domingo, 19 de enero de 2014

El dinero y la felicidad

¿Puede el dinero comprar la felicidad?

El dinero es importante para muchas cosas. La primera de ellas: para mitigar el hambre, hay que consumir alimentos que el cuerpo requiere, y estos no son gratis en ninguna tienda de abarrotes o supermercado comercial. El transporte que se requiere para poder trasladarse a lugares remotos en corto tiempo tampoco es gratis, hay que pagar por el pasaje. Las cuentas de gastos médicos y hospitalarios así como las medicinas tampoco se pagan solas. Estas cosas impactan directamente en la calidad de vida de cualquier individuo, y estamos hablando de billones de personas de todas edades en el planeta; y la carecencia de recursos para solventar necesidades básicas es causa de estrés e infelicidad.

Por otro lado, si se cuenta con dinero en abundancia, mucho más del que se requiere para poder atender las necesidades básicas de alimentación, vivienda, transporte y educación, ¿será ésto una garantía de que se tendrá felicidad en abundancia? ¿Puede ser la cantidad de dinero que uno posea sinónimo de felicidad?

En los cuentos de la antigua Grecia, es famoso el relato del Rey Midas, el cual era rico ya de por sí, no le faltaba absolutamente nada y vivía en un palacio con todas las comodidades a las que uno pudiera aspirar para esos tiempos. Pero aún así el Rey Midas languidecía porque sus riquezas no le eran suficientes, quería más y más, quería poseer oro en abundancia, quería poder convertir en oro todo lo que tocara para rodearse por todas partes del metal aúreo. En una versión popular del mito, el dios griego Dionisio, viendo la ambición desmedida del Rey Midas, le concedió justo lo que tanto anhelaba, le dió el poder de convertir en oro todo lo que tocase, absolutamente todo, habiéndole advertido que una vez concedido el don éste era algo que ya no podía ser removido por poder humano sobre la faz de la Tierra, lo cual hizo aún más feliz al codicioso Midas. De inmediato puso manos a la obra, y empezó a tocar la vajilla que usaba, toda la cual se convirtió en vajilla de oro. Empezó a tocar las estatuas de su palacio, las cuales también se volvieron de oro. Salió a los jardines de su palacio, y con el toque de Midas empezó a convertir los rosales y los árboles en rosales y árboles de oro puro. Así prosiguió todo el día, hasta que se cansó y tuvo hambre, yendo a la mesa para comer una manzana. Pero en cuanto tocó la manzana, ésta se convirtió en una manzana de oro que el rey no podía comer. Intentó hacer lo mismo con otras frutas, pero sucedió lo mismo. Todo lo que tocaba se convertía en oro, y no había nada que pudiera comer. Inclusive hasta el agua que intentaba beber se convertía en oro sólido. Al siguiente día, tras no haber comido nada el día anterior, el rey Midas tenía un apetito atroz, y también tenía mucha sed. Pero de nueva cuenta, no pudo comer ni beber nada, porque todo lo que tocaba se seguía convirtiendo en oro. Al cabo de unos cuantos días, presentando un aspecto deplorable por no haber comido ni bebido nada, el rey Midas imploró que se le quitara el don, jurando que ya había aprendido su dura lección.

Otro cuento que cada temporada navideña adquiere relevancia es el cuento “A Christmas Carol”, cuyo personaje principal, un hombre avaro y ambicioso llamado Ebenezer Scrooge, dedica su vida entera a la acumulación desmedida de dinero. Habiendo entrado ya en edad avanzada, se le aparecen tres fantasmas, el fantasma de las navidades pasadas, el fantasma de las navidades presentes, y el fantasma de las navidades futuras. Uno a uno, los fantasmas le van mostrando a Scrooge lo que se perdió de la vida por haber estado dedicado en cuerpo y alma al atesoramiento de recursos monetarios, y el final impactante ocurre cuando el fantasma de las navidades futuras le muestra a Scrooge una tumba solitaria en donde yace un hombre que no se llevó un solo centavo de la inmensa fortuna que atesoró en vida. Arrepentido, Scrooge decide cambiar sus hábitos, convirtiéndose en una persona nueva dispuesta más a la ayuda del prójimo que en continuar acumulando una fortuna inmensa.

Si bien el rey Midas y Scrooge son personajes de ficción, en la vida real abundan los casos que demuestran en forma impactante las moralejas que esos cuentos pretenden transmitir a los demás.

Podemos empezar por el caso de Jay Gould. Este magnate financiero del siglo antepasado dedicó su vida entera a acumular la mayor fortuna monetaria que pudiese acumular por cualquier medio posible. Se convirtió en un especulador amoral, un verdadero depredador que no vaciló en pisotear a los demás para reunir una fortuna considerable. Y lo logró, convirtiéndose en el noveno hombre más rico del planeta (para su época). ¿Pero fué feliz? Esto nos lo dijo Jay Gould con sus propias palabras al acercarse al final de su vida:

“I suppose I am the most miserable man on Earth” (Supongo que soy el hombre más miserable de la Tierra).

Un caso más reciente es el de Robert Wilson, un magnate de Wall Street que logró acumular 800 millones de dólares a lo largo de su vida:




Si un hombre al nacer tuviese a su disposición cien millones de dólares para vivir el resto de su vida sin tener que trabajar, Robert Wilson podría haber vivido ocho vidas consecutivas sin tener que hacer absolutamente nada excepto dedicarse a disfrutar cada vida y gastar los 100 millones de dólares disponibles al comenzar en cada vida. ¿Pero fue feliz? No estando casado, y sin tener hijos, en vísperas de la Navidad de 2013 Wilson saltó desde su apartamento situado en un 16avo piso del lujoso edificio San Remo en la zona poniente de Manhattan, apenas dándose tiempo para repartir 700 millones de dólares a varias organizaciones no-lucrativas (no pudo repartir los 100 millones de dólares restantes porque estaban colocados en inversiones a largo plazo). Viendo en retrospectiva, Robert Wilson posiblemente terminó envidiando a muchos que sin tener ni siquiera la milésima parte del dinero que el financiero acumuló en vida fueron mucho más felices y disfrutaron la vida al máximo.

El dinero no puede comprar la felicidad. No es algo que esté a la venta en un aparador o en un catálogo. Si fuera así, el multimillonario Robert Wilson seguramente habría dado 400 millones de dólares, la mitad de su fotuna, o posiblemente toda, para comprar ese intangible que llamamos felicidad. Se saben de casos de gente que no es rica, inclusive es gente pobre, que aunque no tiene mucho es feliz con lo que tiene, con lo que la vida le ha dado. Esto trae a colación un viejo cuento de los hermanos Grimm, el cuento de “La camisa del hombre feliz”, que trataba de un rey que pese a que lo tenía todo sentía que algo le faltaba, sentía que no era feliz. El mago del reino le revela que para poder curar su mal, tenía que llevar puesta la camisa de un hombre que fuera realmente feliz. El rey manda a sus guardias buscar por todo el reino a un hombre que fuera realmente feliz, pero al emprender la misión se topan con el problema de que todos los que entrevistan tienen algún motivo de queja, quejándose de que no tenían suficiente dinero, de que no tenían suficientes propiedades, que no les gustaba algo de su cuerpo, que no les gustaban algunos de los familiares que tenían; siempre había algún motivo de queja. Cuando están a punto de darse por vencidos, los guardias logran encontrar en un rincón apartado del reino a un hombre que aunque no era rico no le ponía pero alguno a la vida, estaba contento con lo que tenía aunque no fuera mucho y daba gracias a Dios todos los días por haberlo bendecido. De inmediato, los guardias se abalanzan sobre él para quitarle la camisa, pero al removerle una piel de borrego que traía puesta para cubrirse el torso descubren estupefactos que el hombre feliz... ¡no era dueño de camisa alguna!

Tratando de cubrir los escenarios de lo que podía suceder cuando gente ordinaria de pronto contaba con una amplia cantidad de dinero en sus manos, en la década de los sesentas se popularizó en la televisión norteamericana en la cadena nacional CBS un programa titulado The millionaire (El millonario), el cual trataba de un billonario incógnito que había decidido empezar a compartir su enorme fortuna entre gente seleccionada cuidadosamente a la cual se creía que el dinero le podía ser de gran utilidad y provecho. El dinero lo hacía llegar por medio de cheques de un millón de dólares a través de un empleado leal, y cuando el cheque era entregado se estipulaba rigurosamente como condición a ser cumplida en todo momento que la donación debería ser mantenida por el recipiente como un acto anónimo, el cual insistía que sus beneficiarios nunca supieran de quién se trataba. Y en varios de los capítulos cubriendo historias diferentes, los recipientes en cuyas manos caía de la nada ese millón de dólares en vez de tener todos sus problemas resueltos descubrían que esa abundancia súbita de dinero terminaba siendo casi una maldición, y en algunos de los casos terminan devolviéndole el millón de dólares al donante anónimo con tal de recuperar la tranquilidad de sus vidas previas. En la vida real, se sabe de casos de personas que después de sacarse la lotería terminan con sus vidas trastornadas a tal grado que quedan arrepentidas de haber comprado los boletos que los llevaron a la posesión de una enorme cantidad de dinero que terminó comiéndolos en vida. No todos terminan así, pero hay unos que ciertamente terminan muy mal, y el común denominador es que todos los que creían que serían invulnerables a ser corrompidos por el poder del dinero en no pocas ocasiones terminan descubriendo que eran mucho más débiles de lo que suponían.

Cualquiera de nosotros puede decidir recorrer el mismo camino que recorrieron Jay Gould y Robert Wilson centrando su felicidad en la acumulación de fortunas cuantiosas, pero ante la posibilidad de terminar igual que ellos resulta sabio aprender de las experiencias de otros como ellos antes de terminar descubriendo lo que ellos terminaron descubriendo demasiado tarde en el ocaso de sus vidas.

Otro caso digno de mención es el de la princesa Diana. Se casó con un príncipe, el sueño imposible de muchas jovencitas. Vivía en un palacio rodeada de lujos y comodidades, atendida por mayordomos, cocineros, amas de llaves, y custodiada por las guardias reales; no le faltaba absolutamente nada, y estaba destinada a ser la reina de Inglaterra. ¿Pero fue feliz? Después de un matrimonio considerado como un absoluto fracaso, Diana terminó divorciándose del príncipe, y su vida terminó en una muerte trágica al buscar vanamente en un playboy el consuelo que no pudo encontrar en el matrimonio que formó con el hombre con el cual se casó.

Más cerca de México, otro que se está balanceando peligrosamente hacia el despeñadero es el famoso cantante Luis Miguel, conocido por sus admiradores y admiradoras como “el Sol”. Es propietaro de cuentas bancarias multimillonarias, vive en mansiones lujosas, tiene todos los bienes materiales que cualquier persona ambiciosa pudiera desear tener, y ha poseído a cientos de las mujeres más hermosas del mundo. Pero este hombre en esencia vive solo, y carece de familia propia. No ha tenido ni tiene contacto con sus dos hijos únicos que procreó con Aracely Arámbula, los cuales están creciendo y entrando a la adolescencia, y para los cuales su padre es un perfecto extraño con el que no han desarrollado ninguna relación y a cuya ausencia total como figura paterna ya se acostumbraron, y es posible que a la hora de su muerte no derramen ninguna lágrima al ser para ellos un desconocido, y en todo caso cualquier interés que muestren en su deceso posiblemente tendrá más que ver con lo que les toque de herencia al ser sus únicos hijos biológicos.

Lo dijo el mismo Jesús de Nazareth: Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los Cielos. Y los casos que se han dado arriba como ejemplo (podrían darse muchísimos ejemplos más, posiblemente el lector conozca casos parecidos dentro de su propia comunidad que se le vengan a la mente) ilustran bien una de las más importantes lecciones de la vida.

No todos los ricos tienen la mala fortuna de terminar siendo esclavos y propiedad absoluta de los dineros que han atesorado en vida. Un caso en el cual un multimillonario de la vida real pudo darse cuenta a tiempo de la futilidad de estar acumulando dinero en demasía más allá de lo que se requiere para satisfacer las necesidades elementales de subsistencia es el del doctor J. Robert Ouimet, el cual tuvo la enorme suerte de poder recibir su iluminación precisamente de una mujer reconocida por muchos como una verdadera santa, la Madre Teresa de Calcuta, la cual dió todo de sí y no conservó nada para ella. Hoy, el doctor Ouimet no es el mismo empresario que era a principios de la década de los ochenta. Su visión cambió luego del encuentro que tuvo con la Madre Teresa. Ouimet es el presidente y director ejecutivo de Holding O.C.B., Cordon Bleu International y Piazza Tomasso International. Este grupo de empresas fundadas por su padre en 1933, produce y comercializa alimentos congelados de pasta italiana en Canadá. Además de su trabajo al frente de las empresas, Ouimet imparte conferencias alrededor del mundo presentando “Nuestro proyecto”, un modelo original de transformación de la gestión interna que su padre J. René Ouimet y él han experimentado, y el cual permite combinar la rentabilidad económica y la realización personal de los trabajadores. En 1983, el empresario tuvo su encuentro con la monja católica y le hizo una pregunta. Le dijo: “Madre, ¿debería regalar todo lo que tengo?”. Según Ouimet, si la religiosa le hubiera contestado afirmativamente, él habría regresado a Montreal a regalar todo. Pero la respuesta de la monja fue más impactante, cuando le dijo: “Señor, nada es suyo, no es dueño de nada. Todo lo tiene prestado”. De este modo, la Madre Teresa le abrió aún más los ojos al hacerle ver que en realidad la fortuna que creía que era suya en ni siquiera era suya, era algo que le había sido prestado temporalmente por una autoridad superior y que llegado el momento supremo le sería arrebatada de un solo golpe. A raíz de esto, Ouimet escribió un libro titulado “Todo les ha sido prestado” aceptando un hecho factual que muchos sacerdotes repiten con las siguientes palabras que suelen caer en oídos sordos: Somos administradores de los recursos del Señor. En efecto, la Madre Teresa le hizo ver al millonario que el verdadero poseedor de todo, absolutamente todo lo que Ouimet creía que era suyo, no era de él sino de Aquél cuya providencia le había proporcionado tales recursos para administrarlos en beneficio de sus congéneres, y al final de su vida cuando los recursos le fueran recogidos en su totalidad podía esperar en el más allá una pregunta durísima: ¿Qué hiciste con los recursos que se te dieron en vida? ¿Los usaste para ayudar a tus semejantes? Si la respuesta a la pregunta era haberlos usado egoístamente para disfrutar los placeres de la vida al máximo, entonces desde la perspectiva de las enseñanzas de los Evangelio los recursos fueron prestados en vano.

Habiendo aceptado la realidad de que el dinero no necesariamente es sinónimo de felicidad, si la felicidad ha de encontrarse no en la acumulación desmedida de fortunas sino en otro lado, la pregunta lógica es: ¿en dónde? Aquí es donde la iluminación dada al millonario por la Madre Teresa de Calcuta puede servir como guía: ayudando a los demás. Estaremos limitados siempre en nuestro poder para ayudar a otros, habido el hecho de que los recursos de los que podramos disponer, los recursos que nos han sido prestados, no serán infinitos, siempre serán recursos limitados. Y por ello es importante usarlos sabiamente, algo nada fácil y de hecho más difícil que simplemente poseerlos. Pero si el uso dado a lo que nos ha sido prestado es motivado por el interés en ayudar a los demás, en la satisfacción obtenida al comprobar que es mejor dar que recibir, entonces detrás de tal ayuda comunitaria necesariamente habrá algo del ingrediente que la Madre Teresa no tuvo que mencionarle al millonario: el amor. Quizá pensando en estas cosas, Erich Fromm escribió su libro El arte de amar.

“El amor no es esencialmente una relación con una persona específica; es una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad, no con un 'objeto' amoroso. Si una persona ama sólo a otra y es indiferente al resto de sus semejantes, su amor no es amor, sino una relación simbiótica, o un egotismo ampliado”, explica Fromm. La mayoría de la gente supone que el amor está constituido por el objeto, no por la facultad. Pero el amor es “una actividad, un poder del alma”: Si uno ama realmente a una persona, ama a todas las personas, ama al mundo, ama la vida. Si puede decírsele a alguien “Te amo”, debo poder decirse “Amo a todos en ti, a través de ti amo al mundo, en ti me amo también a mí mismo”. Aunque el amor es una orientación que se refiere a todos y no a uno, existen diferencias entre los diversos tipos de amor, que dependen de la clase de objeto que se ama. Es allí donde Fromm enlista lo que él define como los “objetos amorosos”:

El amor fraternal

Es la clase más fundamental de amor, básica en todos los tipos de amor. Por el amor fraternal se entiende el sentido de responsabilidad, cuidado, respeto y conocimiento con respecto a cualquier otro ser humano, el deseo de promover su vida. A esta clase de amor se refiere la Biblia cuando dice: ama a tu prójimo como a ti mismo. El amor fraternal es el amor a todos los seres humanos; se caracteriza por su falta de exclusividad. Si he desarrollado la capacidad de amar, no puedo dejar de amar a mis hermanos. En el amor fraternal se realiza la experiencia de unión con todos los hombres, de solidaridad humana, de reparación humana. El amor fraternal se basa en la experiencia de que todos somos uno. Las diferencias en talento, inteligencia, conocimiento, son despreciables en comparación con la identidad de la esencia humana común a todos los hombres. El amor fraternal, dice Fromm, es amor entre iguales. Sin embargo, destaca que el amor al desvalido, al pobre y al desconocido, son el comienzo del amor fraternal. El amor sólo comienza a desarrollarse cuando amamos a quienes no necesitamos para nuestros fines personales. En forma harto significativa, en el Antiguo Testamento, el objeto central del amor del hombre es el pobre, el extranjero, la viuda y el huérfano, y, eventualmente, el enemigo nacional, el egipcio y el edomita.

El amor materno

Este amor es una afirmación incondicional de la vida del niño y sus necesidades, que se presenta en dos aspectos: uno es el cuidado y la responsabilidad absolutamente necesarios para la conservación de la vida del niño y su crecimiento; el otro va más allá de la mera conservación y se traduce en la actitud que inculca en el niño el amor a la vida, que crea en él un sentimiento del amor. El amor materno, en su segunda etapa, hace sentir al niño que es una suerte haber nacido; inculca en el niño el amor a la vida y no sólo el deseo de conservarse vivo. La tierra prometida se describe como “plena de leche y miel”. La leche es el símbolo del primer aspecto del amor, el de cuidado y afirmación. La miel simboliza la dulzura de la vida, el amor por ella y la felicidad de estar vivo. La mayoría de las madres son capaces de dar “leche”, pero sólo unas pocas pueden dar “miel” también. Indudablemente, agrega el autor, es posible distinguir, entre los niños –y los adultos– aquellos que sólo recibieron “leche” y los que recibieron “leche y miel”. Es precisamente por su carácter altruista y generoso que el amor materno ha sido considerado la forma más elevada de amor, y el más sagrado de todos los vínculos emocionales.

El amor erótico

Este amor es el anhelo de fusión completa, de unión con una única otra persona. Por su propia naturaleza, es exclusivo y no universal; es también, quizá, la forma de amor más engañosa que existe, según Fromm. En primer lugar, se lo confunde fácilmente con la experiencia explosiva de “enamorarse”, el súbito derrumbe de las barreras que existían hasta ese momento entre dos desconocidos. Para quienes así proceden, la intimidad se establece principalmente a través del contacto sexual. En el amor erótico hay una exclusividad que falta en el amor fraterno y en el materno. Pero es frecuente encontrar dos personas “enamoradas” la una de la otra que no sienten amor por nadie más. Su amor es, en realidad, un egoísmo á deux; son dos seres que se identifican el uno con el otro, y que resuelven el problema de la separatidad convirtiendo al individuo aislado en dos. Amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso –es una decisión, es un juicio, es una promesa–. Si el amor no fuera más que un sentimiento, no existirían bases para la promesa de amarse eternamente.

El amor a sí mismo

En este tipo de amor, aclara Fromm, se expresa el hecho de que el amor es una actitud que es la misma hacia todos los objetos, incluyéndome a mí mismo. “Si es una virtud amar al prójimo como a uno mismo, debe serlo también –y no un vicio– que me ame a mí mismo, puesto que también yo soy un ser humano. No hay ningún concepto del hombre en el que yo no esté incluido (...) El amor a sí mismo está inseparablemente ligado al amor a cualquier otro ser”, argumenta Fromm. De tal forma, no sólo los demás, sino nosotros mismos, somos “objeto” de nuestros sentimientos y actitudes; las actitudes para con los demás y para con nosotros mismos, lejos de ser contradictorias, son básicamente conjuntivas: el amor a los demás y el amor a nosotros mismos no son alternativas. Por el contrario, en todo individuo capaz de amar a los demás se encontrará una actitud de amor a sí mismo. Si un individuo es capaz de amar productivamente, también se ama a sí mismo; si sólo ama a los demás, no puede amar en absoluto.

Amor a Dios

Según el amplio y documentado análisis de Fromm, el amor a Dios tiene tantos aspectos y cualidades distintos como el amor al hombre. En todas las religiones teístas, sean politeístas o monoteístas, Dios representa el valor supremo, el bien más deseable. Por lo tanto, el significado específico de Dios depende de cuál sea el bien más deseable para una determinada persona. La comprensión del concepto de Dios debe comenzar, en consecuencia, con un análisis de la estructura caracterológica de la persona que adora a Dios. En este tema, Fromm abunda en reflexiones relativas a lo que podría ser antropología de las divinidades e historia de las religiones, para abordar las diferencias matriarcales y patriarcales de la religión. Esa diferencia entre los aspectos maternos y paternos del amor a Dios es, empero, sólo uno de los factores que determinan la naturaleza de ese amor; el otro factor es el grado de madurez alcanzado por el individuo y, por lo tanto, en su concepto de Dios y su amor a Dios. Al comienzo de la evolución de la raza humana, dice Fromm, encontramos un Dios despótico, celoso, que considera que el hombre que él ha creado es su propiedad, y que tiene derecho a hacer con él cuanto quiera. Luego, Dios se torna verdad, amor, justicia. Dios es yo, en la medida en que soy humano. La persona verdaderamente religiosa, que capta la esencia de la idea monoteísta, no reza por nada, no espera nada de Dios; no ama a Dios como un niño a su padre o a su madre; ha adquirido la humildad necesaria para percibir sus limitaciones, hasta el punto de saber que no sabe nada acerca de Dios. Dios se convierte para ella en un símbolo en el que el hombre, en una etapa más temprana de su evolución, ha expresado la totalidad de lo que se esfuerza por alcanzar: el reino del mundo espiritual, del amor, la verdad y la justicia.

Por lo tanto, de acuerdo con Fromm, lo más importante es la forma correcta de vivir. Toda la vida, cada acción, banal o importante, se dedica al conocimiento de Dios, pero no a un conocimiento por medio del pensamiento correcto, sino de la acción correcta.

Pero nos hemos alejado un poco del punto principal. ¿Puede el dinero comprar la felicidad? Aquí el lector puede tomar (si es que no ha tomado ya) la decisión de experimentar consigo mismo el poner a prueba la validez de la hipótesis de que el dinero es un sinónimo de felicidad. Pero puede terminar estrellándose contra el suelo al igual que muchos otros se han estrellado. Y la vida solo nos da una oportunidad para llevar a cabo este experimento.

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