sábado, 20 de julio de 2019

En un día como hoy, hace 50 años



Este sábado –a las 21:56 horas en el tiempo del centro de México, para ser exactos– se cumplen 50 años de que el astronauta Neil Armstrong descendió de su módulo lunar y pronunció unas palabras que quedarán para siempre grabadas en la memoria colectiva de muchas generaciones, hayan presenciado o no el acontecimiento en vivo. “Es un pequeño paso para un hombre, pero un salto gigantesco para la humanidad”, debe ser la cita con más alusiones de todos los tiempos. En todo caso, nunca falta en los compendios de frases memorables.

Ha transcurrido exactamente medio siglo desde la fecha en la cual el hombre, en una carrera espacial que distinguió lo más álgido en la competencia en materia de tecnología durante la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, llegó y pisó por vez primera un suelo diferente del suelo en el que la descendencia de Adán había crecido. Antes de ello, la Unión Soviética ya había logrado poner exitosamente en órbita el primer satélite espacial creado por el hombre, el Sputnik I, y también ya había tomado otra delantera de poner en órbita al primer astronauta, Yuri Gagarin, nada de lo cual había logrado todavía Estados Unidos de Norteamérica pese a su poderío económico e industrial. El lanzamiento de Yuri Gagarin al espacio fue coronado por otro triunfo de la era espacial, al convertirse Valentina Tereshkova en la primera mujer astronauta. La primera mujer en llegar al espacio se convirtió en un símbolo importante de la importancia que se daba bajo el sistema comunista a la igualdad de los derechos de la mujer. Poco después la Unión Soviética logró otro triunfo cuando Alekséi Leónov se convirtió en el primer ser humano astronauta en salir fuera de la cápsula de lanzamiento dando un paseo espacial. Todo ello sin ninguna ayuda tecnológica de Estados Unidos. Demasiados triunfos y demasiadas humillaciones para el orgullo norteamericano.

Habiendo demostrado la Unión Soviética, con su sistema de gobierno basado en el modelo económico comunista y un gobierno centralista, que llevaba la indiscutible delantera tecnológica sobre un Estados Unidos basado en el modelo capitalista, la superioridad de la U.R.S.S. sobre Estados Unidos le estaba dando al comunismo una incuestionable ventaja propagandística. El programa espacial de la Unión Soviética era el portaestandarte de los avances tecnológicos y científicos que se podían lograr bajo el comunismo, humillando y dejando atrás a Estados Unidos que se presumía como el campeón del capitalismo y del libre comercio.

El siguiente paso a lo ya logrado era la carrera hacia la Luna. Se consideraba que el primero que lograra enviar un hombre a la Luna y traerlo de vuelta con vida sería el que establecería el dominio mundial por el resto del siglo. Y fue así como inició la competencia por ver quién sería el primero en poner un hombre en la Luna. Era una competencia clara entre Estados Unidos y la Unión Soviética por la supremacía mundial, y no fue un mero capricho propagandístico del presidente John F. Kennedy en su ya famoso discurso el fijar como meta prioritaria para Estados Unidos el poner un hombre en la Luna. No era una simple cuestión de orgullo nacional, ultimadamente se trataba de una cuestión de supervivencia a largo plazo que se estaba transfiriendo a otras áreas importantes. Los soviéticos ya habían demostrado la capacidad de colocar bombas atómicas en cohetes balísticos intercontinentales de gran alcance con los cuales podían pulverizar a Estados Unidos convirtiéndolo en ruinas, y la sociedad norteamericana estaba en modo de pánico ante la indiscutible superioridad militar soviética derivada en buena parte de su liderazgo en su programa espacial.

Para lograr tal hazaña de poner un hombre en la Luna y así poder tomar el liderazgo tecnológico que ello significaría, Estados Unidos se había confiado en que contaba ya con un enjambre de varios de los mejores científicos alemanes en cuestión de cohetería que las fuerzas aliadas pudieron extraer de la Alemania Nazi en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, empezando con el más importante, el físico Wernher von Braun, todos ellos extraídos de la Alemania Nazi en una operación encubierta conocida como la Operación Clip de Papel. Pero no bastaba contar con todo este talento científico, se requerían miles de millones de dólares para financiar un proyecto de esta naturaleza. En esta ocasión, el presidente Kennedy no tuvo muchos problemas para que el Congreso financiara el proyecto dada la histeria anticomunista que inundaba a todo Estados Unidos ante la posibilidad de que la Unión Soviética fuera el primero en poner un hombre en la Luna quizá reclamando con ello la posesión del satélite natural de la Tierra. Una de las peores pesadillas de la clase política norteamericana de aquél entonces era la visión de un astronauta de la Unión Soviética clavando una bandera de la U.R.S.S. en la Luna reclamando la Conquista de la Luna y con ello el liderazgo en la Tierra del concierto de las naciones (nadie quiere seguir a un perdedor, todos quieren estar del lado del triunfador.) El efecto propagandístico a favor de la causa del comunismo internacional hubiera sido incalculable.

La idea de enviar un hombre a la Luna no era nueva al siglo XX. Ya anteriormente, desde los tiempos del escritor francés de ciencia ficción Jules Verne (un hombre demasiado avanzado para su época dirían algunos) se había explorado tal posibilidad a modo de sátira con sorprendentes coincidencias (la estimación que Jules Verne hizo de la duración del trayecto fue de 97 horas, que son 4 días y 1 hora. Un siglo y 4 años después, la NASA convirtió en realidad la ficción de Verne al realizar el primer viaje tripulado a la Luna que duró 4 días, lanzando el cohete principal Saturn V a una distancia muy cercana del punto en la Florida en donde Jules Verne había considerado como el lugar ideal para el lanzamiento de la nave.)

Eventualmente, tiempo después se supo que la Unión Soviética llegó a tener sus propios planes para poner un hombre en la Luna, tal y como los norteamericanos lo habían sospechado.

Hoy, a 50 años después, es legítimo formularnos la siguiente pregunta: ¿Qué hubiera pasado si México hubiera mantenido sus esfuerzos por contar con un programa espacial en aquellos años? Como toda pregunta hipotética, esta no tiene una respuesta cierta. Sin embargo, puede servir para imaginar un presente distinto al que hoy tenemos en México, que se caracteriza por una alta dependencia en tecnología. Pero vayamos a los hechos del programa lunar norteamericano.

En 1961 la NASA tenía apenas 15 minutos de experiencia en vuelos suborbitales en el histórico vuelo de Alan Shepard cuando el presidente John F. Kennedy lanzó el reto de enviar un hombre a la Luna y devolverlo sano y salvo a la Tierra antes del fin de la década.

Ese año la Unión Soviética llevaba la delantera en la carrera espacial con el primer satélite, el Sputnik, y el primer vuelo espacial tripulado, el de Yuri Gagarin.

John Tribe, uno de los primeros científicos especialistas en cohetes de Cabo Cañaveral, consideraba imposible cumplir el reto.

“Estábamos en el negocio de los cohetes y por entonces estábamos haciendo cosas raras y maravillosas. Pero sí, fue un anuncio increíble en ese momento” dijo. “Había que tener agallas.

Al proyecto Mercury de la NASA siguieron los vuelos Gemini con dos tripulantes. El programa Apolo de vuelos con tres tripulantes sufrió un terrible revés en 1967 con la muerte de tres astronautas en un incendio durante un ensayo en la plataforma de lanzamiento. Pero los trabajos continuaban sin descanso entre temores de que los soviéticos llegarían antes a la Luna.

Bill Waldron recuerda que en Cabo Cañaveral se trabajaba “siete días a la semana, 12 horas por día durante seis meses” en los módulos lunares. La presión en los días anteriores al vuelo era tan intensa que Collins tuvo tics en los dos ojos.

Tras varios éxitos (y fracasos) en el programa espacial de Estados Unidos, siempre en competencia con el programa espacial soviético,  la hora de la verdad llegó el 16 de julio de 1969 al amanecer del día del lanzamiento cuando fue lanzado Saturn V, el proyectil principal de la misión Apolo 11 llevando consigo al módulo lunar y a tres intrépidos astronautas que sabían que el más mínimo fallo podría dar al traste con la misión convirtiéndola en una misión suicida. Ese miércoles 16 de julio de 1969 fue un día de calor intenso, y alrededor de un millón de personas atestaban las playas y caminos de lo que entonces se llamaba Cabo Kennedy en honor al presidente. A las 9.32 hora local, el cohete Saturn V de 11 metros (363 pies) de altura se alzó con un rugido de la Plataforma 39A, transportando a los astronautas a su destino a 386 mil kilómetros (140 mil millas) del planeta.

Tras el despegue, conforme la nave se fue alejando de la Tierra todo se convirtió en una espera angustiosa. Fue en esos días en los que la importancia del evento trascendió de lo que había sido considerado una mera competencia entre dos superpotencias convirtiéndose en un símbolo de lo que el éxito de la hazaña en caso de lograrse podía significar para todo el género humano como la especie más avanzada del planeta Tierra. No iban en la nave simplemente los astronautas de una potencia económica, iban los primeros representantes de la humanidad en pos de hacer el primer contacto físico del hombre con la Luna desde la Creación.

El módulo de mando Columbia y el módulo lunar llegaron a la luna tres días después. Al día siguiente, 20 de julio, Armstrong y Aldrin descendieron sobre la superficie de la Luna en su módulo. El alunizaje de los dos astronautas no era lo que más preocupaba a Collins. Más bien se preguntaba sobre el despegue de la Luna y el regreso a la nave matriz. No expresó sus temores. “Si era inconcebible, también era inexpresable”, dijo Collins a la AP. “Jamás hablamos sobre la posibilidad de quedar varados en la luna, ni siquiera lo insinuamos. Quiero decir que no éramos tontos, sabíamos muy bien que muchas cosas debían salir a la perfección para que pudieran partir como se suponía”.

El presidente Richard Nixon había preparado un discurso para la eventualidad de un desastre: “El destino ha dispuesto que los hombres que fueron a explorar la Luna en paz se quedarán en la Luna descansando en paz”. Sin embargo, el descenso fue más alarmante que la partida.

Cuatro días después, centenares de millones sintonizaron sus radios o contemplaron las primeras imágenes borrosas en sus televisores blanco y negro (en ese entonces aún no existía Internet) cuando Neil Armstrong y Buzz Aldrin, los astronautas del Apolo 11, pusieron pies en la Luna el 20 de julio de 1969, en una de las hazañas tecnológicas más gloriosas de la humanidad. Faltando minutos para el alunizaje, una sucesión de alarmas de la computadora remeció al Eagle. Se encendieron las luces indicando precaución. Pero los controladores de vuelo habían ensayado esa situación hipotética antes del vuelo, y la misión continuó. Entonces apareció un cráter lleno de piedras en el lugar indicado para alunizar y Armstrong tuvo que prolongar el vuelo hasta encontrar un sitio seguro. Poco después se escuchó la voz de Armstrong: "Houston, aquí la Base Tranquilidad. El Eagle ha descendido". Eran las 16.47. “Hay un montón de tipos cianóticos aquí. Hemos vuelto a respirar”, respondió el Control de Misión. Armstrong fue el primero en descender los nueve escalones y tocar la superficie lunar a las 22:56. Aldrin lo siguió 18 minutos después.

En una gravedad la sexta parte de la terrestre, recogieron rocas, instalaron experimentos y plantaron una bandera estadounidense con un armazón de alambres para que pareciera ondear en el vacío. Habría cinco misiones más a la superficie de la luna; una explosión obligó a abortar Apolo 13 antes de que se abandonaran los últimos tres vuelos y se pusiera fin prematuro a todo el proyecto. En todo caso, el primer alunizaje elevó la moral de EU y del planeta cuando más lo necesitaban. “La Guerra de Vietnam, los enfrentamientos civiles y raciales, todas las cosas malas que sucedían, yo no les prestaba demasiada atención porque teníamos tanto trabajo en el mundo espacial. La Guerra Fría y todo eso”, dijo JoAnn Morgan, la única mujer en el control de lanzamiento de Apolo 11. “Fue una demostración tan extraordinaria del poder y la pasión de nuestro país”. Y añadió: “Literalmente, hicimos exactamente lo que John F. Kennedy dijo que haríamos”.

El astronauta Michael Collins, quien se quedó orbitando la Luna a solas en la nave matriz mientras Armstrong proclamaba “un pequeño paso para un hombre, un salto gigantesco para la humanidad”, observó con asombro cómo se uníeron todos los habitantes de la Tierra. “Fue un logro maravilloso en el sentido de que la gente alrededor del mundo lo aplaudió: norte, sur, este, oeste, ricos, pobres, comunistas, lo que fuera”, dijo Collins, ahora de 88 años, en una entrevista reciente con The Associated Press.

Esa sensación de unidad resultó efímera. Pero 50 años después el Apolo 11, la culminación de ocho años de trabajo arduo en el que participaron 400 mil personas y se invirtieron miles de millones de dólares, todo con el fin de ganar la carrera espacial y llegar a la Luna antes que la Unión Soviética sigue provocando emoción. En ocasión del aniversario, la NASA, poblaciones, museos y toda clase de instituciones realizan ceremonias, desfiles y fiestas. Se lanzarán simultáneamente 5 mil modelos de cohetes frente a las instalaciones en Huntsville, Alabama, donde nacieron los colosales cohetes Saturn V. Se probarán modelos Apolo 11K y Saturn 5K en el Centro Espacial Kennedy de la NASA.

Armstrong, quien condujo el módulo Eagle al alunizaje cuando quedaban pocos segundos de combustible, murió en 2012 a los 82 años. Aldrin, de 89 años, el segundo en pisar la superficie gris y polvorienta, estuvo enredado recientemente en una demanda legal en la que dos de sus hijos trataron de que se lo declarase mentalmente incompetente, pero desistieron. Ha mantenido una presencia discreta en los días previos al aniversario.

El triunfo obtenido al haber logrado ganarle a la Unión Soviética la carrera espacial hacia la Luna le dió a Estados Unidos asentando con ello el liderazgo mundial le dió a Estados Unidos una falsa sensación de invincibilidad con la que creyó que podía lograr todo lo que se propusiera, lo cual fue un factor que agravó el sentido de derrota tras el descalabro militar sufrido en Vietnam que terminó causándole a USA el síndrome de Vietnam. De cualquier modo, el impulso tecnológico dado por el programa espacial al desarrollo de varias tecnologías accesorias logró poner a Estados Unidos en una delantera tecnológica mundial sobre todos los demás países, una delantera que duraría varias décadas.


Las oportunidades que México perdió


Volviendo a la pregunta ¿Qué hubiera pasado si México hubiera mantenido sus esfuerzos por contar con un programa espacial en aquellos años?, vale la pena revisar nuestro pasado para darnos cuenta de que México en aquél entonces no estaba tan atrasado como pudieran creerlo varias de las nuevas generaciones.

Las actividades espaciales en México comenzaron, como en otras partes del mundo, en la posguerra. Todavía no terminaba la década de los 40 cuando Porfirio Becerril Buitrón, un ingeniero mecánico electricista egresado del Instituto Politécnico Nacional, comenzó a experimentar con sistemas de propulsión a chorro. En diciembre de 1957, impulsados por la reciente puesta en órbita del Sputnik, estudiantes de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí (UASLP) lanzaron el cohete Física I en el desierto potosino, en un lugar al que llamaron jocosamente Cabo Tuna. El artefacto, de ocho kilogramos de peso y 1.70 metros de alto, alcanzó los 2.5 kilómetros de altura.

Ya en el sexenio de Adolfo López Mateos, con el apoyo de Walter C. Buchanan, secretario de Comunicaciones y Transportes, el interés en el espacio tuvo un auge mayor. El 24 de octubre de 1959 se lanzó el SCT-1 –diseñado por los ingenieros Porfirio Becerril, Joaquín Durand y Jorge Ruelas–, en la exhacienda de La Begoña, municipio de Doctor Mora, Guanajuato. El cohete, de 4.5 metros de altura y 216 kilos de peso (entre la estructura y el combustible empleado) alcanzó una altitud de cuatro mil metros. La totalidad de los materiales se produjo en México.

Casi un año después, el 1 de octubre de 1960, se lanzó, desde el mismo lugar, el SCT-2. Con un diseño modificado –se le colocaron alerones tanto inferiores como superiores–, este cohete subió 25 kilómetros y se mantuvo volando 180 segundos. Se había probado la capacidad mexicana de construir y lanzar cohetes de propelente líquido, lo cual requería del dominio de una gama de disciplinas. Esto llevó a la creación de la Comisión Nacional del Espacio Exterior (Conee), el 31 de agosto de 1962, por decreto del presidente Adolfo López Mateos.

La siguiente generación de cohetes mexicanos, los Mitl (flecha, en náhuatl), tendría un éxito aun mayor. El Mitl-1 ascendió 50 kilómetros, lo que se denomina el espacio cercano, y el Mitl-2 llegó hasta los 120 kilómetros de altura, por encima del límite de lo que se conoce como línea de Kármán, que divide el espacio aéreo del espacio exterior.

Había pues, en México, talento científico que podía competir y rivalizar con los talentos con que contaban Estados Unidos y la Unión Soviética para el desarrollo de sus propios programas espaciales. Pero...

Todo el impulso del programa espacial mexicano se terminó el 11 de marzo de 1977, cuando el presidente José López Portillo, decididamente uno de los peores presidentes que ha tenido México, decretó la disolución de la Conee como una de sus primeras acciones de gobierno. La decisión no mereció una sola línea en su libro Mis Tiempos, sus memorias escritas como una especie de justificante para quitarse de encima las numerosas culpas sobre sus numerosos yerros históricos (acabó con la clase media de México en la década de los setenta enviándola a la pobreza y convirtió a México en el país más endeudado del planeta pese a su gran riqueza petrolera) y elevarse a sí mismo a niveles de grandeza grandiosa (perdonando la redundancia). Ya desde 1972, el proyecto espacial de la UASLP se había estrellado por falta de fondos.

Los planos de los diseños de los primeros cohetes mexicanos todavía existen, y en este mismo momento se podrían usar como punto de partida para arrancar un centro espacial con estaciones de comando y control conectados a plataformas de lanzamiento capaces de poder enviar a proyectiles mexicanos poniéndolos en órbita permanente alrededor de la Tierra. Sin embargo, viéndolo con mayor pragmatismo, le saldría a México mucho más económico entrar en colaboración con alguna potencia mundial en la materia compartiendo conocimientos y experiencia a cambio de darle a dicha potencia acceso al centro espacial mexicano ubicado en algún lugar estratégico como la punta de la península de Yucatán. No faltarían países interesados en la oferta mexicana, entre ellos Rusia y China. Sin embargo, como un centro de lanzamiento para proyectiles de exploración espacial puede ser adaptado sin mayores problemas para fines militares, o sea para el lanzamiento de proyectiles balísticos intercontinentales equipados con bombas atómicas, lo más seguro es que Estados Unidos pondría "el grito en el cielo" (literalmente hablando) y no estaría dispuesto a permitir bajo ninguna circunstancia la construcción en México de un centro espacial en colaboración conjunta con un país como Rusia o China. Recordemos lo que sucedió cuando la crisis de los misiles en Cuba; ese evento por poco le cuesta al planeta el inicio de la Tercera Guerra Mundial. ¡Y en esa crisis ni siquiera se contemplaba la construcción en Cuba de un centro espacial cubano, el único objetivo era posicionar proyectiles nucleares de la Unión Soviética apuntando directamente hacia territorio norteamericano! Ciertamente, México no le quiere dar a Washington un pretexto para llevar a cabo una segunda invasión a México quitándole la mitad del territorio que le quedó tras el robo en 1848 de más de la mitad de México consumado con los Tratados de Guadalupe Hidalgo. Y menos estando en el poder un presidente decididamente anti-mexicano como ya lo demostró con sus declaraciones anti-mexicanas desde el inicio de su campaña presidencial el 16 de junio de 2015. ¿Y qué tal la construcción de un centro espacial mexicano con la colaboración de un país europeo como Francia? Ello es más factible, pero de nueva cuenta falta ver si Washington se sentiría cómodo con un vecino equipado con tal tecnología de punta y si estaría dispuesto a permitirlo. Desafortunadamente, el tiempo para tales consideraciones (incluída la posibilidad de una alianza de intercambio tecnológico con la hoy difunta Unión Soviética para recibir ayuda en la construcción de un centro espacial en México dándole a cambio acceso privilegiado a los soviéticos dentro de las instalaciones del centro espacial mexicano) ya pasó, y México se encuentra hoy a merced de sus vecinos del Norte tan irascibles e impredecibles como Donald Trump.

Por otro lado, India bastante alejada de EE.UU. y a diferencia de México, institucionalizó su propio programa espacial en 1962, durante el gobierno de Nehru. Para 1975, la Organización India de Investigación Espacial construyó el primer satélite, puesto en órbita por la Unión Soviética. En 1980, India lanzó su primer satélite con medios propios; en 2008, envió un orbitador a la Luna, y en 2014 se convirtió en el primer país en colocar un explorador sobre la superficie de Marte en un intento. Dos años atrás, ya había roto un récord mundial al poner en órbita 104 satélites con el lanzamiento de un solo cohete.

México tuvo una oportunidad dorada para poner en marcha su propia Agencia Espacial Mexicana cuando a finales del siglo XX sobrevino el colapso de la Unión Soviética. Los sueldos que se pudieron haber ofrecido en México en aquél entonces competían razonablemente con los sueldos de los científicos soviéticos que trabajaban en una economía planificada que se encontraba sumamente deprimida. Como consecuencia del colapso de la U.R.S.S., ya no se podía retener a la fuerza a los talentos que quisieran emigrar fuera, y no habría habido mayores problemas en contratar unos cuantos para llevarlos como maestros al Instituto Politécnico Nacional o a la Universidad Nacional Autónoma de México. Con unos cuantos de estos científicos y tecnólogos experimentados, México pudo haber tomado un liderazgo incuestionable entre los países del llamado "primer mundo". Del mismo modo, habrían bastado dos o tres científicos alemanes tras la derrota de la Alemania Nazi para poner al corriente a México en lo más avanzado que había al inicio de la postguerra en materia de tecnología espacial. Pero estas oportunidades no se aprovecharon, se perdieron al igual que muchas otras, y el atraso tecnológico consecuente todavía hoy lo seguimos lamentando. Es difícil decir qué habría pasado si México hubiera mantenido el paso de la investigación espacial después de 1977. Pero no se puede dejar de pensar que, cuando menos, México tendría acceso a tecnología propia que hoy se tiene que importar. Aunque en la década de los sesentas México tuvo un régimen de partido único (el PRI-gobierno) parecido al de la Unión Soviética (el partido comunista), ambos con una democracia simulada, los parecidos no le sirvieron de nada a México para lograr las cosas que tal vez se podrían haber logrado de otra manera con otros gobernantes.



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