Por cierto, en los nombres dados por Catón a sus personajes, Catón casi siempre hace un juego de nombres con la intención de agregar un toque de ironía o de burla a los chistes, como el guardabosque Wellh Ung (well hung en inglés significa “bien dotado”). Uno de los personajes que siempre me habían intrigado es el Doctor Ken Hosanna, en cuyo nombre no podia adivinar la ironía o el doble sentido. La palabra latina “Hossana” significa “alegría, gozo, contento”, y quienes van a las misas católicas seguramente la habrán escuchado de boca del sacerdote. Pero no era de allí de donde provenía la ironía dada por Catón. El doble sentido sale a flote leyendo “de corrido” el nombre del personaje. Y resulta que el Doctor Ken Hossana es el Doctor “Qué no sana”.
Como en las colecciones anteriores de chistes de Catón -que parece tener cada vez más gusto por los chistes colorados- esta colección de chistes está subdividida en rondines de veinte en veinte chistes, con cada rondín numerado por separado, en caso de que los lectores quieran volver a un rondín en el que hayan dejado pendiente su lectura.
Rondín # 1
La maestra reprendió a Pepito: “¿Por qué le diste a Juanito una patada en el estómago?”. “Fue un error, maestra -reconoció el chiquillo-. La verdad es que apunté más abajo”.
Un feroz criminal fue ejecutado en la silla eléctrica. Llegó al infierno y Satanás le dijo: “Voy a buscar tu expediente. Mientras tanto puedes sentarte”. “Gracias -declinó el individuo-. Vengo de estar sentado”.
El herrero Gago era tartamudo. Tomó un gran mazo y le ordenó a su nuevo ayudante: “Po-pon en el yu-yunque la pipí”. “¡Óigame no!” -se alarmó el mocetón. El forjador estalló: “¡La pi-pi-eza de me-metal, pen-pen-dejo!”.
Un viejecito llegó a la consulta del doctor Ken Hosanna. Traía un pie hinchado. “¿Qué le sucedió?” -preguntó el facultativo. “Déjeme contarle, doctor -dijo el anciano-. Hace 50 años me perdí en un bosque. Después de mucho andar llegué a una casa. Le pedí a su dueño que me dejaran pasar ahí la noche”. El doctor Hosanna lo interrumpió, impaciente: “¿Qué tiene que ver eso con su pie?”. “Aguarde un poco -respondió el viejito-. Cuando ya todos dormían entró en mi cuarto la hermosa hija del señor y me preguntó si quería algo. Le dije que no. Media hora después regresó cubierta sólo con un vaporoso negligé y volvió a preguntarme si quería yo algo. Respondí que no, y se fue. Una hora después se presentó de nuevo, ahora sin nada de ropa encima, y me preguntó una vez más si no quería yo nada. Repetí que no. Ella se fue y ya no regresó”. Irritado por aquel largo relato el doctor Hosanna le dijo: “Vuelvo a preguntarle: ¿Qué tiene qué ver todo eso con su pie?”. Respondió el ancianito: Hoy se me prendió el foco de repente y entendí lo que quería la muchacha. Me dio tanta rabia no haberlo entendido aquella noche que de coraje le di una patada a la pared”.
Murió un mexicano y fue a dar a los infiernos. Digo “a los infiernos”, y no “al infierno”, porque había varios infiernos de diferentes nacionalidades: Un infierno inglés, uno alemán, otro italiano; un infierno francés, uno norteamericano, etcétera. Había también, claro, un infierno mexicano. A nuestro paisano le llamó la atención ver que mientras todos los infiernos se veían vacíos y desolados el infierno de México estaba lleno a su máxima capacidad, y una clientela ansiosa se aglomeraba ante su puerta pidiendo con desesperación entrar. El mexicano preguntó a qué se debía eso. Le explicó alguien: “Es que el infierno mexicano nunca está prendido. O no tienen leña, o se les acabó el carbón. Las calderas están siempre descompuestas. Los diablos rara vez trabajan, pues se la pasan en huelgas, paros, bloqueos y manifestaciones. De vez en cuando, por casualidad, consiguen leña, hay carbón, arreglan las calderas, van los diablos a trabajar y por fin encienden el infierno. Entonces le das 100 pesos a cualquier diablo y te lo apaga”.
“No le pido a Dios que me dé; nomás que me ponga donde hay”. La conocida frase parece ser el lema, divisa o mote de muchos que dicen servir y que en verdad se sirven. Los que están afuera dicen con resignación que roza el cinismo: “Que roben, pero que hagan”. Los de adentro proponen con realismo práctico: “Que se bañen, pero que salpiquen”.
La noche de bodas la desposada le pidió a su flamante marido que la esperara un momentito. Procedió entonces a ponerse en la cara una crema; en los brazos otra; más crema en los hombros; en el busto una crema más; en la cintura un aceite; en los muslos otra crema y en las piernas otra crema. “Ahora sí, mi cielo -autorizó la muchacha tendiéndose en el lecho con actitud voluptuosa-. Ven a mí”. Él preguntó, inquieto: “¿No me iré a resbalar?”.
Llegó Pepito de la escuela. Su mamá estaba en la cocina preparando la comida. Le preguntó: “¿Qué estás haciendo?”. Contestó la señora: “Rajas”. Prometió Pepito: “No rajo. Dime qué estás haciendo”.
Un sombrío sujeto llamó a la puerta de don Chinguetas. “Soy su nuevo vecino -le dijo-, y tengo la habilidad de adivinar el porvenir. Su perro estuvo ladrando ayer toda la noche. Ése es anuncio de muerte, y vengo a decirle quién morirá”. “¿Quién? -se sobresaltó don Chinguetas. Contestó el tipo, amenazante: “Su perro, si otra vez vuelve a ladrar”.
Un granjero llevó a su hijo a la feria de ganado. El niño vio cómo su padre palpaba las ubres de las vacas que le ofrecían en venta. “¿Por qué haces eso?” -le preguntó, intrigado. Explicó el granjero: “Es lo que hace un buen comprador”. Al oír eso el pequeño se angustió: “¿Entonces el vecino va a comprar a mi mamá?”.
Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, hicieron una visita a la galería de arte. En la sección de esculturas vieron una bella colección de estatuas griegas de jóvenes atletas desnudos cuya pudenda parte se cubría con una hoja de árbol. En voz baja le sugirió Himenia a su amiguita Celiberia: “Regresemos en otoño”.
Toninita, muchacha bastante entrada en carnes -por todas partes se le salían-, pidió un helado en la cafetería. “Lo quiero triple -le dijo al encargado-, de fresa, vainilla y chocolate”. Le preguntó el empleado: “¿Le pongo a su helado crema o mermelada?”. “Póngale unas rebanadas de pepino -respondió Toninita-. Estoy a dieta”.
Un diseñador de bikinis está teniendo problemas: En su nuevo modelo no cabe la etiqueta con la marca.
Babalucas les sugirió a los estableros: “Crucen vacas con caballos. Así tendrán leche que se entregue sola”.
El paciente le preguntó a la enfermera, que veía el termómetro: “¿Tengo fiebre?”. “Y muy alta -respondió ella, preocupada -. Estoy leyendo aquí: ‘Continúa en el próximo termómetro’”.
La linda chica le reclamó en el bar a Libidiano: “Me está usted desvistiendo con la mirada”. Contestó el salaz individuo: “Por algo se empieza”.
Uglilia era más fea que un coche por abajo. Cierta noche sorprendió a un ladrón en el interior de su casa. Le apuntó con una pistola y le dijo que si no le hacía el amor llamaría a la Policía. El caco miró a Uglilia: Tenía cabellos crespos, un lobanillo en la nariz, los dientes negros, y en el cachete un gran lunar piloso. Suspiró el ratero y le dijo a Uglilia: “Dígame cuál es el número. Yo mismo llamaré a la Policía”.
Un tipo le contó a otro: “Por fin anoche mi novia me dio el sí”. “¡Felicidades! -se alegró el amigo-. ¿Cuándo es la boda?”. Dijo el tipo: “¿Quién está hablando de matrimonio?”.
Comentaba un playboy: “Jamás hago el amor si tengo algo mejor que hacer. El problema es que no hay nada mejor que hacer”.
Una víbora acudió a la consulta del doctor Lucío, oftalmólogo de fama, y le pidió que la examinara, pues no veía bien. Después del correspondiente examen el facultativo le prescribió lentes al ofidio. Días después la víbora regresó al consultorio. Se le veía triste, deprimida. Le preguntó el doctor Lucío: “¿Tiene problema con los anteojos?”. “No, doctor -contestó el reptil-. Pero cuando me los puse me di cuenta de que durante dos años le he estado haciendo el amor a una manguera”.
Rondín # 2
Todo hombre necesita una mujer hermosa, una mujer inteligente, una mujer hacendosa, una mujer ardiente. Es decir, todo hombre necesita cuatro mujeres...
Cuando Afrodisio se casó le dijo a su dulcinea: “Te haré el amor los días cuyo nombre tenga la letra e; vale decir el lunes, el martes, el miércoles, el jueves y el viernes. El sábado y el domingo descansaré a fin de reponer mis fuerzas”. Cierta noche Afrodisio dormía profundamente, y despertó al sentir que su mujercita lo besaba y acariciaba con evidentes ansias de erotismo. Adormilado le preguntó: “¿Qué día es hoy?”. Respondió ella, vehemente: “¡Sabadoe!”.
Avidia les contó a sus amigas: “Cuando mi marido y yo nos divorciamos nos dividimos la casa. A mí me tocó lo de adentro y a él lo de afuera”.
En una noche de tormenta el granjero oyó que alguien llamaba a la puerta de su casa. La abrió y vio a un viajero que le pidió posada por esa noche, pues su automóvil se había descompuesto. “No sé si deba recibirlo -vaciló el granjero-. Usted es joven, y tengo una hermosa hija en edad de merecer. Podría usted aprovecharse de ella”. “Eso es imposible, señor -respondió con voz triste el viajero-. Sufrí una penosa enfermedad a consecuencia de la cual el cirujano tuvo que amputarme mi atributo de varón. Puede usted estar tranquilo”. Con esa seguridad el granjero lo admitió, y aun le permitió compartir el lecho con la muchacha, garrida moza de 18 abriles, agraciada faz y opulenta carnadura. A media noche, sin embargo, el hombre sintió cierta inquietud. Con pasos tácitos se dirigió a la habitación de su hija alumbrándose con una palmatoria. Sin hacer ruido abrió la puerta, y con la vela iluminó la escena. ¡Cuál no sería su sorpresa al ver al viajero y a la moza entregados a la ancestral tarea de planchar ombligos! “¡Oiga, joven! -le reclamó el granjero con enojo al esforzado follador-. ¡Usted me aseguró que el médico le había cortado su atributo varonil!”. “Y es cierto -repuso el individuo sin suspender su afán-. Pero me dejó un muñoncito de 22 centímetros”.
Le dijo un tipo a otro: “Soy hombre de pocas palabras”. Suspiró el otro: “Yo también soy casado”.
El político en campaña vio a una mujer rodeada de ocho niños. “Todos son míos -le dijo ella, orgullosa-. Y en la casa tengo otros cuatro”. El político sacó su calculadora y sumó. “¡12 hijos! -exclamó admirado-. ¡Su esposo debe tener un condominio!”. “Tiene varios -respondió la señora-, pero nunca se los quiere poner”.
Una amiga le preguntó a doña Frigidia: “Tu marido ¿es difícil de satisfacer en el renglón del sexo?”. “Lo ignoro -contestó ella-. Nunca he tratado de satisfacerlo”.
Don Algón despidió a su secretaria por falta de experiencia. Lo único que sabía era tomar dictado, archivar, manejar la computadora.
La recién casada le preguntó a su maridito: “¿Te gustaría una familia grande?”. Respondió él, ilusionado: “Sí”. Entonces ella trajo a sus papás y a sus cinco hermanos a vivir en la casa.
Declaró Pirulina. “No me gusta el sexo en el cine. Hacerlo en la butaca es muy incómodo”.
Dar es mejor que recibir, excepción hecha de si eres boxeador.
Una vedette lucía un gran brillante. Quiso saber una compañera suya: “¿Cómo te hiciste de él?”. Explicó la otra: “Lo compré con mis ahorros”. “Uh no -dijo la otra con desdén-. Eso le quita todo mérito”.
Doña Macalota le preguntó, extrañada, a su marido don Chinguetas: “¿Por qué dijiste anoche en la fiesta que te casaste conmigo porque soy una gran cocinera? Tú sabes que no me gusta la cocina”. Contestó don Chinguetas: “Alguna excusa tenía que dar”.
Dos mujeres casadas fueron a un bar a celebrar que habían ido a un bar. Bebieron en tal modo que agarraron una peda de padre y señor mío. Al regresar a sus respectivas casas sintieron ganas de hacer aguas menores. Casualmente pasaban por un cementerio, de modo que ahí pagaron aquel censo a la naturaleza. Una de ellas usó para secarse su pantaletita, que luego desechó. La otra no quiso hacer renuncia de la prenda -era Victoria Secret- y empleó para el efecto la banda de tela de una ofrenda floral que tenía cerca. Al día siguiente los maridos de las señoras se encontraron. Le dijo uno al otro, preocupado: “Mi esposa llegó anoche bien borracha a la casa, y sin pantaleta”. “Pues te fue bien -replicó el otro, mohíno-. La mía también llegó ebria, y con una tarjetita entre las piernas que decía: ‘Jamás te olvidaremos’”.
Suspiró un señor casado: “Hay una manera de entender a las mujeres, pero yo no la sé. Ningún hombre la sabe”.
Doña Macalota despertó en horas de la madrugada, y se sorprendió al ver que don Chinguetas, su marido, no estaba en la cama. Lo buscó. Sentado en un sillón de la sala lloraba silenciosamente, y se enjugaba con un pañuelo las lágrimas que por el rostro le corrían. “¿Qué te sucede?” -le preguntó extrañada. “¿Recuerdas -contestó él lleno de pesadumbre- la vez que tu papá, el licenciado Ulpiano, me sorprendió haciéndote el amor en el asiento de atrás de su auto, en la cochera?”. “Lo recuerdo muy bien” -respondió doña Macalota. “¿Y recuerdas -prosiguió el congojoso señor- que me dijo que eras menor de edad, y que debía casarme contigo, porque si no me haría pasar 15 años en la cárcel por estupro, y cinco más por los daños causados al asiento?”. “También lo recuerdo” -respondió ella. Suspiró don Chinguetas: “Este día se cumplen los 20 años”. Y estalló luego en sollozos desgarrados: “¡Hoy sería un hombre libre!”.
Una chica le preguntó a otra: “¿Qué es eso que estás tomando? ¿Es la píldora?”. “No -contestó la otra-. Es un tranquilizante. Se me olvidó tomar la píldora”.
La chica en edad de merecer se disponía a salir el viernes por la noche. Su abuelita le dijo: “Pórtate bien y diviértete”. Respondió la muchacha: “Escoge una de las dos cosas, abue. Las dos al mismo tiempo no se puede”.
El plomero le informó al jefe de la casa: “Hay una fuga de agua en el sótano. ¿Quiere que se la arregle o prefiere imaginar que vive en Venecia?”.
Dulcilí no pudo hacer el desayuno en su primer día de casada. No encontró el abridor de huevos.
Rondín # 3
Declaró Himenia Camafría, madura señorita soltera: “Cuando muera le dejaré mi cuerpo a la ciencia. Ahora que estoy viva se lo daré al primero que me lo pida”.
La cebra le hizo ojitos a un animal con rayas. “Ni te molestes -le dijo éste-. Soy una yegua tonta que se sentó en una banca recién pintada”.
Viene ahora un cuento de color subido. Quienes sufran tiquismiquis de puritanismo deben abstenerse de leerlo. La esposa de don Languidio fue con el médico de la familia y le contó que en materia de sexo su marido no era ya el de antes. El facultativo le dio una pastillita azul y le dijo: “Póngasela a su esposo en la sopa. Ya verá usted el efecto que le causará”. Al siguiente día la señora llamó por teléfono al doctor. “Le puse a mi esposo la pastilla en la sopa -le dijo-, pero no se la pudo comer. Los fideos estaban todos parados”.
Grande fue la sorpresa de sor Bette cuando el nuevo jardinero del convento le agarró las bubis. Antes de que la religiosa pudiera decir una palabra el hombre se arrojó a sus pies gimiendo desgarradoramente. “¡Perdóneme, reverenda madre! -le suplicó hecho un mar de lágrimas-. ¡Soy víctima de un grave desorden de conducta que me lleva a hacerle ese burdo tocamiento a cualquier mujer que se ponga al alcance de mis manos! ¡Hago tal cosa, y en seguida me posee un cruel remordimiento que me tiene postrado durante varios días! ¡Concédame su perdón, se lo suplico!”. Sor Bette era monja postconciliar. Le dijo al individuo: “Conozco a un buen siquiatra, el doctor Duerf. Le pediré que lo trate, y de seguro le quitará ese insano impulso táctilo-pectoral”. En efecto, el tocador de señoras acudió a la consulta del célebre analista. Unas semanas después sor Bette le preguntó cómo iba el tratamiento. “Muy bien” -declaró el tipo. Y así diciendo le puso las manos en las bubis. La reverenda se santiguó para alejar cualquier mala tentación y luego le dijo con desabrida voz: “Me parece que el tratamiento no ha dado resultados”. “Ha dado excelentes resultados -opuso el jardinero-. Sigo agarrándoles las bubis a las mujeres, pero ya no siento aquel cruel remordimiento”.
Declaró don Tonino: “Montar a caballo hace bajar de peso. Yo lo hice, y en dos semanas el caballo bajó 40 kilos”.
El niño era bizquito, y veía doble. Cuando quería un refresco pedía un 14Up.
Aquel político jamás iba a la playa. Los gatos insistían en cubrirlo con arena.
Cuentan de un andaluz que se fue al Cielo. En la morada de la eterna bienaventuranza se aburría mortalmente: Acostumbrado al palpitante son de la guitarra flamenca y a la voz rauca de los cantaores, el evanescente tañido de las arpas y los melifluos coros de los serafines lo tenían ya hasta los cojones, según manifestó con expresión que disonó bastante en la mansión celeste. Le dijo el calé a San Pedro: “Aquí me muero, ninio. Son ustedes más aburridos que una ostra. No tienen toros, ni tablaos, ni ná. Esto parece -sin ofender- mancebía en lunes por la mañana”. Le respondió, amoscado, el portero celestial: “Si quieres puedo enviarte con la competencia. Quizás ahí ya no te aburras”. Replicó el andaluz: “Mándame si quieres a la casa del rey que rabió, o a Mazagatos, pero sácame de aquí. Nomás de pensar que debo estar toda la eternidad en compañía de estos chupacirios y beatas me dan ganas de bostezar hasta por el’. Y dijo otra palabra también muy disonante. San Pedro, pues, lo envió a los infiernos. Pasados unos días el apóstol sintió curiosidad por ver cómo le estaba yendo al hombre. Tomó el elevador y descendió al erebo. Encontró al andaluz metido hasta el pescuezo en un cazo lleno de plomo derretido que humeaba entre las llamas del averno. Un demonio lo punzaba con su agudo tridente al tiempo que otro lo azotaba con un látigo hecho de púas y bolas de metal, y un tercero -el más enconado y feroz- le leía discursos políticos. Pensó San Pedro que, sometido a esos tormentos espantosos, el andaluz estaría lloroso y afligido. Lejos de eso: Se le veía radiante, alegre, lleno de gozo y regocijo. Riendo contento le dijo al asombrado apóstol: “¡Estoy feliz, Perico! ¡Esto es precisamente lo que a mí me gusta! ¡El desmadre!”.
En una de sus películas Quentin Tarantino hace que un personaje suyo, predicador él, diga estas palabras: “No sé de ningún hombre de religión: cura, pastor, rabino o lama tibetano, que alguna vez, mirándose al espejo, no se haya preguntado: ‘¿No me estaré engañando? ¿No estaré acaso engañando a los demás?’”. Pues bien: el reverendo Amaz Ingrace nunca tuvo dudas religiosas. Poseía una fe monolítica; era uno de esos temibles hombres de un solo libro -el suyo era la Biblia- que conocen un único camino y no se apartan de él. Dio en ir a evangelizar a los salvajes africanos. Para eso se internó en el Continente Negro hasta llegar a un punto donde la mano del hombre blanco jamás había puesto el pie. Se vio de pronto frente a un nativo que lo miró con ojos de amenaza. Un rápido vistazo le bastó al reverendo para adivinar que aquel hombre era antropófago: el individuo llevaba un babero como el que en los restoranes de lujo les ponen a los clientes, y además esgrimía en una mano un tenedor y en la otra un cuchillo. “¡Oh my God! -exclamó consternado Amaz Ingrace-. ¡Estoy perdido!”. En eso oyó una voz majestuosa venida de lo alto: “No estás perdido, hijo mío -le dijo la majestuosa voz-. Tienes tus mapas, tu brújula y tu GPS. Verás a tus pies una piedra de tamaño grande. Tómala y golpea con ella fuertemente en la cabeza al antropófago”. Obedeció Ingrace. Cogió el pedrusco y le propinó con él un tremendo caboronazo en la testa al aborigen. El hombre soltó los cubiertos que llevaba, se quitó el babero y salió corriendo al tiempo que gritaba desgarradoramente en su primitiva lengua: “¡Aj amami! ¡Aj amami!”. (Después sabría Amaz que esas palabras significan: “¡Ay mamita! ¡Ay mamita!”). Ingrace se postró de rodillas y dio infinitas gracias al Señor por haberlo salvado de tan gran peligro. Pero cuando alzó la vista se vio rodeado por un centenar de caníbales que esgrimían ya no cuchillos y tenedores, sino arcos y flechas, lanzas, letales cerbatanas y hasta uno que otro rifle Magnum, de los que se usan para cazar elefantes y rinocerontes. De nuevo el reverendo oyó la majestuosa voz venida de lo alto. Le dijo la voz: “¡Coño, hijo mío! ¡Se me hace que ahora sí estás perdido!”.
Un tipo fue a Las Vegas, y en su primera noche se puso tan borracho que no supo ya de sí. Al siguiente día amaneció en la cama de un cuarto de hotel con una mujer espantosamente fea. Se vistió de prisa, puso unos billetes sobre el buró y se dirigió a la puerta. En eso salió del baño otra mujer más fea aún que le dijo con una sonrisa: “¿Y no hay nada para la madrina del casamiento?”.
Le informó don Algón al nuevo empleado: “Ganará usted lo que merece”. “¿Tan poquito?” -se consternó el tipo.
En la Montaña del Eco gritó el hombre: “¡Ahhhh!”. Respondió el eco: “En este momento no estoy disponible. Por favor deje su mensaje”.
Don Avaricio fue con el doctor, pues se sentía agotado. Le preguntó el facultativo: “¿Cuántas veces hace usted el amor a la semana?”. “Seis veces -contestó él-. Tres con mi esposa y tres con la sirvienta”. “A eso se debe su agotamiento -le dijo el médico-. Deje de hacerlo con la sirvienta”. “Replicó don Avaricio: “Dejaré de hacerlo con mi esposa. Si dejo de hacerlo con la sirvienta ella querrá que le paguemos un sueldo”.
La carpa llena de un público expectante, el director de pista anunció con campanuda voz: “¡Damas y caballeros, que de seguro los hay entre esta numerosa concurrencia! ¡Nuestro artista exclusivo, el Gran Saltarello, subirá a un trampolín de 15 metros de altura, y se lanzará de clavado a un barril con agua!”. Por una escala de cuerda trepó el audaz atleta. Se oyó redoble de tambores; arrojose Saltarello; cayó en el barril y salió de él incólume y sonriente. Una ovación atronadora saludó su hazaña. “Ahora, señoras y señores -siguió el magnílocuo director-, el Gran Saltarello subirá a un trampolín a 30 metros de altura, y se tirará de clavado ¡a una cubeta con agua!”. Se lanzó desde la altura Saltarello; cayó en el centro mismo del balde y emergió de él indemne y triunfador. El público lo vitoreó con entusiasmo, y luego se puso en pie para marcharse. ¿Qué más se podía ver después de aquello? “¡Un momento! -clamó el director de pista-. ¡Falta todavía lo mejor! Señoras y señores: El Gran Saltarello subirá a un trampolín de 50 metros de altura, y se lanzará de clavado ¡a un trapeador húmedo!”. La gente no daba crédito a lo que había escuchado. Lanzarse a un barril con agua, y hasta a una cubeta, era proeza grande, pero ¿a un trapeador, aunque estuviera mojado? ¡Eso era algo imposible! En profundo silencio el público siguió el ascenso del atleta hasta aquella vertiginosa altura. Vino el ayudante con el trapeador, e imprimiéndole un movimiento rotativo lo extendió en el piso. Se escuchó nuevamente el ominoso redoblar de los tambores. Saltarello se lanzó al vacío. Tan larga fue su caída que alcanzó a dar dos maromas en el aire, igual que clavadista olímpico. Salto de precisión fue el suyo: Cayó limpiamente sobre el trapeador. Pero. ¡Qué horrible batacazo se dio en esta ocasión! Quedó tendido en el suelo, lacerado, con dos o tres costillas rotas y echando sangre por nariz y boca. A duras penas se pudo levantar, y preguntó luego hecho una furia: “¿Quién fue el hijo de la tiznada que exprimió el trapeador?”.
Lord Feebledick sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en apretado trance de fornicio con el guardabosque Wellh Ung. Sin perder la compostura dijo con flema británica: “Esto no me gusta nada”. “Tiene usted razón, milord -admitió el guardabosque-. Visto desde afuera el espectáculo no es ciertamente estético”.
Pepito invitó a Rosilita, la hija de la vecina, a jugar en su alberquita. “Nos descalzaremos -le propuso-, y jugaremos en el agua”. “¿Y si me mojo mi ropita?”, -se inquietó la pequeña. “Eso no sucederá -la tranquilizó Pepito-. Nos descalzaremos hasta arriba”.
Otro de Pepito. Cierto día le preguntó a su mami cómo nacían los niños. La señora, algo turbada por aquella súbita pregunta, trató de explicarle el milagro de la vida recurriendo al tradicional ejemplo de los pajaritos y las florecitas. Una semana después la familia de Pepito fue a una boda. El novio era flacucho y esmirriado, enclenque, raquítico y escuchimizado. La desposada, por el contrario, era torosa, rebolluda, crasa y dueña de prominente tetamen y abultado nalgatorio. Pepito se inclinó hacia su mamá y le dijo al oído: “Se me hace muy poco pajarito para tamaña floresota”.
Doña Holofernes, matrona con mucha ciencia de la vida, amonestaba a sus nietas sobre los riesgos del trato con los hombres. “Si un pelado las invita a tomar copas -les decía-, no acepten”. “¿Podríamos acabar abajo de la mesa, abuela?” -preguntó sonriendo una de las chicas. “No -respondió doña Holofernes-. Podrían acabar abajo del pelado”.
La cartomanciana le anunció a la chica que la consultaba: “Muy pronto llegará a tu vida un hombre”. “Ya llegó” -le dijo sonriendo la muchacha. “El que yo digo es otro -precisa la adivinadora-. Te lo entregarán en la clínica de maternidad aproximadamente dentro de 8 meses”.
Rondín # 4
Uglilia, muchacha rica, pero fea -o muchacha fea, pero rica; según se vea- le decía a su novio, gemebunda: “¡No lo niegues, Braguetino! ¡Te quieres casar conmigo porque tengo dinero!”. “Todo lo contrario, mi vida -le aseguró él-. Me quiero casar contigo porque yo no tengo dinero”.
Irritado y mohíno le dijo Edison a su mujer: “¿Cómo que con el foco prendido no? ¡Pero si para esto lo inventé!”.
Una tía de Pirulina, que vivía en otra ciudad, tenía algún tiempo de no ver a la muchacha. Con motivo de las vacaciones fue a su casa. En el curso de la conversación le preguntó con una sonrisa traviesa: “¿Ya te picó el gusanito del amor?”. “No es ningún gusanito, tía -respondió Pirulina bajando la voz-. ¡Si conocieras a mi novio!”.
La oración que en seguida ofrezco no viene en ningún breviario, eucologio, libro de preces o devocionario. Así, bien harán mis lectores en aprenderla de memoria para poder decirla. He aquí el texto de esa útil oración: “¡Oh Señor, Señor, Señor! / Mándame pena y dolor. / Mándame males añejos. / Pero lidiar con pendejos, / ¡no me lo mandes, Señor!”... (Debe rezarse todas las mañanas antes de salir de la casa, o al empezar una junta de trabajo).
Un muchacho llevó a su novia al Ensalivadero, romántico sitio donde se juntaban las parejitas por la noche. Dijo ella, emocionada: “¡Qué bonito se oye el canto de los grillos!”. “No son grillos -la corrigió él-. Son zippers”.
El borrachín pidió en la recepción del hotel unas monedas para el teléfono. Le preguntó el encargado: “¿Está usted hospedado?”. “Señor mío -respondió con ofendida dignidad el ebrio- ¡estoy hospedísimo!”.
En el balneario le pidió Pepito a su mamá: “¿Me das permiso de ir a la alberca?”. Contestó la señora: “Hace 5 minutos fuiste a la alberca”. “Sí -respondió Pepito-. Pero ahora quiero ir a nadar”.
Le dijo un tipo a otro: “Todos tus hijos tienen nombres terminados en -ano: Emerenciano, Rogaciano, Bardomiano...”. Respondió el otro: “No todos. También tengo uno que se llama Próculo”.
Comentó en la oficina un individuo: “Anoche cené huevos, y sentí como una patada en el hígado”. Le dijo una secretaria: “¡Qué bueno que no comiste hígado!”.
En el colegio de monjas la madre superiora hizo una exhortación a las alumnas: “No arriesguen toda una eternidad de castigo por una hora de placer”. Una chica levantó la mano y preguntó muy interesada: “Madre: ¿Cómo se le hace para que dure una hora?”.
La señora sorprendió a su marido en brazos de la criada. “¡Te me largas inmediatamente! -gritó hecha una furia. La criadita, avergonzada, se dispuso a salir. Le dijo la señora: “A ti no te hablo”.
Le presentaron una señora a Babalucas. “La señora Cepeda y Silva”. “¡Caramba! -se admiró el badulaque-. ¿Las dos cosas al mismo tiempo?”.
Estalló el tanque de gas en una casa. La explosión fue tan tremenda que los esposos salieron por el aire. Y sin embargo en el hospital la señora estaba muy contenta. Dijo: “Es la primera vez que mi marido y yo salimos juntos”.
Les preguntó la maestra a los niños: “¿Saben ustedes de dónde proviene la lana virgen?”. Rosilita aventuró una respuesta: “¿De las borregas feas?”.
En pleno acto del amor el señor se levantó de la cama, trajo unas flores y las depositó reverentemente sobre su esposa. “¿Por qué haces eso? -inquirió ella, extrañada. “Perdona -respondió el marido-. Pensé que estabas muerta”.
Contaba una mujer: “En cierta ocasión mi marido empezó a hacerme el amor cuando el reloj marcaba la media noche exacta, y terminó cuando las manecillas señalaban la una y un minuto de la mañana. Fue el día que se adelantó el reloj con motivo del cambio de horario”.
El pollito gemía lastimeramente: “¿Dónde está mi mamá? ¡Quiero a mi mamá!”. El gallo lo reprendió con aspereza: “¡Cállese y no esté molestando! ¡Usted no tiene mamá! ¡Lo trajo al mundo un foco de 100 watts!”.
Doña Panoplia de Atopedo, dama de buena sociedad, visitaba la galería de arte. Un guía le mostraba los cuadros: “Éste es un Monet; éste un Renoir...”. “Y éste -señala doña Panoplia con tono de sabihonda- indiscutiblemente es un Picasso”. “No, señora -la corrige el guía-. Es un espejo”.
En la oficina del productor de televisión la linda actricita terminó de arreglarse las ropas y exclamó: “¡Caramba, no sabía que el camino para obtener un papel en la televisión es el mismo que para obtener un papel en el cine!”.
El perico gritaba a voz en cuello lo que había oído decir al señor de la casa: “¡El alcalde es un ladrón! ¡El alcalde es un ladrón!”. La esposa, temerosa de que el munícipe oyera eso, echó al perico al corral. De inmediato el gallo fue hacia él. “¡Momento! -lo detuvo el loro con imperioso animal-. ¡Soy exiliado político, no -uto!”.
Rondín # 5
El niñito se acercó a la puerta de la recámara de sus papás y se asomó por la cerradura. Dijo luego para sí, irritado: “¡Carajo! ¡Y a mí que me quieren llevar con el siquiatra porque me chupo el dedo!”.
La señora le dijo a la linda criadita de la casa: “Te regalo este negligé, Domicia. A mi marido no le gustó, y no quiere que me lo ponga”. Contestó la mucama: “¡Uh, pos si no quiere que se lo ponga usté, menos va a querer que me lo ponga yo!”.
En Las Vegas un apostador le preguntó a la chica de tacón dorado cuál era el monto de su tarifa o arancel. “300 dólares” -le informó ella. Propuso el individuo: “Doble o nada”.
Aquella guapa chica tenía una hermana gemela. Cierto día llegó a su casa en la madrugada y le dijo, feliz: “¡Te tengo una buena noticia, hermanita! ¡Ya no somos gemelas idénticas!”.
Un hombre le pidió a la empleada en la tienda de departamentos: “Quiero un regalo caro para dama”. Preguntó ella: “¿Tiene usted algo en mente, caballero?”. “Claro que tengo algo en mente -respondió el tipo-. Para eso necesito el regalo caro”.
Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, llegó ebrio a su casa, como de costumbre, y su mujer no le quería abrir la puerta. “Ábreme -clamó el beodo-. Le traigo un ramo de flores a la mujer más hermosa del mundo”. Al oír aquello la señora, halagada, abrió la puerta. Empédocles llevaba las manos vacías. Preguntó la mujer, irritada: “¿Dónde está el ramo de flores?”. Contestó el temulento: “¿Dónde está la mujer más hermosa del mundo?”.
Historia del individuo que tras beberse dos docenas de cervezas le entregó las botellas vacías a su mujer. “Véndelas -le dijo-. Pa’ que veas que tomo no por borracho, sino pa’ hacer negocio”.
El otro briago que, con los efectos de la borrachera del día anterior, pidió temprano en la mañana una cerveza en la cantina. “Están calientes” -le informó el cantinero. “No li’hace -dijo con ansiedad el crudo-. La agarro con un trapito”.
Relación del Chico Villa, el mentiroso de Nácori, que contaba cómo un oso había raptado a su hermana. Seis años después Chico fue al monte y se sentó abajo de un encino. “Oí unos ruidos en las ramas; voltié p’arriba y ahí estaban tres ositos. Al verme empezaron a gritar: “¡Amá! ¡Amá! ¡Mi tío Chico!”.
Narración surrealista de Zenón Lucero, otro gran inventor de fantasías, que yendo por el campo encendió una fogata en la noche a fin de calentarse. Fue al arroyo por agua para hacer café. A su regreso la fogata había desaparecido. Invocó a la Madre de Cristo por si aquello era obra de Molcas (el demonio). De pronto vio a lo lejos cómo la falda del cerro se iluminaba con miles de lucecitas en movimiento. Era que los mochomos (hormigas) habían cogido cada uno una brasita para quitarse ellos también el frío.
Y el celebrado dicho del Ramonsón Morán. Después de una larga sequía se formaron nubes que dejaron caer sólo unos cuantos goterones, y luego desaparecieron llevadas por el viento. Dijo el Ramonsón: “¿Qué no le dará vergüenza a mi tata Dios llover así?”.
Y aquel ranchero, dueño de un toro viejo ya. Rezongaba el hombre: “¡Toro chingao! ¡Alborota a las vacas y luego no les hace nada, nomás las deja alborotadas! ¡Ya está bueno pa’ echarlo al carro!”. Dijo su esposa: “Si a ésas fuéramos, desde cuándo te habrían echado a ti al carro”.
El jefe de personal le preguntó al hombre que pedía empleo: “¿Qué otras habilidades tiene usted, a más de las de computación?”. Respondió el individuo con orgullo: “Modestia aparte, soy un gran semental. En cierta ocasión le hice cuatro veces seguidas el amor a una mujer”. El jefe se aturrulló. Le aclaró al tipo: “Me refiero a habilidades en el trabajo”. “Precisamente -replicó el jactancioso individuo-. Eso se lo hice en horas de trabajo”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Celiberia la singular experiencia que tuvo en su último viaje a California. “Me invitaron a un baile nudista -le dijo-. Y fui, pero me salí inmediatamente’’. “¿Por qué? -preguntó Celiberia. Explicó la señorita Himenia: “Las cosas estaban muy agitadas’’
La nueva maestra, mujer enérgica y de carácter duro, le dijo a Rosilita: “No me gusta desperdiciar palabras. Cuando te haga así con el dedo índice eso querrá decir que vengas’’. “A mí tampoco me gusta desperdiciar palabras -respondió la chiquilla-. Cuando yo le haga así con el dedo de en medio eso querrá decir que no iré’’.
Madrilo y Valencio, españoles, iban a ir de cacería a un bosque. Al iniciar el viaje dijo Madrilo: “Para no perdernos llevaré una brújula y un mapa detallado del bosque y sus alrededores”. “Me parece muy bien -juzgó Valencio-. Pero para el caso de que nos perdamos yo llevaré arroz, azafrán, pollo, trozos de carne de cerdo, camarones, almejas y una paellera”. Preguntó, intrigado, Madrilo: “¿De qué nos servirá todo eso en caso de que nos extraviemos en el bosque?”. Explicó Valencio: “Si nos perdemos y no llega nadie en nuestra ayuda, encenderé fuego y empezaré a hacer una paella. Inmediatamente vendrán cien gilipollas a decirme que así no se hace una paella”.
Un rico banquero se prendó de una muchacha a quien nadie conocía en la ciudad. Los abogados del ricacho, temerosos de que su cliente cayera en manos de una mujer ambiciosa y sin escrúpulos, contrataron secretamente a un despacho de detectives a fin de que recabara informes de la chica. Una semana después los pesquisidores entregaron su reporte: “La joven mujer objeto de la investigación es virtuosa, de excelente conducta, absolutamente decente, casta y honesta. Lo único malo que se puede decir de ella es que a últimas fechas se le ha visto en compañía de un banquero ladrón, sinvergüenza, desprestigiado y de pésimos antecedentes personales, familiares y sociales”.
Pepito lloraba desconsoladamente porque su tortuguita había muerto. “No llores -trató de consolarlo su mamá-. Te llevaré al centro comercial; comeremos pizza, y de postre un helado grande; escogerás un juguete que te guste; después iremos a ver una película, y en el cine te compraré un chocolate, un refresco y una cubeta grande de palomitas. ¿Qué te parece? Pero... ¡mira! ¡La tortuguita no murió! ¡Se mueve! ¡Estaba dormida nada más!”. Pregunta Pepito: “¿Puedo matarla?”.
Don Pipino, tímido señor, estaba casado con una fiera mujer, doña Gorgolota. Había comprado don Pipino un billete de lotería para el sorteo de los viernes, y sucedió que se sacó el premio mayor. Lleno de júbilo corrió a su casa. En el camino iba pensando cómo le iba a dar la noticia a su mujer. Le diría: “¡Me saqué el premio gordo, vieja, no agraviando!”. Al llegar, sin embargo, se encontró con que doña Gorgolota no estaba en la casa. Sobre la mesa del comedor vio una carta en la cual su esposa le anunciaba que se había ido con su mejor amigo. Don Pipino meneó la cabeza y dijo: “No cabe duda: cuando la buena suerte llega, por todos lados llega”.
Una mujer entró en la farmacia y le preguntó al encargado si el Viagra realmente funcionaba. “Desde luego que sí -respondió el hombre-. Aquí en confianza le diré que yo mismo la he probado, y da excelentes resultados”. La mujer, deseosa de conocer la pastilla, le pidió al farmacéutico: “¿Podría ponerla sobre el mostrador?”. “Pienso que sí -contestó el hombre-. Pero para eso tendría que tomarme dos”.
Rondín # 6
Al regresar del viaje de bodas el romántico recién casado le preguntó a su flamante mujercita: “¿Te gustó nuestra luna de miel, Susiflor?’’. Respondió ella: “Se me hizo muy corta’’. Él se sorprendió. “¿Muy corta? ¡Fueron tres semanas, mi vida!’’. Dijo ella: “Eso estuvo bien’’.
La mujer de Babalucas se asombró una noche al ver que su marido abría y vaciaba en el baño, una tras otra, seis latas de cerveza. “¿Qué haces?” -le preguntó extrañada. “Estoy ahorrándome molestias -contestó el badulaque-. Así ya no tendré que levantarme en la noche”.
Había que cambiarle el pañal al bebé. La joven esposa le dijo a su marido: “Te toca hacer el cambio”. “Estoy muy ocupado -respondió él-. Cuando termine haré el siguiente”. Poco después el bebé necesitó nuevo pañal. La muchacha llamó a su esposo: “Dijiste que harías el siguiente cambio”. “No -la corrigió él-. Dije que cuando terminara haría el siguiente. El siguiente bebé”.
Don Algón invitó a cenar a una bella chica. Ella pidió los platillos más caros de la carta: los caracoles, el caviar Beluga, la crema de langosta, la ensalada de salmón y el tournedo Rossini, todo rociado con dos botellas del mejor vino de la cava. A los postres la muchachita se despachó un mousse de chocolate, un sorbete de mango y una gran rebanada de pastel, tras de lo cual se bebió tres o cuatro copas de un costosísimo licor. “Oye, linda -le preguntó, molesto, don Algón-. ¿Así cenas en tu casa?’’. “No -respondió la muchacha-. Pero en mi casa nadie me pide nunca lo que me va usted a pedir al terminar la cena’’...
Cierto día desapareció Empédoles Etílez, el borrachín de la colonia. Una semana después volvió a aparecer como si nada. Clamó su esposa al verlo: “¡Dios mío, Empédocles! ¿Dónde estabas? ¡Llevamos una semana buscándote por todos lados! ¡Fuimos a los hospitales; dimos parte a la Policía! ¿Qué te sucedió?”. “Nada, viejita -la tranquilizó el temulento-. Estoy muy bien”. Volvió a preguntar ella: “¿Dónde andabas?”. Respondió Empédocles: “¿Verdad que todos los bares tienen hora feliz? ¡Yo di con uno que tiene semana feliz!’’.
La señora le dijo con molestia al pordiosero: “¿Nadie le ha ofrecido un trabajo?”. “Solamente una persona -respondió el individuo-. Fuera de ella todos me han tratado con mucha bondad”.
Rosibel le dijo a Libidiano, el galán que la cortejaba: “Mis piernas son mis mejores amigas’’. “Qué bueno que así sea -comentó el salaz individuo-, pero no olvides que a veces hasta las mejores amigas tienen que separarse’’.
El científico estaba muy triste. “¿Qué te sucede, Alquimio? -le preguntó un colega. Respondió el otro: “Me pasé 40 años de mi vida buscando la fórmula de una substancia que agrandara tres veces el tamaño de la parte sexual. Por fin ayer di con esa fantástica sustancia’’. “¡Hiciste un descubrimiento formidable! -se entusiasmó el amigo del científico-. ¡Con eso te harás rico! ¡Muy raro será el hombre que no quiera aplicarse esa sustancia! ¿Por qué entonces se te ve tan triste?’’. Contestó don Alquimio echándose a llorar: “¡Solamente funciona en la mujer!’’.
En su primer día de trabajo el nuevo empleado, deseoso de quedar bien con don Algón, llegó a la oficina a las 8:45 de la mañana, quince minutos antes de la hora de entrada, y vio al jefe arreglándose el nudo de la corbata, y a su secretaria componiéndose las medias. Al día siguiente llegó a las 8:30 y encontró al ejecutivo abrochándose la camisa, en tanto que la secretaria procedía a cerrarse el zipper de la falda. Al tercer día le dijo el jefe: “Si mañana llega usted a las 8, queda despedido”.
El juez le preguntó al demandante: “¿Por qué quiere usted divorciarse de su esposa?”. Respondió él: “Porque a mis amigos los trata como si fueran polvo”. Declaró el juzgador: “Eso no constituye causal de divorcio. ¿Qué significa eso de que a sus amigos su esposa los trata como si fueran polvo?”. Explicó el tipo: “A todos los esconde abajo de la cama”.
El borrachín iba pasando, cae que no cae junto a una barda. “¡Hola, cachetona!” -saludó volviendo la vista hacia arriba. Se oyó que una mujer le dijo a otra: “Muchas veces te he advertido que no te sientes sobre la barda. Estamos en un campo nudista”.
Un individuo llegó al hospital. Iba lleno de golpes, herido, lacerado y cubierto de sangre. La enfermera que le tomó sus datos le preguntó: “¿Casado?”. “No, señorita -respondió con voz feble el infeliz-. Esto me lo hice al caerme del autobús”.
Un amigo de Babalucas le dijo: “Voy a practicar el ski acuático’’. “¿Ski acuático? -se extrañó Babalucas-. ¿Y dónde vas a hallar una superficie de agua con la inclinación que se necesita para esquiar?’’.
Pirulina fue a confesarse. “Me acuso, padre -dijo-, de que hice el amor con un hombre’’. Le indicó el sacerdote: “Si estás sinceramente arrepentida, tu pecado te es perdonado’’. Pirulina se alegró: “¡Qué bueno que me lo dice, padrecito! -exclamó feliz-. ¡Desde hoy cada vez que salga con un hombre voy a arrepentirme por adelantado!’’.
La esposa de Empédocles Etílez reprendió a su marido: “No tienes palabra. Me juras que ya no vas a beber, y sigues en la copa’’. “Tú tampoco tienes palabra -farfulló el temulento-. Me juras que si sigo bebiendo te vas a ir de la casa. Sigo bebiendo, a ver si es cierto lo que dices, pero no te vas’’.
Susiflor platicaba con su abuelita acerca de su novio. “¡Es muy romántico! -le dijo-. ¡Me baja el Sol, la Luna y las estrellas!’’. “Está bien -concedió la abuela-, con tal de que eso sea lo único que te baje”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, se quejó en la demarcación de policía de haber sido ultrajada por un tonto. “¿Un tonto?” -se extrañó el encargado. “Sí -explicó la señorita Himenia-. Tuve que decirle cómo”.
Mercuriano le dijo a su novia: “En verdad me quiero casar contigo, Rosibel. Pero recuerda que soy jefe de compras, y antes de adquirir algo siempre pido una muestra”. Contestó ella: “Muestra no te puedo dar, pero referencias puedo ofrecerte muchas”.
Doña Macalota le dijo a su vecina: “Mi marido Chinguetas es un desmemoriado. Lo mandé a comprar pan, y ya verás que se le olvidará traerlo”. Poco después regresó el hombre. Le contó a su esposa: “No vas a creer lo que me sucedió. Al salir del departamento me topé con la vecina, esa mujer de enhiesta grupa de potra arábiga; busto como las cúpulas del palacio del sultán; cintura semejante la de las odaliscas que sacian la sed de amor de los beduinos, y piernas marfilinas como las altas columnas del templo de Isis en Karnak”. (NOTA: La descripción que de la mujer hizo don Chinguetas estaba influida por antiguas lecturas de la revista Vea, insigne publicación sicalíptica de mediados del pasado siglo). Continuó su narración el hombre: “Sin decirme palabra la hermosa mujer me tomó de la mano y me introdujo en su departamento. En su alcoba me incitó en tal manera que sentí renacer en mí los amorosos rijos de la pasada juventud. Tres veces le hice el amor hasta quedar los dos ahítos de voluptuosidad. Después, siempre en silencio, me hizo vestirme, y de la mano me trajo otra vez hasta mi puerta. Y aquí estoy, sin poder creer todavía que ese inefable sueño de amor fue realidad”. Doña Macalota se vuelve a su vecina: “¿Qué te dije? No trajo el pan”...
La casa de mala nota de aquel pequeño pueblo fue clausurada por don Mancerino, el alcalde del lugar. Las muchachas tenían un perico, y acordaron dejarlo en la puerta del convento, seguras de que ahí el pajarraco encontraría asilo. Cubrieron, pues, la jaula con un lienzo, la pusieron junto a la puerta, sonaron la campana y se alejaron. Abrió la madre portera y vio aquel extraño bulto en el umbral. Temerosa, llamó a la superiora y le mostró el objeto. ¿Qué debería hacer con él? La reverenda madre sintió también temor, e hizo venir al padre Juan, capellán del convento. Acudió éste con prontitud, y determinó llevar aquello al interior a fin de examinar su contenido. Lo puso sobre una mesa y, rodeado por las asustadas -pero curiosas- monjitas quitó el trapo que cubría la jaula. El perico, deslumbrado por la súbita luz, se frotó los ojillos con las alas, paseó luego la mirada por el grupo y empezó a decir al tiempo que señalaba a cada monja: “Nueva, nueva, nueva... hola, padre Juan. nueva, nueva, nueva...”.
Rondín # 7
Dos vedettes se encontraron en el vestidor. Una de ellas traía marcada en la pancita una letra A. “¿Qué significa esa letra?” -le preguntó, curiosa, sus compañera. La otra se revisó. “Ah -respondió-, es que mi novio me acaba de abrazar con mucha fuerza. Se llama Afrodisio, y lleva la inicial de su nombre en la hebilla del cinto. Con los apretones se me marcó la letra”. La otra empezó a desvestirse. Traía marcada abajo del ombliguito la letra W. “¿Y esa letra?” -preguntó a su vez la otra. Explicó ella: “Es que mi novio Wintilo es motociclista, y en el arrebato de la pasión sensual se le olvidó quitarse el casco con su inicial”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue de vacaciones a Cancún. Sola en su cuarto de hotel rezó con devoción: “¡San Antonio bendito, mándame un hombre!”. Sucedió que en el hotel se declaró un incendio. En el preciso instante en que la señorita Himenia elevó su oración, ocho bomberos irrumpieron en su cuarto. Exclamó la señorita Himenia: “¡Caramba, San Antoñito, se te pasó la mano!”. Y añadió en seguida con un suspiro de resignación: “Pero, en fin, ya que me pones en este trance ahora dame fuerzas”.
La maestra le puso una prueba a Pepito: “Si tienes mil pesos, y pierdes 975 ¿cuánto te queda?”. Pidió Pepito: “¿No podría ponerme un problema menos triste?”.
Dos viejecitos conversaban en su banca de la plaza. Le preguntó uno al otro: “¿Qué le parecen estos tiempos, señor don Gerontino? La píldora, la minifalda, la liberación femenina, las muchachas viviendo solas. No cabe duda: Llegó la revolución sexual”. Contestó don Gerontino: “No me parece mal. Lo que siento es que la revolución sexual haya llegado cuando a mí ya se me acabó el parque”.
En el retiro devocional para señoras el padre Arsilio le preguntó a doña Panoplia de Altopedo, mujer de buena sociedad: “A dónde quiere usted ir: ¿Al Cielo o al Infierno?”. (Nota: escribo “Infierno” con inicial mayúscula por la imparcialidad que debe presidir mi oficio periodístico). Respondió ella: “El Cielo debe ser agradable, por su clima, pero estoy segura de que en el Infierno encontraré una mejor sociedad”.
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Un pequeño señor entró en el consultorio del doctor Duerf, siquiatra. Iba vestido de Napoleón Bonaparte; llevaba la mano en el pecho y erguía con altivez su mínima estatura. “¿Viene usted a que lo trate?” -le preguntó el analista. “No, doctor -responde el tipo-. Soy Napoleón Bonaparte, servidor de usted, y estoy perfectamente bien. La que me preocupa es mi esposa, Josefina. Insiste en decir que es la señora de González”.
Un gerente de oficina tuvo necesidad de dictar una carta en su casa, y le pidió a su esposa, que trabajaba como secretaria, que le tomara el dictado. “¡Oye! -protestó ella-. ¿No crees que ya tengo bastante de eso en la oficina?”. El marido se resignó, y ya no dijo nada. Fue a la sala, se preparó un jaibol y se puso a ver la tele. La señora pensó entonces que había cometido un error al negarle ese pequeño servicio, y quiso contentarlo. Fue hacia él y se le sentó en las rodillas. Mimosa, le acarició el cabello; le dio besitos en las mejillas, los labios y el cuello, y lo llenó de incitantes caricias. Entonces él le dijo: “¡Oye! ¿No crees que ya tengo bastante de eso en la oficina?”.
Dos policías se presentaron en el departamento de Solicia Sinpitier, otra madura célibe. Le dijeron: “Esperamos haber llegado a tiempo, señorita. Un peligroso violador escapó de la cárcel, y tenemos informes en el sentido de que entró en su casa”. Respondió la señorita Sinpitier: “Vengan mañana . Ahorita se está dando un regaderazo, y luego vamos a cenar y a meternos en la cama”.
La chica en evidente estado de embarazo le preguntó al empleado de la tienda de departamentos: “Perdone, joven: ¿tienen tarjetas para el Día del Padre marcadas ‘A quien corresponda?’”.
El señor y la señora llegaron del cine y sorprendieron a su hija haciendo ciertas cosas con su novio en el sillón de la sala. “¿Qué es esto, Pirulina?’’ -preguntó indignada la señora. “Ay, mami -respondió ella con un gesto de impaciencia-. Tuviste cuatro hijos. A fuerza sabes qué es’’.
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Un oriental que apenas estaba aprendiendo a hablar español le contó a un amigo mexicano: “El pasado domingo tuve una erección”. “¿De veras?” -preguntó el otro-. Y ¿qué hiciste?”. Responde el oriental: “Voté”.
Cebilio Cetácez era hombre de elevada estatura, y tremendamente gordo. El médico le impuso una dieta draconiana que en tres meses le quitó más de 85 kilos. Surgió un problema, sin embargo: la piel le quedó toda colgante. Cebilio parecía violín en funda de tololoche. El doctor recurrió a un expediente radical: le levantó el pellejo por arriba de la cabeza, y cortó lo que sobraba. Unos días después Cetácez fue a una fiesta. Le dijo una chica: “Celebro que hayas salido bien de la operación, pero te quedó un granito muy raro en la nariz’’. Respondió, mohíno, Cetácez: “El granito que dices es mi ombligo. Y eso no es nada: échale un segundo vistazo a mi corbata’’.
Se jubiló don Geroncio, y sus compañeros y compañeras de oficina le organizaron una fiesta de despedida en una quinta campestre. Pasada la medianoche, compañeros y compañeras empezaron a acompañarse mutuamente en uniones pasionales al amparo de las sombras nocturnas. Don Geroncio fue al pipisrúm, y ahí le habló con enconado enojo a su abatida parte. Le dijo, rencoroso: “¡Indeja! ¡Tú también estarías disfrutando si no te hubieras jubilado antes que yo!’’.
En la reunión social le dijo un tipo a otro: “No sabía que tu esposa fuera tan alta’’. “En realidad es bajita -contesta el individuo-, pero cada vez que se pone la faja se aprieta tanto que aumenta 20 centímetros de estatura’’.
Llegó el técnico en refrigeración y le dijo al señor de la casa: “Vengo a ver la congeladora’’. El señor se volteó y gritó: “¡Vieja, aquí te hablan!’’.
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Citar el dicho es obvio, pero obligado. “Éramos muchos y parió la abuela”.
El severo progenitor se enteró de que su hija había sido embarazada por el hijo del vecino. “¡Infame seductor! -clamó furioso-. Pero dejaré de llamarme como me llamo (Nota: se llamaba Leovigilod- si no lo obligo a que te devuelva tu honor!”. “Pero, papá -se preocupó la muchacha-, si lo obligas a que me devuelva mi honor él me pedirá que le devuelva su dinero”.
En la fiesta el achispado señor exponía con enojosa suficiencia sus teorías contra el matrimonio y las mujeres. Decía: “Los hombres deberíamos tener el derecho de cambiar cada año de esposa, así como cada año podemos cambiar de automóvil”. Su señora, cansada ya de los desplantes del marido, le dijo: “Ay, Languidio. Tú para qué quieres cambiar, si hace ya mucho tiempo que ni manejas”.
El jefe de recursos humanos de la empresa le informó al hombre que pedía empleo: “Necesitamos para este puesto a alguien que sepa cumplir órdenes. ¿Usted sabe obedecer?”. “Claro que sé -respondió con firmeza el tipo-. Soy casado”.
Babalucas estaba en un motel con una linda chica. Sonó su celular. Era su esposa. Babalucas le preguntó, asombrado: “-¿Cómo supiste que estaba en el motel?”. En otra ocasión el badulaque fue a Laredo, Texas, y en el centro comercial vio el directorio con un plano y un círculo con la indicación: You are here. Preguntó qué quería decir eso. Le dijeron: “Significa ‘Usted está aquí’”. “¡Méndigos gringos! -exclamó sorprendido Babalucas-. ¡Ya me localizaron!”.
Rondín # 8
La rancherita llegó a la botica del pueblo. Iba llena de moretones y lacerias. Le preguntó el boticario, preocupado. “¿Por qué vienes así?”. Respondió ella: “Es por la tos que da”. Replicó el boticario: “Por fuerte que sea, la tos no puede causar esos efectos”. “-No -aclaró la rancherita-. La tosquedá de mi marido, que me pescó anoche con el compadre Chon”.
¿En qué se parecen las piernas femeninas a los ministros religiosos? Ambos anuncian la gloria allá arriba.
La señorita Peripalda, encargada de dar el catecismo a los niños, le preguntó a Rosilita: “¿Sabes qué es un falso testimonio?’’. “No estoy muy segura -respondió la chiquilla-, pero creo que es algo que se les levanta a los hombres”.
Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, se quejó con la policía de haber recibido una llamada telefónica obscena. Declaró con indignación: “¡Durante una hora y media tuve que estar oyendo las cosas más indecentes que puedan ustedes imaginar!”.
Don Chinguetas le preguntó a doña Macalota: “¿Dónde están mis lentes?”. Le dijo ella: “Los traes en la nariz”. Replicó don Chinguetas: “¿No puedes ser más específica?”.
Optimista es un hombre que quiere casarse. Pesimista es el optimista que se casó.
Minucio, muchacho sumamente bajito, salió una noche al bosque con Alabarda, joven mujer de elevada estatura. En las sombras le pidió un beso, y ella accedió. Para poder besarla Minucio se subió al tronco de un árbol. Caminaron luego por una hora. “¿Puedo darte otro beso?” -preguntó él, esperanzado. Ella guardó silencio. “Dime sí o no -le pidió Minucio-. Ya me cansé de venir cargando el tronco”.
“Estoy embarazada -le dijo la chica a su novio-. Si no te casas conmigo me quitaré la vida”. Respondió él: “Siempre supe que podía contar contigo”.
El jefe le dijo a su empleado: “Todos estos años has sido como un hijo para mí: irrespetuoso, flojo desobediente, irresponsable...” .
La única vez que las esposas escuchan con atención a sus esposos es cuando hablan dormidos.
En tiempos de guerra un soldado alemán atacó a una chica francesa. Al terminar el asalto le dijo con orgullo: “En nueve meses tendrás un pequeño bebé. Llámalo Hans”. Respondió ella al tiempo que se arreglaba la ropa: “En nueve días tendrás una pequeña comezón. Llámala gonorrea”
Le dijo un tipo a otro: “Mi esposa lleva ya una semana sin hablarme”. Pregunta el otro ansiosamente: “¿Cómo le hiciste?”.
Augurio Malsinado tenía tan mala suerte que un día se puso un caracol en la oreja para oír el mar, y sonó ocupado.
Un amigo de Babalucas le hacía la ronda a una bella corista. Le contó a Babalucas: “Antier le regalé a Nalgarina un collar de esmeraldas; ayer le di un anillo de brillantes, y hoy le obsequié un abrigo de piel. Creo que mañana me la tiraré”. “¡Oye no! -le dice el tonto roque-. ¡Ya has hecho demasiado por ella!”.
La señora le dijo al psiquiatra: “Entré en mi recámara y vi a mi hijo adolescente. Se había puesto un vestido, medias, liguero, brassiére, panty y zapatos de tacón alto”. Dijo el analista: “Eso debe ser para usted motivo de atención”. “Claro que sí -admite la señora-. Mil veces le he dicho al muchacho que no se ande poniendo las cosas de su papá”.
En el acto de amor el tigre le propuso a la tigresa: “¿Qué te parece si nos aventamos el salto del hombre?”. Por su parte el perrito le dijo a la perrita: “Esta noche lo haremos de hombrecito”.
”Tenemos seis hijos -le dijo don Geroncio a su mujer el día que cumplieron 50 años de casados-, y siempre he pensado que el menor es de diferente padre que los otros. Dime la verdad: ¿tengo razón?”. “Sí” -respondió la señora bajando la cabeza. “Lo sabía -se dolió don Geroncio. ¿Quién es el padre?”. Sin levantar la vista contestó ella: “Tú”.
Un individuo demacrado llegó al consultorio del doctor Ken Hosanna y le pidió que lo examinara, pues experimentaba síntomas que lo llenaban de preocupación. Lo revisó el facultativo, ordenó algunos análisis, y luego de ver los resultados le dijo sin más: “Tiene usted Ligs”. “¿Ligs? -se preocupó el sujeto-. ¿Qué es eso?”. Detalló el médico: “Lepra, influenza, gonorrea y sida”. “¡Mano Poderosa! -exclamó el tipo, que había aprendido de su abuelita esa jaculatoria-. ¿Qué se puede hacer, doctor?”. Le indicó el galeno: “Los males que padece son tremendamente infecciosos. Lo pondremos en una habitación aislada, sin contacto con nadie, y lo someteremos a una dieta a base exclusivamente de tortillas”. Preguntó el desdichado con voz esperanzada: ¿Me ayudará esa dieta de tortillas?”. “No -respondió el médico-. Pero las tortillas son el único alimento que vamos a poder pasarle por debajo de la puerta”.
El doctor examinaba a los reclutas en busca de enfermedades venéreas. Les iba diciendo: “Lo encuentro bien. Lo encuentro bien.”. Cuando le llegó el turno a Meñico Maldotado le dijo: “No lo encuentro”.
Los antiguos compañeros de colegio del señor Farfalo se sorprendieron al verlo llegar a la reunión anual del grupo con una arracada en la nariz. “¿Desde cuándo usas eso?” -le preguntaron asombrados. Respondió, mohíno, él: “Desde que a mi amiguita se le cayó la arracada en mi coche, y la encontró mi esposa, y ella misma me la puso a la fuerza en la nariz”.
Rondín # 9
Le dijo un tipo a otro: “Estoy muy preocupado. Mi doctor me dio dos aspirinas y un boleto de ida a Lourdes”.
Un espermatozoide extravió el rumbo, y se perdió en ese complicado laberinto que es el cuerpo humano. Llegó al hígado y le preguntó: “¿Qué haces?”. Respondió el hígado: “Desintoxico el organismo”. Llegó el espermatozoide hasta el riñón, y le hizo la misma pregunta: “¿Qué haces?”. Contestó el riñón: “Produzco la orina”. Llegó el espermatozoide a donde estaba el corazón y le preguntó: “¿Qué haces?”. Le dijo el corazón: “Palpito”. “¡Qué coincidencia! -se alegró el espermatozoide-. ¡Yo de ahí vengo!”.
“Me duelen los cojones”. Así, con laconismo estoico quizá heredado de su paisano Séneca, le dijo Venancio al médico de la familia. Éste, hombre de edad nutrido en las lecturas del Padre Coloma y don José María Pemán, se mortificó al oír aquel término vulgar: “cojones”. Le pidió a Venancio: “Por favor no use en mi presencia vocablo tan plebeyo”. “¿Entonces cómo debo decir?” -se azoró el visitante. “Emplee una palabra clave -sugirió el facultativo-. Diga, por ejemplo, ‘concejales’. ‘Me duelen los concejales’. Yo entenderé”. Después de examinarle la susodicha parte el galeno le extendió una receta, y el tipo se retiró. Pasaron unos meses, y Venancio volvió al consultorio. El médico recordó su malestar y le preguntó: “¿Qué tal, amigo? ¿Cómo van esos concejales?”. “Los concejales están bien, doctor -contestó Venancio-. Ahora el que no quiere levantar la cabeza es el alcalde”.
La mamá de Pepito tenía un embarazo de 8 meses. Cuando el niño le preguntó por qué estaba tan gorda ella le contestó: “Es que traigo un bebé en mi pancita”. Pepito guardó silencio. “¿Qué piensas?” -le peguntó la señora. Respondió el chiquillo: “Me estoy preguntando por dónde se metería ahí”.
Un automovilista iba de noche por el campo, y su vehículo sufrió una descompostura. Llovía torrencialmente, y no pasaba nadie por la carretera. El viajero miró a lo lejos una luz y caminó hacia ella. Resultó ser la casa de una anciana que vivía ahí con su hija, mujer tremendamente fea. Bizca, tenía hirsutos los pelos, escasos los dientes, y un lobanillo enorme en la nariz. Patoja, pernituerta, anadeaba visiblemente al caminar. La madre recibió al viajero con afabilidad; le dio un vaso de ron y luego le sirvió una copiosa cena. Después lo condujo a la habitación donde pasaría la noche. Ahí le dijo: “Mi hija no puede ver a un hombre sin desearlo. Le ruego que use alguna protección”. “La usaré -prometió el viajero-. Voy a ponerle triple cerrojo a la puerta”.
Mezzo Soprano, el miembro de más baja estatura de la célebre familia de mafiosos, llamó a su guardaespaldas, el joven gangster Maiale Soppiattone, y le ordenó con cavernosa voz: “Ve al baño y satisfácete a ti mismo”. El pistolero no se atrevía jamás a cuestionar las órdenes del capo, de modo que acató aquel mandato inexplicable. “Misión cumplida” -le dijo al regresar del baño. “Ahora ve y haz otra vez lo mismo” -le ordenó de nueva cuenta Mezzo. Aunque en esta ocasión tardó un poco más de tiempo, igualmente obedeció Maiale. “Hazlo una vez más” -le mandó, terminante, Soprano. Hizo un ingente esfuerzo Soppiattone y logró, no sin grandes empeños físicos y de imaginación, dar cumplimiento a la imperiosa exigencia del padrone. Con eso quedó exhausto, exánime y exangüe. “Ahora sí -le dijo entonces el mafioso-. Lleva a mi hija de regreso a Brooklyn”.
Don Eglogio, labriego acomodado, estaba casado con doña Crótala, mujer de aspérrimo carácter. Cierto día el hombre araba la tierra con una mula, y su fiera consorte lo acosaba, como de costumbre, con sus impertinencias. De pronto la mula tiró una fuerte coz que mandó al otro mundo a la señora. En el funeral el cura párroco del pueblo observó que a las mujeres que le daban el pésame don Eglogio les decía que sí con la cabeza, y a los hombres que no. Le preguntó la razón de eso. Explicó don Eglogio: “Las mujeres me comentan que parece que mi mujer está dormida, y les digo que sí. Los hombres me preguntan si la mula está en venta, y les digo que no”.
Doña Frigidia veía la tele en la cama. Su esposo don Frustracio se le acercó con intención erótica. Le dijo ella: “Espérate a los comerciales”.
La mujer le dijo al psiquiatra: “Soy ninfómana”. “Entiendo -replicó el analista-. Y si me suelta lo que me tiene agarrado podré escucharla mejor”.
Le preguntó Pirulina a su galán: “¿Cómo se llama esa abertura que tiene tu coche en el techo?”. Respondió él: “Se llama ‘quemacocos’”. “Ah, vaya -dice ella-. Pensé que se llamaría ‘extiendepiernas’”.
Una señora pidió en la farmacia preservativos negros. Dijo: “Hace dos meses falleció mi esposo, y le estoy guardando luto”.
Don Languidio, señor de edad madura, se sorprendió al ver que a la hora de ir a la cama su mujer se acostaba en el suelo. “¿Por qué haces eso?” -le preguntó extrañado. Respondió ella con sequedad: “Porque para variar quiero sentir algo duro”.
Se llamaba Másculo -“Con acento en la a, por favor”, insistía siempre-, y se apellidaba Machín. Vivía en el piso alto de un edificio de departamentos. A través de la ventana veía por las mañanas a una hermosa mujer de esculturales formas cuyo departamento estaba frente al suyo, patio de por medio. La exuberante dama se mostraba en ropas bastante menores, pues no traía ninguna. Él la miraba embelesado, y al verla sentía en su interior -y en su exterior más- el urente llamado de la carne, tan potente que suele anular en los humanos todo sentido de la sindéresis y la ponderación. Por causa de esa pasión insana el rey Rodrigo. (Nota de la redacción: Nuestro estimado colaborador narra en 14 fojas útiles y vuelta la leyenda del rey Rodrigo y la pérdida de España, relato que, aunque interesante, nos vemos en la penosa necesidad de suprimir por falta de espacio). Cierto día la tentadora fémina le hizo una seña a Másculo -con acento en la a, por favor- como invitándolo a que la visitara. Calculó el excitado Machín cuál sería el departamento de la bella, y a toda prisa se dirigió hacia él poseído de ignífera pasión. Llamó a la puerta y ¡oh sorpresa!: Se había equivocado. En vez de ver a la muchacha se encontró frente a un negro de estatura gigantesca y musculatura de coloso que sin decir palabra lo introdujo en su departamento y lo hizo sufrir un destino peor que la muerte. Mohíno, encalabrinado, Machín volvió a su habitáculo a rumiar aquella desventura. Al día siguiente sucedió lo mismo: La bella mujer le hizo la seña invitadora; acudió él tratando de calcular mejor cuál sería el departamento de la hurí; se equivocó de nuevo, y otra vez cayó en manos -y todo lo demás- del musculoso negro. Cuatro o cinco veces más volvió a pasar aquello. Finalmente un día Másculo acertó. Llamó a la puerta y le abrió la guapísima dama, que no llevaba encima más que unas cuantas gotas de Chanel número 5. “Pasa” -le dijo con sugestiva voz al tiempo que hacía a un lado una de las gotas para verse aún más provocativa. Respondió Másculo (con acento en la a, por favor): “Perdone usted. En realidad vengo buscando al negro”.
La adivinadora de la suerte le anunció a la ranita: “Conocerás a un guapo muchacho que querrá saberlo todo acerca de ti”. “¿Dónde lo conoceré? -preguntó ansiosamente la ranita-. ¿En un bar? ¿En una fiesta?”. “No -le dice la adivinadora-. En el laboratorio de la clase de Biología”.
“Fui al cine -relató Babalucas-, pero nunca abrieron la taquilla. Y la película se veía interesante: ‘Cerrado por reparaciones’”.
Un buen amigo consoló a Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna: “No te mortifiques. Tus parejas ni siquiera se fijarán en eso. Estarán demasiado preocupadas por el tamaño de sus bubis”.
¿Qué es lo peor que una madre le puede decir a su hijo? “Debí haberte comido cuando tuve la oportunidad”.
Cómo se le llama a un hombre con tres pelotas? Malabarista. (¿O qué pensaste?).
“Lo siento, señorita -le dijo el cajero del banco a la muchacha-. Este billete de 500 pesos es falso”. “¡Santo Cielo! -exclamó ella-. ¡Me violaron!”.
En el bar un caballero más que maduro entabló conversación con la bella chica que se sentó a su lado en la barra. Le preguntó: “¿Vengo aquí con frecuencia, linda?”.
Rondín # 10
Un indio piel roja se presentó en el consultorio del doctor Ken Hosanna y le dijo con voz ronca: “Gran Jefe, no caca”. El médico entendió que el anciano jefe de la tribu estaba sufriendo de constipación, de modo que le dio al enviado un frasco con una purga ligera para que se la tomara el enfermo. Dos días después regresó el piel roja y repitió:”Gran Jefe, no caca”. El facultativo le entregó un purgante más fuerte. Sucedió lo mismo: Transcurrió un par de días y volvió el mensajero: “Gran Jefe, no caca”. El galeno, entonces, le dio una potente purga de caballo para que se la tomara el anciano guerrero. A los dos días regresó el piel roja y dijo con tono sombrío: “Gran caca, no Jefe”.
Una monja iba caminando cerca de un campo militar de Texas. Vestía los amplios y holgados hábitos de las Madres de la Reverberación. En eso llegó a todo correr un joven soldado. Casi sin aliento le dijo a la sor: “Madre: Permítame esconderme abajo de sus hábitos. La Policía Militar me persigue porque deserté. Soy recién casado, y mi esposa acaba de tener un bebé. ¡No quiero ir a Afganistán!”. La religiosa, compasiva, se levantó los hábitos, y el muchacho se ocultó bajo ellos. Apenas acababa de hacerlo cuando llegaron dos forzudos policías militares. “Perdone, reverenda madre -dijo uno de ellos-. ¿No vio por aquí a un soldado?”. “Sí lo vi -contestó la sor-. Iba corriendo, y se dirigió hacia allá”. A toda prisa partieron los soldados en esa dirección. “Puedes salir, hijo -le dijo entonces la monja al desertor-. Los policías se fueron ya”. Salió, en efecto, el joven soldado. “Gracias, madre -le dijo a la religiosa-. Me ha salvado usted la vida. Pero, perdóneme la indiscreción: Me llamó mucho la atención ver que tiene usted bastante vello en las piernas. Mi esposa usa una crema depilatoria que le ha dado excelentes resultados. Si quiere se la consigo”. “De nada servirá eso, hijo -respondió la monja-. Si te hubieras fijado más arriba habrías visto algunas otras cosas que también te habrían llamado mucho la atención. Yo tampoco quiero ir a Afganistán”.
Historias del querido médico saltillense Carlos Cárdenas, el Rayito inolvidable. Decía que hay dos males que no se curan ni con todos los remedios conocidos: las reumas y lo pendejo. En cierta ocasión, al dar comienzo a una operación quirúrgica particularmente difícil, alzó los ojos al cielo e invocó: “¡Ilumíname, Virgencita!”. La enfermera movió la lámpara del quirófano para alumbrar mejor con ella el campo operatorio. Y dijo el Rayito: “Le estoy hablando a la de arriba, tonta. Tú ya ni eres”.
Recuerdos de Jacobo M. Aguirre, poeta municipal, quien por sus cotidianas libaciones era llevado frecuentemente a la comisaría. Le preguntaba el gendarme de turno cuál era su ocupación. “Poeta” -manifestaba don Jacobo irguiendo toda su desmedrada estatura. Y el jenízaro anotaba: “Sin oficio conocido”.
Anécdota de don Sabas, cuya señora se quejaba de que quería más a su perra, la Muñeca, que a ella. Un día don Sabas las encerró a las dos en el cuarto de los triques y las tuvo horas y horas en esa reclusión, sin agua ni comida. Cuando avanzada ya la noche les abrió la puerta, la mujer salió gritándole horribles maldiciones y dicterios; la perrita, en cambio, brincaba feliz lamiéndole la cara y meneándole la cola. “¿Lo ves? -le dijo don Sabas a su esposa-. La quiero más que a ti porque ella me quiere más que tú”.
Relato del recién casado, rústico sujeto, que invitó a parientes, amigos y vecinos a la bendición por el cura de su nueva casa. Tras asperjar el agua bendita en la sala, el comedor y la cocina, el párroco llegó a la recámara, seguido por los invitados, y ahí le dijo al hombre: “Ahora le voy a bendecir el tálamo, para que usted y su señora tengan numerosa descendencia”. “Eso sí que no, padrecito” -opuso el tipo, terminante. “¿Por qué no, hijo?” -se sorprendió el sacerdote. Contestó el rudo individuo: “Porque no me voy a sacar aquí el tálamo para que me lo bendiga delante de tanta gente, sobre todo que hay señoras”.
Evocación de la costumbre de llamar “recaditos” a las botellas pequeñas de la cerveza Carta Blanca.
Memorias del Padre Rosendo, cura párroco de Arteaga, hermoso pueblo mágico vecino de mi natal Saltillo. Tenía vacas lecheras el señor cura. Y tres botes tenía para poner la leche que le daban: uno grande, marcado con la letra C; otro mediano, que llevaba la letra P, y el último, de menor tamaño, señalado con la letra A. Antes de verter la leche en ellos los ponía bajo el chorro del agua de la llave. Al tiempo que caía el agua en el bote grande, el marcado con la letra C, el Padre Rosendo rezaba un credo, y al término de la oración cerraba la llave. En seguida ponía el mediano, el de la letra P, y rezaba un padrenuestro. Por último le echaba el agua al bote más pequeño, el marcado con la A, mientras rezaba un avemaría. Luego, ya con el agua en los botes, terminaba de llenarlos con la leche. Sostenía don Rosendo que ciertamente era delito -y a lo mejor también pecado- echarle agua a la leche, pero que ni la ley humana ni los mandamientos divinos decían nada acerca de echarle leche al agua. Todas esas cosas, y muchas más de la misma sabrosura, las cuenta Luis Neftalí Dávila Flores, compañero mío de colegio, en su precioso libro “Saltillo-Arteaga-Ramos Arizpe y anexas”.
Un tipo le dijo a otro: “Te necesitamos para completar el cuarto”. Preguntó el otro: “¿Dominó?”. Responde el primero: “No. Orgía”. Relató otro individuo: “Mi esposa me dijo que combináramos nuestros intereses. Así, el próximo sábado yo haré una orgía, y ella venderá artículos de tocador entre los invitados”.
En la celebración de sus bodas de oro matrimoniales el señor se puso en pie, levantó su copa y dijo: “Quiero brindar por la persona que a lo largo de estos 50 años me ha acompañado en las buenas y las malas; me ha dado consuelo en la desdicha, y me ha brindado su consejo y su ayuda en tiempos de dificultad. ¡El cantinero del club!”.
En la noche del Titanic un pasajero borracho le dijo a su compañero de ebriedad: “No te preocupes, Grogo. Están inclinando el barco para llenar la alberca”.
El doctor Ken Hosanna andaba mohíno. Le preguntó un colega: “¿Qué te pasa?”. Responde el facultativo: “¿Recuerdas el viejo dicho según el cual una manzana al día mantiene alejado al médico?”. “Sí lo recuerdo -dice el otro-. ‘An apple a day keeps the doctor away’”. “Bueno -completa, hosco, el galeno-. Todas las noches al irnos a la cama mi mujer me pone enfrente una manzana”.
El sábado Empédocles Etílez compró dos cajas de cerveza en vez de una. Le explicó a su esposa: “Siempre me estás diciendo que planee para el día de mañana”.
Babalucas le reclamó a la empleada de la biblioteca pública: “Deberían ustedes escoger mejor los libros que ofrecen. El último que me llevé estaba muy aburrido: Demasiados personajes y nada de acción”. La empleada se vuelve hacia la directora y le dice: “Ya apareció el que se llevó el directorio telefónico”.
La señora salió del consultorio del doctor Wetnose, ginecólogo, y le dijo a su marido, que la esperaba en la recepción: “Tenía yo razón, Gualterio. Eran aspirinas, no pastillas anticonceptivas”.
El papá de Rosilita subió al tejado de la casa para tapar una gotera. Perdió pisada y cayó desde lo alto. Dolido, quebrantado, pudo apenas llegar a la puerta y tocar el timbre. Abre la niña, ve a su papá así, todo maltrecho, y le pregunta: “¿Qué me trajiste?”.
Pepito recibió en la escuela la primera clase de educación sexual. Al salir del salón le dice a su amigo Juanilito: “No sé tú, pero para mí las caricaturas de la tele acaban de perder todo interés”.
Antes las parejas tenían que casarse para saber de sexo. Ahora tienen que saber de sexo para no casarse.
Don Chinguetas llegó a su casa y encontró a su esposa Macalota bañada en lágrimas. “¿Qué te sucede?” -le preguntó alarmado. “Es mi telenovela -respondió ella entre sollozos-. A la protagonista le detectaron una enfermedad terminal. Su esposo fue la ruina a causa de un mal negocio que hizo. La hija de ellos quedó embarazada de un hombre casado. Su hijo está en la cárcel por tráfico de drogas. Los abuelos perecieron al incendiarse su casa.”. “¡Qué barbaridad! -exclamó don Chinguetas-. ¿Cómo se llama esa telenovela?”. Responde doña Macalota entre sus lágrimas: “Se llama ‘La vida es bella’”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, logró por fin que Susiflor, muchacha candorosa, fuera con él a su departamento La invitó a sentarse en el sillón de la sala, le sirvió una copa, y luego se sentó a su lado y apagó la única lámpara que había encendido. La ingenua chica le preguntó: “¿Estás ahorrando energía?”. “No -replicó el salaz sujeto-. Me dispongo a gastar toda la que tengo”.
Rondín # 11
Un campesino fue al pueblo a vender un pato. Pasó por el cine y le atrajo la película. A fin de poder entrar se metió el pato abajo del pantalón. El hombre acertó a quedar junto a Himenia Camafría, madura señorita soltera, que había ido al cine en compañía de su amiguita Solicia Sinpitier, célibe como ella. Cuando se apagó la luz el pato sacó la cabeza por la bragueta del pantalón del campesino. Llena de inquietud la señorita Himenia le dijo por lo bajo a su amiguita: “Algo se le salió del pantalón al hombre que está a mi lado”. “No hagas caso -le dijo también en voz baja Solicia-. Todas son iguales”. “Ésta es diferente -repuso la señorita Himenia-. Se está comiendo mis palomitas”.
El técnico del equipo de futbol le contó a su asistente: “Anoche tuve un sueño fantástico. Soñé a una estupenda rubia de esculturales formas. Tenía ojos de cielo; mejillas níveas; cuello de gacela; hombros ebúrneos; senos como cálices de marfil con botones de rosa; cintura cimbreante de palmera; enhiesta grupa y, lo mejor de todo.”. “¿Qué, qué?” -preguntó con ansiedad el asistente. Exclama el técnico lleno de entusiasmo: “¡Tenía un hermano de 1.90 de estatura, ágil y rápido como pantera, ideal para portero!”.
El árbitro de futbol bebía, solitario en el bar. Un compañero lo vio así y le preguntó: “¿Qué te sucede?”. Responde el otro: “Llegué a mi casa y encontré a mi mujer en brazos de un desconocido”. “¡Qué barbaridad! -se consternó el otro-. Y ¿qué hiciste?”. “Lo que tenía que hacer -responde con tono enérgico el silbante-. A él le saqué tarjeta roja, y a ella amarilla”.
Un joven futbolista llanero, defensa de su equipo, recibió un fuerte balonazo en la región de la entrepierna. A consecuencia del golpe su parte varonil le quedó tundida y lacerada. Eso, aparte de dolerle, lo mortificó bastante, pues una semana después iba a contraer matrimonio, y no podía llegar al desposorio con su atributo en tan penosa condición. Fue con un médico. El facultativo después de examinarlo, le dijo: “Su problema no es tan grave, joven. Le voy a poner su parte en una armazón protectora a fin de evitar que el roce con la ropa retrase el alivio. Eso sí: Tendrá que dejarse esa armazón hasta una semana después de la boda. Entonces podrá retirarla, y consumar el matrimonio”. Dicho eso el médico procedió a proteger la consabida parte con una pequeña armazón hecha de alambre y varitas. El joven futbolista no le contó aquello a su novia, por la pena que le causaba llevar ese artilugio en su pudenda parte. Cuando llegó la noche de las nupcias ella se presentó al natural ante él y le dijo con emotivo acento: “Eres el primer hombre que ve mi cuerpo así, y el primero también que pondrá en mí sus manos y todo lo demás. Soy señorita doncella; virgen sin mácula o mancilla. Mi pureza la he guardado, íntegra, sólo para ti”. El joven futbolista respondió al tiempo que se bajaba la ropa que le cubría su parte varonil: “Yo no me quedo atrás. También soy puro e íntegro. Mira: Todavía la traigo en su empaque original”.
Un aficionado al futbol se quejó con un amigo: “Mi esposa nunca me deja ir al futbol los sábados en la tarde”. “Hazle como yo -le aconsejó el otro-. Al terminar la comida le digo a mi mujer: ‘¿Nos pasamos toda la tarde haciendo el amor, o me voy al futbol?’. Ella siempre me contesta: ‘Nomás no regreses tan tarde’”.
El equipo andaba muy mal: De los ocho primeros juegos de la temporada perdió siete, y luego entró en una mala racha. El técnico decidió darles una lección a los jugadores. Los reunió y les dijo: “Parece que no conocen ustedes el juego, de modo que voy a empezar desde el principio. Miren: Esto que tengo en las manos es un balón de futbol. El juego consiste en tratar de meterlo dentro de la portería del equipo rival”. Desde el fondo se oyó la voz de uno de los jugadores: “No tan aprisa, por favor”.
La señora le dijo a su marido: “Podrás ir a ver a tu equipo sólo si me haces el amor”. El tipo miró a su esposa en la cama, lo pensó un poco y luego dijo: “¡No, ni que anduviera tan bien el equipo!”.
Declaró un aficionado: “Para algunos el futbol es cosa de vida o muerte. La verdad es que es algo mucho más importante que eso”.
Un futbolista llanero tenía problemas con su esposa, que no gustaba del juego. Le sugirió un amigo: “Llévala a los partidos. Así se aficionará al futbol”. “Lo dudo -dijo el otro-. Al contrario, pienso que no tomará en serio el juego”. Insistió el amigo: “Haz la prueba, a ver qué pasa”. En efecto, el futbolista empezó a llevar a su mujer a los juegos. Pocas semanas después el amigo le reveló, apenado: “Mientras tú estás en el campo tu mujer se va atrás de los árboles con los jugadores de la banca”. “¡Infame! -estalla el futbolista: “¡Ya sabía yo que no iba a tomar el juego en serio!”.
Le dijo un tipo a otro: “Compadre: Estoy muy preocupado”. “¿Por qué?” -inquirió el otro. Responde el primero: “Creo que su señora esposa, mi comadre, nos está engañando”.
Los arqueólogos encontraron en Tierra Santa los restos de un hombre que murió en tiempos del Antiguo Testamento, y determinaron con absoluta precisión la causa de su muerte: Infarto fulminante. Y es que a su lado vieron una tablilla de barro que decía: “Voy 500 dracmas a Goliat”.
Pepito estaba inquieto, desasosegado: “¿Qué te sucede?” -le preguntó su amigo Juanilito. Responde el chiquillo: “Mis papás me dijeron que me enviarán a pasar los dos meses de vacaciones con mis abuelos”. Opina Juanilito: “Eso no es tan malo”. Con acento sombrío dice Pepito: “Los cuatro están en el panteón”.
Definición de “fresa”: “Un hombre que se sale de la regadera a hacer pipí”.
Babalucas trabajaba en un restorán de comida rápida. Entró un asaltante y le ordenó apuntándole con su revólver: “¡Dame todo el dinero!”. Preguntó Babalucas: “¿Para llevar?”.
“Juguemos a las escondidas -le propuso Himenia Camafría, madura señorita soltera, a don Vetulio, el maduro galán que la visitó aquella tarde-. Voy a esconderme. Si me encuentra usted tendrá derecho a darme un beso. Si no me encuentra estaré atrás del piano”.
“Doctor -anunció la enfermera-. En la recepción está el Hombre Invisible”. Respondió el facultativo: “Dígale que hoy no puedo verlo”.
Cierto tipo excesivamente gordo acudió a la consulta de un nutriólogo. Le dijo éste: “Sé de un modo seguro para hacerlo bajar de peso. Consiste en que todos los alimentos deberá tomarlos por la parte de atrás de su cuerpo”. Al sujeto ese método reductivo no dejó de parecerle algo radical, pero ya había puesto en práctica inútilmente todas las dietas habidas y por haber, de modo que decidió probar ésa. A las cinco semanas regresó feliz con el nutriólogo: Había perdido 30 kilos. “Eso de comer por atrás -le dijo al especialista- me dio un resultado fantástico”. “Lo felicito -dijo el facultativo-. Pero ¿por qué mueve así las pompas?”. Explica el individuo: “Estoy masticando chicle”.
Las 12 del mediodía en punto marcaba el reloj de la cantina “El inmortal invento de Noé” cuando entró en ella Comodino Peroné, empleado de oficina. El tabernero, que lo conocía bien pues Comodino era cliente asiduo del establecimiento, le preguntó extrañado: “¿Qué haces aquí a esta hora?”. Respondió Peroné: “Mi jefe se salió de la oficina, cosa que nunca hace, y dijo que no regresaría ya. Aproveché su ausencia para salirme yo también y tomarme el día libre. Vengo a echarme una cervecita. Después iré a mi casa; comeré ahí con mi señora, y luego me pondré a ver la tele y a descansar el resto del día”. En efecto, el tal Comodino se bebió su cheve muy a su sabor. “Tómate otra” -le dijo el cantinero. “No -declinó Peroné la invitación-. A esta hora mi mujer ya tiene lista la comida. Quiero llegar a tiempo de comer con ella”. Salió en efecto. Grande fue la sorpresa del tabernero cuando poco después lo vio entrar de nuevo en la cantina. “¿Por qué volviste?” -le preguntó intrigado. Explicó Comodino: “Llegué a mi casa, y mi mujer no estaba en la cocina. Subí a la recámara y en ella escuché ruidos. Abrí la puerta con cuidado, y vi a mi esposa en la cama con mi jefe. Apenas estaban en los preliminares, de modo que me dije: ‘Tengo tiempo de ir a tomarme otra cervecita’”.
La linda muchacha le dijo al médico: “Mi marido y yo tenemos ya tres meses de casados y todavía no me ha hecho el amor”. El facultativo habló con el esposo y descubrió asombrado que el tontiloco no sabía nada de la vida. Decidió aplicarle un tratamiento radical, y en su presencia le hizo el amor a la chica. Le dijo al joven: “Esto es lo que necesita su esposa. Y lo necesita todos los días”. “Va a estar difícil -respondió el pasmarote-. Sólo la puedo traer los martes y los jueves”.
Un borracho se iba arrastrando por los durmientes de una vía del ferrocarril. Decía: “¡Maldita escalera! ¡No acaba uno nunca de subirla!”.
Rondín # 12
Don Ultimiano estaba en el lecho de agonía. Le dijo a su mujer: “Ahora que me vaya quiero que te cases con Camelino Patané”. “¿Camelino Patané? -se sorprendió ella-. Pensé que odiabas a Camelino Patané”. Replica don Ultimiano: “Precisamente”.
El señor obispo fue a jugar golf, y llevó a una monjita para que le sirviera de caddie. Hizo Su Excelencia el primer tiro, y abanicó el aire. Exclamó con enojo: “¡Tiznada madre! ¡Fallé el tiro!”. “Monseñor -se azaró la religiosa-. No maldiga usted así. Podría caerle un rayo”. “Perdone, reverenda madre” -se disculpó el jerarca-. Hizo de nuevo el tiro. La pelota describió una curva y fue a caer al rough. “¡Tiznada madre! -volvió a proferir el dignatario-. ¡Fallé el tiro!”. “Su Excelencia -volvió a turbarse la monjita-, le ruego que no diga esas palabras. El Señor podría irritarse con usted y fulminarlo con un rayo del cielo”. “Perdóneme, madre -repitió el obispo-. Es que esto del golf no es juego: Es tortura”. Hizo un nuevo tiro y la pelotita cayó en una trampa de arena. “¡Tiznada madre! -exclamó de nueva cuenta el eclesiástico-. ¡Fallé el tiro!”. En eso se abrieron las nubes, y de ellas salió un terrible rayo que fue a caerle ¡a la monjita! Se escuchó una majestuosa voz venida de lo alto: “¡Tiznada madre! ¡Fallé el tiro!”.
Don Abraham, dueño de la tienda del pueblo, tenía un hijo que iba a contraer matrimonio. “Ahora que te cases -le dijo- usa lo más posible este dedo. Eso le gustará a tu esposa”. Y le mostró el dedo de en medio. “¿Ese dedo? -se sorprendió el muchacho-. ¿Para qué?”. Le explicó don Abraham: “Es el que se usa para marcar las ventas en la caja registradora. Mientras más lo uses, mejor podrás mantener a tu mujer”.
El elefante contempló al hombre desnudo y le dijo: “Se ve simpática, pero ¿puedes agarrar cacahuates con ella?”.
Babalucas y su amigo Boborrongo contrataron a un piloto para que los llevara en su avioneta a un remoto paraje donde cazarían venados bura, animales que por su alzada y peso se conocen en inglés como mule deer, venados mula. Cazaron tres cada uno. Llegado el día del regreso el piloto les hizo saber que sólo podrían llevar cuatro de los seis venados, pues la capacidad de carga del pequeño avión no daba para más. Ellos alegaron que el año anterior también había cazado seis buras, y el piloto les había permitido llevarlos todos. “Y la avioneta -adujo Babalucas- era del mismo tipo, modelo y capacidad que ésta”. No muy convencido el piloto terminó por aceptar que los cazadores llevaran consigo los seis venados. Pero apenas había levantado el vuelo cuando la avioneta empezó a perder altura por el excesivo peso que llevaba, y terminó por estrellarse en la espesura. Maltrechos, quebrantados, doloridos, salieron los tres pasajeros de la destruida nave. Le preguntó Boborrongo, preocupado, a Babalucas: “¿Sabes dónde nos encontramos?”. “Sí -contestó él-. Más o menos en el mismo sitio donde nos estrellamos el año pasado”.
Dijo el conferencista: “Las hembras de algunos animales devoran a sus crías”. Comentó por lo bajo la mamá del adolescente: “Me lo explico”.
La mamá de Pepito lo amonestó: “Si sigues chupándote el dedo te vas a poner panzón”. El mismo día llegó de visita la tía de Pepito, que tenía un embarazo de ocho meses. “¡Ajá! -le dijo el chiquillo-. ¡Ya sé lo que has estado haciendo!”.
Don Avaricio le preguntó a su hijo: “¿Cuánto costó la última cita con tu novia?”. Respondió el muchacho: “50 pesos”. “Está bien -refunfuñó el ruin sujeto-. No es mucho”. Dice el muchacho: “Eso es todo lo que ella traía”.
Pirulina le confesó al Padre Arsilio lo que había hecho con su novio la noche anterior. “De penitencia -le dijo el buen sacerdote- te pondré 10 avemarías”. “Póngame 20, padrecito -le sugirió Pirulina-. Seguramente esta noche le vamos a seguir”.
Dulcilí, muchacha ingenua, sin ciencia de la vida, contrajo matrimonio. Al día siguiente de la noche de bodas su flamante marido se extrañó al verla beber un vaso tras otro de agua. Le preguntó: “¿Tienes mucha sed?”. “No -contestó ella-. Quiero ver si todavía retengo el agua”.
Libidiano tenía un amigo llamado Picio, muy tímido y además poco agraciado. Le consiguió una cita con una chica. Le dijo que debía pasar por ella a su casa tal día y a tal hora. “¿Y si no me gusta?” -se inquietó Picio. “Si no te gusta -lo instruyó Libidiano-, cuando la veas haz: ‘¡Arrrrgh!’; dile que estás teniendo un ataque de asma y retírate”. El día fijado vistió Picio sus mejores galas y fue a la casa de la chica. Tocó el timbre. Abrió ella, vio a Picio e hizo: “¡Arrrrgh!”.
Doña Gorgolota tenía una hija muy bonita. El novio de la muchacha le fue a pedir su mano. “¿De modo -le preguntó con hosquedad la fiera señora al pretendiente- que quiere usted ser mi yerno?”. Respondió el muchacho: “No. Pero si me caso con su hija debo atenerme a las consecuencias”.
¿Qué le dijo el ciempiés macho a la hembra en su noche nupcial? “Abre las piernitas, mi amor. Abre las piernitas, mi amor. Abre las piernitas, mi amor. Abre las piernitas mi amor.”
La pizpireta novia del hijo de Babalucas le informó a su galán que iba a tener un hijo. De inmediato la esposa de Babalucas le dijo al muchacho: “Lo más probable es que no sea tuyo”. Días después la hija de Babalucas les salió a sus papás con la novedad de que estaba ligeramente embarazada. Le dijo al punto Babalucas: “Lo más probable es que no sea tuyo”.
En España la palabra “joder” significa “practicar el coito”. Una andaluza fue a Madrid, y lo primero que hizo fue buscar un restaurante que le habían dicho, era de superior calidad, si bien bastante caro. Aunque sus medios no eran muy sobrados quiso darse el gusto de comer ahí. Lo hizo muy a su sabor. Cuando pidió la cuenta se quedó estupefacta: Ascendía a cerca de 300 euros. No había nada que hacer, sin embargo, de modo que le dio su tarjeta de crédito al mesero. Cuando éste regresó, la mujer le pidió: “¿Me hace el favor de ponerme las manos en el busto?”. “¿Cómo?” -preguntó boquiabierto el sujeto, que creyó no haber oído bien. Repitió ella: “Le estoy pidiendo que por favor me ponga las manos en el busto mientras firmo el voucher”. “¿Por qué, señora?” -se inquietó el camarero. Explicó la mujer: “Es que me gusta que me agarren las bubis cuando me están jodiendo”.
“La cigüeña va a venir a la casa -le anunció el papá de Pepito al chiquitín-, y traerá un bebé”. “¡No lo puedo creer! -exclamó Pepito con asombro-. ¿Te la tiraste?”.
Don Algón, dineroso señor propincuo a placeres de la carne, mantenía un romance secreto con una linda chica italiana que vino a México a estudiar nuestra cultura. A resultas de esos frecuentes coloquios fornicarios la muchacha vino a quedar en estado de buena esperanza, vale decir embarazada. Don Algón, temeroso de perder la buena imagen que tenía en la comunidad, de la cual era pilar muy prestigiado, le dio a la joven una buena suma de dinero para que regresara a Italia con su familia. Le prometió que le enviaría cada mes lo necesario para la crianza del hijo por nacer y para su futura educación hasta llegar a la mayoría de edad. Le pidió, eso sí, que lo mantuviera informado, y para tal efecto convino una clave con la futura madre: Cuando naciera el niño ella le enviaría un mensaje que diría simplemente: “Espagueti”. Eso significaría que el niño había nacido ya. Pasaron unos meses, y cierto día la esposa de don Algón le dijo: “Recibiste un mensaje de lo más extraño. Dice: “Espagueti. Espagueti. Espagueti. Dos con albóndigas; uno sin ellas”.
Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, se acordó por fin de que tenía abuela, y fue a visitarla en el lejano poblado rural donde vivía la anciana. La viejecita se alegró mucho al verla, y como supuso que su nieta vendría con hambre le ofreció una sopa. Doña Panoplia notó que el plato en que se la iba a servir no se veía muy limpio, y con algo de pena se lo hizo notar a la abuelita. Ella le dijo: “Está tan limpio como el agua fría lo puede dejar”. A la hora de la cena volvió a suceder lo mismo: la visitante observó que su plato mostraba no estar muy bien lavado, y de nuevo se lo dijo a la ancianita. Replicó ella: “Ya te dije que el plato está tan limpio como lo puede dejar el agua fría”. Cenó, pues, doña Panoplia en aquel plato, y se dispuso a ir a la recámara que su abuela le había asignado. Sin embargo el perro de la casa se le puso delante, y gruñendo amenazadoramente le impedía el paso. “Abuela -le dijo doña Panoplia a la señora-. Tu perro no me deja pasar”. Con voz enérgica le ordenó la viejita al animal: “¡Quítate de ahí, Aguafría!”.
Sonó el teléfono y Babalucas contestó. Le preguntó una voz: “¿Quién habla?”. Respondió el badulaque: “Usted, ¿no?”.
Rosilita leyó en un libro que todos los adultos tienen lo que se llama “un esqueleto en el clóset”, o sea un oscuro misterio en su vida, algo turbio que deben ocultar. Pensó la precoz niña que si eso era cierto entonces sería cosa fácil chantajear a los adultos y obtener provecho de ellos. Para probar su tesis le dijo a su mamá con ominoso acento:”Lo sé todo”. “¡Shhh! -le impuso silencio la señora, llena de alarma-.
Toma estos 200 pesos y no le digas nada a tu papá”. Se alegró mucho Rosilita al ver que su sistema funcionaba, y cuando esa noche su papá llegó a la casa Rosilita lo esperó en jardín y ahí le dijo: “Lo sé todo”. El señor, asustado, echó rápidamente mano a su cartera, le dio 500 pesos a la niña y le pidió: “No le vayas a decir nada a tu mamá”. Al día siguiente Rosilita, ya de plano en la senda del delito, vio llegar al cartero y le dijo: “Lo sé todo”. El hombre respondió lleno de emoción: “¡Entonces ven a mis brazos, hija mía!”.
Rondín # 13
La mujer quiere un compromiso serio sin las complicaciones del sexo. El hombre quiere sexo sin las complicaciones de un compromiso serio.
Sucede que se casaron el huevo de gallina y la huevita, y se fueron a su viaje de luna de miel. La noche de bodas ella entró al baño a fin de disponerse para la ocasión, mientras él la aguardaba ansiosamente. Salió poco después la huevita. Lucía un vaporoso negligé que dejaba a la vista todos sus encantos. Su marfilina blancura era un prodigio de belleza; sus ebúrneas redondeces constituían una invitación a la sensualidad. Al verla el huevito se cubrió inmediatamente el cuerpo con las manos, como para protegerse. La huevita le preguntó, asombrada: “¿Por qué haces eso?”. Con temblorosa voz respondió el huevo: “La última vez que me puse así de duro alguien me dio de cucharazos para romperme”.
Un hombre fue enviado al infierno por sus pecados. Le dijeron: “Tendrás que pasar la eternidad en compañía de un demonio que te atormentará día y noche”. Al bajar por la senda que conducía a la oscura mansión de la desesperanza el réprobo vio a un diputado que llevaba al lado a una guapísima rubia. “¡Qué injusticia! -exclamó con enojo-. Aquí estoy yo, un simple pecador, con este horrible demonio que no me deja en paz, y en cambio ese diputado va con una hermosa rubia”. Oyó una voz que le decía: “¿Por qué cuestionas el castigo que le impusimos a la rubia?”.
Una nueva línea aérea ofreció un viaje gratuito a ejecutivos con sus esposas. Días después del regreso la línea envió mensajes a las esposas preguntándoles qué les había parecido el viaje. El 90 por ciento respondió: “¿Cuál viaje?”.
¿Qué le dijo la elefanta al elefante cuando estaban haciendo el sexo? Le reclamó con enojo: “¿Cuándo llegará el día en que lo hagamos poniéndome yo arriba?”.
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Don Valetu di Nario celebró 50 años de haber salido de la universidad, y asistió a la reunión con sus antiguos compañeros. Fue también su esposa, que les contó luego a sus amigas: “Todos se la pasaron hablando de sus achaques: que del corazón; que del hígado; que del riñón; que de la próstata; que de los pulmones. Aquello no parecía una reunión del recuerdo: Parecía más bien un recital de órganos”.
La mujer de Capronio le pidió: “En mi cumpleaños regálame algo que tenga diamantes”. Él le regaló un juego de naipes.
“Tengo la esposa perfecta -declaró Afrodisio-. Y ni siquiera tengo que mantenerla, porque no es la mía”.
Simpliciano, joven candoroso, conoció a una mujer llamada Avidia, y se prendó de ella. Le dijo: “Sé que no soy nada agraciado. Tampoco soy simpático, ni buen conversador. Además carezco de dinero propio. Pero me atrevo a pedirte que te cases conmigo porque mi padre es inmensamente rico: Su fortuna se calcula en 500 millones de dólares. Tiene 102 años de edad; está sumamente enfermo, y yo soy su único y universal heredero. Sabiendo eso ¿te casarás conmigo?”. Sabiendo eso, una semana después Avidia se convirtió en la madrastra de Simpliciano.
En el parque de atracciones doña Jodoncia le ordenó a don Martiriano, su marido: “Vamos al Pozo de los Deseos. Quiero pedir algo”. Le dijo él: “¿Para qué perdemos el tiempo? Tú sabes bien que eso del Pozo de los Deseos no funciona”. “Nadie te está pidiendo tu opinión -replicó doña Jodoncia secamente-. Vamos”. Fueron, pues. Doña Jodoncia echó una moneda al pozo, y en silencio formuló su deseo. Luego le ordenó nuevamente a su marido: “Vámonos”. Y así diciendo echó a andar. Don Martiriano se quedó pensando un momentito. Luego volvió al Pozo de los Deseos, arrojó una moneda y pidió su deseo. En eso se abrió el cielo y de lo alto cayó un rayo que fulminó a doña Jodoncia. “¡Caramba! -exclamó don Martiriano boquiabierto-. ¡Sí funciona!”.
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Bucolito, niño campesino, llegó tarde a la escuela esa mañana. La maestra le preguntó: “¿Por qué vienes a esta hora?”. Explicó el muchachillo: “Tuve que llevar el toro a que cubriera a la vaca”. Le dijo la maestra: “¿Y qué eso no lo puede hacer tu papá?”. “No -respondió el niño-. Tiene que ser el toro”.
El esposo entró en la recámara y vio en el lecho conyugal a su mujer en compañía de un sujeto. Antes de que el marido pudiera abrir la boca le dijo la señora: “Tú tienes la culpa, por dejarme sola tanto tiempo”. Clamó el marido: “¡Pero si nada más fui a la cocina a traer un vaso de agua!”.
Un león le comentó a otro: “Debo estar volviéndome loco. Cada vez que lanzo un rugido empieza una película”.
Se casaron don Calendaro y doña Pasita, él de 85 años, de 80 ella. A la mañana siguiente de la noche de bodas la desposada oyó correr agua en el lavabo del baño donde estaba su flamante maridito. Le preguntó con voz dulce: “¿Te estás lavando los dientes, vida mía?”. Él respondió con tono igualmente melifluo: “Sí, mi amor. Y de paso aproveché para lavar también los tuyos”.
El gatito llegó tarde a su casa. El gato y la gata, sus papás, lo reprendieron duramente. Gimió el gatito: “¿Por qué no me dejan vivir mis siete vidas?”.
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Dos señoras de la comunidad judía de Nueva York estaban platicando. Le comentó una a la otra: “¿Supiste que el Papa hizo una declaración diciendo que los judíos no fueron culpables de la muerte de Cristo?”. “¿De veras? -se interesó la otra-. ¿Quiénes tuvieron la culpa?”. “No sé -responde la primera-. Supongo que ahora culparán a los irlandeses o a los italianos”.
Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, le preguntó al apuesto boy scout: “¿Ya hiciste tu buena obra del día, joven?”. Respondió el muchacho: “Sí”. Inquirió la señorita Sinpitier: “¿Y tu buena obra de la noche?”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, estaba yogando con una mujer casada en el domicilio conyugal de la mujer. En eso llegó el marido. Afrodisio saltó por la ventana sin siquiera cuidarse de tomar su ropa (en esos casos se ponía siempre la más viejita, por si se veía en la necesidad de dejarla). El marido tomó una pistola y le disparó un tiro. “Oí la bala dos veces” -contaba después el lúbrico galán. “¿Cómo dos veces?”” -preguntó alguien sin entender. Explicó Afrodisio: “Una cuando la bala me pasó a mí, y otra cuando yo pasé a la bala”.
La esposa de Frankenstein acudió a la consulta de un terapeuta sexual. Su marido, le dijo, no tenía ya los arrestos amorosos de los primeros tiempos. Llegaba a la casa del trabajo -era actor de cine, con el nombre de Boris Karloff-; se aplastaba en el sillón de la sala, frente al televisor; ahí mismo cenaba, y luego se iba al lecho sin mostrar por ella ningún interés. Le aconsejó el especialista que le hiciera a su esposo una cena romántica: Vino; velas; música insinuativa -I’m in the mood for love; The way you look tonight; ¿De quén chon?, etcétera-, y todo a media luz. Seguramente eso incitaría los rijos eróticos de su indiferente cónyuge. Al siguiente día volvió la señora. La cena, le contó al terapeuta, no dio resultado: Frankenstein se le había dormido en plena mesa. “Esta noche -le recomendó el terapeuta- vista usted un vaporoso negligé, y luzca bikini negro crotchless, medias de malla con liguero y zapatos altos de tacón aguja. Eso excita a cualquier varón que tenga el alma en su almario”. Regresó al día siguiente la mujer: También lo del vaporoso negligé, etcétera, había sido un fracaso: Su marido ni siquiera se había entibiado. “Entonces, señora -dictaminó el facultativo-, ya nada puedo hacer por usted”. Y dio por terminada su actuación. Pasaron unas semanas, y un buen día el terapeuta se topó en la calle con la esposa de Frankestein. La señora lucía una sonrisa de oreja a oreja, y más allá. Le dijo ella que finalmente había logrado que su esposo recuperara sus antiguos ímpetus de amante. Le contó: “Una noche de tormenta eléctrica lo saqué al jardín, y ahí hicimos el amor como locos”. Inquirió el especialista: “¿Quiere usted decir que la tempestad inspiró a Frankenstein?”. “Bueno -confesó la señora-. La verdad es que le até a su pija una cometa”.
¡Qué barbaridad! ¡Hizo lo que Benjamín Franklin, que electrificó una llave con su cometa! ¡Ah ingenio femenino!
Rondín # 14
El nietecito del hombre de negocios le preguntó: “¿Cuántas son 2 más 2?”. Preguntó a su vez el negociante: “¿Estás comprando o vendiendo?”.
La diferencia entre el sexo por dinero y el sexo por amor es que a la larga el sexo por dinero sale mucho más barato.
La niñita le preguntó a su mamá: “Mami: ¿qué es un vibrador?”. Se azaró en un principio la señora, pero era partidaria de la moderna teoría educativa según la cual a los niños se les debe decir siempre la verdad, de modo que respondió, no sin vacilaciones: “Un vibrador, hijita, es un artilugio o juguete sexual que algunas mujeres usan para sentir placer como sustituto o complemento del órgano generativo del varón. Algunos vibradores están diseñados ergonómicamente a fin de estimular las zonas erógenas; otros, más sencillos, equivalen al llamado dildo. Están hechos de diversos materiales; los hay de una sola velocidad o de varias, y se venden en diferentes tamaños y colores. Eso es lo que puedo decirte acerca del vibrador”. La niña, que había oído todo aquello con mucha atención, le preguntó en seguida a su mamá: “Y ¿qué es ‘modo avión’?”.
¡Qué barbaridad, las preguntas de la pequeñita se referían a las funciones de su iPhone, y ninguna relación tenían con la delicada materia que su señora madre abordó sin hacer antes algunas preguntas de tanteo! A eso conducen las modernas teorías educativas.
Don Chinguetas no dejaba descansar a doña Macalota, su mujer. La infeliz se levantaba en horas de la madrugada a hacer pipí y él le decía: “Ya que andas levantada tráeme un té”. Ella, semidormida como estaba, debía ir a la cocina a hacerle a esas horas la infusión a su marido. Cansada ya del continuado abuso, una noche salió de la cama para ir al baño y se puso a gatas para que el mismo lecho la ocultara y su marido no la viera. Don Chinguetas, sin embargo, sintió a su mujer y le dijo: “Ya que andas agachada búscame mis guaraches. Desde hace días los traigo perdidos”.
Algo que no te gustaría oír cuando te están operando: “¡Joder! ¡Falta la página 17 del manual de instrucciones!”.
Pepito se quedó a dormir en casa de sus abuelitos. Al rezar sus oraciones de la noche gritó a todo pulmón: “¡Diosito! ¡En mi cumpleaños quiero de regalo un iPad!”. “No grites así -le dijo su abuelita-. Dios no está sordo”. “Pero el abuelo sí” -razonó Pepito.
Doña Jácula Toria, mujer muy religiosa, y la señorita Peripalda, catequista, visitaron el museo de arte de la ciudad. Acordaron separarse para ver cada quién lo que más le interesara, y reunirse de nuevo al final de la visita. Cuando se encontraron, doña Jácula, escandalizada, le dijo a la señorita Peripalda: “¿Vio usted, amiga mía, esa estatua de mármol que representa a un hombre desnudo? ¡Cómo se atreven a exhibir semejante inmoralidad, con esa cosa tan grande!”. “Y tan fría” -completó la señorita Peripalda.
Un tipo le envió un mensaje a su amigo: “Estoy instalado ya para ver el partido México-Brasil. Pantalla de 52 pulgadas; cómodo sillón forrado en piel, con descansapiés; el aire acondicionado a 22 grados. A ver si no me corren los de la tienda”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, declaró: “Cuando yo muera no quiero que me entierren. Más bien me gustaría que me inseminaran”.
Dijo Babalucas: “Ahí va una helicóptera”. Lo corrigió su amigo: “Es ‘helicóptero’”. Exclamó con asombro el tontorrón: “¡Qué buena vista tienes!”.
El padre Arsilio se angustiaba porque el templo parroquial estaba urgido de reparaciones, y sus feligreses no aportaban lo necesario para cubrir el costo de las obras. Su sacristán Dimas Igestas, hombre avisado y conocedor del mundo, le dijo: “Lo que sucede, padre, es que usted es demasiado blando, y no pone en su petición de ayuda la energía que debería poner. Este domingo, al terminar la misa, retírese y déjeme hablar a mí con la gente. Verá que yo sí le saco el dinero”. Así se hizo: Al acabar el oficio dominical el buen sacerdote dejó solo al sacristán con la feligresía. No pasó mucho tiempo sin que el hombre regresara con el señor cura. Llevaba dos grandes bolsas. “¿Lo ve usted, padrecito? -le dijo-. Mire”. Y así diciendo vació una de las bolsas. De ella salieron billetes de 20, 50, 100,200 y aun 500 pesos. El padre Arsilio se asombró: Esos billetes eran descreídos, jamás los veía él en misa, y ahora llenaban la mesa. “¿Cómo hiciste para lograr esto?” -le preguntó, estupefacto al sacristán. Contestó Dimas. “Les pedí a las mujeres que salieran. Luego saqué la navaja que uso para capar borregos y les dije a los pelados: ‘Miren, cabra de bolones: el padrecito está urgido de dinero pa’ reparar la iglesia, y ustedes no sueltan ni un centavo. Al que ahora no dé una buena limosna le cortaré los testes, dídimo o compañones’. Se asustaron, Padre, y aflojaron la cartera”. “¡Qué barbaridad, hijo! -se escandalizó don Arsilio-. ¡Esos no son modos de tratar a nuestro prójimo! Pero, en fin: reconozco que tu método dio buen resultado. Pero, dime: ¿y la otra bolsa?”. Respondió el sacristán: “Ahí traigo los testes, dídimos o compañones de los que no dieron la limosna”.
Pepito fue con el dentista. El odontólogo esgrimió su taladro y se dispuso a trabajar en la caries que el chiquillo presentaba en una muela. En el momento en que iba a taladrar sintió que el niño lo tomaba por los testes, dídimos o compañones. Con ominosa voz le dijo Pepito al estupefacto -y asustado- médico: “¿Verdad, doctor, que no nos vamos a lastimar?”.
Pirulina vio el atributo varonil de Meñico Maldotado y le comentó: “Me hace pensar en un billete de 10 mil pesos”. “¿Por valioso?” -preguntó Meñico. “No -respondió Pirulina-. Por difícil de encontrar”.
La mujer le informó al psiquiatra: “Me dicen que soy ninfomaniaca”. Replicó el facultativo: “Si me quita la mano de ahí podré tomar mis notas”.
“¡Ay de mí! -exclamó, pesarosa, la desdichada sóror-. ¡Guardar mi doncellez por tanto tiempo para venir a perderla ahora a manos y demás de un chafirete!”. “Le pido mayor respeto, madre -se atufó el taxista-. Nada ganamos con apartarnos de las buenas maneras”. “Le ruego me disculpe -se azaró ella-. La súbita noticia de mi perdimiento me dejó sotaventeada. Una cosa he de rogarle. Entiendo que para su disfrute hay varias vías. Le suplico que escoja una que no me haga perder la gala de mi virginidad, pues hice perpetuos votos de guardarla, y quiero al menos conservar esa entereza, y seguir siendo sor Inocente del Perpetuo Candor, que así me llamo”. “Entiendo lo que me dice -respondió el taxista-, y obsequiaré con gusto su deseo. Al fin y al cabo todo es monja”. Cumplió, pues, el inmoral sujeto su ilícito deseo. De regreso sintió remordimiento por haber cebado su lúbrico erotismo en aquella cándida ovejuela. Le dijo lleno de pesar: “Quiero confesarle algo, reverenda madre. Ni me llamo Camelino Patané ni soy taxista. Mi nombre es Libidiano Pitonier, y uso este taxi para saciar mis inmorales rijos”. “No te preocupes -oyó decir el asombrado conductor-. Yo también quiero confesarte algo. Ni soy monja ni me llamo sor Inocente del Perpetuo Candor. Mi nombre es Wilderiano Carininfo; soy gay, y voy a una fiesta de disfraces”.
“Tres hombres me violaron -le dijo la mujer al policía-. Uno es del PRI, otro del PRD y el tercero del PAN”. Preguntó intrigado el oficial: “¿Cómo sabe usted que los hombres pertenecen a esos partidos?”. Explicó ella: “El del PRI se eternizó ahí. El del PRD entró y ya no se quería salir. Y el del PAN no lo hizo nada bien”.
Un delfín le comentó a otro: “Los hombres son muy inteligentes. Logré entrenar a uno para que esté en la orilla de la piscina dándome pescados”.
Un tipo le contó a su amigo: “Mi novia es vocalista”. Preguntó el primero: “¿Canta en algún conjunto?”. “No -respondió el tipo-. Cuando hacemos el amor, al terminar grita siempre: “¡Ah! ¡Eeeee! ¡Iiiii! ¡Oh! ¡Uuuuu!”.
En el pizarrón del aula apareció una mañana la siguiente frase: “Pepito es un gran follador”. La maestra le preguntó al grupo: “¿Quién escribió eso?”. Pepito se puso en pie: “Fui yo”. Sintió ella el impulso de reprenderlo ahí mismo, pero la delicada naturaleza del asunto la hizo contenerse, y decidió hablar en privado con el niño. Le dijo: “Te quedas al final de clases”. Pepito se vuelve hacia sus compañeros y les dice con acento de triunfo: “¿Lo ven? ¡La publicidad funciona!”.
Rondín # 15
Narró un tipo: “Mi hermana trabajó con un mago que hacía el truco de partir a una mujer con su serrucho. Una noche le falló el truco. Ahora es mi media hermana”.
“Doctor -dijo Babalucas-. Tengo todas las enfermedades existentes”. Respondió el médico: “Es usted hipocondríaco”. “¿También eso?” -se consternó el badulaque.
La niña le preguntó a su mamá: “¿Por qué me llamo Hojita?”. Respondió la señora: “Porque cuando eras pequeña te cayó en la cabeza una hoja de árbol”. En seguida el hermano menor de la niñita preguntó: “Y yo, mami, ¿por qué me llamo Pétalo?”. Le explicó la mamá: “Porque cuando eras pequeño te cayó en la cabeza un pétalo de flor”. Llega el hermano mayor y le pregunta a su madre: “Mbmb: ¿prghuf kb mmblrr Pfgrd?”. Contesta la señora: “Ya te lo he dicho muchas veces, Pared”.
La mujer entró en el consultorio médico y sin más se quitó la blusa y el brassiére. “Señora -se asombró el facultativo-, soy odontólogo, no ginecólogo”. “Ya lo sé -respondió secamente la mujer-. Vengo a que me saque la placa dental de mi marido”.
Narró un tipo: “Mi hermana trabajó con un mago que hacía el truco de partir a una mujer con su serrucho. Una noche le falló el truco. Ahora es mi media hermana”.
“Doctor -dijo Babalucas-. Tengo todas las enfermedades existentes”. Respondió el médico: “Es usted hipocondríaco”. “¿También eso?” -se consternó el badulaque.
La niña le preguntó a su mamá: “¿Por qué me llamo Hojita?”. Respondió la señora: “Porque cuando eras pequeña te cayó en la cabeza una hoja de árbol”. En seguida el hermano menor de la niñita preguntó: “Y yo, mami, ¿por qué me llamo Pétalo?”. Le explicó la mamá: “Porque cuando eras pequeño te cayó en la cabeza un pétalo de flor”. Llega el hermano mayor y le pregunta a su madre: “Mbmb: ¿prghuf kb mmblrr Pfgrd?”. Contesta la señora: “Ya te lo he dicho muchas veces, Pared”.
La mujer entró en el consultorio médico y sin más se quitó la blusa y el brassiére. “Señora -se asombró el facultativo-, soy odontólogo, no ginecólogo”. “Ya lo sé -respondió secamente la mujer-. Vengo a que me saque la placa dental de mi marido”.
Dijo un joven: “Mi novia se hizo una operación para agrandarse las bubis. Ya no podré verla a la cara”.
El hijo de Drácula se consternó al mirar a su padre todo lacerado, con dos costillas rotas y el cuerpo lleno de cardenales y magulladuras. “¿Qué te pasó?” -le preguntó alarmado. Respondió el vampiro: “¿Ves esa elevada torre?”. “Sí la veo” -contestó el vampiro joven. Y dice Drácula: “Yo no la vi”.
Don Chinguetas, el marido de doña Macalota, fue a la farmacia y pidió una docena de pastillas de Viagra. Lo interrogó el farmacéutico: “¿Trae usted receta?”. “No -replicó don Chinguetas-. Pero traigo una foto de mi esposa”.
Afrodisio mostraba un ojo negro. Le preguntó un amigo: “¿Qué te sucedió?”. Respondió él: “Le estaba quitando el brassiére a una amiguita”. Inquirió el otro: “¿Y el elástico se soltó y te golpeó en el ojo?”. “No -contestó Afrodisio-. Llegó el marido”.
El gran cazador blanco, ya retirado, fue al zoológico con su mujer. Un elefante lo vio y se acercó a él, como si lo reconociera. Le contó el gran cazador a su esposa: “Hace muchos años me topé en la selva de África con un elefante que cojeaba. Fui y le saqué la espina que traía en la pata. Me pregunto si éste es el mismo elefante. Esos animales jamás olvidan el bien que se les hizo”. En ese momento el elefante lo tomó con su poderosa trompa y empezó a golpearlo contra el suelo. Le grita el gran cazador blanco a su mujer: “¡No es el mismo!”.
Un amigo le comentó a Babalucas: “Mi novia se cae siempre de la bicicleta”. Sugirió el badulaque: “Quítale el sillín”.
El paciente le informó angustiado al doctor Ken Hosanna: “Traigo una fuerte infección venérea en mi parte varonil. Un médico me dijo que tendrá que hacerme una operación para quitármela”. Tras pedirle que se desvistiera a fin de revisarlo, y luego de hacer el correspondiente examen, dictaminó el facultativo: “No necesita usted ninguna operación”. “¿De veras, doctor?” -preguntó el hombre, esperanzado. “De veras -confirmó el galeno-. Suba usted a esta silla”. Subió el paciente. “Ahora salte”. Saltó el tipo, y al hacerlo la mencionada parte se le desprendió y cayó al suelo. “¿Ya vio? -le dijo el médico-. No necesitaba usted ninguna operación”.
El hijo de Drácula se consternó al mirar a su padre todo lacerado, con dos costillas rotas y el cuerpo lleno de cardenales y magulladuras. “¿Qué te pasó?” -le preguntó alarmado. Respondió el vampiro: “¿Ves esa elevada torre?”. “Sí la veo” -contestó el vampiro joven. Y dice Drácula: “Yo no la vi”.
Don Chinguetas, el marido de doña Macalota, fue a la farmacia y pidió una docena de pastillas de Viagra. Lo interrogó el farmacéutico: “¿Trae usted receta?”. “No -replicó don Chinguetas-. Pero traigo una foto de mi esposa”.
Afrodisio mostraba un ojo negro. Le preguntó un amigo: “¿Qué te sucedió?”. Respondió él: “Le estaba quitando el brassiére a una amiguita”. Inquirió el otro: “¿Y el elástico se soltó y te golpeó en el ojo?”. “No -contestó Afrodisio-. Llegó el marido”.
El gran cazador blanco, ya retirado, fue al zoológico con su mujer. Un elefante lo vio y se acercó a él, como si lo reconociera. Le contó el gran cazador a su esposa: “Hace muchos años me topé en la selva de África con un elefante que cojeaba. Fui y le saqué la espina que traía en la pata. Me pregunto si éste es el mismo elefante. Esos animales jamás olvidan el bien que se les hizo”. En ese momento el elefante lo tomó con su poderosa trompa y empezó a golpearlo contra el suelo. Le grita el gran cazador blanco a su mujer: “¡No es el mismo!”.
Un amigo le comentó a Babalucas: “Mi novia se cae siempre de la bicicleta”. Sugirió el badulaque: “Quítale el sillín”.
El paciente le informó angustiado al doctor Ken Hosanna: “Traigo una fuerte infección venérea en mi parte varonil. Un médico me dijo que tendrá que hacerme una operación para quitármela”. Tras pedirle que se desvistiera a fin de revisarlo, y luego de hacer el correspondiente examen, dictaminó el facultativo: “No necesita usted ninguna operación”. “¿De veras, doctor?” -preguntó el hombre, esperanzado. “De veras -confirmó el galeno-. Suba usted a esta silla”. Subió el paciente. “Ahora salte”. Saltó el tipo, y al hacerlo la mencionada parte se le desprendió y cayó al suelo. “¿Ya vio? -le dijo el médico-. No necesitaba usted ninguna operación”.
Naufragó el barco. Un hombre y una mujer consiguieron llegar a una isla desierta, y estuvieron ahí 20 años. En el curso de ese tiempo tuvieron 15 hijos. Finalmente llegó un navío a rescatarlos. Él se despidió de mano de ella y le dijo: “Fue un gusto conocerte, linda. Espero que alguna vez nos volvamos a ver bajo mejores circunstancias”.
Don Astasio le envió un mensaje a un amigo: “Estoy empezando a tener dudas acerca de mi esposa. Por motivos de trabajo nos mudamos de Tapachula a Ciudad Juárez. Y ella sigue teniendo el mismo repartidor de agua”.
El malandro y la malandrina caminaban por una oscura calle. En eso se escuchó la sirena de una patrulla policiaca. “¡Hamponio! -exclamó ella extasiada-. ¡Están tocando nuestra canción!”.
El gran violinista iba a dar un recital en el teatro donde Babalucas trabajaba. Le comentó: “Mi violín tiene 300 años”. “No se preocupe -le dijo el tonto roque-. A nadie se lo diré”.
Capronio, ruin sujeto, relató: “Llevé a mi suegra al zoológico, pero no la quisieron”.
Un viajero iba por el campo en su automóvil y el vehículo sufrió una descompostura. Era de noche ya y llovía copiosamente, de modo que el viajero se vio obligado a pedir posada a un granjero. El hombre le dijo: “Podrá usted dormir en la cama de la nena. Pondré una almohada entre los dos para que ella no lo moleste”. El visitante pensó que la nena era una bebita, de modo que se sorprendió al ver en el lecho a una garrida moza de 18 abriles. Respetuoso de las leyes de la hospitalidad, sin embargo, no intentó nada en el curso de la noche. Al día siguiente la chica le mostró la granja. Una ráfaga se llevó el sombrerito que lucía la muchacha y lo hizo caer al otro lado de un muro. Dijo el viajero: “Saltaré la barda y te traeré tu sombrerito”. “¡Bah! -masculló ella-. ¡No saltó la almohada, y dice que va a saltar la barda!”.
Bucolio, joven labrador originario y vecino de San Juan de los Cabuches, juntó dinero durante 10 años para cumplir su sueño de ir a la capital y visitar El Unicornio de Oro, que así se llamaba, le habían dicho, la casa de mala nota más notable de la gran urbe. Ahí se gastaría en una sola noche -era su plan- todo el dinero que en esa década había logrado reunir a base de trabajo y ahorro. Sus amigos lo fueron a despedir a la estación del tren, y le hicieron prometer que a su regreso les contaría su experiencia, paso por paso y con lujo de detalles. Hizo el viaje Bucolio, en efecto, y llevó a cabo su propósito. Cuando estuvo de vuelta se reunió con sus amigos en la cantina del pueblo, y después de brindar con ellos por el feliz retorno procedió a relatarles su aventura. “El burdel es de ensueño -comenzó-. Mármoles, brocados, maderas preciosas, bronces... No hay nada igual en San Juan de los Cabuches”. “¿Y qué más?” -lo acuciaron los amigos. “Había por todas partes mujeres hermosísimas -prosiguió Bucolio-. Negras, blancas, mulatas, orientales, de todo. No hay nada igual en San Juan de los Cabuches”. “¿Y luego? ¿Y luego?” -preguntaron ansiosamente los otros. “Me llevaron a un cuarto que tenía alfombra roja; muebles forrados en terciopelo del mismo color con aplicaciones doradas; espejos en el techo y las paredes, y una cama redonda con sábanas negras de encaje y seda. No hay nada igual en San Juan de los Cabuches”. “¿Y qué sucedió después?” -preguntaron los amigos, impacientes. “Llegó una mujer bellísima -prosiguió Bucolio-. Encendió un braserillo con incienso, puso música romántica y disminuyó la intensidad de la luz. No hay nada igual en San Juan de los Cabuches. En seguida se desnudó completamente y subió al lecho. Yo hice lo mismo”. “¿Y qué más? ¿Qué más?” -quisieron saber los amigos. Dijo Bucolio: “De ahí en adelante ya todo fue igual que en San Juan de los Cabuches”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, le contó a doña Gorgolota, nueva rica, que su marido estaba yendo al consultorio de un siquiatra. “¿Y qué hace ahí?” -preguntó, intrigada la ricacha. Contestó doña Panoplia: “Se acuesta en un diván y cuenta sus cosas íntimas”. “¿De veras? -se intrigó más doña Gorgolota: “¿Pos cuántas tiene?”.
La lindísima chica se desperezó, desnuda, en la mesa de exámenes. A su lado el joven médico, exhausto y satisfecho, encendió un cigarrillo. “¡Caramba! -exclamó ella con una gran sonrisa-.¡Y pensar que los otros doctores me dijeron que mi estado de nervios se debía a una deficiencia vitamínica!”.
Rondín # 16
Don Cornulio le comentó a un amigo: “Entiendo que el vecino se dedica a cuestiones de política agraria”. Inquirió el amigo: “¿Por qué piensas eso?”. Explicó don Cornulio: “Con frecuencia llama por teléfono a mi esposa, y yo oigo por la extensión que le pregunta: ‘¿Está libre el campo?’”.
Simpliciano, joven candoroso, se iba a casar con Pirulina, joven mujer con sobrada experiencia de la vida. En la despedida de soltero sus amigos le regalaron una piyama. Le dijeron: “Para que en la noche de bodas estrenes algo”.
El capitán del crucero comentó en la mesa de invitados: “Soy muy estricto en cosas de moral, pero en mi barco veo de todo. Hay esposas que aquí mismo, en su camarote, engañan a sus maridos. Con gusto las echaría a todas por la borda”. “¡No lo haga, capitán! -se alarmó una de las invitadas-. ¡No sé nadar!”.
Rosibel le comentó a su mamá que estaba saliendo con un señor muy rico. “No te fíes” -le aconsejó la madre. “Claro que no, mami -contestó Rosibel-. Siempre le cobro por adelantado”.
Al comenzar la noche de bodas la emocionada novia le digo a su anheloso galán: “¡Vehemencio! ¡Ha llegado el momento de entregarte todo mi ser!”. Replicó el flamante desposado: “No necesitas entregarme tanto. Me conformo con aquellito”.
Iba por la calle Nalgarina Grandchichier, joven mujer de abundoso tetamen y magnificente nalgatorio. En la esquina se hallaba un borrachito. Luego de verla pasar fue hacia ella y le preguntó con tartajosa voz: “Perdone, amable señorita: ¿va a pasar mañana por aquí otra vez?”. Respondió ella con tono acre: “¿Para qué quiere saberlo?”. Contestó el temulento: “Para acabar de verla”.
El gendarme le informó al juez: “El oficial Mequínez detuvo en la playa a una mujer que iba desnuda”. Preguntó con enojo el juzgador: “¿Y por qué no la presentó ante mí? Le hubiese yo aplicado una severa multa por faltas a la moral”. Explica el policía: “Dijo el oficial Mequínez que él se iba a hacer cargo del cuerpo del delito”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Celiberia Sinvarón, también añosa célibe, que iba a salir esa noche con don Añilio, caballero senescente. Celiberia se alarmó. Le dijo a Himenia: “¡Ten mucho cuidado con ese hombre! ¡Es lujurioso, salaz, concupiscente y lúbrico! ¡Yo salí una vez con él, y trató de arrancarme la blusa!”. Replicó la señorita Himenia: “Cómo te agradezco que me lo digas. Llevaré la blusa más viejita que tengo”.
La trabajadora social entrevistó a la señora que pedía ayuda a la beneficencia pública. Le preguntó: “¿Es usted casada?”. Respondió ella: “Viuda dos veces”. Preguntó la entrevistadora: “¿Tiene hijos?”. Contestó la mujer: “Seis”. Quiso saber la trabajadora social: “¿Todos del mismo padre?”. “No -precisó ella-. Dos del primero; dos del segundo, y los otros dos por cuenta propia”.
Un 5 por ciento de los hombres prefiere muslos gruesos en la mujer. Otro 5 por ciento prefiere muslos delgados. El 90 por ciento restante prefiere más bien algo intermedio.
Relató don Chinguetas: “Era yo joven cuando mis amigos me llevaron a ver una película porno”. Quiso saber alguien: “¿Ya eras mayor de edad?”. Contestó don Chinguetas: “Cuando entré no, pero cuando salí sí”.
Capronio le anunció a su esposa: “Me propongo usar bigote”. Preguntó la señora: “¿Cómo el de mi papá?”. “No tan grande -respondió el ruin sujeto Un poco más pequeño, como el de tu mamá”.
El cliente del adivinador advirtió que la bola de cristal que usaba el hombre tenía dos agujeros. Le preguntó por qué. Explicó el vidente: “Cuando el negocio de la adivinación se pone mal doy clases de boliche”.
Una odalisca del harén le dijo a otra: “Me toca el sábado”. Respondió su compañera: “No cuentes con eso. El sultán va retrasado”.
Don Languidio, senescente caballero, comentó: “Dos veces al año siento el deseo sexual. Y por extraña coincidencia a mi esposa le duele la cabeza dos veces al año”.
“Mis padres nunca me quisieron -contó Picio-. Hicieron forrar en bronce mis zapatitos de bebé”. Alguien le dijo: “Eso es una muestra de cariño”. “No en mi caso -respondió Picio con tristeza-. Los tenía puestos”.
Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, le dijo al joven y guapo científico: “Me propongo donar mi cuerpo a la ciencia. ¿Podría usted tomarlo desde ahora?”.
El encuestador le preguntó a la señora: “Su esposo y usted ¿tienen sexo oral?”. “No -respondió ella-. Siempre lo hacemos calladitos”.
Pepito iba con su papá en el coche. El señor apoyó el brazo en el volante e hizo sonar el claxon del automóvil. Se disculpó con su hijo: “Lo toqué por accidente”. “Ya lo sé” -dijo el niño. Preguntó su papá, intrigado: “¿Cómo lo sabes?”. Explicó Pepito: “Porque después de tocarlo no gritaste: ‘¡Pendejo!’”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, logró convencer a una linda chica de que fueran a un motel de corta estancia o pago por evento. Ya en la habitación le dijo con tono de tenorio o casanova: “Estoy aquí para cumplir todas tus fantasías sexuales”. “¿De veras? -se maravilló ella-. ¿Quieres decir que trajiste a Leonardo di Caprio?”.
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