lunes, 9 de noviembre de 2009

Los chistes de Catón

En esta entrada voy a reproducir varios de los chistes del famoso editorialista-comentarista-humorista tocayo mío, Armando Fuentes Aguirre originario de Saltillo, Coahuila, Licenciado en Letras Españolas y maestro universitario, mejor conocido en México como Catón (Catón es una palabra cuyo significado en Latín es “el ingenioso”), el cual desde hace varias décadas tiene una columna titulada “DE POLITICA... Y COSAS PEORES”. Estos chistes provienen de unos recortes de periódico que mi madre fue guardando con el paso del tiempo, pero para los cuales ya no tenía espacio en donde guardarlos. Me pareció más efectivo pasar los mejores chistes de esos recortes subiéndolos a Mi Bitácora Diaria en Internet compartiéndolos con la comunidad mundial que simplemente despacharlos al cesto de la basura. En algunos de los chistes se requiere poner cierta atención para poder captar su doble sentido o la satírica que están transmitiendo, pero este pequeño esfuerzo bien vale la pena. A diferencia de los chistes de color subido francamente groseros a los que recurren los cómicos de la actualidad para poder llamar la atención, estos chistes tienen su ingenio sin caer en lo burdo. Ojalá y quienes leen mis bitácoras disfruten tanto de ellos como yo los he disfrutado. Hago la aclaración de que en algunos chistes las NOTAS no las he puesto yo, las puso el mismo Catón y son reproducidas en la misma forma en la cual aparecieron.

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Dice una señora a otra: “Mi hija tuvo un bebé prematuro”. “¿De veras?” - se interesa la otra. “Sí -confirma la primera-. Nació y mi hija todavía no se casa.”

Dice un sujeto a otro: “Me enteré de que Mensilio huyó de la ciudad llevándose a tu esposa, y eso me sorprendió bastante, pues siempre creí que era uno de tus mejores amigos.” “Ahora es el mejor” -responde el tipo-.

Babalucas consiguió un trabajo de mesero en un restaurante. Un día llega el dueño y lo encuentra en la cocina sentado en un gran trozo de hielo. “¿Qué haces, Babalucas? -le pregunta asombrado-. ¿Por qué estás sentado en el hielo?”. Y responde Babalucas: “Es que ahí está una señora que quiere refresco de cola”.

“Doctor -dice el agente de policía al médico legista-. Tenemos el apellido del hombre al que le pasó por encima la aplanadora. Es Iribarrigorrencoecheaiturrigarro.” “Muy bien -dice el el doctor-.¿Y no sabe cómo se apellidaba antes de que la aplanadora le pasara encima?”

Estaban dos chicas platicando. “Tuve una pelea con mi novio -cuenta una- y dejamos de hablarnos. Anoche me subió en su automóvil y sin decirme nada me hizo objeto de sus torpes impulsos de lubricidad, lascivia, concupiscencia y libinosidad”. “¿Y por qué no le dijiste que no hiciera eso” -le pregunta la amiga-. Contesta la muchacha: “Imposible. Ya te dije que no nos hablamos.”

Dos amigos italianos se encontraron en una playa del Adriático. Uno de ellos se miraba rico y próspero. “Se ve que te ha ido muy bien -le dice el otro-. ¿A qué te dedicas?”. “Pelo papas” -le contesta el tipo. El otro se asombra. “¿Pelando papas has hecho tu dinero?”. “Sí -explica el sujeto-. Soy el peluquero oficial del Vaticano”.

Un recién casado hablaba de las virtudes de su flamante mujercita. “Es muy rápida en la cocina -decía con orgullo-. Prepara la comida en un abrir y cerrar de latas.”

Decía una muchacha hablando de su novio: “No nos hemos casado porque tenemos una pequeña diferencia de opiniones. Yo me quiero casar con una ceremonia sencilla y él no se quiere casar”.

Los dos amigos contemplaban en el museo de arte la hermosa estatua en mármol de una Venus. Comenta uno: “Así tiene su cuerpo mi señora”. “¿Así de hermoso” -pregunta el otro-. “No, responde el tipo-. Así de frío”.

Un agente viajero estuvo con una suripanta la víspera de su regreso a casa. La daifa le dió unos besos mordelones que le dejaron marcas visibles en el cuello. ¿Cómo llegar así con su señora? El sujeto ideó una estratagema. Con pasos tácitos entró en su casa y antes de que lo viera su mujer buscó a su hijo pequeñito y sin decir agua va le propinó un par de fuertes nalgadas. El chiquillo, asustado y dolorido, rompió en llanto. Llega corriendo la señora. “¿Qué sucedió” -le pregunta alarmada a su marido-. “¡Anda! -responde éste haciéndose el enojado-. Llego con ganas de ver al niño y él en vez de darme besitos se suelta mordiéndome. Mira nomás cómo me dejó el cuello”. “Hiciste bien en pegarle -declara la señora-. ¡Si vieras cómo me tiene a mí el busto y las piernas!”.

La esposa del alcalde compró un perico que había pertenecido a un miembro de la oposición. El primer día el loro comenzó a gritar: “¡Abajo el partido del gobierno!”. El alcalde agarró una escoba y se dirigió amenazante hacia el cotorro. Este huyó para ponerse a buen recaudo, y en su desatentado vuelo fue a caer en el corral vecino. Estaba ahí un gallo que hacía honor al viejo dicho popular: “¡Ah, quién tuviera la dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!”. Tan pronto el gallo vió al cotorro se lanzó hacia él con intenciones no muy sanas. Cumplidas las tales intenciones quedó el lorito aturrullado y con las plumas en desorden. “¡Carajo! ¿Así tratan aquí a los refugiados políticos?”

Con la voz, el tono y el “cantadito” de un voceador de periódicos, el niño le pregunta a su mamá: “Oooye, mamá: ¿por quéee cada vez que paaasa el vendedor de periódicos mi papáaaa se le queeeda viendo muy feeeeoooo?”.

“Llega Pepito corriendo con un señor y le hace una pregunta: ¿Perdone, señor: ¿de casualidad no perdió usted un billete de cien pesos?” “Ejem... -vacila el señor-. Este... Sí, niño. En efecto, ahora me doy cuenta de que perdí un billete de 100 pesos. Se me debe haber salido de la bolsa. ¿Tú lo encontraste?”. “No -dice Pepito-. Nada más quería saber cuántos caones han perdido hoy billetes de 100 pesos. Con usted llevo ya 72.”

Una madama anunció su propósito de poner una casa de mala nota en cierto pueblo. El señor cura se opuso terminantemente al proyecto. Para resolver la cuestión el presidente municipal tuvo una idea: se haría una votación; los que quisieran aquella casa votarían “Sí”; los que se opusieran a ella votarían “No”. Así se hizo, en efecto. Reunidos en el salón municipal el señor cura dirigió un encendido sermón en el cual exhortó a todos a votar “No”, amenazando a quienes votaran afirmativamente con excomunión, anatema y eternal condenación. Los presentes procedieron a votar, y luego el secretario del ayuntamiento procedió a sacar los votos de la urna y a leerlos en voz alta. Comenzó: “Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, NO...” Un ayudante iba escribiendo los votos en un pizarrón. Y siguió el secretario: “Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí, NO...”. “¡Carajo! -dice indignado uno de los votantes a su vecino de asiento-. ¡El cura ya votó dos veces!”

La monita dejó a su monito al pie de una palmera, pues se le había dormido, y fue al otro lado del río en busca de comida. En eso el río se creció. La monita, angustiada, pues temía que la corriente le arrebatara a su hijo, fue con el cocodrilo y le pidió que la pasara a la otra orilla. El cocodrilo le dijo que la pasaría, pero que al llegar le cobraría el favor en especie. La monita, que era decente, se negó. Le pidió enseguida el favor al hipopótamo, y el gran animal le dijo aquello mismo: la pasaría, sí, pero tendría que entregarle a cambio sus encantos. La monita, virtuosa y pudibunda, se negó con enojo a la demanda. Fue luego con el elefante, y le pidió que la pasara al otro lado. “Claro que sí -le dijo con amabilidad el paquidermo-. Sube a mi espalda, y yo te llevaré”. Pregunta la monita, cautelosa: “Y al llegar a la otra orilla, ¿no me pedirás nada?”. “No veo qué podría pedirte -responde el elefante-. Sube, y te pasaré”. Así lo hizo, en efecto. Llegaron al otro lado del río, y el paquidermo se despidió de la monita. Va ella con los demás animales, congregados ya todos en la orilla, y les dice con tono de quien transmite un chisme sensacional: “¿A que no saben qué? ¡El elefante es maricón!...”

Afrodisio invitó a Susiflor a cenar en su departamento. Ella hablaba y hablaba sin cesar. Le dice su salaz anfitrión: “Me gustaría que fueras como mi perrita”. “¿Cómo?” -pregunta Susiflor-. Responde él: “Mueve más la colita que la boquita”.

“Lo siento, Afrodisio -le dice Susiflor al ardiente galán que la asediaba-. Por mucho que hagas no creo que puedas entrar en mi corazón”. “No es ahí donde quiero entrar” -replica el seductor salaz.

La abuelita le contaba un cuento a su nieta. “Entonces la princesa le dió un beso al horrible sapo y lo puso con ella en su cama. Al día siguiente el sapo amaneció convertido en un apuesto príncipe”. “No lo creo -manifiesta con escepticismo la chiquilla-. Y estoy segura de que los papás de la princesa tampoco se tragaron el cuento”.

El palomo y la paloma mensajera quedaron de encontrarse en el parque de la ciudad para entregarse ahí a sus escarceos amorosos. Llegó puntual el palomo a aquella cita, pero no estaba ahí la paloma. Seis horas la esperó. Llegó por fin la palomita. «¿Qué te pasó? -le pregunta el palomo, preocupado-. ¿Por qué tardaste tanto?». Responde la paloma: «El día estaba tan bonito que decidí venirme caminando...».

“¿Soy el primer hombre que te pide hacer el amor?” -dice el galán a la muchacha-. “Sí -responde ella-. Todos los demás me lo hicieron sin pedírmelo”.

Dos niños pobres fueron invitados a una fiesta con niños ricos. Había alberca en la casa del festejo, y todos los pequeños asistentes hubieron de quitarse juntos su ropita para ponerse sus trajecitos de baño. Terminada la ocasión, ya en el camino de su casa, uno de los niños pobres le dice al otro, un poco mayor que él: “¿Te fijaste que los niños ricos tienen el pitochín muy chico? ¿A qué se deberá eso?”. Explica el otro niño: “Es que tienen juguetes, y con ellos es con lo que juegan...”

Llega el marido a su casa en la madrugada y se sorprende al ver luz en la recámara. Su señora estaba tendida en la cama, exhausta y agotada. “¿Que sucedió, Espenta?” -le pregunta con alarma-. “Me hallaba ya dormida -responde la señora sin aliento- cuando entró un individuo en la recámara. Yo creía que eras tú”. “¡Qué barbaridad! -exlama el señor-. ¿Y qué se llevó?”. “Bueno -dice entonces la señora muy sofocada-. Tanto como llevárselo, no se lo llevó.”

Cinicio era un sujeto desfachatado y flojo. Su pigricia era sólo superada por su desvergüenza. Un día le advierte su señora: “Te voy a dejar”. “Qué” -replica con laconismo el cínico haragán.

Don Geroncio, señor de cierta edad, le propuso matrimonio a Himenia Camafría, madura señorita soltera. La invitó a cenar en el mejor restaurante de la ciudad y ahí le dijo: “Deme el sí, señorita Himenia, y haré que sean realidad sus sueños”. Responde ella: “Bueno, pero aquí no.”

Babalucas fue a jugar golf por primera vez. Se puso dos pantalones. “¿Por qué dos” -le pregunta con extrañeza su mujer. Declara el majareta: “Por si hago un hoyo en uno”.

Se encontraron dos amigas. “¿En qué trabajas” -pregunta una-. “No trabajo -se ufana la otra-, vivo de mis acciones”. “¿De la bolsa? -inquiere con admiración la amiga”. “No -explica la otra-. De mis malas acciones.”

Un español se quejaba con un amigo de que la menor alusión al sexo lo hacía terminar. “¡Coño!” -se asombra el amigo-. Y el tipo: “¡Ay, ay, ay, ahhhhh!”.

Llorosa y compungida la muchacha hace saber a sus papás que estaba embarazada. “¡Maldición! -grita el progenitor enfurecido-. ¿Y quién es el canalla que mancilló mi honor?”. “Es Fecundino Sharpshooter” -responde entre sus lágrimas la chica-. “¡Ah, canalla! -clama fuera de sí el señor-. ¡Ahora mismo voy a exigirle una reparación.!”. “No vayas, papá -le recomienda la muchacha-. Si le pides una reparación a lo mejor querrá que yo le devuelva lo que me pagó”.

El joven Quintiliano casó con Pirulina. La noche de bodas le pregunta: “¿Soy yo el primer hombre con el que haces el amor?”. “No, -confiesa Pirulina-. Antes que tú hubo otros cuatro”. “¡Ah! -prorrumpe hecho una furia Quintiliano-. ¡Falsa mujer! ¡Artera, fementida, aleve, ruín, desleal! ¡Felona, perjura, falsa, hipócrita, falaz!”. “¿Ya ves cómo eres, Quintiliano? -se queja ella con lamentosa voz-. ¡Y luego dicen que no hay quinto malo!”

Un muchacho va a un partido de beisbol acompañado por su novia, que nunca había visto el juego. El muchacho va explicando cada jugada a la chica. Va a batear un pelotero. El pitcher lanza. “Ball one” -dice el ampayer-. Otro lanzamiento. “Ball two” -vuelve a decir-. El pitcher tira nuevamente. “Ball three” -decreta el ampayer de nueva cuenta-. Otra pichada. “Ball four” -dice el ampayer-. El jugador se encamina lentamente a la primera. “Oye -pregunta la muchacha a su novio-. Tú me dijiste que para ir a la primera base el jugador debía pegarle a la pelota-. ¿Por qué ése fue a la base?”. “Es que tiene cuatro balls” -explica el novio-. Y dice la muchacha: “Ah, con razón va tan despacito.”

Esta es la historia de una muchacha pueblerina que fue a la gran ciudad a hacer estudios universitarios. Al año regresó a su pueblo con un bebé. “¿Y de quién es el niño?” -preguntó indignado el papá. “No lo sé” -responde llorosa la muchacha-. “¿Quieres decir que ni siquiera eso aprendiste en la universidad? ¿A decir con quién tengo el gusto?”

La familia de Pepito era católica, y protestante la de Rosilita, su pequeña vecina. Pepito tenía tres años; Rosilita también, y así sus respectivas mamás no vieron inconveniente en bañarlos juntos y encueraditos en la alberca de plástico que una de ellas había puesto en el jardín. La niña se le queda viendo a Pepito -toda una novedad para ella- y luego comenta como para sí: “Caramba, yo había oído decir que hay mucha diferencia entre católicos y protestantes, pero nunca pensé que la diferencia fuera tanta”.

Pepito se quedó dormido en el asiento de atrás del coche de su hermano. El muchacho, que no se dió cuenta de que Pepito estaba ahí, fue en el coche por su novia y la llevó a un romántico paraje. Pepito despertó al oír que su hermano decía a la muchacha: “¡Chin! ¡Se me acabó la gasolina!”. Y Pepito, inadvertido, fue testigo silencioso de la más tórrida escena de amor que sus infantiles ojos habían contemplado. Al día siguiente Pepito invitó a su vecina Rosilita a pasear con él en su triciclo. Se dirigió a la parte de atrás de la casa y detuvo en un protector rincón el viejo velocípedo. “¡Chin! -le dice a Rosilita- ¡se me acabaron los pedales”.

La tía de Rosilita fue a su casa. Venía hecha un brazo de mar: se había pasado cinco horas en la sala de belleza. “¿De dónde vienes, tía?” -quiso saber Rosilita. “De la sala de belleza” -responde ella. Pregunta la pequeña: “¿Estaba cerrada?”.

En el parque de una ciudad hay dos estatuas que representan a un bello joven y a una hermosa muchacha, ambos sin más vestimenta que una hoja de parra. Cierto día baja un ángel del cielo y dice a las estatuas: “Voy a infundir en ustedes el don de la vida. Durante media hora podrán hacer lo que quieran luego volverán a ser estatuas”. Las toca con su varita mágica y ¡ping! las estatuas cobran vida. El joven contempla a la hermosa muchacha y le dice: “¿Estás pensando lo mismo que yo?”. “Sí” -responde la muchacha-. No se dicen nada más. Se toman de la mano, saltan de su pedestal y se esconden en unos arbustos. Los arbustos se agitan, se ve mucho movimiento, y poco después salen los dos con una sonrisa de satisfacción. “¿Qué te pareció?” -pregunta el muchacho-. “Fantástico -responde la chica-. No creí que se sintiera tan bonito”. Ambos se disponen a subir a su respectivo pedestal cuando les dice el ángel: “¡Ey, todavía les quedan otros quince minutos!”. “¿Vamos otra vez?” -dice la muchacha-. “Bueno -dice el muchacho-. Nomás que ahora tú me detienes la paloma y yo le hago lo que las palomas nos han estado haciendo a nosotros todos estos años”.

El flemático lord inglés llegó inesperadamente a su casa sólo para encontrar a su Lady en comprometida situación con el chofer. “Querida -dice el lord sin perder la calma-, es obvio que después de eso nuestra relación no puede continuar. Los abogados se reunirán y discutirán la forma de nuestra separación. En cuanto a usted, James, me apena recibir esta sorpresa cuando yo le había otorgado toda mi confianza. Y a ambos les voy a pedir una cosa: ¡Dejen de hacer lo que están haciendo por lo menos mientras yo estoy hablando!”

En la plaza del pueblo el alcalde decía un discurso. Parada en su aro en la ventana de una casa, una periquita interrumpía cada momento al orador con trompetillas y majaderías variadas. Un gendarme va, habla con la señora de la casa y la señora quita a la periquita del aro y la avienta al corral de las gallinas. De inmediato dos gallos la arrinconan con las peores intenciones, pero la periquita los detiene. “Un momento -les dice-. A mí me trajeron por agitadora, no por pindonga”.

Dos labriegos pobres entraron a robar elotes en la milpa de Don Poseidón, rico hacendado. A fin de cometer el latrocinio se cubrieron con el cuero de una vaca. De pronto el que iba adelante le dice a su compañero: “Compadre, vámonos, ahí viene el cuidador”. Empiezan a escurrirse, cautelosos sin dejar de taparse con el cuero. “Compadre -vuelve a decir el que guiaba-. Se acerca el cuidador, apriete el paso”. Se apresuran los ladrones. Y otra vez, el de delante: “Compadre, el cuidador nos viene pisando los talones, apriete el paso”. Ya para llegar a la cerca, exclama el guía con alarma: “¡Compadre!”. “¿Qué? -se asusta el otro-. ¿Ahí viene el cuidador? ¿Aprieto el paso?”. “¡Apriete todo! -responde el guía-. ¡Ahí viene el toro!”.

Lord Feebledick entró en la alcoba conyugal y sorprendió a su esposa, Lady Loosebloomers, en torpe trato de carnalidad con el guardabosque Wellhan Ged, fornido mocetón. A nadie habrá de sorprender que a la vista de ese tan deplorable cuadro haya prorrumpido el Lord en clamorosos dicterios de mucho peso y significación. A tales magnílocuos denuestos respondió Lady Loosebloomers con tono quejumbroso: “Eres injusto, Feebledick. Yo te perdoné aquella vez que no me acercaste la silla en el restaurante.”

Doña Ignaria, nueva rica, no entendía mucho de arte. Conversaba con su flamante amiga, la señora Highrump, y esta le dijo: “Ahora me dedico a la pintura. En estos días pinto una naturaleza muerta”. Arriesga con cautela Doña Ignaria: “¿Un retrato de tu esposo?”

Un diplomático extranjero acreditado en México adquirió un anillo de compromiso en una joyería del populoso barrio de La Lagunilla. “Por favor -pidió al joyero-, ponga en la sortija las iniciales de mi novia. Se llama Pelagia Ulpiana Tírmon Agranot”. Se queda pensando el de la tienda y luego sugiere: “¿Qué le parece si mejor le pongo sencillamente TE AMO?”.

La joven muchacha le dice a su ansiosos galán: “Es cierto Romeliano: me regalaste unos guantes y te los acepté, y te dejé que me besaras las manos. Pero ahora que me traes un brassiére a regalar... No sé, Romeliano... La verdad no sé...”

“Doctor -dice un señor al médico-, mi señora padece insomnio”. “Eso no es problema -responde el doctor sacando de su escritorio unas píldoras y unas ampolletas-. Con esto le vamos a quitar el insomnio a su señora. Mire: mañana, cuando cante el gallo, déle estas píldoras. Y a la hora en que llegue el lechero, que es seguramente la hora en que despierta su señora, póngale en una lavativa estas ampolletas”. El señor se va con el remedio. A los dos días regresa. “¿Cómo siguió su esposa? -le pregunta el galeno-. ¿Pudo dormir anoche?”. “No, doctor -responde el tipo-. Y vengo a que me dé otro tratamiento. Al gallo como quiera lo hice que se tragara las píldoras, pero ¡ah cómo batallé para ponerle la lavativa al maldito lechero!”.

“¡Ay padrecito! -dice muy compungida la rancherita al confesarse-. Me acuso de qui cuando voy a l’agua me persigue Lasciviano”. “No te inquietes, Silvestra -la tranquiliza el sacerdote-. El hecho de que ese muchacho te persiga no constituye un pecado por parte tuya”. “¡Pero es qui siempre mi’alcanza, siñor cura!” -confiesa la rancherita.

Pepito llega muy triste de la escuela. “Reprobé el examen” -dice a su papá-. “¿Por qué” -se enoja el padre-. “Porque no llevé el acordeón” -contesta el niño. “Hiciste muy bien en no llevarlo -dice el señor-. Es mejor reprobar que engañar y engañarse llevando un acordeón”. “Pero aquí tenía que llevarlo -dice Pepito-. El examen era de música”.

El padrecito está confesando a una muchacha. “Me acuso, padre -dice ella-, de que me encantan los hombres”. Y sigue la relación de sus culpas. El padrecito se queda dormido ahora por el cambio de horario, por lo que la muchacha se retira. En eso llega un mariconcito y se hinca también para confesarse. Con el ruido se despierta el padrecito y creyendo que la muchacha sigue ahí, dice: “Así que te encantan los hombres, ¿eh?”. “¡Brujo, brujo!” -exclama sorprendido el mariconcito.

El señor que hace tatuajes acaba de dibujar uno en el pecho del hombrote. Le puso un corazón atravesado por una flecha y abajo la inscripción “AMO A LUIS”, y le dice: “La A que falta se la pongo tan pronto me pague”.

El papá, que era un doctor a la antigüita que todavía hacía visitas domiciliarias, invitó a su hijo a acompañarlo en su recorrido, pues quería ver qué tal era el muchacho como médico. El primer paciente que visitaron era un señor. “Oiga -le dice el muchacho tan pronto entran a la habitación del enfermo-. Usted tendrá problemas si sigue fumando como lo hace”. Al salir pregunta el papá al muchacho: “¿Cómo supiste eso?”. “Muy sencillo -dice él-. El cenicero estaba lleno y había tres cajetillas vacías en el suelo”. Llegan después a ver a una señora. “Oiga -le dice el muchacho-. Si sigue usted tomando leche un día de estos va a tener un problema gravísimo”. La señora se ruboriza, inclina la cabeza y dice: “Tiene usted mucha razón, doctor”. Asombrado por la percepción de su hijo pregunta el médico cuando salen: “¿Y eso cómo lo supiste?”. “Muy sencillo -responde el muchacho-. Vi los pies del lechero saliendo de abajo de la cama”.

Don Algón veía que Don Martiriano, su empleado más antiguo, andaba preocupado. “Deje sus problemas en casa” -le aconseja. “Imposible -responde con tristeza Don Martiriano-. Mi mujer no aguanta estar ahí”.

La esposa de Afrodisio le encontró pintura de lápiz labial en la camisa. “¿Cómo explicas esto?” -le pregunta poseída por celos igniscentes-. “Debe haber alguna explicación -responde el cínico Afrodisio-. Dame una media hora para pensarla”.

El recién llegado al Salvaje Oeste le pregunta al viejo explorador: “¿Por qué se están pintando el rostro esos indios? ¿Hay guerra?”. “No, -responde el viejo explorador-. Son jotos”.

Libidiano conoció en la fiesta a una chica de busto opulento, ubérrimo, magnificente. Lucía la muchacha un gran collar de perlas que le caía sobre el pecho. Le pregunta Libidiano lleno de salacidad: “¿Puedo acercar mi oídos a sus perlas, señorita? Me han dicho que se oye en ellas el rumor del mar”. (NOTA: El mar se oye en los caracoles, no en las perlas. La equívoca petición de Libidiano se explica no tanto por su ignorancia de los fenómenos acústicos cuanto por sus eróticos y mórbidos impulsos.)

El padre Arsilio se conturbaba mucho porque sus feligreses se dormían cuando él pronunciaba su sermón. Fue con el señor obispo, quien tenía fama de orador atrayente y persuasivo, y le consultó el caso. “Es cosa fácil ganar la atención del auditorio -lo instruye Su Excelencia-. Cuando noto que mis oyentes empiezan a distraerse interrumpo el sermón y digo: ‘Hermanos: anoche tuve en mis brazos a una mujer’. Todos paran las orejas y se enderezan en sus asientos, sorprendidos. Entonces yo continúo: ‘Sí, queridos hermanos. Vino mi madre a visitarme y yo la abracé lleno de filial amor’ Ya reconquistada la atención de la gente prosigo mi sermón.” Al padre Arsilio le pareció excelente la táctica del señor obispo, y se propuso ponerla en práctica cuanto antes. En el sermón del domingo la gente, como de costumbre, se empezó a dormir: “Hermanos -profiere el padre Arsilio-. ¡Anoche tuve en mis brazos a una mujer!”. Los feligreses, estupefactos, abren los ojos. Vacila el padre Arsilio y luego dice confuso y lleno de turbación: “Perdonen ustedes: ya no me acuerdo de lo demás”.

La señora aguardaba ansiosa frente a la puerta del quirófano. Sale el cirujano, y la señora se precipita hacia él. “¡Doctor! -le pregunta con ansiedad muy grande-. ¿Cómo salió mi marido de la operación?”. “¡Caramba, señora! -responde el galante el cirujano-. Con ese color de pelo que usted tiene, y con esa blancura de su tez, ¡qué bien le va a lucir lo negro!”.

Los recién casados pasaron la noche de bodas en la casa donde iban a vivir. Cuando llegó la mañana el novio quiso darle una sorpresa a su flamante mujercita y fue a preparar el desayuno. Ella, mientras tanto, se puso a hablar por teléfono con su mamá. Llega él con la charola del desayuno; la muchacha mira los huevos con tocino que su marido le había preparado y luego dice por teléfono: “Por lo que veo, tampoco es bueno para cocinar, mamá”.

Otros recién casados tomaron tan en serio su papel que al mes ya estaban desfallecidos, agotados. Tan débiles se sintieron que fueron a ver al médico. “Están ustedes al borde de la extenuación -les indica el facultativo-. Si siguen haciendo el amor hay incluso el peligro de un colapso mortal. Suspendan totalmente por un mes su actividad amorosa”. Tomando en cuenta el riesgo los recién matrimoniados decidieron seguir el consejo del doctor. Para evitar tentaciones ella siguió en la recámara del segundo piso y él se instaló en un cuarto de la planta baja. La primera semana de abstinencia representó para los jóvenes esposos un grande sacrificio. Mayor fue el sufrimiento en la segunda semana de abstención. La tercera fue un verdadero tormento. Cuando llegó el segundo día de la última semana el muchacho ya no pudo más. Desesperado, ardiendo en las llamas del amoroso impulso, empezó a subir por la escalera que conducía al segundo piso. A medio camino encontró a su mujercita. “¡No puedo más!” -le dice el muchacho con encendido acento-. “¡Tengo que estar contigo aunque me muera!”. “Que bueno, mi amor -exclama ella cayendo en los brazos del maridito-. ¡Precisamente yo iba a tu cuarto a suicidarme!”.

En la hora del café todos en la oficina se quejaban de lo mal que los trataban sus esposas. Toma la palabra don Wormilio. “Pues lo que es a mí -comenta- Jodoncia me quita los zapatos”. “¿Cuando llegas del trabajo?” -se asombran sus compañeros-. “No -responde muy triste don Wormilio-. Cuando quiero salir por las noches”.

Doña Jodoncia, se inquietó al ver que su esposo, dormido en la cama al lado suyo, se sonreía en sueños. “¡Wormilio -le pregunta con acrimonia tras despertarlo con una violenta sacudida- ¿A qué esa cara de satisfacción? ¿Por qué te ríes así?”. Responde tímidamente Don Wormilio: “Estaba soñando que había inventado el sexo, y todos tenían que pagarme regalías”.

En el vagón del ferrocarril todos los pasajeros se disponían a dormir. De pronto en la penumbra, se oye la voz de una chica que dice: “Pepe, no puedo creer que ya estemos casados”. Al rato, otra vez la misma voz: “Pepe, no puedo creer que ya estemos casados”. Y al rato otra vez: “Pepe, no puedo creer que ya estemos casados”. Entonces, del fondo del vagón: “Convénzala, Pepe, para que ya nos deje dormir”.

La dueña de la casa toca la puerta del cuarto de la muchacha, su inquilina, y le pregunta: “Rosibel: ¿me engaño o tiene usted en su habitación a un caballero?”. Responde la muchacha: “Doña Besuga, por la forma en que se comporta no creo que lo sea”.

El señor llega a su casa y encuentra a su señora con un desconocido. Con expresión de mucha lástima pregunta el señor al amigo de su esposa: “Dígame la verdad, pobre amigo mío: mi mujer le sabe algo y lo está chantajeando, ¿verdad?”.

Un señor protestaba por la pésima calidad de la casa que le habían hecho. “Las paredes son muy delgadas, ingeniero” -le dice con disgusto-. “Bueno -se justifica el ingeniero-. Tome usted en cuenta que todavía no les ponemos el papel tapiz”.

El pollito le pregunta a la gallinita: “Mami, ¿te costó mucho traerme al mundo?”. “Cómo no, hijito -responde la gallinita con ternura-. Me costó un huevito”.

Dice un tipo a otro: “El señor cura de mi pueblo es tan estricto en cuestiones de moral que los novios tienen que ir a casarse a otro pueblo”. “¿Por qué?” -se sorprende el otro-. Explica el tipo: “Dice que él no celebra matrimonios porque no puede participar en un juego de azar”.

“Clodoveo tiene dos personalidades -dice la muchacha a su amiga-. Unas veces es inteligente, simpático, entretenido, amable, dueño de una chispeante conversación, y otras veces no trae dinero”.

Un individuo entra corriendo en la demarcación de policía y entregando una pistola al oficial de guardia le dice: “¡Enciérreme, acabo de dispararle a mi suegra!”. “¿Y la mató” -pregunta el policía. “¡No -responde el tipo demudado por el terror-. ¡Por eso quiero que me encierre!”

Había un rico señor que hacía alarde siempre de su valiosa colección de cuadros, en especial de un Picasso que era su mayor orgullo. Sin embargo, una de las criaditas de la casa decía con tono despectivo: “¡Bah! El señor presume de que tiene un Picasso fabuloso, y no tiene más que un piquillo de este tamaño”.

Minicio, joven proclive a la expresión poética, le declaró su amor a Gordoloba, muchacha que pesaba por lo menos 45 arrobas (Arroba: medida de peso equivalente a 11 kilos 502 gramos). Ella le correspondió. Feliz y emocionado Minicio comunicó la noticia a sus amigos y les dijo con exultación: “¡He encontrado por fin el sendero del amor!”. “¿Sendero? -comenta uno-. ¡Caón, a mí me parece más bien autopista de 16 carriles!” (NOTA: Con acotamiento de 20 metros a cada lado).

Decía la recién casada: “A mi marido le encanta el jaibolito que le preparo cuando llega del trabajo. Es siempre la segunda cosa que me pide”.

Don Astasio abrió la puerta de la recámara y se llenó de asombro al contemplar una visión insólita: su esposa estaba en la cama in puris naturalis, es decir sin nada encima, y respiraba con singular agitación. Sospechando que si hubiera entrado sin hacer ruido no la hubiera encontrado sin nada encima don Astasio miró en el closet y sus sospechas quedaron confirmadas: ahí estaba un desconocido. Antes de que don Astasio pudiera abrir la boca le pregunta el sujeto: “Perdone, amigo: ¿por esta esquina para el autobús Ruta 36?”. “¡Qué esquina ni qué autobus! -bufa con iracundia don Astasio-. ¿Qué hace usted en el closet de mi recámara?”. El individuo finge gran asombro. Vuelve la vista a todos lados y luego exclama boquiabierto: “¡Caramba, cómo tardan ahora los autobuses! ¡De veras ya hasta construyeron!”.

Uno de esos enredones que nunca faltan le dice a don Astasio: “Me da pena tener que contarte esto, pero tu esposa hace el amor con todos los hombres del pueblo”. “¡No es cierto! -prorrumpe don Astasio-. ¡Lo que me dices es una falsedad!”. “Perdóname -insiste el otro-, pero es la verdad. Tu esposa hace el amor con todos”. “¡Mentira! -rebufa don Astasio. ¡Conmigo no lo hace!”.

Llegó don Astasio a su casa y, como de costumbre, sorprendió a su mujer, Facilda Lasestas, en amoroso abrazo con un desconocido mocetón. Don Astasio lleva consigo siempre, para ocasiones como esa, una libreta en donde tiene apuntado un catálogo de expresiones interjectivas para denostar con ellas a su esposa cuando la halla en el vértigo del regodeo salaz. Sacó, pues, su libreta don Astasio y dió salida a las siguientes voces: “¡Leperuza! ¡Loca del cuerpo! ¡Pecadriz!”. Sin desatar el estrecho lazo que la ligaba al brozno, sin siquiera frenar el vaivén de su excecrable coición, le dice con tono admonitorio la mujer: “¡Ay, Astasio! ¿Otra vez con tus celos?”.

En el día de campo los jóvenes se pusieron a jugar al futbol. Cerca de ahí pastaban dos vaquitas. Llegaron sendos toros y se pusieron a cumplir con ellas el eterno rito de que se vale la naturaleza para lograr la perpetuación de las especies. En pleno rito estaban cuando una de las vaquitas se vuelve hacia la otra y le pregunta: “¿Qué te parece, Clarabella, si después de los toros nos vamos al futbol?”

Libidiano pidió la mano de Pirulina. Don Poseidón, papá de la muchacha, se la concedió. “Espero -dice el solemne genitor a los futuros contrayentes- que el matrimonio de ustedes salga tan bien como el de mi esposa y mío”. “Nos va a salir mejor, don Poseidón -le asegura el galancete-. Hemos estado practicando”.

La recién casada le sirvió a su flamante maridito el postre de la primera comida que le había preparado. El muchacho mira el platillo y pregunta lleno de confusión: “¿Pay de fresa con guacamole?”. “A mí también me extrañó, cielo -responde la muchacha-. A lo mejor se me pegaron las hojas del rectario”.

Hamponito, el hijo del narco de la esquina, fue a una fiestecita de cumpleaños. El niño agasajado sopló para apagar las velitas del pastel. Hamponito sacó una pistola y ¡bang, bang! le disparó. Con sorda voz a lo George Raft dice entre dientes guardando la pistola: “Eso le pasa a los soplones”.

En la entrada del Metro el borrachín le pregunta a la linda muchacha con tartajosa voz: “Perdone usted, hermosa señorita: ¿cuánto cuesta el metro?”. La muchacha se lo dice. “Entonces -pide el temulento- déme 50 centímetros. De la cintura para abajo, por favor”.

La mamá de Paquito fue a inscribirlo en primer año de kinder. Le entregaron un cuestionario que debía llenar. Una de las preguntas decía: “¿Tiene su hijo cualidades de líder?”. La señora responde con la verdad: “No, pero ayuda muy bien cuando se le pide su colaboración”. Días después la señora recibió una carta firmada por la directora: “Tengo el gusto de informarle que Paquito fue admitido en el grupo A del Primer Año. Ese grupo consta de 35 alumnos: 34 líderes y Paquito”.

Con un ejemplar del Playboy en la mano Babaluquitas daba vueltas y vueltas sobre su propio eje. “Carajo -dice con remordimiento-. Mis pobres padres trabajando y yo aquí emborrachándome con viejas”.

A un agente viajero se le descompuso su coche en medio del campo. Era de noche y llovía copiosamente. El hombre vió a lo lejos una luz y caminó hacia ella en medio de la tempestad. Llegó a la casa de un granjero. Después de explicarle su problema le pidió: “¿Podría pasar la noche aquí?”. “Con todo gusto -acepta el hombre-. No tengo mujer ni hijas, y hay varias camas disponibles”. El agente hace una pausa y luego pregunta: “¿A qué distancia está la casa del próximo granjero?”.

Hubo quejas en el club de damas porque el conferencista especializado en moral sexual dijo a las socias: “Estoy seguro que la mitad de ustedes han tenido una aventura extramatrimonial”. La directiva exigió al conferenciante que se retractara. “Me retracto -concedió el tipo-. Estoy seguro de que la mitad de ustedes NO han tenido una aventura extramatrimonial”.

Un investigador del comportamiento humano hizo que una pareja de esposos llenara sendos cuestionarios. Al revisarlos encontró algo que le llamó mucho la atención. “Debe haber un error -les dice-. En el renglón correspondiente al número de veces que hacen el amor, usted, señor, escribió: una vez por semana. En cambio usted, señora, puso que entre dos y diez veces cada noche”. “Sí -conforma el marido-. Es que ella en eso trabaja”.

Catón preguntó a un señor ya grande que vendía ostiones si es verdadera la conseja que asigna a los ostiones la mirífica virtud de potenciar el desempeños sexual cuando tal potenciación se necesita, y éste le dijo: “¡Ay, amigo! ¿Usted cree que si deveras sirvieran para eso los vendería yo?”.

Cierto sujeto fue a consultar a un especialista. Se quejaba de no durar en la palestra del amor carnal. “¿En qué momento acaba?” -pregunta el facultativo-. “Entre cómo te llamas y de qué signo eres”.

Antes de los tiempos de la invención del Viagra, un señor ya entrado en años se encontró al despertar con que mostraba una aptitud que hacía tiempo no mostraba. Con premura llamó a su mujer: “¡Rápido, vieja! ¡Ven! ¡Ven pronto!”. Ella llegó corriendo a la recámara y al ver lo que miró empezó a aligerarse con prontitud la ropa. “¡No te llamé para eso! -la interrumpe el marido-. ¡Trae la cámara! ¡Esto no me lo van a creer en el café”.