domingo, 15 de septiembre de 2013

Sexta colección de chistes de Catón

La última colección previa de chistes de Armando Fuentes Aguirre “Catón” publicada en esta bitácora apareció el 3 de julio de 2013 bajo el título “La risoterapia”, constituyendo dicha publicación la quinta entrega que se hace de tales chistes en esta bitácora. Desde entonces, han estado apareciendo nuevos chistes elaborados por la pluma del humorista más prolífico de México, que por ameritan ser conservados de alguna manera, y es así que se presenta esta “Sexta colección” de chistes de Catón.

Si bien es cierto que algunos de los chistes de Catón son de color subido, ello es reflejo de los tiempos actuales. El mismo Catón en alguna de sus columnas hace advertencias al principio de las mismas sobre la inclusión de algún chiste que puede ofender a lectores que se puedan escandalizar con cualquier cosa, algo que no hacía en otros tiempos (estamos hablando de algunas décadas) cuando la mayoría de sus chistes eran chistes “blancos” y no  “colorados”. De cualquier manera, se le puede perdonar a Catón el incluir entre sus chistes algunos que son de color subido en virtud de que, cuando los escribe, no incurre en un lenguaje soez y vulgar, lo hace con el refinamiento académico de alguien que domina a la perfección el idioma de Cervantes, e inclusive se pueden aprender nuevas palabras y nuevas variantes de las mismas en muchos de los chistes de Catón, de modo que muchos de ellos suelen resultar instructivos en esa materia con la que batallan muchos estudiantes de las escuelas primarias, secundarias y hasta las preparatorias o de bachillerato, el Español.

Esta nueva colección de chistes le puede ser de utilidad a cualquiera que esté buscando unos chistes buenos para animar una fiesta (entre los chistes de pueden encontrar chistes “blancos” que pueden ser incluídos dentro del repertorio de los payasitos que son contratados para llevar alegría a las fiestas infantiles) o simplemente para alegrarse un poco el día con algo de risoterapia.

Al igual que en las ocasiones anteriores en las cuales se han presentado colecciones de chistes del inigualable Catón, los chistes serán agrupados en rondines de veinte en veinte, a veinte chistes por rondín, esto con la finalidad de poder regresar posteriormente para retomar la lectura en el punto en el cual haya quedado pendiente.

Rondín # 1

Don Abdómeno se vio al espejo. Era ventripotente, no cabía duda, pero él trataba de disimular su tripicario usando ropa holgada. (¡Loor eterno al hombre –panzón seguramente– que inventó la guayabera!). A don Abdómeno le preocupaba su barriga, pues algunos amigos se la hacían notar con toda suerte de burletas y chocarrerías. Hacía mal en inquietarse; con decir que lo suyo no era panza, sino callo sexual, habría salido airoso de las cuchufletas. Cierto día en que las bromas menudearon más que de costumbre don Abdómeno le preguntó a su esposa: “¿De veras estoy muy gordo?”. Respondió ella: “Tienes el cuerpo común”. “¿De veras?” –se ilusionó el gordinflón. “Sí –confirmó la señora–. Com’ un marrano”.

El indio piel roja Bighorns se presentó ante el juez de la reservación. Le dijo: “Yo querer divorciarme de mi esposa”. Preguntó el juzgador: “¿Por qué?”. Responde Bighorns: “Si yo sembrar maíz, y salir maíz, no haber problema. Si sembrar calabazas, y salir calabazas, no haber problema. Pero si sembrar indio piel roja y salir niño cara pálida, entonces yo querer divorciarme de mi esposa”.

El conde Babalucas, el caballero más indejo de la Edad Media, fue a combatir en la Cruzada, acción que lo mantendría ausente de su casa durante largo tiempo. Desconfiaba de la fidelidad de su mujer, y le hizo poner por tanto un cinturón de castidad. Antes de partir, sin embargo, le dijo muy preocupado: “Piruggia, no vaya a ser que se me pierda la llave del cinturón de castidad. Te voy a dejar el duplicado”.

El doctor Mayeuto, ginecólogo, le practicó un examen concienzudo a la chica que se le presentó como doncella señorita virgen. Después de concluir su estudio, y del modo más cauteloso posible, le dio a la muchacha su diagnóstico. “Está usted embarazada –le informó–. Y va a tener gemelos”. “¡No es posible! –profirió ella–. ¡Lo único que ha hecho mi novio es mirarme!”. “Ya entiendo –declara el facultativo–. Ha de ser de mirada penetrante, y bizco”.

Tres reclusos charlaban en la cárcel de cierto país socialista. Dice el primero: “Mi reloj atrasa 10 minutos. Llegué tarde a trabajar, y me acusaron de sabotear el esfuerzo productivo de la Revolución”. Dice el segundo: “Mi reloj adelanta 10 minutos. Llegué temprano a trabajar y me acusaron de espionaje contra la Revolución”. Dice el tercero. “Mi reloj es muy exacto. Jamás atrasa ni adelanta. Me acusaron de estar usando tecnología imperialista”.

El agente de espectáculos recibió la visita de una muchacha de busto generoso, opimo, pródigo, ubérrimo, munífico. “Mi nombre es Bustolina Grandchichier –le dijo la muchacha–, y tengo un acto de ventriloquía”. “Lo siento –se disculpó el agente–. Ya hay demasiados ventrílocuos en el circuito”. “Mi acto es diferente –replicó la muchacha–. Actúo sin ropa de la cintura para arriba, y me muevo mucho al actuar”. “¿Por qué se mueve?” –preguntó el agente. Responde Bustolina: “Es que realmente no soy muy buena ventrílocua, y cuando me muevo con el busto descubierto nadie se da cuenta de que estoy moviendo los labios al hablar”.

Llegó un sujeto al bar y le pidió una cerveza al cantinero. El hombre se la sirvió, y el tipo la bebió a grandes tragos. “¿Cuánto es?” –preguntó. “30 pesos” –le informó el barman. El hombre pagó, y el de la cantina se embolsó el dinero. No advirtió que en ese momento llegaba el dueño del establecimiento. Le preguntó éste: “¿Por qué te quedaste con el dinero?”. Respondió sin turbarse el cantinero: “¿Qué le parece, jefe? Viene ese individuo; se toma una cerveza; se larga sin pagar, y a mí me deja méndigos 30 pesos de propina”.

El juez interrogaba a la señora. “¿Es cierto que injurió usted a su marido diciéndole ‘caborón’?”. “Es cierto, señor juez” –reconoció ella. “¿Y es cierto –volvió a inquirir el juzgador– que lo llamó ‘cornudo’?”. “Eso no, señor juez –se defendió la mujer–. De que lo es lo es, pero no se lo dije”.

Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, construyó un local comercial con dos oficinas: una que daba al frente de la calle y otra en la parte posterior. Don Sinople iba a ocupar esta última para sus cosas, de modo que la señora ofreció en alquiler la que daba a la calle. Se presentó un cliente, y el local del frente le pareció algo caro. Le preguntó a la propietaria: “¿No tiene disponible el de atrás?”. “No –respondió al punto doña Panoplia–. Ése es solamente para mi marido”.

La muchacha encargada del elevador era de muy buen ver y de mejor tocar. Estaba buenisísima por todos los rumbos cardinales de su opulenta geografía anatómica. Sus ubérrimos encantos proclamaban sin palabras la maternal generosidad de la naturaleza, que generalmente derrama sus dones con prodigalidad, menos en ciertos casos, como el de ese infeliz joven llamado Meñico Maldotado, uno de los innumerables personajes de esta columnejilla. Subieron al ascensor dos mujeres y un hombre. Dijo la primera señora: “Al segundo piso”. Pidió la otra: “Al tercero”. Y solicitó el sujeto: “A mí lléveme entre el quinto y el sexto, y ahí detenga el elevador”.

Le dijo un señor a otro: “Mi pueblo está sumamente atrasado. La gente votó por don Adolfo Ruiz Cortines”. Dice el otro: “Mucha gente votó por don Adolfo Ruiz Cortines”. Replica el primero: “¿En la elección pasada?”.

Un tipo estaba en el hospital, vendado de pies a cabeza como momia egipcia. Llegó un amigo a visitarlo, y le preguntó consternado: “¿Qué te sucedió?”. Narró con voz penosa el infeliz: “Traté de amores a una mujer. Ella se puso furiosa al oír mi proposición, y me atacó con un mazo de herrero. Me fracturó el cráneo; me quebró la nariz y la mandíbula; me echó afuera todos los dientes; me rompió las costillas y me fracturó los brazos y las piernas”. “No le hagas caso –lo consoló el amigo–. Se está haciendo la difícil”.

Se casó Yupo, profesionista joven que presumía de ser muy ejecutivo. Tan pronto se vio  con su mujercita en el cuarto del hotel donde pasarían su noche de bodas le espetó sin preámbulos: “Muy bien, Rosilí. Vamos a nuestro negocio”. Después del primer acto el tal Yupo no tuvo ya capacidad ejecutiva para levantar el telón y dar un segundo acto. Le dice Rosilí: “¡Caramba! ¡No sabía que el negocio se te iba a caer tan pronto!”.

"No llore, comadrita –consolaba el compadre a la viuda en el velorio–. Pasará el tiempo, y ya verá usted que encontrará a alguien que llene el enorme vacío que mi pobre compadre dejó”. “¡Óigame! –se enojó ella–. ¿Cómo sabe usted que es tan enorme?”.

La joven recién casada se quejaba con su desconcertado maridito. Le dijo llorosa y gemebunda: “Ya llevo dos semanas diciéndote que no me vayas a comprar nada para mi cumpleaños ¡y todavía no me compras nada!”.

La chica recién casada estaba feliz. Le dijo a su mamá, satisfecha y orgullosa: “¡Mi marido me da todo lo que le pido!”. “Hija mía –acotó la señora–. Eso significa que no le estás pidiendo lo suficiente”.

El futuro suegro hablaba muy serio con su yerno. “Ovonio –le dijo–. He oído insistentes opiniones en el sentido de que no es usted muy trabajador, sino antes bien holgazán e irresponsable. Como quiero lo mejor para mi hija he decidido darle a usted la mitad de mi negocio. Así podrá dedicarse a la administración de la parte que le corresponde”. “Mire, don Algón –respondió con franqueza el pretendiente–. La verdad es que no soy bueno para administrar empresas. No creo que podría trabajar en eso”. El viejo se atufó. “Y entonces –le preguntó molesto– ¿qué sugiere? ¿Qué va usted a hacer? ¿Con qué va a mantener a mi hija?”. Propuso Ovonio, imperturbable: “Le vendo mi parte”.

En el asiento triple del avión quedaron juntos un sujeto, la exuberante morena que lo acompañaba y una señora de madura edad. Apenas despegó el avión la morenaza se le trepó al sujeto, y ante el asombro de la dama vecina la pareja se entregó a consumar un apasionado acto de amor erótico-sensual lleno de jadeos, resuellos, gañidos, rebufos, acezos, resoplidos, ayes y pujidos. Terminado el ardoroso trance la muchacha se desplomó en su asiento, se acomodó la ropa, y volviéndose hacia la azorada señora le preguntó con mucha cortesía: “¿Le molesta si me peino?”.

La esposa de Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, lo abandonó a causa de sus continuas ebriedades. Con tal motivo el temulento redobló su beodez. Le aconsejó un amigo: “No uses la botella como sustituto de tu mujer”. “Eso es imposible –replicó Empédocles–. Ni siquiera cabe”.

El jefe vikingo y su ayudante iban pasando por un campo cuando fueron violentamente atacados por dos descomunales toros que no los cornearon, pero hicieron con ellos algo que desde el punto de vista del honor de un guerrero es aún peor. Masculló el ayudante sacudiéndose el polvo después del atentado: “Mil veces le he dicho, jefe, que deberíamos dejar de usar esos cuernos que llevamos en el gorro. Por causa de ellos los toros nos confundieron”

Rondín # 2

Se presentó un sujeto en la consulta del doctor Duerf, analista. “Doctor –le comunicó–, mi mujer aquí presente insiste en decir que es invisible”. Replica desconcertado el doctor Duerf: “¿Cuál mujer?”.

Eglogio, añoso campesino, le dijo al médico veterinario que su burro estaba enfermo. “Hay una epidemia de fiebre equina –le informó el facultativo–. Lleve usted este supositorio y póngaselo al asno en el recto, a ver si eso le ayuda”. Bucolio fue a ponerle el supositorio al burro. Le dio vueltas por todos lados, y finalmente le dijo muy molesto: “¡No te muevas tanto, Jumentino, que si no te encuentro ese tal recto te voy a meter la medecina ya sabes por dónde!”.

Bucolia, pizpireta zagala campesina, fue por primera vez a la ciudad, y vio en la calle a un grupo de religiosas que iban con sus hábitos negros. Le preguntó a la amiga que la acompañaba, muchacha citadina: “¿Quiénes son esas mujeres?”. “Son religiosas –le explicó la otra–. Han renunciado al amor de los hombres”. “¡Pobrecitas! –se compadeció Bucolia–. ¡Con razón visten de luto!”.

El guardián del zoológico acudió a todo correr a la jaula del tigre. Ahí estaba Babalucas, sin una mano. “¿Qué sucedió?” –le preguntó, espantado. “No me lo explico –respondió Babalucas–. Lo único que hice fue meter la mano en la jaula, así... ¡Joder! ¡Ya me ingó la otra!”.

Un sujeto llegó a la granja de don Poseidón hecho una furia, y llamó con grandes golpes a la puerta de la casa. Salió la hija menor del granjero. Le preguntó el iracundo visitante: “¿Está tu papá?”. Respondió la chiquilla: “No se encuentra. Pero si viene usted a alquilar nuestro toro semental, el costo es de 500 pesos”. “No vengo por el toro, niña” –respondió con impaciencia el tipo. “Entonces le interesa nuestro caballo semental dijo la niña–. Su alquiler es de mil pesos”. “¡Tampoco el caballo me interesa! –rebufó el individuo–. ¡Lo que quiero es hablar con tu padre! ¡Tu hermano Pitoncio embarazó a mi hija!”. “Ya veo –dijo entonces la pequeña–. En ese caso tendrá que esperar a mi papá. No sé qué alquiler cobra por Pitoncio”.

A las cinco de la mañana el rudo sargento entró en la barraca y les gritó con voz tonante a los reclutas: “¡Levántense, bastardos!”. Todos saltaron de sus literas, menos uno. Le dijo calmosamente al mílite: “Hay muchos ¿verdad, mi sargento?”.

Muy contento le dijo un tipo a otro: “Acabo de ser admitido en una nueva congregación religiosa. Nuestro Decálogo no tiene el sexto ni el noveno mandamientos, y los otros ocho son simples recomendaciones”.

Pepito iba a ingresar en una nueva escuela. Su admisión dependía de una entrevista con el director. La mamá del chiquillo le advirtió: “Has de saber que el director sufrió hace años un accidente grave, y en él perdió las orejas. Eso le ha provocado un gran complejo. Si quieres que te admita no hagas ninguna alusión a eso; haz como que ni siquiera notaste que no tiene orejas”. Llegó la hora de la entrevista, y después de una inicial conversación el director le preguntó a Pepito: “Dime, niño, ¿has advertido algo especial en mí?”. “Claro que sí –respondió él–. Lo noté desde que entré. Eso se ve inmediatamente”. “¿Ah sí? –se revolvió en su sillón el director, inquieto y nervioso–. ¿Qué fue lo que notaste?”. Respondió sin vacilar Pepito: “Que usa usted lentes de contacto”. “¡Vaya que eres observador, chamaco! –lo felicitó, aliviado, el director–. ¿Cómo supiste que uso lentes de contacto?”. Contestó Pepito: “Porque si tuviera orejas usaría lentes de los otros”.

La mamá de Pepito iba a tener bebé. Pensó que ya con dos hijos la casa en que vivían resultaría demasiado pequeña, de modo que le dijo a su marido: “Está por llegar el niño. Tendremos que irnos a otra casa”. “Es inútil –intervino Pepito–. De cualquier modo nos va a encontrar el güey”.

Pepito pronunció una expresión de muy grueso calibre, y su maestra del jardín de niños lo escuchó. “Pepito –lo amonestó, severa–, no digas nunca esa palabra. Es mala”. “Mi papá la dice” –se defendió el chiquillo. “Tu papá es persona grande –replicó la maestra–. Tú no sabes ni siquiera lo que esa palabra significa”. “Sí sé –afirmó Pepito–. Significa que el coche no quiere arrancar”.

“A ver, Pepito –preguntó la maestra–. ¿Cómo se llama el esposo de la vaca?”. “Buey” –respondió sin vacilar el tremebundo infante. “No –lo corrigió la profesora–. El esposo de la vaca se llama ‘toro’”. “Ah, perdone –se disculpó Pepito–. Yo pensaba que el toro era el amante”.

Los papás de Pepito cerraron por dentro la puerta de la alcoba conyugal. El hermano menor de Pepito se asomó por la cerradura y exclamó sorprendido: “¡Están jugando a las luchas!”. Le dice Pepito: “No voy a sacarte ahora de tu error, pequeño, pero debes saber que si no fuera por esas luchas ni tú ni yo estaríamos aquí”.

El profesor de Matemáticas le preguntó a Pepito: “¿Cuánto es un treintaidosavo más un sesentaicuatroavo?”. “No sé exactamente –respondió el chiquillo–, pero me da la impresión de que no es mucho”.

Don Ignario, señor muy rico pero poco cultivado, ofreció una fiesta en su casa, e invitó a los estirados vecinos de al lado: doña Panoplia de Altopedo y su esposo don Sinople. La empingorotada señora tenía un perro collie escocés muy fino, y no perdía ocasión de hablar de él. Así, en el curso de la cena doña Panoplia declaró con afectada voz: “Debe haber plaga de pulgas en la ciudad. Ya no hallo qué hacer con mi collie”. “Por nosotros no pase cuidados, Panoplita –le dijo con afabilidad el anfitrión–. Rásquese, rásquese”.

Oscar Levant era un hombre de ingenio, a más de un notable pianista. En cierta ocasión Harpo Marx le presentó a su prometida. Luego, aparte, le preguntó su opinión acerca de ella. “Es una chica adorable –le contestó Levant–. Merece un buen marido. Cásate con ella antes de que lo encuentre”.

Rosibel le dijo al maduro y rico galán que la asediaba: “Se equivoca usted conmigo, señor Crésido. Ni en 10 mil años accederé a su proposición”. El salaz amador tenía el pelo completamente blanco, pero sacaba juventud de su cartera. Le informó a la muchacha: “Traigo conmigo 20 mil pesos en efectivo, linda. Te los daré si te portas bien conmigo”. “Caramba, don Crésido –dijo entonces ella al tiempo que empezaba a desabrocharse la blusa–. ¡Qué aprisa pasa el tiempo!”.

Dulcilí, muchacha ingenua, aspiraba también a ser esposa. Incurrió en el grave error de suponer que haciendo dación de sus encantos a un galán conseguiría llegar más pronto al matrimonio. Aceptó las interesadas atenciones de uno, y finalmente fue con él a un motel de esos de corta estancia o pago por evento. Terminado el ilícito trance le preguntó con timidez a su labioso seductor: “¿Nos casaremos, Libidiano?”. “Yo seguramente sí –contestó el ruin sujeto–. No sé tú”.

“Reverendo –le confió la curvilínea muchacha al predicador–, no puedo ver a un hombre sin sentir deseos de entregarme a él. ¿Cree usted que me libraré del pecado?”. “Sí, hermana –le aseguró el pastor–. Pero nada más porque en este momento debo predicar mi sermón”.

La mamá de la joven y bella pianista declaró con orgullo: “Mi hija toca maravillosamente bien el Concierto Para la Mano Izquierda, de Ravel”. “¡Y eso no es nada! –exclamó entusiasmado el novio de la chica–. ¡Si vieran lo que puede hacer con la derecha!”.

La esposa de don Blandicio les dijo a sus amigas: “Estoy tomando clases de pintura. Pinté a mi marido en la recámara”. “¿Eso quiere decir que estás pintando retrato?” –pregunta una de las amigas. “No, –responde la señora–. Naturaleza muerta”.

Rondín # 3

El vendedor de ropa íntima para dama compartió con su peluquero una preocupación que lo asediaba. “Se me está cayendo el pelo, maestro –le dijo–. Dentro de poco estaré completamente calvo, como usted”. Le informó el fígaro: “Tengo un tónico magnífico que evita la caída del cabello”. “¡No me diga! –se burló el otro–. ¿Siendo calvo vende usted tónico para el cabello?”. “¿Y por qué no? –se defendió el peluquero–. Usted vende brassiéres ¿y a poco tiene lo que llevan dentro?”.

Don Bucolio, conocido ganadero, presentó su mejor toro en el concurso de sementales. Se trataba de ver cuál toro era capaz de cubrir más hembras en el menor tiempo. Potentino, el extraordinario toro de registro de don Bucolio, ganó el concurso fácilmente; en una impresionante demostración de fuerza dio buena cuenta, una tras otra, de la docena de vacas que le pusieron enfrente. El poderoso animal recibió el listón azul que lo proclamaba Gran Campeón de Sementales, y don Bucolio fue felicitado por todos los presentes. Al día siguiente un especialista en inseminación artificial fue al rancho de don Bucolio a fin de negociar con él los servicios de Potentino. Para su sorpresa encontró al hombre en la labor. Estaba arando, y uncido al arado traía nada menos que al fabuloso toro Potentino, que jadeaba como infeliz al tirar del arado por el surco. “¡Pero, don Bucolio! –se sorprendió el visitante–. ¿Cómo es posible que traiga usted arando a ese costosísimo semental?”. Responde don Bucolio: “Quiero que el animal aprenda que no todo en la vida es diversión”.

En el romántico sitio llamado “el ensalivadero” la chica le preguntó al muchacho: “¿Quién te dijo que podías besarme?”. Respondió él con laconismo: “Todos”.

Los recién casados le dijeron al doctor que deseaban esperar algún tiempo antes de tener su primer hijo. Le preguntaron: “¿Qué nos recomienda?”. “Para eso –respondió el facultativo– el jugo de naranja es infalible”. “¿Jugo de naranja? –se sorprendió el muchacho. “Sí –confirmó el médico–. Jugo de naranja”. Inquirió la chica: “¿Antes de o después de?”. Respondió el doctor, lacónico: “En vez de”.

El administrador del cementerio municipal se indignó al ver que un borracho hacía de las aguas sobre una tumba recién abierta. “¿Qué hace usted?” –le preguntó, irritado–. “Perdone, mi estimado –contestó el ebrio–. Mi compadre Empédocles acaba de pasar a mejor vida. Tenía en su casa una botella del mejor whisky que hay, finísimo, muy caro. Como le gustaba mucho me pidió que regara el contenido de esa botella sobre su tumba. Pero no me dijo nada acerca de que no pudiera yo pasarlo primero a través de mis riñones”.

Doña Burcelaga fue a confesarse con el Padre Arsilio. Le contó: “Ayer me agaché para sacar un refresco del refrigerador. Al verme en esa posición mi marido Salacino se lanzó sobre mí y me hizo el amor apasionadamente. ¿Nos sacará usted de la iglesia por eso, Padre?”. “Claro que no, hija mía –respondió el buen sacerdote–. ¿Por qué piensas que los voy a sacar?”. Responde doña Burcelaga: “Porque del súper sí nos sacaron”.

Eran las 12 de la noche. El tipo que estaba en la cantina llamó por teléfono a su casa. “Ya voy a casa –le avisó a su señora–. Nada más me echo el último trago”. Dijo la mujer: “Tienes tiempo de echarte otro, mi vida”. “No –contestó el individuo extrañado por esa respuesta cariñosa– Te digo que ya voy”. Replica la señora: “A ti no te estoy diciendo”.

Joven y bella la reciente viuda, invitó a su más cercana amiga a ir con ella al cementerio para llevarle flores a su esposo en ocasión de cumplirse el primer mes de su fallecimiento. Fueron las dos, ella de negro hasta los pies vestida, la amiga nada más de medio luto, y ante la tumba de su marido la curvilínea mujer derramó algunas comedidas lágrimas, puso el ramo de flores que llevaba (su costo: 30 pesos) y luego de persignarse con premura le dijo a su acompañante: “Vámonos”. No dejó de extrañarle a ésta la brevedad de la visita, pero más se sorprendió al ver que la joven viuda se alejaba del monumento funerario con la misma prisa de antes, pero ahora caminando hacia atrás, sin dar la espalda a la tumba. “¿Por qué haces eso?” -le preguntó, asombrada-. Respondió la frondosa muchacha: “Es que mi esposo siempre me decía que tengo unas pompas como para revivir muertos, y temo que si me las ve el desgraciado pueda resucitar”.

Un borrachín llegó a la tienda de departamentos. Cae que no cae se dirigió a la sección correspondiente y le  preguntó a la encargada, frondosa chica de mucha pechonalidad: “Perdone usted, amable señorita. Con todo respeto, ¿aquí es la sección de objetos perdidos?”. “Sí, señor –respondió la muchacha–. Aquí es”. “Pues recójame por favor –le pidió el temulento al tiempo que se reclinaba como en un refugio en el generoso busto de la joven–. Mi mujer dice que soy un perdido”.

Al salir de una conferencia Rosibel le comentó a Susiflor: “No sé por qué dicen que la falta de control de calidad es mala. En mi caso ha sido algo  bueno”. “¿Por qué?” –preguntó Susiflor sin entender. Explica Rosibel: “Anoche iba a hacer con mi novio algo que realmente yo no quería hacer, y me salvó la falta de control de calidad. A la hora de la hora se le atoró el zipper del pantalón, y no lo pudo ya desatorar”.

El dueño de la importante corporación hizo llamar al joven ejecutivo y le dijo con solemnidad: “Yupo, hace justamente un año llegaste a la compañía. Empezaste como office boy. Una semana después pasaste a ser encargado del archivo. La semana siguiente fuiste nombrado auxiliar de ventas, y al mes te convertiste en jefe del departamento. Luego, pasados 15 días, te hiciste gerente nacional de ventas, y un mes después llegaste a subdirector de la empresa. Ahora voy a retirarme, y he pensado en ti para que te hagas cargo de la dirección general y presidas el consejo de administración de la compañía. ¿Qué dices a eso?”. Respondió el joven ejecutivo: “Gracias”. “¿Gracias? –se irritó el dueño de la corporación–. ¿Después de que en sólo un año pasaste de ser office boy a ser director de la empresa y presidente de su consejo de administración eso es todo lo que tienes qué decir? ¿Gracias?”. “No, señor –se apenó el muchacho–. Gracias, papá”.

Aquel pobre individuo tenía un tic que lo hacía guiñar constantemente el ojo izquierdo. Lo visitó en su casa un amigo, y se sorprendió al ver que tenía una gran cantidad de paquetes de condones repartidos por todos lados: en la sala, en la recámara, incluso en la cocina. “¡Caramba! –comentó el invitado con asombro–. ¡Veo que tienes una gran actividad sexual!”. “Ninguna tengo –respondió con tristeza el infeliz–. Pero frecuentemente me duele la cabeza. Cuando voy a la farmacia y pido una caja de aspirinas el dependiente me cierra también un ojo y me da otro paquete de condones”.

Un señor viajaba en un pequeño avión privado. De pronto los motores de la nave empezaron a fallar. “¡Rápido! –le dijo el piloto–. ¡Póngase este paracaídas! ¡El avión se va a estrellar! ¡Debemos saltar para salvarnos!”. “¡Oiga! –exclamó, aterrado, el pasajero–. ¡Jamás he saltado en paracaídas! ¡No sé qué debo hacer para que se abra!”. El piloto le indicó al tiempo que se lanzaba al vacío: “¡Salte, cuente hasta diez y luego estire la anilla!”. El pasajero, espantado, hizo lo que el piloto le había dicho. No sucedió nada; el paracaídas no se abrió. El infeliz iba cayendo a velocidad vertiginosa. En eso se cruzó con un tipo que iba a igual velocidad ¡pero hacia arriba! “¡Oiga! –le gritó al cruzarse con él–. ¿Sabe cómo se abre un paracaídas?”. “¡Qué voy a saber! –respondió el otro–. ¡No sé ni cómo se enciende un calentador!”.

En la reunión de amigos todos se quejaban del ligerísimo sueño que tenían sus respectivas esposas. Cuando ellos llegaban tarde a casa, por más que se esforzaban en no hacer ruido las señoras se despertaban, y se les armaba la gorda. Dice Babalucas: “Los compadezco, amigos. Mi esposa, en cambio, tiene el sueño muy profundo. Nada menos la otra noche me fui de parranda. Le dije a mi señora que iba a trabajar hasta tarde en la oficina, que no llegaría antes de las tres de la mañana. La parranda terminó pronto, de modo que llegué a mi casa a la una. Subí de puntillas la escalera, para no despertarla. Al entrar en la recámara un sujeto saltó por la ventana y se dio en el suelo un tremendo batacazo. ¡Y mi señora no se despertó!”.

La exuberante muchacha le preguntó al ávido galán: “¿Por qué dices que el escote de mi vestido es tipo telenovela?”. Responde el mozalbete: “Porque siempre quiere uno ver lo que sigue”.

“Doctor –le dijo una señora al psiquiatra–. A mi marido le ha dado por beber en cantinas callejeras. Estoy desesperada; ya van varias veces que lo encuentro abrazado a un farol”. “Señora –le contesta el analista–, es perfectamente normal que un hombre beba hasta emborracharse. A la que voy a tener que tratar es a usted. Es la primera vez que veo a una mujer que tiene celos de un farol”.

Simpliciano, joven cándido, ingenuo, pacato y pudibundo, contrajo matrimonio con Pirulina, muchacha con bastante ciencia de la vida. En la noche de bodas el novio no daba traza alguna de disponerse a cumplir el grato débito a que el connubio obliga. Pirulina, anhelosa, lo aguardaba en el tálamo nupcial, poseída por esas inefables y vagarosas ansias que la naturaleza imbuye en sus criaturas a fin de moverlas a continuar la vida. Simpliciano, sin pensar en aquellas realidades, se entretenía viendo caricaturas en la televisión. Por fin Pirulina se impacientó. Cubierta sólo por vaporoso y flámeo negligé se levantó del lecho, apagó el televisor, y se acercó, sinuosa, al tontaina de su marido. Lo estrechó en dulce abrazo; lo besó con voluptuosos besos; lo llenó de caricias urticantes, y por último le murmuró al oído con voz provocativa de Dalila o Salomé: “¿No recuerdas, Simpli, aquello de ‘Creced y multiplicaos’?”. “Sí lo recuerdo –contestó el desposado respirando con agitación–. Y creo que ya estoy creciendo”.

Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, presidenta del Club de Damas, organizó una visita al zoológico de la ciudad. El encargado les mostró a las visitantes algunos de los animales que más llamaban la atención del público. Las llevó a donde estaba el elefante. “Este paquidermo –les dijo– es el animal terrestre más grande que existe”. En seguida, dirigiéndose a doña Panoplia, le pidió: “Señora, por favor no se ponga atrás del elefante”. Prosiguió: “Es increíble la cantidad de alimentos que come este gigante de la naturaleza”. Volvió a dirigirse a doña Panoplia: “Señora, le suplico que se quite de atrás del elefante”. Siguió con su explicación el hombre: “Nuestro elefante, por ejemplo, consume cerca de media tonelada de hierba cada día”. De nueva cuenta se dirigió el guía a doña Panoplia. “Señora, el sitio donde está usted, atrás del elefante, no es seguro”. Añadió a continuación el encargado: “A más de hierba este elefante se come diariamente 200 plátanos, 300 manzanas, 400 mangos, 100 papayas y...”. Otra vez se vuelve hacia doña Panoplia: “Señora, quítese usted de atrás del elefante porque...”. Y dice enseguida, consternado: “Demasiado tarde. Gaudencio, trae la pala, a ver si puedes sacar a la señora”.

Don Algón, salaz ejecutivo, le dijo con voz untuosa y tono serpentino a la ingenua Dulcilí: “Hermosa niña, si te doy un reloj de oro, tú ¿qué me darás?”. Arriesgó tímidamente la cándida muchacha: “¿La hora?”.

Don Languidio padecía insomnio. Recurrió a la ayuda de un psiquiatra que usaba la técnica de la autosugestión. Le indicó el facultativo: “Al ir a la cama repita usted una y otra vez esta frase: ‘Abadaba, duérmete... Abadaba, duérmete...’. Con eso se quedará dormido”. A los pocos días el analista se encontró con la mujer de don Languidio. Le preguntó: “¿Ya está durmiendo bien su esposo?”. “No –respondió ella, mohína–. Lo único que se le duerme es la abadaba”.

Rondín # 4

Un chico le dijo a su amigo: “No conozco a Picia. ¿Qué clase de muchacha es?”. Contestó el otro: “Es una de esas chicas que invitas al cine cuando quieres ver la película”.

Susiflor llegó muy cansada aquella noche. Le dijo a su compañera de cuarto: “Voy a darme un baño de pies, Rosibel. Hoy los usé mucho”. “Ah, vaya –contestó Rosibel–. Entonces yo tendré que darme un baño de asiento”.

En la playa un pescador le comentó a otro: “No sé por qué algunos dicen ‘la mar’. El mar es masculino”. “¿Cómo lo sabes?” –preguntó el otro. Responde el primero: “Desde que se estableció aquí el club de mujeres nudistas hay seis mareas diarias”.

Todos los médicos del hospital psiquiátrico trabajaron con afán, durante meses, para quitarle a un alienado la idea de que era Napoleón Bonaparte. Finalmente el director del establecimiento llamó al hombre y le dijo: “Ya está usted curado. Puede irse a su casa”. “¡Ah! –exclamó el hombre lleno de alegría–. ¡El polvo que le voy a echar a Josefina hoy en la noche!”.

Comentaba un señor: “Mi esposa y yo dormimos en camas separadas, en habitaciones separadas; salimos a divertirnos separadamente, y tomamos vacaciones separadas. Todo con tal de mantenernos juntos”.

Himenia Camafría, seronda señorita soltera, entró en la mueblería y le pidió al encargado: “Muéstreme por favor el mueble sexual”. “¿Mueble sexual?” –se desconcertó el hombre. “Sí –confirmó la señorita Himenia–. Ése que anuncian hoy en el periódico”. “Ah, sí –dice entonces el de la mueblería–. Pero leyó usted mal; es ‘mueble seccional’”.

Sonó el teléfono en la administración del hotel. Llamaba, desesperado, un individuo. “¡Manden rápidamente a alguien al cuarto 1014, piso décimo! –clamó con angustia–. ¡Acabo de tener una terrible discusión con mi mujer, y ella amenaza con arrojarse por la ventana!”. “Señor –le dijo el encargado–, no podemos intervenir en un problema conyugal. De cualquier modo voy a enviar a alguien de seguridad”. “¡No! –rechazó el tipo–. ¡Envíe a alguien de mantenimiento! ¡La ventana no se abre!”.

Simpliciano, joven inocente, sorprendió a su novia en trance de cachondeo, pichoneo o guacamoleo con un tipo. “Pero, Crispeta –le reclamó en tono desolado–. Siempre me has dicho que tu corazón me pertenece”. “Y es cierto –replicó ella–. Pero el resto de mi cuerpo todavía no está escriturado”.

Don Chinguetas le comentó a su hija mayor: “No puedo recordar el nombre de una canción. Comienza así: ‘Poniendo la mano sobre el corazón...’”. “¿Sobre el corazón? –repitió la chica–. Ha de ser una canción muy vieja”.

Este hombre les dijo a sus amigos en el bar: “¿Saben ustedes lo que significa para mí llegar en la noche, después de trabajar duramente todo el día, y encontrar a una mujer dulce, amorosa, tierna y comprensiva? Significa que me metí en una casa que no es la mía”.

Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, le contó a Himenia Camafría, célibe otoñal como ella, que había conocido a un caballero muy interesante. “¿De veras? –se interesó Himenia–. ¿Qué hace?”. “Es músico –le informó Solicia–. Toca violín, cello y viola”. “¡Si viola preséntamelo!” –exclamó al punto la señorita Himenia.

La esposa de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, se vio en el espejo y le pidió luego a su marido: “Dime la verdad, ¿estoy muy gorda?”. Respondió el majadero: “Si te lo digo ¿prometes no comerme?”.

Don Florino, senescente caballero, entró en una farmacia y le pidió al encargado un paquetito de condones. Le preguntó el hombre: “¿Para soltero o para casado?”. Don Florino se extrañó. Inquirió muy interesado: “¿Hay alguna diferencia?”. “Sí –explicó el farmacéutico–. El paquete para solteros trae siete condones; uno para cada día de la semana: lunes, martes, miércoles, etcétera. En cambio el paquete para casados lleva 12”. “¿Más que el de los solteros?” –se sorprendió gratamente Don Florino. “Sí –confirmó el de la farmacia–. Enero, febrero, marzo, abril”... (Nota del mismo farmacéutico: Hay otro paquete para caballeros mayores: 2013, 2014, 2015...).

Babalucas, orgulloso, iba por la calle con su perro, un sospechoso can. Se lo topó un amigo que le preguntó: “¿Qué raza es tu perro?”. Respondió muy ufano el pavitonto: “Es policía”. “Ese perro no es policía –dijo el otro–. Es un perro corriente”. “¿Y acaso no hay policías corrientes?” –opuso Babalucas.

Rosibel, linda muchacha pizpireta, puso en manos don Algón, viejo verde y ricacho, un dibujo de sus pompas. De las pompas de ella, quiero decir. “¿Qué es esto?” –se desconcertó el libidinoso carcamal. Le indica Rosibel: “Es lo que usted esperaba que le diera a cambio del collar que me regaló. Las perlas también son de mentira”.

Cerelia, mujer del campo, se preocupó bastante cuando dejó de tener noticias de Emigrio, su marido, que andaba de indocumentado en los Estados Unidos. Por fin recibió un mensaje de él. Hubiese sido mejor no recibirlo; en su correo Emigrio le anunciaba a su esposa que estaba viviendo con una güera, y le pedía el divorcio a fin de poder casarse con su nueva pareja. “¡Por Dios, Emigrio! –le envió un mensaje Cerelia, desolada–. ¿Qué tiene esa gringa que no tenga yo?”. “Tiene exactamente lo mismo –respondió con franqueza el tal Emigrio–. Pero lo tiene acá”.

¡Ah, cándidas doncellas! ¿Ignoráis por ventura que conseguido el fruto los hombres le dan la espalda al árbol? ¡No deis oídos a su palabra untuosa, ni creáis en sus aleves juramentos! “Amor amara dat”, escribió Plauto. El amor da amarguras. Abrid muy bien los ojos, pero si por desgracia caéis en las redes de algún canalla fementido que os abandona luego, llamadme al teléfono 49017-172-925. Con tiernas caricias (y de las otras luego, si se necesitan) procuraré sacaros de vuestra tribulanza. Consolar al triste es una de las obras de misericordia que el buen Padre Ripalda enumeró en su Catecismo. No seré yo quien desprecie su piadosa enseñanza.

Un tipo le confió a otro: “Sospecho que mi mujer me engaña, pero no puedo comprobarlo”. Le comentó el amigo: “Tengo un perico que me dice todo lo que mi esposa hace en la casa cuando no estoy yo. Te lo voy a prestar. Ponlo en tu recámara; él te dirá lo que en tu ausencia hace tu mujer. El único problema es que aparte de mí el cotorro no le tiene confianza a ningún hombre; no habla en presencia de varón. Pero ése no será problema; si te disfrazas de mujer te contará todo lo que tu esposa hace cuando tú no estás”. En efecto, el receloso marido llevó el perico a su casa y lo puso en la alcoba conyugal tras decirle a su mujer que el loro era su nueva mascota, y que quería tenerlo ahí, en la recámara. Una semana después el individuo se vistió con ropas femeninas y fue a que el perico le relatara lo que había observado. Cuando el cotorro lo vio meneó la cabeza, pensativo, y luego dijo: “Extraña casa es ésta. ¡La mujer piruja y el hombre travestista!”.

Dijo Rosibel a propósito de su jefe: “Don Algón es un tesoro”. “¿De veras?” –preguntó alguien. “Sí –confirmó ella con rencoroso acento–. Debería estar enterrado”.

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, contrajo matrimonio con Pirulina, muchacha dueña de bastante ciencia de la vida. Al empezar la noche de las bodas el recién casado se presentó por primera vez al natural ante su flamante mujercita. Le miró ella la aludida parte y luego dijo: “Siempre oí a mi papá decirle a mi hermano adolescente que si fumaba no le crecería su parte de varón. Tú fumaste mucho ¿no?”.

Rondín # 5

La artista de Hollywood se iba a casar. Le preguntó una amiga, estrella cinematográfica también: “¿A qué horas será la boda?”. Responde la otra: “A las ocho de la noche”. Le aconseja la amiga: “Cásate mejor a las ocho de la mañana”. “¿Por qué?” –pregunta la actriz. Le explica la otra: “Porque de ese modo si la cosa resulta mal no pierdes todo el día”.

Celiberia Sinvarón, Himenia Camafría y Solicia Sinpitier, maduras señoritas solteras, estaban conversando en una banca del parque cuando un sujeto se les acercó, se abrió súbitamente la gabardina y se mostró al natural ante ellas. La señorita Celiberia, la más joven de las tres, sufrió un ataque. El sujeto sufrió los otros dos.

La señora y su marido fueron a comprar la despensa de la semana. Al llegar al súper ella le dijo, preocupada: “Creo que es mejor que te quedes en el coche, Domiciano. Hace más de dos años que no me acompañas a hacer las compras, y el doctor te recomendó no hacer corajes”.

Jactancio, sujeto fanfarrón, vanidoso, elato y presumido, tuvo un trance de amor con una linda chica. Al terminar las acciones le dijo: “Sé que esto fue maravilloso para ti, preciosa. Pero dime: ¿cómo fue para mí?”.

El joven marido llegó radiante a la oficina: “¡Felicítenme! –dijo a sus compañeros, exultante–. ¡Ya somos tres en casa!”. “¡Fantástico! –se acercaron todos a abrazarlo–. ¿Qué fue? ¿Niño o niña?”. “No –aclara el feliz joven–. ¡Mi esposa por fin consiguió muchacha que le ayude!”.

El novel curita recién llegado al pueblo era progre, y por lo tanto partidario de la igualdad entre los fieles. Llamó a sor Ciria, la joven religiosa encargada de la casa cural, y le dijo: “La parroquia no es mía, madre Ciria, sino nuestra, de todos los que formamos parte de ella. Esta casa tampoco es mía, es de la Iglesia, es nuestra. Entonces no diga usted cuando hable conmigo: ‘su casa’, ‘su parroquia’. Diga: ‘nuestra parroquia’, ‘nuestra casa’”. Esa misma tarde estaba el sacerdote en reunión con las señoras de la cofradía cuando entró muy apurada sor Ciria. “¡Padre! –le dijo con alarma–. ¡Hay un ratón abajo de nuestra cama!”.

Don Cornulio llegó a su casa, y al entrar en la recámara vio a su esposa tendida en el lecho conyugal, sin ropa y en estado de gran nerviosidad. Escuchó ruidos en el clóset del pasillo, fue hacia él y lo abrió. Ahí estaba un individuo de la raza negra, desnudo también. “¿Qué hace usted aquí? –le preguntó don Cornulio hecho una furia–. ¡Éste es el clóset de blancos!”.

Rosilita fue de compras al súper con su tía Himenia, madura señorita soltera. “Tía –le preguntó–. ¿Por qué algunos huevos tienen la cáscara muy blanca, y otros son un poco rojos?”. Respondió la señorita Himenia algo turbada: “Es que seguramente las gallinas que pusieron los huevos rojos son decentes, y se ruborizaron al ponerlos”.

Celiberia Sinvarón, célibe doncella, le dijo a Solicia Sinpitier, señorita soltera también: “La policía está haciendo una advertencia. Sujetos de mal vivir entran en las casas donde viven mujeres solas, se esconden abajo de la cama, y por la noche salen y las violan”. “¡Ah! –exclama con gran animación Solicia–. ¡Entonces voy a comprar camas gemelas! ¡Así duplicaré mis posibilidades!”.

El oso panda trataba inútilmente de convencer a la osa de que accediera a sus demandas amorosas. La hembra se negaba. Desesperado ya, el oso esgrimió un último argumento: “Ándale, Pandolfa. ¿No ves que estamos en vías de extinción?”.

El impertinente galanteador abordó en la calle a la preciosa chica. Le dijo: “¿Te acompaño, chula?”. Ella se molestó. Le preguntó, irritada: “¿Qué no es usted casado?”. “No, preciosa –respondió el otro con burlona sonrisa–. Nada más los indejos se casan”. “Perdón, me equivoqué –le dice la muchacha–. Es que tiene usted cara de casado”.

El violinista callejero se disponía a dar por terminada su jornada cuando al volver la vista al callejón que tenía a su espalada vio a un perro y una perrita que hacían lo que las perritas y lo perros suelen hacer en la vía pública. Le dice el perro al violinista: “No te quedes ahí parado, güey. Tócanos ‘Strangers in the night’”.

Dulcilí, muchacha ingenua dueña de esculturales formas, regresó a su casa muy contenta. “Estuve en el consultorio del doctor –le contó alegremente a su mamá–, y él quiso saber mi estatura.  Medí 1.65, sin ropa”. “¡Sin ropa! –se asustó la mamá–. ¿Te quitaste la ropa para medirte?”. “Sí –contestó la linda joven–. Así me lo ordenó el doctor”. “¡Pero para medirte no es necesario que te quites la ropa!” –se escandalizó la señora. “¡Ay, mami! –le dijo Dulcilí–. ¿A poco vas a saber tú más que el doctor?”.

Doña Abusivia persiguió a su pobre marido don Wormilio hasta que éste se metió abajo de la cama. “¡Sal de ahí, gusano!” –le gritó la fiera mujer amenazándolo con el palo de la escoba. “¡No salgo, no salgo y no salgo! –replicó firmemente don Wormilio–. ¡Eso te enseñará quién manda en esta casa!”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, conoció a un par de lindas chicas, primas entre sí. Cortejó a una de ellas, y con untuosa labia y melíferos conceptos la convenció de hacerle dación de su más íntimo encantoG. ¡Abrid los ojos, cándidas doncellas, y advertid los inconcinos apetitos, como de rucho en rijo, de los galanes cuyas turpitudes os acechan! ¡Cerrad los oídos a sus taimadas lagoterías, que sólo buscan rendir vuestra virtud para dejarla luego mancillada igual que harapo pingajoso! Buscad la senda de la virtud. Pero si por impulso natural de vuestra edad, o por los urentes apetitos de la carne, dejáis el buen sendero y os decidís a ir por el camino del pecado, entonces llamadme por teléfono al 435-9875-22-143. Pero me aparto de la historia. Vuelvo a ella. En el más absoluto silencio Capronio le estaba haciendo el amor a la muchacha. Ella le preguntó de pronto: “¿Por qué no dices nada?”. Le contestó Capronio: “Estoy pensando en tú”. La chica lo corrigió: “Se dice: ‘Estoy pensando en ti’”. “No me dejaste terminar –aclaró el bellacón–. Estoy pensando en tu, prima”.

La esposa de Babalucas se sorprendió una mañana invernal de sábado al ver a su marido sin ropa y con un bote de pintura en la mano, y un pincel. Le preguntó, asombrada: “¿Qué vas a hacer, Babalucas?”. Replicó el badulaque: “El jefe me invitó a jugar golf en la nieve, y me aconsejó pintar mis pelotitas de color naranja, para no perderlas”.

En estado de competente embriaguez Empédocles Etílez estrelló su automóvil contra un árbol. Cuando llegó un oficial de tránsito el temulento se apresuró a decirle con tartajosa voz: “El otro tuvo la culpa”. “¿Cuál otro?” –preguntó el oficial. “¿Cómo cuál otro? –farfulló el borracho–. ¡El que venía manejando el árbol!”.

Eglogio, ingenuo campesino, le contó muy feliz a su compadre: “Fíjese, compadrito, que el marrano del vecino se metió en mi corral, y ahora mi marrana va a tener puerquitos. Y mire qué coincidencia, mi mujer va a tener familia; ella, que en 15 años de casada conmigo jamás había salido embarazada”. “Caray, compadre –dijo el otro rascándose la cabeza–. Yo que usté tendría mucho cuidado con el marrano del vecino”.

Una tortuga macho percibió la presencia –a 100 metros de distancia– de una tortuga hembra. Inmediatamente encaminó sus pasos hacia ella. Después de siete días llegó por fin a donde estaba. Subió a la tortuga, empresa en la cual tardó otro día, y luego de acomodarse convenientemente para la ocasión –12 horas más empleó en eso– le hizo el amor durante seis horas y media. Al terminar el trance la tortuga hembra acudió ante el juez de los animales y presentó una denuncia por violación contra la tortuga macho. “¿Cómo estuvo eso?” –le preguntó el juzgador a la tortuguita. “No sé, su señoría –respondió ella–. ¡Todo sucedió tan aprisa!”.

Don Genesio tenía 16 hijos y una granja de gallinas. Cierto día un visitante le dijo con extrañeza: “Oiga, don Genesio, qué gallina aquélla tan rara”. “No es gallina –respondió el prolífico señor–. Es la cigüeña. Logré pescarla en su última visita, y le corté las alas a la desgraciada”.

Rondín # 6

Aquel marido llevaba un mes ausente de su casa. Tan pronto llegó al aeropuerto le pidió a su esposa que fueran inmediatamente a la casa a hacer lo que un marido y su mujer hacen en su casa. “¡Pero, Avidicio! –se sintió la señora–. Tenemos un mes sin vernos, y cuando nos reunimos lo único que se te ocurre es hacer el sexo. Ni siquiera me preguntaste cómo he estado”. Respondió el individuo: “Te lo habría preguntado, pero el avión llegó con 15 minutos de retraso, y ya no hay tiempo para esas minucias”.

Doña Macalota le dijo a su marido don Chinguetas: “Estuve en un restorán que me recordó mucho tu manera de jugar tenis”. “¿Por qué?” –se extrañó el señor. Contesta doña Macalota: “Tiene un pésimo servicio”.

En las noches de bodas suceden cosas impensadas. Casos ha habido en los modernos tiempos en los cuales el novio descubre con sorpresa que su flamante mujercita era virgen, doncella, señorita. Casó Bill Gates, el presidente de Microsoft, y es fama que en su noche nupcial su desposada lo vio por primera vez al natural y exclamó con acento divertido: “¡Mira! ¡Micro!”. Y añadió luego, igualmente festiva: “¡Y soft!”. Cuando Meñico Maldotado contrajo matrimonio su dulcinea lo miró sin ropa y dijo: “Tu mamá me comentó que tenías cosas de niño, pero no pensé que se refería a éstas”. Otro joven varón que también padecía de indigencia en la alusiva parte hubo de oír de su novia el siguiente reproche, al parecer fundado: “Está bien que el país se halla en crisis, Diminucio, pero tú exageras”.

Astatrasio Garrajarra, el borrachín del pueblo, acudió al velorio de un cierto amigo suyo a cuya esposa no conocía. Bajo la influencia del alcohol, que en ocasiones suele ser muy influyente, se metió en una casa de mala nota en vez de entrar en la agencia funeraria. Fue recibido por una guapa hetaira que sin más lo condujo a una habitación donde puso en práctica con él su acabalado repertorio de erotismos. Al terminar el trance Astatrasio regresó a la sala del local. Iba feliz de la vida, complacido y satisfecho. Ahí se topó con la dueña del establecimiento, que por azar iba de negro hasta los pies vestida. El temulento fue hacia ella, la abrazó y le dijo con tristeza más falsa que busto de vedette: “Siento mucho, señora, que nos conozcamos en estas dolorosas circunstancias”.

La esposa se quejaba con el médico de que su marido había perdido el ímpetu amoroso. “Sométalo a una dieta de zanahorias –le recomienda el médico–. Da buenos resultados”. Meses después el galeno y la señora se encontraron nuevamente. “Seguí su consejo, doctor –dice ella–. Desde hace medio año no le doy a mi marido más que zanahorias en desayuno, comida y cena”. “¿Y qué ha pasado?” –se interesó el facultativo–. “Nada –respondió la mujer–. Cuando me acerco a él con intención erótica nada más se me queda viendo con esos ojos grandes, rojos y redondos, golpea el suelo con las patas y mueve la nariz y las orejas”.




El yerno le dijo a su suegra que le tenía reservado un alto honor; ella sería la encargada de inaugurar la nueva alberca de su casa. Llegado el día le dijo el tipo: “Ande, doña Gorgolota, suba al trampolín de los 10 metros y haga el clavado inaugural”. (Como se ve, el honor era realmente muy alto). “Pero, yerno –vaciló la señora–. La alberca no está llena. Tiene sólo 30 centímetros de agua”. “Precisamente, suegrita –responde el ruin sujeto–. No queremos que se nos vaya a ahogar”.

Entró un tipo en la cantina y dijo con tono retador: “¿Quién tiene los éstos más grandes que yo?”. Un sujeto mal encarado y fortachón se levantó desafiante. “Yo, –le dijo al otro encarándolo–. Yo tengo los éstos más grandes que usted”. “Ah, bueno –responde el tipo–. Entonces cómpreme unos calzones que me regalaron, y que me quedan grandes”.

Sucede que un griego y un italiano estaban discutiendo sobre los méritos de sus respectivos pueblos. Dijo el griego: “Nosotros inventamos la filosofía”. Replicó el italiano: “Y nosotros el derecho”. Alegó el de Grecia: “Nosotros le dimos un Homero al mundo”. Adujo el de Italia: “Y nosotros un Virgilio, y luego un Dante”. Se jactó el helénico: “Nosotros construimos el Partenón”. “Y nosotros el Coliseo”, recordó el ítalo. Esgrimió, triunfal, el griego: “Nosotros inventamos el sexo”. “Es cierto’’, admitió el italiano. “Pero nosotros fuimos los primeros que lo hicimos con mujeres”.

Nalgarina Granderriére, joven mujer de prominente antifonario –quiero decir de glúteos abundosos–, decidió tomar clases de equitación. Al terminar la primera lección se apeó del caballo y fue a ver por atrás al animal. “Señorita –le preguntó intrigado su maestro–, ¿por qué examina usted a su cabalgadura por la parte posterior?”. Respondió Nalgarina: “Porque cuando iba montada en él todos decían: ‘¡Mira qué buen cu. el de ese caballo!’, y quise ver si es cierto”.

Don Timo Rato, caballero de no malos bigotes, pero apocado, irresoluto y encogido, cortejaba discretamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Por más que se esforzaba no lograba reunir el valor necesario para declararle a la virtuosa célibe sus intenciones, que eran honestas y contenidas dentro de los más estrechos límites de la moralidad. Quiero decir que su propósito era dar a la señorita Himenia el dulcísimo título de esposa, casarse con ella, desposarla, llevarla al altar. Sabía que ella no lo miraba con indiferencia, pero aun así no se atrevía a proponerle que unieran sus destinos. Temía que ella interpretara mal esas palabras, “unir nuestros destinos”, y viera en ellas una intención erótica que el honrado señor estaba muy lejos de abrigar. Cuando por fin se convenció de que su timidez le impediría decirle cara a cara a la señorita Himenia su intención, decidió recurrir a un expediente extremo. Una tarde, después de darse valor con seis o siete copitas de rompope, don Timo Rato la llamó por teléfono a su casa. Ni siquiera esperó a que ella dijera: “¿Aló?”, que era la graciosa manera en que solía contestar las llamadas telefónicas. Antes de que su dulcinea pudiera articular palabra le dijo sin más: “Perdone mi atrevimiento, señorita Himenia. ¿Quiere usted casarse conmigo?”. “¡De mil amores! –respondió ella de inmediato–. ¿Quién habla?”.

En cierta ciudad de la frontera norte un hombre de origen hispano tuvo trato carnal con una sexoservidora. Al acabar el trance le dijo ésta: “Acabas de salir de una cárcel en los Estados Unidos, donde no existe esa sabia institución que es la visita conyugal, ¿verdad?”. “Así es, se sorprendió el sujeto por la clarividencia de la daifa. ¿Supiste que estuve en una cárcel gringa por la forma en que te hice el amor?”. “No’’ –replica la mujer–. Lo supe porque al terminar te diste la vuelta y me dijiste: Ahora te toca a ti”.

El día que doña Pasita sintió llegado el fin hizo llamar a su nieta predilecta y le habló en términos que voy a transcribir sin poner ni quitar punto ni coma, y sin quitar ni poner tampoco “¿por qué hacerlos menos?” punto y coma, comillas, dos puntos, tilde, puntos suspensivos, signos de admiración e interrogación, asterisco, diéresis o crema, paréntesis, corchete o llave, guión, acento, raya y calderón. “Hijita -le dijo-, tú sabes cuánto te he querido, y yo sé cuánto me has querido tú. Por eso he decidido nombrarte mi única y universal heredera. Todo te lo dejo a ti: mi edificio de oficinas, mi hotel de playa, mi rancho ganadero, mi cadena de supermercados, mi hacienda tequilera y mi penthouse. También heredarás mis coches -el Ferrari, el Alfa Romeo y el Jaguar-; mi colección de cuadros de Miró, Picasso y Gris; lo mismo que mis joyas, valuadas en 3 millones de dólares o más. Todo eso es tuyo ahora, querida nieta mía, por los cuidados que siempre me tuviste”. “Gracias, abuela! -exclamó conmovida la muchacha-. Lo hice porque te quiero, pues ni siquiera estaba enterada de tu gran fortuna. No tenía idea del edificio, el hotel, la hacienda, el rancho, los coches, los supermercados, los cuadros, las joyas y el penthouse. Dime, ¿dónde tienes todo eso?”. Responde con voz feble la ancianita: “En Facebook”.

Con evidentes intenciones amorosas don Chinguetas se acercó en el lecho conyugal a su esposa doña Macalota. Ella lo detuvo: “Hoy no, querido. Me duele la cabeza”. “Esto te va a ayudar –le dijo don Chinguetas–. Me puse polvos de aspirina en el extremo superior de la alusiva parte”.

“Mi nombre es Capronio. Hace unos meses decidí adelantar mi retiro, aunque me faltaba mucho tiempo para llegar a la edad de la jubilación. Pensé que merecía ya un descanso, por eso no vacilé en renunciar a mi trabajo, por más que sólo percibiría como pensión una tercera parte de mi sueldo. Eso obligó a mi esposa Ancila a buscar un empleo de tiempo completo a fin de que mi tren de vida no cambiara. Quizá el cansancio de trabajar ocho horas diarias, seis días a la semana, hizo que empezaran a manifestarse en ella los primeros síntomas de envejecimiento, lo cual me causó a mí varios problemas. Suelo jugar al golf todos los días, incluso sábados y domingos. Regreso a casa a la misma hora en que mi esposa vuelve del trabajo. Ella sabe muy bien que el esfuerzo de jugar me pone hambriento, pero aun así siempre insiste en descansar 15 minutos antes de prepararme la cena y servírmela. Luego, mi mujer acostumbraba lavar los platos inmediatamente después de cenar. Ahora se queda sentada unos instantes, como si los platos se fueran a lavar solos. Tampoco eso le reclamo; soy muy considerado, y no la apresuro. Eso sí, le digo que no podrá irse a la cama si antes no los lava y deja la cocina perfectamente limpia. No puede uno permitir que el hogar ruede. Otra cosa: los 18 hoyos de golf que juego cada día me hacen llegar a casa muy cansado, pero después de una dormitadita, una buena cena y una ducha estoy listo para todo, si ustedes me entienden. Ella en cambio, por su envejecimiento se duerme de inmediato. Yo, considerado que soy, no la despierto, pero de cualquier modo obtengo mi satisfacción. Así todos contentos. También dice que está cansada cuando le pido que me planche la camisa que necesitaré para ir a comer los martes en el club, o para visitar los lunes a cierta personita que ustedes se imaginan, pero cuya existencia ella ni siquiera sospecha. Lo mismo parece inconformarse cuando le ordeno que me prepare la ropa que llevaré al juego de póquer con mis amigos los martes, jueves y viernes, o de dominó los miércoles y sábados. No toma en cuenta que mis salidas le dejan bastantes horas libres para acabar las faenas del hogar, o para hacer otras cosas igualmente placenteras, como pasear al perro, cortar el césped del jardín, arreglar los desperfectos de la casa, sacudir las alfombras, aspirar los pisos, o lustrar mis zapatos de golf cuando se ensucian  por haber estado lodoso el campo. Otra cosa de la cual se queja Ancila es que no le alcanza el tiempo para pagar los recibos y cuentas de mis gastos. Yo le sugiero que lo haga en la media hora que en el trabajo le dan para comer. Así, le digo, dejará de comer por lo menos tres días a la semana, y eso la ayudará a guardar la línea. Más considerado que yo no se puede ser. En fin, amigos, para nosotros los hombres el matrimonio es una carga muy dura de llevar. Eso no debe hacernos olvidar la consideración que debemos a nuestras esposas. Con ellas nos casamos para bien o para mal. Sé lo frustrante que puede ser para cualquier marido una esposa como la mía, en proceso de envejecimiento, y sé también que algunos de ustedes encontrarán difícil ser tan considerados como yo. Pero hay que permitir que nuestras compañeras envejezcan con dignidad, y eso lo podemos lograr con sólo guardarles algunas consideraciones como ésas con las que acostumbro yo consentir a mi mujer. Seamos considerados con nuestras esposas. Después de todo vinimos a este mundo a ayudarnos los unos a los otros. Afectuosamente, su amigo Capronio”... Nota de la redacción. Nos vemos en la penosa necesidad de informar a nuestros lectores que el señor Capronio perdió la vida en forma repentina. Fue encontrado muerto en su casa. Tenía un palo de golf metido en el culo, con perdón sea dicho. El fiscal acusó a Ancila de haberlo asesinado, pero un jurado compuesto totalmente por mujeres la absolvió. Tanto las integrantes del jurado como la jueza que decretó la inmediata libertad de la acusada tomaron en cuenta la sólida argumentación de la abogada defensora en el sentido de que Capronio se sentó accidentalmente en el palo de golf.

Babalucas le comentó a un amigo: “Compré 500 tortuguitas de agua. Las tengo en la bañera de mi casa”. “¿En la bañera? -se azoró el amigo-. ¿Y cómo le vas a hacer cuando quieras bañarte?”. Responde el tontiloco: “Les vendaré los ojos”.

Doña Chalina Hurguete, amiga de averiguar vidas ajenas, estaba viendo la tele en la sala de su casa. Su esposo miraba pasar la vida a través del cristal de la ventana, como León Felipe. De pronto el señor dijo: “Ahí va el tipo ése que se está tirando a la vecina”. No había terminado aún de decir esas palabras cuando doña Chalina estaba ya en la ventana. Vio al hombre que pasaba y dijo con disgusto: “¡Pero si ese tipo que dices es el esposo de la vecina!”. Le preguntó, calmoso, su marido: “¿Y acaso no se la está tirando?”.

Eglogia, garrida moza campesina en flor de edad, iba por el camino de la hacienda. Se dirigía a la acequia a sacar agua en el cántaro que llevaba graciosamente sobre el hombro en tal manera que sin proponérselo mostraba enhiesto el busto, cimbreante la cintura, y tentadoras las redondeces de su carne joven. (Caón, esto parece sacado de una novela del Caballero Audaz). Acertó a pasar por ahí el hacendado, recio varón en plenitud de edad, gallardo y poderoso. Sofrenó su caballo al lado de la joven, que se detuvo también a la orilla del camino. “¿Cómo estás, Logia?” –le preguntó el hombre tocándose levemente el ala de su jarano a modo de saludo. “Bien, siñor amo” –respondió ella al tiempo que con el pie removía con turbación la tierra. “Cada día te pones más hermosa, muchacha” –le dijo con insinuante voz el hacendado atusándose el bigote porfiriano. “Favor que usté mi hace, siñor amo” –agradeció ella, ruborosa, mientras seguía removiendo con el pie la tierra. “Pareces flor del campo –continuó el dueño de la hacienda pasando por la lozana joven una mirada de ignívoma lubricidad–. Feliz el hombre que pueda gozar el aroma y belleza de esa flor”. “Gracias, siñor amo –respondió ella sin levantar la vista–. Lo qui pasa es que usté mi mira con ojos de piedá”. Y al decir eso seguía removiendo la tierra con el pie. “Te veo con ojos de hombre, guapa –replicó el patrón afirmando los pies en el estribo como disponiéndose a bajar–. Pero dime, ¿por qué remueves tanto la tierra con el pié?”. Ruborizándose más contestó Eglogia: “Es que siguramente usté mi va a tumbar ahora, siñor amo, y estoy preparando desde ahora el hueco, pa’ estar en blandito”.

Un individuo llegó el sábado por la noche a la casa de mala nota. Con disgusto la encontró cerrada, y con mayor desazón aún leyó el letrero que en la puerta había hecho poner la mamasanta (así llama García Márquez en sus memorias a la dueña de una mancebía o lupanar). Decía el tal letrero: “Cerrado por vacaciones. Sírvase usted mismo”.

La foca se veía ojerosa, insomne, pálida. Explicó: “Es que tuve el foco prendido toda la noche”.

Astatrasio Garrajarra manifestó en una cantina: “Yo con una copa tengo. El problema es que nunca recuerdo si es la número 15 ó la 16”.

Rondín # 7

El doctor Ken Hosanna fue a una convención de médicos. En el lobby bar del hotel conoció a una atractiva rubia. Entabló conversación con ella, y le invitó una copa. Ella la aceptó, y luego pidió dos o tres más. Animado por esa acogida el facultativo pensó en otra, y le propuso a la muchacha ir con él a su habitación. Le dijo ella: “Si perteneces a la seguridad social, te daré cita para dentro de seis meses. Si eres particular, te cobraré mil pesos por 15 minutos”.

¿Cuál es el animal más verriondo que hay? Es el canguro. Puede pasarse varios días sin beber agua ni comer, pero no puede estar ninguno sin echar varios brinquitos.

Alguien le preguntó a Nalgarina Grandchichier, joven mujer de ubérrimo tetamen y exuberante antifonario: “¿En qué trabajas?”. Respondió ella: “Vivo de lo que tengo depositado en el banco”. Y al decir eso se acomodó bien en el banco donde estaba sentada.

Decía una sabia mujer (todas son sabias): “Los hombres son como las almohadas; con el tiempo y el uso se ablandan”. (En todos sentidos).

Se celebró en el pueblo un baile de disfraces, y Babalucas acudió prácticamente en peletier, o sea en cueros. Llevaba sólo una breve pampanilla que alcanzaba apenas a cubrirle las pudendas partes. “¿Qué significa esto, señor mío?” –le preguntó en la puerta don Sinople, el presidente del casino, quien por haber leído en la preparatoria “El secreto del bien y del mal”, de don José Romano Muñoz, se sentía obligado a indagar el significado de las cosas. “Es mi disfraz” –respondió con firmeza Babalucas. “¿Ah sí? –frunció las cejas y otras partes don Sinople–. No puede usted entrar así. Su disfraz es demasiado corto. ¿De qué viene usted disfrazado?”. Respondió muy ufano Babalucas: “De la crisis económica de México”. “Ya entiendo –replicó el señor–. En ese caso tampoco puede entrar. Su disfraz es demasiado largo”.

En un periódico apareció este anuncio: “Vendo enciclopedia en 45 tomos. Me casé hace un mes, y resulta que mi esposa sabe todas las cosas del mundo”.

“Acúsome, Padre, de haber cometido un grave pecado de la carne”. Así le dijo en el confesonario la linda novicia al joven cura. “¿Cómo dijiste? –exclamó ansiosamente el novel sacerdote–. ¡Cuenta, hija mía, cuenta!”. Le dice ella: “La comí en viernes”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, comentaba en su estilo de bellaco: “Hacer el sexo dentro del matrimonio es como ir a la tienda de conveniencia de la esquina; no hay mucha variedad, pero siempre está ahí”.

La sala de espera del doctor Ken Hosanna estaba llena de pacientes. Un individuo entró, y en voz bien alta le dijo a la recepcionista: “Quiero que el médico me vea. Tengo un problema en mi pija”. “¡Señor! –se indignó la mujer–. ¡No use usted aquí ese vocabulario! Hay damas presentes, y también estoy yo. Salga, vuelva a entrar y diga que tiene problemas con cualquier otra parte de su cuerpo, digamos una oreja”. El sujeto, apenado, salió de la sala de espera. Volvió en seguida a entrar, y con voz de actor que recita su parte, le dijo a la recepcionista: “Quiero que el médico me vea. Tengo un problema en mi oreja”. La mujer, en tono igualmente estudiado, le preguntó: “¿Qué problema tiene usted en su oreja, señor?”. Respondió el tipo: “No se me levanta”.

El novio y la novia se abrazaban y besaban apasionadamente en el parque al amparo de las cómplices sombras de la noche. Él le preguntó a ella: “¿Por qué bajas la mirada cada vez que te digo que me vuelves loco?”. Respondió la muchacha: “Para ver si es cierto”

Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, mujer fatua y pretenciosa, visitó con sus amigas el zoológico, y exigió que el director las atendiera personalmente. En el curso del recorrido lo asediaba con toda clase de impertinentes preguntas sobre los animales. “El hipopótamo –inquirió– ¿es macho?”. Harto ya, le respondió el hombre: “¿A qué esa pregunta, señora? ¿Acaso quiere usted ser la hembra?”. (Y ciertamente daba la medida).

El anheloso galán le propuso a su dulcinea: “Hagamos el amor”. “Vehemencio –acotó ella–, falta sólo una semana para que nos casemos”. Replicó el muchacho: “Es que se me va a hacer muy larga”. Y replicó, feliz, la chica: “¡Pues mejor!”.

Don Martiriano, el esposo de doña Jodoncia, acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna, y se quejó de que le dolía una pierna. Le preguntó el médico: “¿Cuándo empezó el dolor?”. “Hace un mes” –respondió el lacerado. Lo examinó el galeno, y profirió asombrado: “¡Pero, señor! ¡Trae usted la pierna quebrada! ¿Por qué no había venido antes?”. Respondió el infeliz: “Hubiera venido, doctor, pero cada vez que me quejo de algún dolor mi mujer me dice que se debe a la copita de vermut que me tomo cada noche antes de acostarme”.

Dulcilí, muchacha ingenua y candorosa, le comentó a su compañera de oficina: “Me daban unos dolores de cabeza muy fuertes, y consulté el caso con amigo mío, pasante de Medicina. Él me dijo que podía curarme haciéndome una serie de trepanaciones. Me está haciendo una cada semana, y los dolores han desaparecido”. “¡Dulcilí! –se espantó la otra–. ¡Una trepanación es sumamente peligrosa! ¡Esa operación sólo la hacen los neurocirujanos!”. Declaró Dulcilí: “Las trepanaciones que me hace mi amigo no son peligrosas. Nada más se me trepa”.

Una boa decidió dedicarse al antiguo y muy competido oficio de la prostitución. Haría comercio con su cuerpo. Le comunicó su determinación a otra serpiente, y ésta le auguró: “Fracasarás. No podrás resistir la tentación de tragarte a tus clientes”. “Te equivocas” –le respondió la boa. Y enfatizó su respuesta con una sabia frase de aplicación universal, y que no admite réplica por su carácter axiomático: “Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa”. Ese mismo día la boa llevó a la práctica su decisión, y puso en la puerta de su morada un foco rojo que encendió a la caída de la tarde. No tardó en llegar el primer cliente. Era un conejito gordo, luciente, apetitoso. La boa tenía hambre por efecto de varios días de ayuno. Así, no se pudo contener; la hambruna y el instinto hicieron que se tragara prontamente al conejito. Recordó de repente, sin embargo, lo que le había dicho su amiga, y lo regurgitó. Salió el conejito todo mojado, lleno de confusión, aturrullado. “¡Caramba! –exclamó con emocionado asombro–. ¡Si así estuvo la besada cómo irá a estar la fornicada!”.

Dos agentes de ventas llevaban ya un mes fuera de su casa. Cierta noche, después de beber una competente ración de copas en el bar, uno de ellos le propuso a su amigo que fueran a una casa de mala nota. Le dijo: “Pediré para ti la mujer más hermosa y más ardiente del local”. Replicó el otro: “Gracias, pero mejor pídeme la más fea y la más fría”. “¿Por qué?” –se asombró el primero. “La verdad –confesó el otro–, estoy empezando a extrañar  a mi señora”.

Los recién casados entraron en una pequeña fonda a la orilla de la carretera. Ella se veía rozagante y satisfecha. El novio, por el contrario, se miraba agotado, exánime, desfallecido, feble, exangüe, débil, frágil, exhausto, desmadejado, anémico, lánguido, cansado, marchito, consumido, inánime y desmejorado. Ella se levantó al baño, y cuando se vio solo el muchacho se echó a llorar desgarradoramente ante el asombro de la concurrencia. El dueño de la fonda fue prontamente hacia él y le preguntó solícito: “¿Le sucede algo, joven?”. “Sí –respondió el muchacho entre sus lágrimas–. Y peor me va a pasar”. “¿Qué le sucede?” –inquirió el de la fonda. “Mire usted –explicó el novio sin dejar de llorar–. Mi novia y yo pasamos nuestra noche de bodas en Tres Marías, y ella me hizo demostrarle mi amor tres veces. Anoche estuvimos en Cuatro Caminos, y me hizo amarla cuatro veces”. “Eso es una delicia –dijo el otro–. No me explico por qué llora usted”. El muchacho estalló en un sollozo desgarrado y respondió: “¡Es que ahora vamos a Mil Cumbres!”.

Eran las tres de la mañana cuando sonó el teléfono en casa del doctor Herrioto, médico veterinario. Quien llamaba era la señorita Sinpena Nigloria, célibe madura. “¡Doctor! –clamó en voz llena de angustia–. Estaba dormida, y me despertaron unos gañidos desesperados de mi perrita, la Kikí. Sucede que salió al jardín, por el calor. Quién sabe cómo se metió un perro callejero, se le subió a la Kikí y le está haciendo eso que no puedo nombrar, pero que usted ya sabe. ¡Todavía está encima de ella, y no he podido hacer que se quite y deje en paz a mi pobre perrita!”. “Es muy sencillo –le indicó el médico–. Cuelgue ahora mismo. Yo llamaré por teléfono al perro”. Replicó la señorita: “No entiendo, doctor. Ya le pegué al animal en la cabeza con la escoba; le eché agua, y sigue arriba de la perrita. ¿Y dice usted que con una llamada telefónica el perro se va a quitar?”. “Estoy absolutamente seguro –masculla el veterinario tratando de contener su enojo–. Precisamente por la llamada telefónica de usted, yo me acabo de quitar de mi mujer”.

Babalucas entró apresuradamente a un restorán. “Estoy de prisa –le dijo al mesero, sin sentarse–. Nada más tráeme la cuenta”.

Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión pasó frente a una agencia de viajes en cuyo escaparate había un cartel que anunciaba un crucero por los Mares del Sur, y en ese mismo instante la cosecha de piña en Tahití quedó congelada. Rarísimas veces la señora accedía a cumplir el débito conyugal, lo cual mantenía a su esposo, don Frustracio, en perpetuo estado de insatisfacción. Si el infeliz no recurría a la autoayuda es sólo porque estudió en el colegio de los maromianos, y ahí adquirió la convicción de que si hacía “eso” le saldrían pelos en la correspondiente mano, se quedaría ciego y se iría al infierno, en ese orden. Aun así don Frustracio no dejaba de celebrar los cumpleaños de su mujer. Una vez la llevó a cenar en restorán, y ahí le regaló un aderezo de brillantes. Las joyas, ya se sabe, son, para cierto tipo de mujeres, una especie de Viagra femenino. Tras recibir el obsequio doña Frigidia le dijo a su marido: “Esta noche podrás hacer conmigo lo que quieras”. Don Frustracio fue y la dejó en casa de su mamá..

Rondín # 8

Babalucas le contó a un amigo: “Voy a cruzar el Canal de la Mancha nadando sin acompañamiento”. “¿Sin acompañamiento? –se preocupó el otro–. ¿Qué harás si te cansas?”. Respondió el pavitonto: “Me echaré agua en la cara”.

Afrodisio, galán concupiscente, le dijo a la ingenua Dulcilí: “Los besos, mi vida, son el lenguaje del amor”. Sugirió ella: “Entonces no me estés hablando tan abajo”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, llevó a su suegra a montar a caballo. “Yerno –le dijo la señora, temerosa, cuando vio la cabalgadura que el tipo le ofrecía–, tú sabes bien que no he montado nunca. Y me dicen que este caballo no está domado, que jamás ha sido montado por nadie”. “Usted móntele, suegrita –respondió Capronio con untuosa voz–. Aprenderán juntos”.

Un jugador de futbol americano colegial cumplió una condena de dos años en una prisión de Estados Unidos. Al entrar era ala cerrada, y salió como receptor abierto.

¿Cómo engaña una mujer frígida a su esposo? Le duele la cabeza con el vecino.

“Malas noticias -le informó el doctor a su paciente-. Tiene usted sida y Alzheimer”. “Mala suerte -suspiró el hombre-. Lo bueno es que no tengo sida”.

Lord Feebledick llegó a su casa y encontró a su esposa lady Loosebloomers en ilícito connubio con su mejor amigo (el mejor amigo de él, no de ella). Le dijo con voz doliente al abarraganado: “Caramba, Highrump! Yo tengo qué hacerlo; es mi obligación de marido. ¿Pero tú?”.

¿Cuál es la diferencia entre un telón de teatro y el atributo varonil? El telón de teatro no se baja sino hasta que termina el acto.

Afrodisio Pitongo era hombre fornicario y dado a la libídine. Gustaba también de los espíritus del vino. Solía decir: “Beber aunque no tengamos sed y follar durante todo el año: He ahí lo que nos distingue a los hombres de los animales”. En cierta ocasión el salaz sujeto le propuso a una linda chica pasar juntos la noche. “Si lo hago -opuso ella- no me respetarás por la mañana”. “Nos despertamos después del mediodía” -sugirió él para quitarle tal temor. Ése y otros labiosos argumentos vencieron la resistencia de la joven, quien finalmente se rindió a las instancias del tozudo seductor. Cuando llegaron al departamento de Pitongo la chica tropezó en el tapete de la entrada y estuvo a punto de caer.

Afrodisio la sostuvo, solícito y caballeroso, y le preguntó lleno de inquietud: “¿Te lastimaste, linda?”. Al día siguiente, consumado ya el trance de erotismo, los dos salían del departamento, y ella volvió a tropezar en la alfombrilla. Le dijo entonces Afrodisio: “Levántalas, pendeja”. (¡Ah, hombres! Si no fuera yo uno de ellos diría que son groseros, ruines, majaderos, zafios, insolentes, patanes, burdos, sandios, y además cabrones).
Dos señores de edad ya muy madura rumiaban sus pensamientos, silenciosos, en la banca del parque al que iban todos los días. De pronto uno de ellos dejó escapar un hondo suspiro, y una lágrima rodó por su mejilla. Le dijo el otro al punto: “Si vas a hablar de mujeres me voy”.

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara y cicatera, desposó a Pirulina, muchacha sabidora. La noche de las bodas ella le vio la consabida parte y luego exclamó con gran ternura: “¡Mira! ¿Qué quiere ser cuando sea grande?”. El pobre Meñico tuvo antes una experiencia igualmente desconsoladora. Fue a cierto motel con una musa de la noche. Nervioso, empezó a desvestirse en silencio. Le dijo la perendeca: “No hablas mucho ¿verdad?”. Tratando de disimular su azoro Maldotado contestó: “Yo hablo con esto”. Y le mostró a la hetaira la región de la entrepierna. “Ya veo -replicó la maturranga-. Eres hombre de pocas palabras”.

“Hay cuatro clases de orgasmos en la mujer -le dijo Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, a su amigo Juanelón-. Son: El positivo, el religioso, el de velocímetro y el falso”. Preguntó Juanelón, interesado: “¿Cuál es cada uno de ellos?”. Capronio procedió a dar la explicación. “El positivo -dijo- es cuando la mujer dice al llegar al arrebato erótico: ‘¡Sí! ¡Sí!’. El religioso es cuando exclama en el pináculo del éxtasis: ‘¡Dios mío! ¡Dios mío!’. El de velocímetro es cuando al llegar al culmen del deliquio pide vehementemente: ‘¡Más aprisa! ¡Más aprisa!’”. Quiso saber Juanelón: “¿Y cuál es el orgasmo falso?”. Responde el vil Capronio: “Es cuando tu mujer grita: ‘¡Oh, Juanelón! ¡Oh, Juanelón!’”

Acaba de salir una nueva versión de la revista Playboy hecha exclusivamente para hombres casados. Todos los números traen mes tras mes las mismas fotos.

Un hombre pasó junto a un gran montón de cemento, y creyó oír que de él salía una voz. En efecto, al acercarse escuchó estas palabras: “No se asuste, amigo. Antes fui un ser humano igual usted. Encontré en el desván de mi casa una lámpara de forma extraña. La froté, y apareció un genio de oriente que me ofreció cumplirme cualquier deseo. Yo le dije que mi aspiración había sido siempre ser un semental. Y el genio no sabía ortografía”.

Solicia Sinpitier, Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, se reunieron en el departamento de Solicia a merendar. Ella fue a la cocina a traer los cafés y las galletitas. En el ínterin sus amigas se pusieron a platicar. Himenia le contó a Celiberia que había comprado en el súper un pepino muy grande, y señaló con ambas manos el tamaño del vegetal. En eso regresaba la señorita Sinpitier, y preguntó con ansiedad: “¿Quién? ¿Quién?”.

Todos los martes de 5 a 6 de la tarde Astatrasio Garrajarra, ebrio consuetudinario, acude al consultorio del doctor Duerf, célebre analista, a fin de que le quite el vicio de beber. El tratamiento está dando resultado: Garrajarra ya no bebe todos los martes de 5 a 6 de la tarde.

Simpliciano, candoroso doncel, le dio por primera vez un beso en la mejilla a Florilí, una buena muchacha con quien tenía ya tres años de novio. Ella clamó: “¡¿Qué has hecho, desdichado?! ¡Ahora tendremos qué casarnos!”. Asustado, el cándido mancebo accedió al desposorio, y las nupcias se llevaron a cabo. La noche de las bodas él se puso a escribir en su laptop. “¿Qué haces? -le preguntó, asombrada, Florilí. Contestó el boquirrubio: “Me dijo el Padre Arsilio que el fin principal del matrimonio es la procreación de la especie. Le estoy poniendo un mensaje a la cigüeña para que nos mande un niño”. Ella alzó los ojos al cielo en mudo gesto de impaciencia, y luego procedió a enseñarle a su tontorrón esposo cómo se encargan los niños. Simpliciano se asombró bastante, por lo extraño del procedimiento. Le gustó, sin embargo, y le preguntó a su mujercita si una vez llegado el niño que acababan de encargar podrían volver a hacer lo mismo a fin de encargar otro. Alzó ella los ojos al cielo por segunda vez, y le respondió que podían volver a hacer aquello sin esperar al nacimiento del bebé. El muchacho se alegró bastante, pues estaba ya en deseo -y en aptitud- de repetir el agradable evento, cosa que hizo ya sin necesidad de conducción. ¡Ah, cuán cierta es la frase que alguna vez leí en el zoológico de Amsterdam! Dice: “Natura artis magistra”. La naturaleza es la maestra del arte. El caso es que tres meses después de la boda Florilí dio a luz un robusto bebé de 4 kilos. Simpliciano supuso que aquel célere nacimiento se debía a las repetitivas ocasiones en que él había hecho el encargo, pero su mamá le dijo que le preguntara a su suegra a qué obedecía el singular fenómeno, tomando en cuenta que el embarazo de la mujer, hasta llegar al correspondiente parto, toma normalmente nueve meses. El pasmarote le hizo la pregunta a la señora, y la suegra respondió con ligereza: “¡Anda! Dulcilí es una muchacha demasiado buena. ¡Qué va a saber ella de cuánto debe durar un embarazo!”.

“Muévete, linda” -le dijo don Madano, obeso señor, a la muchacha de tacón dorado con la que estaba yogando en la tradicional posición del misionero. Ella empezó a parpadear rápidamente. Le preguntó extrañado el rollizo galán: “¿Por qué parpadeas así?”. Respondió ella: “Con usted encima lo único que puedo mover son los párpados”.

Avaricio Cenaoscuras, hombre ruin y cicatero, cortejaba a una chica. La llamó por teléfono y le propuso: “¿Qué tal si vamos hoy en la noche a pasear por el parque?”. “Está bien” -dijo ella no muy convencida. Volvió a inquirir el cutre: “Y ¿qué te parecería una buena cena antes del paseo?”. “¡Fantástico!” -se entusiasmó la chica. “Muy bien -le dijo entonces Avaricio-. Pasaré por ti a las 9. A esa hora seguramente ya habrás terminado de cenar”.

Un vendedor de seguros fue a buscar a don Algón. No vio a su secretaria en el escritorio, de modo que llamó a la puerta de la oficina del ejecutivo. Asomó por ella la muchacha. Para sorpresa del agente la atractiva asistente llevaba las bubis al descubierto. Le dijo al visitante: “Don Algón no puede recibirlo ahora. Es su hora del lunch”.

Rondín # 9

El astroso vagabundo le dijo en la calle a la preciosa chica: “¿Me da 50 pesos para una taza de café?”. Le respondió ella fríamente: “Una taza de café cuesta 25 pesos”. “Sí -admitió el pedigüeño-, pero esperaba que usted me acompañara”.

Quién hubiera tal ventura sobre las aguas del mar, y también en la tierra y bajo el cielo, como hubo don Potencio, señor que a pesar de su avanzada edad -andaba ya en los 70- conservaba íntegras sus facultades de varón. El doctor que le practicó un examen médico se sorprendió al saber que el maduro caballero gozaba todavía los placeres de la cama. Le preguntó, admirado: “¿Cuántas veces al mes hace usted el amor?”. Respondió el viripotente másculo: “Lo hago cinco veces por semana, de modo que saque usted la cuenta”. El facultativo se asombró aún más. Le dijo, inquieto: “Señor: Cuando se está en los 70 años es peligroso tener sexo 20 veces al mes. Hágalo cuando mucho 4 veces”. “Muy bien, doctor -suspiró don Potencio, resignado-. Esperaré a estar en los 80 para volver a hacerlo nuevamente 20 veces al mes”.

“El niño no se te parece –le dijo la esposa a su marido mientras ambos contemplaban a su bebé en la cuna-. Tú tienes los ojos cafés; él los tiene verdes. Tú tienes el pelo liso; él lo tiene rizado. Tú eres de nariz roma; el niño es de nariz aguileña. Y él la tiene grandecita”.

Babalucas preguntó en el banco por qué le habían devuelto un cheque. “Por falta de fondos” –le informó el empleado. “¡Carajo! –exclamó con disgusto el tonto roque-. ¡Primer banco que veo al que le faltan fondos!”.

Un habitante de Cuitlatzintli, pintoresco pueblito suriano, fue a la ciudad, y ahí hizo un amigo. Le dijo: “Te invito a visitarme. Así conocerás la famosa hospitalidad de Cuitlatzintli”. Tanta fue la insistencia del sujeto que el citadino por fin lo visitó. Fue recibido en la estación del tren con música de viento, cohetería y flores. “Ya empiezas a conocer la famosa hospitalidad de Cuitlatzintli” –le dijo con orgullo el anfitrión. Después éste lo llevó a su casa, y luego de acomodarlo en la mejor habitación le ofreció una espléndida comida generosamente rociada con sápidos chíngueres locales. “Ya vas conociendo la famosa hospitalidad de Cuitlatzintli” –le repitió, ufano. Esa noche el dueño de la casa se disculpó con su invitado, pues debía asistir a una junta en el casino. “Pero mi mujer –le dijo- seguirá mostrándote la famosa hospitalidad de Cuitlatzintli”. Tan pronto el marido salió de la casa su esposa, en efecto, procedió a mostrarle al visitante la famosa hospitalidad de Cuitlatzintli, pues ciertas cosas le mostró que hicieron que los rijos del hombre se inflamaran en tal modo que sin poder contenerse tumbó a la dama y empezó a hacerle el amor ahí mismo, en el piso de la sala. Sucedió, sin embargo, que el lugareño había olvidado unos papeles. Cuando regresó por ellos vio al hombre refocilándose cumplidamente sobre su consorte. “¡Mujer! –le dijo con enojo a la señora-. Tanto que le he hablado a mi amigo de la famosa hospitalidad de Cuitlatzintli, y tú que me haces quedar mal. ¡Eleva el cóccix, desdichada! ¿No ves que sus éstos están rozando el suelo?”.

Acnerio, muchacho adolescente, era estudiante de música. Cierto día su abuela, de visita en casa, le preguntó: “¿Qué estabas haciendo?”. Respondió el muchacho: “Me hallaba en mi cuarto, tocando mi tuba”. “Eso no es bueno, hijito –lo amonestó la anciana-. Pero en fin, estás en la edad. Lávate las manos y vente a comer”.

Dos amigos que hacía bastante tiempo no se veían se toparon en la calle. Le preguntó uno al otro: “¿Qué es de ti? ¿Qué haces?”. Respondió el interrogado: “Estoy experimentando un nuevo modelo de vida que consiste en vivir con una mujer sin tener sexo con ella”. Pensó el otro que su amigo practicaba alguna doctrina religiosa, espiritual o mística, de modo que le preguntó: “¿Cómo se llama ese modelo de vida?”. Respondió, mohíno, el amigo: “Se llama matrimonio”.

“Dos días antes de casarme –relató aquel hombre joven -tuve una discusión con mi novia que por poco da al traste con el matrimonio. Nuestro pleito se originó en aquella fiesta de despedida en la que de seguro iba a haber borrachera, sexo, desórdenes de toda clase. Después de mucho discutir, y para evitar que la boda se suspendiera, decidí ceder. Le dije a mi novia: “Está bien: ve a esa fiesta”.

La madura actriz de cine quería un papel en la película, de modo que accedió a tener trato carnal con el avieso productor. Al terminar el consabido trance declaró ella, muy digna: “Debo decirle, don Thalbergo, que no suelo hacer una práctica de esto”. “Ya lo sé, preciosa –contestó el sujeto-. De inmediato se ve que te falta práctica”.

Se llamaba Facilda Lasestas. Digo “se llamaba” porque un día pasó a mejor vida. Quienes asistieron a su velación se sorprendieron al verla en el féretro con las piernas abiertas y dobladas. Explicó una de sus familiares: “La pobra Facildita nos pidió que la pusiéramos tal como sus amigos la recordaban”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a merendar en la casa de su amiguita Solicia Sinpitier, célibe otoñal como ella. Solicia fue a la cocina por los cafecitos, y en eso el teléfono sonó. Levantó el auricular la señorita Himenia y oyó acezos, jadeos, palabras soeces. “¡Solicia! –le gritó con alarma a su amiga-. ¡Tienes una llamada obscena!”. Desde la cocina responde la señorita Sinpitier: “Tómale el teléfono y dile que en seguida me reporto”.

El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que no se consume el día del Señor), contrajo matrimonio con una de las hermanas de la congregación. La noche de las bodas el pastor fue al baño a fin de disponerse para la ocasión. Al salir se quedó estupefacto al ver a su esposita, a quien había considerado siempre mujer piadosa y recatada, tendida en el lecho, desnuda por completo, de espaldas, con las manos atrás de la nunca, sensual y voluptuosa, lúbrica, en la misma actitud de la Maja Desnuda, de Goya (1746-1828). “¡Pero, Husina! –le dijo consternado-. ¡Yo esperaba encontrarte de rodillas!”. “¡Ah no! –protestó ella-. ¡En esa posición de doggie style siempre me duele la cintura!”.

“Tiene más cuernos que una canasta de caracoles”. Así dijo Pierre Brasseur, el gran actor, al hablar de un infeliz a quien su casquivana esposa coronaba asiduamente. Lo dijo en la película Il bell’Antonio (1960), dirigida por Mauro Bolognini, con una bellísima Claudia Cardinale y un Marcello Mastroianni en flor de edad. De esa misma legión, la de cornudos, formaba parte don Hornilio, casado con mujer fácil de cuerpo. Un amigo le dijo cierto día: “Ayer vi a tu señora entrando con un desconocido en el Motel Kamagua”. “¿Cómo éra él?” –preguntó con inquietud el gurrumino. Respondió el oficioso informador: “Era alto, moreno, de bigotito a la Pedro Infante y con cabello ensortijado”. “¡Ah, sí!” –dijo entonces don Hornilio-. Pero te equivocas: no es un desconocido; es el compadre Pitorrón”.

Pimp y Nela, chulo de oficio él, pupila ella en la manflota del lugar, asistieron a la cristiana inhumación de una compañera de mancebía a quien Diosito se llevó a su rancho. En el cementerio el dueño del lupanar tomó la palabra –varias, de hecho- para hacer el elogio fúnebre de la difunta maturranga. Dijo: “Desde su edad más tierna Buñi dio muestras claras de lo que al paso del tiempo llegaría a ser. A los 5 años ganaba ya unos centavitos enseñándoles los calzones a los niños de la vecindad. Luego, cuando llegó a la adolescencia, abandonó a su padre y madre ancianos, de quienes era hija única, para fugarse con un hombre casado que la dejó a los pocos meses.Fue entonces cuando vino a trabajar con nosotros. ¡Qué gran adquisición resultó ella! Podía tomarse una botella entera de tequila sin despegarla de los labios. Se fumaba 20 carrujos de mariguana cada día. Era capaz de inyectarse heroína, mascar peyote y aspirar cocaína sin que se le notara. Daba buena cuenta de 20 hombres, uno tras otro, en una misma noche. Y para pelear era una fiera. ¡Le rajaba la cara a cualquiera!”. Al oír todo eso Nela se echó a llorar, acongojada: “¡Qué injustos somos los humanos! –exclamó llena de sentimiento-. ¡La pobre Buñi tuvo que morirse para que alguien dijera cosas bonitas de ella!”…

Terminada la cacería de la zorra lord Feebledick volvió a su casa. ¿Qué vió al entrar en la recámara? Me da pena decirlo: vio a su mujer, lady Loosebloomers, en apretado consorcio de carnalidad con Wellh Ung, el toroso guardabosques encargado de la cría de los faisanes. A mayor abundamiento –aggravation, se dice en lengua inglesa- oyó lo que su esposa le decía al mocetón: “¡Eres un tigre! ¡Un toro! ¡Un león!”. También escuchó las expresiones con que el gañán se dirigía a la señora: “¡Gacela mía! ¡Pichoncito! ¡Corza!”. Preguntó lord Feebledick, ceñudo y enojado: “¿A qué ese zoológico?”. Con otra pregunta respondió lady Loosebloomers: “¿Cómo te fue en la cacería?”. “No muy bien –contestó lord Feebledick, mortificado-. El zorro pasó a mi lado y escapó”. “Perdone la curiosidad, milord –intervino en ese punto el guardabosque-. ¿Cómo supo su señoría que el animal era zorro, y no zorra?”. Explicó él: “Porque clarito oí que dijo: ‘Ahora sí, creo que ya me la…’”. Al oír tal expresión lady Loosebloomers se ruborizó y le pidió a su esposo: “Te ruego que no uses en mi presencia palabras propias de jayanes. Adulterio sí; vulgaridades no”.

Rosilita estaba hablando por teléfono con una compañerita de la escuela. Su mamá oyó que le decía “güey”. Cuando acabó de hablar la amonestó: “Hijita: esa palabra que usaste es muy fea. Te daré 10 pesos si me prometes que no la volverás a decir”. La niña prometió, y la señora le dio la moneda. Poco después la mamá vio que Rosilita estaba platicando con Pepito en el jardín. A su regreso le preguntó de que habían hablado. Respondió Rosilita: “Le conté a Pepito lo de la palabra fea que dije, y que me diste 10 pesos para que no volviera a usarla. Él me enseñó otra que vale por lo menos 100”..

El doctor Ken Hosanna tenía llena la antesala de su consultorio, pero, como de costumbre, iba despacio en la atención de los pacientes. Un señor que estaba ahí desde hacía un par de horas se desesperó por fin y dijo: “Creo que mejor regresaré a mi casa a morirme de muerte natural”.

Florilí, joven mujer sin mucha ciencia de la vida, accedió a entregarle a Libidiano Pitonier, galán concupiscente, la integérrima gala de su virginidad. Cuando ella le dio el sí el labioso seductor le dijo: “Eres a todo dar”. Se cumplió en el lecho el erótico trance de fornicación, y al terminarlo le dijo Libidiano a la muchacha: “Eres a todo dar”. Pasaron unos meses, y Florilí le anunció a su amador: “Estoy embarazada”. Guardó silencio el aprovechado sujeto; nada dijo. Prosiguió entre sollozos Florilí: “Como sé que no te casarás conmigo voy a alejarme de tu vida para siempre. Nada te pido y nada te pediré. Voy a perderme en el olvido. Jamás me volverás a ver”. Le contestó el bellaco: “¡Te digo! ¡Eres a todo dar!”.

Un misionero inglés y una joven hermana de su iglesia fueron a llevar la palabra del Señor a las tribus de beduinos del desierto. Extraviaron la ruta. Después de largos días de camino el camello en que iban cayó muerto de sed, hambre y cansancio, si bien no necesariamente en ese orden. El misionero pensó que de seguro no tardarían en seguir la misma suerte del artiodáctilo –porque el camello es un artiodáctilo-, y decidió pasar sus últimas horas holgándose con su feligresa. La ingenua joven no sabía nada acerca de las realidades de la naturaleza, de modo que el reverendo expuso una de las partes más reales de su cuerpo y le dijo: “Hermana: de aquí sale la vida”. “¡Praise the Lord, reverendo! –exclamó entusiasmada la piadosa chica-. ¡Póngasela al camello!”…

Pirulina se casó con Meñico Maldotado. Lo vio por primera vez al natural en la noche de bodas y le propuso: “¿Te parece si mejor vemos la tele?”.

Rondín # 10

En un lote baldío una cabra encontró un rollo de película, y empezó a comérselo. Llegó otra cabra y le preguntó: “¿Qué estás comiendo?”. “Una película –respondió la primera-. Pero me gustó más el libro”.

En el bar la curvilínea rubia le preguntó al añoso caballero que se sentó a su lado: “¿Cuánto se lla… perdón: ¿cómo se llama?”.

Uglicio era más feo que un coche por abajo. Además era tonto, y pobre de solemnidad. Le propuso matrimonio a una mujer que ya no estaba precisamente en sus mejores años. A pesar de eso ella lo rechazó. “¿Por qué? –le preguntó Uglicio, desolado-. ¿Hay alguien más?”. “¡Tiene que haberlo! –exclamó la mujer con desesperación-. ¡Tiene que haberlo!”.

Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, dijo a sus invitados: “En nuestro último viaje mi marido y yo hicimos un recorrido por el río Mingitorio”. “Orinoco, mujer; Orinoco” -la corrigió el esposo.

Llegó un extraño tipo a un bar de lujo. Vestía con elegancia, iba rodeado de hermosas chicas, y llevaba colgado al cuello un silbato de unos 30 centímetros de largo. El individuo ordenó varias rondas de bebidas para todos los presentes, y brindó alegremente con ellos. Luego pidió la cuenta, la pagó en efectivo y le dio al cantinero una propina de mil dólares. En seguida se dispuso a retirarse. “Perdone usted, señor -le dijo el barman-. Me ha llamado la atención su esplendidez, lo mismo que las bellas mujeres que lo rodean. ¿Cuál es la explicación de su buena fortuna?”. Respondió el sujeto: “Mire usted. Hace unos días iba yo por la playa, y las olas arrojaron a mis pies una lámpara de forma extraña. La recogí; la froté para limpiarla, y apareció un genio del oriente que me dijo que podía cumplirme tres deseos. Le pedí mucho dinero, y un harén de hermosas mujeres. Ése es el origen de mi ventura”. “Ahora caigo -dijo el cantinero, que también leía novelas españolas-. Pero dígame: ¿Y ese silbato grande que trae colgado al cuello?”. Contesta mohíno el individuo: “Le dije al genio que mi tercer deseo era tener un pito de 12 pulgadas”.

“Cuando estoy haciendo el amor con una mujer pienso en ti”. Así le dijo el hombre divorciado a su ex esposa. “¿Me extrañas?” -le preguntó ella entre vindicativa y halagada. “No” -replica el tipo-. Pero así no termino tan pronto”.

En el museo de arte la señora y su hijita más pequeña quedaron bajo una copia del David de Miguel Ángel. “¿Qué es eso?” -preguntó la pequeña- señalando la porción más de varón del personaje. Respondió la señora: “Es algo que los niños tienen, y las niñitas no”. Dijo la chiquilla: “Yo quiero una”. Le informó su mamá: “Si te portas bien, cuando seas grande tendrás una”.  “Y si se porta mal -le comentó en voz baja el guardia de la sala a su compañero- tendrá muchas”...

Eglogio, rústico gañán, hizo un viaje a la ciudad. El cura párroco del pueblo le había dicho que “la urbe” -tenía 40 mil habitantes- era un sitio de pecado, y el mocetón sintió curiosidad por saber en qué pecado se especializaba la metrópoli. No tardó en saberlo: El taxista a quien le pidió que por favor lo llevara a un lugar donde hubiera pecados lo condujo a una manflota o casa de prostitución. Ahí una musa de la noche lo hizo entrar en uno de los cuartos del local, le tomó la mano y se la puso en la parte donde obtenía sus ingresos. Le preguntó: “¿Esto es lo que buscas?”. Respondió el gaznápiro, alelado: “Realmente no lo sé, señora. Nunca he estado ahí”.

Don Casiano Campos, inolvidable señor de mi ciudad, hombre íntegro y sabio, me hizo escuchar en su casa la Fantasía Impromptu, de Chopin, y me describió, siguiendo las notas de la pieza, a un trovador medieval que galopa en su caballo hasta llegar al pie del balcón de su amada -se oye el caracoleo del caballo al detenerse-, y ahí le canta una canción de amor con su laúd, al terminar la cual se aleja otra vez al galope hasta perderse en la distancia. Yo sé le historia de un trovador igual, pero distinto. Bajo el balcón de su amada, poseído de urgentes ansias, buscó el modo de escalarlo. No lo consiguió, pues no había asidero alguno para poder subir. La hermosa princesa advirtió las ansias urgentes que mostraba su galán. Soltó entonces su larga y undosa cabellera rubia, y por ella pudo subir el trovador hasta la hermosa. Cuando se vio a su lado le dijo sin poder aguantar ya las urgentes ansias que llevaba: “¿Me prestas tu baño?”.

Don Chinguetas, señor de edad madura, le contó a doña Macalota, su mujer: “Bastó que la doctora observara la debilidad que tengo en las piernas para que me diera media incapacidad”. Replica ella con desabrimiento: “Si conociera la debilidad que tienes en otra parte te habría dado incapacidad total”.

El cuento que cierra el telón de esta columnejilla es sumamente sicalíptico. Al menos eso me dicen quienes me lo contaron, porque a decir verdad yo no logré captar su significación. Según ese relato dos señoras estaban conversando. Le dijo una a la otra: “Estoy furiosa: Mi marido llegó anoche con manchas de lápiz labial en la camisa”. Replicó la segunda: “Yo estoy más enojada aún: Mi esposo traía en las orejas manchas de crema para las piernas”.

Facilda Lasestas, joven mujer de mucha actividad hormonal y muy poca neuronal, fue invitada a un picnic. No sabía qué era eso, pero por si las dudas esa mañana, al bañarse, se lavó todo lo posible -y lo imposible también-, y se puso bragas nuevas. Al llegar al sitio donde tendría lugar la comida campestre Facilda se sentó con los demás invitados sobre el de grama césped no desnudo. La expresión es de Góngora, y puede sintetizarse en una palabra mexicana: “Zacate”, que significa pasto o yerba baja. Facilda bebió un par de copas de cierto chínguere que alguien le ofreció, y el bebistrajo le provocó un sopor o somnolencia que la llevó a alejarse un tanto del grupo. Se acostó en el zacate, y ahí se quedó dormida. Aconteció que una vaca que atravesaba el prado pasó sobre ella. Sintió Facilda las cuatro pezuñas de la res, y dijo entre sueños: “Uno por uno, muchachos: Uno por uno”...

Bustolina Grandchichier, joven mujer de prominente busto, iba caminando por el parque con un zapato de un color y otro de color diferente. Uno de los señores que iba ahí todas las mañanas le preguntó a su compañero de banca: “¿Ves los zapatos de Bustolina?”. “No” -contestó el otro, que era algo corto de vista. Y declaró el primero: “Ella tampoco”.

Don Cálamo Cano, poeta municipal, hizo un sensacional anuncio en la tertulia de la rebotica, anuncio que al punto corrió por todo el pueblo: había decidido suspender la confección -esa palabra usó- de la oda en versos ferecracios que estaba escribiendo sobre la bicicleta (en homenaje a ella, quiero decir, no montado en ella), poema que el alcalde le había pedido para que se dijera en el acto de entrega de bicicletas a la gendarmería. La razón por la cual el poeta interrumpió su oda es que después de concienzuda reflexión había decidido participar en el concurso de obras teatrales a que convocó el Iculo (Instituto de Cultura Laboral y Obrera) en la capital del Estado. La gente se llenó de orgullo y entusiasmo: en su poeta iban a tener ahora un dramaturgo. Le preguntaron a don Cálamo cómo se llamaría la obra que se proponía escribir, y cuál sería su argumento. Él dijo que estaba vacilando entre dos títulos: “Tierno amor” o “¡Muere, maldita desgraciada, muere!”. En cuanto a la trama, la esbozó a grandes rasgos: el marqués de Montesaltos asedia con deshonesto fin a la institutriz francesa de sus hijos, mademoiselle Grandpompier, quien está secretamente enamorada del joven Ataúlfo, el señorito de la casa, que a su vez ama a la condesa de Pitiminí, sacrílega amante del abate Duveteux, el cual sostiene una relación adulterina con la marquesa de Montesaltos. Se aplicó don Cálamo, en efecto, a la escritura de su drama. Todos los días los contertulios de la rebotica le pedían informes sobre el avance de la obra, y él se los iba dando a conocer: la institutriz se negaba a acceder a los infames propósitos del marqués, y reprobaba en aritmética a sus hijos; Ataúlfo, enterado de la pecaminosa relación de la condesa de Pitiminí con el abate, se vengaba del infame clérigo dejándole caer desde el balcón el contenido de una bacinica; la marquesa reprendía con acritud a su hijo, quien la amenazaba con atraer la deshonra sobre la familia lanzándose como candidato a diputado. ¡Qué argumento! El pueblo, ansioso, aguardaba a conocer el desenlace de aquella tremenda lucha de pasiones. Luego de seis semanas de ardua labor don Cálamo llegó por fin a la escena cumbre del último acto. En el comedor del palacio del marqués se han reunido todos los personajes de la obra. Montesaltos le reclama a la marquesa su traición con el abate, y éste le arroja a la cara una copa de vino tinto, por cierto de baja calidad. Ataúlfo saca un revólver y va a dispararle al eclesiástico. Su madre se lanza sobre él y le desvía el brazo. “¡No lo mates! -le grita con desgarrado acento-. ¡Es tu padre!”. La condesa de Pitiminí le dice al abate que caerán sobre él todos los castigos infernales. La institutriz rompe en lágrimas, y Ataúlfo la toma en sus brazos para consolarla. El marqués abofetea a su hijo y lo llama “descastado”. Todos gritan, juran y amenazan. La gente no acertaba a imaginar en qué forma don Cálamo remataría su drama. Alguien le hizo la pregunta: “¿Cómo termina la obra, señor Cano?”. Respondió él, imperturbable: “Entra un oso y se los come a todos”...

El ginecólogo examinaba a la curvilínea fémina. Le dice: “Señorita: los odontólogos están acostumbrados a encontrar una cavidad en el diente, pero ésta es la primera vez que yo encuentro un diente en la cavidad”.

“Di la verdad y luego corre”, aconseja un antiguo proverbio yugoslavo. Doña Macalota salió de la ducha y se miró en un espejo de cuerpo entero. (Lo cierto es que para verse necesitaba un espejo de dos cuerpos enteros). Le dijo a don Chinguetas, su marido: “Me veo vieja, gorda y fea. Dime algo que me levante el ánimo”. Le dice el desalmado: “Tienes una excelente vista”.

Vivir con un santo o -peor todavía- con una santa, debe ser muy aburrido, pero puede llevar a cualquiera a alcanzar la santidad, si es que ejerce la encomiable virtud de la paciencia. Avidio casó con Goretina, piadosa joven dada a las devociones. Con tal asiduidad se entregaba la muchacha a sus ejercicios de piedad -triduos, novenas, octavarios- que se olvidaba de darle de comer a su marido, y tampoco le daba de follar, si me es permitida esa expresión que en jerga de rufianes equivale, en orden alfabético, a arrempujar, bombear, celebrar un H. El caso es que Avidio, que amaba con ternura a Goretina, quiso salvar el matrimonio, y con su esposa acudió a la consulta de un celebrado consejero familiar, hombre de mucha experiencia, pues se había casado cinco veces, tres de ellas con mujer. El especialista los entrevistó por separado. Avidio entró primero, y le contó su problema al doctor Duerf, que tal era el nombre del facultativo. En lo tocante al sexo, le informó, su esposa era una monja: Nunca quería hacerlo. “En ese caso, joven -suspiró con doliente tono el médico- yo estoy casado con la madre superiora. Mi mujer piensa que el sexo es algo sucio. De nada me ha servido prometerle que me pondré gel antibacteriano ahí”. “Yo -repuso el joven- soy respetuoso de las creencias y costumbres de mi esposa, de modo que sólo le pido relaciones una vez al mes. Aun así ella se niega: Dice que sólo me admitirá en su lecho dos veces al año: El equinoccio de otoño y el de primavera”. “Pues lo envidio bastante, amigo mío -replicó el consejero-. La mía me recibe únicamente los días 29 de febrero, vale decir una vez cada cuatro años. Lo peor es que a veces olvido la fecha, y ella no me dice nada. Siento pena al decirlo, pero ahora traigo un cordoncito atado a la alusiva parte a fin de no olvidar el día la próxima ocasión”. Ofreció al muchacho: “Si usted me da su correo electrónico me comprometo a enviarle un memo la víspera de esa importante fecha”. Es usted muy amable -agradeció el terapeuta-, pero confío en que no me falle el cordoncito. En fin, permítame ahora hablar con su esposa, a fin de oír su punto de vista sobre la cuestión”. Salió el muchacho, y Goretina entró. El doctor Duerf anotó el nombre de la chica en su hoja clínica, y escribió luego al tiempo que decía en voz alta: “Paciente del sexo femenino”. “¡Ah, hombres! -exclamó con disgusto la piadosa joven-. ¡No piensan en otra cosa más que en sexo!”. El médico no hizo caso de la observación y le dijo a Goretina: “Entiendo, señora, que su esposo le pide sexo una vez al mes”. “Así es, doctor -respondió ella, apenada-. Pero yo no tengo la culpa, créame. ¿Cómo podía yo saber que mi futuro esposo era un maniático sexual?”...

Tres hombres se hallaban en una mesa de café, la de Los Minifaldos, nombrada así porque todos sus integrantes son de avanzada edad: Como las minifaldas, están a 5 centímetros del hoyo. Sumidos en un hondo silencio los tres señores bebían, meditabundos, su café. Estuvieron así largos minutos. De pronto uno de ellos dejó escapar un suspiro congojoso. Por la mejilla del segundo resbaló una furtiva lágrima. Dice entonces el tercero, con enojo: “¡Si van a hablar de política me voy!”.

El náufrago llevaba ya dos años en una isla desierta con su esposa, señora de mucho peso y poca gracia. Dormía la mujer en la orilla de la playa cuando un barco llegó a rescatarlos. Le dice en voz baja el hombre al jefe de los marineros: “Vayámonos sin hacer ruido, capitán. Gordoloba se pone de pésimo humor cuando alguien la despierta”.

La curvilínea rubia le dijo al ginecólogo: “Doctor, cada vez que estornudo siento ganas de hacer el amor. ¿Qué puede darme?”. Sugiere el facultativo, esperanzado: “¿Pimienta?”.

Rondín # 11

Preguntar en alta voz cuando se está de visita en casa ajena: “¿Dónde está el baño?” es muestra inequívoca de seguridad en sí mismo y de autoestima. Esa pregunta hizo don Sinople en la mansión de la señora Du Bettina, dama de la alta sociedad. Ella le informó: “Al fondo a la derecha”. Fue allá don Sinople, y pagó un censo líquido a la naturaleza. En tan copiosa forma lo hizo que el ruido de la chorra -así se decía antes- llegó hasta la sala donde los invitados se encontraban. “¡Qué pena!” -exclamó muy mortificada doña Panoplia, la esposa del meón. “No pase usted cuidado -la tranquilizó la anfitriona-. De todas las señoras que estamos aquí usted es la única que en este momento sabe qué es lo que su marido trae entre manos”.

Pepito le dijo en la mesa a su mamá: “Guerra en Siria. Hambre en África. Desempleo en Europa. Crisis financiera en Estados Unidos. En nuestro país la economía parada; la Ciudad de México sitiada por la CNTE; violencia e inseguridad en todas partes; pobreza en la mitad de la población. ¿Y a ti te preocupa que yo no me coma el brócoli?”.

Dulcilí, muchacha linda, cándida doncella, le preguntó en la alberca a su instructor de natación: “¿De veras si me quita usted la mano de ahí donde me la tiene puesta me llenaré de agua y me hundiré?”.

Libidiano Pitonier, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a la curvilínea enfermera: “Me gustaría sufrir un accidente, para que me atendiera usted”.  Le respondió ella: “Tendría que ser un accidente muy especial. Soy partera”.

Capronio le dijo a su suegra: “Me encanta mirarla por el extremo opuesto del telescopio, suegrita. ¡Se ve usted tan lejos!”.

“Serás el rey -le comentó la novia del soberano en la noche de sus bodas- pero tu tamaño de ninguna manera se puede llamar regio”.

En el sillón de la sala Susiflor y su novio estaban entregados al eterno rito del amor. Uso esa frase para no decir que estaban follando como locos. Desde lo alto de la escalera que llevaba al segundo piso los veían los papás de la muchacha. La madre se enjuga una lágrima con su pañuelo de batista y le dice emocionada a su marido: “¡Y pensar que apenas ayer le estaban saliendo los dientecitos!”.

El Padre Arsilio le dijo muy contento a la señorita Peripalda: “¡Hoy hice felices a siete personas!”. “¿Por qué, Padre?” –le preguntó ella. Contesta el buen sacerdote: “Porque casé a tres parejas”. “¿Tres parejas? –repite la catequista–. Entonces hizo usted felices a seis personas, no a siete”. Replica el Padre Arsilio: “¿Acaso crees que las casé gratis?”.

Un individuo contrató los servicios de una daifa, maturranga o perendeca. Terminada la coición materia del contrato el sujeto se negó a pagar la tarifa convenida. Ella lo demandó ante el juez pedáneo. Para guardar las formas la mujer le dijo al juzgador que el demandado no le había pagado el alquiler de una casa que le dio en renta. “Es que yo no sabía, señor juez –alegó el sujeto–, que la casa que la señora me alquiló era tan grande”. “No es que la casa sea grande, su señoría –se defendió la hetaira-. Lo que sucede es que el señor tiene muy poco mobiliario”.

Le preguntó un turista a Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo: “¿Qué hacen ustedes para tratar el agua que beben?”. Respondió el temulento: “Primero la hervimos dos veces. En seguida la filtramos. Después le añadimos cloro. Y por último, para mayor seguridad, bebemos cerveza”.

Tras los arbustos del parque una joven pareja hacía el amor desaforadamente. Ella se puso en pie de pronto, y al tiempo que con premura se arreglaba las ropas le dijo al galán: “Me dio gusto haberte conocido, guapo. Y perdóname, pero creo que ahí viene mi autobús”. (O tempora, o mores! Eso lo dijo Cicerón en sus Catilinarias, y quiere decir: “¡Oh tiempos, oh costumbres!”).

El correcto señor le preguntó en el autobús a Babalucas: “Perdone, caballero, ¿dónde debo bajarme para ir a la oficina de Correos?”. Le contestó el badulaque: “Fíjese dónde me bajo yo, y bájese dos cuadras antes”.

El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que lo realicen únicamente en la posición del misionero), pidió a los miembros de la congregación que dieran testimonio de su fe. Se levantó la hermana Valerina y dijo: “Mi esposo Casiodoro recibió un golpe muy fuerte en el escroto, tanto que se le dividió en tres partes. Ya se imaginarán ustedes el dolor tan intenso que sintió. Tuve que llevarlo al hospital. Los médicos no sabían qué hacer para reconstruirle el escroto, hasta que a uno de ellos se le ocurrió cosérselo con hilos de alambre, y ponerle luego una especie de jaulita de metal, para protegérselo. Casiodoro, que está aquí conmigo, ya se siente mejor, y su escroto muestra signos evidentes de recuperación. Yo le he puesto la mano ahí, y se le siente bien. Si algún hermano o alguna hermana quieren verle el escroto a mi marido él con mucho gusto se los enseñará. Por todo eso doy gracias al Señor”. Un aplauso emocionado surgió de los fieles, que habían temblado al conocer lo que le sucedió al desdichado Casiodoro. Se puso en pie éste y dijo: “Yo también le doy gracias al Señor. Pero quiero aclararle a mi querida esposa que la parte en que recibí el golpe no se llama ‘escroto’, se llama ‘esternón’”.

El agente de seguros le informa al granjero: “Si su granero desapareció por el tornado, le daremos otro igual”. “En ese caso –responde con alarma el individuo– cancele inmediatamente el seguro de vida de mi esposa”.

He aquí cinco palabras que un hombre jamás le dirá a una mujer: “Tus bubis son demasiado grandes”.

La del alba sería –zeugma o adjunción se llama esta figura, tan bellamente usada por Cervantes– cuando Augurio Malsinado supo que aquel día no iba a ser su día; al hacer de las aguas se mojó el pantalón de la piyama, y no pudo acostarse ya con ella. Pensó que de seguro Esquilo habría visto en ese acontecimiento un ominoso agüero. Se despertó bañado en sudor frío, que es como la gente debe despertar cuando tiene una pesadilla. Hizo sus abluciones, se vistió y salió a la calle sin despedirse de su esposa, que dormía desde las tres de la tarde del día anterior. En el trabajo las cosas no fueron nada bien; don Algón, su jefe, andaba de mal humor, pues al parecer la secretaria andaba en sus días de luna, por lo cual la muchacha tenía que dedicarse a trabajar, y eso molestaba mucho al salaz ejecutivo. Cuando llegó a su casa por la noche Malsinado cenó unas hojuelas de maíz en seco, único alimento que en el refrigerador y en la cocina pudo hallar. Fue a la recámara y vio en la cama a su mujer, sin ropa y presa de gran nerviosidad. Lo de la desnudez lo atribuyó don Augurio al calor, y lo del nerviosismo a la situación en Siria. Se acostó, y ya se iba a dormir cuando oyó un ruido abajo de la cama. Se asomó y preguntó en voz alta: “¿Hay alguien ahí?”. “No” –le respondió una voz de hombre. “Extraña cosa –le dijo Malsinado a su mujer–. Juraría que escuché un ruido abajo de la cama”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, acudió al gabinete del doctor Duerf, analista especializado en el mundo onírico, o sea de los sueños. Le dijo: “Tuve una espantosa pesadilla. Soñé que estaba con diez hermosísimas coristas. Las había morenas, rubias, trigueñas, pelirrojas, platinadas...”. El doctor se puso una mano en la barbilla, en actitud meditativa. (Cuando hacía eso cobraba un 10 por ciento más en la consulta). Le dijo a su paciente: “No me parece, señor Pitongo, que su sueño haya sido una pesadilla. Por el contrario, encuentro deleitoso y placentero eso de soñarse entre diez hermosas coristas”. Replica Afrodisio, mohíno y atufado: “Es que yo era la tercera de izquierda a derecha”.

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien se mostró avara la naturaleza en la parte correspondiente a la entrepierna, invitó a una linda chica a su departamento. Le dijo con sonrisa aviesa que le iba a dar “una cucharadita de amor”. Llegó la hora de los hechos, y Meñico se mostró al natural ante la chica. Le vio ella la menguada parte y comentó: “Ahora entiendo por qué me dijiste eso de la cucharadita. Mi novio anterior tenía pala”.

Le dice ella a él: “Me dejé crecer el pelo para parecerme a mi mamá”. Le dice él a ella: “Yo me dejé crecer el bigote, también para parecerme a mi mamá”. (Caón, de seguro la vieja se parecía a la mamá de Danny DeVito en la película “Throw momma from the train”).

El golfista salió de su casa antes de que su esposa despertara, y se dirigió a la de su amiguita. Con ella se pasó todo el sábado en deleitosas ocupaciones (tres). Por la noche volvió a su domicilio. Antes de entrar frotó concienzudamente sus zapatos en el pasto del jardín. “¿Dónde estuviste todo el día?” –le preguntó su esposa hecha una furia. Respondió con una sonrisa el individuo: “Estuve en casa de mi amiguita, entregado con ella a deleitosas ocupaciones (tres)”. “¡Mientes, descarado! –le gritó la señora hecha una furia–. ¡Otra vez te fuiste a jugar golf! ¡Mira cómo traes los zapatos!”.

Rondín # 12

En el autobús de pasajeros una señora se angustió porque en ese momento su niño se había tragado una moneda. Un pasajero sugirió que de inmediato el niño fuera llevado a un hospital. Otro, sin embargo, se ofreció a resolver ahí mismo el problema. Sin decir palabra le apretó con gran fuerza al pequeñín la parte correspondiente a la entrepierna. El chiquillo lanzó un grito de dolor y escupió la moneda. “¡Gracias, señor! –exclamó con alivio la señora, pues andaba algo escasa de monedas–. ¿Es usted médico?”. “No –respondió el hombre–. Trabajo en Hacienda, y soy experto en apretarle los éstos a la gente para sacarle el dinero”.

Hay tres palabras que dichas por mujer pueden arruinar para siempre la autoestima de un hombre: “¿Ya estás ahí?”.

Dos huevos de gallina, uno femenino, masculino el otro, entablaron conversación dentro de la olla donde se estaban cociendo. Le dice el huevo femenino al masculino mostrándole su cáscara: “Mira, tengo una rajadita”. Contesta el otro: “Espera un poco; todavía no me pongo duro”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, invitó a una amiga a comer en el elegante restorán italiano llamado “Las ternuras de Lucrecia Borgia”. Quiso doña Panoplia mostrar su conocimiento de los buenos vinos, y tras leer la carta le dijo al camarero: “Me gusta el Tonino Pomadori”. Repuso el mesero sin cambiar de expresión: “Se lo diré, señora. Es el dueño del restorán”.

Aquel agente de viajes acababa de cerrar un magnífico negocio, de modo que cuando observó a un ancianito y una ancianita que veían en el escaparate el anuncio de un crucero, sintió el impulso de celebrar su buena fortuna con un acto de generosidad. Así, los hizo entrar y les dijo con una gran sonrisa: “La compañía naviera me ha autorizado a regalar un viaje para dos personas en su próximo crucero. Son ustedes los afortunados ganadores de ese obsequio”. El viejito y la viejita se llenaron de felicidad al oír aquel anuncio. El agente hizo todos los arreglos, y los dos fueron a disfrutar el viaje. A su regreso la viejecita se presentó ante el agente. “Vengo a darle las gracias por el crucero –le dijo–. Sólo quiero que me conteste una pregunta: ¿quién es el viejillo ése con el que tuve que compartir el camarote...?”.

Babalucas pasó frente al consultorio del doctor Ken Hosanna. En ese momento salía de ahí su amigo Libidiano, hombre proclive a la concupiscencia de la carne. “Te noto preocupado –le dijo Babalucas–. ¿Te pasa algo?”. Con acento sombrío respondió Libidiano: “El doctor me dijo que tengo gonorrea”. “¿Ah sí? –replicó Babalucas sin darle importancia al asunto–. Pues ¿qué comiste?”.

Llegó una pareja joven a un hotel, y el muchacho pidió una habitación. El encargado lo miró, suspicaz y receloso, y le preguntó con engolado acento al tiempo que abría su libro de reservaciones: “Dígame, joven, ¿tienen ustedes alguna reserva?”. “Sí –respondió el chico–. A ella no le gusta ponerse arriba”.

Corniciano le dijo a su compadre Memotelo: “Quiero pedirle un gran favor”. “El que sea, compadre –replicó el otro–. Gustosamente haré lo que me pida”. Dijo Corniciano: “He descubierto que mi mujer me engaña. Los martes y los jueves se encuentra con un sujeto en el departamento de éste, situado en el piso 10 de un edificio. Yo he alquilado una habitación en un hotel que queda enfrente, y desde ahí los he visto consumar su adulterina relación”. Preguntó Memotelo con curiosidad: “¿Y qué tal lo hacen?”. “Ese aspecto de la cuestión no viene al caso –se amoscó el marido–. Lo que importa es que es usted campeón de tiro del estado. Quiero que desde la ventana del hotel dispare su rifle con certera puntería y le vuele al amante de mi esposa los testes, dídimos o compañones, vale decir los testículos, en justo castigo por su demasía”. “Lo haré con mucho gusto, compadre –dijo el otro–. Nada me agrada más que el tiro de precisión sobre objetos móviles. Precisamente acabo de comprar un rifle Blaser R8 con mira telescópica que servirá perfectamente al caso”. Puestos de acuerdo ya los dos compadres, llegó el día del ilícito encuentro de la mujer con su rufián. Desde la ventana del hotel el coronado esposo y el riflero los vieron realizar el foreplay o prolegómenos del acto –besos ardientes, caricias encendidas–, y en seguida miraron cómo los amantes se despojaban uno al otro de sus ropas, dispuestos ya para la coición. Empezaron las acciones. Memotelo levantó su rifle, y con la mira telescópica tomó cuidadosa puntería. Dijo: “Veo con claridad los éstos del amante. No fallaré el tiro”. “¡Dispare, compadre, Dispare!” –pidió Corniciano con ansiedad mal contenida. Ya iba a jalar el gatillo el francotirador, pero de pronto se volvió hacia el marido y le preguntó: “Compadre, ¿no importa si dejamos chimuela a la comadre?”.

La señorita Peripalda, catequista, hablaba de las recompensas celestiales. “En el Cielo –dijo– la corona más grande la llevarán los mártires”. Pepito, como siempre, estaba papando moscas. “A ver, Pepito –le preguntó la señorita Peripalda–. ¿Quiénes llevarán en el Cielo las coronas más grandes?”. Tomado por sorpresa, Pepito aventuró una respuesta: “¿Los cabezones?”.

El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida –no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que no tiene mandamientos, sino sólo amables recomendaciones–, dijo en su ominoso sermón: “¡El precio que paga el pecador siempre es muy alto!”. Afrodisio Pitongo le comentó en voz baja a su vecino de banca: “Tiene razón el reverendo. Anoche pagué mil 500 pesos, y la vieja ni siquiera estaba tan buena”.

La señorita Solicia Sinpiier solía comer de vez en cuando en un pequeño restorán llamado “Los desequilibrios de Johann Wolfgang von Goethe”. Una tarde la madura célibe vio algo que le llamó grandemente la atención. Y digo grandemente. Hizo venir al mesero; le pidió pluma y papel, y luego de escribir algo le ordenó que entregara ese recado al hombre joven y galano que estaba en la mesa de enfrente. Leyó él aquel recado. Decía: “Caballero, tiene usted abierto el zipper de su pantalón, y se le ve todo, todo. Si alguna educación recibió haga el favor de abrochárselo discretamente a fin de no estar dando un espectáculo que molesta y avergüenza al mismo tiempo, y que no sólo demuestra falta de cuidado por su parte, sino además va contra las buenas costumbres y contra la moral. Posdata: Me llamo Solicia Sinpitier, y mi teléfono es el 1454-978-3211”.

El anfitrión de la fiesta levantó su copa y dijo magnílocuo y altisonante: “Señoras y señores, brindo por las horas más felices de mi vida; aquéllas que pasé en brazos de la esposa de otro hombre”. Al oír semejante cosa los invitados quedaron en suspenso. Se hizo un silencio cargado de tensión. Y remató el orador con tono conmovido: “¡Mi madre!”. Una tempestad de aplausos saludó aquella salida, ingeniosa y emotiva al mismo tiempo. Un compadre del anfitrión, algo pasado ya de copas, quiso emular el brindis. Se puso en pie, alzó su copa y declamó: “Damas y caballeros, yo brindo también por las horas más felices de mi vida; aquéllas que pasé, lo mismo que mi compadrito, en brazos de la esposa de otro hombre”. Los invitados guardaron silencio, esperando otra salida igual. Lo que recibieron fue una noticia inesperada. El temulento remató, triunfal: “¡Mi comadre!”.

Pimp, chulo de oficio, y su pupila Nela, fueron de vacaciones a la playa. Al regresar ella le dijo a su nutriólogo: “Salí de mi casa una semana, y rebajé 3 kilos”. “Fue por el ejercicio que hizo –le dijo el facultativo–. Por eso perdió peso. Si se hubiera quedado todos esos días en la cama ¿cuánto calcula que habría ganado?”. Respondió Nela: “Por lo menos 10 mil pesos”..

El tímido empleado le dijo nerviosamente a su severo jefe: “Don Algón, necesito que me permita faltar al trabajo hoy en la tarde”. “¿Por qué?” –preguntó el fiero señor frunciendo, entre otras cosas, el ceño. “Falleció mi suegra –explicó el hombrecito–, y quiero asistir a su sepelio”. “¡Ah no! –se irritó el ejecutivo–. ¡Primero está la obligación que la diversión!”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a la linda y avispada Rosibel a dar un paseo en su automóvil. Le preguntó ella: “¿Funciona bien el claxon de tu coche?”. “Sí -respondió, desconcertado, el salaz cortejador-. ¿Por qué?”. Respondió con una sonrisa la muchacha: “Porque eso es lo único que podrás tocar esta noche”.

Ovonio Grandbolier, sujeto poltrón, harón, tumbón, mogollón y remolón -en una palabra güevón, si me es permitido ese expresivo vulgarismo-, no juntaba en toda su vida un turno de 8 horas de trabajo. Cierto día llegó a su casa y le dijo a su señora: “Fui al circo, vieja, y vi en el trapecio a una mujer que sostiene a su marido con los dientes’’. “¡Bah! -se burló ella-. ¡Yo te sostengo a ti con otra cosa, y ni presumo!’’.

La esposa de don Languidio le dijo a su marido: “Necesito otra plancha’’. Preguntó él: “¿Qué le pasa a la que tienes?’’. Respondió con tono agrio la señora: “Le pasa lo mismo que a ti: tarda en calentarse, se le acaba el calor muy pronto, y ya no tiene resistencia’’.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad pero de mala educación, comentó que había visto en la tele una película viejita bastante buena, pero de nombre muy feo. “¿Qué película es ésa?’’ -le preguntaron. Respondió ella: “Se llama ‘La cacota que éste dejaba’’’. Dice una de las señoras presentes: “Ya sé a qué película te refieres. Pero se llama ‘Krakatoa, al este de Java’’’.

Astatrasio Garrajarra llegó a su casa en altas horas de la madrugada y en competente estado de ebriedad. Su esposa se negó a abrirle la puerta. Dormiría con el perro, le dijo hecha una furia, en castigo a sus excesos y desmanes.”¡Déjame entrar, viejita, por favor!’’ -gritó suplicante Garrajarra-. ¡Afuera es noche y llueve tanto!”. “¡Lárgate, borracho! -le gritó con destemplada voz su consorte, furibunda-. ¡Vete de aquí, beodo, briago, dipsómano, azumbrado, temulento, ebrio, chispo, alcoholizado, pellejo, mamado, borrachín! ¡Vete!’’. “Abre la puerta por favor, mi cielo -insistió el tartajoso catavinos-. Te traigo una sorpresa’’. “¿Qué sorpresa es ésa?’’ -preguntó curiosa la mujer al tiempo que se asomaba por la cerradura para tratar de ver. Anunció alegremente Garrajarra: “¡Me saqué en una rifa una estufa y un trinchador!’’. La esposa abrió la puerta, salió y le preguntó a Astatrasio: “¿Dónde están esos muebles? No los veo’’. Contestó el borracho al tiempo que le entregaba una corcholata de refresco: “Con esta ficha los puedo reclamar. Mira, aquí lo dice: ‘Estufa y trinchador’’’. “¡Qué estufa y trinchador ni qué tus narices! -se enfureció la mujer-. ¡Aquí dice: ‘Estudia y triunfarás’!’’.

Doña Gorgolota, mujer mal encarada y de carácter agrio, llegó a su casa y encontró a su esposo tomando una ducha con la joven y guapa criadita Mary Thorn. “¡Ah, infames! -prorrumpió la mujer en paroxismo de rugiente cólera-. ¡Libidinosos abarraganados, procaces libertinos, torpes amancebados sin pudor!’’. “Ay, Gorgolota -se quejó el infiel marido con tono lamentoso-. Nosotros tratando de ahorrar agua y tú regañándonos’’.

Rondín # 13

Llegó a la granja una vendedora de cosméticos y le preguntó al niño de la casa por su hermana. “Búsquela en el granero -le aconsejó el chiquillo-. De seguro está ahí follando con el peón’’. “¡Santo Cielo! -se escandalizó la visitante-. ¿Por qué dices tal cosa?’’. Explicó el muchachillo: “A mi hermana le gustan solamente dos cosas en el mundo, y la tele está apagada’’.

Hefestino, hombre de edad madura, casó con Susiflor, doncella núbil. Antes de empezar la noche de bodas el flamante novio le hizo a su mujercita una súbita revelación. “Mi vida -le dijo-, quiero que sepas que perdí un pie en un accidente. Uso una prótesis. Nunca te lo dije, no sé por qué. Perdóname’’. Ella se echó a llorar muy afligida, no tanto por haberse enterado de aquella circunstancia cuanto por el sentimiento de saber que él se la había ocultado. Pidió a Hefestino que la dejara sola unos momentos y llamó por teléfono a su madre. “¡Mami! -le dijo atribulada y congojosa-. ¡Hefestino no tiene un pie!’’. “Vamos, vamos -trató de consolarla la señora-. El tamaño no importa, hija mía. Si él te quiere, confórmate tú con lo que tenga’’.

Dulcilí, muchacha ingena, ponía objeciones a las lúbricas demandas con que la asediaba Afrodisio Pitongo, galán concupiscente. Propuso al fin el libidinoso tipo: “Está bien, Dulcilí. Dejemos las cosas a la suerte. Arrojemos al aire una moneda. Si cae águila hacemos lo que yo quiero; si cae sello hacemos lo que tú no quieres’’.

Poco tiempo después de casarse el muchacho se dio cuenta de que tenía problemas para oír. Su joven esposa, preocupada, lo llevó con un especialista. Después de breve examen le dice el facultativo: “Su problema es tan pequeño, joven, que usted mismo lo puede resolver. ¿Fuma?’’. Respondió el muchacho: “Una cajetilla diaria’’. “Deberá fumar solamente media’’ -prescribió el médico. “Ya oíste, Leovigildo’’ -lo amonestó la esposa. “¿Bebe?’’ -preguntó el médico. Dijo el joven marido: “Una cubita diaria, y dos o tres los fines de semana’’. “Dejará usted de beber todas esas cubas -le indicó el doctor-, y se tomará solamente una cerveza los domingos’’. “Ya lo sabes, Leovigildo’’ -volvió a decir la chica, muy severa. Prosiguió el galeno su interrogatorio: “¿Cuántas veces a la semana hace el amor?’’. “Cuatro’’ -contestó el muchacho-. “Desde ahora -dijo el médico- deberá hacerlo nada vez una vez a la semana’’. “¿Cómo? -prorrumpió con enojo la muchacha-. ¿Todo eso para que pueda oír un poquitillo mejor?’’.

El severo señor iba a inscribir a su hija en un colegio para señoritas. Le preguntó a la directora: “¿Permite usted que las alumnas fumen?’’. “De ninguna manera’’ respondió ella-. El vicio de fumar es pernicioso, contrario a la salud y, más importante aún, a las buenas maneras y a la educación”. Prosiguió el genitor: “¿Deja usted que las jóvenes tengan conversaciones ociosas en sus cuartos?’’. “Tampoco eso está permitido -replicó la señora-. La charla sin sustancia conduce a la pereza, a la murmuración, a la maledicencia y a la inconsideración. La regla 56 de San Benito prescribe: ‘Verba vana aut risui non loqui’. No hablar vanas palabras ni reír ociosamente”. El grave caballero continuó: ¿Y da licencia usted a las alumnas de que lean novelas o revistas románticas?’’. “También eso está terminantemente prohibido -aseguró la directora-. Los conceptos vertidos en esa mala literatura inducen a evanescentes fantasías y a quiméricos ensueños’’. Dice el señor: “Y por supuesto no deja usted que las educandas reciban hombres en sus habitaciones’’. “Eso sí les permitimos -responde la maestra-. No se les puede prohibir todo a las pobrecitas’’.

En su lecho de muerte aquel marido le dio a su esposa un último consejo. Le dijo: “Ahora que yo ya no esté vendrán a verte muchos hombres, y te pedirán dos cosas: La firma y las pompas. Las pompas dáselas al que te dé la gana. Total para eso son, y ya no lo veré. Pero la firma no se la des a nadie, porque te van a dejar sentada en un hormiguero”.

Nalgarina, la secretaria de don Algón, meneaba excesivamente el trasero al caminar. Muy bien habría merecido aquel burdo requiebro del vulgacho: “No mueva tanto la cuna, que me va a despertar al niño”. Llamó el ejecutivo a la muchacha y le preguntó: “Nalgarina: ¿Vende usted las pompas?”. “¡Claro que no!” -se indignó ella. “Entonces -le indicó don Algón- no las anuncie tanto”.

Fido, el perro de la casa, roncaba mucho al dormir, y eso perturbaba a doña Macalota, pues tenía el sueño muy ligero. Una amiga le dijo que si le ponía al can un listón rojo en los testículos dejaría de hacer ese molesto ruido. En efecto, el tratamiento dio buen resultado: Con ese singular adorno Fido esa noche no roncó. Don Chinguetas, el marido de doña Macalota, roncaba también mucho. La señora pensó que quizá el tratamiento tendría en él un resultado igual. Esa noche el señor se corrió una parranda de órdago, y llegó a su domicilio en competente estado de ebriedad. Se durmió de inmediato, y al punto empezó a roncar. Su esposa aprovechó su profundo sueño de beodo y le ató en los dídimos un listón azul, el único que tenía a mano. Al día siguiente despertó don Chinguetas, se vio ese extraño añadido, y observó también el que llevaba Fido. Le dijo al perro: “Querido amigo: No recuerdo dónde anduvimos anoche tú y yo, ni qué hicimos, pero yo saqué el primer lugar, y tú el segundo”.

Capronio es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierta noche su mujer le comentó, intrigada: “Al acostarme por las noches noto que de repente se me quitan las arrugas de la cara”. Le contestó el majadero: “Eso sucede cuando te quitas el brassiére”.

Dijo Afrodisio Pitongo: “Tengo la esposa perfecta. Desgraciadamente no es la mía”.

Y Nalgarina Grandchichier manifestó: “En estos tiempos es difícil encontrar un buen marido. Las esposas los cuidan mucho”.

Pimp y Nela tenían ya 15 años viviendo juntos sin estar unidos por el sagrado vínculo matrimonial. Un día ella le preguntó tímidamente: “Pimp: ¿cuándo nos casamos?”. “¡Ay, mujer! -se burló el descastado rufián-. A estas alturas ¿quién va a querer casarse con nosotros?”.

Benho Gan era un golfista de gran fama. Baste decir que en 2011 ganó el Abierto de Falfurrias, Texas. Acostumbraba siempre llevar consigo a los torneos un calcetín extra. “Por si hago un hoyo en uno”, explicaba a la prensa especializada. Aquella noche manejaba su coche en carretera, y tanto su esposa como su suegra le iban dando continuas instrucciones sobre cómo conducir. Benho se desesperó, y le preguntó con enojo a su mujer: “Bueno: ¿Quién va manejando? ¿Tú o tu mamá?”. Por el disgusto perdió el control del vehículo y fue a chocar contra un árbol. En el hospital el médico le dijo: “Le tengo dos noticias: Una mala y una buena. La mala es que a consecuencia del accidente perdió usted el brazo derecho. Su esposa y su suegra, sin embargo, están sanas y salvas”. Preguntó Benho ansiosamente: “¿Y cuál es la buena noticia?”. “Se la acabo de dar -replicó amoscado el facultativo-. Las dos señoras que iban con usted se encuentran bien”. “¡Ah! -suspiró el golfista-. ¡Cuán cierto es eso de que las desgracias nunca vienen solas! En fin, sea por Dios. Esperaba ganar de nuevo este año la Copa de la Mantequilla en el Open de Falfurrias, Texas, pero con la pérdida de un brazo ha terminado mi carrera de golfista”. “Quizá no -lo alentó el médico-. La ciencia médica está muy adelantada (por ejemplo, ahora damos recibos electrónicos), y quizá podamos trasplantarle un brazo nuevo. Precisamente tenemos en existencia uno en perfecto estado”. “¿De veras, doctor?” -preguntó Benho,ilusionado. “Así es -confirmó el facultativo-. Pero debe saber que el brazo que le podemos trasplantar es de mujer”. “¡Mejor! -respondió Benho con vehemencia-. Las horas más hermosas de mi vida las he pasado encima -perdón- al lado de una dama”. Se llevó a cabo, pues, aquel trasplante, con tan buena fortuna que tuvo éxito. Meses después el médico se topó en la calle con el golfista, y le preguntó cómo le estaba yendo con su nuevo brazo. “Muy bien, doctor -respondió Benho-. El brazo funciona perfectamente bien. Incluso ahora juego un mejor golf que antes: Mi grip es ahora más suave; mis putts más precisos. También, dicho sea de paso, mi letra ha mejorado considerablemente, y ahora no batallo nada para coserme los botones. Eso sí: He notado un raro efecto secundario”. “¿Qué efecto es ése?” -se preocupó el galeno. Contestó Benho: “Cuando hago pipí, después batallo mucho para que la mano me suelte aquello que le platiqué”. (¡Usa la mano izquierda, zonzoreco! Lo único que tienes que hacer es practicar bien las tres sacudiditas de rigor).

“Quiero que me dé una receta de Sex-Lax” -le pidió don Languidio, señor de edad madura, a su médico de cabecera. “Querrá usted decir Ex-Lax -aclaró el facultativo-. Es un laxante”. “No -opuso don Languidio-. Para eso no tengo problema”.

La joven esposa iba a dar a luz. Le comentó al tocólogo: “Mi esposo quiere estar presente en el momento del parto”. “Siempre he pensado -replicó el obstetra- que el padre de la criatura debe asistir al alumbramiento”. Ponderó aquello la señora y luego dijo: “No creo que en este caso sea una buena idea, doctor. El padre de la criatura y mi esposo no se llevan bien”.

Aquella noche Afrodisio Pitongo se le acercó en la cama a su mujer con evidentes intenciones de realizar el H. Ayuntamiento. “Hoy no -lo detuvo la señora-. Debo levantarme a las 6 de la mañana para ir a mi clase de natación”. Replicó Afrodisio: “Te prometo que acabaré antes de esa hora”. (Decía el tal Pitongo: “Desde que mi mujer toma clases de natación, nada, nada y nada”).

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien se mostró avara la naturaleza en la parte correspondiente a la entrepierna, casó con Florilí, muchacha que algo sabía de la vida. Al empezar las acciones tendientes a consumar el matrimonio le dijo él con ternura a su flamante mujercita: “No sientas ningún temor, amada mía. Para no hacerte daño procederé con delicadeza”. “Procede sin ella -le indicó la muchacha-. ¿Qué daño puedes hacer con eso?”.

Don Añilio, caballero otoñal -invernal casi-, sintió el deseo de revivir sus lauros del ayer. Juventus, ventus, decían los latinos. La juventud es viento. Aires de amador tuvo en sus mocedades don Añilio, y quería evocarlos antes de que no hubiera ya sol en las tapias. Para el efecto contrató los servicios de una chica de cuerpo complaciente, y la llevó al motel Kamagua -300 pesos la noche, 100 el rato-, cuyo dueño gustaba de encomiar en la radio los méritos de su establecimiento. Antes de su cita con la joven daifa don Añilio tuvo el cuidado de beber un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo. ¿Extrañará a alguien, entonces, que el buen señor haya hecho tres veces obra de varón en la muchacha? Yo más bien pienso que los efectos en él de esas taumaturgas linfas fueron limitados, quizá por su metabolismo. El caso es que al consumar el tercer acto don Añilio se desplomó de espaldas en el lecho, exinanido, y profirió asombrado: “¡Es cierto! ¡Es cierto!”. Le preguntó la ninfa: “¿Qué es cierto, señor?”. Respondió con feble voz el veterano: “¡Es cierto que cuando a mi edad se hace el amor más de una vez, toda tu vida pasa ante tus ojos!”.

“A ver, Pepito -preguntó el maestro-. ¿Cuántas son dos más dos?”. Contestó el chiquillo: “¿Podría darme más datos por favor?”.

Un letrero intrigaba a quienes lo leían en la puerta de cierta clínica de maternidad. Decía el cartel: “La entrada delantera es para los que van a ser padres o madres. Los miembros del Grupo de Planificación Familiar entran por atrás”.

Rondín # 14

El guerrero maya K’ak’as le propuso a la princesa Im: “Vamos atrás de la pirámide, y te libraré del peligro de que te arrojen al cenote de las vírgenes”.

Babalucas pidió en el mostrador de la línea de autobuses: “Deme un boleto de viaje redondo”. Le preguntó el empleado: “¿A dónde?”. “¿Cómo que a dónde? -se molestó el badulaque-. Aquí, claro. Es viaje redondo ¿no?”.

El maduro y rico señor le dijo con vehemencia a la voluptuosa y avispada chica: “¿Podrás aprender a amarme alguna vez, hermosa Chicholina?”. Respondió ella: “Depende de cuánto esté usted dispuesto a gastar en las lecciones”.

Don Poseidón, granjero acomodado, sorprendió a su joven y musculoso peón echado sobre la paja en el granero, bebiendo de una botella de mezcal. “¿Por qué estás aquí?” lo increpó. Explicó, lacónico, el azumbrado sujeto: “Granero barrido. Vacas ordeñadas. Cerdos alimentados. Su esposa y su hija folladas. No me quedaba nada más qué hacer”.

Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, invitó al señor Calendo, senescente caballero, a que la visitara esa noche en su departamento. A fin de inclinarlo al matrimonio le preparó una rica cena a base de manjares erógenos que, según le había dicho su amiguita Himenia Camafría, célibe como ella, servían para avivar los rijos de libídine en el hombre. De entrada le sirvió una docena de ostiones en su concha, acompañados por una ensalada de hueva de liza con aderezo de ginseng. A eso siguió una sopa de tomate, apio, berenjena y trufas, vegetales todos esos a los que se atribuyen virtudes excitativas del apetito venéreo. Vino luego el plato principal, un combinado de criadillas de toro y mollejas de gallina, viandas supuestamente afrodisiacas, y por último el postre, consistente en un racimo de uvas bodocales, que por su semejanza con los testes del varón tienen fama también de suscitar los ímpetus sensuales. Todo lo degustó el señor Calendo muy a su sabor, y luego dijo: “Me gustaría ahora, amiga mía, beber una copita de algún bajativo”. Repuso la señorita Sinpitier: “Pienso que lo que usted necesita es más bien un alzativo”. Y así diciendo le sirvió un tarro de medio litro de licor de damiana. Inspirado por dos o tres tragos de esa eficaz pócima, y con el ánimo benévolo que pone un buen yantar en los humanos, le dijo el visitante a su anfitriona: “No sabía yo, querida amiga, que iba a tener el gusto de disfrutar sus habilidades culinarias”. “Sí -contestó Solicia-. Pero hasta que se termine su bebida”.

El joven aficionado a la ópera se compró una nueva versión de Rigoletto en DVD. Invitó a una amiga a ir a su departamento, y ahí le preguntó: “¿Quieres ver mi Rigoletto?”. Contestó ella, enojada: “¿Vas a empezar con peladeces?”.

El científico terminó de hacerle el amor a la estupenda rubia sobre la mesa del laboratorio. Ella le dijo al tiempo que se vestía y se arreglaba los cabellos en desorden: “La verdad, doctor, no sabía yo que en esto consiste eso de donarle el cuerpo a la ciencia”.

Relataba aquel esposo: “Mi matrimonio ha durado ya 5 años, pero por poco mi mujer y yo no nos casamos. Sucedió que unos días antes de la boda los amigos organizaron una fiesta en la que habría alcohol, sexo, promiscuidad desorbitada. Eso fue motivo de una tremenda discusión entre ella y yo. El pleito fue tan grande que ya íbamos a romper nuestro compromiso. Para salvarlo decidí ceder. Le dije a mi novia: ‘Está bien: Ve a esa fiesta con tus amigos’”.

Doña Pasita y don Rugadito cumplieron 60 años de casados. Se conocieron desde niños, y desde niños iniciaron su romance. El día del aniversario él le propuso a ella hacer una visita a la escuela donde habían cursado la primaria, pues quería mostrarle el escritorio en cuya cubierta grabó su nombre hacía medio siglo. A doña Pasita le gustó la idea, y le dijo a su marido que llevaría algunos libros para que él se los cargara de regreso, como hacía en los tiempos de la infancia. Fueron, en efecto, y cumplieron el ritual. Volvían ya a su casa cuando vieron un bulto tirado en medio de la calle. Lo recogieron, y resultó ser un saco repleto de billetes de 100 dólares. Aquello era una fortuna. “Demos aviso a la policía” -propuso, nervioso, don Rugadito. “¡Qué policía ni qué ocho cuartos! -exclamó con determinación doña Pasita-. Este dinero es nuestro; nosotros lo encontramos. Además nadie nos vio cuando lo recogimos. Lo llevaremos a la casa; con él nuestra vejez será tranquila”. “Pero, mujer...” -objetó tímidamente el asustado señor. “Nada, nada” -lo paró en seco su decidida esposa. Y dio fin a la cuestión con un argumento poderoso: “Lo cáido cáido”. Llegaron a la casa, y doña Pasita escondió el botín en lo alto del clóset de la alcoba. Lo puso dentro de una maleta tan antigua que ni siquiera tenía ruedas, y que estaba ahí, sin uso, desde hacía luengos años. Apenas había terminado de guardar el dinero cuando sonó el timbre de la puerta. Eran dos agentes de la Policía. Los vio don Rugadito y empezó a temblar como azogado. Doña Pasita, en cambio, los invitó a pasar y les preguntó tranquilamente: “¿En qué podemos servirles, señores?”. Le dijo uno de los oficiales: “Estamos haciendo una investigación en el barrio, pues se perdió por aquí una bolsa conteniendo cerca de un millón de dólares. ¿Saben ustedes algo al respecto?”. “Nada -respondió imperturbable la ancianita-. Casi nunca salimos de la casa”. “¡Está mintiendo, agente! -profirió don Rugadito con espanto-. ¡Tiene escondida esa bolsa en el clóset! ¡Yo vi cuando la puso ahí, dentro de un veliz!”. El policía dirigió a doña Pasita una mirada de interrogación. Ella lo llevó aparte y le dijo en voz baja: “No le haga caso, agente. Por los años está afectado del cerebro, y ya no sabe lo que dice. Mire”. Se dirigió a su marido le pidió con ternura: “A ver, viejito: cuéntale al señor policía lo que hicimos hoy en la mañana”. Contestó don Rugadito: “Nos levantamos muy temprano para ir a la escuela. Yo le mostré a ella mi escritorio, porque grabé en él su nombre con mi navaja de Boy Scout. Luego, de regreso a la casa, le cargué los libros”. El policía se vuelve hacia su compañero y le dice: “Vámonos”...

Una chica joven y atractiva llamada Kalentina iba a ir a la universidad en cierta ciudad muy alejada de la suya. Su señor padre, que conocía bien la ligereza con que a veces se conducía la muchacha en su relación con los varones, la llevó con un odontólogo y le pidió que le pusiera a Kalentina frenos en los dientes. “¿Frenos? -se sorprendió el facultativo-. Su hija no necesita frenos, señor. Tiene una dentadura perfecta”. “Ya lo sé -gruñó el paterfamilias-. Pero quiero asegurarme de que no hará con la boca otra cosa aparte de comer”.

El papá de Pepito le contó a un amigo: “La sirvienta de la casa está embarazada, y el responsable es mi hijo”. “No es posible -manifestó el amigo-. Pepito tiene 7 años”. “Sí -admite el genitor con enconoso acento-. Pero les hizo un agujero a mis condones”.

Doña Pasita, anciana octogenaria, le dijo a su doctor: “Quiero que me recete algo -pastillas, inyecciones, lo que sea-, porque fíjese usted que sufro de dispersión caprina”. “¿Dispersión caprina? -preguntó el médico, pues jamás había oído hablar de esa afección-. ¿Qué es eso?”. Explicó doña Pasita: “Se me van las cabras”.

Rosibel le comentó a Susiflor, su amiga recién casada: “Tengo agripnia”. “¿Es grave ese mal?” -se preocupó Susiflor. “No te alarmes -la tranquilizó con una sonrisa la muchacha-. Agripnia es simplemente insomnio. Eso quiere decir que no duermo. En toda la noche no puedo cerrar los ojos. Padezco de insomnio normal”. “En ese caso -declaró Susiflor- yo sufro de insomnio sexual”. “¿Insomnio sexual? -repitió, intrigada, Rosibel-. ¿Por qué?”. Explica la recién casada: “En toda la noche no puedo cerrar las piernas”.

Eloy Cavazos, torero extraordinario, habla con mucho afecto de su tía Hortensia, que no sabía nada de toros. Un día le dijo a Eloy, burlona: “Quesque le cortaste al toro las orejas y el rabo. Sí, pero se los cortaste cuando ya estaba muerto. Córtaselos cuando está vivo, a ver cómo te va”.

En cierta ocasión el diestro le comentó a su tía que se iba a encerrar con seis toros. “¡Ay, muchacho! -se preocupó doña Hortensia-. Si cuando te encierras con uno batallas, ¿cómo te irá a ir con seis? Uno por aquí, otro por acá.

Lord Feebledick regresó de la cacería de la zorra y sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en el lecho conyugal con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de los faisanes. No estaban precisamente platicando: Se hallaban -para decirlo en términos usados por el vulgo para aludir al acto del amor- planchando el traje, haciendo rechinar el catre, surtiendo la despensa, llenando el jarrito, desgastando el petate, haciendo foqui foqui, pagando las contribuciones, aplacando el levantamiento, haciendo el reparto de utilidades o regando el jardín. Lord Feebledick montó en cólera, que era lo único en que solía montar, si se exceptúa a su caballo Pride of Eton. Le gritó al mozallón: “¡Infame coime, lúbrico rufián! ¡Te voy a enseñar!”. “Perdona, Feebledick -intervino en ese punto lady Loosebloomers-. Él es el que te puede enseñar a ti...”.

Un tipo y su amigo hacían recuerdos de los pasados tiempos. Preguntó aquél: “¿Te agarraste a moquetes cuando eras joven?”. “Sí -respondió el otro-. Muchas veces”. “Bueno -le informa el primero-. Moquetes regresó al pueblo, y te anda buscando”.

Un chofer conducía su pesado camión de carga por la carretera. Cada kilómetro se detenía, bajaba del camión y golpeaba por todas partes la lona que cubría su vehículo. Vio eso un oficial de tránsito y le preguntó: “¿Por qué hace eso?”. Respondió el camionero: “Llevo 8 toneladas de mariposas, y mi camión sólo puede cargar 6 toneladas”.

Don Poseidón, labriego acomodado, le recitó esa cuarteta petulante a la Margaritona, joven mujer de enhiesto busto, grupa poderosa y recios muslos capaces de hacer pedazos un coco de palmera con un solo apretón. Una real hembra era la tal Margaritona. Aceptó el desafío de don Poseidón, y le dio cita en su casa a horas de la noche, cuando el pueblo durmiera ya y no hubiera testigos de aquel encuentro erótico. Pero ¡ah, sino fatal! Cuando se vio ante esa formidable varonesa, que se le presentó con mucha naturalidad al natural, el carcamal se puso tan nervioso que no acertó a izar la grímpola de su masculinidad. “¿Qué le pasa, don Poseidón?” -le preguntó Margaritona, entre burlesca y retadora, al ver aquel incumplimiento de promesa. “Quién sabe -respondió él, aturrullado-. Jamás me había sucedido esto”. “No se afane -lo tranquilizó la mujerona-. Lo mismo les sucedió conmigo al alcalde, al boticario, al médico, al notario, al ingeniero de minas, al actuario, al pastor protestante, al veterinario, al maestro, al operario, al señor cura y a todo el vecindario. Eso que a usted le sucedió les pasa alguna vez, tarde o temprano, a todos los hombres, y no ha de ser motivo ni de vergüenza ni de preocupación; nada que una mujer comprensiva y cariñosa no pueda remediar. Además la imaginación ayuda, y lo que no se hace de un modo se puede hacer de otro. Estoy segura de que la próxima vez se pondrá usted a la altura de las circunstancias”. Don Poseidón le dio las gracias a la Margaritona por su apoyo moral, y algo mohíno regresó a su casa y se acostó a dormir. A eso de las 5 de la mañana se despertó con ganas de desahogar una necesidad menor. Cuando lo hacía le dijo con rencoroso acento a la alusiva parte: “¡Desgraciada! Siempre que tú lo necesitas yo me levanto. ¿Por qué tú no te levantaste ahora que te necesitaba yo?”.

Se casó Rosibel, muchacha pizpireta, y fue de luna de miel a las cataratas del Niágara. Cuando volvió le preguntó una amiga: “¿Qué te parecieron las cataratas?”. “¡Bah! -contestó, desdeñosa, Rosibel-. Otra de las cosas que pensé que serían más grandes”.

Rondín # 15

Mrs. Dork, debo decirlo, era más fea que un coche por abajo. Eso no le impidió pescar marido, un hombre también poco agraciado, la viva imagen de Ichabod Crane según fue descrito por Washington Irving en su celebrado cuento. Mrs. Dork y su esposo eran misioneros de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que lo compensen al día siguiente haciendo un donativo al templo). Acompañados por un guía fueron a misionar al confín más remoto de África Ecuatorial, donde la mano del hombre jamás había puesto el pie. Una tarde llegó el guía al campamente y le dijo consternado al reverendo: “Le tengo dos noticias: una mala y una peor. La mala: Su esposa entró por equivocación en la aldea de los antropófagos. La peor: Los antropófagos ya habían comido”.

Lady Loosebloomers llegó a su finca de campo en Dernedshire después de haber jugado la partida semanal de whist con sus tías Ditzy, Prissy y Nosy Highrump, a quienes esperaba heredar, pues no tenían descendencia: En su vida habían escuchado un “te quiero”. Supuso milady que a esa hora su marido, lord Feebledick, estaría en el saloncito de fumar, donde solía recluirse para leer “The Country Gentleman”, revista que le deparaba instrucción y solaz al mismo tiempo. Entró la dama en la seclusa habitación. Ahí, en efecto, vio a su esposo. Pero el señor no se estaba instruyendo: más bien se estaba solazando, pues se aplicaba en manera concienzuda a dar besos tronados, mordelones y mojados en los túrgidos y melíferos labios de Pittypat, la linda doncellita de la casa. “¡Qué irresponsable eres, Feebledick! -le reclamó lady Loosebloomers-. ¿No ves acaso que traes gripe? Se la vas a contagiar a Pittypat; ella se la va a trasmitir al mayordomo; el mayordomo se la va a pasar a su mujer; su mujer se la va a pegar al jardinero; el jardinero se la va a contagiar a la mucama; la mucama se la va trasmitir al chofer y el chofer me la va a pegar a mí”. (Y ella al guardabosque, al montero, al abacero, al encargado de la cría de los faisanes, al portero, al caballerango, al confitero, al encuadernador, al cartero, al carpintero, al maestro de acuarela, al sombrerero y al profesor de piano. Total, todos gripientos).

Cuatro amigos fueron a comer en el restaurante “Los optimismos de Leopardi”. Uno de ellos iba a ver a su novia aquella noche, de modo que les comentó a los demás: “Voy a ver a mi chiquita”. Con toda cortesía el mesero le indicó: “El baño está al fondo a la derecha”.

Un hombre andrajoso se acercó en la calle a un señor de aspecto próspero y le pidió con lamentoso acento: “Dele algunas monedas a este hombre que alguna vez fue rico como usted”. Se interesó el señor al oír aquello y le preguntó al pordiosero: “¿Cuánto hace que fue usted rico, buen hombre?”. Respondió acongojado el individuo: “Hace dos esposas”.

El cocuyito y el ciempiés contrajeron nupcias el mismo día con sus respectivas novias. Al día siguiente el cocuyito le preguntó al ciempiés: “¿Cuántas veces hicieron el amor anoche tú y tu esposa?”. Respondió él: “Una sola vez”. “¿Nada más una? –se burló el cocuyito–. ¡Nosotros hicimos el amor seis veces!”. Razonó el ciempiés: “Es que ustedes no tardan tanto en quitarse los zapatos”.

Don Bunsenio, señor de edad más que madura, entró en la recámara y se mostró ante su mujer completamente al natural, quiero decir desnudo, en cueros, destocado, nudo, corito, descalzo de los pies a la cabeza, en peletier. Venía del pequeño laboratorio que tenía en el sótano de la casa, y lucía en la región de la entrepierna una espléndida tumefacción de másculo viripotente. Con acento triunfal le dijo a su asombrada esposa: “¡A ver qué dices ahora de mis estúpidos experimentos químicos!”.

Susiflor le comentó a Rosibel: “Timoracio es todo un caballero. No me toca; no intenta besarme o abrazarme; no me toca; no me hace insinuaciones atrevidas. ¡Ya me tiene harta!”.

Facilda Lasestas y su esposo fueron a una fiesta. En el curso del sarao el señor notó la ausencia de su mujer. La buscó entre los invitados sin hallarla. Subió a la segunda planta de la casa, abrió la puerta de una alcoba y ahí, en la cama, vio a Facilda con un hombre. “¡Shhh! –le impuso silencio ella a su marido–. Está muy borracho. ¡Cree que eres tú!”.

Don Frustracio, el reprimido esposo de doña Frigidia, le dijo al consejero matrimonial: “Mi mujer me da sexo una vez cada seis meses, y yo quisiera tenerlo seis veces en el año”. “¿Lo ve, doctor? –profiere doña Frigidia escandalizada–. ¡Me casé con un maniático sexual!”.

Aquellos recién casados decidieron pasar su luna de miel en una cabaña en lo más alto de la Sierra Nevada. Antes de empezar la noche de bodas el galán salió a traer leña para la chimenea. Al regresar le dijo a su mujercita: “Se me enfriaron las manos”. “Ponlas entre mis muslos –ofreció ella– y así se te calentarán”. Poco después se acabó la leña que ardía en la chimenea, y el novio fue por más. Cuando volvió le dijo a la muchacha: “Las manos se me enfriaron otra vez”. Sugirió nuevamente la recién casada: “Ponlas entre mis muslos, y entrarán en calor”. Pasó media hora, y otra vez faltó la leña. Salió el muchacho a traer otra carga, y a su regreso le dijo a su dulcinea: “Otra vez traigo frías las manos”. “¡Con una! –exclamó ella irritada e impaciente–. ¿Y qué no se te han enfriado las orejas?”.

El niñito comentó en la merienda con sus tías: “Mi papi es muy valiente. Es bombero voluntario, y cuando suena la sirena sale corriendo de la casa y no regresa hasta que apaga el fuego. En cambio el vecino es un cobarde; cuando hay un incendio le da tanto miedo que viene y se acuesta con mi mamá”.

Él le preguntó a ella: “¿Crees en el más allá?”. Respondió ella, recelosa: “En el más allá. ¿de dónde?”.

Ama Zingrace, misionera al servicio de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que no sea en domingo), fue a misionar en lo más profundo del Continente Negro. Al poco tiempo de internarse en la selva ya no se supo de ella, de modo que la  Iglesia envió una expedición a buscarla, encabezada por el audaz reportero Yelnats. Después de seis meses de caminata los expedicionarios dieron con una aldea de pigmeos. Le preguntó Yelnats al jefe de la tribu: “¿Han visto ustedes a una mujer blanca?”. “Sí –contestó el hombre–. Una misionera”. “Praise the Lord! –clamó exultante Yelnats–. ¿Cómo la encontraron?”. Respondió el jefe de los aborígenes: “Muy dura”.

En la celebración de sus bodas de plata el marido bebió una copa de más, o quizá varias. Al hacer el brindis dijo con emoción: “Brindo por la mujer que a lo largo de todos estos años me ha dado su amor, su comprensión y el gratísimo calor de su cuerpo. Desgraciadamente en estos momentos no se encuentra aquí”.

El amigo de don Algón le preguntó: “¿Cómo te va con tu nueva secretaria?”. Respondió el salaz ejecutivo: “La traigo muerta”. Le sugiere el amigo: “¿Por qué no tomas Viagra?”.

Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, oyó sonar la campana que anunciaba la llegada del camión de la basura. Como ese día no estaba la sirvienta fue a todo correr con la bolsa de los desperdicios. Iba desmelenada y ojerosa; vestía una vieja bata de arrugada popelina y calzaba unas pantuflas rotas, de peluche. Le preguntó al de la basura: “¿Llego a tiempo?”. “Sí –le respondió, cortante, el majadero–. Súbase”.

A medias de la noche hubo un incendio en el convento. La superiora despertó sobresaltada. Al ver el humo se echó encima lo primero que encontró y salió hecha madre del claustro monacal. Habían llegado ya los bomberos, que se ocupaban en controlar las llamas. Cuando por fin lo consiguieron el jefe de los apagafuegos le dijo a la religiosa: “De la manera más atenta le sugiero, reverenda madre, que busque al padre capellán y haga con él un intercambio”. “¿De impresiones?” –preguntó la superiora–. “No –replicó el bombero–. De ropa. Usted trae su sotana; de seguro él ha de traer su hábito de monja”…

La mamá de Dulcilí se preocupó bastante cuando su ingenua hija le contó que iba a salir con Libidiano Pitonier, galán con fama de seductor de cándidas doncellas. “Ten cuidado con ese hombre –le advirtió–. Si le das ocasión se montará en ti y te marchitará la gala de tu honor”. Al terminar la peligrosa cita Dulcilí volvió a su casa muy contenta. Le dijo, feliz, a su mamá: “Antes de que él se me montara yo me le monté a él, y le dejé la gala de su honor toda marchita”.

Antes de empezar la noche de bodas el recién casado fue al bar del hotel y le pidió al cantinero: “Sírvame por favor una copa de ajenjo”. El barman le preguntó: “¿Es usted el joven que está en la suite nupcial?”. “Así es” –respondió el muchacho. Le dijo el de la cantina bajando la voz en tono cómplice: “Si me permite una sugerencia, no tome ajenjo. Ese licor disminuye los ímpetus carnales y apaga las ansias del amor. Beba un tequila. El muchacho aceptó la sugestión  y se tomó un tequila, tras de lo cual se encaminó a su cuarto a disfrutar los legítimos goces de himeneo. Tres horas después regresó al bar. Con feble voz que apenas se escuchaba le solicitó al cantinero: “Me da una botella de ajenjo, por favor”. “¿Ajenjo? –se sorprendió el hombre–. Ya le dije que el ajenjo apaga los rijos amorosos y aniquila el deseo de la carnalidad”. “Precisamente –respondió con débil tono el escuchimizado joven–. Lo quiero para dárselo a mi novia”.

El recién casado llegó de su luna de miel en estado de franca extenuación. Se le veía exangüe y agotado, feble, cuculmeque, excullado y esturdido, a punto casi de trocir. Le preguntó un amigo: “¿Por qué te ves tan jodido?” (¡Caón, y yo poniendo “feble, cuculmeque, excullado y esturdido, a punto casi de trocir”!). Respondió el lacerado: “Es que mi novia trabaja en una guardería, y en la luna de miel al terminar cada acto de amor me daba palmaditas en la espalda para que repitiera”.

Rondín # 15

Sonó el teléfono del manicomio y se escuchó una voz: “¿Hay alguien en el cuarto 132?”. Después de investigar respondió el encargado: “No, no hay nadie”. “¡Fantástico! –exclamó el que llamaba–. ¡Eso significa que realmente me escapé!”.

En la reunión de vecinas las señoras cambiaban información sobre los diversos métodos anticonceptivos que usaban. Una acostumbraba tomar la píldora, otra se había hecho poner el dispositivo intrauterino, la tercera recurría al ritmo natural. Declaró otra: “Yo empleo el método del mequito y los platos”. Preguntaron las demás, muy intrigadas: “¿En qué consiste ese método?”. Explicó la señora: “Cuando a mi marido se le ponen los ojos como platos, me quito”.

El cangrejo cortejaba a la langostita. Un día llegó a la casa de su dulcinea caminando hacia adelante. Comentó mamá langosta con voz áspera: “¡Otra vez viene borracho!”.

Simpliciano, mozalbete sin ciencia de la vida, le preguntó a su novia Pirulina, muchacha pizpireta: “¿Me amarás cuando sea viejo, gordo y calvo?”. “Francamente no lo sé –respondió ella–. Bastante problema tengo para amarte ahora que eres joven, flaco y greñudo”.

Era de noche, y sin embargo llovía. El viajero extravió el camino, y pidió acogimiento en la casa de un granjero que tenía hija doncella y de atractivas redondeces corporales tanto en la región frontal como en el antifonario. Dormía ya el cansado peregrino en la cama que su huésped le asignó cuando sintió que se abría la puerta de la habitación. Se enderezó en el lecho, y más se enderezó cuando vio que quien había entrado era la hermosa chica. A la luz de la lamparilla de tremulosa llama con que se alumbraba la muchacha, el viajero pudo ver que la joven estaba casi en carnícoles, quiero decir que iba cubierta sólo por un batín de transparente gasa que dejaba ver en su incitante plenitud todas sus ebúrneas proporciones. En voz baja le preguntó la moza al erizado viajero: “¿Tiene lugar en la cama?”. “¡Claro que sí!” –contestó el hombre haciéndose a un lado para dejar sitio en el lecho. “Qué bueno –le dijo la muchacha manteniendo bajo el tono de la voz–, porque acaba de llegar otro viajero”. (Nota: Y era un gigantón ventripotente y petacudo, pestilencioso a chivo meado).

Don Martiriano, el abnegado esposo de doña Jodoncia, le comentó a un amigo: “Sospecho que mi mujer pertenece a una banda de extorsionadores. Me llama por teléfono, me insulta y me exige dinero en medio de terribles amenazas”.

“Me traes de cabeza...” -le dijo el guapo y joven cliente a la mesera feíta y madurona. “¡Ay, señor!” -se ruborizó ella. “...de costilla y de lengua” -completó el cliente su orden de tacos.

Doña Macalota, esposa de don Chinguetas, recibió una invitación para una merienda con amigas. “No puedo ir -respondió-. Hoy es el día que sale la sirvienta, y debo quedarme a cuidar a mi esposo y a mis hijos”. Una semana después la volvieron a invitar: “Tampoco hoy puedo ir -repitió doña Macalota-. Hoy es el día que salen los niños, y debo quedarme a cuidar a la sirvienta y a mi esposo”.

Contó la actriz de cine en una fiesta: “Nos conocimos, nos casamos y nos divorciamos. ¡Qué fin de semana!”.

Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, hizo una interesante reflexión. “Todos los hombres que tienen departamento de soltero -comentó- son casados”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le dijo a su mujer: “Cuando tengo algún problema veo tu retrato, el que traigo en la cartera, y el problema desaparece de inmediato”. “¿De veras?” -se alegró ella. “Sí -confirmó el majadero-. Me pregunto: ‘¿Qué problema puede ser mayor que éste?’. Y el problema que traigo, por grande que sea, desaparece al punto”.

Doña Sufricia le dijo a la trabajadora social: “En nuestra casa tenemos un problema de mantenimiento. Mi marido no nos puede mantener”.

Ovonio Grandbolier, el hombre más perezoso de la comarca, fue a ver al médico. Se quejaba de insomnio. “-Duermo bien de 10 de la noche a 11 de la mañana -dice al facultativo-, y también de 2 a 6 de la tarde. Pero de 8 a 10 de la noche batallo mucho para agarrar el sueño”.

Llegó una señora al Cielo y pidió que la llevaran al lado de su esposo, que seguramente también estaba ahí. “-¿Cómo se llama tu marido?” -le pregunta San Pedro. “-Se llama Juan” -responde la mujer. “-Juanes hay muchos en el Cielo -le indica el portero celestial-. ¿Cuál es su apellido?”. “-Pérez -contesta la señora-. “-Estamos llenos de Pérez -vuelve a decir San Pedro-. Mis propios hijos se apellidan así. Tendrás que darme alguna seña particular que nos ayude a identificarlo”. Recuerda la mujer: “-Una vez me dijo que se daría una vuelta en su tumba cada vez que yo lo engañara con otro hombre”. “-Ya sé quién es” -dice San Pedro. Llama a un ángel y le dice: “-Ve y dile al Trompo Pérez que aquí lo buscan”.

Varias señoras cambiaban impresiones acerca de la mejor manera de alimentar a sus hijos. “-Si no se les da pecho -aseguraba una-, se crían débiles y enfermizos”. “-¡Mentira! -replica una señora ya grande, de experiencia-. Mi hijo Saturio está grandote, fuerte y sano, y no supo de pecho sino hasta que se casó”.

Le propone el recién casado a su flamante mujercita: “No quiero que nuestro matrimonio sea aburrido. Saldremos a divertirnos tres noches por semana”. “¡Fantástico! -se alegra la muchacha-. Tú saldrás los lunes, miércoles y viernes y yo los martes, jueves y sábados”.

Llegó una señora al consultorio del doctor Molar, odontólogo de fama, y sin decir palabra empezó a desvestirse. Desconcertado, le dijo el odontólogo: “Me temo que sufre usted una equivocación, señora. El consultorio del ginecólogo está en el segundo piso”. “Ninguna equivocación -respondió la mujer con acritud-. Usted le puso la dentadura a mi marido; usted la tiene que sacar”.

“Es usted una mentirosa, suegra –le reclamó el yerno a su mamá política–. Me dijo que se caería muerta si alguna vez yo le regalaba flores. Le acabo de regalar un ramo, y nada que se cayó”.

Don Molacho había perdido ya todos los dientes. Un día se hizo poner nueva dentadura, y para darle la sorpresa a su mujer llegó a su casa cuando ya ella estaba acostada, se metió en la cama, y en la oscuridad de la habitación hizo sonar la placa dental a manera de crótalos o castañuelas. Habló la señora y dijo: “Si lo vas a hacer hazlo rápido, porque no tarda en llegar el chimuelo”.

Don Languidio y su esposa fueron con el consejero matrimonial y le dijeron que su vida sexual era muy pobre. “Deben ustedes ejercitar la fantasía –les dice el consejero–. La próxima vez imaginen que están en un barco en alta mar. Eso les ayudará a sentirse mejor y a disfrutar más de todo”. Una semana después el consejero llamó por teléfono a la señora. Le preguntó: “¿Cómo van las cosas?”. “De mal en peor” –responde ella tristemente. Inquirió el terapeuta: “¿Hicieron aquello que les dije, de imaginar que iban en un barco en alta mar?”. “No lo hicimos –contestó la señora–. Mi marido no pudo levantar el ancla”.

Rondín # 16

El galán se presentó ante el papá de la muchacha a pedir la mano de su dulcinea. El severo genitor le preguntó: “Antes de cualquier otra cosa, joven, dígame, ¿bebe usted?”. Con otra pregunta respondió el pretendiente: “Eso que me dice ¿es interrogatorio o es invitación?”.

“Me acuso, padre –confesó aquel hombre– de que anoche hice el amor con Bustolina Granderriére”. Preguntó el sacerdote: “Esa mujer que dices ¿es una señora joven, guapa, morena, de ojos verdes, con busto prominente, cadera grande y piernas bien torneadas?”. “Ésa es” –dice el muchacho. “Pues no te puedo dar la absolución” –le informó el cura. “¿Por qué, padre?” –se sorprendió el muchacho. Respondió el confesor: “Porque para recibir la absolución es necesario el arrepentimiento, y si me dices que estás arrepentido no te lo voy a creer”.

Beligerio y Pugnacia, mal maridados, tenían su enésima pelea. “Imposible que nos llevemos bien –dice él–. Hasta los astros nos separan; somos de signos diferentes”. “Es cierto –reconoce ella–. Yo soy una Libra y tú eres un indejo”.

Amaneció por fin, y por fin terminó el ajetreo de la noche de bodas. Antes de acomodarse para dormir le dijo el robusto mocetón a su flamante y exhausta mujercita: “Astenia, quiero que sepas que pagué mil pesos por la licencia de matrimonio”. “¿Y luego?” –preguntó la muchacha sin entender. “Lleva la cuenta –le pidió el lacertoso marido–. Esta noche desquitaste nada más los tres primeros pesos”.

El señor de cierta edad sintió ímpetus rejuvenecedores. Se pintó el pelo (le quedó colorado, como si se lo hubiese pintado con menudo), adoptó vestimenta juvenil, y se compró un automóvil deportivo rojo. Jaque y bravucón le dijo a su esposa: “Cuando me vean en este coche, las muchachas se van a subir solas”. “Sí –respondió fríamente la señora–. Lástima que la palanca esté en el piso”.

El lord inglés iba a dar una fiesta, y necesitaba un violinista. Fue a una agencia artística y ahí le recomendaron a uno. “¿Toca bien?” –preguntó el lord. “Señor –le aseguró el agente–, es un virtuoso”. “Sólo quiero saber si toca bien –replica el contratante–. Nada me importa su moralidad”.

La chica soltera que mostraba una sospechosa inflamación en la cintura se puso frente al espejo y le preguntó con acento gemebundo: “Espejito, espejito, dime, quién es el papá de mi hijito”.

En el bar dos sujetos intercambiaban confidencias sobre aspectos muy íntimos de su vida conyugal. Dice uno: “Yo sé que mi mujer está disfrutando del acto del amor cuando empieza a gritar: ‘¡Oh! ¡Ah! ¡Ay! ¡Así! ¡Así! ¡Así! ¡Oh! ¡Ay!’”. Comentó el otro: “Yo creo que sólo en una ocasión mi esposa estuvo cerca de disfrutar la intimidad conmigo”. “¿Ah sí? –se interesa el amigo–. ¿Cómo te diste cuenta?”. Responde el individuo: “Es que dijo en el teléfono: ‘Voy a colgar por un momento, Gwendolina. Ahorita te vuelvo a llamar’”.

Himenia Camafría, soltera y ya de edad, era cortejada por un caballero. Muy entusiasmada le dijo Himenia a su amiguita Celiberia: “Creo que Geroncio tiene intenciones matrimoniales”. “¿Por qué supones eso?” –preguntó Celiberia. “Se pone muy romántico –respondió Himenia–. El otro día quiso saber si ronco”.

Don Poseidón, viejo prepotente, fue a consultar a un médico. “¿Cuál es su problema?” –quiso saber éste. “Para eso le pago –contestó con un gruñido el vejancón–. Usted es el que debe decirme cuál es mi problema”. “Entonces ahora vengo –replicó el facultativo–. Voy a traer un amigo mío, veterinario. Él sí puede averiguar lo que tiene el paciente sin interrogarlo”.

Junto al galán que la pretendía, la ingenua muchacha empezó a arrancar uno a uno los pétalos de una margarita al tiempo que iba diciendo: “Me quiere, no me quiere; me quiere, no me quiere”. Al arrancar el último pétalo exclamó jubilosamente: “¡Me quiere!”. “Tiene razón la margarita –dijo el galancete–. Ahora pregúntale: ‘Me quiere ¿qué?’”.

Un petrolero texano se presentó ante el juez a pedir el divorcio. “¿Por qué quiere divorciarse de su mujer?” –preguntó el juzgador. “Por fraude” –dijo el otro. “¿En qué forma lo defraudó su esposa?” -se intrigó el juez. “Me engañó con otro hombre” –explica el individuo. “Eso no es fraude –lo corrige su señoría–. Es adulterio”. “Para mí es fraude –replica el petrolero–. Yo tenía el derecho exclusivo de perforación”.

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