Rondín # 1
A la señorita Peripalda, catequista, la reforma fiscal la golpeó en forma particularmente dura. Aunque vivía sola -”No tengo padre ni madre, ni perrito que me ladre”, solía decir con sonrisa triste- lo que ganaba como encargada del catecismo era muy poco. Y es que la parroquia del Padre Arsilio era igual de pobre. Las escasas obtenciones y limosnas apenas alcanzaban para el sostenimiento del buen sacerdote, y para dar la aportación mensual que el obispo requería para sus frecuentes viajes promocionales a la capital y al extranjero. Cuando sobrevino la reforma, y los precios se dispararon, la señorita Peripalda se dio cuenta de que sólo tendría para hacer dos comidas diarias, ya no las tres a que estaba acostumbrada. Pero a nadie le falta Dios, dice el refrán. Se le ocurrió una idea que de seguro remediaría su necesidad. La pequeña casa en que vivía, herencia de sus padres, tenía en el fondo un corral. Ahí, pensó la piadosa célibe, criaría gallinas, y con la venta de su producto se ayudaría. Porque es de saberse que la señorita Peripalda no decía “huevos”. Eso le parecía vulgaridad insoportable, por las connotaciones que el término evocaba. La voz “blanquillos” le parecía también plebea. Entonces, cuando compraba huevos, pedía “producto de gallina”. Tampoco, por igual motivo, usaba la palabra “chorizo”: Decía “uno tras otro”. Y con las prendas de vestir era lo mismo. Para hablar del brassiére decía “portadós”, y al referirse a los calzones empleaba un curioso voquible: “Los indispensables”. A la bacinica la llamaba “el tibor”, y cuando rezaba el rosario cambiaba la frase “antes del parto, durante el parto y después del parto” por la expresión “antes del éste, durante el éste y después del éste”, porque el vocablo “parto” le parecía impropio para los labios y los oídos de una señorita. Como se ve, la vida de la piadosa catequista estaba gobernada por eufemismos. Fue entonces a una granja cercana y le pidió al granjero que le vendiera diez gallinas y diez gallos, pues -le dijo- quería producir en su casa “producto de gallina”. “Señorita -le indicó el hombre-, no necesita usted comprar un gallo para cada gallina. Para diez gallinas con un gallo tiene”. “¡Ah no! -protestó con vehemencia la señorita Peripalda-. ¡Producción sí; promiscuidades no!”.
El detective del hotel en Las Vegas le preguntó al huésped a través de la puerta: “¿Hay una mujer en su habitación?”. “No” -respondió el hombre. Dijo el detective: “¿Le traigo una?”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, llegó tarde a la merienda semanal con su amiguita Celiberia Sinvarón. Le explicó. “Me pareció que me venía siguiendo un hombre, y caminaba muy despacio”.
Alguien le preguntó a Babalucas: “¿Sabes cuál es la velocidad de la luz?” “No sé -contestó el maje-. Pero aquí siempre llega temprano”.
Dos amigas fueron de turistas a Glasgow, y vieron a un escocés con su clásico kilt. Le preguntó una de ellas, curiosa: “¿Viste algo abajo de su falda?”. Con otra interrogación respondió el hombre: “¿Me pregunta a mí o a ella?”.
Don Algón tenía sobre su escritorio una caja con pelotas de golf. Quiso saber Rosibel, su linda secretaria: “¿Qué son?”. Contestó el ejecutivo: “Son pelotitas de golf”. Y dice muy admirada Rosibel: “Mató bastantes ¿no?”.
La linda chica le dijo a su doctor: “He decidido donar mi cuerpo a la ciencia”. Preguntó el facultativo: “¿Puede darme un adelanto?”
El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que otorga a sus feligreses un permiso para cometer 10 veces adulterio si compran una cripta en el columbario del templo), iba a celebrar el matrimonio de una pareja joven. Al terminar el ensayo de la boda el novio lo llamó aparte y le dijo: “Le daré 100 dólares si al hacerme las preguntas de ritual omite la parte que dice: ‘¿Prometes serle fiel a tu mujer todos los días de tu vida?’”. El reverendo, que andaba algo corto de fondos pues recientemente había ido a Las Vegas, aceptó el trato. Llegó el día de la celebración. Al dirigirse al novio le preguntó el pastor: “¿Prometes serle fiel a tu mujer todos los días de tu vida, cumplir hasta sus menores deseos, obedecer sus órdenes, llevarle diariamente el desayuno a la cama, entregarle completo el sobre de tu sueldo y permitirle salir de compras todos los días de la semana hasta que la muerte los separe?”. El muchacho, aturrullado, acertó apenas a contestar que sí. Acabada la ceremonia fue hacia el reverendo a reclamarle el incumplimiento del trato. Antes de que pudiera pronunciar palabra le dijo Rocko Fages: “Aquí tienes los 100 dólares. Tu novia me hizo una oferta mejor”.
El psiquiatra fue con su esposa al cine. El tipo que estaba junto a la mujer empezó a agarrarle las piernas. La señora le dijo a su marido lo que estaba sucediendo. “Ha de ser un perturbado sexual -dictaminó el psiquiatra-. Pero no puedo hacer nada. No es mi paciente”.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le dio un abrazo a su mujer el pasado Día del Amor y la Amistad, y ante el asombro de la infeliz mujer le dijo con emotivo acento estas palabras: “¿Quién es la mejor esposa del mundo? Tú... ¿Quién es la mujer más bella del planeta? Tú... ¿Quién es la más tierna y dulce compañera? Tú... ¿Quién es para su marido la amante más apasionada, más ardiente y más diestra en los placeres de la cama? Tú... ¿Quién es el hombre más mentiroso sobre la faz de la tierra? Yo”.
La mañana de aquel domingo era terrible. El termómetro marcaba cero grados -o sea que no había temperatura-, nevaba copiosamente y soplaba un viento helado capaz de convertir la hoguera de las pasiones en estatua de hielo fredda e immobile. A pesar de eso la mamá de Pepito estaba fuera de su casa paleando con gran esfuerzo la nieve que se había acumulado la noche anterior frente a la puerta, y que obstruía no sólo la entrada, sino también la salida, por lo cual la faena era doble. El señor de la casa de al lado se preocupó al verla realizar esa ingrata y peligrosísima tarea, que a muchos ha provocado un infarto fatal. Se abrigó bien y fue hacia ella. “Vecina -le dijo lleno de inquietud-, ¿cómo es posible que esté usted haciendo este trabajo tan pesado? Esa tarea le toca a su marido”. Respondió la señora: “Echamos al aire una moneda para que la suerte determinara quién salía a palear la nieve y quién se quedaba a cuidar a Pepito”. “Caramba -se condolió el vecino-. Siento mucho que usted haya perdido”. “No -dice la señora-. Yo gané”.
En la junta mensual de la Cofradía de la Reverberación una de las socias le pidió al Padre Arsilio que les dijera la diferencia que hay entre adulterio y fornicación. Antes de que el buen sacerdote procediera a dar la explicación otra socia levantó la mano y dijo: “Perdone, Padre: yo he hecho las dos cosas, y no encuentro ninguna diferencia entre ellas”. (Nota. Se parece esa señora al ranchero del norte a quien un amigo le preguntó cómo se debía decir: “abigeo” o “abígeo”. “No sé -contestó el hombre-. A mí me han llevado a la cárcel con las dos pronunciaciones”).
En el avión el pasajero le contó a su vecino de asiento que había pasado dos meses en Europa, y que ansiaba reunirse ya con su esposa. Cuando llegaron, temprano en la mañana, la señora estaba esperando a su marido. Le gritó éste al verla: “¡PC!”. “¡No! -respondió ella-. ¡PD!”. “¡PC!” -volvió a gritar el hombre. “¡No! -repitió ella-. ¡PD!”. El otro le preguntó muy intrigado: “¿Qué significa eso de ‘PC’, ‘PD’?”. Respondió el tipo: “Ella quiere desayunar primero”.
Don Feblicio, señor entrado en años -y ya casi salido-, explicaba por qué su vida amorosa había sido siempre una continua frustración. Decía: “Cuando yo era joven tenía el tiempo y la energía, pero no el dinero. Después, en la edad adulta, tenía la energía y el dinero, pero no el tiempo”. Y remataba con infinita pesadumbre: “Ahora tengo el tiempo y el dinero, pero no tengo la energía”. (Nota del Catón: Si ese provecto caballero bebiese siquiera un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo, tendría energía suficiente para dar buena cuenta de un serrallo, un harén y un gineceo, ya en ese orden, ya en otro. Bien conocida es la taumatúrgica virtud de esas prodigiosas linfas, capaces de convertir un carcamal en garañón. Comparados con ellas el Viagra, el Cialis y otras sustancias medicamentosas semejantes son mejorales o cafiaspirinas).
El cocuyo y el ciempiés se casaron en boda doble con sus respectivas novias, y juntos los cuatro fueron a la luna de miel. Al día siguiente de la noche nupcial los flamantes maridos bajaron a desayunar. Le preguntó, indiscreto, el cocuyito a su amigo: “¿Cuántas veces le hiciste el amor a tu esposa?”. Contestó el miriápodo: “Una”. “¿Una nada más?” -se extrañó el cocuyo-. Yo a la mía le hice el amor tres veces”. Razonó contristado el cientopiés: “Es que ustedes no tardan tanto en quitarse los zapatos”.
Un marido de nombre Gastonio Malrotado era proclive a dilapidar el dinero. Su esposa se preocupaba mucho. Le decía: “Por Dios, Gastonio, ahorra algo para la jubilación”. Por las noches Malrotado se prodigaba también en el acto del amor. No solamente lo hacía con pasión arrebatada, sino que dobleteaba luego, si me es permitida esa expresión vulgar. En medio del ardiente deliquio la señora, exhausta y traspillada, lo amonestaba otra vez: “¡Te digo, Gastonio, que guardes algo para la jubilación!”.
El Lobo Feroz irrumpió violentamente en la alcoba de la abuela de Caperucita Roja. Le dijo con terrible acento, las fauces de furia, los ojos de mal: “¡Te voy a comer!”. “¿A comer? -replicó ella desde su cama, despectiva-. Eso déjalo para Caperucita. A mí hazme otra cosa”.
Las voces oficiales no hablan nunca de inflación: hablan de ajustes de precios. Sea una cosa o la otra lo cierto es que en las últimas semanas todo ha subido. (La esposa de don Languidio Pitocáido asoma a la columna y hace una aclaración: “No todo”)
Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida -no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que estén al corriente en el pago de sus diezmos-, fue a misionar en las Islas Hamburger, al norte de las Sandwich. No tuvo ahí experiencias sobrenaturales, pero sí muchas sobre naturales, pues gustaba de refocilarse carnalmente con las bellas isleñas. Cierto día lo sorprendió en ese trance el jefe de la tribu. Le preguntó: “¿Cómo llamarse en lengua de los blancos eso que tú estar haciendo?”. El reverendo, aturrullado, sólo acertó a contestar: “Se llama ‘andar en bicicleta’”. Pocos días después estaba teniendo Rocko Fages otra experiencia sobre natural cuando de nueva cuenta lo vio el jefe. En esta ocasión el aborigen, furibundo, clavó su lanza en la nalga derecha del pastor. “¿Por qué me heriste? -se quejó con dolorida voz el misionero-. ¡Lo único que estoy haciendo es andar en bicicleta!”. “Sí -concedió el cacique-. ¡Pero bicicleta ser la mía!”.
Un individuo estaba en la cantina. Llevaba al cuello, a modo de bufanda, un trapo o jerga tosca que le llegaba hasta los pies. Llegó un amigo y le preguntó por qué traía esa extraña prenda. “Hallé una lámpara de forma rara y la froté -le contó el tipo. Apareció un genio y me dijo que podía concederme un deseo a mí y otro a mi mejor amigo”. “¿De veras? -se entusiasmó el otro-. ¡Yo soy tu mejor amigo! ¿Me la prestas?”. “Aquí la tienes -concedió el primero-. Llévatela”. Se fue el otro con la lámpara, y poco después regresó, mohíno. El dueño de la lámpara le preguntó arriscando la nariz: “¿Qué te pasó? Hueles a choquío”. (Nota: Choquío es el tufo que despiden los bebés a quienes la leche que les cayó en el cuello o en la ropa al beber se les ha agriado. Del aztequismo “xococ”, acre). Respondió el otro muy enojado: “Tu genio ha de estar sordo. Le pedí que me mandara muchos pesos, y me llenó la casa de quesos”. “Desde luego que está sordo -replicó el otro con rencoroso acento-. ¿Acaso crees que yo le pedí tener una jerga muy grande?”.
Rondín # 2
“Mi vida matrimonial es aburrida en el renglón del sexo”. Así le dijo Impericio a un amigo a quien juzgaba experto en ese tema. “Deberías tener una aventura extraconyugal -le sugirió el falso experto-. Esa experiencia quizá te ayudará a dar más interés a la relación con tu esposa”. “No -rechazó Impericio-. Mi mujer podría enterarse, y eso daría al traste con mi matrimonio”. “Dile que vas a tener esa aventura, y para qué -le aconsejó el amigo-. Seguramente ella entenderá”. Impericio siguió el consejo. Le dijo a su mujer: “Quiero avisarte que me propongo tener una aventura extraconyugal a fin de darle mayor interés a nuestra vida íntima”. “¡Nah! -exclamó la señora con desdeñoso acento-. Yo ya probé eso varias veces, y no da resultado”.
El poeta y filósofo Li Fong solía reprobar con acrimonia a los jugadores. Postulaba: “Si juegas sabiendo que vas a ganar eres un pillo. Si juegas sabiendo que vas a perder eres un tonto. Y si juegas sin saber si vas a ganar o a perder tienes algo de los dos”. Desde luego Li Fong era muy dado a la embriaguez, pero no por eso debemos hacer a un lado sus palabras. El gran liróforo decía además que el juego es bastante aburrido. “Hay modos más entretenidos de perder dinero” -señalaba. Y ponía como ejemplos la agricultura y el trato con cierto tipo de mujere
Birjano era hombre dado al juego. Su afición -digo mejor: Su vicio- llegaba a los extremos. Por dinero jugaba a todo: Al póquer, a la ruleta, a los caballos. Su esposa se desesperaba. Le decía con gemebundo acento: “Ese hábito funesto te llevará a la ruina”. Y respondía él con firmeza: “Te apuesto 5 mil pesos a que no”. Una noche Birjano soñó que veía dibujado sobre el cielo un gran número 7. Se despertó, y el reloj marcaba las 7 de la mañana. Al ver el periódico se percató de que era el día 7 de julio, el séptimo mes del año. Con el número 7 en la cabeza Birjano fue al hipódromo, como hacía cotidianamente, y se dio cuenta de que en la séptima carrera corrían siete caballos. Le apostó todo el dinero que tenía al caballo número 7. Y funcionó la cábala: El caballo llegó en séptimo lugar
Dijo el guía en el autobús de turistas: “Acabamos de dejar atrás el sector pecaminoso de la ciudad”. Preguntó uno, desolado: “¿Por qué?”.
Una joven esposa se quejaba con sus amigas del voraz apetito sexual de su marido. “Es insaciable -les contó-. Después de cada acto me pide un bis, luego un encore y después otro más, ‘para cerrar con broche de oro’, dice. Y si sale de viaje llega con mayores ímpetus aún”. Preguntó una de las amigas: “¿Cuánto tiempo está fuera?”. Respondió la muchacha: “Escasamente lo que tarda en fumarse un cigarro”.
Le dijo Empédocles Etílez a su contlapache Astatrasio Garrajarra: “Tengo problemas para dejar la botella”. Sugirió el otro azumbrado: “Déjala en mi casa”.
A propósito de ebrios, uno que se caía de borracho le mostró a un policía la llave de ignición de su automóvil y le informó con tartajosa voz: “Alguien se llevó mi coche, oficial. Lo tenía aquí, en el extremo de mi llave”. “Antes que todo -le indicó el policía- ciérrese el zipper. Trae usted la bragueta abierta”. “¡Qué barbaridad! -exclamó consternado el temulento-. ¡También se llevaron a mi chica! ¡La tenía aquí, en el extremo de mi...!”.
Yo creo que el fin del mundo ya está cerca. Lo digo por esta nota que apareció ayer en El Universal: “Gracias a la nueva Ley de Registro Civil en el Estado los padres de familia de Sonora ya no podrán registrar a sus hijos con nombres artísticos como Shakira, peyorativos como Circuncisión, o de doble sentido como Élver Galarga...”. No faltarán analistas que dirán que esa prohibición atenta contra la libertad de los paterfamilias -especialmente los de Élver etcétera-, pues si a sus hijos dieron vida tienen por tanto el derecho de ponerles nombre. Se debe reconocer, sin embargo, que a veces los papás abusan de esa prerrogativa, y les asestan a sus criaturas nombres que cargarán como una maldición el resto de sus días. Conozco un sacerdote a quien su padre, hombre de izquierda radical, le impuso el nombre Lenin en memoria del turibulario del comunismo ruso. Si el señor cura llega a obispo, en las iglesias de su diócesis los oficiantes pedirán oraciones “por nuestro obispo Lenin”, lo cual se oye poco eclesiástico. Y no se diga si al pío varón se le ocurre llegar a santo. ¡San Lenin, háganme ustedes el refabrón cavor!
Enfermó el gato de la señorita Himenia Camafría, madura señorita soltera, y ella lo llevó con el veterinario. Después del correspondiente examen le dijo el facultativo a la atribulada célibe: “Haga que el gato se tome esta pastilla, y luego tómese usted esta otra para detener la sangre”.
En una mesa exterior de café tres amigos se entretenían calificando como en concurso de belleza a las hermosas chicas que pasaban. “10” -decía uno al paso de una. “9” -calificaba el otro. “2” -decía el tercero. Veían a otra igualmente guapa y la calificaban. El primero: “10”. El segundo: “10”. Y el tercero: “3”. Uno de ellos le reclamó a éste: “¿Por qué calificas tan bajo a esas linduras? Nosotros les damos un 10 o un 9, y tú apenas un 2 o un 3”. Explicó el otro: “Es que usamos distintas formas de calificar. Ustedes las califican del 1 al 10. Yo hablo del número de grúas que se necesitarían para quitarme de encima de cada una de ellas”.
Doña Pasita y su esposo don Languidio cumplieron 65 años de casados. Esa noche la ancianita se dedicó a mover cada hora a su viejito, que dormía profundamente, para despertarlo. “¿Por qué me haces eso?” -se quejó don Languidio con afligida voz. Replicó doña Pasita, rencorosa: “Lo mismo me hiciste tú hace 65 años”.
El alcalde del pueblo donde vivía Babalucas quería que el lugar ingresara en el Libro de Récords de Guinness como el pueblo con mayor índice de pendejez del mundo. Llegó el jurado, escogió al azar a tres habitantes de la población -uno de ellos resultó ser Babalucas- y los llevó a una alberca que no tenía agua. “Tírate un clavado” -le dijo uno de los enviados al primero. Sin dudar un instante el individuo se lanzó de cabeza a la alberca vacía, con lo que se rompió tres costillas: Una abdominal, una esternal y una vertebrocostal. Le dijo el enviado al segundo: “Échate un clavado”. Se tiró el sujeto a la alberca sin agua, a consecuencia de lo cual se quebró tres huesos: El cigomático, el epiptérico y el escafoides o navicular. Se dirigió el representante de Guinness a nuestro ya conocido Babalucas y le ordenó lo mismo: “Tírate un clavado”. “¡Ni loco!” -exclamó él con firmeza. Se volvió el enviado al alcalde y le dijo: “Lo sentimos mucho, señor. No podemos registrar a su pueblo como el de mayor pendejez del mundo, pues hemos encontrado a un habitante que no es indejo”. “Un momento, por favor” -pidió el munícipe. Se dirigió a Babalucas y le preguntó. “¿Por qué no quieres lanzarte a la alberca?”. Respondió el tontiloco: “No sé nadar”.
Declaró Pepito: “¡Me encanta el Día de la Madre! ¡Cuando crezca trataré de ayudar a todas mis amigas a que sean mamás!”.
Doña Panoplia de Altopedo encontró a su marido, don Sinople, besando apasionadamente a la criadita: “Eres un irresponsable -le dijo con enojo-. Le vas a contagiar a la muchacha ese catarro que traes; ella se lo va a contagiar al chofer, y el chofer me lo va a contagiar a mí”.
Don Añilio, senescente caballero, le preguntó en la fiesta a Himenia Camafría, madura señorita soltera: “¿Quiere usted bailar, amiga mía? ¿O desea tomar una copita? ¿O prefiere que vayamos a un sitio más discreto?”. Sin vacilar respondió ella: “¡Sí, sí, sí!”.
Los registros oficiales señalan que las primeras palabras que Neil Armsotrong dijo al pisar la superficie lunar fueron: “Un pequeño paso para el hombre; un gran salto para la humanidad”. Eso no es cierto. Lo que en verdad dijo al llegar a la Luna fue esto: “Que lo disfrute, mister Smith”. Sucedió que siendo Armstrong jovencito oyó cuando el señor Smith, un vecino del barrio, le pidió a su esposa un acto de erotismo que se apartaba de lo convencional. Le respondió con gesto agrio la señora: “Te haré eso que me pides cuando el hombre llegue a la Luna”.
Don Recelio Zelante era el marido más celoso del planeta. Comparado con él Otelo era un bonachón, un cándido, un ingenuo, un paparulo, un crédulo, un bobalicón. Y es que el señor Zelante, que pasaba ya de los 70, había contraído matrimonio con una mujer en flor de edad que todavía no llegaba al -ta, o sea a los 30. Jamás oyó quizá el añoso marido aquel sabio refrán admonitorio que a la letra dice: “Casamiento a edad madura, cornamenta o sepultura”. Así, andaba siempre inquieto y desasosegado. En todo hombre veía a un posible seductor de su mujer, y de continuo le preguntaba a ésta con tono de fiero inquisidor: “¿A quién estás mirando, eh? ¿A quién estás mirando?”, aunque la joven esposa estuviera dormida. Tan celoso era don Recelio que había hecho del tango Celos su himno personal. A pesar de que el tango Celos era su melodía favorita don Recelio jamás podía oírlo, pues cuando le pedía a algún pianista o violinista: “Maestro, toque Celos” el artista, en vez de proceder a la interpretación, se llevaba la mano a la entrepierna, vaya usted a saber por qué, y el pobre señor Zelante se quedaba sin escuchar su pieza predilecta.
Don Recelio era viajante de comercio -vendía agujetas para zapatos-, trabajo que lo obligaba a ausentarse con frecuencia. Era entonces cuando los celos lo atormentaban más. Al salir de su casa para emprender un viaje le parecía que aún no se había enfriado el calor de su cuerpo en el lecho conyugal cuando ya el amante de su mujer había ocupado su sitio. Con febricitante imaginación elaboraba toda suerte de visiones en las cuales la joven esposa se refocilaba con su torpe amador en toda suerte de eróticos excesos que no son para ser aquí descritos, por su extremada libídine y encendida voluptuosidad. Baste decir que ni el Aretino, ni Casanova, ni el director de cine Pasolini -el que hizo “Salo”- fueron capaces de urdir tan lúbricas lucubraciones. Cada día el desdichado llamaba por teléfono a su esposa para preguntarle, ardiendo en celos y sospechas: “¿Dónde estás?”. Le respondía siempre la señora: “¿Dónde voy a estar? En la cocina”. “¿Ah sí? -recelaba el marido, suspicaz-. A ver: echa a andar la licuadora para oírla”. Hacía funcionar la esposa el aparato, y con eso el marido sosegaba su inquietud. Al día siguiente lo mismo. Llamaba otra vez el hombre a su mujer: “¿Dónde estás?”. “En la cocina, como siempre”. “Echa a andar la licuadora, a ver si es cierto”. En el teléfono se oía el ruido del artefacto, y don Recelio quedaba ya tranquilo. Cierto día el señor Zelante regresó de un viaje. Cuando llegó a su casa se encontró con que su joven mujer no estaba en ella. Poseído por la ansiedad y la zozobra le preguntó a su hijo: “¿Dónde está tu mamá?”. “Salió -le contestó el chamaco-, igual que todos los días”. “¿Todos los días sale? -se azaró el esposo-. ¿A dónde va?”. “No sé -respondió el hijo-. Lo único que te puedo decir es que siempre se lleva la licuadora”. (Nota del autor Catón. ¡Qué barbaridad! ¡En el Motel Kamagua la afanadora creía oír el ruido de un vibrador o algún otro juguete erótico de la misma especie, y era la Osterizer!.
En la suite nupcial donde iban a pasar su noche de bodas le decía una y otra vez la novia a su galán: “¡No me puedo convencer de que ya estamos casados! ¡No me puedo convencer de que ya estamos casados!”. De la habitación vecina vino una voz: “¡Convéncela, caón, a ver si ya nos deja dormir en paz!”.
Otros recién casados llegaron a registrarse en el hotel. Les dijo el de la recepción: “Son mil pesos por cada uno”. El novio puso 3 mil pesos sobre el mostrador.
Rondín # 3
Pasaba ya la media noche cuando un viajero llamó a la puerta de don Poseidón. “Perdone, señor -le preguntó-. ¿Cuál es la manera más rápida de llegar al rancho de don Bucolino?”. El granjero, a quien el imprudente viajero había sacado de la cama, le preguntó irritado: “¿Trae usted automóvil?”. “Sí” -respondió el otro. Le dijo don Poseidón: “Ésa es la manera más rápida”. Y así diciendo le dio con la puerta en las narices y apagó la luz.
El señor llegó a su casa y encontró a su esposa haciendo su maleta. “¿A dónde vas?” -le preguntó. Contestó la señora sin dejar de empacar: “Leí que en la República de Calcedonia una mujer puede cobrar hasta mil dólares por entregar su cuerpo. Voy allá a cobrar esa cantidad por dar lo mismo que a ti te doy de gratis”. De inmediato el señor se puso también a empacar. “¿Qué haces?” -se extrañó la esposa. “Voy contigo -respondió el marido-. Tengo curiosidad por ver cómo vas a vivir con 2 mil dólares al año”.
“¡Me encantan las lunas de miel! -le dijo la estrella de cine a su flamante marido-. ¡Lástima que sólo sucedan cada dos años!”.
Doña Blasonia, condesa de Gules, invitó a su amiga Panoplia de Altopedo a cazar patos. Ella fue a una armería a comprar una escopeta. Se encontró con la novedad de que el armero era invidente. Aun así manejaba las armas con una facilidad impresionante. Le mostró una y le dijo: “Esta es una escopeta belga especial para la cacería de patos. Se la recomiendo. Cuesta sólo 325 dólares”. “Me la llevo” -se apresuró a decir doña Panoplia, pues se le hacía tarde. Lo dijo con tal fuerza que se le escapó una inoportuna ventosidad o cuesco. El armero puso en su caja la escopeta, se la entregó a doña Panoplia y le dijo: “Son 350 dólares”. “¿350? -se sorprendió la señora-. ¿No dijo usted que la escopeta costaba 325 dólares?”. “Así es -contestó el hombre-. Los otros 25 son por el silbato para llamar patos”.
“Quiero que me digas la verdad: ¿por qué los hombres buscan tanto a mi mujer?”. Eso le preguntó en el bar un tipo a otro. Respondió éste: “Supongo que es a causa de su impedimento de lenguaje”. “¿Impedimento de lenguaje?” -se desconcertó el marido-. No he advertido en mi esposa ningún impedimento de lenguaje”. “Tiene uno -le indicó el amigo-. No sabe decir que no”.
Babalucas pasó por un establecimiento comercial y vio una docena o más de finísimos abrigos que colgaban de sus respectivos ganchos. Entró y empezó a probarse uno tras otro. De pronto fue hacia el encargado y le reclamó: “¿Por qué todos se me quedan viendo?”. Le contestó el hombre: “Porque está usted en una tintorería”.
Los azares de una noche de farra con sus antiguos compañeros de generación llevaron a don Valetu di Nario, senescente caballero, a verse en una habitación de hotel con una linda chica. Ella notó que el maduro señor vacilaba antes de empezar las acciones. El mismo don Valetu se adelantó a explicar esa vacilación. “Perdona, linda -le dijo muy apenado a la muchacha-. Hace tanto tiempo que no tengo sexo que ya no recuerdo quién amarra a quién”.
Don Algón, rijoso carcamal, le dijo a Susiflor: “Si accedes a mis solicitaciones te daré un presente”. “No -lo rechazó la bella y avispada joven-. Usted lo que quiere es darme un pasado”.
Talmacio de Garricko, actor de teatro, hombre vanidoso y narcisista como muchos de su profesión, se sintió muy halagado cuando en el centro comercial escuchó a una madre joven que le preguntó a su pequeño hijo: “¿Quieres que te lleve al teatro a ver a Talmacio de Garricko?”. Se sorprendió el elato histrión cuando el chiquillo dijo: “No”. Y en seguida se amohinó al escuchar a la mujer decirle al niño: “Entonces pórtate bien”.
El joven recién casado tomó en sus brazos a su flamante mujercita y entró con ella en el nidito de amor donde empezarían su vida conyugal. Le dijo la muchacha: “Sala, recámara y cocina. Escoge una de esas tres habitaciones. Sólo puedo ser buena en una de ellas”.
Aquel gurú que en una montaña de la India practicaba la meditación profunda se casó con una de sus discípulas. Explicó a sus seguidores: “Ya estaba cansado de mirar mi propio ombligo; necesitaba ver otro”.
Comentó la esposa de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado: “Todas las quincenas mi marido me entrega el sobre de su sueldo. El sobre nada más; el sueldo él se lo queda”.
“¡Ayúdeme, doctor! -le suplicó don Fecundino al médico-. ¡Ya tengo 14 hijos!”. Respondió el facultativo: “Si ya ha tenido 14 hijos no creo que necesite ayuda”.
El Padre Arsilio predicaba los ejercicios para muchachas solteras. Les dijo: “Nuestra sociedad está inficionada por el sexo. El sexo se halla en todas partes: en el cine, en la literatura, en la publicidad. No hay modo de escapar a su presencia. Por eso, hijas mías, les recomiendo vivamente que se casen. El matrimonio es para la mujer el único medio de evitar el sexo”.
Rosibel accedió a tener sexo con don Algón. Acabado el trance erótico éste le dio mil pesos. “No se lo diré a nadie” -le prometió a la chica. “¡Oh, no! -respondió ella-. Dígaselo a todo el mundo. ¡Me hace falta toda la publicidad que pueda recibir!”.
Se nos dice: “No podrás llevarte el dinero al otro mundo, así que disfrútalo todo lo que puedas”. ¿Por qué no se nos dice: “No podrás llevarte el sexo al otro mundo”, etcétera?.
En la Cámara Baja (muy baja) se abrió un concurso para escoger al diputado que encabezaría la Comisión de Estadística. Se presentaron 400 aspirantes de los 152 partidos representados en la legislatura. El examen que se les aplicó consistía en una sola pregunta: cuántas son 9 por 9. Uno de los participantes respondió: “73”. Al salir sacó su calculadora y se dio cuenta de que se había equivocado. Cuál no sería su sorpresa -hermosa frase inédita- cuando el comité examinador lo llamó para decirle que él era el escogido para encabezar aquella importante comisión. Exclamó asombrado: “¡Pero si fallé el examen! 9 por 9 son 81, no 73”. “Es cierto -reconoció el presidente del comité-. Pero tú fuiste el que se acercó más a la respuesta correcta”.
Caso muy parecido el de aquel estudiante de Medicina que le dijo a su maestro de Patología: “Es inútil, maestro: no aprobaré su materia. Lo que dice usted en clase me entra por un oído y me sale por los otros dos”. “¿Los otros dos? -se extrañó el profesor-. No tenemos tres oídos”. “¿Lo ve? -suspiró con tristeza el estudiante-. Tampoco ando bien en Anatomía”.
En la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que voten por los republicanos) el reverendo Rocko Fages iba a dictar una conferencia acerca de la paternidad responsable. En la puerta de entrada había un letrero: “Asistentes a la conferencia sobre planificación familiar, usen la entrada trasera”. Alguien que pasó por ahí comentó con laconismo: “Buen consejo”.
Cierto sociólogo hacía un estudio sobre el bilingüismo, o sea el uso de dos lenguas en un mismo territorio. Le preguntó a un señor: “¿Qué piensa usted del bilingüismo?”. “Me parece muy bien -respondió el interrogado-, si los dos miembros de la pareja están de acuerdo en practicarlo”.
Rondín # 4
Terminado el acto amoroso en la habitación del discreto motelito, Dulciflor se dirigió con anheloso acento a Libidiano: “¿Me harás el amor así, con esta misma pasión, cuando nos casemos?”. “Supongo que sí -replicó displicente el ardiondo galán-. Hacerlo con una mujer casada siempre me excita mucho”.
La esposa de don Languidio Pitocaido le comentó que en la iglesia se iba a celebrar una misa de sanación. “Iré -dijo don Languidio-. Quizá eso me sane la parte que tú sabes”. Precisó la señora secamente: “Es misa para sanar a los enfermos, no para resucitar a los muertos”.
En el bar de la playa Babalucas pidió un whisky. Le preguntó el cantinero: “¿Lo quiere en las rocas?”. “No -respondió el badulaque-. Sírvamelo aquí mismo”,
Un joven muy bien parecido acertó a quedar sentado junto a una linda monjita en el autobús. Sin poder contenerse emuló a don Juan Tenorio y le dijo a la bella novicia: “Es usted tan hermosa que me sentiría el hombre más feliz de la tierra si pudiera hacerle el amor”. La hermanita se ruborizó hasta la raíz de los cabellos. Se levantó al punto de su asiento, y en la siguiente esquina descendió presurosa del autobús. El chofer le dijo al muchacho: “Oí las palabras que le dirigiste a la monjita, y voy a decirte cómo puedes hacerle el amor”. “¿Cómo? -preguntó ansiosamente el mancebo. Le indicó el conductor: “En cumplimiento de la regla de su orden la novicia va todas las noches al panteón a orar por los difuntos. Si te le presentas ahí y le dices que eres un ángel, de seguro accederá a tu petición”. Esa misma noche el joven acudió al cementerio vestido con una blanca túnica y luciendo unas alas que él mismo se hizo con cartón y plumas de gallina. En efecto, bien pronto apareció la monjita en medio de las sombras nocturnales. “Soy un ángel -le dijo el lascivo galán-. El Señor te ordena que te entregues a mí como prueba de tu fe”. La monjita, toda turbada, le respondió que había hecho voto de virginidad perpetua, pero que en cumplimiento de la voluntad divina podía entregarse a él en modo que no la privara de esa intangible gala. El salaz boquirrubio procedió entonces a cumplir su antojo en esa forma. Terminado el trance el jovenzuelo rompió a reír sarcásticamente. Le dijo con voz burlona a la monjita: “¡Ja ja ja! ¡No soy un ángel! ¡Soy el muchacho que te abordó hoy por la mañana en el autobús!”. “¡Ji ji ji! -rió con atiplada risa la supuesta novicia-. ¡No soy monjita; soy el chofer del autobús!”.
Una muchacha quería jugar futbol americano. Obviamente su petición de ser admitida en el equipo de su universidad fue desechada. No cejó en su empeño, sin embargo. El primer día de entrenamiento se coló en el vestidor y se equipó sin que nadie se diera cuenta de que era mujer. Salió al campo. En el primer scrimmage un enorme jugador le propinó un golpe tan terrible que la chica quedó en el suelo privada de sentido. Acudió corriendo el coach y empezó a palpar el cuerpo para ver dónde había sufrido el golpe. “¡Fue aquí! -exclamó lleno de alarma al ponerle la mano en la entrepierna-. ¡Rápido, denle la vuelta y golpéenlo por atrás, como a la salsa Búfalo, a ver si le salen otra vez la ésta y los éstos!”.
En los Estados Unidos una universidad es un estadio de futbol americano al que se le añaden algunas escuelas. (Les dijo el decano a los maestros: “Queremos tener una universidad de la cual nuestro equipo de futbol pueda sentirse orgulloso”). Pues bien: El presidente o rector de una de esas universidades, preocupado por el bajo aprovechamiento académico de los integrantes del equipo, ordenó que a cada uno de ellos se le aplicara un examen. El que no lo aprobara no podría ya jugar. Sucedió que el quarter back reprobó el examen. ¡Y se acercaba el juego de campeonato! El coach del equipo habló con el rector, y consiguió que al muchacho se le permitiera presentar un nuevo examen. Más aún: El propio rector habló con el maestro encargado, y le insinuó que la prueba que le iba a aplicar al jugador fuera la más sencilla posible. El profesor sabía que estaba de por medio su trabajo, de modo que cuando el quarter back llegó acompañado por el coach le dijo: “Tu examen consistirá en una sola pregunta. Dime: ¿Cuántas son 3 por 3?”. Después de pensar un rato, y tras contar con los dedos, respondió el jugador, vacilante: “¿Nueve?”. “¡Por favor, maestro! -prorrumpió desesperado el coach-. ¡El muchacho está nervioso, por eso se equivocó! ¡Dele otra oportunidad!”.
Aquel equipo andaba mal, muy mal. Perdió 10 de los primeros 11 juegos, y luego cayó en un slump, o sea en una mala racha. El coach, irritado, llamó a sus jugadores a una junta y les dijo sarcástico y burlón: “Parece que tendré que enseñarles este juego desde lo más básico. Miren: Éste es un balón de futbol americano”. Y les mostró uno. Levantó la mano uno de los jugadores. “Por favor, coach -le pidió-. Más despacito”.
En la fila para entrar al Super Bowl iba un señor con su hijo. De pronto éste le dijo: “Perdóname, padre. Sé que te vas a enojar conmigo, pero debo decirte algo”. “¿De qué se trata?” -preguntó lleno de zozobra el genitor. Le dice el muchacho: “Mi mamá te está poniendo el cuerno con el vecino”. “¡Qué susto me diste! -exclamó con alivio el señor-. ¡Pensé que me ibas a decir que se te habían olvidado los boletos!”.
El coach que le dice al otro coach: “Es sólo un juego” es el que ganó el juego.
No entiendo a los jugadores de futbol americano. Tienen unas porristas preciosas, pero cuando anotan un touchdown se abrazan y soban entre ellos en vez de ir a abrazar y sobar a las muchachas. Tampoco entiendo por qué dicen que el futbol americano te ayuda a tener un cuerpo musculoso. Yo veo en la tele casi todos los juegos, y miren cómo estoy.
Unos chicos estaban lanzándose uno al otro un balón de futbol americano. Uno de ellos lo tiró con demasiada fuerza, y el balón fue a caer en un corral. Lo ve el gallo y les dice a las gallinas: “No quiero apenarlas, chicas, pero miren lo que sus compañeras están poniendo en otras partes”.
Aquel individuo era fanático del futbol americano. No se perdía un solo juego en la televisión; todo el tiempo se la pasaba hablando de futbol. Por causa de su afición no sólo descuidaba su trabajo: Descuidaba también otros deberes que no se deben descuidar. Cierto día estaba viendo un juego cuando se le presentó su esposa. Casi sin apartar la vista de la pantalla le preguntó el sujeto: “¿Cuándo compraste ese negligé gris?”. “No es negligé -replicó secamente la señora-. Es polvo”.
Dijo doña Crasa: “Miren el cuerpo que tengo, porno”. Y completó: “Por no hacer dieta, por no hacer ejercicio.”.
En la fila para subir al trampolín de la alberca un hombre empezó de pronto a frotar la espalda del que iba delante de él. Se volvió el nadador, furioso, y le reclamó su conducta al individuo. “¿Por qué me frota así?” -le preguntó hecho un obelisco. (Nota de la redacción: Seguramente nuestro amable colaborador quiso decir “hecho un basilisco”). “Perdone usted, caballero -respondió lleno de confusión el otro-. Es que soy masajista, y al ver su espalda, quizá por impulso reflejo, empecé a darle masaje. Ojalá mi explicación lo satisfaga”. “No me satisface -replicó, atufado, el otro-. Yo soy político, y ¿a poco me voy follando al que va delante de mí? Todo a su tiempo”.
Le preguntó Simpliciano a Pirulina: “¿Me amarás cuando sea viejo, gordo y calvo?”. “La verdad, no sé -respondió ella con franqueza-. Bastante trabajo me está costando amarte ahora que eres joven, delgado y greñudo”.
Llegó Capronio a la casa de su suegra y la encontró con una escoba en la mano. “¿Qué tal, suegrita? -la saludó con untuosidad más falsa que busto de vedette-. ¿Está usted barriendo o va a salir de viaje?”.
Babalucas le preguntó a un amigo: “¿Cómo se dice ‘frío’ en inglés?”. Responde el otro: “Se dice ‘cool’”. “Entonces -inquirió preocupado el badulaque- ¿cómo haces para decir ‘friíto’?”.
Un señor compró una pastilla de Viagra, y le pidió al farmacéutico que le diera instrucciones para su uso. Le indicó el de la farmacia: “Si tiene 50 años tómese toda la pastilla. Si tiene 30 tómese media pastilla. Si tiene 20 tómese un cuarto de pastilla”. “Tengo 65 años” -se atufó el cliente. “No me entendió, señor -le dijo el farmacéutico-. Si la mujer con quien va a estar usted tiene 50 años, tómese toda la pastilla, etcétera”.
Don Cálamo Cano y don Valetu di Nario, señores de edad más que madura, estaban en la banca del parque donde se reunían diariamente a platicar. Frente a ellos pasaba un gárrulo desfile de lindas chicas vestidas con brevísimos atuendos. Don Cálamo le dice en tono lamentoso a don Valetu: “¡Qué pena, amigo mío! ¡Las muchachas en plena revolución sexual, y nosotros ya sin rifle!”.
Jactancio, hombre fatuo, fantoche, farolero y fanfarrón, llevó a su hijo más pequeño al zoológico. (De visita, claro). En el momento preciso en que llegaron al sitio donde se hallaba el elefante éste mostró con naturalidad selvática su paquidérmico atributo. “¿Qué es eso?” -preguntó el niño lleno de curiosidad. “Es el pene del elefante” -respondió Jactancio. Dice el chiquillo: “Cuando vine con mi mamá y le hice la misma pregunta ella me contestó: ‘Eso no es nada’”. “Lo que sucede, hijo -explicó con suficiencia el elato tipo-, es que tengo a tu madre muy mal acostumbrada”.
Rondín # 5
Las mujeres son capaces de hacer cualquier cosa por despecho, y los hombres por dos pechos.
El fiero toro de enhiesta y aguzada encornadura arrinconó al espantado ordeñador en el granero, y luego le preguntó a la vaca: “¿Éste fue el hombre que te agarró las tetas?”.
Un joven acudió al local que se anunciaba como “hospital de lentes” y presentó los suyos, que se le habían roto en dos pedazos. Le preguntó el encargado: “¿Qué fue lo que hizo que se le partieran así sus anteojos?”. Respondió el muchacho: “Se me rompieron cuando estaba con mi novia”. “¿Cómo sucedió eso?” -se extrañó el otro. Explica con laconismo el joven: “Cerró las piernas”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, recibió un mensaje amenazador. Lo firmaba el marido de Facilda Lasestas, y decía así: “Muy señor mío: He tenido noticias de que usted carabritea a mi esposa. O deja de hacer eso o deberá atenerse a las consecuencias. Hago propicia la ocasión para reiterarle las seguridades de mi más alta y distinguida consideración. Atentamente, Cucoldo Hornáldez”. Lo primero que hizo el tal Pitongo luego de leer el ominoso ocurso fue acudir al lexicón de la Academia para consultar el significado de dos palabras: “carabritear” y “lexicón”. Esta última palabra significa sencillamente “diccionario”. El verbo “carabritear”, más interesante, quiere decir “perseguir el macho cabrío en celo a la hembra”. Una vez que hubo captado el sentido del recado Afrodisio le dio respuesta muy cumplida. “Estimado señor -le escribió al marido de Facilda-: recibí su atenta circular.”. ¡Qué barbaridad! ¡Con eso le daba a entender que la pecatriz brindaba sus encantos a un buen número de caballeros!
El jardinero llegó a cortar el césped del jardín de doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad. A eso de la una de la tarde la encopetada señora le anunció al trabajador: “Buen hombre: voy a tomar un baño de tina mientras usted come”. “No hay problema, señora -respondió muy afable el jardinero-. Nomás no me salpique los tacos”.
Uglicia, muchacha poco agraciada por la naturaleza, cumplió años, e hizo una fiesta en su casa. Dijo muy alegre: “¡El chico que adivine cuántos años cumplo se ganará el derecho a bailar conmigo!”. Respondió uno: “150 años”. “Bueno -sonrió ella tomándolo de la mano-. Meses más, meses menos”.
Un tipo le dijo a otro: “Vi a tu mujer en compañía del vecino”. “No puede ser -opuso el otro-. ¿Qué ropa llevaba ella?”. “No sé -declara el primero-. Tuve que retirarme antes de que se vistieran”.
El pequeño hijo de don Chinguetas y doña Macalota llegó acompañado por un enorme perro. Le dijo ella: “No puedes traer a la casa un animal así”. Respondió el niño con suplicante acento: “Mami: me siguió hasta aquí”. “Está bien -cedió doña Macalota, conmovida-. Puedes quedarte con él”. Al día siguiente llegó don Chinguetas acompañado por una estupenda morena. “¿Qué significa esto?” -preguntó doña Macalota hecha un basilisco. “Mujer -le dijo don Chinguetas con suplicante acento-. Me siguió hasta aquí”.
La periquita gritaba todo el día: “¡Abajo el Partido Rojinegro! ¡Abajo el Partido Rojinegro!”. Quién sabe dónde aprendería tal consigna, el caso es que sus gritos exasperaban al jefe de la casa, que pertenecía a ese partido. Tomó el hombre a la cotorrita por el pescuezo y la arrojó al corral de las gallinas. En medio del plumaje blanco de las gallinas las plumas verdes de la periquita destacaron de tal modo que el gallo fue prontamente hacia ella. “¡Momento! -lo detuvo la cotorra-. Yo no estoy en la trata de blancas. ¡Soy exiliada política!”.
El caracol se quejaba de su pareja. “No respeta mi personalidad -gemía-. Cuando estamos haciendo el amor siempre me dice: ‘¡Aprisa! ¡Más aprisa!”.
Un tipo llegó corriendo al pipisrúm del restorán y se puso a desahogar una necesidad menor. El pequeño señor que hacía lo mismo al lado observó que el sujeto estaba excepcionalmente bien dotado. En eso el viripotente individuo exclamó con un suspiro de alivio: “¡Apenas la hice!”. Con suplicante voz le pide el señorcito: “¿Podría hacerme a mí una igual?”.
Aquel bebé nació con una gran sonrisa, y con la manita derecha cerrada. Se la abrió el médico: en el puñito traía una píldora anticonceptiva.
Antes de empezar la noche de bodas Simpliciano le dijo a Pirulina: “Me alegro de que me hayas hecho esperar, amada mía. Si cuando éramos novios te hubieses entregado a mi ya no me habría casado contigo”. “Lo sé -contestó ella-. Precisamente por eso me dejaron mis otros cuatro novios”.
La tardanza que la clientela de algunos restaurantes sufre antes de recibir la atención de un mesero es ya parte del folclore. Cierto día que a Borges le tocó padecer una demora así, comentó: “¡Caramba, qué bien se ayuna en este restorán!”. Pues bien: Sucedió que un mesero iba a ser intervenido quirúrgicamente. Tenía largo rato ya en la mesa de operaciones sin que nadie se acercara. Pasó por ahí el doctor Ken Hosanna, y el nervioso camarero le preguntó, angustiado: “Doctor: ¿A qué horas me van a operar?”. Sabedor de que el paciente era mesero, el facultativo le respondió con olímpico desdén: “Lo siento. No es mi mesa”.
Doña Matricia vivía, digamos, automáticamente. Una noche su hijo mayor le anunció: “Voy a salir”. Ella, que estaba tejiendo, le preguntó sin levantar la vista: “¿A dónde vas?”. Por broma le contestó el muchacho: “A una orgía”. Le indicó doña Matricia sin suspender su labor: “Llévate el suéter”.
Por insistencia de su mujer don Cornulio compró una cama de agua. Pocos días después llegó a su casa y encontró a su esposa en la recámara con un desconocido. “¿Quién es este hombre?”, -preguntó iracundo. Respondió la pecatriz: “El salvavidas”.
Le aconsejó alguien a un pesimista: “Cuenta tus bendiciones”. Y empezó él con tono sombrío: “Cinco, cuatro, tres, dos...” En cambio otro hombre era definitivamente un optimista: Poco antes de morir pidió que le pusieran en el ataúd dos mudas de ropa.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, coloca siempre un letrero en la puerta de la habitación del hotel donde se aloja cuando viaja. Dice el letrero: “Favor de molestar”...
Un marido acudió al consejero matrimonial. Le contó: “Mi esposa tiene la casa hecha un asco; me grita siempre, y me llena de maldiciones; todos los días me golpea; me roba el poco dinero que traigo en la cartera; les cuenta cosas horribles de mí a los vecinos; habla muy mal de mi familia; además bebe, toma pastillas y fuma mariguana, y por si todo eso fuera poco me pone el cuerno”. El consejero declaró muy preocupado: “Señor: Por lo que me dice estoy empezando a sospechar que su matrimonio no anda bien”.
Llorosa, compungida, Susiflor les informó a sus papás que estaba un poquitito embarazada. “¡Recórcholis! -exclamó el progenitor, que en su juventud había representado obras de los hermanos Álvarez Quintero-. ¿Quién es el padre de la criatura?” “¿Cómo voy a saberlo? -replicó Susiflor entre sus lágrimas-. ¡Ustedes nunca me han dejado tener novio formal!.
Rondín # 6
¿Quiénes son estas dos mujeres que hablan con gravedad, muy serias, en el locutorio del convento de la Reverberación? Mujeres más distintas que ellas será difícil encontrar. Una es Sor Bette, superiora de la orden; la otra es Facilda Lasestas, hembra que a ningún hombre le ha negado nunca un vaso de agua, pues es liviana de su cuerpo, complaciente. Sor Bette había elegido el camino de la gracia; Facilda, en cambio, el de la naturaleza. Mujeres hay que consiguen -bendito sea el Señor- reunir en sí esas dos vías. Ahora bien: ¿De qué hablan estas dos mujeres, la espiritual Sor Bette y la carnal Facilda? Sucede que en el pueblo había un solo cura, el Padre Incapaz, llamado así porque las hinca y ¡paz!, y Facilda incurrió con él en pecado de carnalidad. ¿A quién confesar su culpa, si no había en el pueblo otro sacerdote? Facilda no halló mejor camino que pedirle consejo a la reverenda madre, pues estaba sinceramente arrepentida de su falta. Una cosa es pecar con un quisque cualquiera, y otra hacerlo con un ministro del Señor. (Aunque la verdad, decía en su interior Facilda, a la hora de la hora todos son iguales). Pidió, pues, ser recibida por Sor Bette. La religiosa se sorprendió bastante: ¿Por qué la requería esa mujer, cuya fama de pública llegaba a todos los confines de la circunscripción municipal? La curiosidad pudo en ella más que la prudencia, y accedió a hablar con la daifa. La recibió, conforme a la severa regla de su orden, en compañía de otra hermana, pero escogió a Sor Dina, que no oía absolutamente nada. (Cierto día que la madre hortelana estaba indicando con las manos el tamaño de los pepinos que había cosechado, Sor Dina preguntó con interés ansioso: “¿Quién? ¿Quién?”). Tras disculparse profusamente con la madre superiora por la molestia que causaba a “vuestra reverencia”, Facilda le confesó su mala acción: había faltado al sexto mandamiento con el cura párroco. La sóror se escandalizó al oír aquello. “¡Insensata! -clamó la reverenda con voz tan fuerte que despertó a Sor Dina-. ¡Has cometido sacrilegio carnal, violatio personae, rei locive sacri per actum venereum! ¡Te aguardan penas de eternal condenación comparadas con las cuales los castigos que imaginó Alighieri son tingo lilingo! Pero dime: ¿Qué recibiste del pobre señor cura, a quien seguramente tus malas artes sedujeron, pues él es hombre devoto dedicado a su sagrado ministerio? ¿Qué te dio él a cambio de la entrega de tus dudosos encantos de inverecunda pecatriz?”. Respondió Facilida, avergonzada: “Me dio mil pesos”. “¡Mil pesos! -prorrumpió Sor Bette en paroxismo de ira-. ¡Mira qué hijo de tal! ¡A nosotras nada más nos da estampitas!”.
Dijo el predicador. “Hay catorce pecados de la carne por los cuales nos podemos condenar”. Uno de los feligreses levantó la mano: “¿Podría describirlos en detalle, reverendo? Yo he practicado solamente dos, y si por ellos me he de condenar me gustaría mejor condenarme por todos”.
Un empleado de don Algón le pidió diez días de permiso, pues se iba a casar. Le dijo el ejecutivo: “Acaba usted de tener quince días libres. ¿Por qué no los aprovechó para casarse?”. “¿Qué? -protestó vehemente el tipo-. ¿Y echar a perder mis vacaciones?”.
Cuando nace un niño la gente pregunta: “¿Cómo está la madre?”. Cuando se casa un joven la gente pregunta: “¿Quién es la novia?”. Y cuando muere un hombre la gente pregunta: “¿Qué le dejó a la viuda?”.
El rey Salomón tenía quinientas esposas y quinientas concubinas, y aun así había noches en que no podía encontrar una a la que no le doliera la cabeza.
Aquel tipo le dijo a su vecino: “No quiero meterme en lo que no me importa, pero hoy en la mañana vi a un hombre besando a tu mujer”. Pregunta el marido: “¿Era un sujeto alto, moreno y de bigote?”. “En efecto” -confirma el oficioso meticón. “Es el jardinero -dice el esposo-. Ése es capaz de besar hasta a la mujer más fea”.
“¿Cuánto cobras?” -le preguntó el sujeto a la mujer que ofrecía sus servicios en la esquina. “Quinientos pesos” -respondió ella. “Te daré mil -ofreció el tipo-. Pero has de saber que encuentro placer sensual en golpear a mi pareja”. Ella aceptó la condición -con esto de los nuevos impuestos la cosa se ha puesto muy difícil-, y en efecto, tan pronto empezó el trance él se aplicó a la tarea de darle fuertes manotazos en las pompas. “¡Mano Poderosa! -clamó la maturranga al sentir aquel rudo castigo-. ¿Hasta cuándo seguirás dándome esos tremendos golpes?”. Respondió el individuo: “Hasta que me devuelvas mis mil pesos”.
Decía Afrodisio Pitongo: “Tengo una compañera de oficina que habla cinco idiomas, y en todos me dice que no”.
Consejo de un galán a una linda chica: “Si no usas lo que te dio la madre naturaleza, antes de que te des cuenta el padre tiempo te lo quitará”.
Le dijo la mujer a su marido: “Está bien: te estoy poniendo el cuerno. Pero, a ver, dime algún otro defecto que tenga”.
El médico le dijo a la chica de tacón dorado: “Tómese estas cápsulas, y en un par de días estará de nuevo en la cama”.
Un astroso vagabundo se acercó a don Algón y le pidió un poco de dinero. “Si te lo doy -opuso el ejecutivo- te lo gastarás en vino, en mujeres o en el juego”. “Señor -respondió el pedigüeño con lamentoso acento-, no bebo, no juego ni ando con mujeres”. “Si es así -le indicó don Algón-, entonces ven conmigo a mi casa. Quiero que mi mujer vea en lo que acaba un hombre que ni bebe, ni juega ni anda con mujeres”.
Le dijo un preso a otro: “Te agradezco que me invites a escaparme contigo, pero allá afuera está mi esposa”.
“Le tengo buenas noticias, señora”. “Señorita, doctor”. “Ah, entonces le tengo malas noticias”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, iba a asistir a una entrega de premios. A tal fin se puso un vestido tan breve que por arriba se le veía hasta abajo y por abajo se le veía hasta arriba. Súbitamente, sin embargo, se sintió indispuesta, y decidió no asistir a la ceremonia. Le dijo su marido: “Entonces vístete y vámonos a la cama”.
Un profesor americano de sociología decidió dedicar su año sabático a hacer un libro sobre las costumbres sexuales de los italianos. Viajó a Italia -ahí hay bastantes italianos-, y al ir en su automóvil por el campo vio a un hombre vestido con pantalón negro y camisa blanca que trabajaba en su pequeña viña junto al pueblo. Fue hacia él, le habló acerca del estudio que estaba haciendo y le dijo que iba a hacerle algunas preguntas. Después de sacar su cuaderno de apuntes empezó. “¿Cuántas veces hizo usted el sexo el pasado año?”. Respondió el hombre después de pensarlo: “Unas catorce veces, creo, o quince”. “¿Catorce o quince veces en un año? - se asombró el sociólogo-. Eso es tener poco sexo, ¿no?, sobre todo para un italiano”. Respondió el otro: “Creo que no está mal para un hombre que dispone de muy poco dinero, que no tiene coche y que además es cura párroco”.
Una mujer puso un mensaje en su correo electrónico: “Busco al hombre que me haga feliz”. Al mensaje añadió su fotografía. Recibió de inmediato una respuesta: “Me gustaste mucho. Estoy dispuesto a casarme contigo”. Contestó ella: “Dije que busco al hombre que me haga feliz. Marido ya tengo”.
Un compañero de escuela de Pepito lo invitó a comer en su casa. Tan pronto se sentaron a la mesa Pepito echó mano al tenedor. La mamá del niño le dijo: “Aquí acostumbramos rezar antes de comer. ¿En tu casa no?”. “No -respondió Pepito-. Mi mami sí sabe cocinar”.
La señora le advirtió muy alarmada a su hija: “Por ningún motivo vayas a presentar el examen de Educación Sexual”. “¿Por qué?” -se extrañó la chica. Le explicó la mamá: “El instructivo dice que el examen será oral”.
Frase que nunca será célebre: “En la boda todo es arroz. En el divorcio todo es pa-ella”.
Rondín # 7
Al terminar el primer acto de amor en la noche de bodas el novio le preguntó a su flamante mujercita: “¿Te gustó?”. “¡Caramba! -exclamó ella divertida-. ¿Por qué todos los hombres preguntan lo mismo?”. (Jactancio, hombre muy pagado de sí mismo, solía decirles a sus parejas al final del amoroso trance: “Sé que esto fue maravilloso para ti, linda, pero dime: ¿cómo fue para mí?”).
El doctor Ken Hosanna esperó a que su paciente saliera de la anestesia para darle la funesta nueva: “Nos va usted a perdonar, señor Malsino. Lo confundimos con otro paciente, y en vez de extraerle el apéndice le hicimos una operación de cambio de sexo”. “¡Válgame el Cielo! -exclamó el hombre, desolado-. ¿Significa eso que ya no tengo mi parte de varón?”. “Así es -confirmó el galeno-. Pero no se mortifique: en el futuro podrá tener todas las partes de varón que quiera!.
El doctor Aldente, odontólogo, tenía furtivos encuentros amorosos en su consultorio con una mujer casada. Un día le dijo: “No podremos seguir usando como pretexto para vernos tu tratamiento dental”. “¿Por qué?” -preguntó ella. Respondió el odontólogo: “Ya nada más te queda un diente”.
Le comentó un señor a su esposa: “Antes no había una adecuada educación en el hogar para los niños y los jóvenes. A fin de guiarnos por la vida nos contaban una serie tremenda de fantasías y mentiras. Por ejemplo, cuando yo era niño mi padre me decía que si inventaba mentiras no me crecería la pilinguita”. “¡Qué barbaridad! -exclamó la señora-. ¿Entonces fuiste muy mentiroso?”
Comentó don Frustracio: “Sospecho que el sexo no le interesa a mi mujer. Siempre me dice: ‘Cuando acabes me tapas’”.
Hubo una inundación, y en Protección Civil se recibió una urgente llamada de auxilio: “¡Esto es una emergencia! -clamó una voz de hombre-. ¡En mi casa hay un centímetro de agua!”. Le dijo el encargado: “Eso no parece una emergencia”. “¿Que no? -replicó el hombre-. ¡Estoy llamando desde el segundo piso!”.
El padre Arsilio le preguntó a uno de sus feligreses: “¿Eres un hombre religioso?”. “Desde luego que sí, padre -respondió el sujeto-. Aunque tenga cuatro ases en el póquer le pido a Diosito que me ayude a ganar”.
Don Chinguetas le regaló a su esposa Macalota un abrigo de piel de chinchilla. A ella le gustó mucho la prenda. Exclamó: “¿Cómo un abrigo tan hermoso puede venir de un animal tan insignificante?”. Dijo mohíno don Chinguetas: “Si no me lo agradeces por lo menos tenme algo de respeto”.
Aquel misionero era el orgullo de una isla que antes había sido de caníbales. Desgraciadamente un día los isleños se tragaron su orgullo.
El jefe de bomberos estaba en la estación cuando llegó un niño en un carrito de bomberos tirado por un perro. Al jefe de los apagafuegos le llamó la atención ver que la cuerda de la que el perro iba tirando al carrito estaba atada a los testículos del desdichado can. Le dijo al niño: “Tu carrito de bomberos iría más aprisa si le ataras la cuerda al perro en el pescuezo en vez de atársela en los testículos”. “Sí -reconoció el chiquillo-. Iría más aprisa. Pero no tendría sirena”.
El reverendo Rocko Fages sostenía una relación no diré que sacrílega, pero sí cachonda, con la hermana Casiodora, la organista del templo. Pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus fieles el adulterio a condición de dar luego una limosna al templo), viajó a la capital y ocupó una habitación sencilla en un hotel, cuidando de que le aplicaran la tarifa correspondiente a una sola persona. Se las arregló, sin embargo, el señor Fages para colar en el cuarto a Casiodora. Poco después sonó el teléfono. Quien llamaba era el gerente del hotel. “Reverendo -le dijo con severidad-, el jefe de seguridad vio a una mujer entrar en su habitación. A fin no causar un escándalo disimularemos esa grave falta a la decencia, al decoro y a la moralidad. Sin embargo le cobraremos la tarifa doble”. “Está bien -se resignó el pastor-. Pero entonces mándenos otra Biblia. Solamente hay una en el buró”.
Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, disputaba con su marido, don Sinople, acerca de la antigüedad de sus respectivas familias. Para acabar la discusión le dijo: “Cuando tus antepasados comían hierbas y raíces los míos ya tenía colesterol alto”.
La cotorrita le hizo saber al periquito que le permitiría entrar en el más íntimo reducto de su amoroso huerto a cambio de una pequeña contraprestación: Mil pesos. Aceptó el loro el arancel, y empezó a desplumar a la cotorra. “¿Qué haces?” -prorrumpió ella, espantada. Contestó el perico: “Por mil pesos te quiero encueradita”.
Dos soldados de la Legión Extranjera estaban conversando en el cuartel. Le preguntó uno a su compañero: “¿Por qué te uniste a la Legión?”. Responde el otro: “Era soltero, y amaba la guerra. ¿Y tú?”. Contesta el primero: “Yo era casado, y amaba la paz”.
Un beduino del desierto le hizo el amor en repetidas ocasiones a una joven mujer perteneciente a una tribu nómada. Ansioso por seguir gozando los encantos de la hurí la pidió en matrimonio a su papá. El genitor le informó: “Si aspiras a la mano de mi hija deberás demostrar tu varonía en una de mis camellas, la más salvaje y arisca, la más fea”. Fue el enamorado beduino y cumplió la difícil encomienda. “Prueba superada -le dijo el papá de la muchacha, que a pesar de ser nómada veía la televisión-. Puedes casarte con mi hija”. “¡Olvídese de su hija! -respondió con vehemencia el beduino-. ¿Cuánto por la camella?”.
El cliente le preguntó al dueño de la tienda de aves: “¿Cómo se sabe si un canario es hembra o macho?”. “Es muy fácil, señor -contestó el hombre-. Póngale en la jaula un gusanito hembra y un gusanito macho. Si el canario es hembra escogerá el gusanito hembra; si es macho escogerá el gusanito macho”. Inquirió desconcertado el cliente: “¿Y cómo voy a saber si el gusanito es macho o hembra?”. “Señor -respondió muy digno el propietario-, yo soy especialista en canarios. Eso tendrá que preguntárselo a un especialista en gusanos”.
El borrachín salió de la cantina. En ese momento se registró un temblor de 8 grados. “¡Caramba! -exclamó con alarma el temulento-. ¡No pensé que había bebido tanto!”.
Un tipo se jactó: “Mi hijo tiene apenas cuatro años y ya sabe contar del 1 al 10”. “Eso no es nada -replicó el papá de Pepito-. Mi hijo tiene tres años y ya sabe contar del as al rey”.
El jefe de personal le dijo a Ovonio Grandbolier: “Su salario será conforme a su trabajo”. “¿Tan poquito? -protestó él.
El doctor Duerf, analista de renombre, llegó a su casa y encontró a su esposa en brazos y todo lo demás de un individuo. Furioso, exclamó con iracundia: “¿Qué significa esto?”. “Dínoslo tú -respondió la señora-. Tú eres el psiquiatra”.
Rondín # 8
El reverendo Calvínez, predicador de la palabra, casó con la hermana Casiodora, organista de la iglesia. Aunque era algo feíta la escogió como esposa por su reconocido pudor y castidad. En la habitación del hotel donde pasarían la noche de bodas se dispusieron ambos para la ocasión. Vestía él una severa bata de seda negra con pantuflas de nansú morado; ella un discreto negligé de bombasí café con medias de popelina gris. Antes de entrar en el tálamo nupcial el pastor Calvínez pensó que debían ofrecer su matrimonio al Señor, como hicieron Tobías y Sara. Le dijo, pues, solemne, a su mujer: “Ponte de rodillas”. “¡Ah, no! -protestó con vehemencia Casiodora-. ¡Cuando lo hago en esa posición después me duele la cabeza!”.
Una mujer llegó al consultorio del podólogo. “Tengo un problema -le informó-. Mi esposo y yo trabajamos en un circo. Me pongo una gran roca en la cabeza y él la golpea con un mazo hasta que la hace trizas”. “¡Qué barbaridad! -exclamó el podólogo, asombrado-. Pero ¿por qué viene usted a verme a mí? Debería ir con un médico general. Seguramente le duele la cabeza, o el cuerpo”. “No, doctor -respondió la mujer-. Se me están haciendo los pies planos”.
Una pareja de divorciados se encontraron en la calle por azar. Galante, sin rencores, el marido le dijo a su ex mujer: “Te ves muy guapa. Con gusto volvería a hacerte el amor”. Respondió ella, áspera: “Sobre mi cadáver”. Contestó él: “Sí, como siempre”...
Le preguntó Susiflor a Rosibel: “¿Por qué usas ligas negras?”. Respondió ella: “En memoria de los que han pasado al más allá”.
A don Augurio Malsinado le iban a practicar una operación a corazón abierto. Cuando entró en el quirófano le confesó al cirujano: “Estoy muy nervioso, doctor”. Le dijo el médico: “Y si viera usted cómo me siento yo. ¡Acabo de salir de la facultad, y es mi primera operación!”...
Doña Macalota le anunció a su esposo, don Chinguetas, que se iba a inscribir en un club nudista. “Me mostraré a los ojos del mundo con las galas que recibí de la naturaleza” -le dijo muy ufana. “Está bien -aceptó don Chinguetas-. Pero a ver cómo le haces para planchar el vestido”.
“He enviudado tres veces -le contó una mujer en el bar a un individuo-. Mi primer marido murió por haber comido hongos venenosos. Mi segundo esposo corrió la misma suerte: También comió hongos venenosos. Mi tercer cónyuge falleció a consecuencia de una fractura de cráneo”. “¿Sufrió algún accidente?” -preguntó el otro. “No -contestó la mujer-. Se negó a comerse los hongos”...
Las mujeres con más pasado son las que reciben más presentes.
Al principio de la sesión de la Gran Orden del Venerable Círculo el secretario de la corporación les informó a los asistentes: “Nuestro Supremo Jefe y Poderosísimo Señor, el Alto y Elevado Dragón Imperial de la Máxima Cumbre de la Absoluta Fuerza, Magnífico y Real Soberano Omnipotente, no pudo venir hoy”. “¿Por qué?” -quiso saber uno de los presentes. Explicó el secretario: “No lo dejó venir su esposa”.
“Circula en el pueblo el rumor de que te estás acostando con un hombre casado”. Así le dijo con severidad el padre Arsilio a la señorita Himenia Camafría, madura señorita soltera. “No es cierto, padre -replicó ella-. Pero de cualquier modo gracias por el rumor”.
La mañana era gris y nebulosa; soplaba un viento gélido. La esposa de Babalucas comentó: “Hoy no va a salir el sol”. Le dice el badulaque: “¿Saldrías tú en una mañana así?”.
Un tipo le contó a otro: “Mi especialista en próstata ya no quiere verme”. “¿Por qué?” -preguntó el amigo. Explica el individuo: “Hace unos días me estaba examinando, y sin darme cuenta pronuncié el nombre de otro médico”.
Uglicia era muy fea. La vio un caníbal y se hizo vegetariano.
Don Rugadito, señor de edad muy avanzada -estaba en una casa de reposo para ancianos-, salió del lecho de doña Pasita, huésped también del establecimiento. Le dijo: “Nos veremos aquí mismo dentro de seis meses”. “¡Caramba! -exclamó ella con disgusto-. ¿No puedes pensar en otra cosa más que en sexo?”.
Decía Capronio, ruin sujeto: “Mi suegra habla al ritmo de mil palabras por minuto, con ráfagas hasta de mil quinientas”.
Un ejecutivo americano viajó a cierto país de oriente. La misma noche de su llegada estuvo con una musa de la noche. Después de los retozos y jugueteos iniciales -foreplay se llama en inglés esa sesión de calentamiento, generalmente muy corta- él se empleó a fondo en la ocasión. La mujer prorrumpió en un grito clamoroso: “¡Fujifó!”. Pensó el ejecutivo que aquella era una expresión de entusiasmo motivada por sus dotes de supereminente amante, y sintió un gran orgullo de sí mismo. Al día siguiente fue a jugar golf con sus anfitriones. Hizo su primer tiro. La pelota describió en el aire un gracioso arco, curva, parábola o elipse y fue a caer directamente en el hoyo. ¡Hole in one! El hombre manifestó su júbilo con el grito de entusiasmo que había aprendido la noche anterior. Gritó exultante: “¡Fujifó!”. “No, señor -lo corrigió el caddie-. Está usted en el hoyo correcto”.
Una chica recién casada le confió a su mamá: “Una noche le dije a mi marido en el arrebato del amor: ‘¡Eres mi edén!’. Tanto le gustó esa expresión que se la hizo tatuar ahí donde te platiqué”. “Ten cuidado -le advirtió la señora-. A lo mejor luego te va a hacer que te comas tus palabras”.
“¡Dime quién fue el canalla que te embarazó!” -le exigió don Poseidón, furioso, a su hija Florilí. “Pero, papá -razonó ella-. Si te comes seis rebanadas de pastel ¿puedes decir cuál de todas fue la que te engordó?”. (Insensata, te conozco, y sé que no fueron seis rebanadas: fueron más).
Frase nada célebre: casi siempre el remedio para el amor a primera vista es una segunda vista.
Le preguntó el papá de la muchacha al galán que le pedía la mano de su hija: “¿Cuáles son sus ingresos mensuales, joven?”. Respondió él: “33 mil pesos”. “No está mal -dijo el progenitor-. Con los 30 mil pesos al mes que gana Dulciflor tendrán ustedes una buena base para empezar su vida de casados”. Precisó el tipo: “Los 30 mil pesos de Dulciflor ya están contados en los 33 mil”.
Rondín # 9
Otro padre de familia cuestionó al pretendiente de su hija: “¿Podrá usted satisfacer las necesidades básicas de Rosilí?”. “Pregúntele a ella, señor -contestó el mozalbete con gran seguridad-. Le dirá que siempre la dejo satisfecha”.
Un individuo acostumbraba salir de su casa todas las noches de los jueves para ir a jugar dominó con sus amigos. Uno de esos jueves salió y no regresó ya. Pasaron diez años, y un día se apareció de pronto. Su esposa se puso feliz. “¡Haré una cena especial para celebrar tu regreso! -exclamó jubilosa-. ¡Habrá caviar, champaña, pan de pulque de Saltillo...!”. “No podré asistir -declaró el tipo-. Hoy es jueves”.
Don Centurio cumplió 100 años de edad. Un periodista le preguntó qué había hecho para llegar al siglo. Contestó el veterano: “Me mantuve alejado del licor y de las mujeres hasta que cumplí 14 años”.
Definición de revista pornográfica: “Publicación para ser sostenida con una sola mano”...
“Me gustas mucho, Bucolina” -le musitó al oído el hombre de la ciudad a la linda muchacha campirana aprovechando la soledad de la fuente. La zagala bajó la vista. Le preguntó el citadino, enternecido: “¿Bajas la mirada porque te da vergüenza?”. “No, siñor -respondió ella-. La bajo pa’ ver si es cierto”.
El puerco espín macho le dijo a la hembra: “Te amo, Espinela, pero temo que me lastimes”.
Un señor de 80 años se iba a casar con su novia de 25. Le advirtió su doctor: “Podría morir”. Replicó el octogenario: “Ella sabe bien los riesgos que corre”.
Rosibel, muchacha en flor de edad, se sentía cansada, fatigada, molida y estragada. Fue a la consulta del doctor Pete Witaria, reconocido médico, y éste se percató de que la joven estaba mal alimentada. Le dijo: “Su problema desaparecerá con tres comidas diarias”. Unas semanas después la paciente regresó. Había seguido escrupulosamente la indicación del facultativo, declaró, y sin embargo ahora se sentía más estragada, más molida, más fatigada y más cansada. El galeno se sorprendió. Le preguntó: “¿Hizo usted las tres comidas diarias que le aconsejé?”. “¿Tres comidas? -exclamó azorada Rosibel-. ¡Santo Cielo! ¡Yo oí con ge!”.
El marciano recién llegado a la Tierra le dijo al semáforo: “Te amo, Lucina, pero últimamente has estado cambiando mucho”.
Le comentó el galán a su dulcinea en tono insinuativo: “Me gusta lo que tienes bajo el brassiére”. “¿Qué?” -preguntó ella, amoscada. “El corazón” -respondió el muchacho con una gran sonrisa. “Ah, vaya -dijo la chica-. Entonces a mí me gusta lo que tienes tú entre las piernas”. “¿Qué?” -preguntó muy interesado el galán. Contestó ella: “La bicicleta”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, conoció en una fiesta a Dulciflor, maestra de Moral en el Colegio de la Sagrada Reverberación, prestigiado instituto de enseñanza religiosa. Le ofreció un cigarro a la joven y linda profesora, y ella lo rechazó. “¿Qué les voy a decir a mis alumnas? -declaró-. Siempre les he pedido que no fumen”. Poco después le ofreció una copa. Tampoco aceptó la muchacha. “¿Qué les voy a decir a mis alumnas? -expresó-. Siempre les he dicho que beber alcohol es cosa mala”. Arriesgó Pitongo: “Entonces seguramente me dirás que no si te invito a ir a un motel a hacer el amor”. “Te equivocas -contestó ella ante la estupefacción de Pitongo-. Iré contigo a ese lugar”. Fueron, en efecto, y ahí Afrodisio corrió el mejor de los caminos, montado, si no en potra de nácar, sí en la maestra de Moral del Colegio de la Sagrada Reverberación, prestigiado instituto de enseñanza religiosa. Terminado el extático deliquio, y gratamente satisfecho el tal Pitongo, éste le preguntó a la chica: “¿Por qué rechazaste el cigarro y la copa que te ofrecí, y en cambio aceptaste esto?”. Explicó ella: “Porque siempre les he dicho a mis alumnas que no necesitan fumar ni beber para divertirse”.
Se casó la hija de doña Gorgolota, y unas semanas después le contó, feliz, a su mamá: “Mi marido es muy bueno conmigo. Todo lo que le pido me lo da”. “Eso no significa que sea bueno -le dijo doña Gorgolota-. Significa sólo que no le estás pidiendo lo suficiente”.
Un mexicano y su esposa que vivían en Texas lograron finalmente conseguir su carta de naturalización. “¡María! -exclamó él, jubiloso-. ¡Ya somos americanos!”. “Sí -respondió ella-. Esta noche no follaremos, y tú lavarás los platos de la cena”.
Don Crésido, añoso y rico empresario, andaba muy contento: La asistente de su médico, joven y guapísima mujer, había aceptado casarse con él. Le dijo lleno de gozo a un amigo: “No sé qué ve ella en mí”. “Yo sí sé -respondió el otro-. Ve 50 millones y colesterol muy alto”.
El pollito iba por el corral diciendo: “¡Miau, miau! ¡Oink, oink! ¡Guau, guau!”. Su mamá le comentó muy orgullosa a otra gallina: “Está estudiando idiomas”.
Comentó Capronio: “Esta Navidad le regalé una silla a mi suegra, pero mi esposa no me ha dejado que la conecte”.
El autobús de la Iglesia de la Tercera Venida -no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a su fieles el adulterio a condición de que no se cometa el día del Señor- pasó por una playa nudista llena de hermosas muchachas que mostraban al sol todos sus encantos. El reverendo Rocko Fages, pastor de la iglesia, les ordenó apresuradamente a sus feligreses: “¡Cierren los ojos, hermanos! ¡Al que los abra el Señor lo dejará ciego!”. Uno de los pasajeros le dijo en voz baja a su vecino de asiento: “No sé tú, pero yo voy a arriesgar un ojo”.
Una amiga de Susiflor le aconsejó: “Tan pronto te cases educa a tu marido. Al día siguiente de mi boda, hace cinco años, yo le dije a mi esposo: ‘A partir de hoy vas a dejar de fumar, vas a dejar de beber, vas a dejar de jugar dominó con tus amigos y vas a dejar de querer sexo todo los días’”. Le preguntó Susiflor a su amiga: “Y él ¿dejó todo eso?”. “No sé -contestó la otra-. Desde ese día no lo he vuelto a ver”.
Le dijo la señora a su marido: “Sé que me engañaste. Sé con quién, cuándo y dónde. Lo que no sé es con qué”.
“Me tomé una pastilla de Viagra -se quejaba en el bar un individuo-. Ahora traigo la pistola cargada, y no tengo nadie a quien dispararle”.
Rondín # 10
Escapó del zoológico un gorila (Gorilla gorilla), y trepó en un árbol de la más elegante colonia en la ciudad. Los vecinos, alarmados, llamaron a la Policía, pues aquella presencia en su exclusivo barrio les pareció bastante sospechosa. El oficial de guardia envió a un elemento especializado en gorilas. Llegó el hombre. Llevaba consigo un enorme perro mastín, un poderoso rifle Magnum y unas fuertes esposas policiacas. El individuo le entregó el rifle al presidente de la colonia. “¿Por qué pone en mis manos esta arma?” -preguntó el representante, inquieto. “Le diré -explicó el especialista-. Subiré al árbol y empujaré al gorila hasta hacerlo caer. Cuando caiga se lanzará el mastín sobre él y lo morderá en una parte que al gorila le dolerá bastante. Yo bajaré del árbol y le pondré las esposas. Con eso el peligroso cuadrumano quedará bajo control”. Preguntó el vecino, aún más inquieto: “¿Y qué debo hacer yo con el rifle?”. Responde el tipo: “Si en vez del gorila caigo yo, inmediatamente dispárele al perro”.
La única diferencia entre el sexo por amor y el sexo por dinero es que el sexo por amor sale más caro.
Relató la princesita: “Iba yo caminando por el jardín del palacio cuando escuché a mis pies una débil vocecita. Volteé hacia abajo y vi una ranita que me hablaba. Me dijo: ‘Soy un hermoso príncipe a quien la bruja mala convirtió en una fea rana. Si me llevas a tu cama y ahí me das un besito volveré a ser el apuesto príncipe que fui antes’. Entonces traje a la ranita a mi lecho, le di el beso que me pedía, y en efecto, se convirtió en este bello príncipe que ven ustedes”. El papá de la princesita le dice hecho una furia: “¿Y piensas, desdichada, que te vamos a creer semejante historia?”.
Susiflor les contó a sus amigas: “Tenía ganas de un chocolate, y tuve que comprar toda la caja”. Dijo Dulcilí: “Yo quería una dona, y tuve que comprar toda la docena”. Declaró Rosibel aún más mohína: “Yo pagué toda una noche de hotel, y mi novio me hizo el amor una sola vez”.
Un niñito acompañado por otro más pequeño llegó a la farmacia y pidió una toalla sanitaria. “¿Es para tu mami?” -le preguntó el farmacéutico, extrañado por el hecho de que un niño solicitara tal artículo. Contestó el chiquillo: “No”. “Entonces -quiso saber el de la farmacia- ¿es para tu hermana?”. “Tampoco -respondió el niño-. Es para mi hermanito. El anuncio de la tele dice que con esto se puede nadar y andar en bicicleta, y él no sabe hacer ninguna de las dos cosas”.
Los hombres a quienes les gustan los ostiones en su concha tienen mucho éxito con las mujeres. Ellas saben que si se comen eso se comerán cualquier otra cosa.
Sonó el teléfono en la casa de Himenia Camafría, madura señorita soltera. Ella levantó el auricular y dijo: “¿Bueno?”. Nadie contestó. Repitió la señorita Himenia: “¿Bueno?”. Entonces escuchó una respiración agitada y una voz gutural de hombre que le dijo: “Estoy seguro de que te gustaría que te abrazara, te besara, te recorriera todo el cuerpo con lúbricas caricias, y luego te desgarrara la ropa, te arrojara violentamente sobre el lecho y ahí te poseyera en forma salvaje una y otra vez en todas las maneras posibles hasta dejarte exhausta de placer”. “¡Caramba! -exclamó admirada la señorita Himenia-. ¿Todo eso puede usted deducir de sólo dos ‘buenos’?”.
El papá de Pepito lo llamó y le dijo con solemne tono: “Hijo mío: hablemos de hombre a hombre. Ha llegado el momento de que sepas lo concerniente a las abejitas y las florecitas”. “¡No, papi! -se echó a llorar el chamaquito ante el asombro de su padre-. ¡Por favor, no me hables de eso! ¡No quiero que me digas nada de las abejitas y las florecitas!”. “¿Por qué?” -se sorprendió el señor. “Mira -explicó el niño-. A los 4 años dejé de creer en el ratón de los dientes. A los 5 supe que la coneja no existía. A los 6 ya no hubo para mí Santa Claus. A los 7 aprendí que los fantasmas y las brujas son pura fantasía. ¡Si ahora me dices que el sexo tampoco existe me quedaré sin nada en qué creer!”.
“Nada es imposible” -peroró con campanuda voz el disertante. “¿No? -le musitó al oído un tipo a su vecino de asiento-. A ver, que trate de ponerse el condón al terminar, no al empezar”.
El hijo de Babalucas le dijo a su papá: “Me castigó el maestro. No supe dónde estaba el Nilo”. El badulaque lo amonestó, severo: “La próxima vez fíjate dónde dejas las cosas”.
Don Geroncio, señor de edad madura, le compró un canario a la dueña de una tienda de mascotas. La avecilla, por desgracia, feneció a los pocos días. Fue don Geroncio a la tienda y le informó a la mujer: “Se me murió el pajarito”. “Déjeme presentarle a mi marido -respondió ella-. Los dos tienen eso en común”.
El perrito le preguntó a su madre: “¿Cómo era mi papá?”. “No sé -respondió la perra-. Generalmente no les vemos la cara”.
“Soy enfermera práctica -decía una joven enfermera-. Me casé con un paciente viejo y rico”.
Comentó lleno de angustia el curita recién ordenado: “Oír a los que vienen a confesarse me causa un infinito sufrimiento. ¡Sus pecados son tantos, y tan graves!”. Le dice el cura anciano: “¿Y para qué los oyes?”.
Sabes que has llegado ya a la edad madura cuando tienes sueños secos y flatulencias húmedas.
Pepito le preguntó a su mamá: “¿Cómo vine al mundo?”. Le dijo la señora: “Dios te envió”. “Y tú -vuelve a preguntar el niño- ¿cómo viniste?”. Contesta la madre: “También me envió Diosito”. Prosigue el chiquillo: “¿Y también a mi papá y a mi abuelos y abuelas los envió Dios?”. “Sí, hijo -respondió ella-. También a ellos los puso Dios en el mundo”. Dice entonces Pepito: “Ahora me explico el maldito carácter que tienen todos en esta familia. ¡En más de 70 años no han tenido sexo!”.
Don Rugadito, señor ya muy anciano, ponía siempre una pastilla de Viagra en el jarrito en que bebía su chocolate. El mayor de sus nietos le preguntó con asombro: “¿Te da resultado eso?”. “No para lo que piensas, hijo -respondió con voz feble el veterano-. Pero mis bizcochitos no se ablandan cuando los sopeo en el chocolate”.
Se quejaba don Valetu di Nario, añoso caballero: “¡Qué absurda es la vida! ¡Ahora que por fin sé lo que es el mal camino ya no puedo caminar!”.
Una bruja le aconsejó a otra: “Cuando vueles en tu escoba no te pongas ropa interior”. “¿Por qué?” -se sorprendió la otra. “Mejor agarre” -explicó la primera.
En el bar un sujeto le preguntó a la chica: “¿Cómo te llamas?”. Respondió ella: “Alfa”. “Lindo nombre -dijo el tipo-. ¿Te pareces en algo a un Alfa Romeo?”. “Sí -sonrió la muchacha-. En el precio”.
Rondín # 11
Un arduo dilema existencial afrontaba don Chinguetas, el esposo de doña Macalota. Decía: “No sé si salir de la casa a ver lo que no puedo coger, o quedarme en la casa a coger lo que no puedo ver”.
Le preguntó Susiflor a Rosibel: “¿Cuál es la diferencia entre ‘coger’ y ‘asir’?”. “No sé -contestó Rosibel-. Nunca me han asido”.
San Balano de Alejandría era ermitaño. Vivía en una cueva del desierto entregado a la oración. Digo “a la oración” porque nada más se sabía una. Cierto día entró en su gruta una bellísima mujer. San Balano pensó que era el demonio, pero ¿podía tener el diablo semejante grupa, tan firme y poderosa; y esas dos morbideces pectorales, túrgidas y enhiestas; y esas piernas blancas y torneadas; y esos muslos incitantes, pórtico de un oculto paraíso; y esas ebúrneas carnes que se ofrecían, lascivas, a las caricias y a los besos; y esas... (Nota de la redacción: Nuestro amable colaborador se extiende cinco páginas más en la descripción de los encantos de la susodicha dama, descripción que lamentablemente nos vemos en la necesidad de suprimir por falta de espacio, y también porque el encargado de revisar su artículo se está ya soliviantando). En la presencia de San Balano la preciosa fémina empezó a desatar con voluptuosidad las cintas de su levísimo corpiño, con lo que dejó ver el principio de sus perfectos senos. “¡Señor! -clamó lleno de angustia el ermitaño-. ¡Cierra mis ojos!”. Cuando los abrió poco después, pensando que la mujer se había marchado ya, la vio frente a él hermosamente desnuda, pagana Venus que le tendía los brazos lúbrica y ardiente. “¡Señor! -clamó entonces San Balano-. ¡Cierra tus ojos!”.
Días antes de la boda la novia le confesó a su prometido que ya no era virgen. Seguidamente le preguntó llena de inquietud: “¿Me amarás de todos modos?”. “¡Claro que sí! -respondió él-. ¿Cuál quieres que probemos primero?”.
La vecina se quejó de que los estudiantes de al lado parecían tener mariguana en su departamento. Llegó la policía. “¡Abran, en nombre de la ley!”. Asustados, los muchachos metieron sus churros en el reloj de cucú, y luego abrieron. Los policías registraron el departamento, no encontraron nada y se marcharon. Fueron los estudiantes a sacar los churros del cucú. En eso dieron las 12. Se abrió la puertecilla del reloj, apareció el pajarito y dijo todo mareado: “¿Qué onda, ñeros? ¿Qué horas son, batos?”.
Aquel pobre sujeto estaba en el hospital. Un desconocido lo había golpeado en la cantina. El investigador le preguntó: “¿Podría usted describir al hombre que lo golpeó?”. “Debo tener cuidado -respondió el otro, cauteloso-. Precisamente por describirlo fue que me golpeó”.
El pintor vio a una hermosa doncella indígena, y su rostro le pareció perfecto para pintar una Madonna india. “Quiero que poses para mí -le dijo-. Pintaré un retrato de la Virgen”. “Eso me han dicho todos -respondió la indita-, y por hacerles caso ya van cinco veces que dejo de ser virgen”.
En Navidad el papá de Pepito le regaló un estuche de magia. Le dijo: “Si me desapareces esta moneda te daré 10 pesos”. “¡Uh! -exclamó Pepito con desdén-. ¡Mi hermana y su novio me dan 100, y lo único que tengo que hacer es desaparecerme yo!”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Solicia Sinpitier una ingrata experiencia que recientemente había tenido. “Aquella noche desperté al oír ruidos en la casa. ¡Eran pisadas de hombre!”. “¡Qué emoción! -exclamó la señorita Sinpitier-. Y ¿qué sucedió luego?”. “Nada -concluyó Himenia con tono desilusionado-. Era solamente Santa Claus”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, visitó un hospital y lo recorrió en compañía del director. Al pasar por un cuarto con la puerta abierta vio a un paciente que se estaba complaciendo a sí mismo. “¡Santo Cielo! -exclamó turbada-. ¿Qué significa esto?”. “Perdone usted -se disculpó el director del hospital-. Ese paciente sufre una extraña enfermedad. Su cuerpo produce una cantidad desmedida de esperma, y si no se alivia a sí mismo en forma constante eso le puede acarrear funestas consecuencias”. Ya calmada con esa explicación doña Panoplia continuó el recorrido. De pronto vio a otro paciente que en su cama estaba haciendo el amor desaforadamente con una voluptuosa mujer de exuberantes formas. “¡Santo Cielo! -volvió a exclamar la dama, cuyo catálogo de jaculatorias era bastante limitado-. ¿Y esto?”. Contesta el director, lacónico: “Misma enfermedad. Mejor seguro”.
Eglogia, muchacha campesina, acudió a la consulta del doctor Wetnose, afamado ginecólogo de la ciudad. “Doctor -le dijo apesarada-, ya llevo un año y medio de casada, y no he tenido hijo”. “Eso puede tener solución -le indicó el facultativo al tiempo que se disponía a examinarla-. Desvístase y acuéstese aquí”. “Como usté mande, doctorcito -respondió Eglogia al tiempo que empezaba a desatar las cintas de su zagalejo-. Pero, la verdá, me habría gustado más que el hijo fuera de mi esposo”.
Cornalino trabajaba -hablo en sentido figurado- en una dependencia burocrática. Todos los días el jefe salía de la oficina a las 12 del mediodía en punto, y no regresaba sino hasta cerca de las 2 de la tarde. Los empleados no tardaron en darse cuenta de eso, y tan pronto salía el hombre se iban a un bar que estaba cerca a tomarse una copita, y volvían a su trabajo poco antes del regreso del jefe. Cierto día Cornalino decidió ir a su casa en vez de ir a la cantina con sus compañeros. Cuando llegó al domicilio conyugal vio algo que lo dejó sin habla: su mujer estaba en la alcoba refocilándose cumplidamente con un hombre. ¡Y el hombre era su jefe! Cornalino cerró despacio la puerta de la alcoba, salió de la casa caminando de puntillas y regresó rápidamente a la oficina. Al día siguiente salió el jefe, como de costumbre, y los compañeros de Cornalino se dispusieron a salir también. Le preguntaron, pues seguía trabajando en su escritorio: “¿Hoy no vas con nosotros?”. “¡Ni de broma! -respondió él-. ¡Ayer por poco me pesca el jefe!”.
El juez de lo familiar se dirigió con severidad a don Frustracio, el marido de doña Frigidia: “Su esposa lo acusa de haberle propinado una fuerte bofetada en el momento mismo del acto conyugal. ¿Es usted uno de esos degenerados que necesitan de la violencia para sentir satisfacción sexual?”. “No, señor juez” respondió tímidamente don Frustracio. Preguntó el juzgador frunciendo el ceño y todo lo demás que los juzgadores deben fruncir en el desempeño de su alta responsabilidad: “Si no es usted practicante del sadismo, como asegura, entonces ¿por qué le dio esa cachetada a su mujer en el curso del acto del amor?”. Contestó don Frustracio: “Es que pensé que estaba muerta, señor juez”.
Rupestro, fornido mocetón que vivía en una granja, llegó a la edad en que sintió el acoso del urticante instinto natural. Un cierto amigo suyo lo llevó a una casa de mala nota en la ciudad a fin de que se estrenara en las cosas de la sexualidad. El inductor le dijo a la madama que Rupestro era novato en esos menesteres. La mujer tranquilizó al principiante. “No tendrás ningún problema, guapo -le dijo-. La Naturaleza te guiará como hizo con Dafnis en la linda novelita de Longo. Pero asegúrate bien de usar preservativo”. “¿Qué es eso?” -preguntó Rupestro, inquieto. La madama le mostró uno y le dijo: “Observa: así se usa”. Y a modo de ejemplo se lo colocó en un dedo. Luego le dio otro al debutante. Terminado el trance la mujer que estuvo con Rupestro le dijo preocupada: “Creo que se rompió el condón”. “No -le contesta él con una gran sonrisa-. Está como nuevo”. Y le mostró el artilugio, que llevaba enrollado en un dedo.
Don Ubriaco, señor ya senescente, cortejaba a Solicia Sinpitier, madura señorita soltera. A Solicia le había llegado un chisme: don Ubriaco gustaba de empinar el codo, y en estado temulento solía escandalizar en sitios públicos. Cierto día el añoso galán invitó a cenar a a la señorita Sinpitier. Ya en el restorán lo primero que don Ubriaco le pidió al mesero fue un whisky doble. Temerosa de los efectos que podría acarrear tal libación, a la que de seguro sucederían otras, Solicia le dijo a su invitador, solemne: “Perdóneme, don Ubriaco, pero labios que tocan el licor jamás tocarán los míos”. Contestó de inmediato el caballero: “Usted es la que tendrá que perdonarme, amable señorita. No es difícil decidir entre un whisky de 18 años y unos labios de 50”.
La noche de bodas estuvo muy movida. La joven desposada quedó extática con el primer deliquio del amor sensual. Pidió un bis; después solicitó un encore; demandó luego otro performance, y con ansia no contenida reclamó una nueva actuación extraordinaria. El pobre recién casado tenía ya anublada la visión, seca la boca, extraviado el pensamiento, lasos los miembros, pálido el semblante y los pies fríos. A eso de las 10 de la mañana el infeliz pidió una tregua. “Amor mío -le dijo con feble voz a su flamante mujercita-. ¿No quieres ir a desayunar?”. “¡Ah, no! -protestó ella-. En el menú dice que el desayuno se sirve entre 7 y 12, y nosotros apenas llevamos 5”.
Los trabajadores llevaron a su líder al fondo de la sala y ahí le presentaron diversas peticiones. “¿Por qué me trajeron acá?” -preguntó extrañado el líder. Respondió uno: “Es que nos dijeron que usted es un hijo de tal, pero que en el fondo es bueno”.
El agente vendedor de seguros entrevistó al señor en la sala de su casa. Quería venderle un seguro de vida. El hombre, sin embargo, resistía todos los argumentos de venta. Finalmente el vendedor recurrió al resorte sentimental “¿No se ha preguntado usted -le dijo- qué hará su esposa el día que usted emprenda el viaje que no tiene retorno?”. Contestó, impertérrito, el señor: “Supongo que simplemente ya no se esconderá para hacer lo que hace ahora, cuando emprendo viajes que sí tienen retorno”.
Un par de meses después de las celebraciones de Navidad y Año Nuevo la secretaria dijo en la oficina que sentía antojo de pepinillos agrios con fresas. Al oír aquello el jefe y tres empleados se desmayaron.
El mecánico le dijo al cliente: “Su coche ha quedado afinado, señor. Son 10 mil pesos”. ¡10 mil pesos! -se escandaliza él-. ¿Quién lo afinó? ¿Plácido Domingo?”.
Rondín # 12
Hubo un juego de futbol para muchachas. Al terminar el partido las jugadoras estaban en las regaderas cuando entró el árbitro. Todas empezaron a gritar y a taparse lo que podían con lo que podían. Les dice el árbitro con una gran sonrisa: “¿Qué les pasa, muchachas? ¿Por qué se tapan? ¿No decían en el juego que el árbitro estaba ciego?”.
Pirulina era dueña de mucha ciencia de la vida. Más bien de mucho arte, pues eso de saber vivir es arte, no ciencia. Cansada ya de sus devaneos decidió sentar cabeza a cambio de todo lo que antes había sentado, y aceptó la proposición matrimonial de don Geroncio, caballero senescente que le doblaba, o más, la edad. Se casaron los novios por los días de Navidad. Al regresar de la luna de miel las amigas de Pirulina le preguntaron cómo le había ido. “Fue una luna de miel muy navideña” -respondió ella. “¿Por qué?” -se extrañaron las amigas. Explicó Pirulina: “Todas las noches fueron Noche de Paz”.
La trabajadora social les dijo a los lugareños: “El agua que surte al pueblo está sumamente contaminada. ¿Qué hacen ustedes al respecto?”. Contestó uno: “Primero la filtramos. Luego la hervimos. Seguidamente le añadimos cloro. Y por último bebemos vino o cerveza”.
Llegaron del cine el señor y la señora, y oyeron ruidos raros en la recámara de su hija. Entraron y ¿qué vieron? Vieron a su hija y a su novio en la cama, entregados al antiguo rito natural del in and out. “¿Qué es esto?¨” -preguntó el genitor hecho una furia. “Ay, señor” -respondió con tono de impaciencia el mozalbete-. No me diga que ya se le olvidó qué es”.
Un salaz individuo y una mujer ardiente aprovecharon las sombras de la noche para hacer el amor entre los arbustos de una plaza pública. Entregados estaban a los urentes deliquios de aquel ilícito himeneo -y meneo- cuando los sorprendió un gendarme. “¿Qué hacen?” -les preguntó, severo. La mujer, sin quitarse de donde estaba, sacó una navaja y esgrimiéndola ante el policía le espetó con violencia: “¡Vaya usted a tiznar a su madre!”. “Quedan ustedes detenidos” -dijo el guardia. “¿Por qué?” -preguntaron al unísono el hombre y la mujer sin abandonar la posición en que se hallaban. Respondió el policía: “Usted, señora, por traer un arma ofensiva en su persona. Y usted, caballero, por traer una persona ofensiva en su arma”.
El dueño de una rosticería vio en la puerta de su establecimiento a un lindo pollito. Con sus plumitas amarillas y sus patitas y su piquito de color de rosa parecía recién salido del cascarón. “¿Qué quieres, lindo pollito?” -le preguntó con ternura. Respondió el pollito: “Estoy esperando a que mi mamá termine de pasearse en la rueda de la fortuna”.
Ante el juez compareció una mujer con el hombre a quien acusaba de haberla violado. “Dígame qué le hizo este hombre” -ordenó el letrado. Empezó a narrar ella: “Primero me encerró en un cuarto”. “Privación ilegal de la libertad -anotó el juez-. 5 años de prisión”. “Luego -prosiguió la mujer- me dijo que si no me entregaba a él me mataría”. “Amenazas -apuntó el juez-. 10 años de prisión”. “Luego -continuó ella- se desvistió y me arrancó a pedazos la ropa”. “Ataques a la moral y daños en propiedad ajena -escribió el juez. 15 años de cárcel”. “A continuación -siguió la acusadora- abusó de mí”. “Violación -apuntó el juez-. 30 años tras las rejas”. Enseguida, dirigiéndose a la mujer, le dijo: “Supongo desde luego, señora, que usted gritó, se defendió, opuso una vigorosa resistencia”. “La verdad, no, señor juez” -manifestó, apenada, la mujer. “¿Ah, no? -frunció el entrecejo su señoría-. ¿Por qué no?”. “Bueno -vaciló ella-. En primer lugar conozco algo al señor; es mi vecino. Luego, ya era un poco tarde. No quise molestar a los vecinos... Además...”. “Entonces no hay delito qué perseguir -la interrumpió el juez al tiempo que borraba todo lo que había escrito-. Se trata de una cogida pura y simple”.
Llegó un sujeto a confesarse con el Padre Arsilio. “Me acuso, padre -comenzó- de que le hice el amor a Nalgarina Grandchichier”. “Dime una cosa, hijo -preguntó el sacerdote-. Esa Nalgarina Grandchichier ¿es una voluptuosa vedette que está de moda, de cuerpo escultural que todos los hombres por igual desean?”. “Efectivamente, señor cura -confirmó el individuo-. Anoche las cosas se me pusieron de modo, y le hice el amor a esa bellísima mujer”. “No puedo darte la absolución, hijo” -manifestó con acento pesaroso el confesor. “¿Por qué, padre?” -quiso saber el hombre. Respondió el padre Arsilio: “Porque tengo la absoluta seguridad de que no estás arrepentido”.
Las amigas de la recién casada le preguntaron: “¿Disfrutaste tu luna de miel?”. “Mucho -respondió ella-. Lo único que no me gustó fueron las comidas”. “¿Era malo el restorán del hotel?” -preguntó una. “No -contestó la recién casada-. Las comidas eran buenísimas. Pero nos quitaban de hacer lo otro’’.
¿Cuántas veces se ruborizó Pimp a lo largo de su vida, y cuántas veces se ruborizó Nela? Pimp se ruborizó dos veces: La primera vez que no pudo la segunda vez, y la segunda vez que no pudo la primera vez. Nela se ruborizó cuatro veces: La primera vez que lo hizo; la primera vez que no lo hizo con su marido; la primera vez que cobró por hacerlo, y la primera vez que tuvo que pagar por hacerlo.
Solicia Sinpitier, doncella entrada en años, se compró dos cotorros para seguir la antigua usanza de las cotorronas. Empezó a vigilarlos para descubrir cuál era él y cuál ella. Su vigilancia pronto rindió frutos: Una de tantas noches pudo ver cómo el periquito se le subía a la periquita. A fin de ya no confundirlos le colgó al lorito lo primero que tuvo a la mano: Una cadena con su medallita. Pocos días después llegó de visita el señor cura. Llevaba pendiente del cuello una medalla religiosa. Se le quedó viendo el perico y le preguntó bajando la voz: “¿A ti también te vieron fornicando?”.
Rosilita tenía una inquietud, y la compartió con Pepito: “¿A dónde se va la cigüeña después de traer a los bebés?”. “No sé la de tu casa -respondió el chiquillo-. La de la nuestra se mete en los pantalones de mi papá”.
Rosibel le comentó, feliz, a su mamá: “Estoy empezando a pensar que mi novio Libidiano ya quiere formalizar nuestras relaciones: Hoy no se puso protección”.
Iba el alegre grupo de muchachos remando en una lancha por el río. Cansados, atracaron en una isleta y se quitaron la ropa para nadar un rato. Apenas iban a entrar en el agua cuando advirtieron que se acercaba a la isla un bote lleno de muchachas. Apresuradamente todos se enredaron su toalla a la cintura y se escondieron tras los arbustos para no ser reconocidos por las chicas. Uno de ellos, sin embargo, se llevó la toalla a la cabeza, cubriéndose el rostro. “¿Por qué haces eso?” -le preguntaron asombrados. Explicó él: “En mi pueblo a los hombres nos conocen por la cara”.
Un norteamericano, un ruso y un mexicano se jactaban de sus respectivas fuerzas físicas. Dijo el americano: “Yo tomo una moneda de un dólar entre el índice y el pulgar y la aprieto hasta doblarla. Miren”. Así diciendo llevó a cabo la proeza. Habló el ruso: “Yo tomo una moneda de un rublo entre el índice y el pulgar y la aprieto hasta que la hago cambiar de forma. Vean”. Y diciendo así cumplió la hazaña. Anunció el mexicano: “Yo tomo una moneda de 10 pesos entre el índice y el pulgar y la aprieto hasta que... ¡Ah qué águila tan sucia! ¡Ya me ensució los dedos!”...
Un sujeto llegó a la pequeña fonda pueblerina y le ordenó a la mesera que le sirviera el platillo del día. La muchacha se lo trajo. “¿Qué es?”-preguntó el tipo. Respondió la meserita: “Ternera con huevos”. “Ah, vaya-dice el sujeto-. Entonces es ternero”.
Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, asistieron a la verbena que se hacía en el pueblo con motivo de la fiesta patronal. Al pasear por la plaza un hombre de no malos bigotes se le quedó viendo a Celiberia, y ella no se mostró indiferente a su mirada. Ya noche, de regreso a casa, iban pasando por un oscuro callejón cuando les salió al paso aquel sujeto, y sin decir palabra echó por tierra a la señorita Celiberia y sedó en ella su concupiscencia ante la azorada vista de Himenia. Terminada su intempestiva acción el hombre se alejó de ahí con pasos expeditos. Mientras Celiberia se componía las revueltas ropas la señorita Himenia le dijo en tono de reproche: “Noté que en el curso de esta innombrable acción te movías y agitabas como si estuvieras disfrutando el trance”. “Amiguita -respondió Celiberia-, al mal paso darle prisa”.
¿Cuál es la diferencia entre una bruja y una hechicera? Dos o tres copas de tequila.
En el baño de vapor un tipo le comentó a otro: “¿Sabías que en el club te dicen Pepe el Toro?”. Preguntó el otro, vanidoso: “¿Por los brazotes?”. “No, indejo -lo corrigió el amigo-. Por los cuernotes”.
Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, consiguió al fin que Pirulina aceptará visitarlo en su departamento. Tan pronto se acomodaron en el sofá de la sala él estiró el brazo y apagó la luz. Le preguntó la chica: “¿Quieres ahorrar energía?”. “No -respondió él-. Quiero gastar toda la que tengo”.
Rondín # 13
Un granjero y su esposa iban por el campo a la caída de la tarde cuando brillaron sobre sus cabezas unas luces espectrales y descendió a su lado un platillo volador. De la nave espacial salieron una marciana y un marciano. Se dirigieron a ellos, y en un lenguaje gutural empezaron a hacerles preguntas sobre sus costumbres y hábitos. Preguntando, preguntando, vinieron a caer en el tema del sexo. Quisieron saber los alienígenas cómo lo practicaban los humanos. Sucedió que la forma en que lo hacían era igual a la de los extraterrestres. Propusieron éstos hacer un intercambio de parejas para comprobar esa similitud. El granjero y su esposa, deseosos de probar un cambio, aceptaron la proposición. Fueron, pues, cada quien por su lado; ella con el marciano, con la marciana él. Al día siguiente intercambiaron sus impresiones sobre la experiencia que cada uno había tenido. Relató la mujer: “El marciano tenía sumamente pequeña la parte de la generación, y muy angosta. Pero se dio varios tironcitos en la oreja derecha, y la citada parte creció en largor considerablemente. Luego se estiró varias veces la oreja izquierda, y su atributo se enanchó”. Al oír eso exclamó el granjero, mohíno: “¡Carajo! ¡Ahora me explico por qué la desgraciada marciana casi me arranca las orejas!”.
Se estaba celebrando un matrimonio. El oficiante le preguntó a la novia: “¿Toma usted por esposo a este hombre?”. Respondió ella: “Si puedo escoger me gustaría más bien tomar a aquel morenito de bigote que está en la segunda fila”.
La recién casada le dijo a su flamante maridito: “Y te prometo que tú serás quien lleve los pantalones en la casa. Claro, abajo del mandil”.
El agente viajero amonestó a su pequeño hijo: “Duérmete, que ya va a venir Juan Pestañas”. “¡Éjele! -se burló el chiquillo-. ¡No se llama Juan Pestañas! ¡Se llama Libidiano Pitonier, y vive en el 14!”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó feliz a su amiguita Solicia Sinpitier: “Me compré un negligé transparente. Ahora lo único que me falta es encontrar un hombre que quiera ver a través de él”. (Nota adicional: La señorita Himenia vio en la oficina de correos de Laredo el retrato de un joven delincuente por el cual se ofrecía una recompensa de 5 mil dólares, y ofreció 500 más que la Policía).
“Hijita -le dijo la abuela a su nieta-, una chica decente jamás persigue a los hombres. ¿Acaso la trampa persigue a los ratones?”.
Doña Pasita le puso a su esposo don Languidio un clavel en la oreja y lo llevó, sin ropa, al concurso de arreglos florales. Ganó el primer premio en naturaleza muerta.
Libidiano, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a su guapa vecina Tetonia que le daría 10 mil pesos si lo dejaba acariciar y besar su munificente busto. Ella accedió, pues tenía muchas ganas de una limonada. Se aplicó él a la gratísima tarea, y mientras la llevaba a cabo decía una y otra vez: “¡Dios mío! ¡Dios mío!”. Le preguntó Tetonia por qué pronunciaba esa jaculatoria. Libidiano completó: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿De dónde voy sacar los 10 mil pesos?”.
Don Astasio llegó a su casa después de su jornada de 8 horas de trabajo como contable o tenedor de libros. Al entrar en la alcoba vio a su esposa, doña Facilisa, en apretado trance de fornicio con Pepe Rone, el joven repartidor de pizzas. Fue don Astasio al perchero en el cual colgaba su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular, y luego se dirigió al chifonier donde guardaba una libreta en cuyas páginas solía anotar dicterios para enrostrar a su mujer en tales ocasiones. Volvió a la alcoba y le espetó a la pecatriz estos voquibles denostosos: “¡Pisca! ¡Zaborra! ¡Mohatrona!”. “Ay, Astasio! -respondió la señora con tono de reproche-. ¿Acaso no puedo hacer nada para distraerme en medio de tantas dificultades como ha traído consigo la reforma fiscal?”.
“Mi esposo sufre de eyaculación prematura”. Así le dijo la señora al terapeuta sexual. Intervino el marido. “Una aclaración -dijo-. Mi mujer es la que sufre; yo no”.
Bustolina Grandchichier, fémina de mucha pechonalidad, conoció en una fiesta a un cirujano plástico. Le pidió: “Quiero que me quite algo de mi busto”. Preguntó el facultativo: “¿Qué?”. Respondió ella: “Los ojos”.
Lord Feebledick, el marido de lady Loosebloomers, se quejó con sus amigos en el club: “Me siento totalmente obsoleto. En la oficina soy sustituido por una computadora, y en la cama por un guardabosque”.
Esta chica llamada Facilda Lasestas es tan ligera de cascos que el cabildo de su pueblo está por declararla parque de diversiones.
Un amigo le dijo a don Cornulio: “La ropa que llevas te queda demasiado grande”. “Es cierto -reconoció él-. Lo que pasa es que no quiero lastimar a mi señora. Ayer llegué a la casa más temprano que de costumbre, y hallé esta ropa en una silla al lado de la cama. Me dijo que era un regalo para mí, y ahora tengo que usarla”.
Don Ulpiano, juez penal, se sorprendió al ver al acusado. Era un hombrecito que parecía muy formal, inofensivo, y sin embargo el policía del barrio lo había sorprendido viendo por la ventana a una mujer que se estaba desnudando. Le dijo el juzgador al detenido: “Se le acusa de actos contra la moral. ¿Se declara usted culpable o inocente?”. “Inocente, señor juez -declaró el hombrecito-. Tome en cuenta que soy ornitólogo, especialista en aves”. Manifestó el letrado: “Pero el policía lo sorprendió mirando a una mujer mientras se desvestía”. Adujo el acusado: “Una mujer es simplemente una mujer, su señoría. ¡Pero si viera usted la cacatúa que tiene!”.
Pirulina le comentó a Rosibel: “Los pantalones que traigo son de lana virgen”. Preguntó Rosibel: “¿Cómo lo sabes?”. Explicó Pirulina: “Las piernas insisten en cruzarse y apretarse”.
Flordelicia terminó de hacer el amor con su galán. Le dijo: “Las monjas del colegio siempre me decían que fuera buena. ¿Lo fui?”.
“Los condones no son nada seguros” -manifestó Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne. Y explicó: “Yo estaba con una mujer casada, y aunque usé el condón llegó el marido”.
Decía doña Holofernes: “Mi marido es un hombre tempranero. Todos los días a las 5 de la mañana abre la ventana de su cuarto y entra a la casa”
En la reunión de parejas las señoras se quejaban de que sus esposos no las sacaban nunca. Capronio, sujeto ruin y majadero, declaró: “Yo todos los días saco a mi mujer, pero ella se las arregla para volver a entrar”.
Rondín # 14
El agente viajero hubo de pasar la noche en una granja. Se disponía a dormir cuando entró en su habitación la linda hija del granjero. “¿Necesita algo? -le preguntó. Él trató de abrazarla. “Alto -le advirtió ella-, o llamaré a mi papá”. Intentó besarla: “Alto -repitió la muchacha-, o llamaré a mi papá”. El hombre persistió en su intento, y finalmente ella cedió. Después del primer trance amoroso pidió otro. Y otro más. Cuando por cuarta vez se acercó al exhausto viajero éste le dijo con voz feble: “Alto, o llamaré a tu papá”.
Jactancio presumía de ser un gran amante, pero a la hora de la verdad no podía sostener la evidencia.
El investigador de la conducta sexual hizo la misma pregunta a tres mujeres: una inglesa, una alemana y una francesa: “¿Qué haría si su barco naufragara y llegara usted a una isla en la que estaban 50 marineros ansiosos por tener en sus brazos a una mujer?”. Respondió la inglesa: “No haría nada, ni ellos tampoco: no habíamos sido presentados”. Contestó la alemana: “Yo tendría a raya a esos hombres con mi pistola Luger Parabellum”. Y replicó la francesa: “No veo dónde está el problema”.
Le dijo la mujer a su marido: “¡Lo sé todo!”. “¿De veras? -respondió él-. A ver: ¿en qué año fue la batalla de Waterloo?”.
La canguro hembra le comentó a su amiga: “Claro, la bolsa me sirvió en un tiempo para meter ahí a mis hijos. Pero ahora la uso para esconder a mis amigos cuando mi esposo llega.
Don Valetu di Nario, señor de edad más que madura, casó con una chica de 20 años. Poco tiempo después del casorio la muchacha descubrió que su senil consorte le estaba poniendo el cuerno con una sesentona. Le reclamó enojada: “¿Qué tiene ella que no tenga yo?”. Respondió con un suspiro don Valetu: “Paciencia”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, declaró con orgullo en la sesión mensual de la Sociedad de Propietarios: “Mi marido Sinople es un hombre muy realista. Jamás despega los pies de la tierra”. Don Poseidón, labriego acomodado, preguntó: “¿Y cómo le hace pa’ ponerse los calzones?”.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, volvió a su casa después de visitar a su señora suegra, enferma en el hospital. Su esposa le preguntó con ansiedad: “¿Cómo está mi mamá?”. Respondió él: “Va a venir a vivir con nosotros”. “¿Cómo? -dijo la señora sin entender-. ¿Por qué dices que mi mamá va a venir a vivir con nosotros?”. Explicó Capronio con sombrío acento: “Le pregunté al doctor cómo estaba tu mamá, y me dijo: ‘Espere usted lo peor’”.
Ruborosa, Dulcilí no hallaba cómo decirle a su novio que temía estar embarazada. “Ya pasaron tres semanas de mi fecha -le comentó-, y no me he enfermado”. “¡Así me gustan! -exclamó entusiasmado el galancete-. ¡Sanotas!”.
Himenia Camafría y su amiguita Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, tenían en sociedad una farmacia. Cierto día llegó un sujeto con traza de angustiado. Le dijo a la señorita Celiberia: “Padezco una erotomanía incontenible: cada hora debo hacerle el amor a una mujer, pues si no hago eso me vuelvo loco. ¿Qué me puede dar?”. “Permítame un momentito, por favor” -le pidió la señorita Celiberia. Regresó un minuto después y le dijo al individuo: “Consulté el caso con mi socia. Podemos darle un coche y la mitad de la farmacia”.
Ovonio Grandbolier era tan perezoso, pero tan perezoso, que aprovechó para casarse la circunstancia de que un volcán entró en actividad y provocó frecuentes temblores de tierra. ¡El gran harón quería lograr los movimientos de los seísmos para no tener él que fatigarse en los meneos propios del himeneo!
Don Languidio, senescente caballero, le comentó a su esposa: “El médico quiere que deje el cigarro. Me aconsejó fumar solamente después de hacer el amor”. “Eso está bien -respondió fríamente la señora-. Fumarte un cigarro cada tres meses es casi como dejar el vicio”.
Un profesor de Filosofía llegó a su casa y sorprendió a su mujer en brazos de otro hombre. “¿Qué es esto?” -preguntó hecho una furia. La mujer se volvió hacia su compañero y le dijo con tono desdeñoso: “¿Qué te parece mi marido? Dice que es filósofo, y mira las preguntas tan idiotas que hace”.
Un amigo de Babalucas le dijo: “Compré un telescopio magnífico. Aunque el edificio donde vives está a veinte cuadras de aquí, ayer por la tarde te estuve viendo por la ventana haciendo el amor con tu mujer”. “Entonces no sirve el telescopio -afirmó Babalucas-. Yo no estuve en mi casa en toda la tarde”.
Le dijo Susiflor a su mamá: “Mami: me está cambiando la voz”. “¿Cómo es eso?” -se sorprendió la señora. “Sí -explicó ella-. Antes, cuando salía con muchachos, siempre les decía que no. Ahora estoy empezando a decirles que sí”.
Venancio le pidió a su amigo Pacorro, boticario, que le vendiera una bolsa de agua caliente, pues la suya se le había roto y no podía dormir por causa de sus pies fríos. Le dijo Pacorro: “Las bolsas de agua caliente se me terminaron, y las que pedí me llegarán hasta la próxima semana. Entretanto llévate a mi gato, que hará las veces de la bolsa de agua caliente”. Una semana después llegó Venancio a la botica. Iba todo arañado, rasguñado de los pies a la cabeza. “¿Qué te pasó?” -le preguntó Pacorro con alarma. Contestó Venancio: “Batallaba mucho para meterle el embudo al gato en el trasero, pero cuando le echaba el agua caliente se ponía siempre hecho una fiera”.
Sor Bette, religiosa ya viejita, era muy terca y le gustaba hacer siempre su santa voluntad. Aquel día se efectuaba el rezo del oficio, y las monjitas debían estar todas de rodillas. Sor Bette permaneció de pie. “Hínquese, madre’’ -le dijo por lo bajo una de las hermanas-. Ella siguió de pie. “Madre, hínquese’’ -repitió con énfasis mayor la religiosa-. Sor Bette no se movió. “¡Hincada, madre!’’ -se enojó la monja. Y replicó Sor Bette, empecinada: “Así con maldiciones menos me voy a hincar’.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, entró en un table-dance de la Ciudad de México. (Nota: Esto sucedió antes de que un tufo de recelosa moralina inficionara el ámbito de la vida nocturna en la gran urbe). En el momento en que Capronio entró estaba haciendo marometas en el tubo una linda muchacha que no llevaba más ropa que un minúsculo bikini de esos llamados en lenguaje técnico G-string. Ahí los parroquianos le iban poniendo billetes de diversas denominaciones. Llegó la chica a donde estaba el tal Capronio y se volvió de espaldas a él para mostrarle sus atractivos posteriores y conseguir otro billete. En vez de ponérselo el cínico sujeto sacó una tarjeta de cajero automático, la pasó por la línea que dividía los dos redondos hemisferios de la bailarina y procedió a retirar todos los billetes.
Babalucas fue a cazar osos en Alaska. Antes de salir del campamento pintó de blanco sus botas de cazador. “¿Por qué hizo usted eso?” -le preguntó con extrañeza el guía. Explicó el badulaque: “Para no dejar huellas en la nieve”.
De buenas a primeras Sherlock Holmes le dijo a lord Highrump, caballero de madura edad: “Usted tiene en su casa una criadita joven y bella que se baña todos los días”. “¡En efecto! -se asombró milord-. ¿Cómo supo usted eso?”. Respondió el genial detective: “Trae usted marcado en la cara el ojo de la cerradura”.
Rondín # 15
En la misma línea de actividad doméstica, lady Grand buttocks les mostró a sus amigas el anillo que llevaba, con un brillante enorme. Les contó: “Me lo dio mi marido por hacer el amor”. Le preguntó una: “¿Por hacerte el amor te regaló el anillo?”. “No -precisó lady Grandbuttocks-. Por habérselo hecho a la mucama”.
Jactancio, hombre elato, vanidoso, viajó a París. No hablaba ni pomme de terre (ni papa) de francés. Eso lo tenía sin cuidado, pues antes de iniciar el viaje un cierto amigo suyo le había dicho: “No importa que no sepas francés. Todo lo que tienes que hacer es acentuar la sílaba final de las palabras, y terminarlas con la letra e”. Todos los días que Babalucas pasó en la capital francesa iba al mismo restaurante. Por la mañana le pedía al mesero “un café con leché bien calienté y pan de azucaré”. Al medio día y en la noche le ordenaba: “Damé una hamburguesé con tociné y una Coca-Colé”. El camarero siempre atendía su orden. El último día que el tonto roque pasó en la Ciudad Lux (nota de la redacción: La Ciudad Lux es París), le dijo amistosamente al camarero: “¡Carambé! ¡Qué facilé es el francesé!”. “No es tan fácil -le respondió el mesero-. Lo que pasa es que soy de la Lagunilla, indejo, que si no te habrías muerto de hambre”.
Frente a un compadre suyo don Poseidón reprendía a su hijo Agatonito, que había sacado muy malas calificaciones. “El próximo mes -le dijo- tendrás que traer puros nueves y dieces si no quieres que te deje pelonas las nalgas con una vara de membrillo”. “Compadre -salió el otro en defensa del niño-. Usted es un burro. Mi comadre es una mula. Y ¿quiere usted un caballo pura sangre?”.
La secretaria de don Algón le comentó a una amiga: “Me molesta una costumbre de mi jefe: Cuando me dicta se sienta a mi lado y me pone una mano en la rodilla. ¿El tuyo no hace eso?”. “No -responde la otra chica-. Mi jefe busca siempre horizontes más profundos”.
La suegra llegó muy enojada a casa de su yerno. Le comentó, molesta: “La vecina anda diciendo que soy una vieja bruja”. “No le haga caso, suegrita -la consoló el yerno-. No es usted tan vieja”.
Aquel sujeto enfermó de un raro mal viral. Los médicos determinaron que sólo un antivirus contenido en la leche materna le podía salvar la vida. Una enfermera que estaba en período de lactancia se ofreció a aportar la medicina, la cual debía administrarse en forma natural. Estaba tomando su medicamento el paciente, y lo hizo en modo tan fruitivo que suscitó impulsos de sensualidad en la enfermera. Le preguntó ésta al sujeto con sugestiva voz: “¿Le gustaría algo más aparte de esto?”. “Sí -respondió el majadero-. ¿No tienes unas galletitas?”.
Nalgarina Grandpompier, vedette de moda, decidió tomar clases de equitación, pues le dijeron que eso le serviría para quitarse unos kilitos que traía de más. Al terminar la primera lección bajó del caballo y fue a verlo por atrás. El instructor le preguntó, extrañado: “¿Por qué mira usted con tanta atención la parte posterior del animal?”. Explicó ella: “Porque cuando lo iba montando oí que un hombre le dijo a otro: ‘¡Qué buen c. trae ese caballo!’”.
Le comentó un tipo a su amigo: “Leí hace días que el cigarro, el alcohol, el trato excesivo con mujeres y la carne roja te pueden matar”. Le preguntó el amigo: “Y ¿qué hiciste?”. Respondió el tipo: “Dejé inmediatamente eso”. El amigo se asombró: “¿Dejaste de fumar, de beber, de hacer el amor y de comer carne?”. “No -aclara el primero-. Dejé de leer”.
Babalucas fue a una tienda de artículos eléctricos. Le pidió al encargado: “Quiero tres focos fundidos”. “¿Focos fundidos? -repitió el de la tienda-. ¿Para qué quiere usted focos fundidos?”. Respondió el badulaque: “Es que estoy tomando un curso de fotografía, y el manual dice que necesito un cuarto oscuro”.
El maestro de tenis de lady Loosebloomers enfermó, y la copetuda mujer fue a visitarlo en el hospital. La recepcionista le preguntó: “¿Es usted su esposa?”. “¡Claro que no! -respondió muy ofendida lady Loosebloomers-. ¿Por quién me toma usted? ¡Soy su amante!”.
Al día siguiente de la noche anterior Empédocles Etílez fue a consultar al médico. Después de un breve examen le dijo el facultativo: “No tiene usted nada. Lo que sucede es que está crudo”. “¿De veras, doctor? -se alegró infinitamente el temulento-. ¡Loado sea el Señor! ¡Pensé que al mismo tiempo me había dado meningitis, viruela, tisis galopante, pulmonía doble, infarto al miocardio, dislalia, desprendimiento de vejiga, fiebre amarilla, escorbuto y sarampión!”.
El cliente comentó que el suéter que le gustaba era demasiado caro. Le informó el de la tienda: “Es que está hecho con pura lana virgen”. Inquirió el comprador: “¿No tiene uno hecho con lana de ovejas que hayan tonteado un poco?”.
El señor y su esposa disputaban su enésimo pleito conyugal. “Tenía razón mi madre -le dijo ella a su marido-. No quería que me casara contigo”. “¡Santo Dios! -exclamó él-. ¡Y yo que siempre he pensado mal de esa santa mujer!”.
Un joven ejecutivo le preguntó a otro: “¿Todavía juegas golf?”. “Ya no -respondió el otro-. Ahora juego boliche. Es más difícil que se te pierda la pelota”.
Ella a él: “Termino contigo porque eres un degenerado, un pervertido, un depravado, un corrompido, un degradado y un envilecido”. Él: “¡No lo soy!”. Ella: “Claro que sí. Tú sabes bien que eres pedófilo”. Él: “¿Pedófilo? ¡Vaya palabra para una niña de 9 años!”.
Le dijo Babalucas al técnico: “Enciendo el televisor y no se ve nada. ¿A qué se deberá?”. Respondió el hombre: “Posiblemente a que no es televisor: es horno de microondas”.
La señora, preocupada, le preguntó a su hija Dulciflor: “Tu nuevo novio ¿es un hombre formal?”. “Más formal no lo podría encontrar, mamá -respondió ella-. Es muy trabajador, no fuma, no bebe, y ha estado casado 20 años con la misma mujer”.
Juanilito, inocente criatura, oyó que su mami le decía por teléfono a una amiga: “Quizá puedas ayudarme, Gloricela. Mi marido lleva ya tres meses trabajando en otra ciudad, y me hace falta un hombre”. Esa noche Juanilito vio que su madre recibía en su alcoba a un visitante. Al día siguiente llamó por teléfono a la amiga de su mamá y le dijo: “Quizá puedas ayudarme, Gloricela. Mi papi lleva ya tres meses trabajando en otra ciudad, y me hace falta un iPad”.
Un rabino judío y un sacerdote católico charlaban acerca de sus respectivas prácticas religiosas. El cura le preguntó al rabino: “Ustedes tienen prohibido comer carne de cerdo. ¿Jamás la ha comido usted?”. “Quisiera poder decir que no -contestó el rabino avergonzado-, pero una vez sucumbí a la tentación y me comí un sándwich de jamón. Ustedes, por su parte, hacen voto de castidad. ¿Jamás ha faltado usted a la regla del celibato?”. “Quisiera poder decir que no -se apenó el sacerdote-, pero una vez caí en la tentación y forniqué con mujer”. Después de una pausa comentó el rabino: “Mucho mejor que el sándwich de jamón ¿verdad?”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, declaró con orgullo en la fiesta: “Por mis venas corre sangre inglesa, española, italiana, francesa, rusa, griega, alemana y portuguesa”. Comentó Capronio, hombre desconsiderado: “¡Vaya que su señora madre tenía muchos amigos!”.
Babalucas atravesaba el estacionamiento del súper y vio a una viejecita que tenía problemas para mover su coche. Fue hacia ella y empezó a darle instrucciones: “Tuerza el volante hacia la derecha... Dele hacia adelante... Ahora tuerza a la izquierda... Dele para atrás... Ahora otro poco a la derecha... Dele otra vez hacia adelante... Ahora tuerza el volante de nuevo todo lo que pueda hacia la izquierda... Retroceda un poquito... Ya está. Ha quedado usted perfectamente estacionada”. “¡Pendejo! -le gritó la ancianita hecha una furia-. ¡Estaba tratando de salir!”.
En una fiesta salió a la conversación el tema de la pesca. Dijo uno de los invitados: “La última vez que salí a pescar atrapé un robalo de 50 libras”. Dijo otro: “Yo hace un mes pesqué desde la ventana de mi cabaña un robalo más grande que el suyo. Pesó 120 libras”. El primero se amoscó. Preguntó, molesto: “¿También usted es pescador?”. “No -respondió el otro-. También soy hablador”.
El coach del equipo de futbol americano le preguntó a su asistente: “¿Cómo se llama ese jugador que acabamos de contratar?’’. Respondió el otro: “Es de ascendencia polaca. Se llama Zbigniew Zstepiknovskyschawmenowskovzky’’. “Ojalá resulte bueno -expresó el entrenador-. Me encanta que los periodistas se jodan”.
Don Geroncio, señor de edad madura, había contraído recientemente matrimonio con una mujer en flor de edad, y hermosa. Una noche llamó a la puerta de su departamento el vecino, hombre joven y gallardo. “¡Esto es insoportable! -le dijo a don Geroncio con enojo-. Por la ventana de su departamento se ve cuando le hace usted el amor a su mujer. Hace unos momentos estaban dando ese espectáculo que atenta contra mi alto sentido de la moral y del pudor. Vengo a exigirle, señor mío, que cuando haga eso con su esposa baje la cortina de la ventana, para que no tenga yo que ver sus intimidades conyugales”. El pobre don Geroncio se aturrulló todo. Balbuceó azorado: “¡Pero si no estábamos haciendo eso, vecino! Yo estaba leyendo un libro en la cama, y mi esposa dormía”. “Pues desde mi departamento se ve como si estuvieran haciendo el amor” -insistió el vecino. “Qué raro -se procupó don Geroncio-. Debe tratarse de una ilusión óptica”. “Si no me cree -insistió el vecino- vaya usted a mi departamento. Yo haré como que leo un libro en su cama; su esposa hará como que duerme, y usted véanos por la ventana”. Don Geroncio, confuso, aceptó la sugerencia que le hacía el tipo. Fue al departamento de éste y se asomó por la ventana. “Tiene razón el vecino -se dijo muy perplejo-. Desde aquí se ve clarito como que si una pareja estuviera haciendo el amor”.
Una señora le dijo a otra: “¡Cómo han cambiado los tiempos! Antes los jóvenes aprendían las cosas del sexo cuando se casaban. Hoy las aprenden para no tener que casarse”.
Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, y Dulcilí, muchacha ingenua, concluyeron el apasionado trance de amor que los unió en furtivo trance en el Hotel K-Magua. Al tiempo que él encendía un cigarro Dulcilí manifestó, solemne: “Quiero que sepas, Afrodisio, que si a consecuencia de esto quedo embarazada, y no te casas conmigo, me quitaré la vida”. “¡Caramba! -exclamó él sinceramente conmovido-. ¡Cómo te lo agradezco!”.
El seductor galán venido de la ciudad no lograba que la lozana y fresca muchacha campesina le permitiera gozar su más íntimo encanto. “No te entiendo, Silvestra -le dijo desconcertado-. Me permites que te abrace, que te bese, que te acaricie con ardor, pero nunca me dejas que llegue hasta el final. ¿Por qué?”. Respondió ella: “Es por algo que me enseñó mi madre: ‘De la cerca lo que quieran, pero de la huerta nada’”.
Comentaba muy extrañado un señor: “¿Qué tienen de raro los matrimonios del mismo sexo? Yo llevo 25 años de casado, y siempre he recibido el mismo sexo”.
Meñico Maldotado, hombre con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, llevó a Pirulina, muchacha con bastante ciencia de la vida, a un motel que estaba a 50 kilómetros de la ciudad. Ya en la habitación Pirulina vio el escaso capital social con que contaba Maldotado y le dijo disgustada: “¿Y para eso me trajiste hasta acá?”.
Por andar con sus amigas doña Omisia no tuvo tiempo de preparar la cena. Cuando llegó su esposo la encontró tendida en la cama, sin ropa y en actitud voluptuosa de Cleopatra (o sea Elizabeth Taylor). Con sensual tono de voz le dijo la señora: “Adivina qué vas a cenar”. “Ya sé -respondió él-. Lo mismo que comí en la oficina”.
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