lunes, 18 de junio de 2018

Chistes de Catón para el Verano 2018



Nuevamente es la temporada del año en la que varios de los lectores de esta bitacora esperan y anticipan la colección actualizada de algunos de los mejores chistes del humorista más prolífico de México, Armando Fuentes Aguirre (Catón), recogidos de entre los editoriales de Catón que se publican dia tras dia en México. Creo que no hay mejor manera de celebrar la llegada del verano de este 2018 que leyendo algunos de los chistes para compartirlos con los familiares y los amigos en las fiestas usuales de la temporada veraniega.

Al igual que en las ocasiones anteriores, los chistes han sido clasificados y separados en rondines de veinte en veinte con el objetivo de facilitarle al lector el poder regresar al punto en el cual haya dejado pendiente su lectura de los chistes


Rondín # 1


Don Chinguetas llegó a su casa a las 2 de la mañana tras el acostumbrado juego semanal de dominó con sus amigos. Se desvistió y se metió en la cama. Al hacerlo sintió la cálida tibieza de su esposa, lo cual suscitó en él urgentes ansias amorosas. ¡Ah, no hay deseo más difícil de resistir que el de la carne! Y no hablo de un T-bone, un sirloin o una arrachera. En su omnisciente sabiduría el Creador puso tal impulso en el hombre y la mujer –y en todas las criaturas animadas– para llevarlos a perpetuar la vida. Quien se resiste a ese llamado atenta contra las leyes de la naturaleza, que son la ley de Dios. (Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la pasión carnal, le dijo a una hermosa fémina: “Tus besos dejan mucho qué desear”. “¿De veras?” –se apesadumbró ella. “Sí –sonrió Afrodisio. Todo lo demás de ti”). Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Sintió doña Macalota –así se llama la mujer de don Chinguetas– la cercanía de su esposo y puso la mano en el vértice de su entrepierna. En eso los faros de un automóvil que pasó por la calle iluminaron la penumbra de la habitación. “¡Mi marido!” –exclamó llena de sobresalto doña Macalota. Don Chinguetas tomó su ropa y se dispuso a salir por la ventana. Se detuvo y le dijo: “¡Pero si yo soy tu marido!”. Replicó doña Macalota: “¿Y entonces por qué saltaste de la cama?”.

A la prima Celia Rima, versificadora de ocasión, se le ocurrió esta pícara cuarteta a propósito del comentario que hizo el actor de cine Warren Beatty, de 80 años, quien declaró hace días: “Ya no soy un playboy”. La cuarteta de la prima Celia dice así: “El hombre, querido socio, / sufre muchos desengaños. / Llega el peso de los años / y se le cae el negocio”. ¡No te desanimes, Warren! ¡Unas cuantas gotas de las miríficas aguas de Saltillo harán que vuelvas a la circulación!.

Libidiano tenía una amiguita. La invitó a ir con él a un paseo en yate. La chica le dijo que sólo disponía de tres días de vacaciones, así que Libidiano fue a una farmacia y le pidió al encargado tres pastillas para el mareo y tres condones. Luego la muchacha le dijo que había conseguido tres días más, de modo que Libidiano regresó a la farmacia y pidió otras tres pastillas y otros tres preservativos. Al día siguiente la chica le anunció que podía ir con él nueve días. Volvió Libidiano a la farmacia y pidió otras tres pastillas y otros tres condones. El farmacéutico le preguntó. “Perdone, caballero: si follar le provoca esos mareos ¿por qué no lo hace con menor frecuencia?”.

Un cierto abogado pasó a mejor vida, y tan pronto se vio en el otro mundo demandó por la vía sumaria ser admitido en la morada celestial. San Pedro, el portero de la mansión celeste, se enteró de cuál era la profesión del demandante y le indicó que su ingreso era difícil. Le dijo que sólo había un abogado en el Cielo: San Ivo. Los demás se hallaban en el purgatorio expiando sus culpas, y no eran pocos los que habían ido a dar al báratro, orco, averno, tártaro o erebo. Todos esos términos usó el apóstol para no decir “infierno”, lo cual se oía muy duro. Al verse así excluido el abogado invocó una profusa serie de leyes y jurisprudencias de la Corte, y amenazó a San Pedro con denunciarlo a no sé qué organismos de derechos humanos tanto nacionales como internacionales. El buen Jesús andaba cerca y oyó las vociferaciones del letrado. Acudió al punto y le pidió con mansedumbre que moderara su lenguaje. La presencia del Divino Maestro exaltó más al abogado. Le preguntó: “¿Con qué personalidad interviene usted en este asunto?”. “Soy Hijo de Dios” –contestó el Rabí. Exigió el demandante: “Presente su acta de nacimiento a fin de acreditar su filiación”. Fue Jesús con el Padre y le dijo: “Afuera está un abogado que quiere entrar aquí. Me pide mi acta de nacimiento. ¿Existe esa acta?”. “No –respondió con inquietud el Padre–. Y déjalo entrar, no sea que me pida a mí el acta de matrimonio”.

Pregunta: ¿Cuál es la enfermedad sexual más frecuente entre las mujeres casadas? Respuesta: el dolor de cabeza.

El pequeño Juanilito iba a celebrar su cumpleaños. Su papá se puso a inflar los globos para la fiesta. Cuando terminó la tarea Juanilito le dijo: “¡Qué mentirosa es mi mamá!”. “¿Por qué piensan eso?” –se sorprendió el señor. Explicó Juanilito: “Acabas de inflar más de cien globos, y mi mami les dice a sus amigas que tú ya no soplas”.

Doña Cebilia era una dama muy robusta, por no decir que extremadamente gorda. Le contó a una amiga: “Pasé una vergüenza muy grande. Me puse un vestido amarillo, y un tipo me silbó en la calle”. La amiga comentó: “Deberías sentirte halagada. Ese silbido era un piropo”. “No –aclaró doña Cebilia. El tipo me silbó porque pensó que yo era un taxi”.

Dulciflor, linda muchacha, entró a trabajar en la empresa de don Algón. La secretaria del salaz ejecutivo le advirtió: “Ten mucho cuidado. El jefe es un viejo rabo verde. No dudo que en tu primer día de trabajo intente arrancarte la blusa”. “Qué bueno que me lo dices –agradeció Dulciflor. Llevaré una blusa viejita”.

Capronio, ya lo sabemos, es un sujeto ruin y majadero. Fue al zoológico en compañía de su esposa y de su señora suegra. En un descuido de ésta el león le echó mano y la metió en su jaula. “¡Madre mía! –clamó llena de angustia la esposa de Capronio. Y ahora ¿qué hacemos?”. “Nada –respondió imperturbable el individuo. Que el león se las arregle como pueda. Él mismo se metió en ese lío”.

Naufragó un barco. El capitán y una hermosa pasajera se las arreglaron para llegar a una isla desierta. Dos años llevaban ya en ese paradisíaco lugar cuando le chica avistó un barco que se acercaba a la isla. Lo vio también el capitán y le dijo a su compañera: “Calculo que el barco tardará todavía una media hora en llegar. ¿Qué te parece si nos echamos el del estribo?”.

Don Chinguetas es un tarambana, un vivalavirgen, un calavera. Ninguna de esas palabras se usa ya, pero antes servían para designar al hombre de conducta ligera o despreocupada. El talón de Aquiles de don Chinguetas era el sexo opuesto, y en ese renglón su cinismo y desvergüenza llegaban al extremo. Cierto día estaba con una amiguita en el restorán de moda cuando acertó a entrar en él su mujer, doña Macalota, que iba con amigas. Vio ella a su liviano marido, fue a su mesa y lo llenó de improperios: “¡Canalla, infame, ruin, bribón, esposo infiel!”. “¡Ah! –respondió con la mayor tranquilidad el casquivano señor. Tú has de ser mi cuñada Macalota. Y por lo que veo a mi hermano Chinguetas se le olvidó decirte que tiene un hermano gemelo”.

“Anoche mi vida sexual cobró gran interés”. Esa declaración de Libidiano, hombre salaz, interesó mucho a su amigo Impericio, que casi no sabía nada acerca del amor carnal: jamás había puesto en práctica otra postura aparte de la del misionero, y pensaba que el sexo oral consiste en hablar de él. Le preguntó al lúbrico sujeto: “¿Qué hiciste?”. Relató Libidiano: “Llevé a mi esposa a la cama; le quité la ropa y la até de manos y de pies”.  “¿Y luego?, ¿y luego?” –inquirió Impericio, ansioso. “Luego –concluyó Libidiano– me fui a la casa de una amiguita que tengo”.

Goretina era la doncella más virtuosa en la localidad. De misa y comunión diarias, conmovía y edificaba a todos por su piedad y devoción. Se rumoraba que sabía de memoria el libro “Pureza y hermosura”, de monseñor Tihamér Toth. El padre Arsilio la ponía de ejemplo a las muchachas de la Congregación Celeste, y las exhortaba a imitar el pudor y recato de la casta joven. Un día, sin embargo, para sorpresa de todos, Goretina cambió de vida de repente. Salió a la calle pintada como coche y luciendo medias de malla, bolsa de chaquira y zapatos de tacón aguja. Empezó a vivir desenfrenadamente. Acudía todas las noches a los peores antros; bebía como esponja y se iba al Motel Kamagua con el primer hombre que la solicitaba. El padre Arsilio, consternado, habló con ella y le preguntó la causa de esa transformación. “Padre –explicó Goretina. Leí mi diario y lo encontré muy aburrido. Quise darle algo de interés”.

La señorita Nalgarina era dueña de un espléndido trasero. Describirlo en toda su magnífica opulencia ocuparía toda una página de este gran periódico. Más bien dos. Estaba consciente de lo que tenía –toda mujer conoce bien el arsenal de que dispone–, y sabía que sus dos hemisferios posteriores eran poderoso imán que atraía las miradas masculinas. Así, caminaba provocativamente. Para el buen padre Arsilio aquello era un problema, pues Nalgarina era la encargada de recoger las limosnas en la misa, y sus ondulaciones ponían tentación en los varones y enojo –y envidia– en las mujeres. Un día la llamó y le hizo una pregunta: “¿Vendes las pompas?”. “¡Claro que no, padre!” –exclamó Nalgarina con azoro. “Entonces, hija –la amonestó el sacerdote- no las anuncies tanto”.

Un amigo de Babalucas le hizo notar: “Traes los zapatos al revés”. “¡Caramba! –se preocupó el badulque–. Tendré que cruzar las piernas”.

Dos soldados se hallaban en el frente de batalla. Metidos en su trinchera afrontaban lo más recio del combate. Silbaban las balas sobre ellos, y a su alrededor caían bombas y granadas. Le preguntó uno al otro: “¿Por qué estás en el ejército?”. Respondió el otro: “Soy soltero, y me hacía falta un poco de guerra. ¿Y tú?”. Respondió el primero: “Soy casado, y me hacía falta un poco de paz”.

Juanilito entró de pronto a la recámara de sus papás cuando estaban entregados al antiguo rito de perpetuar la vida. Se sorprendió al verlos así y les preguntó: “¿Qué hacen?”. El señor respondió con lo primero que se le ocurrió: “Tu mami y yo estamos jugando a la lucha libre”. Volvió a preguntar el pequeño: “¿A dos de tres caídas?”. Entonces la que contestó fue la señora. “No –dijo–. A una caída solamente. Tu papá no aguanta más”.

Jactancio Elátez es un sujeto vanidoso, presumido, narcisista y egocéntrico. Cuando hace el amor, para excitarse cierra los ojos y piensa en él mismo.

Don Chinguetas es somnílocuo. Eso quiere decir que habla en sueños. (Les comenta a sus amigos: “La única vez que mi mujer pone atención a lo que digo es cuando hablo dormido”). Una mañana doña Macalota, su esposa, le reclamó con acrimonia: “Toda la noche estuviste diciendo: ‘¡Lilibel! ¡Lilibel!’. ¿Quién es esa tal Lilibel?”. Farfulló, vacilante, don Chinguetas: “Es una yegua a la que le voy a apostar en el hipódromo”. Creyó haber salido del paso con esa explicación, pero cuando volvió a su casa por la noche se encontró con la novedad de que su mujer le había puesto sus cosas en la calle. Le dijo doña Macolota desde el balcón: “Tu yegua te habló por teléfono”.

Bucolia, mujer del campo, le dijo a su marido Eglogio: “Le hice una promesa a la Virgen, y debo ir a su santuario a cumplirla”. En el camino al templo la mujer le preguntó a su esposo: “¿Por qué toda la gente se me queda viendo y luego se ríe?”. Contestó Eglogio: “Porque trai usté las naguas atoradas en los calzones, y se le mira todo”. Bucolia se azoró: “¿Y por qué no me lo dijo antes?”. Explicó Eglogio: “Pensé que ésa era la promesa”.


Rondín # 2


El sheriff del pueblo llegó a su casa en altas horas de la noche luego de una larga jornada de trabajo. Se desvistió en la oscuridad de la alcoba y se metió en la cama. En eso su esposa le dijo con acento quejumbroso: “Me duele la cabeza. Ve a la droguería y tráeme unas píldoras para la jaqueca”. A regañadientes el sheriff se vistió de nuevo, fue a la botica y le pidió al apotecario las pastillas. Al hacerlo le preguntó: “Oiga: ¿por qué algunas esposas son tan necias?”. Contestó el droguero: “No lo sé. Pero permítame a mí otra pregunta: ¿por qué trae usted el uniforme del jefe de bomberos?”.

Doña Jodoncia y don Martiriano regresaron al domicilio conyugal después de una cena con amigos. Tan pronto entraron en la casa la feroz señora agarró por las solapas a su asustado marido y poniéndolo violentamente de espaldas contra la pared le gritó en la cara hecha una furia: “¡Imbécil! ¡Mequetrefe! ¡Idiota! ¡Estúpido! ¡Gusano vil! ¿Por qué no me apoyaste cuando dije que las mujeres vivimos en una sociedad dominada por los hombres?”.

En un bar de Las Vegas un tipejo chaparro, flaco, escuchimizado, cuculmeque y desmedrado trepó a una mesa y gritó a voz en cuello: “¡Todos los habitantes de California son unos pendejos, pelotudos, puñeteros, pránganas, pajoleros y pújiros!”. (En lenguaje del hampa de la CDMX esta última palabra significa sodomita). Estaban en el local varios californianos, y no dijeron nada. El chaparro se levantó los pantalones al modo de Clavillazo y continuó: “¡Los de Nevada son iguales!”. Bastantes de ese estado se encontraban ahí, pero sabían que los pleitos ahuyentan al turismo, de manera que también callaron. Engallado por la falta de respuesta prosiguió el flacucho: “¡Peores son los Arizona, Utah, Colorado y Oklahoma!”. (Iba de poniente a oriente el mentecato). No faltaban entre la concurrencia quienes provenían de esas entidades de la Unión Americana, pero temerosos de verse envueltos en un lío dejaron que el tipejo siguiera vociferando. Baladró el fulanillo: “¡Y los de Texas son todo eso y más!”. Ahí fue el acabose. Bebía en la barra un texano que al oír aquello se puso en pie. Medía más de seis, y pesaba 130 kilos (150, con botas). Fue hacia el majadero y de una sola trompada entre quijada y oreja lo lanzó al otro extremo de la barra, que no era nada corta, pues tenía 16 metros de largo. Quedó tendido en tierra el lacerado, aturdido y echando sangre por todos los orificios naturales de su cuerpo. Acudió el cantinero y lo ayudó a levantarse. “¿Ya ve, amigo? –le dijo condolido-. Eso le pasa por insultador”. “No fue por insultador –lo corrigió el sujeto. Lo que pasa es que abarqué demasiado territorio”.

El sultán descubrió que su hijo mayor se entregaba al placer solitario. Preocupado, llamó al eunuco de su harén y le ordenó que le asignara al chico una odalisca que lo quitara de hacerse justicia por su propia mano. Días después el sultán se asomó a la alcoba del muchacho. Quedó desolado al ver que seguía en lo mismo. “¡Pero Osmán! –le dijo en tono lamentoso. ¿Acaso no te regalé a la más hermosa de todas mis mujeres?”. Contestó el joven pajero: “Sí, padre. Pero ya se le cansó el brazo”.

Don Pacato era pilar de su comunidad. A más de dueño del único banco del lugar era presidente del Club Filatélico y Gran Dragón de la Secreta Orden Revelada. Otra función de trascendencia se había conferido a sí mismo: la de velar por la moral social. Para tal fin se consiguió un nombramiento del Cabildo que lo autorizaba a censurar los espectáculos que llegaban al pueblo y las películas que se exhibían en el cine de la localidad. Cierto día una pareja de cómicos se presentó en el teatro. Eran bastante conocidos, pero don Pacato jamás había oído hablar de ellos, pues no leía periódicos. Alguien le dijo, sin embargo, que los tales comediantes usaban palabras inconvenientes en sus actuaciones. Así, acudió a la función de estreno con su atuendo de moralista: chaqué; reloj de bolsillo con leontina; corbatín de cinta; polainas y zapatos de charol. Muy poseído de su importancia ocupó, solemne, su butaca de primera fila. Empezó el diálogo de los actores. Uno de ellos le preguntó a su compañero: “¿Sabes cuál es la mejor parte de la mujer?”. De inmediato don Pacato se puso en pie, y volviéndose hacia el público anunció severo: “Si dice que es el coño suspenderé la función”.

Un autobús lleno de políticos cayó en una profunda zanja en un lugar remoto. Cuando al día siguiente llegaron los patrulleros y ambulantes se encontraron con que un granjero había tapado la zanja con su tractor, de modo que los accidentados quedaron  bajo un gran montón de tierra. Un oficial le preguntó azorado: “¿Por qué los sepultó usted? ¿Acaso perdieron la vida?”. “No –replicó el hombre. Todos decían que estaban vivos, pero ya sabe usted cómo son de mentirosos los políticos”.

Don Jolilo estaba en el lecho de su última agonía. A su lado estaba Borquia, su mujer. El infeliz reunió sus últimas fuerzas y le dijo: “Ahora que estoy por entregar el alma a quien me la dio quiero confesarte algo”. “Calla –le impuso ella silencio. Piensa que pronto estarás en la presencia del Señor. Por mi parte yo pensaré en el seguro de vida”. “Déjame hablar –insistió él. No quiero irme de este mundo con el peso de esa culpa que me agobia. Quiero que conozcas mi falta y la perdones. Sólo así moriré en paz”. “Está bien –accedió la esposa. Dime” Con voz apenas audible declaró Jolilo: “Quiero que sepas que te engañé con Tetonina, tu mejor amiga”. “Ya lo sabía –replicó Borquia. ¿Por qué crees que te envenené?”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, conoció en una fiesta a Dulciflor, muchacha en flor de edad. Le ofreció un cigarro. “No, gracias –rechazó ella. Mi religión me prohíbe fumar”. En seguida Pitongo le invitó una copa. “No, gracias –volvió a declinar Dulciflor. Mi religión me prohíbe beber alcohol”. Inquirió Pitongo: “¿Te parece si bailamos un poco?”. “¡Oh no! –se asustó la muchacha. Mi religión no me permite bailar”. Irritado por las constantes negativas de la chica Afrodisio le dijo, burlón: “Supongo entonces que no tiene caso pedirte que salgamos de aquí y vayamos a follar”. Ante la estupefacción del salaz tipo respondió la chica. “Eso sí”. Acabado el trance erótico, que se consumó en el Motel Kamagua, Afrodisio le preguntó a Dulciflor: “No aceptaste un cigarro ni una copa, y te negaste a bailar. Sin embargo viniste conmigo aquí. ¿Por qué?”. Explicó la muchacha: “Porque los ministros de mi religión me han dicho que para divertirme no necesito fumar, beber ni bailar”.

Leovigildo, novio de Flordelisia, fue a pedir la mano de la chica. El severo genitor de la muchacha le preguntó: “¿Cuánto gana usted, joven?”. Respondió él: “6 mil pesos al mes”. “¿6 mil pesos? –se burló el padre. Con ese dinero no le alcanza a usted ni para el papel sanitario de mi hija”. Salió el galancete con el rabo entre las piernas. Al salir se cruzó con Flordelisia, que esperaba con ansiedad el resultado de la entrevista. Le lanzó a la muchacha una mirada rencorosa y le dijo: “¡Cagona!”.

Don Geroncio, nonagenario caballero, acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le informó con tono lastimero: “Doctor: no puedo mear”. Preguntó el médico: “¿Qué edad tiene usted?”. Respondió el afligido señor: “90 años”. Le indicó el facultativo: “Pues ya meó bastante ¿no?”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, sintió un día la necesidad de que un hombre la acompañara en el camino de la vida. Ni su gato el Quiri ni su periquita Daisy eran ya suficiente compañía para aliviar su soledad. Así, publicó un anuncio en el periódico: “Busco marido”. El mismo día recibió 452 mensajes: “Ven por el mío”.

En un bar de Dublin los parroquianos seguían en la tele una misa oficiada por el Papa Francisco. Se hallaban ahí dos turistas norteamericanos. Uno de ellos le pidió al cantinero: “Quita eso. Está muy aburrido”. De inmediato se lanzaron sobre él varios forzudos individuos que tras tundirlo a golpes lo echaron a la calle junto con su compañero. Le dijo éste a su lacerado amigo: “¿Cómo pudiste decir eso? ¿No sabes que los irlandeses son católicos?”. “Sí lo sé –contestó penosamente el otro. Lo que no sabía es que el Papa también es católico”.

Noche de bodas. Dulciflor, la ingenua novia, le dijo muy nerviosa a Pitorrango, su flamante y sabidor marido: “No sé lo que me pasa, Pito. Las piernas me están temblando”. “Es natural –respondió con displicencia Pitorrango. En unos momentos más tendrán que separarse”.

Candidito, ingenuo joven, contrajo matrimonio con la bella Lángara, mujer que lo adelantaba mucho en el terreno de la mundanidad. Antes de consumar el matrimonio en los términos prescritos tanto por la ley canónica como por el Código Civil el novio tomó por los hombros a su desposada y le preguntó, solemne: “Dime: Langarita: ¿soy yo el primer hombre con quien has tenido unión de cuerpos?”. Replicó ella: “Si eres el mismo con quien estuve en la Riviera Maya en las vacaciones del año 2010, sí”.

En una mesa de restorán se hallaban un señor y una señora tomados amorosamente de las manos. De repente el hombre se metió con premura abajo de la mesa al tiempo que se cubría con el largo mantel para evitar ser visto. La señora, por su parte, permaneció en su silla con gesto indiferente, como esperando a alguien. El mesero, de nombre Ganimedes, fue hacia la dama y le preguntó, asombrado: “Señora ¿por qué su esposo se escondió abajo de la mesa?”. “No es mi esposo –contestó ella. Mi esposo es aquél grandote que acaba de entrar”.

En el curso del acto conyugal él le dijo a ella: “¿No crees, Frigidia, que nuestra vida sexual ha perdido interés?”. Respondió ella: “Contestaré tu pregunta durante los próximos comerciales”.

En una prisión texana el hispano condenado a muerte vivía sus últimos instantes. Llegó en eso el capellán de la cárcel y le dijo: “Ultimio: tu ejecución estaba programada para esta hora, pero te conseguí con el Gobernador 30 minutos de gracia”. “No es mucho –contestó el tal Ultimio, apesarado. Pero en fin, que venga Gracia”.

Era domingo, y don Pacacio iba en su coche por los suburbios de una ciudad cuyo nombre no diré por razones que mis cuatro lectores habrán de comprender. De pronto vio algo que le llamó grandemente la atención, hasta el punto en que detuvo el automóvil para cerciorarse de que lo que veía era cierto. En efecto, sus ojos no se habían engañado: en la cochera de una casa tres parejas estaban haciendo el amor desaforadamente sobre sendos catres de lona. Don Pacacio, ya lo sabemos, es activista moral, y aquel espectáculo soliviantó sus ideas, principios y valores. Se sintió llamado a salir por los fueros de la decencia, de modo que llamó con grandes golpes a la puerta de la residencia. La abrió una mujer cincuentona, bastante entrada en carnes, maquillada con estrépito y con varios kilos de joyería falsa encima. “¡Oiga, señora! –profirió el indignado caballero. ¿Qué clase de casa es ésta? ¿Ya se dio usted cuenta de que en su cochera hay tres parejas realizando a la vista del público en general un acto que solamente los casados deben realizar, y eso en la privacidad de su alcoba; evitando hacer ruidos extraños; siempre en la posición del misionero; sin incurrir en variantes exóticas; lo más rápidamente posible y cumpliendo con las estrictas normas de la castidad matrimonial?”. Replicó la madama: “Señor: ésta es una casa de mala nota, y todos los domingos tenemos venta de garaje”.

Don Algón le propuso a su linda secretaria: “Señorita Rosibel: la invito esta noche a ir conmigo a un departamento que acabo de comprar. Beberemos una copa de champaña, o dos, o tres; bailaremos al compás de la cadenciosa música de Percy Faith y luego haremos el amor, también en forma cadenciosa. Repetiremos lo mismo dos veces por semana, los martes y los viernes”. “¡Oiga usted! –se indignó ella–. ¡No soy de ésas!”. “Qué lástima –se apenó el salaz ejecutivo–. A cambio de su gentileza yo pensaba obsequiarle el departamento; regalarle un coche último modelo y pasarle una buena cantidad mensual”. “Entonces –dijo al punto Rosibel– sí soy de ésas”.

Cierto soldado fue con el médico del batallón y le informó: “Tengo problemas para dormir, doctor. Si me acuesto del lado derecho, el problema es el riñón. Si me acuesto del lado izquierdo, el problema es el hígado. Si me acuesto boca arriba, el problema es el estómago...”. Sugirió el galeno: “¿Y por qué no se acuesta boca abajo?”. Respondió el soldado: “Si me acuesto boca abajo el problema son mis compañeros de barraca”.


Rondín # 3


La mujer de Babalucas leía el periódico de la mañana. Le comentó a su esposo: “Compraron dos góndolas para el lago de Chapultepec”. Opinó Babalucas: “Hubieran comprado mejor una góndola y un góndolo, a ver si se reproducen”.

Tonilito les dijo a sus compañeros del jardín de niños: “A mí me trajo la cigüeña; mi hermanito vino de París y a mi hermanita la encontró mi mami abajo de una col”. Preguntó Pepito: “¿Qué tu papá no funciona?”.

A don Languidio le había ido mal en los negocios. Una amiga de su mujer le dijo a ésta: “Supe que tu marido anda de capa caída”. Confirmó la señora: “De capa y de todo lo demás”.

Se casó cierto señor. Al mes fue con el doctor Ken Hosanna, pues se sentía desfallecido, exánime, abatido. Relató: “A todas horas de la mañana y de la noche mi mujer me grita: ‘¡Montelongo!’”. “No veo nada extraño en eso –replicó el facultativo–. Muchas esposas llaman a sus esposos por el apellido”. “No me entendió usted, doctor –precisó con débil voz el hombre–. Mi apellido es Longo”.

En la playa aquella linda chica iba completamente en peletier, quiero decir sin ropa, en cuero de rana, y su amiga caminaba sin llevar otra cosa que un trocito de tela en la parte que más debía cubrir. Un gendarme celoso de su deber las detuvo y las llevó ante el juez. El juzgador, después de enterarse del caso, les impuso a las mujeres sendas multas. A la que iba sin nada encima le cobró mil pesos. A la del trocito de tela, 5 mil. “Pero, su señoría –protestó ésta–. ¿Por qué a mi amiga, que iba completamente desnuda, le cobra usted mil pesos nada más, y a mí, que por lo menos me tapé algo, me pone de multa 5 mil?”. Explicó el letrado: “Mil pesos es la multa que se aplica por faltas a la moral. La multa de 5 mil se impone a quien oculta artículos de primera necesidad”

A esa muchacha le decían “La 10 para las 2”. En esa posición tenía las piernas casi siempre.

Un hombre se fue a confesar con un curita joven. Le dijo: “Me acuso, padre, de que deseo a la mujer de mi prójimo”. Preguntó el confesor: “¿Y pones en obra tus deseos?”. “No —respondió el individuo. Me limito a desearla con el pensamiento”. “Pues eres un pendejo —le indicó el sacerdote. La penitencia es la misma”.

Llorosa y compungida Dulcibella le dijo a su mamá: “¿Recuerdas, mami, que mi padre y tú me explicaron todo eso de las florecitas y las abejitas?”. “Así es –se inquietó la señora. ¿Por qué me lo preguntas?”. Dulcibella rompió en llanto: “¡Porque la abejita ya me dio un piquetito!”.

Una empresa comercial publicó un aviso en el periódico solicitando un experto en computación. Entre los aspirantes al cargo estaba un perro, salchicha por más señas. El jefe de personal se asombró al verlo, pero el caniche habló y le dijo que tenía una maestría en sistemas computacionales. Más estupefacto aún por oír hablar al perro el encargado accedió a ponerle la prueba que iba a aplicar a los demás. No sólo la presentó el salchicha: obtuvo entre todos los examinados la calificación mejor. “Lo felicitó –le dijo el jefe de personal. Pero dígame: ¿habla usted un segundo idioma? Respondió el perro: “Miau”.

Florenciana, estudiante de enfermería, gustaba de practicar en forma asidua el sexo, y lo hacía con Pedro, Juan y varios, pero se negaba terminantemente a tomar la píldora anticonceptiva. Una compañera suya le dijo que su modo de actuar era riesgoso. “¿Por qué?” –preguntó ella, desafiante. Respondió la otra: “Porque estás practicando la licencia sin medicina”.

Don Cornulio recibió en su casa un amigo suyo, norteamericano, que no hablaba bien el español. Le pidió: “Acompáñame a la lavandería. Debo sacar de ahí una caja de cascos de refrescos, y están muy pesados”. Comentó el norteamericano: “Yo suponer que esos cascos ser suyos, porque todo mundo decirme a mí que su mujer de usted ser de cascos ligeros ”.

“Vamos a hablar hoy de esa partecita que tienen las mujeres y que las mete en tantos problemas”. Así dijo en su clase el profesor de Anatomía. Las alumnas se inquietaron; los alumnos aumentaron su atención. Y precisó el maestro: “Me refiero, claro, a la lengua”… .

Don Gerontino, señor de 80 años, le comentó a su mujer, doña Pasita: “Creo que Diosito se equivocó en algo”. Ella se sorprendió. “¿Por qué dices semejante cosa?”. Manifestó don Gerontino: “Nos hace tener bebés cuando somos jóvenes. Deberíamos tenerlos a nuestra edad, cuando de cualquier modo tenemos que levantarnos tres o cuatro veces durante la noche”.

En el zoológico el guía les habló a las señoras acerca del avestruz. Les informó: “No ve casi nada, y se traga todo”. “¡Mira! –exclamó divertida una de ellas. ¡Exactamente igual que mi marido!”.

Don Poseidón, granjero acomodado, fue a la ciudad a consultar a un médico, pues con frecuencia tenía calenturas (de las malas). A su regreso le contó a su mujer: “El doctor me recetó unas cosas que se llaman supositorios. Le pregunté donde debía ponérmelos. Y yo creo que la pregunta le molestó bastante, a juzgar por la forma en que me contestó”.

“Supongo, Afrodisio, que después de haberte entregado mi virginidad nos casaremos”. “Por supuesto que sí, Lilibel. Claro, a su tiempo, y cada uno por su lado”.

Un gatito de unos cuantos meses de nacido estaba en la puerta de su casa. Vio pasar por la calle a un gato grande, y a otro, y a otro. Todos iban en la misma dirección. A ésos siguieron  tres o cuatro más. El gatito le preguntó a uno de ellos: “¿A dónde van?”. Respondió el gato: “A fornicar”. Al gatito eso de “fornicar” le sonó muy interesante, de modo que se sumó a los gatos y fue también tras ellos. No sabía lo que pasaba. Lo que pasaba era que una gata del barrio había entrado en celo, y trepada en un árbol era objeto del asedio de los inflamados morrongos, que daban vueltas y vueltas en torno del árbol esperando a ver por cuál de ellos se decidía la gata, si por el blanco, el gris, el negro, el rubio, el manchado, el leonado, el atigrado, el rayado o el mosqueado. El gatito se puso igualmente a dar vueltas alrededor del árbol con los otros, por más que ni siquiera vio a la gata, ni por su poca edad podía percibir los aromas que la micha despedía para atraer a sus galanes y con uno de ellos perpetuar la vida. Así, sin entender lo que pasaba se cansó de dar tantas vueltas y dijo finalmente: “No, esto de fornicar es muy aburrido. Daré una fornicada más y me regresaré a mi casa”.

“Jamás olvidaré la forma en que anoche te hice el amor” –le comentó por la mañana don Frustracio a su mujer, doña Frigidia. Siempre recordaré cómo puse en práctica contigo todas las artes de erotismo; cómo recorrí, completa, la escala de la sensualidad. Fui un tigre; un volcán. Desgraciadamente tú no te diste cuenta porque estabas dormida”.

En la cantina “Las trompas de Eustaquio” dos parroquianos se hicieron de palabras. Uno le dijo al otro hecho una furia: “¡Yo no soy el pendejo de nadie!”. “Ya veo –replicó el otro. Es usted free lancer”.

Lord Feebledick tenía un perro alano que usaba en la cacería del jabalí. Observó que el can se rascaba continuamente una oreja, y lo llevó con el doctor Herrioto, el veterinario del lugar. Después de examinar al animal dictaminó el facultativo: “La rasquiña se debe a que el perro trae una infección en el oído interno, por el pelo que le crece ahí. Póngale un depilatorio y el problema desaparecerá”. Fue el lord a la farmacia y pidió un depilatorio. “Los hay de varias clases –le informó el farmacéutico. Para el rostro, para las piernas…”. Precisó Feebledick: “Es para mi alano”. Opinó el de la farmacia: “Tendrá que ser entonces un depilatorio fuerte. Pero debo advertirle, milord, que no podrá usted sentarse durante varios días”.


Rondín # 4


Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, le preguntó a su añoso admirador: “¿Cuánto… Perdón: ¿cómo me dijo usted que se llama?”.

En el lecho de agonía la esposa de don Picio se acercaba al final de su existencia. La rodeaban, pesarosos, su afligido cónyuge y sus siete hijos. Con voz débil la señora les pidió a los muchachos: “Salgan, por favor. Quiero hablar a solas con su padre”. Dejaron la habitación los chicos, y doña Beneventa –así se llamaba la señora– le dijo a su marido: “Quiero hacerte una solemne confesión”. “Calla, mujer, calla –le pidió el esposo. No conturben tu ánima las cosas de este mundo ahora que vas a entregar el alma a aquel que te la dio”. Contestó doña Beneventa: “No quiero irme de este mundo con la carga de mi culpa. Debes saber que  Pinolito, el menor de nuestros hijos…”. “¿No es mío?” –inquirió lleno de turbación don Picio. “Es tuyo –respondió con voz feble la mujer. Los que no son tuyos son los otros seis”.

Una atractiva mujer de bien formado cuerpo subió al atestado autobús. No encontró un asiento libre, de modo que se dirigió a un señor que iba sentado. “Perdone, caballero –le pidió. ¿Sería usted tan amable de cederme su asiento? Estoy embarazada”. “¡Discúlpeme, señora! –exclamó apenado el señor al tiempo que se ponía en pie. Es que no se le nota, y eso que soy médico. Permítame hacerle una pregunta: ¿cuánto tiempo tiene usted de embarazo?”.  Respondió la mujer al tiempo que ocupaba el asiento: “Posiblemente una media hora, y vengo muy cansada”.

“No puedo confiar en mi padre –se quejó con sus compañeros el muchacho que había llegado de otra ciudad a estudiar en la Universidad. Le pedí que me enviara dinero para comprar una nueva laptop, y me mandó una nueva laptop”.

La recién casada leía en voz alta una receta: “Tome los materiales y agítelos con suavidad hasta que alcancen el máximo grado de calor. El resto se hará solo”. “¡Mira! –le dijo muy contenta a su maridito. ¡La misma receta puede servir también para otra cosa!”.

Un comerciante le advirtió a otro: “Ten cuidado con Mercuriano. Sus cheques son buenos ciudadanos”. “No entiendo –se desconcertó el otro. ¿Por qué dices que sus cheques son buenos ciudadanos?”. Precisó el comerciante: “Siempre botan”.

Don Mininio, pacífico señor, caminaba por la calle cuando oyó un fuerte vocerío como de temor o alarma. Alguien le dijo apresuradamente que un loco furioso había escapado del manicomio. A la vuelta de una esquina don Mininio se topó de manos a boca con el orate. El alienado clavó en él una siniestra mirada que hizo que el asustado señor echara a correr a todo lo que daban sus piernas. El individuo empezó a perseguirlo. El infeliz señor apresuró su desatentada carrera. Todo inútil: el loco lo siguió con paso aún más veloz. Le pisaba ya los talones. Don Mininio, desesperado, se metió en un callejón. ¡Horror! ¡Era un callejón sin salida! El loco, viendo que su víctima no tenía escapatoria, se acercó a él paso a paso. El pobre señor, aterrorizado, de espaldas contra la pared, lo vio venir. Llegó el orate, le puso una mano en el hombro y le dijo con una sonrisa de triunfo: “Tú la traes”. (¡El tontiloco estaba jugando a la roña!).

El pequeño hijo de don Poseidón, ranchero acomodado, le preguntó a su padre: “¿Por qué el gallo del corral canta tan temprano?”. Le explicó don Poseidón: “Porque más tarde se levantan las gallinas, y luego ya no tiene fuerzas ni para cantar”.

La bella aspirante al puesto de secretaria llenó la solicitud de empleo que don Algón le había dado. En la línea donde decía “Sexo” puso: “Para eso usted tendrá que presentarme a mí una solicitud”.

Simpliciano, ingenuo joven, se vio por azares de la vida en brazos de una apasionada y tórrida mujer que lo tomó con fuerza, lo arrojó en la cama y se subió sobre él. “¡Contente, Calentina! –suplicó el asustado galán. ¡Me vas a matar!”. Respondió la fogosa mujer sin sofrenar sus ímpetus: “¡No importa, con tal de que esta parte no se muera!”.

Don Poseidón, labriego acomodado, fue a visitar a sus sobrinos en la gran ciudad. Después de pasar un par de días con ellos, cansado del bullicio de la urbe y con nostalgia por la quietud de su terruño, les comunicó su decisión de marcharse al día siguiente. Los muchachos le pidieron que se quedara por lo menos el fin de semana. Le dijeron: “El carnaval empieza el sábado, tío. Quédate a ver el desfile. Va a salir una muchacha desnuda montada en un caballo blanco”. “Detesto esas inmoralidades –manifestó, severo, don Poseidón. Pero está bien, me quedaré. Hace mucho que no veo un caballo blanco”.

La paciente le dijo al doctor Duerf: “Soy dibujante industrial. Quizá por eso me ha dado por creer que soy compás”. Respondió el analista: “Extraño caso el suyo que estudiaré con el mayor cuidado. Pero para no distraerme hágame usted el favor de cerrar las piernas”.

Don Geroncio, señor maduro en años, logró que una mujer en plenitud de edad  y carnadura prestara oído a sus demandas amorosas. Con ella fue al departamento de la fémina. Llegados que fueron a la habitación donde tendría lugar el trance de fornicio la mujer se tendió en el lecho en actitud que recordaba a la Maja Desnuda, la inmortal obra de Goya. Don Geroncio entró en el baño. No lo llevaba ahí ninguna urgencia natural, sino el intento de disponer el ánimo para hacer frente al compromiso con la frondosa dama. Vio sobre el lavabo un pequeño frasco que contenía una pomada blanquecina. Había oído hablar de cierto ungüento fortificador que las mujeres del oficio tenían a la mano para ayudar a los varones en su desempeño. Alabando en su interior aquel auxilio procedió a aplicar en la correspondiente parte una profusa cantidad de la mixtura, con tan buenos resultados que un minuto después ya estaba en aptitud de enfrentar airosamente el amoroso reto. Lo cumplió con prestancia don Geroncio, tanto que al otro día fue la mujer quien lo llamó para una nueva cita. Otra vez el señor recurrió a la taumaturga pomada, con los mismos excelsos resultados. Cuando acabó ese nuevo trance, feliz por el venturoso curso de los acontecimientos, don Geroncio fue al baño con el propósito de anotar el nombre de la pomada, a fin de comprarla en alguna farmacia para futuras ocasiones. Leyó la etiqueta del frasquito. Decía: “Durillon, adieu. Pomada para las callosidades. Con la primera aplicación se ponen duras. Después de la segunda se caen en poco tiempo”.

La luna de miel terminó, y el marido le dijo a su mujercita: “En la casa yo seré el jefe. Llegaré a la hora que se me dé la gana”. “Muy bien –repuso la muchacha–. Pero te informo que en esta casa se hará el amor todos los días a las 11 de la noche, estés tú o no estés”.

El elegante señor llegó al hotel y llenó la hoja de registro. En el renglón donde decía “Profesión” puso “Filántropo”. El empleado le preguntó: “¿Qué es un filántropo?”.  Con acento magnílocuo respondió el huésped: “El término ‘filántropo’ viene de dos palabras griegas: fílos, amor, y ánthropos, hombre. El que ama a los hombres”. “Ah, vaya –respondió el empleado–. Aquí usan otro nombre”.

Amapola, linda zagala campesina, iba por un camino de la hacienda. La vio don Feudalio, el apuesto y fornido hacendado, y poniendo al trote a su caballo llegó a ella y le preguntó: “¿Cómo te llamas, muchacha?”. Amapola bajó la cabeza, ruborosa, y con un pie comenzó a escarbar el suelo. Contestó, ruborosa: “Mi llamo Amapolita, pa servir a su güena mercé”. “Estás muy chula, Amapola –le dijo el patrón–. ¿Dónde vives?”. “En aquel jacalito, siñor” –respondió ella al tiempo que seguía removiendo la tierra con el pie. Volvió a preguntar el hacendado: “Y ¿a dónde vas?”. Contestó la muchacha sin dejar de escarbar el suelo: “Iba a lavar una ropita en el arroyo”. Inquirió el patrón, extrañado: “¿Y por qué mueves tanto la tierra con el pie?”. Explicó la rancherita: “Pa que no esté tan dura orita que me tumbe su güena mercé”.

El marido le sugirió a su esposa: “Ahora que nuestra hija se va a casar deberías hablarle de la cuestión del sexo”. “Ay, viejo –suspiró la señora–. Hablarle en este tiempo a una chica de la cuestión del sexo es como decirle a un pez cómo nadar”.

Doña Cacha Lota, mujer bastante entrada en carnes, iba a darse un chapuzón en la playa. En eso oyó que un muchachillo le decía a otro: “¿Nos metemos en el mar?”. “Ahora no –respondió el otro–. La señora lo va a usar”.

Don Chinguetas le dijo a doña Macalota que el médico de la compañía no le había dado la incapacidad que le pedía para poder irse de vacaciones. “Me hizo que me quedara en short, me revisó y me dijo que estoy muy bien, que no podía darme la incapacidad”. Comentó doña Macalota: “Debiste quitarte el short. Te habría dado incapacidad completa”.

Viene ahora un cuento que no entendí cuando me lo contaron, pero que me dicen es de color bastante subido… Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, se sintió un día cansada de vivir en soledad. Publicó entonces un aviso en la sección de anuncios sentimentales de un periódico: “Anhelo conocer a un hombre para entablar con él una relación seria y permanente. El interesado debe reunir tres condiciones: jamás me pondrá la mano encima; no se apartará nunca de mi lado, y habrá de ser un excelente amante”. Pasaron varias semanas sin que ningún solicitante respondiera. Cuando la señorita Sinpitier había renunciado ya a la esperanza, un buen día sonó el timbre de su puerta. La abrió y no vio a nadie. Pero entonces oyó una voz que provenía de abajo. “¿Es usted Solicia Sinpitier?”. Con asombro la madura señorita volvió la vista abajo y vio que quien había llamado era un hombre que no tenía brazos ni piernas. Respondió: “Sí, yo soy. ¿En qué puedo servirle?”. “Vengo por el anuncio –dijo el tipo–. Soy el hombre que usted necesita. Reúno todas las condiciones del anuncio. No tengo brazos. Eso me impide ponerle la mano encima. Tampoco tengo piernas. Por tanto no puedo apartarme nunca de su lado”. Preguntó la señorita Sinpitier: “¿Y lo de buen amante?”. Contestó el individuo, seguro de sí mismo: “Toqué el timbre de la puerta ¿no?”.


Rondín # 5


Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, ocupó con cierta amiguita suya una habitación de hotel. Después de sus abluciones en el baño olvidó cerrar el grifo, y mientras la pareja se entregaba a sus escarceos el agua empezó a filtrarse por el piso y a caer en la habitación de abajo. Por la ventana asomó la cabeza un airado individuo. “¡Oye, pendejo! –le gritó a Afrodisio. ¡Cierra el grifo del agua! ¡Nos está cayendo acá abajo!”. Le demandó Pitongo: “Modere usted su lenguaje. Hay una dama en mi habitación”. Respondió el otro, iracundo: “¿Y qué crees que hay en la mía? ¿Un pato?”.

En el bar una chica de cuerpo complaciente le comentó a la amiga que la acompañaba: “Siento que un par de copas me aumenta la potencia”. “¿La potencia? –se extrañó la amiga. Eso es cosa de hombres, ¿no?”. “¿Dije potencia? –preguntó la otra. Caramba, cuando bebo se me confunde siempre la o con la u”.

A propósito de confusión de letras recordé en este punto el caso de aquel hombre blanco que quería comprarles a los pieles rojas su extenso territorio. Pagaría, les ofreció, un centavo de dólar por acre. Le contestó el jefe indio: “¡Ojo de pato!”. También a él se le revolvían las vocales. Lo que le quiso decir fue: “¡Hijo de…!”

Babalucas fue a una casa de mala nota. Le preguntó a la dueña: “¿Cuánto debo pagar por estar con una mujer?”. Le indicó la madama: “Depende del tiempo”. Contestó  Babalucas: “Digamos con viento leve y cielo despejado”.

En el autobús iba un sujeto sentado con las piernas muy abiertas. A su lado una señora se enojaba porque su pequeño hijo iba de pie. Le dijo al individuo: “Si cerrara usted las piernas mi niño podría sentarse”. Responde el incivil sujeto: “Y si usted hubiera hecho lo mismo no habría problema”.

Un marido sospechaba de la fidelidad de su mujer. Así, secretamente instaló en la alcoba una cámara fotográfica automática. Sus sospechas eran fundadas. Al revisar la cámara vio a su esposa entregada a acrobacias eróticas diversas con un compadre suyo. Imprimió las fotografías; buscó al tal compadre y sin decir palabra se las mostró. El compadre las vio una a una y dijo: “En todas salimos bien, compadre. Si le compro dos juegos, uno para la comadre y otro para mí, ¿me hace usted precio?”.

Una joven atleta extranjera conoció a un muchacho mexicano, atleta también. El trato entre ellos hizo nacer una mutua simpatía que pronto se convirtió en amistad, luego en noviazgo y finalmente en matrimonio. La noche de las bodas el galán se duchó, y tras acicalarse para la ocasión salió del baño al natural, esto es sin nada encima aparte del anillo de las bodas. La muchacha fijó la mirada en la parte de mayor interés de su galán y observó que tenía tatuada en ella la palabra “Mico”. Le extrañó sobremanera ver tal vocablo inscrito en un lugar tan estratégico, de modo que le preguntó a su flamante maridito: “¿Qué significa la palabra ‘mico’?”. “No es palabra –replicó él. Dentro de poco verás que el tatuaje dice: ‘Mens sana in corpore sano’”.

A propósito de latines, otra chica halló en un libro la frase “Non plus ultra”. Le preguntó a su maestra el sentido de la locución. Le explicó la profesora: “Quiere decir ‘No más allá’”. “¡Qué frase tan útil! –se alegró la chica. ¡Me la pondré en las rodillas cuando salga con mi novio!”.

El maestro de Geometría declaró: “Las líneas paralelas no se juntan jamás, ni aunque se prolonguen en el infinito”. Uno de los alumnos preguntó: “¿Cómo se puede probar eso? Nadie ha estado en el infinito”. Se oyó una voz majestuosa venida de lo alto: “Créanle a su maestro. Yo he estado ahí”.

Eglogio, mancebo campesino sin ciencia de la vida, contrajo matrimonio. Ninguna experiencia tenía en el amor, de modo que su desposada tuvo que instruirlo en el momento clave. “Dale hacia adelante. Ahora hacia atrás. Hacia adelante. Hacia atrás’”. Se molestó Eglogio: “Ya decídete, ¿no?”.

Pepito fue llorando hacia su madre “¿Por qué lloras?” -le preguntó ella. Contó el pequeño: “Mi papi estaba clavando un clavo, y se dio en un dedo con el martillo”. “No debes llorar por eso –le dijo la señora. Antes bien debiste haberte reído”. “Fue lo que hice” –gimoteó Pepito sobándose la parte posterior.

Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajara, ebrios consuetudinarios, se corrían una de sus parrandas habituales. Salieron de la cantina y propuso Astatrasio: “Vamos a un congal”. Empédocles, menos borracho que su amigo, simuló aceptar, pero como vio que su contlapache ya no podía sostenerse en pie no se dirigió a aquel lugar pecaminoso sino a la casa de Astatrasio. Llegó, lo recargó en la puerta, tocó el timbre y se alejó apresuradamente para no exponerse a las iras de la señora de la casa. Abrió la puerta la mujer. Con ojos vidriosos la miró Astatrasio y luego prorrumpió en furiosas voces: “¡Mujer infame! ¡Vulpeja inverecunda! ¡Aleve meretriz! ¿Conque aquí vienes cuando no estoy en la casa?”.

Frase de un misógino: “La única vez que las mujeres no miran el espejo es cuando van manejando”.

Don Auduro era sordo como una tapia. Como una tapia sorda, hay que aclarar, pues las paredes oyen. Cierto día estaba con su hijo en la única fonda del pueblo cuando llegaron dos agentes viajeros, uno joven, de edad madura el otro, y se sentaron en la mesa vecina. Preguntó el viajante joven al mayor: “¿Ya había estado usted en este pueblo, don Mercuriano?”. “¿Que si había estado? –rió el otro. Conozco este lugar como la palma de mi mano. Aquí empecé mi carrera de vendedor. ¡Qué tiempos aquéllos! Conocí a una muchacha llamada Calorina Pompisdá. Hembra más ardiente no he vuelto a ver jamás. A diario me visitaba en la pensión donde vivía, y hacíamos el amor como locos. Aún recuerdo el lunar que tenía en el hombro derecho, y aquella manchita roja que tanto me gustaba en la rodilla izquierda”. Don Auduro alcanzó a entender que el viajero estaba contando algo muy interesante, pues todos los presentes habían dejado sus conversaciones para seguir atentamente la narración. Preguntó con ansiedad a su hijo: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Le gritó el muchacho en la oreja: “¡Dice que conoció a mamá!”.

Un curita recién ordenado fue enviado a una pequeña ciudad de Texas cuya población era mayormente de origen latino. En sus sermones el curita empezó a decir que el Señor tiene una marcada preferencia por los hispanos. Lo decía sin tomar en cuenta que entre los feligreses había también muchos de ascendencia anglosajona. Éstos acudieron ante el obispo y se quejaron por aquella extraña forma de discriminación. Su Excelencia llamó al padrecito y lo amonestó paternalmente: “Hijo mío, todos somos criaturas de Dios. No digas eso de que el Señor prefiere a los hispanos sobre los anglos”. El joven sacerdote le prometió al obispo que no volvería a caer en esa falta de caridad. Al regresar a la casa parroquial puso en la puerta un letrero que decía: “Se darán clases gratuitas de español a los fieles de habla inglesa cuya edad sea de 80 años o más”. Fueron unos y le preguntaron por qué se les impartirían esas clases de español. Explicó el  curita: “Muy pronto comparecerán ustedes ante el Señor. ¿No les gustaría hablar con él en su idioma?”.

Babalucas le comentó en el teléfono a un amigo: “Tengo un fuerte dolor de cabeza”. Le dijo el otro: “Cuando tengo jaqueca yo recurro a una bolsa de hielo. Con eso se me quita”. Horas después el badulaque volvió a llamar a su amigo. Le dijo muy molesto: “Qué mala recomendación me hiciste. ¡No sólo no se me quitó el dolor de cabeza. Ahora estoy todo empapado y no puedo sacar la cabeza de la desgraciada bolsa”.

Por más esfuerzos que hizo el ardiente galán no pudo obtener nada de la chica. Cuando se despidieron le dijo él: “Cuídate”. Contestó la chica: “Siempre me cuido todo lo posible”. Repuso el galán, mohíno: “Cuídate también lo imposible”.

El marido sintió un impulso de romanticismo. Tomó el teléfono y llamó a su esposa: “¿Qué te parece, linda, si nos vamos este fin de semana a Las Vegas? Champaña… Juego… Diversiones… Sexo… ¿Te gusta la idea?”. “¡Claro que sí! –respondió la señora, entusiasmada. ¡Estoy puestísima! ¿Quién habla?”.

El nuevo párroco del pueblo habló con la pareja de ancianitos al terminar la misa. “Me han conmovido ustedes –les dijo emocionado. Es muy raro el caso de una pareja que a pesar de los años se sigue amando como el primer día, y vi que ustedes estuvieron tomados de las manos todo el tiempo”. Explicó la viejita: “Padre: si no le tomo las manos a este tal por cual le agarra las nachas a la mujer que tiene más cerca”.

El doctor Ken Hosanna examinó a su paciente, un viejo ricachón de nombre don Pecunio. “Dígame, doctor preguntó con angustia el valetudinario. ¿Estoy tan mal como me siento?”. “Tranquilícese –respondió el facultativo. Todavía dará usted muchas alegrías a sus hijos y a sus nietos”. “¿De veras, doctor?” –exclamó el vejancón lleno de esperanza. “Sí –confirmó el médico. Cuando lean su testamento”.


Rondín # 6


Aquel señor estaba casado con una mujer de nombre Flordelisa a la que todos llamaban Lisa. Cierto día llevó a un amigo a su casa, y después de abrir unas cervezas le pidió por favor a Flordelisa que les trajera algunas botanas. Pasó un buen rato sin que la esposa apareciera. El visitante le dijo a su amigo: “Hace casi media hora que le pediste a tu esposa las botanas, y no las ha traído”. Respondió el otro: “¿Qué no has oído hablar de la hueva de Lisa?”.

El amigo de la familia le dio el pésame a la viuda del finado: “Es una lástima que se nos haya ido”. “Sí –respondió la mujer. Pero me consuelo pensando que ahora sí voy a saber dónde pasa las noches el desgraciado”.

Doña Gorgona estaba consultando a una adivina. “¡Oh! –se asustó la mujer. ¡Veo en mi bola de cristal que su yerno morirá de muerte violenta!”. “Eso ya lo sé –replicó Gorgolota. Lo que quiero que me diga es si seré declarada culpable o inocente”.

Don Chinguetas llevó a su casa a don Algón. Le dijo a su mujer: “Calienta té para los dos”. Contestó doña Macalota: “No me caliento para ti, menos voy a calentarme para ese viejo que ni conozco”.

La vecina vio que Babalucas le estaba propinando fuertes nalgadas a su hijo. Fue hacia él y le preguntó en tono de reproche: “¿Por qué le pega?”. “Y más fuerte debería pegarle –replicó el tonto roque. No sabe usted lo que me hizo. Compré una guitarra, y la estaba tocando cuando este bribón le dio vuelta a una de las clavijas. Con eso me desafinó la cuerda, y ya no pude tocar”. La vecina se indignó: “¿Y sólo por eso maltrata así a su hijo?”. “No nada más por eso –contestó, rencoroso, Babalucas. El muy canalla no quiere decirme cuál de las seis cuerdas me desafinó”.

La maestra del jardín de niños los llevó a nadar en la alberca de su club. Observó con extrañeza que todos los varoncitos flotaban de espaldas en el agua, pero a las niñas no las dejaban acercarse a ellos. Fue la maestra hacia los niños y les preguntó por qué hacían eso. Pepito respondió por todos: “Es que estamos jugando a los submarinos”. Volvió a inquirir con enojo la  profesora: “¿Y por qué no dejan que las niñas jueguen también?”. Explicó Pepito: “Ellas no tienen periscopio”.

Simplicio, cándido muchacho, fue con Pirulina, mujer con mucha ciencia de la vida, al romántico paraje llamado El Ensalivadero. En la penumbra del solitario sitio exclamó el galancete lleno de emoción: “¡Qué hermosa eres, Pirulina! ¡Me dejan arrobado los encantos de tu cuerpo: la suave curva de tus senos; las incitantes redondeces de tus  muslos; la bella rotundidad de tus caderas!”. Contestó ella, invitadora: “¿Y para qué tienes las manos?”. “Es cierto” –replicó el muchacho. Y así diciendo comenzó a aplaudir.

El desdichado náufrago llevaba ya dos años en aquella diminuta isla desierta. Cierto día la única palmera que había ahí dejó caer un coco. El náufrago abrazó y besó a la palmera. “¡Oh, querida! –exclamó extático. ¡Un bebé!”.

Eglogio, mozo campesino, casó con Addy Poza, mujer de la ciudad. Muy rica en carnes era Addy: pesaba más de 15 arrobas. Los padres del muchacho no pudieron asistir a la boda, pues el rancho en que vivían quedó aislado por una inundación, pero en una carta le preguntaron a su hijo si su flamante esposa era tan gorda como decía la gente. “Mucho más –respondió Eglogio. Llevamos ya dos meses de casados y todavía no acabo de recorrerla toda”.

La señora de don Languidio Pitocáido comentó: “Mi marido y yo tenemos cama de agua. Yo la llamo ‘el Mar Muerto’”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le preguntó a un amigo: “¿Te gustaría tener uno de esos tapetes que dicen ‘Bienvenido’ y que se ponen frente a la puerta de la casa?”. Respondió el amigo: “Sí me gustaría”. “Pues ve por el mío –lo invitó Capronio. Te lo regalo”. Quiso saber el otro: “¿Por qué te deshaces de él?”. Explicó el majadero: “Mañana llega mi suegra a mi casa, y no quiero que se forme ideas”.

Dulcibella, muchacha en flor de edad, le planteó una inquietante pregunta a su mamá: “Mami: ¿qué preferirías que te dijera el médico de la familia? ¿Que estaba yo embarazada o que había enfermado de gravedad e iba a morir?”. “¡Qué preguntas haces! –exclamó la señora, desconcertada. Claro que preferiría que estuvieras embarazada. Y rezaría mucho para que no enfermaras”. “Qué bueno que lo dices, mami –se alegró Dulciflor. Tengo el gusto de comunicarte que tus oraciones han sido escuchadas. No estoy enferma. Estoy lo otro”.

Don Valetu di Nario, señor de edad madura, fue con el doctor Ken Hosanna y le confió su problema: había perdido por completo su ímpetu amoroso. El facultativo le entregó un pequeño frasco que contenía un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo. “Son el más poderoso afrodisíaco que el mundo ha conocido–le informó. Una sola gota basta para poner en aptitud erótica incluso a un monje cartujo de 100 años de edad. Pero tómelas con cuidado, pues tienen un efecto sumamente rápido”. Se fue el señor Di Nario muy contento. Habían pasado sólo unos minutos cuando sonó el celular del médico. “¡Doctor! –le dijo exultante don Valetu. ¡Las miríficas aguas que me recetó son extraordinarias, fantásticas, sensacionales! ¡Me tomé unas cuantas gotas y el resultado fue inmediato!”. “¿De veras? –preguntó el facultativo algo sorprendido por la inusitada rapidez de los efectos. “¡De veras! –confirmó el señor, feliz. ¡Y si no me lo cree pregúntele a su recepcionista!”.

Cierto señor, fanático golfista, viajó a una ciudad de playa en la que cada hotel tenía campo de golf. Llegó primero a uno que le habían recomendado sus amigos, pero desistió de registrarse en él porque las habitaciones era carísimas: cada una costaba 5 mil dólares la noche. Se dirigió al hotel que estaba al lado, tan elegante como el otro, y se sorprendió gratamente al saber que las habitaciones ahí costaban –¡oh maravilla!– 100 dólares. Se registró, pues, e inmediatamente se dirigió al campo a jugar. Pidió al encargado que le vendiera un par de pelotas. “Claro que sí, señor –le dijo el hombre, obsequioso–. Cuestan mil dólares cada una”. “¡Mil dólares! –se espantó el golfista–. ¡En el hotel de al lado las pelotas las venden a los huéspedes a un dólar!”. “Es cierto –replicó el otro–. A ellos los agarran por las habitaciones”.

Don Chinguetas y doña Macalota fueron de pesca en las vacaciones. Alguien llegó a buscar a don Chinguetas en su cabaña. “No está –le informó doña Macalota–. Pero vaya usted al río. Verá una caña de pescar que tiene un gusano en cada extremo. El de este lado es mi marido”.

Otro de pescadores. La joven señora de voluptuoso aspecto y profusos encantos naturales charlaba con su amiga. Le contó: “Mi esposo me deja sola los fines de semana. Se va de pesca con sus amigotes”. Preguntó la amiga: “¿Y por lo menos pesca algo?”. “Casi nunca –replicó la bella mujer–. Pero yo siempre pesco algo”.

Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Una vez fue a ver la película “Volcán”, y la lava se congeló en la pantalla. Cierto día su marido le aconsejó: “Mantén siempre juntas las piernas. Creo que si las abres se te prenderá un foquito, como a los refrigeradores”.

Cierto junior invitó a un amigo a dar un paseo en su nuevo automóvil. Iban por una calle a 100 kilómetros por hora, y el muchacho se pasó un semáforo en rojo. “¡Ten cuidado! –exclamó asustado el amigo–. ¡El semáforo estaba en rojo, y ni siquiera lo viste!”. “Sí lo vi –respondió con toda calma el junior–. Pero mi papi se pasa siempre los semáforos en rojo y nunca ha tenido un accidente”. Poco después el junior conducía a 120 kilómetros por hora en un bulevar, y se volvió a pasar en rojo otro semáforo. “¡Por Dios! –le dijo el amigo, alarmado–. Vas manejando sin ninguna precaución. Otra vez te pasaste en rojo”. “Así lo hace siempre mi papi –repitió el junior–, y nunca le ha pasado nada”. Más adelante iban por una avenida a 120 kilómetros por hora en una avenida. El junior vio el semáforo, que estaba en verde, y aplicó el freno a fondo. El auto se detuvo entre humo y chirriar de llantas. “¡¿Qué te pasa?! –estalló el amigo–. ¡Todos los semáforos te los has pasado en rojo, y ahora que está en verde te detienes!”. “Tengo que hacerlo –respondió el junior–. Podría venir mi papi”.

Un ministro religioso fue invitado a celebrar un oficio en un campo nudista. Días después un colega le preguntó: “¿No te pusiste nervioso entre tantas mujeres y hombres desnudos?”. “La verdad es que no –respondió el ministro–. Pero todo el tiempo estuve pensando dónde llevarían el dinero  de la limosna”.

Tres jóvenes esposas, las tres con unas cuantas semanas de embarazo, estaban intercambiando confidencias íntimas. Dijo la primera: “Cuando mi esposo y yo encargamos yo estaba abajo y él arriba. Eso quiere decir que voy a tener un niño”. Dijo la segunda: “Yo estaba arriba y mi marido abajo, de modo que voy a tener niña”. “¡Santo Cielo! –exclamó asustada la tercera–. ¡Entonces yo voy a tener un cachorrito!”.


Rondín # 7


El conductor del automóvil iba distraído. Tal distracción fue causa de que perdiera el control del vehículo y fuera a chocar de frente contra un árbol. Un oficial de tránsito llegó a la escena del accidente en el momento en que el sujeto volvía en sí después del encontronazo. Le informó: “A usted le fue bien, joven. Traía puesto el cinturón de seguridad y no le pasó nada. Su novia, en cambio, no lo traía puesto, y con el choque salió disparada del coche”. Dijo el tipo con lamentosa voz: “Tampoco a mí me fue tan bien. ¿Ya se fijó lo que ella tiene en la mano?”.

Don Wormilio era un hombrecito insignificante y tímido. Cierto día un amigo fue a visitarlo en su casa y se espantó al ver en la sala un espectáculo insólito: don Wormilio había instalado ahí un enorme acuario en el que nadaba un gigantesco y feroz tiburón de amenazantes fauces. El visitante preguntó asombrado: “¿Por qué tienes aquí ese tiburón?”. Explicó el pequeño señor: “Es que mi esposa me abandonó, y compré ese tiburón para no extrañarla tanto”.

Dulcibel, muchacha en flor de edad, le pidió a su mamá: “Aconséjame sobre cómo casarme bien”. Respondió la señora: “Que te aconseje tu padre. Él se casó mucho mejor que yo”.

La vedette les mostró a sus compañeras del coro un retrato de su nuevo novio. Era un vejete feo, esmirriado, lleno de arrugas, de mirada estrábica. Explicó la vedette: “La foto no lo favorece mucho. No se le ve la cartera”.

El joven náufrago y su bellísima compañera de exuberantes curvas llevaban ya dos años en una isla desierta. Nada les faltaba, pues había ahí agua y abundantes frutos. Vivían una existencia paradisíaca, igual que la de Adán y Eva. Un día ella avistó un navío que pasaba no muy lejos. “¡Rápido! –le dijo llena de excitación a su compañero. ¡Enciende una hoguera para que vengan por nosotros!”. “La encenderé –respondió él. Pero ojalá no la vean”.

Al regresar de su cita la ingenua Dulcilí le comunicó a su amiga Rosibel: “Estoy desolada. Leovigildo, el chico que conocí, es poco caballero”. “¿Por qué lo dices?” –preguntó la amiga. Relató Dulcilí: “Al terminar nuestra cita me puso una mano en la rodilla”. Declaró Rosibel “Entonces mi novio no es absolutamente un caballero. Al comenzar nuestras citas me pone la mano ahí, y luego le sigue”.

Afrodisio llegó al bar donde por las noches se reunía con sus amigos. Traía el rostro sangrando y lleno de moretones. “¿Qué te pasó?” –se preocuparon ellos. Con voz feble respondió Afrodisio: “Luché por la honra de una mujer”. Los amigos quisieron saber: “¿Y por qué vienes así?”. Explicó él, sombrío: “Ella no dejó que se la quitara”.

Cuando la mamá de Pepito lo dio a luz el obstetra recibió en sus manos al recién nacido y conforme al procedimiento tradicional lo levantó en alto y le dio la consabida nalgada. Ante el asombro de todos Pepito levantó la cabeza y le preguntó furioso al médico: “¿Por qué me pega? ¡Yo no me metí ahí!”.

Doña Soreca, mujer dura de oído, viajaba con su marido en automóvil. Un patrullero los detuvo. “Va usted manejando a exceso de velocidad” –le indicó al señor. Doña Soreca preguntó: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Contestó el esposo: “Dice que voy manejando muy aprisa”. Inquirió el patrullero: “¿De dónde son ustedes?”. Doña Soreca se inquietó: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Le informó su marido: “Quiere saber de dónde somos”. Se volvió hacia el oficial y le dijo: “Somos de Cuitlatzintli”. “¡Ah! –exclamó el patrullero. Conozco bien ese pueblo. Ahí tuve una novia, e hice el amor con ella. La recuerdo porque era fría, aburrida, inepta, incapaz de dar placer. Carecía por completo de sensualidad. Mujer más mala que ella para el sexo no he vuelto a ver jamás”. Doña Soreca volvió a preguntar: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Le contestó su esposo: “Dice que cree haberte conocido alguna vez”.

El joven galán llegó al departamento de perfumería de la tienda y le pidió a la encargada que le recomendara algún aroma, pues quería hacerle un regalo a su novia. “Éste es muy bueno –le mostró la empleada-. Huele a rosas. Éste otro es excelente. Huele a nardos. Y éste es el favorito de algunas mujeres. Huele a dinero”.

Declaró Babalucas en reunión de amigos: “¡Qué gran destino turístico es Cancún! ¿Dónde más puedes pasarte una semana gratis en hotel de lujo; ir todas las noches a tomar la copa y a bailar sin que te cueste nada; recibir un buen regalo cada día y regresar del viaje con 10 mil pesos en la bolsa?”. Preguntó uno, sorprendido: “¿A ti te sucedió todo eso?”. “A mí no –aclaró Babalucas. Pero a mi esposa sí”.

Don Firulete, señor de buena sociedad, pasó frente a una tienda de mascotas y vio en el escaparate a un loro que le pareció simpático. Entró y le preguntó al dueño el precio del perico. Le informó el hombre: “Lo tengo en oferta, porque perteneció a una chica de tacón dorado, y a veces usa un lenguaje inconveniente. Cuesta 500 pesos”. Completó el cotorro: “Pero por mil te hago las tres cosas, guapo”.

El director de la fábrica de detergentes llamó al encargado de producción y le dijo: “Lo felicito, ingeniero Cloralino. El nuevo detergente que desarrolló es tan suave para la piel que mi secretaria lo usa para su higiene íntima”. “¡Qué alivio me causan sus palabras, jefe! —se alegró Cloralino. Yo veía que usted y su secretaria se encerraban en su oficina. Después de media hora salía usted con la boca llena de espuma. ¡Y yo pensaba que era rabia!”.

Babalucas acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna, pues sentía un dolor en el pecho. El facultativo le pidió: “Desvístase hasta la cintura para examinarlo”. El badulaque se quitó los zapatos, los calcetines, los calzones y el pantalón.

El hombre del carretón le preguntó a doña Jodoncia: “¿Tiene botellas de cerveza que venda?”. Ella le contestó indignada: “¿Acaso tengo cara de beber cerveza?”. “Desde luego que no, señora —se disculpó el sujeto. Entonces, ¿tiene entonces botellas de vinagre?”.

Don Añilio, caballero de edad más que madura, fue con su joven nieto a una librería. Le dijo al muchacho: “Busco un libro de historia”. Entraron, y don Senilio compró “The joy of sex”, de Alex Comfort, subtitulado “A gourmet guide to love making”. “Abuelo —le reprochó el muchacho-. Me dijiste que venías en busca de un libro de historia, y en su lugar compraste uno de sexo”. “Hijo –suspiró don Añilio—, para mí el sexo ya es historia”.

Doña Cacha Lota, robusta señora, esperaba en su automóvil a su esposo. Como hacía mucho calor dejó funcionando el aire acondicionado, con los vidrios cerrados. Un muchachillo se acercó al vehículo y se puso a mirar con atención a doña Cacha. Luego la contempló a través del vidrio delantero, y pasando al otro lado del coche siguió observándola por la otra ventanilla. La corpulenta dama se amoscó. Bajó el cristal y le preguntó, atufada, al niño: “¿Qué ves, chamaco?”. “Nada, señora —respondió el chico. Es que creí que el coche tenía vidrios de aumento”.

Floribel, recién casada, le comentó a su mamá: “Siempre que Vehementino llega del trabajo me come a besos. Dice que mis besos son su mejor alimento”. Preguntó la señora, traviesa: “¿Y no le cansa esa comida?”. “No –contestó Floribel. Lo que lo deja agotado es el postre”.

La reina Victoria conoció por primera vez los goces del amor en brazos de su príncipe consorte. Al terminar el deliquio le pregunto: “Lo que acabamos de hacer, ¿tiene algún nombre?”. “Sí, mi amor –respondió con una sonrisa Alberto. Se llama ‘hacer el amor’”. Victoria se inquietó: “Ojalá el pueblo nunca llegue a conocer esto. Podría enviciarse”.

Don Conciso sufría de eyaculación prematura, afección que en japonés se llama komokeyá. Más bien la que sufría el problema era su esposa, doña Desilusa, quien con envidia escuchaba a sus amigas hablar de los prolongados deliquios que gozaban, en tanto que su marido duraba en ellos a lo mucho 10 segundos flat. Inútilmente le recomendó que en el curso del acto, para retardar su terminación lo más posible, pensara en cosas como el conflicto en Medio Oriente, la situación volátil de los mercados financieros o las estupideces de Trump. Empeño vano: don Conciso seguía llegando a la meta cuando ella apenas se estaba disponiendo para la ocasión. Cierto día la señora leyó en la prensa que esa tarde, a las 18 horas, iba a haber una conferencia con el título “Eyaculación prematura”. Le dijo a su marido: “No dejes de ir. Y apresúrate a llegar, como haces siempre”. Esa noche doña Desilusa le preguntó a su esposo: “¿Fuiste a la conferencia sobre eyaculación prematura?”. “Sí –respondió él. Pero llegué a las 18 horas con un minuto y ya había terminado”.


Rondín # 8


El padre Pebeto carecía de la santa virtud de la humildad. En vez de recomendar a los fieles que rezaran el Yo pecador les decía: “Recen el Tú pecador”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llegó con sus amigos, y uno de ellos comentó que a Daifalisa, esposa de uno de los contertulios, ausente en esa ocasión, le había caído encima aquella tarde el candil de la recámara, que se desprendió del techo causándole laceraciones de consideración en la región del bajo vientre. Comentó Pitongo: “La cosa pudo haber estado peor”. “¿Por qué?” –se extrañaron los otros. Manifestó Afrodisio: “Si eso hubiera sucedido ayer el candil me habría caído a mí en la cabeza”.

La historia de Onanito, muchacho adolescente que –cosa muy natural a su edad– solía practicar el ejercicio llamado “placer solitario”, también muy difamado por moralistas y predicadores. La madre se enteró de lo que hacía su hijo, y con infundada alarma lo llevó ante un severo confesor, el padre Vonarola, que no tenía más luces que las que entraban por la ventana de su oficina. El dicho cura hizo sentar frente a él al asustado muchachillo, y al tiempo que bebía su taza de chocolate con piononos, sabrosos pastelillos, le informó que el llamado vicio solitario –tangere propria genitalia cum delectatione venerea– era nefando, vitando, abominable y detestable. Le advirtió que si persistía en él se quedaría ciego y, peor aún, le saldrían pelos en la palma de la mano, excrecencia pilosa que denunciaría su feo hábito al mundo. Onanito dijo para sí que le seguiría hasta necesitar anteojos, y que para evitar la tal denuncia usaría un depilatorio. De cualquier modo puso cara de compunción a fin de despistar al dómine. En eso entró el sacristán a avisarle al sacerdote que tenía una visita importante. Salió el prelado, y en su ausencia Onanito sintió una grave tentación. No fue la que por el curso del relato podría suponerse, no: al muchachillo le vino en gana probar uno de los piononos que estaba disfrutando su inquisidor. Tan rico le pareció el bizcocho que se comió otro, y otros más, de manera que cuando el padre Vonarola regresó a su oficina encontró la bandeja completamente vacía. “¡Ira de Dios! –clamó hecho una furia. ¡Te comiste mis piononos, desgraciado!”. “Perdone usted, padre –se disculpó Onanito. Caí en la tentación de comérmelos”. Rebufó el cura, iracundo: “¿Y por qué mejor no caíste en la tentación de tu vicio solitario, cabronsísimo?”.

“¡Impúdica ramera! ¡Vulpeja inverecunda! ¡Mala pécora! ¡Disoluta meretriz!”. Todo eso le dijo don Astasio a su mujer cuando la sorprendió en trance de fornicación con un desconocido. “Ay, Astasio –replicó ella con lamentosa voz–. Tienes un mal día en la oficina y vienes a desquitarte conmigo”.

Pepito fue a comer en casa de Rosilita, su pequeña vecina. Tan pronto le pusieron enfrente el plato de sopa empezó a devorarla. Le indicó el papá de la niña: “Pepito: aquí acostumbramos persignarnos antes de comer”. Contestó el chiquillo: “En mi casa no necesitamos hacerlo. Mi mamá cocina bien”.

Un individuo fue llevado ante el juez acusado de provocar desorden en la vía pública. Le dijo el juzgador. “No es la primera vez que usted viene a dar aquí por revoltoso. Su conducta es indigna, impropia de una persona de buen vivir. Lo condeno a un mes de cárcel. Y no quiero verle la cara otra vez”. Respondió el sujeto: “Si no quiere verme la cara otra vez, ya no vaya al congal al que va todos los viernes. Yo soy el cantinero”.

Recordaré la vez que doña Macalota, esposa de don Chinguetas, recordó en medio de la noche al oír ruidos extraños en el piso bajo. Despertó a su marido y le dijo: “Alguien anda allá abajo”. “Es tu imaginación” –contestó adormilado don Chinguetas. “Mi imaginación no hace ruido –repuso doña Macalota–. Alguien se metió a la casa. Ve abajo a ver”. “No –rechazó él–. Si quieres baja tú”. Se levantó la señora y fue por la escalera. Después de largo rato regresó. Venía desgreñada y con las ropas en desorden. Le dijo a don Chinguetas: “Tenía yo razón. Un hombre entró en la casa. Se llevó la cuchillería y el reloj de pared. No sólo eso: al verme se lanzó sobre mí, me derribó sobre la alfombra de la sala y sació en mí sus bestiales instintos de libídine”. Replicó don Chinguetas: “¿Ya ves? ¿Qué tal si hubiera bajado yo?”.

La trabajadora social se sorprendió cuando doña Fecundina le dijo que era madre de 10 hijos. Le preguntó: “¿Cómo se llaman?”. Respondió la prolífica señora: “Se llaman Juan, Juan, Juan, Juan, Juan, Juan, Juan, Juan, Juan y Juan”. La visitante se asombró aún más: “¿Por qué les puso a todos el mismo nombre?”. Explicó la mujer: “Porque así no batallo para llamarlos. Grito: ‘¡Juan!’, y vienen todos”. Inquirió la trabajadora: “¿Y cuando quiere llamar a alguno en particular?”. “Lo llamo por el apellido –contestó doña Fecundina. Todos tienen apellido diferente”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, acudió a la consulta de un médico especializado en traumatología y le contó su caso. “Doctor: todas las noches sueño a tres bellas mujeres. Una es rubia, otra morena y la tercera pelirroja. Las tres son dueñas de opimas exuberancias anatómicas tanto en la parte anterior como en la posterior. Vienen a mí, desnudas; bailan con sinuosos movimientos de odalisca o hurí, y luego se me ofrecen, voluptuosas y lascivas, para hacer un pompino entre los cuatro”. “Disculpe usted –lo interrumpió el facultativo. ¿Qué es eso de ‘pompino’?”. Respondió Afrodisio: “Se llama ‘pompino’ al acto sexual en el que participan varias mujeres y un hombre. El término, perteneciente a la jerga del bajo mundo de la Ciudad de México, lo registró a mediados del pasado siglo el coahuilense Armando Jiménez en su ‘Tumbaburros de la picardía mexicana’, travieso libro que sacó a la luz la insigne y benemérita Editorial Diana”. “Estimo en mucho su información –agradeció el galeno. Para corresponder a ella le haré un descuento del 2 por ciento en mis honorarios. Pero continúe su relato, por favor”. Siguió Pitongo: “Lejos de aceptar la invitación de las tres hermosas féminas yo las rechazo. Las detengo y empujo con los brazos. Ellas se van, burladas y burlonas. Entonces yo despierto, irritado y mohíno por no haber gozado, siquiera en sueños, esos cuerpos de lujuria y tentación”. “Perdone que lo interrumpa otra vez –indicó el médico. Creo que lo que usted necesita es un psiquiatra. Yo soy traumatólogo”. “Precisamente, doctor –replicó Afrodisio, ansioso. Quiero que me enyese y entablille los brazos para que no pueda yo rechazar a esas mujeres”.

El papá y la mamá de Pepito entraron en el cuarto del niño y vieron algo que los sorprendió: el chiquillo estaba metiendo su ropa y otras cosas en una maleta. Le preguntó el señor: “¿Qué haces?”. Respondió Pepito: “Pasé frente a la recámara de ustedes y oí que tú gritabas: ‘¡Me voy! ¡Me voy!’, y mi mamá decía: ‘¡Yo también! ¡Yo también!’. De pendejo me paso si me quedo a vivir yo solo en este caserón”.

Un joven ejecutivo le daba cada día 10 pesos al mendigo que pedía limosna en la calle. Una mañana le dio nada más 5. Le explicó: “Es que voy a casarme, y debo economizar”. Replicó airado el pedigüeño: “Si quiere casarse cásese, pero no mantenga a su mujer con mi dinero”.

Celebró su cumpleaños Azurito, el pequeño hijo de doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad. Con tan fausto motivo –así dijeron las notas de los diarios– la señora organizó una pool party a la cual invitó a los amiguitos del niño, todos de su misma condición social. Dos excepciones hubo: doña Panoplia se vio obligada a invitar también al hijo del jardinero y al del chofer. En el vestidor los invitados se quitaron la ropa y se pusieron el trajecito de baño que la señora había dispuesto para ellos. Luego jugaron en la alberca de la casa hasta la hora de la merienda. Terminado el festejo Florito y Auriguito –así se llamaban el hijo del jardinero y el del chofer– fueron por la calle a esperar el autobús. En el camino comentó Florito: “¿Te fijaste que los niños ricos tienen el pizarrín bastante más pequeño que nosotros, y eso que somos de la misma edad?”. Respondió Auiriguito: “Sí. Lo que sucede es que ellos tienen juguetes, y con eso es con lo que juegan”.

“Mis piernas son mis mejores amigas”. Eso le dijo Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, a don Algón, rico señor que la cortejaba con intención salaz. Acotó el ricacho: “Pero seguramente no son inseparables, ¿verdad?”.

El Servicio Postal de los Estados Unidos ha tenido siempre por principio no dejar de entregar nunca una carta. Esa tradición es comparable a la del legendario Pony Express, cuya breve duración –1860 a 1861– no obstó para que dicho sistema de correos, que hacía llegar en 10 días, a caballo, una carta desde la costa atlántica hasta la del Pacífico, se convirtiera en una de las páginas mayores del folclore americano. Pues bien: hace unos meses el encargado del correo en Nueva York se preocupó bastante porque llegó una carta proveniente de México y dirigida solamente así: “A m’hijo, en Nueva York”. ¿A quién entregar esa misiva? El funcionario se comunicó con el Postmaster General, en Washington, y le dio cuenta de su tribulación. Esa carta no podría ser entregada, por la extremada vaguedad del dato que el sobre contenía y porque la ley no autorizaba a abrirlo. El superior se preocupó igualmente: si la tal carta no llegaba a su destino tendría que presentarle su renuncia a Trump, y eso significaba hacer una fila de 35 cuadras formada por todos los que iban a renunciar también. Al día siguiente, sin embargo, el encargado de la oficina neoyorquina lo llamó nuevamente para darle una feliz noticia: la carta había sido ya entregada. Preguntó con asombro el director: “¿Cómo hicieron para dar con el destinatario?”. “No tuvimos que buscarlo –explicó el de Nueva York. Vino un mexicano, metió la cabeza por la ventanilla y gritó: ‘¿No tengo carta de mi ’apá?’”?

Don Ultimio se sintió muy mal. Le preguntó a su médico: “¿Cuánto tiempo me queda de vida, doctor?”. “Es difícil saberlo –respondió el facultativo. Pero si yo estuviera en su lugar no empezaría a ver una serie de más de 10 capítulos”.

Lord Feebledick tuvo necesidad de contratar un nuevo guardabosque. Se presentó un solicitante, y después de entrevistarlo le dijo el empleador: “Creo que tiene usted aptitudes para el cargo, pero lo que yo lo que necesito es un hombre responsable, y usted no tiene traza de serlo”. “Créame que lo soy, milord –aseguró el sujeto. En mi anterior empleo salieron embarazadas la cocinera, la mucama, la lavandera, la planchadora, el aya, la institutriz, el ama de llaves y la señora de la casa, y en todos los casos yo fui el responsable”.

Don Añilio, señor de edad madura, le dijo a su doctor que después de celebrar el H. Ayuntamiento –o sea después de hacer el amor– quedaba laso, sin fuerzas, exangüe y agotado. El médico replicó que eso era natural. Le recordó la frase de Galeno: “Tristis est omne animal post coitum, praeter mullierem gallumque”. Todos los animales quedan tristes después del coito, menos la mujer y el gallo. “Quizá sea cierto –reconoció el paciente–, pero a mí la fatiga me dura varios días, tanto que debo esperar al menos 15 para repetir el acto, y eso si hace buen tiempo”. El facultativo le indicó: “Lo que sucede es que no tiene usted condición física. Le pondré una serie de ejercicios. Cuando pueda subir a un segundo piso sin agitarse eso significará que su problema ha quedado resuelto”. Arriesgó don Añilio: “¿Y si mejor me consigo una amiguita que viva en el primero?”.

Babalucas trabajaba en una empresa de pompas fúnebres. Cierto día llegó a su oficina un lloroso señor. “Mi esposa falleció –declaró triste–, y quiero contratar sus servicios”. Respondió Babalucas: “Si la señora murió será difícil que preste algún servicio”. Aclaró el otro: “Me refiero a los servicios de ustedes”. “Ah, vaya –entendió el badulaque. Pero si mal no recuerdo hace dos años dimos cristiana sepultura a su esposa”. Explicó el señor: “Me volví a casar”. Exclamó el badulaque al tiempo que le daba un gran abrazo: “¡Felicidades!”.

Tres amigos compraron en sociedad una vieja sala cinematográfica. Dos de ellos discutieron sobre el material que debían usar para tapizar los asientos. Uno sugería tela; el otro quería piel. Llegó el tercero y le preguntaron: “¿Qué te gustaría para cubrir el asiento de las butacas?”. Respondió al punto: “Nalgas”.

Decía un norteamericano: “Los Estados Unidos es tierra de oportunidades. Aquí un hombre puede empezar como plomero y llegar a ser maestro universitario, sin importar la pérdida económica”.


Rondín # 9


Dos perfumistas de París se toparon en la calle después de algún tiempo de no verse. Uno vestía modestamente; el otro en cambio lucía elegante atuendo y parecía Saturno por el enorme anillo que mostraba. El rico le preguntó al pobrete: “¿Cómo te ha ido?”. “No tan mal –respondió éste. Elaboré un aroma que hace que la mujer huela a mango. Con eso me fue bastante bien”. “Yo –dijo el otro– desarrollé una fragancia que hace que el mango huela a mujer. Con eso me fue extraordinariamente bien”.

Don Cornulio llegó a su casa antes de lo esperado y escuchó voces que provenían de la alcoba. Entre ellas pudo distinguir algunas exclamaciones de incuestionable contenido erótico: “¡Mamacita!”, “¡Negro santo!” y “¡Dale, dale!”. Entró en el aposento y lo que vio lo dejó atónito: su mujer estaba en trance de carnalidad con un sujeto. Bufó airado: “¿Qué hacen?”. “Ay, Cornulio! –se impacientó la pecatriz. Nosotros aquí tan ocupados y tú vienes con tus preguntas tontas”.

Don Poseidón, labriego acomodado, tenía una hija en edad de merecer. Y bien que mereció, pues un día les informó a sus padres que estaba un poquitito embarazada. “¡Con una…! –rugió el severo genitor, que tenía la mala costumbre de no acabar nunca las frases. ¿Y se casará contigo el papá de la criatura?”. “Es muy probable –respondió la chica. Ya tengo la promesa de seis de los posibles padres”. (Nota bene: eran Crisógono, Audomaro, Leontino, Floro, Pacífico y Zenón. Otros tantos declinaron la responsabilidad: Veremundo, Laurencio, Teodorico, Cordífero, Palencio y Agatón).

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien natura se mostró avarienta en la parte correspondiente a la entrepierna, sufría por esa injusta capitis deminutio, si me permiten traducir a lo jurídico lo que es meramente anatómico. Su madre lo llevó con un doctor, y éste les dio una magnífica noticia: la ciencia médica, que está en constante evolución, había descubierto recientemente que el consumo de pepinos hace crecer el atributo del varón. Al día siguiente Meñico se asombró al ver que un gran camión descargaba en la casa media tonelada de pepinos. “¿Tendré que comérmelos todos?” –le preguntó asustado a su mamá. “Solamente cinco o seis –respondió la señora. Los demás son para tu papá”.

Dulciflor, linda muchacha, aprovechó la presencia de un médico en la fiesta para hacerle una consulta gratis. Le dijo: “Doctor: al levantarme por la mañana siento náuseas, mareos y cansancio general. ¿Qué podrá ser?”. Respondió el facultativo: “Para darle un diagnóstico preciso necesitaría yo internarla una semana en el hospital donde tengo convenio; hacerle 52 análisis y tomarle 26 radiografías. Pero por los síntomas que presenta puedo decirle que hay dos posibilidades: o está usted resfriada o está embarazada”. “Debo estar embarazada –ponderó Dulciflor– Nadie me ha introducido un resfriado”.

Blasonia, hija de doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, vio “Psicosis”, una de las más terroríficas películas de Hitchcock. Tan terrorífico es el film que el gran cineasta lo hizo en blanco y negro, para que el color de la sangre que en ella corre no hiciera correr a los espectadores. (Por cierto, la sangre que corre no es sangre: Hitchcock la imitó con jarabe de chocolate). Blasonia le comentó a su mamá: “¡Qué película tan impresionante! En la escena del baño se me puso la carne de gallina”. “Hija mía–la amonestó doña Panoplia–. A nosotros no se nos pone la carne de gallina. Se nos pone de cisne o pavo real”.

Jactancio, presuntuoso tipo, le dijo a Pirulina: “A mí ninguna mujer me ha hecho pendejo”. Preguntó la avispada chica: “¿Entonces quién fue?”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, solía flirtear con todos los varones a quienes conocía, pues quería pescar marido. (Muchas mujeres flirtean para pescar marido, pero el de las demás). Don Firulete, solterón acomodado, era uno de los objetivos de su cacería, por más que el buen señor no tenía interés alguno en unir su vida a la de la anhelosa célibe. Cierto día la señorita Himenia vio a su pretendido en una mesa de café. Llegó por atrás, le tapó los ojos y le dijo con insinuante voz: “Si me adivina quién soy, me sentaré a tomarme un cafecito con usted y a platicar de nuestras cosas”. Don Firulete supo quién era la que hacía eso, y al punto contestó: “¡Doña Josefa Ortiz de Domínguez!”.

El doctor Dyingstone, misionero al servicio de la Iglesia de la Quinta Venida (no confundir con la Iglesia de la Quinta Avenida, que permite a sus fieles el adulterio con tal de que lo cometan con persona de la congregación), fue a África a llevar a los paganos la buena nueva de la existencia del infierno. Cayeron sobre él unos salvajes que lo llevaron a su aldea. El jefe de los aborígenes llamó a un hombre que después de examinar detenidamente al doctor le puso una marca de pintura en la nalga derecha. Pensó Dyingstone: “Seguramente mi fama de misionero ha llegado hasta acá, y el jefe me reconoció. Esa marca ha de ser un signo de aprobación”. Grande fue su congoja cuando escuchó al cacique decir en buen inglés: “Nuestro Inspector de Carnes ha puesto ya su sello. Traigan el caldero”.

Don Languidio Pitocáido tenía problemas para izar su grímpola. Oyó hablar de un faquir de la India que curaba esa disfunción. Hizo el viaje y lo encontró. El hombre sacó una flauta y tocó en ella algunas notas. Al punto el exánime atributo del señor volvió a animarse. El faquir le vendió el taumaturgo instrumento al feliz cliente, pero le advirtió: “Que nadie toque una flauta cerca, o haga un sonido semejante, porque volverá usted a su antigua condición”. Regresó don Languidio a su casa, y esa misma noche quiso darle la sorpresa a su mujer. Entró en el baño; ahí tocó la flauta y salió luego a la alcoba en todo su esplendor. Al verlo así su esposa silbó llena de admiración: “¡Fiu fiu!”. Y el pobre señor volvió a su antigua condición.

En el solitario paraje llamado El Ensalivadero le preguntó Libidiano, lúbrico galán, a Pirulina, linda chica: “Si trato de hacerte el amor ¿gritarás pidiendo ayuda?”. Respondió ella: “Sólo en el caso de que la necesites”.

La suegra de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, vivía sus últimos momentos. En el lecho de agonía la señora abrió los ojos, miró a través de la ventana y murmuró: “¡Qué hermoso amanecer!”. Capronio le dijo con alarma: “¡No se me distraiga, suegrita! ¡Ande, métase en el túnel!”.

Dos compadres paseaban una noche por el parque, y vieron a través de la reja que lo circundaba a una musa de la noche que ofrecía sus servicios a los transeúntes. La llamó uno de los compadres y le preguntó el monto de su tarifa u honorarios. La mujer metió la cabeza por entre los barrotes de la reja para contestarle, y le informó que su arancel era de mil pesos; 2 mil por las tres cosas. “¡Estás loca! –replicó, desdeñoso, el que había preguntado. Ni que estuvieras tan buena”. La sexoservidora se ofendió. Rebufó con acento destemplado: “¡Desgraciado cuentachiles! ¡No has de tener ni en qué caerte muerto, méndigo! ¿Para qué preguntas si no tienes con qué responder?”. Tras ese desahogo, la musa nocturnal se dispuso a retirarse, pero no pudo sacar la cabeza de la reja, pues se le había atorado entre los barrotes. El agraviado por la mujer cobró venganza saciando en ella sus bestiales rijos. Se valió de la circunstancia de que la infeliz no podía defenderse, apresada como estaba por la reja del parque. Acabado el infame y abusivo trance el tipo le dijo a su compañero: “Ahora sigue usted, compadre”. “Gracias –respondió el otro con mucha cortesía–, pero no creo que mi cabeza pase por entre los barrotes de la reja”.

“Me besó apasionadamente, y luego me puso la mano en el busto”. Confusa y ruborizada la ingenua Dulcilí le contó a su mamá lo que su novio le había hecho la noche anterior después de llevarla en su automóvil al solitario sitio llamado El Ensalivadero. “¡Qué barbaridad! –exclamó consternada la señora. Y ¿lo pusiste en su lugar?”. “No, mami –confesó Dulcilí. Más bien él se puso en el mío”.

Pepito le dijo a Juanilito: “Cuando sea grande quisiera conseguirme una mujer como la que se consiguió mi abuelo”. Preguntó Juanilito: “¿Cómo tu abuelita?”. “No –aclaró Pepito. Como la que se consiguió anoche”.

Dulcibella, linda chica, atendía una vez por semana en su departamento a don Algón. Las visitas tenían lugar todos los viernes a las 12 del mediodía. Una vez, sin embargo, el salaz ejecutivo llegó a las 10 de la mañana, pues luego debía asistir a un retiro espiritual. Dulcibella no lo esperaba a esa hora, y lo recibió enredada en una toalla, pues se disponía a bañarse cuando el señor llamó a la puerta. “¡Caramba, don Algón! –le dijo. ¡Llega usted cuando apenas iba a asear el negocio!”.

Don Poseidón tenía una hija en edad núbil. Cierto día se presentó ante él un tipo que le dijo: “Soy paraguayo, y le pido que le permita a Florilí salir conmigo para follármela”. “¡¿Para qué?!” –bufó don Poseidón. “Paraguayo” –respondió el tipo sin cambiar de expresión.

Nalgarina Grandchichier, curvilínea fémina, pródiga en encantos naturales, llegó a una agencia de viajes y le pidió al encargado que le recomendara algún destino. “Dígame, señorita –le preguntó el de la agencia. ¿Le gustaría ir a la montaña a ver el panorama, o preferiría ir a la playa y ser usted el panorama?”.

Babalucas se metió a ladrón. Enmascarado entró a una joyería y le ordenó al dueño al tiempo que le apuntaba con su pistola: “¡Entrégueme la joya más cara que tenga!”. Asustado, el joyero le puso en las manos un collar de esmeraldas y rubíes. Inquirió Babalucas: “¿Cuánto cuesta esto?”. Respondió el hombre tembloroso: “Medio millón de pesos”. Preguntó Babalucas devolviéndoselo: “¿No tiene algo más barato?”.

Lord Feebledick llegó a su casa después de la cacería de la zorra y sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en apretado concúbito carnal con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de los faisanes. No dijo nada: su formación en Eton le impedía hacer alguna escena. Salió de la alcoba sin decir palabra y le pidió a su chofer que lo llevara al Country Club. En el bar halló a un amigo, y después de algunas copas le contó lo que le había sucedido. “By Jove! –exclamó el otro. ¿Y tomaste alguna medida en relación con el criado?”. “No –contestó lord Feebledick. En tales circunstancias ¿qué querías que le midiera?.


Rondín # 10


Rosibel, la linda secretaria de don Algón, le preguntó a su compañera Dulciflor: “Voy a enviarle una tarjeta de felicitación al jefe con motivo de su cumpleaños. ¿Cómo crees que debo firmarla: ‘Suya atentamente’ o ‘Suya cordialmente’?”. Sugirió Dulciflor: “¿Por qué no la firmas: ‘Suya frecuentemente’?”.

Pinocho le contó a papá Gepetto que cuando tenía trato con mujeres ellas se quejaban, pues como estaba hecho de madera las astillas que tenía en cierta parte las rasguñaban. El carpintero le dijo que no se preocupara: bastaría con frotar su cierta parte con papel de lija suave. Así se acabaría el problema. Días después Gepetto le preguntó a su hijo: “¿Cómo te va ahora con las mujeres?”. “¿Mujeres? –respondió Pinocho. ¿Quién necesita mujeres?”.

Don Penino pasaba las de Caín y sufría las de Abel por causa de la reducida dimensión de su atributo varonil. Ese minimalismo lo apenaba particularmente cuando iba al baño de vapor del club, pues ahí los señores andaban en traje del papá de los arriba mencionados personajes bíblicos, o sea en traje de Adán, y le era imposible ocultar su indigencia, o disimularla. Una mañana don Penino fue al vapor, y sintió envidia no tan sana al observar a un lacertoso tipo que iba de un lado a otro del baño, seguramente para mostrar que la naturaleza lo había dotado con generosa prodigalidad. Lo vio el pobre don Penino y le dijo con admiración: “¡Caramba, amigo! Ahora me doy cuenta de que Marx tenía razón cuando habló de la injusta repartición de la riqueza. A usted le sobra lo que a mí me falta. Su parte de varón es magnífica, magnificente, y en cambio la mía me azara y avergüenza por su menguada dimensión. Lo felicito, y me compadezco yo”. Replicó el otro: “Permítame una pregunta quizá poco discreta: la suya ¿funciona?”. “Eso sí –contestó don Penino con un dejo de orgullo. Funciona siempre, por lo cual le estoy infinitamente agradecido. Jamás mi partecita me ha hecho quedar mal. Nada menos anoche me hizo quedar bien dos veces en una hora”. Pidió el otro, suplicante: “¿Cambiamos?”.

Pepito se dio un leve golpe en la frente, y la mucama le dio un besito ahí. Le dijo que con eso se le quitaría el dolor. Poco después el chiquillo se lastimó un dedo, y la muchacha le dio otro besito en la parte dolorida. Luego de un rato acudió de nuevo con la curvilínea chica. Le dijo sin dar muestra alguna de dolor: “Ahora me pegué en mi cosita”. “Ay, Pepito –respondió la mucama meneando la cabeza. Cada día te pareces más a tu papá”.

El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Quinta Venida (no confundir con la Iglesia de la Quinta Avenida, que permite el adulterio a sus feligreses a condición de que no lo cometan el día del Señor), le dijo a la hermana Doremila, organista de la congregación: “Los médicos me detectaron una rara enfermedad. Piensan que se debe a la retención del líquido genésico. Dicen que sólo teniendo trato con mujer evitaré que ese mal conduzca a otros mayores que me apartarían de mi predicación”. Tras darle a conocer a la hermana ese diagnóstico y la respectiva terapéutica el pastor Fages le pidió que fuera su medicamento. Ella accedió –“por el bien de la iglesia” dijo–, pero puso dos condiciones. La primera: que lo que iban a hacer no lo hicieran de pie, pues si alguien los veía iba a pensar que estaban bailando, y el baile es un invento del demonio para llevar a las almas al infierno. La segunda: que lo hicieran en la posición del misionero en memoria de los que habían ido a China y África a difundir la buena nueva de la existencia del pecado. El reverendo aceptó ambas condiciones, e ipso facto procedieron los dos a la administración de la primera dosis del remedio. En eso estaban cuando el pastor Fages, poseído por un indigno arrebato pasional, le pidió a Doremila entre jadeos: “¡Dame un beso, mamacita!”. “¡De ninguna manera! –protestó ella con vehemencia. ¡Medicina sí; lujuria no!”.

Sor Bette, superiora del convento de la Reverberación, iba manejando por  la carretera a 20 kilómetros por hora. La detuvo un patrullero que le dijo: “Maneja usted muy despacio. Eso es peligroso”. Objetó la reverenda: “Voy a la velocidad que indica la señal que acabo de pasar”. Replicó el oficial: “Esa señal no indica la velocidad: es el número de la carretera”. “¡Santo Cielo! –profirió sor Bette, demudada. ¡Acabo de manejar tres horas por la 210!”.

El joven Onanito era motivo de preocupación para sus padres, pues a más de no tener novia pasaba mucho tiempo secluso en su habitación, y luego salía de ella en un estado de visible languidez. Se alegraron bastante, por lo tanto, cuando el muchacho les anunció que iba a casarse. Y en efecto, contrajo matrimonio. La noche de las nupcias su flamante mujercita entró en el baño a fin de acicalarse para la ocasión. Onanito se recostó en la cama cubierto sólo por una bata de cretona azul adornada con corazoncitos rojos, regalo de su madre como símbolo –dijo la señora– de ilusión y amor. Pasaron 15 minutos, y la muchacha no salía. Media hora transcurrió sin que apareciera. A través de la puerta le dijo entonces Onanito: “Dulciflor: si no sales pronto comenzaré sin ti”.

“Adulterio y mortandad”. Así se llama el cuento que abre hoy el telón de esta columnejilla. El relato parecerá increíble, pero ya todo en estos tiempos parece increíble, de modo que la historia parecerá creíble. Hela aquí… Tres individuos llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro, el guardián de las llaves, se sorprendió por ese arribo simultáneo –es raro que alguien llegue directamente al paraíso, y más raro aún que lleguen varios a la vez–, de modo que le preguntó a cada uno de los recién llegados cómo había pasado del mundo de acá abajo al de allá arriba. Contestó el primero: “Salía yo del edificio donde vivo. Llevaba ropa deportiva, pues iba a hacer mi caminata diaria, cuando de pronto cayó del tercer piso un pesado reloj que me aplastó. Y aquí estoy”. Narró el segundo: “Llegué a mi departamento y encontré a mi esposa desnuda en la cama y respirando con agitación. Me asomé por la ventana y vi a un sujeto que salía corriendo del edificio en ropas menores. Pensé que era el amante que escapaba y le arrojé el reloj de pedestal. Con el esfuerzo que hice al levantarlo me dio un infarto al miocardio. Y aquí estoy”. Manifestó el tercero escuetamente: “Yo estaba adentro del reloj. Y aquí estoy”.

El guapo galán que cortejaba en Houston a la fea chica decía con vehemencia: “¡Adoro a Cindy Lou! ¡Sería capaz de besar la tierra en que su padre halló petróleo!”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, paseaba en el parque a su pequeño nieto. En eso llegó Pepito con su perro. Le dijo la empingorotada señora frunciendo el ceño y otras partes: “Que tu perro no se acerque a mi nieto. Está lleno de pulgas”. “¿Oíste, Fido? –se dirigió Pepito a su caniche. No te acerques al niño de la señora. Está lleno de pulgas”.

Diálogo breve entre el marido y la mujer. Al año de casados él le pregunta a ella al pie del lecho: “¿Te tomaste la pastilla?”. Después de 30 años de casados ella le pregunta a él al pie del lecho: “¿Te tomaste la pastilla?”.

Ovonio Grandbolier, perezoso y desobligado tipo que no contribuía en nada al sostenimiento del hogar, le comentó a su esposa: “Oí que en el circo actúa una trapecista que sostiene a su marido con la boca”. “¡Uh! –se burló la señora. Yo te sostengo a ti con otra cosa y ni presumo”.

En el atestado elevador Dulcibella le preguntó en voz baja a Susiflor: “Dime cómo es el hombre que está detrás de mí”. Luego de una discreta mirada le informó Susiflor: “Es joven”. “Dime si es guapo –replicó Dulcibella–. De que es joven ya me di yo cuenta”.

El maestro de Pepito quiso enseñarles a sus pupilos el valor de la verdad, y les contó la conocida anécdota de Jorge Washington, que siendo niño taló con su hacha el pequeño árbol que su padre había plantado. Cuando éste preguntó quién había hecho eso el niño confesó su falta. Su padre, en vez de castigarlo, alabó su conducta. Preguntó el maestro: “¿Por qué el papá de Washington no lo castigó?”. Respondió Pepito: “Porque todavía traía el hacha”.

Don Chinguetas, marido coscolino, entabló conversación en la fiesta con una linda chica. Le comentó: “Mi esposa tiene una extraordinaria habilidad para imitar aves”. “¿De veras? –se interesó la muchacha–. ¿Qué aves imita?”. “Varias –contestó don Chinguetas–. Por ejemplo, en este momento me está observando con mirada de águila”.

El avieso perico de la casa se metió en el corral de las gallinas y trepó en la primera que tuvo a su alcance. Viéndose así asaltada la gallina rompió en estrepitosos cacareos. A todo correr acudió el gallo, encrespado. Le dijo el loro con sonrisita idiota: “Perdone usted. Confundí a su señora con un taxi”.

Decía Capronio, sujeto ruin y desconsiderado: “Mi suegra vive a tiro de piedra de mi casa. Lo sé porque todos los días le tiro una”.

“Ella era casada. Yo también. Y sin embargo, nos entregamos al amor en cuerpo y alma”. Así empezó aquel hombre la narración de un ardiente episodio de su vida. “Sucedió en Las Vegas –relató–. Estábamos en la Convención Anual de Agentes de Agencias, y nos topamos en el coctel de bienvenida. Una sola mirada bastó para que se encendiera en nosotros la llama del deseo. Jamás había engañado yo a mi esposa, y ella –después lo supe– le había sido siempre fiel a su marido. Pero esa noche nos amamos con toda la intensidad de la pasión carnal. Yo fui el culpable de lo que pasó, es cierto, pero ella también tuvo parte: en el curso de nuestra charla me dio como casualmente el número de su habitación en el hotel. Fui ahí a la media noche; llevé conmigo una botella de champaña y dos copas. Me recibió sin más atuendo que un vaporoso negligé que dejaba a la vista su esplendoroso cuerpo de mujer en toda su belleza y madurez. Ni siquiera bebimos el champán. De inmediato nos fuimos a la cama llevados por un impulso irresistible. Nos entregamos uno al otro sin reservas y sin inhibiciones. Aquello fue la gloria. Nuestros cuerpos se enredaron como lianas; nos exploramos mutuamente con bocas y con manos, y luego apuramos hasta el fondo el cáliz del amor. ¿Cuánto tiempo duró el éxtasis? Jamás podré decirlo. No sé si fue un instante o una eternidad. Quedamos ambos ahítos y saciados, de espaldas en el lecho, silenciosos, poseídos por el dulcísimo languor que invade a los amantes después de la perfecta plenitud. De pronto nos llegó a los dos un profundo sentimiento de culpa. Ella recordó a su esposo; evoqué yo a mi mujer. Conocimos entonces la gravedad de la acción en  que incurrimos. Habíamos sido infieles a aquellos a quienes prometimos lealtad al pie del ara. Éramos perjuros. Cometimos adulterio. Llenos de remordimiento y contrición caímos de rodillas para pedir perdón por nuestra falta. Lloramos  nuestro pecado arrepentidos. ¡Ah, cómo lo  lloramos!”. El narrador, triste, se enjugó una lágrima y concluyó su historia: “Y en los siguientes días todo fue lo mismo: coger y llorar; coger y llorar; coger y llorar…”.

En aquel pueblo había un solo congal, burdel, zumbido, ramería, casa de asignación, quilombo, mancebía, prostíbulo, manfla o lupanar. Sucedió que las señoras que ahí prestaban sus servicios acumularon con el tiempo años y kilos, y los antes asiduos parroquianos dejaron de asistir al establecimiento. Con tal motivo la dueña del local –madama, marsicala o mamasanta se le llama en argot de lenocinio– se vio obligada a cerrar la casa y a irse con sus pupilas a otra parte. “Negocio que no deja, dejarlo”, reza el sabio proverbio comercial. La dicha señora tenía un perico, y lo olvidó al subir a la troca en que se llevó sus muebles. El pajarraco se vio solo y desamparado, y echó a andar por la calle en busca de fortuna. Caminando, caminando, acertó a pasar frente al convento de la Reverberación. La madre portera, mujer caritativa, lo recogió y lo llevó ante la superiora para pedirle autorización de conservarlo. En ese momento la reverenda madre presidía una junta de recolección de fondos en la cual, a más de las monjitas del convento, estaban los pilares de la comunidad: el alcalde, el médico, el notario, el cura, el banquero, el boticario y el comerciante principal. El cotorro paseó la mirada por la concurrencia y declaró luego, lacónico: “Mujeres nuevas. Los mismos clientes”.

El Lic. Ántropo, defensor de un hombre  acusado de homicidio, le informó al sujeto: “Te traigo dos noticias: una mala y otra buena”. “¿Cuál es la mala?” –se inquietó el reo. Le dijo el abogado: “Un examen de laboratorio confirmó que la sangre que manchó la ropa de la víctima es tu sangre”. “¡Santa Muerte!” –se demudó el hombre. ¡Ahora sí estoy perdido!”.  Luego, esperanzado, preguntó: “Y ¿cuál es la buena noticia, licenciado?”. Respondió el Lic. Ántropo: “El análisis muestra que no tienes triglicéridos ni colesterol”.


Rondín # 11


Meñico Maldotado, infeliz joven con quien natura se mostró avara y cicatera al asignarle su atributo de varón, casó con Pirulina, muchacha sabidora. La noche de las nupcias la desposada vio por primera vez sin ropa a su flamante maridito, y le dijo en tono de reprobación: “Meñico: cuando me regalabas monitos de peluche o chocolates te decía que me gustaban los pequeños detalles, pero esto se pasa de la raya”.

Hace tres meses que mi marido no me hace el amor”. Eso le confió doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, a su mucama Daisy. “No se apure, señito –le dijo la muchacha. ¡Ni que lo hiciera tan bien!”.

Hubo un partido de futbol entre dos equipos de la selva, uno formado por los animales, por los insectos el otro. En el primer tiempo los grandes animales les metieron 5 goles a los insectos. Anotaron el elefante, el hipopótamo, el búfalo, la jirafa y el rinoceronte. La defensa de los insectos, formada por la hormiga, el mosquito y la luciérnaga, fue incapaz de contener el rudo ataque. Otros 6 goles anotaron las enormes bestias en el segundo tiempo. Aquello iba a ser una goliza. Faltaban solamente 8 minutos para que el juego terminara cuando apareció el ciempiés, y en ese lapso les metió, él solo, 12 goles a los animales, con lo que los insectos ganaron el partido. Felices, exultantes, pasearon por todo el campo en hombros al ciempiés. Le reclamaron luego: “Casi perdimos a causa de tu ausencia. ¿Por qué tardaste tanto en entrar al juego?”. Explicó el ciempiés: “Me estaba poniendo los botines y las medias”.

Comentó don Chinguetas en el club: “Mi esposa Macalota y yo somos inseparables. De hecho el otro día se necesitaron cuatro policías para separarnos”.

El intelectual del pueblo –por fortuna había sólo uno– le dijo, retador, al padre Arsilio: “Yo nunca voy a misa. El templo está lleno de pendejos”. Le respondió, manso, el sacerdote: “Que eso no te impida ir, hijo. Siempre hay lugar para uno más”.

Amapolina, linda muchacha campirana, iba por el camino bajo un sol de plomo. La vio don Agatocles, el dueño de la hacienda, y detuvo junto a ella su caballo. “Sube en ancas, muchacha –la invitó. Te llevaré a tu casa”. La moza vaciló. Preguntó, ruborosa, al hacendado: “Pero ¿no me hará nada?”. “Claro que no –sonrió el vejancón. Sube”. Volvió a preguntar Amapolina, tímida: “Y si me hace algo ¿me dará 50 pesos?”.

Dijo la esposa de Languidio Pitocáido: “No sé por qué hacen tanto escándalo con eso del celibato. Mi marido tiene 20 años practicándolo”.

Don Algón, salaz ejecutivo, conoció en el lobby bar de cierto hotel a una atractiva dama de exuberantes curvas y undosos movimientos. Le ofreció una copa y luego, sin más, la invitó a ir con él a su habitación. Ella protestó airadamente: “¿Qué clase de mujer cree usted que soy?”. Repuso calmadamente don Algón: “Es una pena que lo tome así. Le iba a ofrecer 50 mil pesos por sus servicios”. Al oír eso ella se levantó al punto y dijo: “Siendo así, vamos”. “Un momento –la detuvo don Algón. Ya supe la clase de mujer que eres. Ahora vamos a regatear un poco”.

A lo que voy es a narrar el cuento del merolico que vendía sus panaceas en una esquina. Mientras proclamaba sus maravillosas cualidades un muchachillo le movía  una y otra vez la mesa en que las tenía. Cansado de aquello le dijo el merolico: “Estoy trabajando, muchacho; no me muevas la mesa. Cuando tu mamá está trabajando yo no voy a moverle la cama”.

Casó Uglicia, joven mujer a quien natura le regateó sus gracias. Tan fea era la pobre que los invitados a la boda besaban al novio en vez de besarla a ella. La noche nupcial la desposada le pidió a su flamante maridito que hicieran el amor con la luz apagada, pues era tímida y estaba algo nerviosa. Él no quería obsequiar ese deseo. Argumentó: “¿Entonces para qué inventó Edison el foco?”. Pese a su nerviosismo Uglicia se desvistió. La vio el galán y dijo: “Pensándolo bien tienes razón. Edison o no Edison, vamos a hacerlo con la luz apagada”.

Babalucas es el hombre más tonto del condado. Una preciosa chica a quien había cortejado en vano durante largo tiempo accedió por fin a brindarle sus encantos. Y en el momento de la amorosa acción el badulaque se puso a fantasear que estaba con su esposa.

Onanito le comentó a un amigo: “Perdí mi inocencia en una playa. Y la experiencia habría sido aún más memorable si no hubiera estado solo”.

Comentó don Martiriano, marido sujeto a su fiera consorte, doña Jodoncia: “Me considero un marido inteligente. Pienso dos veces las cosas antes de no decirle nada a mi mujer”.

Un jovenzuelo de cabello hirsuto, morral de ixtle, huaraches de tres agujeros y camiseta con el rostro de John Lennon abordó en la calle  a don Chinguetas y le dijo: “Haz el amor, no la guerra”. Replicó él sin detener el paso: “Hago las dos cosas. Soy casado”.

Eglogio, el hijo mayor de don Poseidón, contrajo matrimonio con una muchacha del lugar. Los novios decidieron pasar la noche de bodas en la casa de los padres de él. Apenas don Poseidón y su esposa doña Holofernes habían apagado la luz de su habitación cuando empezaron a oír murmullos y risitas en la habitación que ocupaban los recién casados. Bien pronto esos leves ruidos se convirtieron en apasionados, tanto que la novia gritó en medio del arrebato pasional: “¡Contente, Eglogio, que me vas a matar!”. Doña Holofernes se acercó, mimosa a su marido y le dijo con insinuante voz: “¿Oíste?”. Don Poseidón tuvo que hacer con su esposa obra de varón. Pasó media hora, y volvieron a escucharse los ruidos y la voz de la muchacha: “¡Contente, Eglogio, que me vas a matar!”. “¿Oiste?” –repitió doña Holofernes acercándose otra vez a su marido. Y de nuevo el maduro señor tuvo que cumplir el débito conyugal. A poco volvieron a oírse acezos y jadeos en la habitación vecina y doña Holofernes se acercó  a su marido. La cosa se repitió por vez tercera. Y ya iba a suceder la cuarta cuando don Poseidón saltó de la cama, dio grandes golpes en la pared y gritó: “¡Contente, Eglogio, que vas a matar a tu papá!”.

“Me acuso, padre, de haberle arrebatado la virginidad a una mujer”. El buen padre Arsilio se azoró al oír esa confesión, pues quien la hacía era Pitorrito Matacuaz, uno de los jóvenes más piadosos de su feligresía, miembro de la ACJM, portaestandarte de la Legión Jerónima y secretario de actas de la Cofradía de la Reverberación. Don Arsilio siempre pedía detalles cuando se trataba de culpas de lujuria, no así en tratándose de los otros pecados capitales: soberbia, avaricia, envidia, pereza, ira y gula. El penitente se adelantó a sus preguntas, como si en vez de haber ido a confesarse hubiera ido a presumir. Narró: “Le pedí a esa muchacha la gala de su virtud y la corona de su honor, y cuando me las dio –la gala y la corona, quiero decir– añadí a la lujuria la soberbia, pues me sentí macho triunfador”. “Olvidémonos de la soberbia –indicó el señor cura–, y concentrémonos en lo principal. Gravísima es tu culpa, Pitorrito. Con artería de labioso seductor llevaste a la perdición a esa infeliz joven. Seguramente ella soñó con entregar la flor de su pureza al hombre a quien daría el dulcísimo título de esposo, y tú arrastraste por el fango la impoluta flor. Eso no se le hace a una buena muchacha católica. Te niego la absolución”. “Lilibelia no es católica, padre –aclaró el tal Pitorrito–. Pertenece a una nueva secta llamada El Facebook del Señor”. “¡Ah! –bufó el padre Arsilio–.  ¡Esos paganos hijos de la modernidad!–. En tal caso te perdono. Ego te absolvo. La juventud es la juventud”.

Los recién casados llegaron al hotel donde pasarían su noche de bodas. Les informó el encargado del registro: “Son mil pesos por cada uno”. Sin decir palabra el muchacho sacó tres billetes de mil y se los entregó. “Me refiero a cada uno de ustedes” –aclaró el empleado al tiempo que le devolvía un billete. Y añadió: “El botones los acompañará a su habitación”. Fue el muchacho con ellos, en efecto, y les llevó las maletas al cuarto. El novio entró en el baño. Cuando salió después de un rato, el botones todavía estaba ahí. Le explicó su flamante mujercita: “Dice que si no le das propina se quedará a ver”.

Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, comentó esa mañana en la oficina que traía un fuerte dolor de cabeza, o sea jaqueca, migraña, cefalalgia, hemicrania o neuralgia cerebral. De hecho se fue a su casa antes de terminar la jornada de trabajo. Aquella noche uno de sus compañeros fue a interesarse por su salud. Le preguntó: “¿Cómo está tu dolor de cabeza?”. “Salió –contestó don Martiriano–. Fue a visitar a su mamá”.

Dulzaina, hija de don Poseidón y doña Holofernes,  contrajo matrimonio. Todos los invitados a la boda notaron que el abdomen de la novia había aumentado considerablemente de volumen, pero ninguno pensó que tal agrandamiento se debía a excesos en la alimentación; antes bien la atribuyeron a excesos anticipados de colchón. Terminada la ceremonia nupcial doña Holofernes y don Poseidón invitaron a sus amigos y parientes a una comida en su casa de la granja. Ahí un vecino del anfitrión le dijo: “Noté que al entrar a la iglesia el novio caminaba muy lentamente, como si trajera plomo en las nalgas”. Don Poseidón dirigió una mirada a su escopeta, colgada sobre la chimenea del vasto comedor, y declaró con laconismo: “Lo trae”.

Babalucas les contó a sus amigos que su novia era hermana gemela. “A veces batallo para distinguirla –relató–. Afortunadamente su hermano usa bigote y barba, y eso me ayuda a no confundirlos”.


Rondín # 12


Don Geroncio, senescente caballero, le dijo a don Añilio, su amigo y coetáneo: “Leí que los avances de la ciencia médica y la farmacología nos ayudarán a los hombres a conservar nuestras aptitudes de varón más allá de los 80 años. Desgraciadamente ni la Medicina ni la farmacopea podrán evitar que disminuyan nuestros facultades visuales y auditivas”. Acotó el amigo: “Ah, vaya. O sea que podremos hacer el amor, pero no sabremos con quién diablos lo estamos haciendo”.

Doña Camalisa se había casado siete veces, y otras tantas había enviudado. Cuando su último marido estaba recibiendo cristiana sepultura uno de sus compadres suspiró: “Al fin estarán juntos”. Alguien preguntó: “Ella y ¿cuál de sus maridos?”. “No –precisó el compadre–. Me refiero a sus muslos”.

Don Carencio decidió hacerse nudista. Grande fue la estupefacción de sus amigos cuando el maduro señor les anunció que se había inscrito en un club de nudismo para hombres y mujeres llamado “Ventilemos Nuestras Diferencias”. Le preguntaron el motivo de esa acción que les pareció sumamente extravagante, pues don Carencio era metódico, morigerado y respetuoso de los convencionalismos de la sociedad. “Miren ustedes –razonó él. Mi mujer lleva los pantalones en la casa; mi hijo se pone mis corbatas; Hacienda me quitó hasta la camisa, y divorciarme de mi primera esposa me dejó sin calzones. ¿Qué me quedaba después de eso más que hacerme nudista?”.

El joven Pitorrango casó con Tabu Larrasa, muchacha que no tenía ninguna prominencia ni por la parte delantera ni en la posterior. Era más lisa que el pescado. Al regreso del viaje nupcial los amigos del novio le preguntaron, indiscretos, cómo le había ido en la noche de bodas. “Muy bien –les contestó–. Tabu me ayudó bastante”. “¿Cómo te ayudó?” –inquirieron con curiosidad los otros. Explicó Pitorrango: “Se puso junto al ombligo un letrero que decía: ‘Esta parte hacia arriba’”.

En sus andanzas por la selva africana el doctor Dyingstone, pastor de la Iglesia de la Quinta Venida (no confundir con la Iglesia de la Quinta Avenida, que permite a sus fieles el adulterio a condición de que lo cometan solamente en la posición del misionero), vio a un negrito, y se puso a jugar con él. En eso apareció el padre del pequeño, un salvaje de estatura procerosa y armado hasta los dientes. Con voz severa el hombrón amonestó al chiquillo: “Ya te he dicho, Balumba, que con la comida no se juega”.

Don Cornulio llegó a su casa por la noche y sorprendió a su esposa en brazos de un desconocido. “¡Hetairamesalinameretriz!” –le dijo a la mujer en un solo golpe de voz. “Ay, Cornulio –se defendió ella. Recuerda que te pregunté qué querías para la cena, y me dijiste que te gustaban las sorpresas”.

El sultán Ahmed-al-Ramán ocupó su sitial de cadí, o sea de juez, y ordenó que fueran traídos a su presencia los acusados a quienes en esa ocasión debía juzgar. El primero que los jenízaros le presentaron fue un sujeto de nombre Salaz ben Pitón. Se le acusaba de haber seducido a una de las odaliscas del harén real, esposa por lo tanto –una de las trescientas- del sultán. “¡Ah! –rugió éste poseído por ignívomo furor-. ¡Que venga el negro Broncodós!”. Al punto acudió el hombre. Era un negrazo que medía más de 2 metros de estatura y pesaba sobre 20 arrobas, cada una equivalente a 11 y medio kilos, sin zapatos. “¡Broncodós! –le ordenó el sultán-. Este hombre poseyó a una de mis odaliscas. Tú le harás a él lo mismo que él le hizo a ella”. El condenado protestó con energía: “¡Ah, no! ¡Antes prefiero la muerte que ver mancillado así mi honor de varón íntegro, honor que he preservado a lo largo de los años a pesar de las muchas tentaciones! ¡Mátenme, pero no me hagan eso!”. “Nada, nada –replicó el sultán-. La sentencia está dictada. Publíquese, cúmplase y archívese”. En seguida le presentaron a Ahmed a un reo acusado de ladrón. “¡Ah! –volvió a rugir el sultán, que era bastante rugidor-. A éste móchale las manos, Broncodós, con todo y dedos; luego córtale los pies y la cabeza –la cabeza al último, ¿eh?- y después arroja su cadáver a los los perros”. Finalmente le llevaron al sultán a un hombre acusado de blasfemo. “¡Ah! –insistió en rugir el sultán-. A éste móchale la lengua; en seguida desuéllalo, ponlo a asar en una parrilla, y cuando esté ya término medio échalo al foso de los chacales y las hienas”. Salió el negrazo Broncodós llevando a los condenados para ejecutar en ellos las sentencias dictadas por el sultán. En la puerta le recordó tímidamente Ben Pitón: “Por favor, señor negro, no se le olvide que a mí nada más me va a follar”.

Recordarán ustedes a Tarzán, que vivía en la selva con su esposa Jane y una chimpancé llamado Chita. Cierto día Tarzán llegó a su cabaña y encontró a Jane desmelenada y con las ropas en desorden. “Malas noticias, Tarzán –le dijo ella. No era Chita: era Chito”.

Don Chinguetas, marido tarambana, decía a sus amigos: “Como adulto disfruto el adulterio más que como infante disfruté la infancia”.

Cosa muy extraña es el adulterio: si les sucede a los demás es cómico; si te sucede a ti es trágico. Caso ejemplar es el de don Cornulio. Cuando su esposa se va a confesar el sacerdote le pregunta: “¿Le eres fiel a tu marido?”. Responde ella: “Frecuentemente, padre”. Una mañana el infeliz llegó a su domicilio y sorprendió a doña Daifa, su mujer, en irregular connubio con un desconocido. Desconocido para don Cornulio, digo, pues ella incitaba a su mancebo con expresiones como ésta: “¡Dale más aprisa, negro santo!”. Ese tuteo mostraba claramente que entre los dos había conocimiento previo. Al ver a su esposa en tan ilícita copulación don Cornulio prorrumpió en enérgicos dicterios contra ella. Entre otras cosas la llamó vulpeja y zorra, siendo que zorra y vulpeja son el mismo animal (también raposa). Ella se defendió con dignidad: “Ay, Cornulio –le recordó. ¿No dices siempre que en la variedad está el gusto?”. Replicó el señor: “Al decir eso me refería a la comida, no a las relaciones amorosas, que deben estar presididas siempre por el respeto mutuo y la fidelidad”. Al oír ese razonamiento doña Daifa recordó las enseñanzas recibidas de las monjas en el Instituto Reverberación, y se avergonzó bastante. “Tienes razón –le dijo llena de contrición a su marido. Soy una pecadora. Perdóname”. “Te perdono –concedió, magnánimo, el esposo. Yo tampoco estoy libre de culpa: suelo comer galletas en la cama, y la lleno de migajas; dedico mucho tiempo a mi colección de estampillas de correo, y cuando no estás en la casa veo películas de Tinto Brass. Perdóname tú también a mí”. “Estás perdonado –le dijo doña Daifa con la misma magnanimidad. Nadie es perfecto, y tú menos”. En eso intervino el querindongo de la señora. “Muy bien –le dijo a ésta. Ahora que ya todo está felizmente arreglado ¿podemos continuar?”.

Meñico Maldotado sufría de indigencia genital. Su atributo de varón era minimalista. No obstante esa penuria, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Fueron a pasar la luna de miel en una cabaña en el bosque, pues ambos eran amantes de la naturaleza. Tan pronto se vieron en ese acogedor refugio Meñico se dispuso a consumar las nupcias, a cuyo efecto dejó caer la bata que lo cubría. Pirulina le vio la alusiva parte –hasta donde podía verse– y comentó luego, preocupada: “Y para colmo no hay tele ni Wi-Fi”.

Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, fueron de vacaciones a la playa. En el bar del hotel un maduro caballero les invitó una copa. Dijo Himenia: “No podemos aceptar la invitación de un desconocido”. El señor, apenado, se iba a retirar. Al punto añadió Himenia: “Necesitamos dos”.

Sir Galahad iba a ir a la Cruzada. Hizo poner a su esposa Guinivére un cinturón de castidad a fin de asegurarse de que ningún hombre tendría acceso a ella durante su ausencia. Luego llamó al reverendo Stacked, capellán de la aldea y su más cercano amigo. Le dijo: “Pongo en tus manos, piadoso hermano mío, el tesoro de la virtud de mi mujer. Cuídalo de modo que cuando vuelva yo de Antioquía pueda encontrar sin mácula lo que sin mácula dejé”. Así diciendo le entregó la llave del cinturón de castidad. Luego montó en su caballo y emprendió la marcha. Apenas había cabalgado media legua cuando Stacked lo alcanzó a todo correr. “¡Galahad! –le gritó. ¡Me diste la llave equivocada!”.

Abustina tenía chichis grandes. Nadie diga que esa palabra, chichi o chiche, es vulgarismo. Viene del náhuatl, y es apócope de “chichihualli”, la teta o mama de la hembra. Ya no se usa la palabra, como tampoco se emplea el término “chichigua”, con el cual se nombraba a las nodrizas o amas de cría. Sobrevive el vocablo sólo en frases también ya poco usadas, como aquélla que dice: “Habrá vacas más chichonas, pero no que den más leche”, aplicada a la mujer de busto breve pero hacendosa y productiva. Advierto, sin embargo, que me he apartado de un relato que ni siquiera he comenzado aún. Vuelvo a mi historia. Abustina tenía chichis grandes. Cuando los ancianos del Potrero ven una prominencia pectoral así exclaman en tono admirativo: “¡Con ese pecho yo canto hasta el Alabado viejo!”. Aluden a un antiguo himno religioso difícil de cantar. Hermoso encanto es el del busto femenino. Grande o pequeño constituye irresistible imán para el varón, quizá por atávicas reminiscencias maternales, diría Freud. Pero otra vez me he ido por los cerros de Úbeda. Empiezo nuevamente. Abustina tenía chichis grandes. Eso la mortificaba mucho, pues no podía hacer cosas como, por ejemplo, tocar la guitarra: su profuso tetamen le impedía alcanzar el instrumento. Por la misma razón tampoco podía escribir en el teclado de su computadora. En cierta ocasión fue con un cirujano plástico y le pidió que le redujera el busto. El facultativo, embelesado con aquella espléndida profusión mamaria, le propuso mejor alargarle los brazos. Los apuros de Abustina eran continuos por causa de su excedencia pectoral. Cuando iba al cine ocupaba al mismo tiempo dos butacas: la suya y la de adelante. Su novio no sabía si sentarse a su lado o acomodarse junto a la butaca delantera, bastante más disfrutable. La mamá de Abustina la consolaba: “Piensa, hija mía, que cuando estés bailando tu pareja nunca podrá pisarte”. Se casó Abustina, y al regreso de la luna de miel su señora madre le preguntó con ansiedad si venía ya en estado de buena esperanza, o sea embarazada. “No, mami –respondió ella-. Mamulito (tal era el nombre de su flamante esposo) apenas va a la mitad de la bubis derecha”.

Pirulina llamó por teléfono a Pitoncio. “¿Recuerdas que te dije que no quería verte más? Estaba equivocada: quiero verte”. Preguntó, ufano, Pitoncio: “¿Qué te hizo cambiar de opinión?”. Replicó Pirulina: “La prueba de embarazo”.

Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Hizo un crucero a la Antártida, y por primera vez los pingüinos tuvieron frío. Una noche su esposo, don Frustracio, le pidió que lo recibiera en su lecho. “¿Otra vez?” –se molestó la gélida señora. “Mujer –rogó el marido–. La última ocasión en que lo hicimos fue cuando el CCXI aniversario del natalicio de don Benito Juárez, y eso fue el año pasado”. “¿Y ya quieres de nuevo? –bufó doña Frigidia–. ¡Eres un maniático sexual!”. El pobre don Frustracio estaba urgido de sedar sus rijos de varón, pues a causa de su forzada continencia andaba nervioso y desasosegado. Semen retentum venenum est. Así, con vivas instancias repitió su ruego. Tras una serie de empecinadas negativas, la señora cedió por fin. No se dio del todo, sin embargo, pues en el curso del acto conyugal se puso a leer “Rosas en flor”, revista del corazón. Llegó a la última página en el preciso instante en que su esposo alcanzaba el clímax de la unión. “¿Ya ves? –le dijo doña Frigidia a don Frustracio–. Terminamos los dos al mismo tiempo. ¡Y dices que no tenemos compatibilidad sexual!”.

El Conde Naddo pertenecía a la nobleza más rancia. De ahí el olor que despedía. Era duro de oído –de oído nada más, decía la condesa–, y confundía las palabras y sonidos. Una noche él y su esposa cenaron con el general Store en el Casino Militar. Sonó de pronto el fuerte cañonazo con que se saludaba a la bandera al ser arriada. El señor conde se irritó. Le dijo a Store: “General: eso aires no se dejan salir en presencia de una dama, y menos de manera tan ruidosa”. Cierto día llegó el conde a su casa. El mayordomo, confiado en la sordera del conde, lo saludó como hacía siempre para divertir a las mucamas: “¿Cómo le fue al pendejete e idiota del señor conde?”. Respondió Naddo: “Muy bien, cabrón e hijo de la chingada. Me compré un aparato para la sordera y ahora lo oigo todo”.

La hermana Sister es organista de la Iglesia de la Quinta Venida (no confundir con la Iglesia de la Quinta Avenida, que permite el adulterio a sus fieles a condición de que previamente se arrepientan). Una mañana acudió ante el reverendo Rocko Fages, el guía espiritual de la congregación, y entre lágrimas le confesó que estaba fornicando con Amaz Ingrace, el pastor de la iglesia vecina. “¡Ah, pecadora! –clamó Fages, que era experto en clamores–. ¡Hasta el infierno te seguirá la ira de Dios! ¿Cómo es posible que hayas ido a la iglesia vecina a fornicar con ese pastor? ¡Ésta es tu iglesia, desdichada! ¡Debes fornicar conmigo!”.

La esposa de Babalucas le pidió que fueran a buscar conchitas en la playa. En eso estaban cuando de pronto la señora exclamó, jubilosa: “¡Mira, Baba! ¡Un Rolex!”. “Déjalo donde está –le ordenó el tonto roque–. Venimos a buscar conchitas, no relojes”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, tenía un perico que le gritaba de continuo: “¡Tráeme una cotorra pa’ follármela! ¡Tráeme una cotorra pa’ follármela!”. Preocupada por eso doña Panoplia llevó al loro con un veterinario. El facultativo le indicó: “Su perico necesita con urgencia una hembra. Tengo aquí una periquita. Por mil 500 pesos su perico podrá desfogar con ella sus impulsos”. Doña Panoplia aceptó. El médico puso al loro con la periquita y cubrió la jaula con un lienzo a fin de dar privacidad a la pareja. En eso se oyeron gritos angustiados de la cotorrita, y una lluvia de plumas salió de la jaula. Acudió a toda prisa el veterinario. El salaz perico estaba desplumando a la asustada cotorra al tiempo que le decía con siniestra sonrisa de lubricidad: “¡Por mil 500 pesos te quiero encueradita, chula!”.


Rondín # 13


Talito era el joto del pueblo. Sé bien que caigo en delito de incorrección política al usar ese voquible, “joto”; pero si dijera “gay” cometería anacronismo, pues en el tiempo en que ocurre mi relato –mediados del pasado siglo– ese anglicismo no se conocía. Una vez llegó al lugar una compañía de teatro, y el director preguntó en la fonda si había ahí alguien que se dedicara al teatro, pues le hacía falta un actor para completar el elenco de la obra que se iba a representar, una alta comedia cuyo título era “Mancha que limpia” o “La virtud del pecado”. El fondista respondió que el único artista en la comarca era Talito, que lo mismo bailaba flamenco que cantaba canciones de Luis Mariano y recitaba versos de Nervo y de Darío. Buscó el director al tal Talito –Atalo se llamaba– y lo invitó a participar en la obra. Le dijo que le pagaría 5 pesos por función. Su personaje sería el de mayordomo de la casa. En el tercer acto entraría llevando una charola con una misiva que entregaría al protagonista al tiempo que le decía: “Señor marqués: la carta ha llegado”. Trabajo le costó al director que Talito dijera con propiedad esa sencilla frase, pues la decía con aflautada voz. “Hable como hombre” –le pedía. “¡Ay! –protestaba Talito. ¿Por 5 pesos tengo que caracterizarme?”. A tuertas y a derechas el director logró por fin que  Talito recitara su frase en tono masculino. Llegó la noche de la función. Talito se presentó en el teatro pintado como coche, tanto que el maquillista tuvo que quitarle la profusión de polvos y coloretes que se había puesto. Hecho ese necesario arreglo, Talito se colocó tras bambalinas ansioso por entrar a escena. “Todavía no –le indicó el traspunte. Usted entra al final del tercer acto”. No se movió de ahí Talito, antes bien a cada rato le preguntaba al encargado: “¿Ya entro? ¿Ya entro?”. “Todavía no” –repetía el traspunte. Talito se desesperaba. No veía la hora de mostrarse ante el público local. “¿Ya me toca? ¿Ya me toca?”. “Le digo que todavía no –se impacientaba el hombre. Espere al tercer acto”. Llegó por fin el momento anhelado por Talito. El traspunte le entregó la charola y la misiva y le dijo: “Ahora sí; entre”. Salió a escena Talito y le dijo en tono grave al protagonista: “Señor marqués: la carta ha llegado”. La tomó en sus manos el actor, y después de leerla dijo con dramático acento: “¡Demasiado tarde!”. Con su aflautada voz exclamó enojado Talito: “¡Pos es que aquel viejo que está allá no me dejaba entrar!”.

Un sultán le comentó a otro: “Mis 30 esposas me salen muy caras”. “Haz lo que yo –le sugirió el otro. Tengo una esposa y 30 pelucas”.

Babalucas clamaba acongojado: “¡Señor, Señor! ¿Por qué nunca me saco la lotería?”. Se oyó una majestuosa voz venida de la altura: “¡Porque nunca compras boleto, pendejo!”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, hablaba con orgullo de su reciente viaje a Italia. Dijo: “Y fuimos a una ciudad que en italiano se llama Temeo”. Su esposo la corrigió: “Torino, mujer; Torino”.

Pepito le dijo a Rosilita: “Ya supe que los bebés no vienen de París”. Preguntó con interés la niña: “¿De dónde vienen?”. Respondió el chiquillo: “De Estardos Unidos”… (estar...dos...unidos).

El doctor Duerf, célebre analista, le dijo a don Jactancio: “No necesita venir más a tratamiento. Ya está usted curado de su megalomanía”. “¡Fantástico, doctor! –se alegró el paciente–. Ahora buscaré ser al mismo tiempo Presidente de la República, Secretario General de la ONU y director del Banco Mundial. Si no obtengo esos cargos todavía me queda ser Napoléon Bonaparte”.

Cuando la mamá de Susiflor jugaba al Candy Crush se concentraba en tal manera que perdía todo contacto con la realidad. Una noche la señora estaba sumida en el juego, y sólo de reojo alcanzó a ver que su hija se disponía a salir. Le preguntó con los ojos puestos en la pantalla: “¿A dónde vas?”. Susiflor, que conocía bien la debilidad de su mamá, respondió en broma: “Voy a una orgía sexual”. Le dijo la señora sin levantar la vista: “Llévate un suéter”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, iba a cumplir años. Sus amigas le preguntaron: “¿Qué pastel te gustaría?”. Sin vacilar respondió ella: “El de bodas”.

La esposa de Capronio, sujeto ruin y majadero, se quejó con él. Le dijo: “Trabajo 18 horas cada día barriendo y trapeando la casa; lavando y planchando la ropa; haciendo las tres comidas diarias; cuidando a nuestros cinco hijos... Y encima debo todavía hacer el amor contigo por las noches. Necesito una ayuda”. “Está bien –concedió, magnánimo, Capronio–. Buscaré una mujer que haga el amor conmigo por las noches”.

Los autocinemas eran sitios a donde iban las parejas que no podían pagar un motel. La cómplice oscuridad del sitio permitía toda suerte de expansiones amorosas, las más de ellas sucedidas en el asiento de atrás del automóvil. Al sitio se debía entrar con las luces del coche apagadas. Si algún despistado las dejaba encendidas su ingreso era saludado por una serie de iracundos bocinazos. Al terminar la película los asistentes, de vuelta ya en el asiento delantero, guardaban una elegante cortesía: los coches salían en perfecto orden, formando fila, y sus conductores dejaban un buen espacio entre uno y otro a fin de no cometer la indiscreción de ver a quienes habían estado ahí. ¡Cómo se han deteriorado las costumbres! En ninguna parte existe ya esa buena educación. Todo lo dicho viene a cuento para recordar la ocasión en que la novia de Babalucas le pidió que fueran al autocinema. Al badulaque le extrañó ese deseo, pues la película que daban no era buena. (Era la misma que ahí se exhibía diariamente desde hacía 14 años, aunque nadie lo sabía, porque nadie veía nunca la película). Ya en el autocinema la chica le dijo a Babalucas con insinuante voz: “¿Qué te parece si nos pasamos al asiento de atrás?”. “No me parece buena idea –dudó el tonto roque–. ¿Luego quién maneja cuando nos vayamos?”.

Don Chinguetas y su esposa doña Macalota fueron de safari a África. En el curso de la cacería un león atacó a la señora. “¡Rápido, bwana! –clamó el guía nativo–. ¡Dispárele a la fiera!”. Vaciló don Chinguetas: “¿Y si le pego al león?”.

“Perdone usted: ¿a qué hora empieza el Seminario Sobre Administración Eficiente del Tiempo?”. “Por ahí de las 8 ó 9 de la noche, hora más, hora menos”.

Un tipo pidió en la cafetería una hamburguesa y un hot dog. Grande fue su sorpresa cuando la mesera que le llevó la hamburguesa se sacó la carne de abajo de la axila. Le explicó al azorado cliente: “Es para evitar que la carne se enfríe”. “En ese caso –declaró el sujeto– cancéleme el hot dog”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, yacía en una cama de hospital vendado de pies a cabeza igual que momia egipcia. Sus amigos fueron a visitarlo. Le preguntó uno: “¿Qué te sucedió?”. Con voz feble respondió Pitongo: “Un mal cálculo”. “¿Renal?” –inquirió otro–. “No –precisó el lacerado–. Calculé que el marido llegaría a las 12, y llegó a las 10 y media”.

Don Poseidón recibió en su casa al pretendiente de su hija, muchacha bastante bien dotada tanto en la parte correspondiente al busto como en la región de las caderas. El galancete le dijo al severo genitor: “Señor: vengo a pedirle la mano de Bucolina. No es precisamente la mano lo que quiero de ella, pero en fin, por algo se empieza”.

En la capilla funeraria donde se velaba a aquel señor un niño sollozaba lleno de aflicción: “¡Quiero irme con mi papá! ¡Quiero irme con mi papá!”. Una bondadosa dama se acercó al pequeño y le dijo con ternura: “No llores, buen niño. Tú papá ya está en el Cielo. Además seguramente tu mami se las arreglará para conseguirte otro”. “¡Mi papá no está en el Cielo! –gimoteó el chiquillo–. ¡Es el chofer de la carroza, y quiero irme con él!”.

Ya conocemos a don Chinguetas, marido tarambana. Su debilidad es el sexo débil. Doña Macalota, su esposa, comentaba: “Mi marido tiene muy mala memoria. Con frecuencia se le olvida que es casado”.

¿Qué le dijo la tortillera al filósofo? “No hay masa ya”.

La abuelita de Susiflor le preguntó a la madre de la linda chica: “¿Todavía anda Susi de novia con aquel joven tan guapo, tan bien vestido siempre, tan fino de modales, tan pulcro y atildado?”. “Ya no, mamá –respondió la señora–. Resultó que el muchacho es pederasta”. “¡Mira! –se entristeció la abuelita–. ¡Tan bueno que se veía, y borracho!”.

En la oscuridad de la alcoba conyugal la esposa de Leovigildo se entregó al acto del amor. Lo hizo por rutina, como siempre, y casi por obligación, pues el día de sus bodas su mamá le hizo dos recomendaciones: “Nunca le preguntes a tu marido de dónde viene ni a dónde va, y nunca te le niegues en la cama”. Ambos consejos los siguió al pie de la letra, y eso que parecían anticuados en esta época de feminismo, equidad de género, etcétera. A haber seguido la recomendación materna atribuía ella la sosegada calma en que su matrimonio transcurría. La noche que digo, sin embargo, no hubo calma ni sosiego en el acto conyugal, y menos aún rutina. Por el contrario, la señora experimentó con sorpresa un arrebato ardiente, un loco deliquio, un intenso desbordamiento pasional que la dejó ahíta y satisfecha. Agotada por aquel éxtasis carnal en que alcanzó un clímax jamás antes sentido, la señora profirió con exultante acento: “¡Qué maravillosamente me hiciste hoy el amor, mi vida! ¡Fuiste un tigre; un lobo en celo; un lujurioso semental! ¡Superaste a los más célebres amantes de la historia: Casanova, Don Juan o Rubirosa! ¿Por qué nunca me habías hecho sentir lo que sentí esta noche, Leovigildo?”. “No lo sé –respondió pensativamente el otro–. Posiblemente eso se debe a que no soy Leovigildo”.


Rondín # 14


El hijo adolescente de don Chinguetas le hizo una pregunta: “Papi: ¿alguna vez te enamoraste de la maestra?”. “Claro que sí –respondió él–. Y locamente”. Volvió a inquirir el muchacho: “Y ¿qué sucedió?”. Contestó don Chinguetas: “Tu mamá te cambió rápidamente de escuela”.

Una actriz de Hollywood le dijo a otra: “¿Recuerdas el vestido que llevé anoche a la fiesta?”. “Cómo no recordarlo –respondió la otra–. Causaste sensación con él”. Añadió la primera: “Hoy descubrí que no es vestido: es cinto”.

Lord Feebledick regresó a su finca rural después de haber participado en la cacería de la zorra. Venía mohíno y malhumorado pues sus perros, en vez de perseguir a la zorra, fueron perseguidos por ella, lo cual fue motivo de irrisión para los demás jinetes. Al entrar en la alcoba conyugal lo primero que vio fue el retrato de su bisabuelo, el duque de Buttholeshire, pintura que cubría toda la pared. Lo segundo que observó le empeoró el humor: he aquí que su esposa, lady Loosebloomers, estaba en apretado trance de fornicación con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de faisanes. “Thunder of God! –exclamó lord Feebledick, que no olvidaba los juramentos aprendidos en Eton–. ¿Para esto te pago, grandísimo bellaco?”. “No, milord –repuso con gran cortesía el mocetón–. Esto lo hago gratis”.

El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Quinta Venida (no confundir con la Iglesia de la Quinta Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que lo cometan con la luz apagada), fue en calidad de misionero a las lejanas islas de los Mares del Sur a fin de llevar a los nativos la buena nueva de la existencia del pecado y de su consecuencia lógica, el infierno. Lo primero que notó al llegar fue que los aborígenes no conocían la institución del matrimonio: simplemente se juntaban en uniones libres, costumbre que alarmaba y llenaba de desazón al misionero, cuyo rígido credo religioso establecía que tales juntamientos se oponen a los designios del Señor. Amonestó severamente a los paganos. Les dijo que vivir como estaban viviendo los llevaría directamente a la condenación. Para salvarlos del fuego eterno, les informó, los uniría en santo matrimonio. Al día siguiente, en efecto, los juntó a todos en la playa y los casó conforme al rito de su iglesia. El reverendo se conmovió grandemente al observar que los salvajes celebraban la ocasión con entusiastas muestras de alegría. Le preguntó a uno: “¿Por qué están tan felices? ¿Es porque ya se libraron del infierno?”. “No –respondió el aborigen con una gran sonrisa–. Estamos felices porque los hombres aprovechamos la oportunidad para cambiar de vieja, y las mujeres de pelado”.

En Estados Unidos se llama necking. (Groucho Marx opinaba que quien le dio ese nombre tenía escaso conocimiento de la anatomía humana). En Mexico decimos “cachondear” o “pichonear”. En el sur se usa la voz “guacamolear”. Todos esos verbos designan al acto de manosear en forma lujuriosa a alguien –principalmente un hombre a una mujer– sin propósito de llegar al coito. Los tales verbos se conjugan cada noche en el solitario paraje llamado El Ensalivadero, al cual concurren las parejitas de novios en trance de explorarse mutuamente y dar salida en algún modo, si no en el último, a los rijos de amor que los poseen. Pues bien: a ese sitio fueron Babalucas y su novia Dulciflor. La idea fue de la muchacha, pues el badulaque –ya lo conocemos- tiene vacíos los aposentos del cerebro y carece de la imaginación que se requiere para gozar la vida. (Don Abundio el del Potrero dice a su 87 años: “Lo bebido, lo comido y lo con ge fue lo único que disfruté”). El caso es que Dulciflor, ya en El Ensalivadero, abrazó, besó y guacamoleó prolijamente al asustado Babalucas, y luego le pidió respirando con agitación: “¡Demuéstrame que eres hombre!”. “¡Te lo demostraré! –respondió con energía el tonto roque–. ¡Mañana te traeré mi acta de nacimiento!”.

Doña Polita sufría un problema del habla: pronunciaba la erre como ele. Por decir “rey” decía “ley”; en vez de “carro” decía “calo”. En la casa de al lado vivía un sujeto que solía vestir con elegancia, motivo por el cual los vecinos le decían el Curro. Ese tal Curro tenía cuatro perros de raza desconocida que ladraban día y noche sin motivo, por el solo gusto de ladrar. Harta de esos ladridos doña Polita se quejó con la administradora del fraccionamiento. Le dijo: “Me molestan mucho los perros del Curro”. Grande fue su desconcierto cuando la mujer le contestó: “Ése no es asunto de la colonia, pero de cualquier modo le sugiero que se compre un depilatorio fuerte”.

Anna Listta, psiquiatra de profesión, llegó a su casa y encontró a su marido en concúbito carnal con una estupendísima morena. Lo primero que la doctora pensó fue que de seguro su esposo había sufrido en su niñez un trauma causado por su madre. A eso se debía su infidelidad. Luego se dijo que la estupendísima morena no tenía madre. Y finalmente le preguntó a su libidinoso cónyuge por qué lo hallaba en tan ilícito acto. Respondió él: “Te traje a esta mujer para que la analices. Creo que está loca”. Con interés profesional inquirió la psiquiatra: “¿Por qué crees que está loca?”. “Bueno –razonó el marido–. Al menos hace el amor como loca”.

Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Fue a la reunión en que sus compañeros de la secundaria celebraron 30 años de haber salido de la escuela. Le dijo con tono admirativo a una de las asistentes: “¡No me digas que eres Boricia Karloff, aquella muchacha feúcha, desgarbada, con cara de tonta y piernas chuecas! ¡Mírate ahora!”. Halagada, esperando los piropos que de seguro vendrían, repuso con una sonrisa la mujer: “Sí, soy yo”. “¡No lo puedo creer! –siguió Capronio–. ¡30 años, y no has cambiado nada!”.

Rubia era ella, y rubio él. Se casaron, y el primer hijo que tuvieron salió negrito. Ella se justificó ante su azorado cónyuge: “Recuerda que unos días antes de casarnos me llevaste a lo oscurito”.

Un tipo llamó por teléfono a cierto compadre suyo. Le dijo que necesitaba con urgencia hablar con él para tratarle un asunto de extrema gravedad. Debía ir al Bar Rocco ese mismo día a las 8 de la noche. Puntual acudió el hombre. Después de tres o cuatro copas habló el otro con sombrío acento. “Compadre –le dijo–. Tengo un amigo que va a fugarse con una mujer casada. Me pidió 30 mil pesos prestados para los gastos de la huida. Siento mucho informarle que la mujer con la que se va a escapar es mi comadre, la esposa de usted”. “¡Santo Cielo! –se apuró el otro–. ¡Por favor, compadre, ayúdeme! ¡Préstele el dinero a su amigo!”.

El gran maratonista apodado el Sapo Tech les contó en el gimnasio a sus amigos: “Abandoné el Maratón de la Ciudad de México a los 15 kilómetros. Regresé a mi casa y encontré a mi mujer con un amigo mío que lo abandonó a los 3”.

Don Efesto, el herrero del pueblo, tartamudeaba cuando bebía un vaso de vino. Tres o cuatro de tinto apuró en la taberna y luego regresó a la fragua, pues debía forjar una pieza de metal. Cuando el hierro estuvo al rojo vivo, don Efesto esgrimió su enorme mazo y le ordenó a su ayudante: “Pon en el yunque la pipí”. “¡Ni madres!” –se asustó el muchacho disponiéndose a escapar–. “¡La pi-pi-eza de metal, pe-pendejo!” –precisó con enojo el herrador.

El pasado Día de la Madre un conferencista declaró con voz solemne: “En el futuro el mundo será regido por las manos que mecen las cunas”. Cierta señora se sobresaltó. “¡Cómo! –exclamó llena de asombro–. ¿Las empleadas de las guarderías regirán el mundo?”.

Conocemos ya a don Chinguetas. Es un casquivano señor dado a los devaneos amorosos. Doña Macalota, su esposa, comentó en la merienda de los jueves: “Yo voy a votar por el cambio, a ver si me cambian al cabrón de mi marido”.

El doctor Dyingstone fue a llevar a los paganos de África la luz de la fe. Les dijo que se iban a condenar, pues vivían en amor libre en vez de unirse en matrimonio. Casarse les costaría sólo 12 cocos. Al parecer el precio les pareció excesivo a los salvajes, pues ataron de pies y manos  al reverendo y lo llevaron a la aldea colgado de un palo que dos aborígenes cargaron sobre los hombros. Al llegar ahí el doctor Dyingstone se alegró grandemente, pues vio que los cocineros de la tribu pusieron a hervir un cazo de agua con verduras. “Praise the Lord! –exclamó con alivio–. ¡Son vegetarianos!”. Uno de los cocineros le aclaró: “Las verduras son para el relleno. Métase en el cazo y voltéese”.

El juez de lo familiar amonestó, severo, a la acusada: “Señora: su marido se queja de que usted le dijo imbécil, bruto, idiota, mentecato, estúpido y pendejo. También afirma que lo llamó cornudo”. “Cornudo no le dije, señor juez –opuso la mujer–. Pero de que lo es lo es”.

Un viajero y su esposa llegaron a un pequeño hostal y se toparon con la novedad de que el recepcionista se expresaba por señas, pues carecía del habla y del oído. El hombre les mostró los dedos índices de las dos manos apuntando hacia arriba; luego formó un círculo con el índice y el pulgar de la mano izquierda y pasó por él una y otra vez el índice de la derecha. Los recién llegados no lograron descifrar las señas, hasta que el botones tradujo: “Les pregunta si quieren camas individuales o matrimonial”.

Un individuo de sospechosa traza llegó a una casa de las de foco rojo y requirió las prestaciones de una de las señoras que ahí las daban. Las prestaciones, quiero decir. Le indicó, sin embargo, que tendría que hacer el acto como lo hacía su mujer. Preguntó con recelo la sexoservidora: “¿Cómo lo hace su mujer?”. Respondió, lacónico, el sujeto: “Gratis”.

Pico lo llamaban, y por Pico lo conocían todos. Nadie sabía –ni él mismo– que su nombre era Pacífico. Hay santo de ese nombre. Su fiesta se celebra el 25 de septiembre, día también de los santos Herculano, Sabiniano, Lupo, Nilo y Anacario y de las santas Neomidia y Tata. Quizá por ese patrocinio, Pico era de natural tranquilo y sosegado. Mientras los otros niños andaban a mojicones y trompadas, o subían a los árboles a buscar nidos o frutas, él se ocupaba en cortar flores para llevarle un ramito a su mamá. Su único amigo era Tolano, o sea Victoriano, compañero suyo de la escuela. Él no le tomaba a mal sus actitudes, y lo protegía de los chamacos que se burlaban de él. Sucedió que al terminar la secundaria Tolano salió del pueblo, pues anhelaba convertirse en escritor. El maestro de Español había leído una oda suya dedicada al aguacate, principal producto agrícola de la región, y lo animó a que saliera “de esta aldea” –así dijo– y que buscara su destino literario en “la gran urbe”. Pasaron los años –eso es lo que mejor saben hacer los muy canallas–, y Tolano sintió el deseo de visitar los sitios donde pasó su niñez y primera juventud. Tales regresos suelen ser muy tristes. Sucede casi siempre que nada es ya como antes, y si el hijo pródigo volvió al pueblo con una carga de nostalgias retorna a la ciudad con cuatro de melancolías. Tolano deseaba sobre todo ver otra vez a Pico, aquel amigo suyo de la infancia. Llegó al poblado una mañana que por ser de otoño era fresca y luminosa. Las empedradas calles del lugar brillaban todavía como ascuas con el rocío matinal, y en la umbrosa alameda centenaria el trino de las canoras aves… (Nota de la redacción. Nuestro estimado colaborador se extiende durante 14 fojas útiles y vuelta, a renglón cerrado, en la descripción de aquella mañana pueblerina, descripción que, aunque llena de encanto y de lirismo, nos vemos en la penosa necesidad de suprimir por falta de espacio). Mucho sorprendió a Tolano el hecho de que nadie le sabía dar razón de Pico. En todas partes preguntó por él: en la botica –todavía se llamaba así, y no farmacia–; en el restorán –ya no era fonda–; en la Escuela “Profra. Godofreda Luria”, el plantel de sus años infantiles. Nadie le pudo informar acerca del paradero de Pico. “A lo mejor se murió –le dijo una ancianita–. Aquí la gente se muere bastante”. Tolano desechó ese pensamiento y fue a la cantina. Los cantineros conocen a todo el mundo, o por lo menos a la mayor parte. Tampoco el tabernero conocía a Pico. “¿Más o menos cómo era su amigo?” –le preguntó a Tolano–. Éste hizo su retrato hablado lo mejor que pudo. “¡Ah, sí! –exclamó el de la taberna–. Ya sé de quién se trata. Pero ya no es Pico. Ahora es Paca”. “No entiendo” –se desconcertó Tolano–. “Salió del clóset –explicó el sujeto–. Es gay. Tiene un salón de belleza en la siguiente esquina. Ahí lo encontrará”. Se apresuró Tolano y vio un local con el nombre en grandes letras: “Paca’s Esthétique”. Abrió la puerta, cauteloso y, en efecto, vio a su amigo. Ahora era otro muy distinto. Pintado como muñeca japonesa, lucía peluca rubia y pestañas que podían dar sombra a un regimiento. Vestía playera a rayas; pantaloncito ajustado de los llamados “pescadores” y zapatos de tacón aguja acordonados hasta los tobillos. Vio Paca –o Pico– a su amigo Tolano, y antes de que éste pudiera articular palabra le dijo con tono retador: “Ni me digas nada, cabrón. Prueba”.

En el campo nudista el joven Leovigildo le dijo con vehemencia a Galactina: “¡Te amo con el corazón y el alma!”. “No lo creo –respondió ella escéptica–. Por lo que estoy viendo solamente me deseas”.


Rondín # 15


El hombre de Tepexpan, espécimen paleontológico de México, se quejaba amargamente. “¡Uta! –decía–. ¡Apenas ayer inventé la rueda, y hoy ya me robaron la copa de la llanta!”.

Don Gerontino, añoso caballero, iba una noche por la calle cuando le salió al paso una sexoservidora que le dijo: “Ven conmigo, guapo, y pasarás un agradable rato”. “No puedo –respondió, triste, el señor–. Mis padres no me lo permiten”. “¿Tus padres?” –se asombró la suripanta. “Sí –suspiró don Gerontino–. La madre naturaleza y el padre tiempo”.

Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Hizo pintar su coche en dos colores, la mitad del lado derecho de color azul y la mitad del lado izquierdo de amarillo. Explicaba con malévola sonrisa: “Así cuando atropelle a alguien y huya los de Tránsito se van a volver locos al oír las declaraciones de los testigos”.

El esposo y la esposa estaban haciendo el amor. Él pensaba: “Sophia Loren… Gina Lollobrigida… Marilyn Monroe…”. Ella pensaba: “Comprar detergente… Pagar la tarjeta… Sacar cita con el médico…”.

La profesora, enojada, interrogó a Pepito: “¿Por qué le diste una patada en las pompis a Juanito”. Respondió el chiquillo: “Le juro que no era ésa mi intención, maestra. Se la iba a dar en los güevos, pero se volteó”.

El médico forense regresó a su casa después de su trabajo en la morgue y le comentó a su esposa: “Hoy me tocó ver el cadáver de un hombre extraordinariamente bien dotado por la naturaleza”. “¡Santo Cielo! –se consternó la esposa–. ¡No me digas que falleció el vecino del 14!”.

El padre Arsilio asistió a una cena de caridad y tuvo la desdicha que quedar junto a Contrina, mujer de agrio carácter dada a discutir por todo. Con tal ánimo la señora sacó a colación el tema del celibato sacerdotal, y empezó a atosigar con él a don Arsilio. El párroco, prudente, trataba de evadir esa cuestión, pero la pugnaz fémina insistió “Dígame sin evasivas, padre –lo arrinconó por fin–. ¿Cómo se siente usted con el celibato sacerdotal?”. “Mira, hija –respondió ya harto el buen sacerdote–. Algunas noches al acostarme lo lamento. Pero en el día conozco mujeres como tú y lo agradezco de rodillas”.

El puercoespín se quejó con sus amigos: “Por dos años creí que me había casado con una esposa tan fría que jamás hacía un movimiento en el acto del amor. Un día me graduaron lentes y descubrí que me estaba follando a una biznaga”. (Nota: seguramente era una de ésas grandes y muy espinosas a las que en el norte llaman “asiento de suegra”).

El reo que fue ejecutado en la silla eléctrica llegó al infierno. Le indicó Satanás: “Siéntate mientras busco tu expediente”. “Gracias –contestó el individuo–. Vengo de estar sentado”.

En la merienda de los jueves las señoras criticaban a una que esa tarde no asistió. Dijo doña Chalina: “En su vida matrimonial Sumisia vive absolutamente dominada. No le dice que no en la cama a su marido ni siquiera después de haber ido con la peinadora”.

En Congolandia, un parque cercano a la Ciudad de México en el que andaban libres diversos animales de África, un avestruz y una cebra se asustaron al ver presencia humana. La cebra escapó a todo correr. El avestruz, en cambio, se mantuvo vigilante. Le preguntó después la cebra: “¿Por qué no metiste la cabeza en la tierra como hacen tus congéneres cuando están en riesgo?”. Respondió el avestruz: “Eso hacía en África. Pero aquí los hombres son muy aprovechados”.

Por estos días leo a Macrobio, escritor latino del Siglo 4 de nuestra era (perdón por incluirme entre los propietarios de esa era). Muy conocido en la Edad Media por su nombre de Ambrosio Teodosio, Macrobio fue prefecto en España y procónsul en África, donde quizá nació. A él debemos el aprecio a Virgilio y la gran difusión de la obra del mantuano a partir del medioevo. Ya cercana su muerte, Macrobio se convirtió al cristianismo. Años antes había publicado su obra Symposion Saturnalia, una deliciosa antología de textos sobre los más variados temas. Ignoro si de este libro hay traducción al español; yo la haría si tuviera tiempo y conocimientos  suficientes. Encuentro en el Symposion de Macrobio un picaresco relato que debe figurar entre los más antiguos chistes en los anales del humorismo universal, pues tiene aproximadamente mil 600 años de edad. Según esa narración la esposa de Agripa, Julia, engañaba a su marido con un variadísimo surtido de amadores. Sin embargo todos los hijos de la mujer —eran seis— se parecían a su marido, de modo que no cabía duda sobre su paternidad. Algunos amigos de Julia que conocían sus adulterios se admiraban por eso y le preguntaban cómo hacía para que sus hijos se parecieran a su esposo, teniendo tantos amantes: “... Ait: ‘Numquam enim nisi navi plena tollo vectorem’...”. Respondía: “Nunca tomo pasajeros sino cuando el barco está lleno”.

Al terminar el trance de amor Dulcibella, recelosa, le preguntó a su galán: “Dime, Pitorro: ¿no tienes la enfermedad venérea llamada herpes?”. (Eso debió preguntar antes de empezar el dicho trance). Respondió él: “Desde luego que no”. “Qué bueno —se tranquilizó Dulcibella—. Sería el colmo que me lo contagiaran dos veces en la misma semana”.

Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, visitaban el Museo de Antropología. El guiaba del grupo les informó: “Esta pieza de cerámica que ven ahora es un símbolo fálico”. La señorita Himenia se inclinó sobre su amiga y le dijo al oído: “Será símbolo de lo que sea, pero francamente a mí me parece otra cosa”.

Babalucas, el tonto mayor de la comarca, invitó a su novia Pirulina a salir esa noche. Cuando llegó por ella se encontró con que la muchacha tenía una fuerte laringitis, y no podía hablar. Le preguntó: “¿Qué quieres que hagamos?” —le pregunta. Ella tomó una libreta y dibujó una mesa y sobre ella un plato con viandas. “Ya entiendo” —dijo Babalucas. Y la llevó a un restorán. Al terminar la cena le preguntó: “Ahora ¿qué quieres que hagamos?”. Ella, en la servilleta, dibujó una copa. “Entiendo” –volvió a decir Babalucas. Y la lleva a un bar a tomar una copa. Le preguntó luego: “Y ahora ¿qué quieres que hagamos?”. Ella, con sonrisa insinuativa, dibujó una cama. “Entiendo —repitió el badulaque—. Pero creo que éstas no son horas de ir a ver muebles”.

¿Cuál es el mayor atractivo de los hombres? Desde el nacimiento hasta los 15 años, la inocencia. De los 15 a los 30, la apariencia. De los 30 a los 40, la experiencia. De los 40 a los 60, la solvencia. De los 60 a los 80, la paciencia. Y de los 80 en adelante la herencia.

“Tengo el honor de pedirle la mano de Rosilita. Nos vamos a casar”. El papá de la niñita sonrió cuando Pepito le hizo esa petición. “¿No crees –le dijo– que están muy pequeños para pensar en eso?”. Contestó el chiquillo: “Cuando hay amor la edad no importa. Ya creceremos”. “Y dime –siguió el juego el señor–. ¿Tienes con qué mantener a mi hija?”. Respondió el crío: “Mi papá me da 5 pesos de domingo. Con eso y con lo que le dé usted a Rosilita nos la podremos arreglar”. Opuso el señor: “¿Y si viene un hijo?”. “No creo que venga –aseguró Pepito–. Por lo menos hasta ahora hemos tenido suerte”.

En la noche de bodas el enamorado galán le dijo a su dulcinea: “¿De quién son esos ojitos preciosos?”. Respondió ella, mimosa: “Tuyos, mi vida”. “¿Y esa naricita respingona?”. “Tuya, mi cielo”. “¿Y esa boquita de coral?”. “Tuya, mi amor”. En el arrebato de la pasión siguió él: “¿Y verdad que esas pompis preciosas también son sólo mías?”. “Ay, Secundino –contestó la flamante desposada–. ¡No seas tan acaparador!”.

Dijo Babalucas: “Temo poner en riesgo mi matrimonio. Antes de cometer adulterio le pediré permiso a mi señora”. Uglicia no requirió la autorización de su marido para entrar en relación pecaminosa con un compadre de ambos. Corto de vista o largo en caridad debe haber sido el tal compadre, pues Uglicia era fea, feísima, tanto que su ángel de la guarda obtuvo permiso del Señor para trabajar con tapaojos como los que se ponen a los caballos a fin de que no se asusten. Pues bien: el esposo de Uglicia sorprendió a su mujer en consorcio de libídine con su amador. “¡Compadre! –exclamó lleno de asombro al ver al coime–. Yo debo hacer eso por obligación, pero ¿usted?”.

Don Pachucho había perdido los dientes delanteros, de modo que al hablar producía sonidos sibilantes. Alguien le sugirió: “Ponte una placa dental”. Contestó don Pachucho: “No hace flauta”.


Rondín # 16


La maestra le pidió a Pepito que dijera cómo se escribe la palabra “hacha”. Deletreó el chiquillo: “Hache de huevo. A de águila. Ce de casa. Hache del otro huevo”.

Don Algón, jefe de la oficina, pasó frente a la puerta del cuarto del archivo y escuchó risitas contenidas y luego los siguientes sonidos onomatopéyicos: “¡Aaaah! ¡Mpf! ¡Bffff! ¡Orgh!”. A tales ruidos siguieron expresiones de pasional amor como éstas: “¡Qué rico, papi!”; “¡Muévete, mamacita!” y “¡Dale, dale!”. El ejecutivo entró en el dicho cuarto y lo que vio lo dejó atónito. He aquí que su linda secretaria Rosibel y Pitonilo, el encargado del citado archivo, estaban entregados al más antiguo rito natural sobre la mesa de trabajo. El mancebo no advirtió la entrada de su jefe, pues se hallaba de espaldas a la puerta, pero si lo vio Rosibel, por más que estaba de espaldas en la mesa. Antes de que el señor pudiera articular palabra le dijo la muchacha: “Perdone, don Algón. Es la hora del coffee break, y ni a él ni a mí nos gusta el café”.

En el Motel Kamagua el galán le contó a su dulcinea: “Para evitar que adquiriera el vicio del cigarro mi padre me decía que si fumaba no me crecería el pizarrín”. Comentó ella: “Por lo que veo fumaste al menos dos cajetillas diarias”.

Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Fue invitado a una cena, y se vio en la precisión de llevar consigo a su mujer. Al final del ágape la anfitriona le comentó a la señora: “¡Qué cariñoso es su marido con usted! No pude menos que notar que a lo largo de la cena le estuvo besando la mano una y otra vez”. Explicó ella: “Es que no le pusieron servilleta”.

El joven Leovigildo casó con Flordelisia. Al regreso del viaje de bodas sus tías solteras le preguntaron llenas de ansiedad: “¿Ya vas a ser papá?”. Respondió con tristeza el desposado: “No. Y creo que tardaré bastante en serlo”. “¿Por qué?” –preguntaron a coro con inquietud las tías. Relató Leovigildo: “Después del baño Flordelisia se unta cremas y aceites para el cuerpo, y siempre me resbalo”.

Un amigo le comentó a Babalucas, preocupado: “El doctor dice que tengo gonorrea”. Preguntó el badulaque: “¿Pos qué comiste?”.

Ante el asombro de los asistentes a la función de circo la bella domadora se quitó la ropa y el feroz león le lamió, sumiso, el cuerpo. El director de pista se dirigió al público: “¿Alguien se atreve a hacer esta demostración?”. “Yo –se levantó un sujeto de la galería–. Pero primero saquen al león”.

El joven Pitorrango se inscribió en un club nudista. La primera vez que salió sin ropa sufrió grandes apuros, pues la vista de las guapas féminas que por ahí paseaban aireando sus muníficos encantos fue causa de que experimentara una visible conmoción en la entrepierna que mucho lo apenó. A fin de ocultar el motivo de su azoro se puso enfrente de la alusiva parte un libro abierto. Lo vio así una de las hermosas chicas y le preguntó con pícara sonrisa: “¿Cómo hiciste para enseñarla a leer?”.

“¡Miserable! ¡Bribón! ¡Ruin!... ¡Canalla! ¡Sinvergüenza! ¡Vil!... ¡Bellaco! ¡Pillo! ¡Malandrín!”. Todos esos epítetos interjectivos le enderezó doña Macalota a su esposo don Chinguetas cuando lo sorprendió en el lecho conyugal practicando el H. Ayuntamiento con una estupenda morenaza. Ni un candidato a la Presidencia le habría espetado tantos inris a su más acre enemigo en un debate electoral. “Pero, mujer –se defendió el casquivano señor–. Recuerda que cuando me jubilé tú misma me dijiste que me buscara un hobbie”.

“El Siniestro Barón de la Noche”. Así llamó el Times de Londres al asesino serial que apareció de pronto en la capital británica. Les descripciones que se tenían de él lo mostraban como un hombre de apariencia gentil y elegante –de ahí lo de barón– que llamaba a la puerta de las residencias ricas y estrangulaba sin más a la persona que abría. Una noche lord Highrump se hallaba en su biblioteca fumando su pipa de boj y leyendo el último libro de mister Bernard Shaw cuando sonó la campanilla de la puerta. El mayordomo James no estaba en casa –era el día que se emborrachaba–, de modo que milord fue a abrir. Quien había llamado era un individuo todo de negro hasta los pies vestido, con capa igualmente negra de amplios vuelos y guantes del mismo tono oscuro. Dijo el sujeto con ominoso acento: “Soy El Siniestro Barón de la Noche”. Lord Highrump echó mano a su cartera, le alargó una buena cantidad de billetes al sujeto y luego, volviéndose hacia el interior, gritó: “¡Vieja! ¡Aquí te buscan!”.

“Tú lo único que ves en mí es el tamaño de mis tetas”. Esa drástica reclamación le hizo Pechina, joven mujer de beneficiado busto, a su salaz novio Afrodisio. “No es cierto” –opuso él. “Sí lo es –reafirmó Pechina–. Y si no dime: ¿de qué color tengo los ojos?”. Arriesgó Afrodisio: “¿38 B?”.

Pepito le preguntó al padre Arsilio: “Señor cura: cuando un cura que cura cura a un cura que necesita cura, el cura a quien el cura cura ¿se cura de que el cura que lo cura sea buen cura?”. El buen sacerdote se rascó la cabeza y contestó: “Hijo: creo que esa pregunta es para el obispo”.

Aquellos esposos se divorciaron por incompatibilidad de caracteres. Ella era una mantequilla y él un hierro al rojo vivo. Pero la mantequilla estaba siempre fría y dura, y el hierro siempre estaba caliente y blando.

El doctor Ken Hosanna le informó al paciente después de practicarle una serie de exámenes: “No tiene usted nada. Lo que pasa es que está crudo”. “¿De veras, doctor?” –inquirió con ansiedad el hombre. “De veras” –aseguró el facultativo. “¡Bendito sea el Señor! –exultó el tipo–. ¡Pensé que me había dado embolia, polio, infarto al miocardio, pérdida de la visión, dislalia, desprendimiento de vejiga, esofagitis, hidrofobia, cefalalgia, meningitis cerebro espinal, lepra, viruela negra, peste, fiebre amarilla y hasta amenorrea!”.

La esposa de Libidio, hombre en permanente rijo erótico, acababa de dar a luz. En la habitación del hospital el verriondo tipo le preguntó al obstetra: “¿Cuándo podré volver a tener actividad sexual con mi mujer?”. “¡Por favor, doctor! –clamó llena de angustia la señora–. ¡Dígale que por lo menos espere a que salga usted del cuarto!”.

Don Pachucho le dijo con tono evocador a su mujer, doña Pasita: “¿Recuerdas, viejita, que cuando nos casamos me dijiste que tenía yo muchos defectos, pero que algún día me ibas a cambiar? Pues creo que ha llegado el momento. Acabo de hacerme pipí en los pantalones”.

Firulito, muchacho adolescente, le informó a su papá: “Saqué 9 sobre 10 en el examen”. “¡Fantástico!” –se alegró el progenitor. “De alcoholímetro”, completó el crío.

En el campo nudista le dijo el nuevo socio a la hermosa chica: “Estoy emocionado al verte”. Replicó ella: “Sí. Ya me di cuenta”.

La curvilínea paciente le preguntó al especialista en temas de sexualidad: “¿Cuál es la mejor hora para el sexo?”. “Entre 12 y una de la tarde –le informó el consejero–. Es la hora en que mi recepcionista sale a comer”.

Chonchita, muchacha algo robusta, declaró: “Tengo este cuerpo porno. Por no hacer dieta, por no hacer ejercicio…”.


Rondín # 17


Ella y él se conocieron en el club de radioaficionados. Su trato los llevó pronto a entablar una relación que nada tenía que ver con su afición. Acabado el primer trance ella le dijo a él, decepcionada: “No sabía que eres de onda corta”. “No lo soy –se defendió él–. Lo que sucede es que tú eres de banda ancha”.

Una linda chica le contó a su amiga: “Juré no hacer el amor hasta encontrar al hombre perfecto”. “Te felicito –se conmovió la amiga–. ¡Qué hermosa decisión!”. “Así lo creo –continuó la chica–. Pero a mi esposo no le ha gustado nada”.

Un sujeto llegó a la farmacia y le preguntó al encargado si tenía condones. “Claro que sí –respondió el farmacéutico–. Los tenemos en paquetes individual destinado a los muchachos: uno para el sábado. Los hay también para hombres jóvenes. Vienen en paquetes de tres: uno para el martes, otro para el jueves y otro para el sábado. Y los tenemos para casados. Ésos vienen en paquetes de 12”. El cliente se asombró: “¿12 condones para los casados?”. “Sí –confirmó el de la farmacia–. Uno para enero; otro para febrero; otro para marzo…”.

¿Qué sucede si un adolescente se toma por equivocación dos pastillas de viagra? Le pasa lo que al joven Manulito, que fue llevado al hospital con quemaduras de segundo grado en la entrepierna causadas por excesivo frotamiento.

¿Qué le dijo una pierna de vedette a la otra? “Si nos separáramos podríamos hacer mucho dinero entre las dos”.

Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión vio la película “Fuego de juventud”, y su sola presencia en la sala cinematográfica bastó para marchitar la juventud y apagar el fuego. Pues bien: don Frustracio, el marido de la gélida señora, le comentó a un amigo: “Creo que mi esposa está empezando a darle un poco de importancia al sexo”. Preguntó el otro: “¿Por qué lo piensas?”. Explicó don Frustracio: “La otra noche le estaba haciendo el amor cuando sonó el teléfono. Quien llamaba era una amiga de Frigidia. Se pusieron las dos a platicar mientras yo seguía haciendo lo que estaba haciendo. A los 15 minutos mi mujer le dijo a su amiga: ‘Y ahora discúlpame. Debo colgar porque estoy algo ocupada’”.

Reaparece aquí el desgraciadísimo Capronio. Le dijo a su esposa: “Cuando yo era joven me prometí a mí mismo que no me casaría sino hasta hallar una mujer que fuera hermosa, inteligente, culta, amorosa y comprensiva”. Preguntó emocionada la señora: “¿Y yo fui esa mujer?”. Respondió Capronio: “No. Me cansé de esperar”. (Maldito. Merece que “El Bronco” le moche algo).

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, sospechó que su marido la engañaba. Contrató a un detective para que lo siguiera. Al día siguiente el investigador rindió su informe: “El señor fue anoche a un bar de mala muerte, y luego a un motel de segunda”. Inquirió doña Panoplia: “¿Por qué fue a esos lugares?”. Contestó el detective: “La estaba siguiendo a usted”.

“Me acuso, padre, de que anoche le hice el amor dos veces seguidas a una mujer”. Eso le dijo en el confesonario don Panino, señor de edad madura, al padre Arsilio. Preguntó el sacerdote: “Esa mujer ¿es célibe o casada?”. “Es casada, señor cura –contestó el penitente–. Se trata de mi esposa”. “¿Tu esposa? –se asombró el confesor–. Si es tu esposa no cometiste ningún pecado al hacerle el amor”. “Ya lo sé, padre –replicó don Panino–. Pero fueron dos veces seguidas. ¡A alguien se lo tenía que contar!”.

Babalucas llamó por teléfono a la estación de bomberos. “¡Vengan rápido! –clamó desesperado–. ¡Mi casa se está incendiando!”. Inquirió el oficial de guardia: “¿Cómo llegamos ahí?”. Respondió el badulaque: “Vénganse en el camionsote rojo ese que tienen”.

Don Chinguetas estaba avergonzado. En un rapto de celos le había dicho a su esposa Macalota que era una mujer coqueta, casquivana, frívola y ligera. Se lo dijo porque en el restorán la sorprendió cambiando miradas y sonrisas con un hombre que tenía cierto parecido con Baruch Spinoza. A la señora le dolió esa acusación, y ya no pidió los dos postres que pedía siempre, sino solamente uno. Esa noche don Chinguetas le llevó serenata con mariachi a fin de buscar la reconciliación. Hizo que el conjunto –“Los Pavos Reales del Cerro”– le cantaran “Perdón”, de Pedro Flores, y “Cómo han pasado los años”, de Roberto Livi. En seguida, viendo que a su esposa le estaban agradando las canciones, le preguntó, solícito: “¿Cuál quieres?”. Contestó al punto doña Macalota: “El del tololoche”.

Bitu Minoso, karateca de la localidad, ganó el boleto para participar en el Campeonato Mundial de Karate a celebrarse en Santiago de Chile. Orgulloso y feliz le comunicó a su esposa: “Voy a ir al Mundial de Chile”. Opinó el punto la señora: “Vas a perder”.

La maestra le preguntó a Pepito: “¿Cómo se llaman los habitantes de Francia?”.  Pepito se preocupó: “¿Todos?”.

Tres parejas de casados llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro llamó a la primera pareja y le preguntó a la esposa: “¿Cómo se llama tu marido?”. Contestó la mujer: “Apolodoro”. “Oro –dijo el portero celestial–. Han de ser ustedes unos ambiciosos. No pueden entrar”. Llamó a la segunda pareja y le preguntó a la mujer: “Y tu marido ¿cómo se llama?”. “Etelvino”. “Vino –repitió el apóstol de la llaves–. Seguramente son ustedes unos intemperantes. Tampoco entrarán al Cielo”. En eso la tercera esposa se inclinó hacia su marido y le dijo en voz baja: “Creo que debemos perder toda esperanza, Agapito”.

Doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, ilustre dama encargada por propia designación de cuidar que no sufra desdoro la moral, asistió a una conferencia sobre temas de justicia. A ella le interesaba sobre todo la divina, pero la humana no la dejaba del todo indiferente. Declaró el conferencista: “El proceso debe ser oral y público”. “¡Ah no, señor! –protestó con vehemencia la señora al tiempo que se ponía en pie–. ¡Ni en privado debe ser oral, y menos aún en público! Eso, a más de ser extremadamente inmoral, sería del peor gusto, y causaría trastornos considerables en la circulación de peatones y vehículos”. “No entiendo, señora –se desconcertó el conferenciante–. ¿En qué forma el proceso oral y público provocaría trastornos en la circulación?”. “Ah, proceso –se tranquilizó doña Panoplia–. Perdone usted: yo oí ‘sexo oral y público’”.

Don Chinguetas pasó sin darse cuenta de la edad de la pasión a la edad de la pensión. Quiero decir que se vio en el trance de retirarse de su trabajo. Eso es extraño si se considera que muy pocas veces se acercó a él. El caso es que andaba preocupado, pues pensaba que la pensión que recibiría sería insuficiente para mantener su tren de vida, el cual era Pullman, vale decir de cierto lujo. Su esposa, doña Macalota, lo tranquilizó. Le dijo: “A fin de ver por nuestro bienestar en la vejez puse en práctica un método de ahorro: desde el día en que nos casamos cada vez que me hacías el amor apartaba una pequeña cantidad del gasto y la guardaba. Con esas sumas, más el interés que han producido en el banco, se formó un buen capital que nos pone al amparo de cualquier contingencia que se presente en nuestra ancianidad, incluidas las turbulencias financieras que pudiera traer consigo la llegada de López Obrador a la máxima magistratura”. “¡Caramba! –exclamó don Chinguetas con admiración–. ¡De haber sabido que estabas haciendo eso habría hecho todos mis depósitos contigo!”.

“Toma este dinero, muchacha, y gástalo bien”. Don Periclo, diputado al Congreso de la Unión por el Partido de la Moral y la Familia, le alargó con ademán munificente dos billetes de 500 pesos a la linda chica con la que acababa de tener un episodio erótico en la habitación 305 del Motel Kamagua. "Gracias, señor -dijo ella al tiempo que le devolvía el dinero-. Cobro nada más 50 pesos". "¿50 pesos? -se asombró el legislador-. ¿Y cobrando eso puedes vivir?". "Bueno -explicó la linda suripanta con una sonrisa-. También hago un poquito de chantaje”.

Malverda, hija de don Hamponio, el narco de la esquina, contrajo matrimonio. De regalo de bodas su padre le dio un rifle AK-47. La esposa de don Hamponio se escandalizó. “¿Cómo le haces un regalo así a tu hija?”. “Supongamos -replicó don Hamponio- que Malverdita llega a su casa y encuentra a su marido en la cama con una mujer. ¿Qué quieres que haga? Preguntarles: 'Perdón, ¿cuánto les falta?'”.

Rosibel, la secretaria de don Algón, le confesó a su jefe que sentía por él una atracción muy grande. El ejecutivo la tomó por los hombros y le dijo con solemne acento: “Tú sabes que soy hombre casado. ¿Te gustaría que nos viéramos a escondidas en bares de mala muerte; que nos hiciéramos el amor en parajes alejados de la ciudad, en el asiento de atrás de mi automóvil, o que tuviéramos encuentros clandestinos un vez a la semana en moteles baratos de las afueras?”. “No, no me gustaría eso” -se avergonzó la chica. “Lástima - suspiró pesaroso Don Algón-. ¡Habría sido tan bonito!”.

Un turista suizo no podía hallar su hotel en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Detuvo a dos sujetos que pasaban y les pidió ayuda en alemán. No le entendieron. Les habló en italiano. Tampoco obtuvo respuesta. Se dirigió a ellos en francés. Empeño vano. Intentó la comunicación en inglés. El resultado fue el mismo. Se alejó meneando la cabeza. Uno de los tipos le dijo a su compañero: "Creo que deberíamos aprender un segundo idioma". "¿Para qué? -respondió con displicencia el otro-. Ese pendejo habla cuatro, y anda perdido".


Rondín # 18


Libidiano le dijo a Susiflor: “No puedo casarme contigo. Somos muy distintos”. Repuso ella: “Precisamente por eso debes casarte conmigo; porque somos muy distintos. Yo estoy embarazada y tú no”.

K-Gliostro, famoso hipnotizador, presentaba su espectáculo en un teatro. Hizo subir al escenario a un hombre del público y lo sumió en un profundo sueño. Le dijo: “Está usted en una fiesta y va a beber una copa de champaña”. El tipo hizo el ademán de llevarse la copa a los labios. “¡Despierte!” -lo sacó del sueño el hipnotizador ante las risas de la concurrencia. El magnetizador llamó a otro sujeto y también lo hipnotizó. “Está usted en una playa con un hermosa chica. Se recuestan los dos sobre la arena. La toma usted en sus brazos y...”. Suplicó, ansioso, el hipnotizado: “¡No me vaya a despertar, por favor!”.

Dos socios del club nudista vieron pasar a una hermosa socia. Le dijo uno al otro: “¡Mira nomás qué mujer! ¡Imagínatela vestida!”.

La mamá de Dulciflor le preguntó: “Ese nuevo novio que traes ¿es hombre formal?”. “Y mucho, mami -respondió la chica-. No solo tiene dos títulos universitarios y un empleo bien remunerado: además es casado y padre de cinco hijos”.

Eran las 3 de la mañana, hacía un frío polar y llovía a cántaros. El encargado de la tienda de la esquina se sorprendió al ver a don Martiriano llegar por un café, y más porque sabía que el señor no tomaba café nunca. Le preguntó: "¿Es para su esposa?". "¡Claro que es para mi esposa! -bufó don Martiriano-. ¿Acaso crees que mi santa madre me iba a mandar por un café en una noche como ésta?".

Don Magnacio, empresario con ideas modernas, era vehemente defensor del mercado libre. Un día llegó a su casa antes de lo esperado y sorprendió a su esposa en brazos de un desconocido. La señora no se turbó al verlo. Antes bien le dijo muy orgullosa: "¡Alégrate, Magnacio! ¡Ya estoy yo también en el libre mercado!".

Quien tenga escrúpulos morales no debe leer el cuento que cierra hoy el telón de esta columnejilla. Lo leyó doña Tebaida Tridua, Presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y sufrió un repentino accidente de pénfigo: le salieron ampollas en la región glútea, y es fecha que no puede sentarse. La ilustre dama se ve en la penosa necesidad de dormir en decúbito prono, vale decir bocabajo. He aquí el citado chascarrillo. Las personas con criterio estricto harán muy bien en no posar en él los ojos. Un individuo se divorció de su mujer, y poco tiempo después se topó en la calle con el hombre que se casó con ella. Le preguntó, burlesco: "¿Qué se siente ocupar un departamento que ya antes fue ocupado?". "No se siente nada -repuso el otro-, sobre todo tomando en cuenta que sólo dos pulgadas habían sido ocupadas, y todo lo demás estaba sin estrenar".

Pepito tenía 3 añitos, y un día se observó su pipicita. Le preguntó a su mamá: “¿Esto es mi cerebro?”. Respondió la señora: “Todavía no”.

Narciciano era un hombre vanidoso, pagado de sí mismo, presuntuoso, fatuo, alabancioso, petulante, orgulloso y fanfarrón. Estuvo con Florilí en el cuarto 110 del Motel Kamagua, y al terminar el consabido trance le hizo una pregunta: “¿Te gustó?”. Contestó ella lo que en automático responden todas las mujeres cuando el inseguro varón les pregunta eso: “Sí”. Narciciano la amonestó, severo: “¿Y qué dice en estos casos una niña bien educada?”. (¡El majadero quería que la muchacha le diera las gracias! ¡Habrase visto mayor necio!).

Don Mercuriano, comerciante, tenía ya 97 años de edad, y se enteró de que su nieto Pitorro iba a viajar a cierto país de Oriente. Le preguntó: “¿A qué diablos vas tan lejos?”. Explicó el muchacho: “En ese país puede uno comprarse una odalisca por 50 dólares. Voy a traerme una”. “¡Tráeme otra a mí!” –pidió con ansiedad don Mercuriano–. “Pero, abuelo –sonrió Pitorro–. A su edad ¿para qué quiere usted una odalisca?”. Declaró el veterano comerciante: “¡Pa’ revenderla, pendejo!”.

En la merienda de los jueves manifestó doña Chalina: “Todos los hombres son iguales”. “No es así –objetó doña Facilda–. Yo he conocido muchos, y puedo asegurarles que unos tiene la igualdad más grande que otros”.

Don Sufricio, el oprimido esposo de doña Gorgona, advirtió que su mujer se había domido bocabajo, de modo que a la vista y sin protección alguna estaba su inmensurable nalgatorio. Tomó la tabla de planchar y con ella le dio un sonoro golpe a su mujer en la antedicha parte. Así se cobraba los desprecios, ofensas y maltratos de que ella lo había hecho víctima a lo largo –y ancho- de 25 años de matrimonio. Al sentir el tablazo doña Gorgona lanzó un tremendo ululato de dolor. Vio a su marido todavía con el cuerpo del delito en la mano y se lanzó hacia él con ánimo vindicativo. Pero si algo había aprendido don Sufricio era a ponerse a salvo de las iras de su cónyuge, de modo que salió a toda carrera de la casa. La señora puso una denuncia por lesiones en contra de su esposo, ya que las pompas le habían quedado coloradas, según mostró a la autoridad. Bien pronto la policía detuvo a don Sufricio y lo puso a disposición del juez de lo familiar. El juzgador reprendió al acusado: “Hizo usted muy mal en pegarle a su mujer con esa tabla. Pudo haber roto la tabla. Además existe el agravante de que la golpeó estando ella dormida. Pagará una multa de mil pesos”. “Señor juez –dijo don Sufricio–, le doy 2 mil si se atreve usted a pegarle estando ella despierta”.

Don Leovigildo Patané perdió su empleo con motivo de las medidas arancelarias puestas en vigor por Trump. Se llenó de angustia, pues junto con su esposa vivía de su sueldo, y ya no lo iba a percibir. La señora lo tranquilizó: “No te preocupes. Yo trabajaré para mantenernos”. “¿Y en qué trabajarás? –le preguntó don Leovigildo–. Lo único que sabes hacer es ya sabes qué”. “Eso precisamente haré –declaró ella–. Saldré a la calle a ofrecerme a la lascivia de los hombres. Todavía tengo pedacitos buenos”. Al principio don Leovigildo puso reparos a ese plan, pero la situación era tan grave que accedió por fin a que su esposa lo pusiera en práctica. Salió ella, en efecto, aquella noche. Regresó en horas de la madrugada hecha polvo. Traía mil 100 pesos. Le preguntó don Leovigildo: “Esos 100 pesos ¿fueron de propina?”. Respondió ella, exhausta: “No. Fue lo que me pagó cada uno de los 11 clientes”.

“He descubierto que mi mujer finge sus orgasmos”. Esa tonante declaración hizo don Cornulio en la oficina. Uno de sus compañeros le preguntó: “¿Cómo lo sabes?”. “Bueno –razonó él–. Al menos eso dicen los que la conocen”.

“¡En pie, hijos de mala madre!”. El estentóreo grito del sargento hizo que todos los reclutas abandonaran al punto sus literas y se formaran ordenadamente. Uno de ellos, sin embargo, permaneció acostado. El ceñudo mílite fue hacia él, amenazante. Le dijo el recluta: “Había muchos, ¿no es cierto, mi sargento?”.

Un agente de medicinas entró en “El columpio del amor”. Así se llama el lupanar regentado por doña Madorota. La añosa daifa le ofreció los servicios de Thaisia, su pupila más de moda, conocida en los ambientes de rompe y rasga con el inédito título de “La mulata de fuego”. Le informó la madama al visitante: “Una hora con ella cuesta 5 mil pesos”. La cara que puso el presunto cliente hizo ver a la madama que debía ofrecerle algo de mayor accesibilidad. “Tengo también a Mesalinia –le dijo–. Por 3 mil pesos podrá usted disfrutar sus múltiples habilidades”. El agente volvió a guardar silencio, cosa que doña Madorota interpretó como seña indudable de crisis financiera. “Igualmente está Frinesia –manifestó con tono ya menos obsequioso–. Su arancel es de sólo mil pesos”. El agente de medicinas inquirió, humilde: “¿No tiene un producto genérico o similar más económico?”.

En el Gentleman’s Club de Londres lord Highrump les contó a sus amigos: “Anoche hice el amor con una mujer lasciva, lujuriosa, ardiente, apasionada, voluptuosa, lúbrica y sensual”. “¿Ah sí? –preguntó, flemático, uno de los lores–. Y ¿de dónde vino esa extranjera?”.

En el Coliseo de Roma el guía condujo al grupo de turistas a una siniestra ergástula. “Aquí –les dijo con dramático acento– se vestían los mártires cristianos antes de salir a la arena para ser devorados por los leones”. “Perdone usted –preguntó muy interesada una de las turistas: “¿Cómo se vestían?”. “Señora –contestó el cicerone–, supongo que muy despacio”.

En el Tibet el sapiente lama le dijo a su joven discípulo norteamericano: “Yo te revelaré el último secreto de la vida, y a cambio tú me configurarás mi tablet”.

“Deme 100 pesos para un café” –le pidió el pordiosero a don Algón–. El ejecutivo se atufó: “Un café en restorán cuesta a lo más 40 pesos”. Repuso el pedigüeño: “Me gusta dejar una buena propina”.


Rondín # 19


En medio de la noche don Chinguetas lanzó un horrible grito que despertó a su esposa, doña Macalota. Preguntó la mujer, sobresaltada: “¿Qué te pasa?”. Respondió don Chinguetas con temblorosa voz: “Tuve una pesadilla espantosísima. Soñé que una preciosa hurí, una bella odalisca y tú se estaban peleando por mí”. Preguntó doña Macalota: “Y ¿dónde está la pesadilla?”. Gimió don Chinguetas: “¡Tú ibas ganando!”.

Don Poseidón, ranchero acomodado, hizo un viaje a la Capital. Iba nervioso, pues le habían dicho que el Metro estaba lleno de rateros tan hábiles que podían sacarle los calcetines sin quitarle los zapatos. Así, cuando subió al Metro lo hizo apretando su cartera en el bolsillo y cuidándose de todos y de todo. Llegó a su destino, y se alegró al ver que aún llevaba consigo todas sus pertenencias: cartera, paliacate, peine, reloj, pluma atómica y libreta donde llevaba anotada la dirección de un sastre al que encargaría la confección de un traje de casimir, pues pronto iba a pedir la mano de la novia de su hijo Bucolito, y necesitaba presentarse bien, pues los papás de la muchacha eran de acomodada condición y no debía desmerecer ante ellos. Llegó pues al taller del susodicho sastre. Éste le mostró varias telas, y don Poseidón escogió una de tono gris muy serio. El cortador procedió entonces a tomarle las medidas necesarias. Le midió la cintura, el pecho, los hombros y los brazos, y luego tomó la medida para las perneras del pantalón, a cuyo efecto le puso la cinta de medir en la entrepierna. Le dictó a su ayudante: “Ciento uno”. “¿Uno nada más? —se espantó don Poseidón—. ¡Ya sabía yo que algo me iban a robar!”.

Don Moneto, rico señor, paseó la vista por la mesa donde iba a cenar con su esposa, sus hijas e hijos, sus yernos y sus nueras. “Ni un solo nieto –dijo con tristeza-. Gustosamente daré un millón de pesos a la primera pareja que me traiga un nieto. Y ahora demos gracias a Dios por los alimentos que vamos a recibir”. Cerró los ojos y dijo la oración. Cuando los abrió vio con sorpresa que la única que había quedado en la mesa era su esposa.

Viene ahora un cuento que no aprobaría la señora Vanderbilt, árbitra de las buenas maneras. En el baño del restorán un tipo le dijo a otro: “Envidio mucho a mi primo Pitorrón. Necesita cuatro dedos para sostener la parte que en estas ocasiones se debe sostener”. Hizo notar el otro: “Tú la estás sosteniendo también con cuatro dedos”. “Sí –admitió el tipo-. Pero me estoy mojando tres”.

Don Chinguetas contemplaba golosamente los ubérrimos tetámenes de las hermosas chicas que estaban en la fiesta; sus apetecibles grupas; sus bien torneadas piernas. La señora que estaba junto a él le reprochó, severa, esas miradas resbalosas. Don Chinguetas se defendió: “A mi esposa no le interesa saber dónde se me abre el apetito con tal de que coma en la casa”.

Un sacerdote católico, un pastor evangélico y un rabino salieron de excursión al campo. A mediodía les apretó el calor, de modo que se alegraron al ver un arroyuelo de frescas y transparentes aguas que los invitaba a entrar en ellas. Se despojaron de sus vestimentas y se dispusieron a gozar las linfas. En eso aparecieron unas señoras que caminaban por ahí. Apresuradamente el sacerdote y el pastor se cubrieron con las manos las partes pudendas. El rabino, en cambio, se tapó el rostro. Una vez que las mujeres se hubieron retirado el cura y el ministro le preguntaron al rabino por qué no se había cubierto aquellas partes, y en vez de hacer eso se había tapado el rostro. “No sé a ustedes —explicó el rabino—, pero a mí en mi comunidad  me conocen por la cara”.

La señorita Peripalda iba en el camión. Subió un borracho y se sentó junto a ella. “Hermano –le dijo con severidad la piadosa catequista-, va usted derecho al infierno”. “¡Uta! –exclamó el temulento poniéndose en pie-. ¡Me equivoqué de autobús!”.

La joven mujer le preguntó al hombre que la veía desde su escritorio: “El anuncio solicitaba chicas sexy. ¿Soy yo sexy?”. “Ciertamente” –respondió el tipo. La muchacha procedió a quitarse la blusa y el brassiére, e inquirió luego al tiempo que enhestaba su doble atractivo: “¿Soy suficientemente sexy?”. “Bastante” –contestó el sujeto. En seguida la bella mujer se despojó de su falda y de la mínima prenda que cubría apenas sus últimos encantos. “Dígame —pidió dándose una vuelta para mostrarse en toda su magnificente plenitud—: ¿de verdad soy sexy?”. Replicó el otro después de mirarla con delectación: “Es usted la mujer más sexy que en mi vida he visto. Ahora, por favor, póngase los lentes”. Preguntó la muchacha: “¿Con ellos me veré más sexy?”. “No —respondió el tipo—, pero podrá ver mejor el anuncio de la puerta. Éste es mi despacho de contador. La agencia de modelos está al lado”.

El joven Leovigildo anhelaba saborear las caricias de la linda Dulcibel, pero era tímido y no se atrevía a tomar la iniciativa. Cierto día, sin embargo, leyó un libro de superación personal cuyo autor exhortaba a sus lectores a ser águila y no gallina y a repetir 100 veces todas las mañanas frente al espejo del baño: “Soy un triunfador; soy un triunfador…”. Esa noche, pues, al dejar en su casa a la muchacha la abrazó por vez primera. Ella no opuso resistencia. Entonces Leovigildo dio el siguiente paso: la besó. Dulcibel correspondió al beso. Animado por tal correspondencia el galán tomó la mano de la chica y la puso en su entrepierna. Eso indignó a la chica. “¡Eres un grosero! –le dijo–. Sólo tengo una palabras para ti: ¡lárgate!”. Replicó Leovigildo: “Yo también tengo una sola palabra para ti”. Preguntó, recelosa, Dulcibel: “¿Cuál es?”. Le dijo Leovigildo: “Suéltame”.

Doña Pasita iba muy despacio por la carretera, y la detuvo un patrullero. “Va usted manejando a 20 kilómetros por hora –le dijo–. Eso es muy peligroso”. “Discúlpeme, oficial –se apenó doña Pasita–. Es que llevo prisa”.

Según las estadísticas hay muchas más viudas que viudos, tantas que a cada hombre de 80 años le tocan 10 mujeres. Lástima que sea tan tarde.

Una mujer de 60 años experimentó ciertos síntomas que la preocuparon: náuseas mañaneras, mareos súbitos, antojos. Acudió a la consulta de su médico y éste, después de los exámenes correspondientes, le dio la increíble noticia: “Está usted embarazada”. Hecha una furia la mujer tomó el teléfono y llamó a su marido: “¡Desgraciado! ¡Me embarazaste!”. Respondió el hombre: “Perdón ¿quién habla?”.

Noche de bodas. El novio era varón piadoso, rezandero, y esperaba que su mujercita lo fuera también. Cuando salió del baño, sin embargo, la vio tendida en el lecho, desnuda, en actitud voluptuosa de odalisca. “¡Qué es esto, Cleopatrina! –profirió azorado–. ¡Yo esperaba encontrarte de rodillas!”. Respondió ella: “Está bien, si insistes. Pero quiero que sepas que eso siempre me produce hipo”.

La joven esposa le dijo al juez de lo familiar: “Quiero divorciarme de mi marido”. Inquirió el juzgador: “¿Cuál es la causa?”. Respondió la muchacha: “Sospecho que me ha sido infiel”. Preguntó de nueva cuenta su señoría: “¿Qué la hace pensar eso?”. Explicó la demandante: “Por principio de cuentas él no es el padre de mis hijos”.

Sor Bette, religiosa de la Orden de la Reverberación, llegó a su convento despeinada, con los hábitos en desorden y luciendo una sonrisa de felicidad. Sor Dina, la madre superiora, se azoró. “¿Por qué viene así, hermana?”. Dijo sor Bette: “¡Qué buenos reflejos tiene ese taxista!”. “No comprendo –se desconcertó la superiora–. ¿A qué viene eso del taxista?  Explíqueme más bien lo concerniente al desarreglo de sus hábitos; lo de su cabellera alborotada; lo de esa sonrisa pecaminosa. ¿Qué importan los reflejos del taxista?”. Explicó sor Bette: “Déjeme contarle, reverenda madre. Venía yo en taxi al convento cuando por una calle empinada se precipitó sobre nosotros un enorme camión que al parecer no traía frenos. De seguro nos iba a aplastar. En mi desesperación le grité al hombre del taxi: ‘¡Si nos salva, faltaré con usted a mi voto de virginidad perpetua!’. Madre: ¡qué buenos reflejos tiene ese taxista!”.

Babalucas le dijo con anheloso acento a su dulcinea: “¡Es que hoy quiero hacerlo con la luz encendida!”. Respondió, tajante, la muchacha: “Ya cállate y cierra la puerta del coche”.

Viene a continuación un chiste cruel, especie de humor negro que raramente sale aquí. Las personas que no gusten de leer chistes crueles deben saltarse al siguiente cuento… Desde el piso 90 del edificio un pobre individuo se arrojó al vacío. El trágico suceso hizo que se reuniera una pequeña multitud. Llegó un oficial de policía y se percató de que el suicida sostenía un papel en su crispada mano. Era, sin duda, su mensaje de despedida. Lo leyó. Decía: “No se culpe a nadie de mi muerte. Me voy de este mundo porque estoy en la más espantosa miseria. Hace tres días que no pruebo alimento, y ya no resisto más. ¡Hasta nunca!”. El policía suspiró con tristeza y luego le comentó a la gente: “¡Pobre hombre! Tenía hambre y quiso darse un banquetazo”.

En la fiesta de la oficina uno de los empleados se inclinó sobre su compañera y sonriendo aviesamente le dijo algo al oído. “¡Estás loco! –se indignó la chica–. ¿Cómo piensas que podría yo incurrir en semejante práctica sexual?”. Se interrumpió la muchacha, se quedó pensando, preocupada, y luego añadió mirando al tipo con ojos de sospecha: “No habrás leído mi diario, ¿eh?”.

En la merienda de los jueves la esposa de don Languidio comentó: “Mi marido se parece a los gallos viejos”. Preguntó una de las señoras: “¿Cómo son los gallos viejos?”. Respondió la mujer: “Nada más se les suben a las gallinas para que los carguen un ratito”.

Afrodisio Pitongo le dijo un piropo de color subido a cierta comadre suya muy atractiva que se hallaba en estado de buena esperanza, o sea embarazada. “Comadre –le dijo con tono intencionado–. Me gusta mucho su cuartito. Cuando se desocupe,  ¿me lo puede prestar?”. “Claro que sí, compadre –respondió la señora de buen grado–. Le diré a mi marido que de una vez le ponga la llave en la mano”.


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