baile las cosas se pusieron muy agitadas. Luego llegó la hora de la cena, y el presidente de la agrupación se puso en pie para brindar. Lleno de emoción dijo a los socios: “Al dirigirme a ustedes experimento una extraña sensación”. Su esposa le informó en voz baja: “Es que tienes metidas tus cosas en el bol del ponche”.

Don Poseidón, granjero acomodado, se dedicaba a vender maíz. Su hijo Romanito lo ayudaba  pesando la mercancía. Una tarde el padre Arsilio, cura del lugar, fue a visitarlos. Le dijo a don Poseidón: “Voy a impartir un curso de moral. ¿No te gustaría que Romanito lo tomara?”. “Me gustaría mucho, padre —contestó el viejo—. Pero si el muchacho toma un curso de moral, ¿luego quién pesará el maíz que vendemos?”.

En el zoológico había una jaula en donde estaban juntos un león y un cordero. Frente a la jaula había un letrero que decía: “He aquí un bello ejemplo de coexistencia pacífica. ¡Aprendan esta lección las naciones de la Tierra!”. Una visitante le dijo, conmovida, al director del parque: “¡Qué hermosa visión la del cordero y el león juntos! ¿Cómo lograron ustedes hacer esto?”. Le informó el hombre: “Todos los días ponemos un cordero nuevo”.

El doctor Ken Hosanna tuvo el enésimo pleito con su esposa. Al salir de la casa dio un portazo y le dijo a la mujer: “¡Y además quiero que sepas que eres pésima en la cama!”. Cuando en altas horas de la noche regresó el médico encontró a la mujer en el lecho conyugal entrepernada con un colega suyo. Le preguntó hecho una furia: “¿Qué es esto, Meretricia?”.  Explicó la señora: “Quise buscar una segunda opinión”.

Gañano, alto y robusto mocetón del campo, contrajo matrimonio con una turista extranjera que se prendó a primera vista del fornido labriego. Cuando volvieron de la luna de miel alguien le preguntó a Gañano cómo le había ido. Respondió él muy intrigado: “Gwendolyn es muy rara. Cuando me vio por primera vez sin ropa, ladró”. “¿Cómo que ladró?” —se sorprendió alguien. “Sí, —respondió el grandulón—. Hizo: ‘¡Wow!’”.

El padre de familia estaba deprimido. “¡Caramba! —exclamó con tristeza—. ¡Cuán pronto se van los días felices! Vino la Navidad, vino el Año Nuevo, y ya todo pasó”. “No te preocupes, papi —trató de consolarlo Dulciflor, su hija soltera—. Ahora va a venir la cigüeña”.

Silly Konn, vedette de moda, tenía mucha pechonalidad. Quiero decir que era dueña de abundosas preponderancias delanteras, tan grandes que semejaban la enhiesta proa del Missouri, famoso portaviones de la armada norteamericana. El busto de la cantatriz era tan opimo, tan magnificente, tan ubérrimo, que la mujer usaba brassiére copa A. Ah jijo. Cierto día fue a un restorán italiano y pidió una pizza de tamaño grande. Transcurrió un buen rato, y Silly llamó al mesero. Le dijo con molestia: “Hace media hora pedí una pizza, y no me la ha traído”. Respondió muy cortés el camarero: “Si la señora se retira un poco de la mesa la encontrará ahí abajo”.

Babalucas decidió meterse a ladrón. Junto con otro caco más avezado entró cierta noche en una relojería. Los dos rateros empezaron a embolsarse relojes. El experto le preguntó a Babalucas: “¿Qué haces en ese mostrador? Acá están los relojes más finos y más caros”. “Sí —reconoció Babalucas—. Pero éstos están en oferta”.

Doña Madana, señora bastante entrada en carnes, le dijo a su marido: “En el clóset encontré una falda que no uso desde hace un año. Me la voy a poner”. Preguntó con tono escéptico el señor: “¿Crees que aún te quede?”. Respondió ella: “Eso es lo que quiero averiguar”. Poco después anunció doña Madana desde la otra habitación: “Ya me puse la falda”. Inquirió el esposo: “¿Te quedó?”. Contestó la mujer: “Un poco apretada. Ahora voy a ver qué me pongo en la otra pierna”.

En la cena de Año Nuevo la anfitriona le pidió a uno de los invitados, locutor de radio, que dijera la acción de gracias. El hombre inclinó la cabeza y dijo con voz reverente, aunque engolada: “Esta riquísima cena, señoras y señores, llega a ustedes por cortesía de nuestro gentil patrocinador, Dios Todopoderoso, cuya Divina Providencia agradecemos en todo lo que vale. Esperamos que la cena sea de su agrado. ¡Que la disfruten son los deseos de su amigo y servidor Lorencio Parlo!”.

El arquitecto le mostró a doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, la elegante mansión que le había construido por encargo de su esposo, don Sinople. Al pasar por el jardín preguntó ella: “¿Qué es esto?”. Respondió el arquitecto: “Es un reloj de sol. La aguja proyecta su sombra sobre las líneas en la piedra, y así señala la hora”. “¡Caramba! —se asombró doña Panoplia—. ¡Lo que están inventando los gringos!”.

En el curso de las maniobras de la flota el capitán de uno de los barcos cometió cierto error grave. El almirante le envió un airado mensaje. Frente a sus oficiales el capitán le pidió al encargado de comunicaciones: “Léamelo”. El joven marino vaciló, pues conocía ya el texto del mensaje. Repitió el capitán: “Le digo que me lea lo que me dice el almirante”. El muchacho se vio constreñido a obedecer, y leyó: “Es usted un idiota, un imbécil, un estúpido; el pendejo más grande de la armada”. El capitán, sin turbarse, le dijo al marinero: “El mensaje viene en clave. Déselo al encargado de los códigos para que lo descifre”.

Doña Gordoloba, robusta mujer, relató: “Fui embestida por  atrás por un auto compacto. Tuve que ir con el proctólogo a que me lo sacara”.

El director de cine le dio instrucciones a Gino Baquílides, el popular actor : “En la próxima escena la dueña de la casa te ofrece un whisky, y tú lo rechazas”. “¿Lo rechazo? —se preocupó Baquílides—. Señor director: para esta escena tendrá usted que llamar a mi doble”.

Dos vagabundos llegaron a una casa y le pidieron a la señora algo de comer. Les dijo ella: “¿Ven esa alfombra que tengo colgada en el jardín? Sacúdanle el polvo con estos bates de beisbol. Cuando terminen les daré una buena comida”. Los hombres se pusieron a trabajar. Un rato después la señora se asomó por la ventana y vio que uno de los vagabundos estaba echando maromas en el aire. El hombre pegaba grandes saltos y se doblaba en contorsiones hacia adelante y hacia atrás. “¡Caramba! —le dijo con asombro la señora al otro vagabundo—. Su amigo debería pedir trabajo en un circo. No sabía yo que es acróbata, contorsionista y maromero” Respondió el individuo: “Tampoco yo lo sabía hasta que sin querer le pegué con el bate en los éstos”.

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