No tiene mucho tiempo que se agregó a esta bitácora la Novena colección de chistes del prolífico humorista Catón, el 28 de octubre de 2014. Usualmente habría un lapso de espera de unos tres o cuatro meses antes de reproducir aquí una nueva colección de chistes de uno de los humoristas más famosos de México. Sin embargo, como ya es el inicio de la temporada navideña al empezar el mes de diciembre, se consideró preferible adelantar un poco la siguiente nueva hornada de chistes para empezar las festividades propias de fin de año con algo que haga sonreír aunque sea un poco a los malhumorados para empezar bien el fin cada vez más cercano del 2014.
Tal vez habrá algunos que quieran escoger algunos de los chistes que aquí se reproducen para poder amenizar las fiestas a las que estará siendo invitado. Tal vez habrá algún enamorado que quiera desplegar ante una chica sus habilidades para poder hacerla reír y sonreír. Los motivos pueden ser muchos y variados, pero lo importante es que se tenga algo disponible a la mano para cuando se presente la ocasión propicia.
Los chistes serán agrupados en rondines de veinte en veinte, al igual que en las entradas anteriores, para que sea fácil poder regresar posteriormente a un punto en donde se haya dejado pendiente la lectura de esta entrada.
Rondín # 1
Simpliciano, joven sin ciencia de la vida, iba una noche por el parque y vio a una pareja ocupada en eróticos sobos, libidinosos pichoneos, lascivos toques y lúbricos guacamoleos. Él le agarraba todo a ella, igual que si fueran en el Metro. Y la dama no se quedaba atrás. (Más bien se quedaba delante). La mujer le pareció conocida a Simpliciano, de modo que se acercó a los lascivos amadores. ¡Oh, desdicha! La concupiscente fémina era su novia. "¡Pero, Pirulina! -le reclamó en tono quejumbroso-. ¡Me juraste que tu corazón me pertenecía sólo a mí!". Respondió ella: "El corazón no me lo ha agarrado".
Babalucas le dijo a un amigo: "Ese hombre que va ahí es muégano". Preguntó el otro, sin entender: "¿Cómo que muégano?". "Sí -confirmó Babalucas-. Tiene dos esposas". (Nota: Quería decir "bígamo").
Don Poseidón era padre de una muchacha en edad de merecer. Cierto día el pretendiente de la chica se presentó ante el vejancón y le pidió su mano. (La de la muchacha, no la del vejancón). Preguntó don Poseidón: "¿Está usted seguro, joven, de que puede hacer feliz a mi hija?". "¡Uh, señor! -respondió con orgullo el galancete-. ¡Nomás la viera en esos momentos! ¡Hasta grita!".
Un tipo llamó por teléfono al doctor Ken Hosanna. Le dijo: "Doctor, tengo una enfermedad venérea. Quiero que usted me trate". El facultativo le indicó: "Haga una cita con mi secretaria". Replicó el otro: "Ya la hice. ¿Dónde cree que pesqué la enfermedad venérea?".
Un empleado de don Algón se reportó enfermo, y no fue a trabajar. Al día siguiente el ejecutivo vio en el periódico a su empleado recogiendo feliz la copa que había ganado en el torneo de golf que se celebró el día que no fue a trabajar. Lo llamó y le dijo: "Ayer se reportó usted enfermo, y hoy estoy leyendo que ganó el torneo de golf con score de 4 bajo par". Contestó el empleado: "¿Y se imagina, jefe, cuál habría sido mi score si no hubiera estado enfermo?".
Suspiraba un maduro caballero: "Me estoy haciendo viejo. El trabajo me da cada día menos placer, y el placer me da cada día más trabajo".
Un individuo acudió a la consulta del doctor Duerf, siquiatra de gran fama, y le dijo con angustiado tono: "Doctor: cada vez que una mujer se me acerca con intención de hacer el amor se me pone la carne de gallina, me acomete un temblor en todo el cuerpo, la frente se me perla de sudor frío y se me erizan los pelos de la nuca". El doctor Duerf apoyó el mentón en la mano; adoptó una actitud de profunda concentración e hizo: "Mpf". Todo eso le permitía cobrar los altos honorarios que su clientela le pagaba. Luego dijo con voz grave: "Interesante sintomatología. ¿A qué atribuye usted eso, señor?". Respondió el individuo: "Posiblemente se deba a que la mujer que le digo es mi esposa".
Una señora le comentó a su vecina: "Mi marido tiene la mala costumbre de morderse las uñas". Dijo la otra: "El mío también tenía ese hábito, pero se lo quité". Preguntó la otra, con interés: "¿Cómo le hiciste?". Responde la vecina: "Le escondo la dentadura".
Lord Highrump, perteneciente a la más rancia aristocracia londinense, hizo el viaje que todos los ingleses victorianos hacían a París, y ahí fue invitado por un amigo suyo, diestro en toda suerte de impudicias, a asistir a una orgía. Ya en el sitio donde la bacanal se estaba celebrando lord Highrump decidió no participar en ella, pues ninguna de las personas asistentes le había sido presentada. Con británica flema contempló lo que ahí se estaba haciendo. (Nota de la redacción. Nuestro amable colaborador se extiende durante 24 fojas útiles y vuelta en la detallada descripción de lo que ahí se estaba haciendo, descripción que, aunque muy interesante desde el punto de vista erótico y gimnástico, nos vemos en la necesidad de suprimir por falta de espacio). Sonaron las 5 de la tarde en el reloj de la sala, y luego las 5 y media. Inquieto y desasosegado lord Highrump le preguntó a uno de los participantes en la orgía: "¿A qué horas van a servir el té, old chap?". Contestó el otro sin suspender el lujurioso match que sostenía con una dama de la concurrencia: "Aquí no se sirve té". Enarcó las cejas milord y preguntó: "¿Entonces cuál es el propósito de la reunión?".
Dijo el conferencista: “Al general Schwachkopf le dieron un balazo en los Dardanelos”. Doña Macalota se inclinó sobre su vecina de asiento y le dijo al oído: “No sabía que también se llamaran así”.
Un hombre joven pasó a mejor vida. El portero del Cielo le preguntó: “¿Tienes algún pecado que quieras confesar antes de entrar en la mansión celeste?”. “Sí -dijo el recién llegado-. Yo era centro delantero en el equipo de futbol de la iglesia de San Pablo. Hace unos días jugamos por el campeonato de la liga parroquial contra el equipo de la iglesia de San Pedro. Recibí un pase y anoté el gol que nos dio el triunfo. Pero estaba en fuera de lugar, y además empujé el balón con la mano. Aunque el equipo contrario protestó, el árbitro dio por buena la anotación, y así el San Pablo ganó el campeonato y se llevó la copa”. “Vamos, vamos -dijo el portero de la mansión celeste-. Ése es un pecadillo sin importancia. Eres joven y con ansia de triunfo; tu falta es perfectamente explicable. No sólo puedes entrar al Cielo, sino que además te asignaré un lugar en la sección VIP, junto a los ángeles y los arcángeles, los serafines y los querubines”. Exclamó, feliz, el futbolista: “¡Gracias, San Pedro!”. Respondió el portero: “San Pedro salió a comer, y yo lo estoy sustituyendo. Soy San Pablo”.
La abuelita de Pepito terminó de rezar sus oraciones: “Y te pido, Señor, que hagas de Pepito un niño bueno, amén”. Le indicó el chiquillo: “No se te olvide poner: ‘Enter’”.
En el súper la señora le pidió al carnicero una docena de pechugas de pollo. “Pero las quiero grandes” -precisó. El hombre le dijo que se las tendría listas en cinco minutos, que mientras tanto podía hacer el resto de sus compras. Poco después se oyó en el altavoz: “La señora de las pechugas grandes, favor de presentarse en el mostrador de carnes”.
Aquel inventor creó un robot cuyo cuerpo tenía la exacta semejanza del de una mujer joven y hermosa. Le dijo a su ayudante: “El robot puede hacer el trabajo de una secretaria. Si le oprimes una bubis toma dictado. Si le oprimes la otra te organiza tu agenda del día”. Pidió el ayudante: “Permíteme llevarme el robot a mi oficina, para probarlo”. A poco se oyó un espantoso grito, un terrible ululato de dolor. “¡Caramba! -exclamó consternado el inventor-. ¡Se me olvidó decirle que aquella otra parte es un sacapuntas!”.
Un tipo le contó a sus amigos: “Mi abuelo tiene 80 años, y todo el año les hace el amor a las muchachas, menos en julio’’. “¿Por qué en julio no?’’ -se extrañó uno-. Explicó el otro: “Porque en julio sale de vacaciones su enfermero, que es el que lo pone arriba de las muchachas’’
El director de la orquesta que tocaba en el baile de coronación de aquella feria pueblerina apuntó en un papel el nombre de la próxima selección que el conjunto iba a tocar: “Blue Moon’’. El grandilocuente locutor leyó el nombre de la pieza y anunció en el micrófono con sonorosa voz: “¡Y ahora, respetable público, la Orquesta ‘Lira de Terpsícore’ interpretará para nosotros, como sólo ella sabe hacerlo, la bonita melodía intitulada ‘Blue Demon!’’
El párroco recién llegado al pueblo le dijo al terrateniente del lugar: “¿De manera, don Poseidón que usted y su esposa tuvieron 10 hijos?’’. “Sí, padre -respondió apenado el vejancón-. Ya sé que son muy pocos, pero es que mi mujer y yo nunca hemos congeniado”.
Ni siquiera un año de casada tenía la muchacha cuando les informó a sus papás que se iba a divorciar. “¿Por qué, Dolicia?’’ -le preguntaron, consternados. Respondió ella: “Tengo un grave problema de comunicación con mi marido’’. “¿Problema de comunicación?’’ -repitió el papá sin entender. “Sí -confirmó Dolicia-. Alguien le comunicó que le estoy poniendo los cuernos’’.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, se topó en una calle del pueblo con el famoso luchador que esa noche iba a actuar en la arena de la localidad. Le dijo: “¡Qué guapo y fuerte es usted, señor! ¡Parece que está hecho de fierro! Nunca salga a la calle cuando esté lloviendo, porque se va a oxidar. Es usted Coloso Negro, el gran luchador, ¿verdad?’’. “Sí, señorita -respondió el otro. Le dijo Himenia con un mohín travieso: “¿Puedo echarle una llave?’’. “Vamos a ver -respondió divertido el gladiador al tiempo que simulaba que se ponía en guardia. “Aquí la tiene -le dijo entonces la señorita Himenia al tiempo que le echaba una llave en la bolsa de la camisa-. Es la de mi casa”.
Llegó Babalucas a la papelería y le pidió a la dependienta: “Quiero un rollo de papel para muerto’’. “¿Papel para muerto? -se sorprendió la muchacha-. No sé que exista esa clase de papel’’. A otras cinco papelerías fue Babalucas, y en ninguna encontró lo que buscaba. Llegó a su casa y le dijo a su esposa, que se disponía a hornear unas galletitas: “No hallé lo que me encargaste, vieja. En ninguna papelería tienen papel para muerto’’. “Ay, Baba -suspiró la señora-. Te dije ‘papel parafinado’”.
Rondín # 2
Un individuo sintió que su vigor de másculo potente ya no era el mismo de los pasados tiempos. Acudió a la consulta de un reputado médico, y éste, después del correspondiente examen, le informó que su atributo de varón estaba desgastado por efecto del excesivo uso que había hecho de él. Solamente le quedaban 15 veces para emplearlo antes de que se colapsara totalmente. Pesaroso y tribulado el sujeto llegó a su casa y le informó a su esposa lo que el médico le había dicho. “¿Quince veces nada más? -se consternó la mujer-. Debemos dosificarlas cuidadosamente. Haré una lista de fechas importantes: tu cumpleaños y el mío; nuestro aniversario de bodas; el natalicio de don Benito Juárez.”. “Perdona -la interrumpió el marido-. Yo ya hice mi lista, y tú no estás en ella”.
Aquel señor supo que un amigo suyo estaba en el hospital. Fue a visitarlo y lo encontró vendado de pies a cabeza, igual que momia egipcia. Le preguntó, asustado: “¿Qué te sucedió?”. Respondió el lacerado con voz feble: “Calculé mal”. “No entiendo” -dijo el otro. Relató el hombre: “Estaba yo en la cantina. Después de tomarme varias copas me planté en medio del local y dije: ‘Calculo que todos los que están aquí son unos apocados, blandos, caguetas, chafos, débiles, espantadizos, fofos, gallinas, huidizos, inútiles, jotos, lameculos, miedosos, nalgasprontas, ñoños, ojetes, pusilánimes, quejicas, rajones, soplapollas, timoratos, urachos, valemadres, yuntos y zainos, por no decir que son culeros’”. Se levantó de su mesa un individuo. Medía 2 metros de estatura, y debe haber pesado 130 kilos. Te digo: calculé mal”.
Una mujer de bastante edad se presentó ante el juez y le dijo que quería divorciarse de su esposo. Le preguntó el letrado: “¿Qué edad tiene usted?”. Respondió sin vacilar la querellante: “35 años”. “¿35 años? -se amoscó el juzgador-. Tengo aquí su certificado de nacimiento, y muestra que tiene usted 50 años de vida”. “Su señoría -opuso con tono de reproche la mujer-. A los 15 años que pasé con ese caborón ¿los llama usted vida?”.
Un niñito fue al zoológico con sus papás. El señor fue a comprar algo, y la señora llevó al pequeño a ver los elefantes. En el momento en que llegaron el macho mayor puso en evidencia por qué era el mayor. Preguntó, curioso, el niño: “¿Qué es eso?”. La mamá, turbada, respondió en forma evasiva: “No es nada; no es nada”. En eso llegó el señor. “Papi -le dijo el pequeñín-, le pregunté a mi mami qué es eso que tiene el elefante, y me dijo que eso no es nada”. “Bueno -respondió el genitor atusándose el bigote, ufano-. Tu mamá simplemente comparó”.
En el lecho conyugal el marido se le acercó a su esposa con clara intención erótica. Ella le dijo, terminante: “Esta noche no. Debo levantarme a las 6 de la mañana, pues tengo mucha ropa que lavar”. Replicó el sujeto: “Si para esa hora no he terminado te prometo dejarte en paz”.
En la fiesta un señor habló mal de cierta universidad para mujeres. Dijo con desdén: “Ahí lo único que aprenden las alumnas es a follar”. Uno de los presentes se indignó. “¡Señor mío! -le reclamó al sujeto-. ¡Mi esposa estudió en esa universidad!”. “La conozco -replicó, calmoso, el otro-. Y estoy seguro de que la reprobaron”.
A don Languidio, senescente caballero, ya no se le arridaba el atributo de la generación. Oyó hablar de cierta uróloga que tenía un tratamiento para curar esa debilidad, y fue a consultarla. La doctora, mujer joven y guapa, procedió a examinarlo en forma táctil. Le puso la mano en el pecho y le pidió: “Diga 33”. Don Languidio dijo: “33”. Le puso la mano en la espalda. “Diga 33”. Y dijo don Languidio: “33”. En seguida le puso la mano en el abdomen: “Diga 33”. Repitió don Languidio: “33”. A continuación la bella doctora le puso la mano en la parte afectada y le pidió de nuevo: “Diga 33”. Empezó, moroso, don Languidio: “Una... Dos... Tres... Cuatro...”...
Capronio encendió un cigarro en el interior de la farmacia. La encargada le dijo: "No puede usted fumar aquí". Alegó el incivil sujeto: "Acabo de comprar los cigarros aquí mismo". Replicó la mujer: "También vendemos condones, y no puede usted follar aquí".
El señor Altehr estaba en el lecho de su última agonía. Pasaba ya la medianoche, hacía un frío terrible, soplaba un viento gélido y caía una nevada intensa. Con voz débil el enfermo le pidió a su esposa: "Llama a un cura". "¡Chollile! -se escandalizó la señora-. ¿Por qué quieres que llame a un cura? ¡Somos judíos!". "Precisamente -razonó el señor Altehr-. En una noche como ésta no voy a sacar de la cama a nuestro amado rabino".
Don Martiriano, el abnegado esposo de doña Jodoncia, fue a una despedida de soltero. Llamó por el celular a su consorte y le dijo con voz atribulada: "Pensé que la fiesta sería sólo para hombres, pero hay aquí mujeres de dudosa condición. ¿Qué puedo hacer?". Le respondió doña Jodoncia: "Si crees que puedes hacer algo ven acá inmediatamente".
Le dijo el paciente al cirujano: "Estoy muy nervioso, doctor. Es mi primera operación". "Entiendo su nerviosismo -respondió el galeno-. Yo estoy tan nervioso como usted. También es mi primera operación".
Don Poseidón, granjero de edad madura ya, le contó a su vecino que su toro semental había perdido el ímpetu amoroso. Llamó al doctor Herrioto, el veterinario del pueblo, y éste le untó al animal un ungüento en los testes, dídimos o compañones, lo cual hizo que el toro cobrara de inmediato un ímpetu extraordinario, y diera buena cuenta de seis vacas seguidas. Preguntó el vecino: "¿Qué ungüento es ése?". Contestó don Poseidón: "No sé cómo se llama, pero se siente calientito".
Guarneria, linda estudiante de violín, iba a salir con Afrodisio Pitongo, hombre que en el pueblo tenía mala fama por sus desmanes de varón concupiscente. La mamá de la joven, llena de maternal preocupación, le aconsejó a su hija: “Lleva contigo tu instrumento. Si ese lujurioso individuo, movido por sus urentes ímpetus de macho en rijo, pretende cortar la cándida flor de tu impoluta castidad, interpreta cualquiera de las tres piezas que tienes ensayadas: el Humoresque de Dvorak; la Meditación de Thaïs, de Massenet, o la preciosa Estrellita de Manuel M. Ponce. Es bien sabido que la música amansa a las fieras. A los acordes de una de esas bellas melodías se le bajará a Pitongo el... lascivo ímpetu de su insana pasión pecaminosa, y tu integridad de doncella saldrá indemne de la dura prueba a la que con imprudencia irreflexiva la sometes”. Esa larga peroración se explica porque la señora había leído en su juventud el libro “Pureza y hermosura”, de Monseñor Tihamer Toth, y recordó sus términos, aunque el autor no recomienda expresamente el violín como medio para salvaguardar la virginidad de la mujer. Obedeció Guarneria, y se llevó a la cita su instrumento. Supongo que también llevó el suyo el tal Pitongo, porque unas semanas después la joven violinista, llorosa y compungida, le anunció a su mamá que estaba un poquitito embarazada. La señora, que en casos de apuro solía invocar al santo del día, para lo cual consultaba cada mañana el calendario, profirió llena de aflicción: “¡Santa Cecilia!”. (Lo que estoy relatando sucedió el pasado día 22, fecha de la patrona de los músicos). “¿No pusiste en práctica, desventurada hija, mi recomendación de tocar alguna sentida melodía para aplacar los impulsos eróticos de ese libidinoso másculo?”. “Intenté seguir tu consejo, madre mía -aseguró Guarneria, gemebunda-. Pero cuando me agaché para sacar el violín del estuche, ahí fue dónde”.
Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la región correspondiente a la entrepierna, sintió un extraño cosquilleo en la mencionada parte. Fue a la consulta del doctor Ken Hosanna, reconocido médico. Después de examinarlo concienzudamente, y tras ver el resultado de ciertos análisis clínicos que le ordenó, el célebre facultativo le dijo al angustiado joven: “Le tengo dos noticias: una buena y una mala”. “¿Cuál es la buena noticia, doctor?” -preguntó con ansiedad Meñico. Le informó Hosanna: “En los próximos días la parte que tanto le preocupa le crecerá 12 pulgadas”. “¡Doce pulgadas! -exultó, jubiloso, Maldotado-. ¡Eso quiere decir que tendré 13!”. Inquirió luego: “Y ¿cuál es la mala noticia?”. Respondió el médico: “Es elefantiasis”. La elefantiasis, también llamada paquidermia, elefancía, mal de Cayena o morbus herculeus, es un síndrome caracterizado por el crecimiento anormal de algunas partes del cuerpo, especialmente las extremidades inferiores y los órganos genitales. La enfermedad es causada por la filaria Wuchereria brancrofti, y presenta los siguientes síntomas: (Nota de la redacción. Nuestro estimado colaborador enumera esos síntomas a lo largo de 26 fojas útiles y vuelta, y describe cada uno en forma sobremanera detallada, descripción que, aunque sumamente interesante, nos vemos en la penosa necesidad de suprimir por falta de espacio).
Al terminar el trance de amor declaró ella: “Es la primera vez que hago esto”. Respondió él: “Pues para ser la primera vez tienes bastante práctica”.
El director de la sinfónica le preguntó a su asistente: “El que toca la tuba ¿hizo ese ruido con ella?”. Respondió el otro, preocupado: “Espero que sí”.
Don Bucolio, granjero viudo, tenía una linda hija. Se vio obligado a hacer un viaje a la ciudad, y tuvo que contratar un peón para que en su ausencia, que duraría varias semanas, se hiciera cargo de los animales de la granja. Antes de irse hizo jurar al mocetón que no se haría cargo también de la muchacha. A su regreso don Bucolio le preguntó a su hija cómo se había comportado el mozo. “Muy bien, papá -le informó ella-. Hizo que las vacas empezaran a dar más leche, que las gallinas pusieran más huevos y que los cerdos engordaran más. Y a mí me quitó esos penosos malestares que me daban cada mes”.
Lady Godiva cabalgó desnuda por las calles de Coventry. Cuando volvió a su casa su marido le preguntó, molesto: “¿Dónde andabas? El caballo regresó hace tres horas”.
Frase poco célebre: “Si el noviazgo es un sueño, el matrimonio es el despertador”.
El joven Picio, muchacho extremadamente feo, invitó a salir a una linda chica. Lo siento -declinó ella-. No salgo con seres que no pertenezcan a la especie humana”.
Rondín # 3
Le preguntó un comerciante a otro: “¿Qué haces ahora?”. Respondió el otro: “Vendo muebles”. Dijo el primero: “No sabía que manejaras esa línea. ¿De veras estás vendiendo muebles?”. Respondió el otro con voz triste: “Sí. Los míos”.
En cierto remoto pueblo una mujer de 90 años dio a luz. Los periodistas se apresuraron a ir a su casa y le pidieron ver al bebé. “Ahora no” -les dijo ella. Volvieron horas después. Les dijo otra vez la señora: “Todavía no”. Los reporteros dejaron pasar otras tres horas, y a su regreso se toparon con la misma negativa: no podían ver al bebé. Preguntó uno, impaciente: “¿Cuándo lo podremos ver?”. Respondió la nonagenaria madre: “Cuando el niño llore”. Inquirió el periodista, extrañado: “¿Por qué cuando llore?”. Explicó la señora: “Porque no me acuerdo dónde lo dejé”.
Adonisio Formoso era un hombre sumamente guapo. A su lado Brad Pitt y Leonardo DiCaprio parecían Quasimodo. Decidió casarse con una mujer hermosa a fin de producir magníficos especímenes humanos. Oyó hablar de un hombre que tenía tres hijas de extraordinaria belleza, tanto que el pueblo las llamaba con gran imaginación creativa “Las Tres Gracias”. El apuesto galán buscó al paterfamilias y le ofreció una considerable suma si le daba en matrimonio a una de ellas. “Puede usted escoger la que le guste” -le dijo el genitor, a quien el pueblo llamaba (con gran imaginación creativa) El Pichabuena, por las preciosas hijas que había engendrado. Le mostró a la primera. La muchacha, en efecto, tenía agraciado rostro y cuerpo escultural, pero sus ojos no se ponían de acuerdo entre sí: mientras uno veía hacia el Golfo de México el otro miraba hacia el Océano Pacífico. “Su hija es muy hermosa -le dijo el pretendiente al padre-, pero está, digamos, un poquitito bizca. Cosa de nada, claro, pero un poquito bizca”. Trajo el señor a la segunda hija. Era también muy bella, pero estevada, o sea zamba. El solicitador le dijo al papá de la muchacha: “Su hija es muy hermosa, pero está, digamos, un poquitito zamba. Cosa de nada, claro, pero un poquito zamba”. El padre, entonces, le presentó a su hija menor. ¡Oh maravilla! La joven parecía un ángel. Su arrebolada faz y sus armoniosas formas no mostraban ninguna maca que alterara la absoluta perfección de aquella etérea ninfa, al parecer salida de los pinceles del Giotto, o por lo menos de uno de ellos. “¡Contigo me casaré!” -declaró, extático, Adonisio. El papá de la etérea ninfa preguntó: “¿Y la considerable suma?”. El enamorado le extendió un cheque de seis cifras. Se llevó a cabo el matrimonio entre la célica doncella y el apuesto galán. Siete meses después ella dio a luz un hijo. ¡Horror! La criatura era un monstruo de fealdad, un endriago, un adefesio. A su lado Quasimodo parecía Brad Pitt o Leonardo DiCaprio. “¡Fuego del averno! -profirió Adonisio, que en su juventud había leído novelas de Salgari-. Si soy tan guapo ¿cómo es que el niño nació tan feo?”. Explicó el papá de la muchacha: “Es que cuando mi hija se casó con usted ya estaba, digamos, un poquitito embarazada. Cosa de nada, claro, pero un poquito embarazada”.
Jonás estuvo tres días en el vientre de la ballena. Al menos eso fue lo que le contó a su esposa.
Amaz Ingrace, misionero, atravesaba un remoto paraje de la jungla cuando le salió al paso un salvaje armado con un hacha de piedra. Dijo el predicador: “Ya me jodí”. En eso se oyó una voz venida de lo alto: “Hombre de poca fe: no digas eso. Pondré en tu brazo la fuerza de Sansón. Dale al salvaje un puñetazo en la nariz y serás salvo”. Obedeció Amaz y le propinó al aborigen un tremendo mamporro que lo tiró por tierra. Se levantó el sujeto echando sangre por nariz y boca y escapó lanzando ululatos de dolor y gritando una y otra vez las palabras “¡Iji mobuti! ¡Iji mobuti!”, que en su lengua quieren decir: “¡Ay mamacita! ¡Ay mamacita!”. Antes de huir, sin embargo, le mostró al predicador la palma de la mano como diciéndole: “Vas a ver, caborón”. Cumplió su amenaza: poco después regresó acompañado por más de cien salvajes que rodearon al predicador. Nuevamente se oyó la majestuosa voz venida de lo alto: “Tenías razón, manito. Ya te jodiste”.
Himenia Camafría, célibe otoñal, fue a una despedida de soltera y ahí oyó hablar de los juguetes sexuales. Al siguiente día, temprano en la mañana, se puso una peluca y unos lentes negros, y cuidando de que nadie la viera entró en el único sex shop que había en su pueblo. Cubriéndose el rostro con el amplio cuello de su abrigo de shantung, y enronqueciendo la voz para disfrazarla, le dijo al encargado del establecimiento: “Quiero un vibrador”. “Tenemos éstos” -le mostró el tipo señalándole varios. Pidió la señorita Himenia: “Me da aquél”. Le informó el de la tienda: “Ése es el extinguidor”.
Un hombre fue a la cantina llamada “Las saturnales de San Antonio”. En el preciso instante en que llegó a la barra un tipo que estaba ahí sentado cayó al suelo de borracho. Le dijo el recién llegado al cantinero: “Me sirve lo mismo que tomó el señor”.
Don Languidio, señor de edad madura, declaró: “Siempre he querido hacer el amor con dos mujeres”. Añadió: “Y si fuera posible en el mismo año”.
Los marineros de la real flota de Su Majestad tenían fama de que por causa de los largos meses que pasaban en el mar sin trato con mujer acababan incurriendo entre ellos en ciertas prácticas de las cuales no se podía hablar en tierra firme so riesgo de atentar contra el prestigio viril de la marinería. Sucedió que el hijo de un viejo capitán, marino como él, contrajo matrimonio con una chica del puerto. La muchacha no le gustaba del todo a la mamá del joven, pues la creía algo liviana, pero el capitán hizo ciertas averiguaciones, y salió garante de la integridad de la doncella. Los novios pasaron su noche de bodas en la casa del muchacho, cuyo cuarto estaba contiguo al de sus padres. Al empezar el trance nupcial ella le pidió a su flamante maridito: “Velerino, hazme el favor de quitarme los zapatos. Son nuevos y ya no los aguanto”. Se arrodilló el marino y trató de sacarle a su desposada el zapato izquierdo. “¡Caramba! -exclamó con voz que sus padres pudieron escuchar en la habitación vecina-. ¡Está muy apretado!”. El papá del muchacho le manifestó en voz baja a su señora: “¿Lo ves? Te dije que era señorita”. Logró por fin el joven marinero quitarle a su novia el zapato del pie izquierdo, y procedió luego a quitarle el del derecho. “¡Caray! -volvió exclamar en voz igualmente alta-. ¡Éste está más apretado todavía!”. Al oír aquello el viejo lobo de mar se atusó el bigote y le dijo lleno de orgullo a su mujer: “¡Ah! ¡Un marinero de la real flota de Su Majestad nunca deja de ser un marinero!”.
No demos ningún crédito al rumor según el cual la Madre Teresa de Calcuta fue casada. Quienes propalan esa versión, seguramente apócrifa, cuentan que un hombre anciano, pobre y solitario, halló una lámpara de forma extraña. La frotó para limpiarla, y de la lámpara salió un genio de oriente que le dijo: “Gracias, amo. Me has liberado de mi prisión eterna. Pídeme tres deseos; te los concederé”. Pidió el hombre: “Hazme joven y guapo”. ¡Wham! El anciano se encontró de pronto convertido en un apuesto galán en flor de edad. Enunció su segundo deseo: “Quiero mucho dinero”. ¡Whoz! Se vio rodeado al punto por montones de billetes y enormes pilas de monedas de oro. “Mi tercer deseo -dijo entonces el tipo, feliz-, es casarme con la mejor mujer del mundo”. Vuelvo a decirlo: no demos ningún crédito al rumor según el cual la Madre Teresa de Calcuta fue casada.
Las mamás de Pepito y Rosilita pusieron en la bañera, encueraditos, a sus pequeños hijos. Rosilita vio cierta parte de Pepito y le dijo: “Qué cosa tan interesante tienes ahí. ¿Me permites tocarla?”. “¡Ah no! -exclamó Pepito con alarma al tiempo que se cubría con las manitas la entrepierna-. ¡Ya quebraste la tuya, y ahora quieres quebrar también la mía!”.
Aviso de importancia. Al final de este artículo -por cierto indefinido- viene un relato sicalíptico del peor gusto que es dable imaginar. Doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, puso en él los ojos, y eso bastó para que le salieran en las posaderas escútulas de pórrigo lupinoso, o sea tiña. Tan lamentable suceso aconteció a principios del pasado mes de octubre, y es fecha que la ilustre dama todavía no se puede sentar sin proferir un gemido lastimero que conmueve hasta a los más duros corazones. Desaconsejo, entonces, la lectura de esa vitanda historietilla. Si alguien la lee lo hará bajo su propio riesgo. He aquí ahora el insolente cuento que arriba se anunció. Su lectura es desaconsejable, motivo por el cual las personas de naturaleza delicada deben apartar de él los ojos en este mismo instante. Don Chinguetas iba por una carretera en su gran Packard de 8 cilindros. Lo acompañaba solamente su hija, muchacha casadera, pues doña Macalota, la mujer de don Chinguetas, había preferido quedarse en casa a ver el capítulo final de su telenovela, “Amor vendido”. En eso un grupo de maleantes los obligó a detenerse y los despojó de todo lo que llevaban: dinero, tarjetas, relojes, celulares, todo. Consumada que fue esa ruin acción los asaltantes subieron en el Packard y se lo llevaron también. Don Chinguetas y su hija se quedaron a la orilla de la carretera sin saber qué hacer. “Al menos-suspiró la muchacha- pude salvar mi anillo de promesa”. Le preguntó su padre: “¿Cómo hiciste para que no te lo vieran?”. Respondió ella: “Me lo puse entre las pompas”. Exclamó, pesaroso, don Chinguetas: “¡Qué lástima que no vino tu mamá! ¡Habríamos podido salvar también el Packard!”.
¡Qué buen culo tiene esa mujer!”. Así exclamó el papá de Pepito, sin poderse contener, cuando vio en la calle a una señora de enhiesto y firme tafanario ubérrimo. A mis lectores de otros países les diré que en México la palabra “culo” no puede decirse en buena sociedad. Para los españoles, en cambio, el vocablo es de uso común. La Academia lo define así: “Conjunto de las dos nalgas”. Pepito se sobresaltó al oír a su papá decir aquello de: “¡Qué buen culo tiene esa mujer!”. Le preguntó, confuso: “¿Qué dijiste?”. El señor, apenado, inventó una salida. “Dije: ‘Qué buen búho tiene esa mujer’”. Inquirió el niño, curioso: “¿Qué es un búho?”. El padre, aliviado al ver que cambiaba el curso de la conversación, respondió: “Es un ave nocturna”. Quiso saber Pepito: “Y los búhos ¿tienen buhitos?”. “Sí, hijo -contestó ya tranquilo el señor-. Los búhos tienen buhitos”. “Y los buhitos -inquirió el chiquillo- ¿tienen buhititos?”. “Sí, Pepito: los buhitos tienen buhititos”. Prosiguió, incansable, el crío: “Y los buhititos ¿tienen buhitititos?”. “Sí -respondió con impaciencia el padre-. Los buhititos tienen buhitititos”. Insistió el pequeño: “Y los buhitititos ¿tienen...”. El papá de Pepito no pudo aguantar más. “¡Ya estuvo bueno! -explotó-. Lo que dije fue: ‘¡Qué buen culo tiene esa mujer!’”...
La maestra del colegio de niñas era bizca, turnia, trasojada, estrábica. La despidieron porque no tenía control sobre sus pupilas.
Doña Panoplia de Altopedo, aristocrática señora, salió a correr a la caída de la tarde en el parque de su colonia. Después de darle varias vueltas se sintió fatigada y se sentó a descansar en una banca del jardín. En eso llegó un astroso vagabundo y tomó asiento junto a ella. Le dijo el haragán: “Parece que ésta es mi noche de suerte. Le agradezco su buena disposición, señora, porque tengo ya varios meses que no le hago el amor a una mujer”. “¡Insolente pelafustán truhán grosero majadero barbaján! -profirió con indignación doña Panoplia sin siquiera usar comas en su apóstrofe-. ¿Por qué piensa, bribón inverecundo, que tengo esa disposición?”. “Y ¿qué quiere usted que piense, señora mía? -respondió, imperturbable el vagabundo-. Está usted sentada en mi cama”.
Babalucas comentó orgulloso: "Mi mamá es mitad india, mitad española y mitad portuguesa". Alguien le hizo notar: "Son tres mitades". Explicó Babalucas: "Ella es bastante gorda".
Rosibel le contó a Susiflor: "Anoche salí con dos gemelos". Preguntó Susiflor: "¿Y te divertiste?". Contestó Rosibel: "Sí y no".
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a Pirulina, joven mujer con mucha ciencia de la vida: "¡Tu cuerpo es hermoso como un templo!". "Posiblemente -replicó ella-. Pero esta noche el templo está cerrado".
Doña Macalota le pidió a su esposo: "Cómprame un piano". Respondió don Chinguetas: "Te compraré un trombón". "¿Un trombón? -se sorprendió la señora-. ¿Por qué un trombón?". Razonó él: "Porque con un trombón no puedes cantar".
El doctor Ken Hosanna examinó a la joven esposa, y se sorprendió al ver que una de sus bubis la tenía de tamaño normal, en tanto que la otra la tenía muy larga, como estirada. Le dijo con asombro: "Jamás en todo mi ejercicio médico había visto algo como esto. ¿A qué se debe la extraña elongación de una de sus bubis?". Explicó, ruborosa, la muchacha: "Es que mi esposo y yo dormimos en camas gemelas, y él nada más me alcanza ésa".
Rondín # 4
El viajero llegó a un pequeño pueblo y entró en la tienda del lugar a comprar algo. Ahí vio al perro del tendero, que se lamía -el perro, no el tendero- la región correspondiente a la entrepierna. El visitante, bromeando, le dijo al de la tienda: “¡Cómo me gustaría poder hacer eso!”. “Ni lo piense -lo apercibió el sujeto-. El perro lo mordería”.
Pepito le preguntó a su mami: “¿Por qué tienes tan abultada la barriga”. Le dijo ella con una sonrisa: “Porque adentro está un hermanito tuyo que pronto va a nacer”. Inquirió de nueva cuenta el muchachillo: “Y ¿cómo va a salir de ahí?”. Respondió la señora: “Un doctor le va a ayudar”. Exclamó Pepito, boquiabierto: “¿También traes ahí un doctor?”.
¿Por qué las mujeres batallan tanto para encontrar un hombre sensible, detallista, pulcro, espiritual, culto y educado? Porque todos los hombres que son así ya tienen novio.
Don Poseidón, granjero acomodado, tenía 300 vacas y tres toros sementales. Éstos se enteraron de que el ganadero iba a comprar otro toro semental, y de inmediato se reunieron en una junta de emergencia. Dijo el toro más joven: “Yo tengo aquí 5 años, y me corresponden cien vacas del hato. Ni piense el nuevo toro que le voy a ceder algunas”. Dijo el segundo: “Yo llevo aquí 10 años, y me toca atender también 100 vacas. Por ningún motivo le daré una sola al nuevo toro”. Habló el tercero: “Yo tengo 15 años en la ganadería, y a pesar de mi edad doy buen servicio a mis 100 vacas. Tampoco dejaré que el nuevo toro me quite ni una”. En eso estaban cuando llegó un camión pesado. De él bajó un torazo de enorme alzada y grande corpulencia: pesaba más de una tonelada y media, sin contar los testes, dídimos o compañones, que aumentaban considerablemente ese pesaje. Por su grandor parecía un ferrocarril. Tan pronto entró al corral paseó en su torno una mirada de conquistador, de macho alfa indiscutible. Al verlo dijo el toro más joven con voz algo temblorosa: “Pensándolo bien creo que podría cederle una cuarta parte de mis vacas. Debemos ser amables con nuestro nuevo compañero”. “Lo mismo digo -declaró el segundo toro también con tono temeroso-. Yo estaría dispuesto a cederle la mitad de mis vacas. No hay nada como compartir nuestros bienes con el prójimo”. El toro viejo no dijo nada. Empezó a bufar frente al recién llegado, a remover la tierra, amenazante, con las patas y los cuernos. Le dijeron los otros con asombro: “¿Estás loco? ¿Te atreves a desafiar a ese monstruo que puede hacerte pedazos al instante? Nosotros somos más fuertes y más jóvenes que tú, y sin embargo estamos dispuestos a cederle parte de nuestras hembras”. Replicó el toro viejo: “Por mí puede quedarse con todas las mías. Si bufo y echo tierra es sólo para que no me vaya a confundir con una vaca”.
Loretela era una linda chica en edad de merecer. Tenía un hermano a quien llamaban Pansy, pues a más de ser algo regordete era gay. Sucedió que a Loretela le salió un guapo pretendiente, joven, viril, fornido de cuerpo y de estatura procerosa. El apuesto muchacho la invitó a un baile. “Podrás ir -le dijo a Loretela su papá-, pero a condición de que Pansy te acompañe. No me fío de ese tipo”. “¡Pero, padre! -protestó ella-. ¿Qué va a decir Heraclio -así se llamaba el galán- cuando vea a mi hermano? Sus modales son demasiado femeninos. Parece Reina de la Primavera”. “Pues ya lo sabes -contestó, irreducible, el genitor-. O vas con Pansy o no vas”. Mal de su grado Loretela hubo de aceptar. Antes de ir a la cita, sin embargo, habló seriamente con su hermano. “Por favor, Pansy -le dijo-, cuando te presente con Heraclio no hables con tono aflautado, ni hagas los movimientos feminoides que haces. Procura asumir una actitud varonil”. Pansy le prometió que haría su mejor esfuerzo. En efecto, llegado el momento Loretela le dijo a Heraclio, algo nerviosa: “Te presento a mi hermano”. “Mucho gusto” -saludó el galán. Pansy, con voz ronca y gesto adusto, le contestó fijando en él una mirada penetrante: “¿Qué pasó, cuñao?”. Su tono y ademán fueron tan de macho que el otro se sobresaltó. Prosiguió Pansy con el mismo continente grave: “Mucho cuidado ¿eh? Mi hermana no está sola. Tiene quien vea por ella”. “Lo sé -respondió, inquieto, el pretendiente-. Pero quiero decirle que mis intenciones son serias y.”. “Se lo repito -le advirtió, severo, Pansy-. Tenga cuidado, porque si no.”. En este punto se interrumpió súbitamente. Volviéndose hacia Loretela le dijo con su voz mujeril de siempre y con femenino melindre de desesperación: “¡Ay no! ¡Yo ya me cansé!”.
El día de la boda Florilí se sorprendió al ver que su prometido llegaba a la iglesia llevando su equipo de golf. Le preguntó asombrada: “¿Por qué lo traes?”. Replicó él: “Esto no va a tomar todo el día ¿verdad?”.
El papá de Pepito vio sus calificaciones. “Reprobado en Historia -le dijo-. ¿Cómo explicas eso?”. Contestó el chiquillo: “La maestra se empeña en preguntarme cosas que sucedieron antes de que yo naciera”.
Empédocles le comentó a Astatrasio: “No me lo vas a creer, pero una vez estuve 12 años sin fumar, sin beber y sin tener sexo”. Exclamó el otro: “¿De veras?”. “Sí -confirmó Empédocles-. Pero luego cumplí los 13 y.”
Aquel científico inventó un robot que le daba un coscorrón a quien dijera una mentira. Para probarlo le preguntó a su hijo adolescente: “¿Fuiste ayer a la escuela?”. Respondió el muchacho: “Sí”. ¡Zas! El robot le dio un coscorrón. “Está bien -confesó el mozalbete-. Me fui al cine”. Volvió a preguntarle el papá: “¿Qué película viste?”. Contestó él: “Harry Potter”. ¡Wham! -otro coscorrón del robot. El adolescente se apenó: “La verdad es que era una película porno”. Su padre lo reprendió: “A tu edad yo jamás vi una película de ésas”. ¡Klonk! El robot le propinó un duro coscorrón. La mamá del chico le dijo con acritud a su marido: “No es de extrañar que el muchacho haga todas esas cosas. Es tu hijo”. ¡Zok! El robot le propinó a la señora un coscorrón más fuerte que todos los demás.
Don Cornulio llegó a su casa antes de lo acostumbrado y halló a su esposa en la cama sin más ropa que un moño azul de muselina, nerviosa -la señora, no la muselina- y presa de singular agitación. Sospechando algo fue hacia el clóset y lo abrió. En su interior estaba un individuo que al ver a don Cornulio le dijo con severidad: “Caballero: le ruego que cierre inmediatamente esta puerta, pues de otro modo no podré garantizar el tratamiento contra las polillas que su esposa me encargó”.
Se casó un muchacho. Su madre le alquiló un frac, una camisa con su correspondiente corbata de moño y unos zapatos de charol. El dueño de los efectos le encargó especialmente los zapatos, pues -le dijo- muchas veces la persona que los alquilaba se olvidaba de devolverlos. El día de la boda, concluidos el banquete nupcial y el correspondiente baile, los novios se dispusieron a retirarse. Al ver que ya se iban la mamá, a voz en cuello, le gritó a su hijo desde el otro lado del salón: “¡No se te olvide quitarte también los zapatos!”.
Quien del cuento vive muchos cuentos oye. Vale la pena contar éste que oí... Érase que se era un sacristán. Todos los días llegaba con su escoba a barrer la iglesia de aquel pequeño pueblo, y todos los días miraba a un pobre hombre que postrado de hinojos ante el gran crucifijo que presidía el altar gemía y lloraba deprecativamente. “¡Señor! -clamaba el infeliz ante el doliente Cristo-. ¡Quiero confesarme! ¡Pero no ha de ser ante un humano, mortal y pecador como soy yo! ¡Únicamente tú puedes oír mi confesión! ¡La culpa que llevo sobre mí es tan grande que sólo tú, Señor, la puedes perdonar!”. El sacristán se conmovía mucho al escuchar la súplica del lacerado. Decía para sí: “Muy grave ha de ser el pecado que este hombre cometió si nada más puede confesarlo ante Nuestro Señor”. Cotidianamente se repetía la escena: llegaba el sacristán al templo y ahí estaba ya aquel desventurado, de hinojos ante el crucifijo, elevando al cielo su gemebunda súplica: “¡Señor! ¿Por qué no me oyes? ¿Por qué guardas silencio? ¿No llegan mis súplicas a ti? ¡Escúchame, Señor! ¡Quiero confesarme contigo para que de mis labios oigas mi pecado y lo perdones con tu infinita misericordia!”. Sollozaba el hombre de tal modo que al sacristán se le movían hasta las fibras últimas del alma. Sentía el impulso de abrazar al pecador para llorar con él. Un día ya no se pudo contener y fue a hablar con el párroco y su vicario. “Reverendos padres -les dijo lleno de emoción-. Todas las mañanas llega al templo un desdichado. De rodillas ante el crucifijo del altar le pide a Nuestro Señor que lo oiga en confesión, pues tiene una gran culpa que solamente el Altísimo puede perdonar. Si su plegaria no es oída pienso que el infeliz perderá la fe, y quizá morirá desesperado. Se me ha ocurrido, padres, un medio para darle consuelo en su tribulación. Les pido permiso para quitar de la cruz la imagen del Señor y ponerme yo -aunque indigno-en su santísimo lugar. Escucharé la confesión de ese pobre hombre y le daré la absolución. Sólo de esa manera encontrará la paz. Sé que lo que propongo es una gran irreverencia, pero los caminos de Dios son inescrutables, y quizás fue Él mismo quien me inspiró la idea”. Los buenos sacerdotes, confusos ante aquella insólita petición, se resistían a obsequiar el deseo del sacristán. Tan vivas fueron sus instancias, sin embargo, que accedieron por fin a poner al rapavelas en el sitio del crucificado, para que recogiera la confesión del hombre y le diera el perdón que con tanta aflicción solicitaba. Así, la mañana siguiente el párroco y su asistente quitaron al crucificado de su cruz; luego tomaron unas cuerdas y con ellas ataron de brazos y piernas en el madero al compasivo sacristán. Poco después, en efecto llegó el pecador y se arrodilló, igual que todos los días, ante el crucificado. “¡Señor! -empezó a clamar como hacía siempre-. ¡Escúchame en confesión! ¡Oye mi gran pecado, y que tu infinita bondad me lo perdone!”. Entonces el sacristán habló con voz grave y profunda. “Está bien, hijo mío. Te escucho. Dime tu pecado”. El hombre quedó estupefacto. “¡Gracias, Señor! -prorrumpió lleno de gozo-. ¡Mis oraciones han sido escuchadas! ¡Por fin voy a poder confesarte mi gran culpa, y a recibir de ti la santa absolución!”. “Habla -replicó el sacristán con el mismo tono majestuoso-. Por grande que haya sido tu culpa, mayor es mi clemencia. Dime tu pecado, y te lo perdonaré”. El hombre inclinó la frente y dijo lleno de compunción y de vergüenza: “Acúsome, Padre, de que me estoy cogiendo a la esposa del sacristán”. “¡Ah, maldito! -rugió entonces el fingido Cristo desde lo alto de la cruz-. ¡Desamárrenme, para bajar de la cruz y matar a este cabrón hijo de la rechingada!”. El pecador, espantado, salió a todo correr de la iglesia y escapó del pueblo. Al paso del tiempo comentaba lleno de confusión al narrar lo que le había sucedido: “La verdad, yo no no conocía a Nuestro Señor en ese plan”...
Rosibel declaró con firmeza: "Jamás seré atea. Si lo fuera no podría decir en el momento del orgasmo: "¡Dios mío! ¡Dios mío!".
Doña Jodoncia y su abnegado esposo don Martiriano se hallaban en el elegante restorán llamado "La visión de Homero". Ella pidió pato a la naranja. El camarero le mostró la carta de vinos y le preguntó, obsequioso: "¿Vino con su pato?". "Respondió ella: "No. Él ya estaba aquí esperándome".
Babalucas perdió mil pesos apostando en un juego de futbol. 500 pesos los perdió en el partido, y los otros 500 en la repetición por la tele.
Frase poco célebre: "La vida es un enfermedad que se trasmite por contacto sexual".
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, iba en automóvil acompañado por su esposa y su suegra. "Viejo -le hizo notar la señora-, el coche viene cascabeleando". Replicó el tal Capronio: "Han de ser los cascabeles de tu mamá".
El director de la sinfónica solía llevar a su perro a los conciertos. Lo mismo hacía la arpista: ella llevaba a su perrita. Una noche sorprendieron a los canes haciendo en un camerino lo que los perritos y las perritas hacen en la calle. Explicó el caniche: "No nos pudimos contener. Estaban tocando el Bolero de Ravel".
El padre Arsilio habló muy seriamente con la mamá de Pepito. Le dijo: "En el catecismo le pregunté a su hijo el nombre de Nuestro Señor y no lo supo. Si en la próxima clase no lo sabe no podrá hacer la primera comunión". En la casa la señora le dijo a Pepito que el nombre del Señor es Jesús. Para que no lo fuera a olvidar, el día en que iba a ir al catecismo le escribió en el elástico del calzoncito la palabra "Jesús". Le indicó: "Si el padre te pregunta cuál es el nombre de Jesús, y no lo recuerdas, revísate el calzón". En efecto, llegado el momento de la clase don Arsilio le preguntó al chiquillo: "¿Cómo se llama Nuestro Señor?". Pepito echó un vistazo a su prenda interior y dijo luego: "Calvin Klein".
En la cantina del pueblo un parroquiano mostraba un gesto de dolor. El tabernero, compasivo como todos los de su oficio, le preguntó: "¿Qué le sucede, amigo?". Respondió con voz feble el individuo: "Tengo desde hace días un dolor de cabeza que con nada se me quita". Le dijo el de la cantina: "Cuando yo tengo jaqueca, hemicránea o cefalalgia pongo la cabeza entre las bubis de mi esposa, y por extraña taumaturgia en cosa de minutos el dolor desaparece. ¿Es usted casado?". Respondió el otro: "Sí". "Pues haga lo mismo que yo -le sugirió el tabernero-. Verá que la jaqueca se le quita". Salió el sujeto al punto, y una hora después volvió ya sin el gesto de dolor. Le preguntó el cantinero: "¿Hizo lo mismo que hago yo?". "Lo hice -respondió el tipo-, y efectivamente, el dolor se me quitó. Por cierto, amigo, ¡qué buenas bubis tiene su señora!".
Rondín # 5
Belsino Bonastella llegó una mañana a la oficina luciendo gran sonrisa. Uno de sus compañeros le preguntó: “¿Por qué vienes tan contento?”. Respondió él: “Me saqué 100 mil pesos en la lotería”. Al día siguiente llegó con una sonrisa de oreja a oreja, mayor aún que una gran sonrisa. “Y ahora -inquirió el otro- ¿por qué tan feliz?”. Contestó Bonastella: “Me saqué medio millón de pesos en la lotería”. Al siguiente día llegó Belsino con una sonrisa de nuca a nuca, más grande todavía que una sonrisa de oreja a oreja. Le preguntó con asombro el compañero: “¿Otra vez te sacaste la lotería?”. “No -dijo Bonastella-. Conocí a una linda chica y la invité a mi departamento. Hicimos el amor. Después de descansar un poco nos dispusimos a hacerlo por segunda vez. Entonces advertí que la muchacha tenía un lunar en la pompa izquierda. Se lo rasqué ¡y me gané un millón de pesos!”.
El cardenal Gasplanas visitó un país socialista. El líder del partido lo llevó ante una jaula en la que estaban un león y un cordero. Explicó: “Tenemos esto para mostrar la posibilidad de la coexistencia pacífica”. “¡Conmovedor ejemplo!” -exclamó el cardenal, emocionado. Prosiguió el líder: “Claro, cada mañana tenemos que poner un nuevo cordero”.
Aquel individuo se presentó ante el encargado del departamento de ropa para caballeros de cierta tienda de lujo, y le pidió un empleo de vendedor. Le dijo el hombre: “Ya tengo todos los vendedores que necesito”. Replicó el otro: “Yo soy mejor que todos. ¿Cuántos trajes al día venden ellos?”. Contestó el gerente: “Tres o cuatro”. “Yo puedo vender diez ahora mismo -aseguró el solicitante-. Póngame a prueba”. “Está bien -concedió el de la tienda-. Proceda usted”. Efectivamente: en una hora el individuo había vendido no diez trajes, sino 15. Le dijo al gerente: “¿Es mío el empleo?”. “Todavía no -respondió éste-. Le pondré otra prueba. Mire: hace cinco años tenemos este traje a cuadros amarillos y verdes con círculos rojos y anaranjados y rayas diagonales moradas y cafés. Nadie ha querido comprarlo. Si usted lo vende le daré el empleo”. No pasó media hora cuando el tipo se presentó ante el gerente para informarle que ya había vendido el traje. “¡Asombroso! -se maravilló el jefe-. ¿Cómo hizo usted para convencer a alguien de comprar ese espantosísimo adefesio?”. “No fue difícil -replicó el sujeto-. El único problema fueron los ladridos”. “¿Ladridos?” -se intrigó el gerente. “Sí -confirmó el tipo-. El perro lazarillo del invidente se puso a ladrar furioso al ver el traje”.
Pancho vivía en un pueblo del sur de Estados Unidos. Su vecino era Big Joe, un norteamericano fortachón. Pancho tenía una gallina que todas las mañanas ponía un huevo en el jardín. Uno de esos días a la gallina se le ocurrió poner el huevo en el jardín de Joe, y éste lo reclamó como suyo. Pancho adujo: “La gallina es mía. Por lo tanto el huevo me pertenece”. Alegó el otro: “Lo puso en mi propiedad. El huevo es mío”. Entonces dijo Pancho: “No vamos a pelear, vecino”. (Prudente actitud si se toma en cuenta que Big Joe medía 6 pies 8 pulgadas y pesaba 290 libras, en tanto que la estatura de Pancho era de1.60 m. y su peso de 55 kilos). Preguntó el norteamericano: “¿Qué propones?”. Dijo Pancho: “Yo te daré una patada en los éstos, y luego tú me darás una patada a mí en la misma parte. Repetiremos por turno las patadas. El que aguante más patadas sin rendirse será el ganador”. Joe, divertido, aceptó el reto. Se puso en aptitud de recibir el primer puntapié de Pancho: las piernas abiertas, erguido el torso, cerrados los puños y la barbilla levantada como había aprendido en sus prácticas con los Marines. Pancho tomó impulso y le propinó a Big Joe una terrible patada en los testes, dídimos o compañones. El tremebundo puntapié hizo que aquel fuerte Goliat cayera al suelo lanzando ululatos de dolor y cogiéndose con ambas manos la dolorida parte. Y es que Joe ignoraba que Pancho había sido centro delantero en el equipo de futbol los Rayos de Cuitlatzintli, su pueblo natal, y era todo un crack. Después de unos minutos de permanecer en el suelo en posición fetal Big Joe se pudo levantar al fin. Le dijo con ominosa voz a Pancho: “Ahora me toca a mí darte la patada”. “No -replicó Pancho-. Ya pensé bien las cosas: por encima de todo está la buena vecindad. Puedes quedarte con el huevo”
Don Recesvindo, soltero contumaz, tenía un perro al que dio un nombre tradicional: Fido. El caniche no sólo era muy listo: era también animalito honrado. Todas las tardes su dueño le colgaba un canastillo al cuello y lo enviaba a la panadería a traer el pan de la merienda. En el canastillo ponía don Recesvindo la cantidad exacta para pagar lo que solía merendar con el chocolate: dos panes de esos que en unas partes se llaman “conchas” y en otras se denominan “bombas” o “volcanes”. El panadero conocía los gustos de su cliente, y tras recoger el dinero del canastillo ponía en él una concha de vainilla y otra de chocolate. Pese a la sabrosura de los panes jamás se supo que Fido se comiera alguno, aunque tuviera hambre. Sucedió que una tarde don Recesvindo no tenía moneda fraccionaria para pagar el pan. Puso entonces en el canastillo un billete de 100 pesos, sabedor de que el tahonero se cobraría las conchas y le devolvería el correspondiente cambio, vuelta o feria. Fue pues el perrito a la panadería, y don Recesvindo se aplicó a hacer su cotidiano soconusco, pues nunca tardaba Fido en regresar. Se extrañó mucho el solterón cuando el perrito se demoró ese día más que de costumbre. Lo esperó 5 minutos, 10, un cuarto de hora, y del can ni sus luces. Don Recesvindo, inquieto, fue a buscarlo. Cuando llegó a la panadería se quedó estupefacto: en la acera del frente estaba Fido follando vigorosamente con una finísima perrita de la raza poodle. “Pero, Fido -le dijo consternado-. Nunca habría esperado de tu persona una conducta así, tan reprensible. ¿Por qué haces esto, y en plena vía pública?”. Para asombro del solterón le contestó el perrito sin dejar de hacer lo que estaba haciendo: “Perdóneme, don Reces. Siempre había tenido la gana, pero nunca había tenido la lana”.
El magnate de los negocios hacía un viaje en su jet particular. Por el sistema de sonido se escuchó la voz del piloto: “En unos minutos más vamos a aterrizar. Por favor abroche su cinturón y ponga a la azafata en posición vertical”.
Don Chinguetas se compró en el súper una lengua de cerdo adobada. Se proponía cenársela esa noche, pero en un descuido suyo el gato de la casa se la llevó. A consecuencia del suceso don Chinguetas andaba mohíno y silencioso. Le preguntó doña Macalota, su mujer: “¿Qué te pasa? ¿Te comió la lengua el gato?”.
La esposa de Meñico tuvo un bebé. El flamante papá veía arrobado a su hijo. Le dijo con orgullo a su mujer: “Está muy bien dotado de allá abajo ¿verdad?”. “Sí -confirmó la señora-. Pero en los ojos sí se te parece”.
El cuento que abre hoy la puerta de esta columnejilla es de color subido, tan subido que por eso lo puse al principio: para salir de él lo antes posible. En mi descargo aduciré que el final del chiste queda librado a la imaginación de quien lo lea. Eso, sin embargo, no le quita sicalipsis. Sucedió que un hombre estaba bebiendo en cierto bar. Al mover el brazo hizo caer la copa. Antes de que el camarero acudiera a limpiar la mesa un señor muy elegante se levantó de la suya, extrajo de su bolsillo una jerga y con ella secó el líquido que se había derramado. El otro le preguntó lleno de extrañeza: “¿Por qué lleva usted consigo ese trapo limpiador?”. Respondió el caballero: “Me lo dio el genio de la lámpara”. “¿El genio de la lámpara? -se sorprendió el parroquiano-. ¿Todavía hay genios de la lámpara?”. “Aún quedan algunos -contestó el del trapo-. Éste que digo vive en su lámpara bajo una baldosa en la esquina de las calles 9 y 32. Si quiere vaya ahí y pídale un deseo. Nada más tome en cuenta que el genio es algo sordo. Háblele lo más fuerte que pueda”. El hombre salió del bar apresuradamente. Una hora después volvió, mohíno. Le contó al elegante caballero: “Le pedí al genio que me llenara mi casa de pesos. Cuando fui a ella la encontré llena de quesos. Quesos de todas clases: gruyére, manchego, roquefort, oaxaca, cheddar, mozzarella, parmesano, gouda, brie. ¡Le pedí pesos, y me mandó quesos!”. Le dice el elegante caballero, más mohíno aún: “¿Y acaso cree usted que yo le pedí tener una jerga de 12 pulgadas?”.
El recién casado le dijo a su flamante mujercita: “Cada comida que me hagas debería ser una sorpresa”. Entonces ella les quitó las etiquetas a todas las latas.
Frase cínica: “Una mujer se casa con un hombre esperando que el hombre cambiará, y el hombre no cambia. Un hombre se casa con una mujer esperando que la mujer no cambiará, y la mujer cambia”.
Cuando los alemanes tomaron París el capitán de meseros del Maxim’s no perdió su compostura. Le preguntó al general teutón: “¿Mesa para 10 mil, Monsieur?”.
Las computadoras nunca serán verdaderamente humanas sino hasta que aprendan a culpar de sus fallas a otra computadora.
Un individuo fue llevado ante el juez. Se le acusaba de haber robado un par de zapatos. El juzgador revisó el expediente del sujeto y le dijo con severidad: “Hace tres meses usted estuvo aquí acusado de lo mismo: robo de zapatos”. “Su Señoría -se defendió el tipo-: ¿tengo yo la culpa de que los zapatos duren tan poco?”.
La esposa de don Languidio hizo todo lo posible por poner a su feble marido en aptitud de hacer obra de varón. Cansada ya le dijo con disgusto: “Por lo que veo a ti no te ha llegado el calentamiento global”. (Señora: cómprele a don Languidio una cama de agua, a ver si así sube la marea).
Don Chinguetas comentó: “Por fin mi esposa y yo alcanzamos la plena compatibilidad sexual: a los dos nos duele la cabeza todas las noches”.
Historia breve de fallido amor: Ella no tomó la píldora, y él tomó el primer autobús para salir del pueblo.
Tarzan le dijo a Jane: “El tráfico en la selva se ha vuelto imposible: ya todo mundo tiene liana”.
Definición realista: “El golf es el modo más caro de jugar a las canicas”.
Una mujer le pidió al doctor Duerf: “Examine a mi marido. Acostumbra hablarles a sus plantas”. Dijo el célebre analista: “Mucha gente acostumbra hablarles a sus plantas”. Replicó la señora: “¿Por teléfono?”.
Rondín # 6
Babalucas declaró, orgulloso: “Mi novia y yo practicamos el sexo seguro: de la copita nos pasamos al cigarrito”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, era taxista. Cierto día le tocó llevar a una estupenda rubia al aeropuerto. En el trayecto le dijo: “Es usted la tercera mujer embarazada que llevo al aeropuerto esta mañana”. Opuso la rubia: “No estoy embarazada”. Respondió Afrodisio: “Todavía no llegamos al aeropuerto”.
Don Chinguetas veía a cada instante su reloj. “Date prisa, mujer -le dijo a su esposa, doña Macalota-. Llegaremos tarde a la función”. “No me apresures -respondió ella-. Hace tres horas te estoy diciendo que estaré lista en un minuto”.
Una señora pasó a mejor vida. Su desolado marido hizo incinerar el cuerpo de su esposa, y puso en la sala de su casa la urna con sus cenizas. Los visitantes pensaban que era un cenicero, y depositaban ahí las cenizas de sus cigarros. Cierto día llegó el cuñado del señor y le dijo con asombro al ver la urna: “Juraría que Matilda está engordando”.
Don Algón, rico señor, se prendó de Nalgarina Grandchichier, vedette de moda. Todos los días le hacía un costoso regalo: un coche, un collar de brillantes, un abrigo de visón. Finalmente una noche le pidió que se casara con él. “¿Casarme contigo? -exclamó ella-. ¡Ah, no! ¡Eres muy gastador!”.
Aquel matrimonio vivía en constante pleito. En el curso de una de sus incontables riñas él le dijo a ella: “Cuando te mueras pondré estas palabras en tu lápida: ‘Aquí yace mi mujer, fría como siempre’”. Respondió ella: “Y cuando tú te mueras yo pondré está inscripción en tu tumba: ‘Aquí yace mi marido, tieso al fin’”.
Don Frustracio le pidió a su mujer, doña Frigidia, la realización del acto connubial. Le dijo ella: “Tú sabes bien que tienes derecho a dos por año: uno en verano y en invierno el otro. Y hasta donde sé apenas estamos en otoño”.
Babalucas relató: “Me enamoré de mi maestra de sexto año de primaria. La cosa, claro, no funcionó. Ella tenía 18 años y yo 42”.
Rosibel le dijo a Susiflor: “Practico el sexo seguro. Nunca voy a las fiestas de la oficina”.
Capronio es incapaz de darles a sus novias un presente, pero a varias las ha hecho que tengan un pasado.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, recibió la visita de una sobrina suya, linda muchacha en edad de merecer que llegó a pasar vacaciones con ella. Cierta noche la señorita Himenia escuchó ruidos en el cuarto donde dormía la chica. Abrió la puerta de la habitación, y a la incierta luz que por la ventana entraba vio a una sombra que salía. “¿Qué acontece? -le preguntó llena de sobresalto a su sobrina-. ¿Cuya sombra es esa que por la lucerna de la cámara salió a la rúa?”. Ya se ve que ni siquiera en los momentos críticos abandonaba la señorita Himenia el modo literario que tenía de hablar. “No te asustes, tía -la tranquilizó la sobrina-. El que salió es mi novio. Me siguió hasta el pueblo, y se empeñó en venir esta noche a hacerme el amor. Por más que lo intenté no pude evitar que lograra su propósito”. Le dijo la señorita Himenia: “¿Y por qué no me llamaste?”. “¡Uh, tiíta! -respondió la muchacha-. ¡Si conmigo no pudo asegundar, contigo menos!”.
La madre de diez hijos se quejó con el juez. “Mi marido me abandonó hace diez años”. “¿Diez años? -frunció el entrecejo el juzgador-. ¿Y esos diez hijos?”. Explicó ella, ruborosa: “Cada año viene a disculparse”.
Decía doña Chalina, mujer dada a chismes y cotilleos: “Yo sé guardar secretos, pero ellos se me caen solitos”.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, comentó con orgullo: “Le tengo un regalo sorpresa a mi señora. Es una plancha. Ella está esperando un coche. ¡La sorpresa que se va a llevar!”.
Dos amigos estaban jugando golf. Dice uno con tono de molestia: “Desde que mi esposa ingresó en esa secta religiosa sólo me da sexo una vez por semana”. “Pues eres afortunado -respondió el amigo, que se disponía a hacer su tiro-. A mí me lo da solamente una vez cada 15 días”.
Tres individuos llegaron al mismo tiempo a las puertas del Cielo. San Pedro le preguntó al primero: “¿Engañaste a tu esposa alguna vez?”. “Dos veces nada más”, respondió el tipo. El portero celestial le dio un cochecito compacto para que se transportara en la morada de la bienaventuranza. “Y tú -le preguntó al segundo- ¿le fuiste infiel a tu señora?”. “Sólo una vez” -contestó el hombre. San Pedro le asignó un automóvil mediano. Luego el apóstol de las llaves se dirigió al tercer recién llegado. “¿Tú qué me dices? -le preguntó, severo-. ¿Faltaste alguna vez al juramento de fidelidad que al pie del ara le hiciste a tu mujer?”. “Jamás le fui infiel -declaró con firmeza el individuo-. En todos los años que estuve casado con ella nunca cometí adulterio. No le falté a mi esposa ni con el pensamiento: para excitarme cuando le hacía el amor pensaba en ella”. San Pedro iba a exclamar: “¡Carajo! ¿Pos cómo le hiciste, cabrón?”, pero se contuvo por respeto a su decoro porteril. En vez de eso le dijo con tono beatífico: “Mereces, hijo mío, estar en el coro de los serafines, querubines, tronos, dominaciones, virtudes, potestades, principados, arcángeles y ángeles, que tal es el orden de la jerarquía celestial, contando de arriba hacia abajo. Pasearás por el Cielo en automóvil de categoría”. Y así diciendo le entregó una limusina. Pasó una semana, y un buen día los que había recibido el cochecito compacto y el mediano vieron al de la limusina. Estaba llorando desconsoladamente. “¿Qué te pasa? -le preguntaron-. Tú fuiste el más afortunado: por la fidelidad que guardaste recibiste una limusina”. “Sí -sollozó el hombre-. Pero acabo de ver pasar a mi mujer. Iba en patineta”.
Doña Facilisa visitó con el club de señoras la central de bomberos. Vio un tubo que iba del suelo a un agujero en el techo, y le preguntó al jefe de la central que era aquello. Le explicó el hombre: "Es un dispositivo para que mis hombres puedan deslizarse y salir rápidamente en caso de emergencia''. "¡Ah! -exclamó entusiasmada doña Pirujina-. ¡Voy a mandar poner uno igual en mi clóset!''.
El juez reprendió con severidad al acusado. Le dijo: "Se casó usted por segunda vez sin haberse divorciado la primera. ¿Sabe cuál es el castigo para el que comete el delito de bigamia?''. Arriesgó cautelosamente el individuo: "¿Tener dos suegras?''.
"Estoy segura de que te conocí hace unos 10 años -le dijo doña Viperia a la señora que le presentaron en una fiesta-. No puedo recordar tu nombre, pero jamás se me olvida un vestido''.
Un día aquel muchacho sintió fuertes impulsos de pasión carnal. Decidió ir a una mancebía, lupanar, casa de trato, lenocinio, manfla o ramería a fin de satisfacer sus rijos. Cuando entró en el establecimiento ¿qué fue lo primero que vio? A su padre, bailando briosamente, y después en íntima conversación con una de las daifas que en el sitio hacían mercadería de su cuerpo. El joven encaró a su genitor y le preguntó con tono de reproche: "¿Qué hace usted aquí, papá?''. El señor respondió humildemente: "Hijo: pa' lo que cobran estas pobres muchachas ¿qué caso tiene andar molestando a tu mamá?''.
Rondín # 7
Ronnie y Donnie, los famosos hermanos siameses norteamericanos, estaban en la sala de su casa cuando sonó el teléfono. "¿Bueno?'' -contestó Ronnie. Dijo una voz de mujer: "Habla Daisy, Ronnie. Por favor, pásame a Donnie''. Donnie, que había oído la voz, le hizo desesperadas señas a su hermano y le pidió en voz baja: "¡Dile que no estoy! ¡Dile que no estoy!''.
El político peroraba ante los muchachos de una escuela secundaria. "¡Ustedes son la esperanza de la Patria! -les dijo, rimbombante-. ¡Ustedes acabarán con la pobreza! ¡Ustedes acabarán con la ignorancia! ¡Ustedes acabarán con la injusticia!''. Uno de los adolescentes levantó la mano. "Perdone la pregunta, señor -pregunta tímidamente-. ¿Y no sabe cómo podemos acabar con las espinillas?''.
Babalucas andaba muy excedido en kilos. Fue con un médico especializado en métodos para bajar de peso y éste le recomendó un ejercicio muy extraño pero -le dijo- absolutamente efectivo: debería conseguirse un aro de ésos con los que antes jugaban los niños y rodarlo todos los días de su casa al trabajo y viceversa. Con eso, le aseguró, volvería a su peso normal en un par de meses. Babalucas siguió al pie de la letra las indicaciones. Logró hallar uno de aquellos aros, y todos los días se lo llevaba rodando desde su casa hasta el edificio en donde estaba su oficina. Ahí lo dejaba encargado con el guardia del estacionamiento; al salir lo recogía y se iba a su casa rodando el aro otra vez. Cierto día al terminar la jornada fue al estacionamiento por su aro. Sorpresa: el aro había desaparecido. Junto con el encargado del estacionamiento lo buscó inútilmente. "No sé cómo pudo perderse su aro, señor Babalucas -le dijo muy apenado el muchacho-. Me siento responsable. Dígame cuánto le costó y se lo pagaré". "¡Se lo pagaré, se lo pagaré! -replicó molesto Babalucas-. ¡Eso es lo de menos! ¡Dime cómo chingaos me voy a ir ahora a mi casa!".
Dos muchachos y una chica se conocieron en una fiesta. Dijo uno: "Me llamo Pedro, pero no soy apóstol". Dijo el otro: "Me llamo Juan, pero no soy evangelista". Y dijo la muchacha: "Me llamo María, pero no soy. Ustedes saben".
Un hombre joven llegó con el doctor Duerf, célebre psiquiatra. Le dijo con acento lamentoso: "Ayúdeme, doctor. No tengo suerte con las damas". Después de un breve interrogatorio dictaminó el analista: "Tiene usted muy baja su autoestima. Para remediar eso póngase todas las mañanas frente al espejo y diga una y otra vez: 'Soy un hombre guapo. Las mujeres se me rendirán'". Pasó un mes, y el individuo regresó con el mismo gesto sombrío. Le preguntó el doctor Duerf: "¿No dio resultado el tratamiento?". "Dio excelentes resultados -respondió el tipo-. Ahora todas las mujeres se me rinden. Las tengo rubias, morenas, pelirrojas.". Preguntó el analista: "Y entonces ¿cuál es el problema?". Dice el individuo, preocupado: "Mi esposa está muy molesta".
El cuento con que empieza hoy esta columnejilla no sólo es sicalíptico: también es de pésimo gusto. Seguramente lo habrían reprobado de consuno doña Tebaida Tridua, censora de la pública decencia, y la señora Amy Vanderbilt, moderadora del buen trato social. Las personas apegadas a la moralidad y a la etiqueta deben abstenerse de leerlo. Doña Clitemnestra jugaba todas las tardes a las cartas con sus amigas. Un día el juego se prolongó más que de costumbre, y cuando Clitemnestra vio el reloj se asustó mucho. “¡San Alfonso Rodríguez!” -exclamó llena de sobresalto. Tenía el piadoso hábito de invocar al santo del día, y el de la fecha era ese fraile mallorquín, espejo de obediencia. Se cuenta de él que en cierta ocasión fue a la iglesia del pueblo a escuchar a un célebre orador sagrado. El templo estaba atestado, de modo que cuando llegó el superior de la orden no halló asiento. Alfonso se levantó para cederle el suyo. “No se mueva usted de ahí” -le dijo el prior. Esa noche los monjes se extrañaron al no ver al frailecito. Lo buscaron en su celda y no lo hallaron. Tampoco estaba en el huerto, ni en parte alguna del convento. No apareció el siguiente día, ni el que le siguió. El superior fue al pueblo a dar cuenta de la desaparición de Alfonso. Le dijeron que estaba en la iglesia, y allá fue. “¿Dónde andaba? -le preguntó irritado-. Hace dos días lo buscamos”. Respondió él: “Usted me ordenó que no me moviera de aquí”. ¡Ah, santa obediencia! Pero advierto que me he apartado del relato. Vuelvo a él. “Tengo que irme -les dijo doña Clitemnestra a sus amigas-. Mi marido llega a las 8 de la noche y no le he preparado la cena”. En su casa la señora se dio cuenta de que no había nada en el refrigerador, aparte de un tomate y unas hojas de lechuga. He ahí las funestas consecuencias del juego. En eso oyó el automóvil de su esposo, que llegaba. ¡San Alfonso Rodríguez! Lo único que la mujer tenía a la mano era una bolsa de croquetas para perro. Puso una porción en el plato, con el tomate rebanado y la lechuga. Y sucedió un milagro que doña Clitemnestra atribuyó al santo del día: el hombre cenó muy a su sabor. “¡Qué rica ensalada! -comentó al terminar-. Deberías dármela todas las noches”. Obediente -como San Alfonso-, la señora le preparaba todas las noches la tal ensalada, que el esposo comía con fruición sin saber que estaba comiendo croquetas para perro. Cuando doña Clitemnestra les contó aquello a sus amigas todas se escandalizaron. “¡Qué locura! -le dijeron-. ¡Vas a matar a tu marido!”. “A él le gusta eso -adujo la mujer-, y yo me ahorro el trabajo de hacerle de cenar”. Pasaron varios meses, y un buen día las amigas se enteraron de que el esposo de doña Clitemnestra había pasado a mejor vida. Se entristecieron mucho: seguramente esa tarde no habría jugada. Fueron a darle el pésame. Le dijeron: “Te advertimos que esa dieta de croquetas para perro acabaría por enviar a tu marido al otro mundo”. Replicó doña Clitemnestra: “No fueron las croquetas. Se rompió el cuello cuando se agachó para lamerse la entrepierna”.
El tren donde iba Babalucas entró en un túnel. “¡Uf! -exclamó con alivio el pavitonto-. ¡Qué bueno que le atinó al agujero!”.
Decía Capronio: “Mi esposa es una santa: después de 20 años de casados todavía me cree que tengo un amigo enfermo al que debo visitar todos los viernes en la noche”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, se topó en París con una amiga de su misma ciudad. Le comentó ésta: “Ya tengo tres días aquí, y todavía no he ido al Louvre”. “Yo tampoco he ido -dijo doña Panoplia-. Ha de ser el agua”.
Dijo el reportero: “Hubo un terremoto en Spzklyndwrmgf, Europa del Este”. Preguntó el editor: “¿Cómo se llamaba el lugar antes del sismo?”.
La nietecita le preguntó a su abuelita: “¿Cuántos años tienes?”. Respondió ella: “85”. “¡85! -se asombró la niña-. ¿Y empezaste desde uno?”.
En aquellos tiempos -tiempos ya casi prehistóricos- las mujeres que iban con su galán a un motel acostumbraban agacharse en el asiento a fin de que nadie las viera entrar ahí. Supe de cierta ciudad en la cual tales moteles estaban todos en la misma calle. A esa calle la gente la llamaba “de los locos”, pues parecía que los automovilistas iban hablando solos, aunque en verdad iban conversando con la agachada dama. Un individuo le contó a su amigo que la noche anterior había pasado una vergüenza grande. Sucedió que iba en el coche con su esposa, y al pasar frente al motel que solía frecuentar con su amiguita la fuerza de la costumbre lo hizo torcer automáticamente el volante para entrar en el establecimiento. “¡Qué barbaridad! -exclamó consternado el amigo al oír aquello-. ¡Qué error tan grande cometiste!”. “Y eso no fue todo -completó, mohíno, el otro-. Lo peor es que también en forma automática mi señora se agachó”. (Nota. Actuaron ahí los reflejos condicionados de Pavlov: Firuláis-campana-saliva. En este caso: motel-volante-agachada).
Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, llegó a su casa en horas de la madrugada. Su mujer lo esperaba hecha un obelisco. (Nota de la redacción: seguramente nuestro amable colaborador quiso decir “hecha un basilisco”). Le preguntó furiosa: “¿Has vuelto a beber otra vez?”. “¡Te vuro que no, jieja! -farfulló el temulento-. Si quieres te soplo”. “¡Ah no! -rechazó ella-. ¿Quién tiene ganas de sexo a estas horas?”.
Avaricio Cenaoscuras, hombre ruin, era excesivamente apegado a su dinero. Cierto día hubo de ir a la ciudad, y en la central de autobuses tomó un taxi. Al ir bajando por una larga y empinada calle el vehículo empezó a cobrar velocidad de vértigo. Clamó el taxista, desesperado: “¡Los frenos fallaron! ¡No puedo parar!”. Le gritó Avaricio con desesperación aún mayor: “¡Detén el taxímetro! ¡Detén el taxímetro!”.
Buffalo Bill iba de noche por una pradera del Oeste. Lo acompañaba su fiel amigo el indio Pluma Blanca, gran seguidor de huellas. En la oscuridad reinante el piel roja pegó la oreja al suelo y dijo luego: “Hace poco haber pasado por aquí búfalo grande. Animal estar enfermo del estómago”. “¿Cómo lo sabes?” -preguntó con asombro el cazador. Respondió Pluma Blanca: “Haberme embarrado el cachete”.
Don Chinguetas cuestionó a doña Macalota, su consorte: “¿Qué harías si te enteraras de que me saqué la lotería?”. Contestó ella sin vacilar: “Te exigiría la mitad del premio, y en seguida me largaría de la casa”. “Muy bien -dice don Chinguetas-. Me saqué 200 pesos. Aquí tienes 100. Cumple tu palabra”.
James Bond estaba bebiendo en la barra de un elegante pub en Dublin. Junto a él se hallaba una exuberante rubia. Bond echó una ojeada a su reloj. Le preguntó la mujer: “¿No llega la persona a quien esperas?”. “No espero a nadie -respondió el agente 007-. Simplemente estaba revisando mi nuevo reloj espía”. “¿Reloj espía?” -se intrigó la rubia. “Sí -confirmó Bond-. Me habla y me dice todo lo que está sucediendo en torno mío”. “¿Ah sí? -dudó la mujer-. ¿Qué te está diciendo ahora?”. Respondió el 007: “Me dice que no traes panties ni brassiére”. Se rió la muchacha y declaró: “Tu reloj se equivoca totalmente. Sí traigo traigo brassiére y panties”. “¿Cómo es posible? -se sorprendió Bond-. Ah, ya sé. Olvidé lo del nuevo horario, y el reloj va adelantado”.
Rosibel, la linda secretaria de don Algón, le dijo a éste: “Tengo una fotografía que vale 500 mil pesos”. Admirado preguntó el ejecutivo: “¿Cómo puede valer tanto una fotografía?”. Le explicó, sonriente, la muchacha: “Es una que a escondidas nos tomó un fotógrafo amigo mío cuando usted y yo estábamos en aquel motelito”.
Don Chinguetas le contó a doña Macalota, su mujer: “Anoche tuve un sueño muy extraño. En él se me aparecieron Satanás y Belcebú. Me preguntaron: ‘¿Hay alguna persona a la que te gustaría que atormentáramos?’. Les pedí que fueran a atormentar a tu mamá. ‘¿Quién es ella?’, quisieron saber. Les di su nombre y dirección. Y me dijeron: ‘A ella no la podemos atormentar. Es uno de nosotros’”.
Aquel individuo llegaba todos los días a la misma hora a la cantina “Las alegrías de Schopenhauer”. Siempre pedía lo mismo: cinco tequilas dobles. Los ponía en hilera sobre la barra, y luego se los iba tomando uno tras otro, lentamente y en silencio. Cierta noche el cantinero no pudo ya contener su curiosidad y le preguntó: “¿Por qué pide sus tequilas todos juntos, en vez de irlos pidiendo uno por uno?”. Respondió el individuo: “Tengo cuatro hermanos a los que quiero mucho. Los cuatro se fueron a Estados Unidos. Les prometí que cada día los recordaría haciendo lo mismo que los cinco hacíamos cuando ellos estaban aquí: juntarnos todas las noches a tomarnos cada uno un tequila doble. Ahora que están lejos me tomo el mío y el de ellos”. El cantinero, conmovido por aquella demostración de amor fraterno, se disculpó de nuevo con el cliente y ya no le dijo nada acerca de su extraña manera de beber. Una noche llegó el tipo y en vez de pedir cinco tequilas, como siempre, pidió nada más cuatro. El tabernero supuso que uno de los hermanos había pasado a mejor vida, y le expresó sus condolencias. “No -replicó el individuo-. Mis cuatro hermanos gozan de cabal salud. Pero yo le prometí a mi esposa que dejaría de beber. El tequila de menos es el mío”.
Rondín # 8
Babalucas salió de cacería. Al regresar al campamento por la noche vio un animal, le disparó y acertó el tiro. Fue corriendo hacia la pieza y vio a un hombre junto a ella. Le dijo Babalucas: “No quiera apropiarse de mi venado. Yo fui quien le disparó. Me pertenece”. El individuo trató de hablar. Empezó a decir: “Pero...”. “Ningún pero -lo interrumpió Babalucas, terminante, al tiempo que levantaba el rifle y le apuntaba-. Si pretende alegar que el venado es suyo mi siguiente disparo será para usted”. “Está bien -se resignó el otro-. Pero al menos déjeme quitarle al caballo la silla de montar”.
Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, le comentó a su amiguita Himenia Camafría, célibe como ella, que el agente viajero de los jabones orientales El-Tom la había invitado a salir esa noche. “Ten cuidado -le advirtió la señorita Himenia-. Ese sujeto tiene fama de erotómano. A las muchachas que salen con él las lleva en su automóvil al Ensalivadero, lugar de citas lúbricas. Ahí se les echa encima; las acaricia y besa arrebatadamente; luego les desgarra el vestido y las hace víctimas de su lujuria. Si trata de hacer eso contigo defiéndete y grita”. Al día siguiente Solicia visitó a su amiguita Himenia. Le preguntó ésta con inquietud: “¿Cómo te fue anoche?”. Respondió la señorita Sinpitier: “Sucedió tal como me dijiste. Balano (así se llamaba el agente viajero) me llevó al Ensalivadero en su automóvil. Tan pronto llegamos se me echó encima y empezó a acariciarme y a besarme arrebatadamente”. “¡Bribón canalla maldecido infame torpe ruin! -exclamó sin poner comas la señorita Himenia-. Y tú ¿qué hiciste? ¿Gritaste? ¿Te defendiste?”. “No -respondió con una gran sonrisa la señorita Sinpitier-. Me quité el vestido para que no me lo desgarrara”... FIN.
La niñita le dijo a su papá: "Me gustaría tener un hermanito". El señor, bromeando, respondió: "Ya tienes un hermanito". "¿Cuál?" -preguntó desconcertada la pequeña. "Es uno muy tímido -inventó el papá-, tanto que le da miedo que lo veas. Cuando llegas de la escuela él se sale de la casa por la puerta de atrás". "Ah, ya entiendo -dice la niña con la carita iluminada-. Como el vecino cuando tú llegas a la casa".
Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajarra, los borrachos más ínclitos del pueblo, se hallaban en la cantina "Las alegrías de Leopardi", local que frecuentaban con perseverancia y asiduidad dignas de mejores causas. Empédocles le contó a Garrajarra: "Estoy tomando un té llamado Té Mulento, que te quita las ganas de beber. Me ha dado muy buenos resultados". "Pero estás bebiendo" -opuso el contlapache. "Sí -admitió Etílez-. Pero sin ganas". (Los romanos de la época de Augusto decían "Nunc es bibendum" cuando los asaltaba el gozo de vivir. La expresión significa: "Ahora es el tiempo de beber". A mí ese gozo me asalta en cada esquina, de modo que ando en perpetuo estado de ebriedad, si no de vino sí de amores. Gloria tibi, Domine).
La maestra se dirigió a Pepito: "Si dos más dos son cuatro, y cuatro más cuatro son ocho, ¿cuántas son ocho más ocho?". "¡No es justo! -protestó con enojo el muchachillo-. ¡Usted escoge las más fáciles, y la más difícil me la deja a mí!".
Un amigo de Babalucas le preguntó: "¿Sabes dónde está el Mar Muerto?". Respondió el badulaque: "Ni siquiera supe que estaba enfermo".
El presidente del consejo de administración hizo una visita sorpresa a la compañía. Le pidió al jefe de personal que le informara cuántos empleados trabajaban ahí, por sexo. Respondió el tipo: "Me complace hacer de su conocimiento, señor presidente, que todos nuestros empleados trabajan aquí por méritos propios, con excepción de la secretaria del gerente. Ella sí llegó por sexo".
A aquella chica le decían La Gripe. Todos la habían tenido alguna vez. (Pepito sostiene que no se debe decir "gripe", sino "gripa". Razona: "Decimos: 'Ando agripado', no: "Ando agripedo'").
Le preguntó el insolente tipo a la muchacha: "¿Cuál es tu signo?". Respondió ella: "Uno que dice: 'Prohibida la entrada'".
Una enfermera le dijo a otra: "El médico que acaba de pasar debe ser muy distraído". Preguntó la otra: "¿Por qué lo dices?". "Responde la primera: "Lleva un supositorio en la oreja. Al rato se va a preguntar dónde puso su lápiz".
La hija de don Poseidón tenía novio. Una noche el muchacho se presentó ante el severo genitor y le dijo solemne y gravedoso: "Vengo a pedirle la mano de su hija". Respondió el viejo: "Si no te llevas también lo demás no hay trato".
Simpliciano, joven candoroso, salió en su automóvil con Pirulina, muchacha conocedora de la vida y sus misterios. Ella lo guió al solitario paraje conocido por la dorada juventud con el expresivo nombre de "El ensalivadero", a donde iban las parejitas por la noche. Ahí la avisada chica le propuso al boquirrubio con sugestiva voz: "¿Nos pasamos al asiento de atrás?". Contestó el zonconeto: "Si quieres pásate tú. Yo estoy muy a gusto aquí adelante". (Linda palabra es ésa, "zonconeto". Mexicanismo ya olvidado, significa "tonto". Viene de dos vocablos del náhuatl: tzontli, que significa cabeza, y conetl, que quiere decir niño).
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Solicia Sinpitier, célibe como ella: "Aquí donde me ves, tengo dos tercios de casada". "¿Dos tercios de casada? -repitió Solicia-. No te entiendo". Explicó la señorita Camafría: "Tuve un novio que me juró que se casaría conmigo. Sin embargo tendríamos que casarnos en secreto, pues sus padres no aprobaban nuestro matrimonio porque ellos eran ricos, y yo pobre. La madrugada en que iba a celebrarse la boda llegó el cura y llegué yo, pero no llegó el novio. Como ves, tengo dos tercios de casada". Otra madura señorita soltera, Celiberia Sinvarón, vio en la biblioteca un libro que le llamó mucho la atención: Coger a Diario. De inmediato se lo pidió a la bibliotecaria. Resultó ser el tercer tomo de la enciclopedia.
Un señor pasó a mejor vida, y cierto compadre suyo fue al velorio a darle el pésame a la viuda. Faltaré a la verdad si no digo que la señora estaba de muy buen ver y de mejor tocar, tanto que el compadre no pudo resistir el impulso de hacerle un cumplido. Le dijo con sugestiva voz: “¡Qué guapa se ve usted, comadre!”. Lejos de molestarse por esa atrevencia inoportuna contestó ella: “Y eso que el negro no me sienta bien”. La respuesta animó al hombre. Bajando la voz le dijo a la señora: “Bien sabe usted, comadre, que siempre me ha gustado. Con el mayor respeto para mi compadre quiero preguntarle si puedo tener alguna esperanza de que el sincero afecto que siento por usted será correspondido”. Respondió la viuda: “Creo, compadre, que no es éste el momento de que me trate usted esa cuestión. Espere a que las señoras terminen de rezar el rosario. Ya no falta mucho”. Terminó el rezo, y de inmediato el salaz tipo renovó sus lúbricas instancias. Dijo ella: “Compadre, ¿no puede aguardar al menos a que me quite el luto?”. “¿Cuándo se lo quitará, comadrita?” -inquirió con ansiedad el hombre. Preguntó ella a su vez: “¿Qué día es hoy?”. “Sábado” -le informó el sujeto. Y la comadre: “¿No se verá mal si me lo quito el lunes?”. “De ninguna manera, comadrita -apuntó el otro-. Como dice el dicho: ‘Al cabo pa’l santo que es con un repique le basta’”. “Me tranquiliza usted, compadre -dijo la mujer-. Me quitaré el luto, pues, el lunes en la noche”. Y el otro remató: “Permítame, comadrita, que en memoria de mi compadre le ayude yo a quitárselo”.
Llegó un sujeto al bar, se sentó frente a la barra y le pidió al cantinero que le sirviera un tequilita. La guapa mujer que estaba al lado exclamó: “¡Qué coincidencia! Precisamente acabo de pedir lo mismo”. El recién llegado le dijo: “Vengo a tomarme una copa porque estoy celebrando algo”. “¡Qué coincidencia! -volvió a decir la dama-. Yo también estoy celebrando algo. Usted ¿qué celebra?”. Narró el tipo: “Tengo una granja avícola. Mis gallinas ponían sólo huevos infértiles, pero ahora han empezado a poner huevos buenos. Eso es lo que vengo a celebrar”. “¡Qué coincidencia! -repitió la mujer una vez más-. Mi marido y yo no habíamos podido tener familia, y sucede que ahora estoy embarazada. Eso es lo que vengo a celebrar. Pero dígame: ¿qué hizo usted para que sus gallinas se volvieran fértiles?”. Responde el individuo: “Cambié de gallo”. “¡Qué coincidencia! -exclama de nuevo la mujer-. ¡Yo hice lo mismo!”.
“¿A qué horas serás mía?” -le preguntó con ansiedad Simpliciano a Pirulina. Ella, que bebía la copa de tequila que él le había servido, respondió: “A las dos”. “¿A las dos de la mañana? -se conternó Simpliciano-. ¡Apenas son las 9 de la noche!”. “No, tonto -aclaró ella con una sonrisa-. A las dos copas”.
La señora supo que su hijo estaría en apuros cuando su nuera le habló por teléfono para preguntarle dónde podía comprar un abridor de huevos.
Doña Macalota amaneció aquel día con un hipo tremendo. Recurrió a todos los remedios caseros que hay para quitar ese incómodo malestar: se tapó la nariz; respiró con una bolsa de papel puesta en la boca; se puso una moneda en la frente; se bebió cabeza abajo un vaso de agua. Todo fue inútil: el hipo no sólo no se le quitó, le siguió peor. Acudió la señora a la consulta de un facultativo, y el medicamento que éste le recetó tampoco dio resultado alguno. Esa noche, al volver a su casa, doña Macalota encontró a su esposo don Chinguetas haciendo el amor desaforadamente con la linda criadita de la casa. La impresión que le produjo verlos en esa acción copulativa fue tan grande que al punto dejó de hipar. “¿Lo ves, María Candelaria? -exclamó alegremente don Chinguetas dirigiéndose a la fámula-. ¡Te dije que con esto se le iba a quitar el hipo a mi mujer!”.
El último éxito editorial entre los antropófagos es un libro que se llama “Cómo servir a tu prójimo”.
El recién casado le confió a su padre: “Mi esposa sólo quiere hacer el sexo un día a la semana. Parece monja”. “Entonces, hijo mío -suspiró el señor-, yo estoy casado con la madre superiora”.
Rondín # 9
Susiflor se pasó el fin de semana en un club nudista. Cuando volvió a su casa le dijo a su mamá: “Yo siempre había oído decir que todos los hombres son iguales, pero ahí me di cuenta de que unos tienen la igualdad más grande que otros”.
“What a cunt!”. Así exclamó, con arrebato erótico, el guardabosque Wellh Ung en el momento en que le hacía el amor a lady Loosebloomers. Ella se molestó bastante al escuchar esa vulgar expresión interjectiva, equivalente a la frase castellana “¡Qué culazo!”, aún más del vulgacho, por el aumentativo. Detuvo milady los bien acordados meneos que solía emplear cuando llevaba a cabo el antiguo in and out -meneos valseaditos, en compás de 3 por 4-, y le dijo, severa, al mozallón: “Cuide sus palabras, jovencito. Adulterio sí; ordinarieces no”. Y es que la señora había leído el último ensayo de mister Bernard Shaw, texto en el cual el escritor proponía la tesis de que la declinación de un imperio empieza con la decadencia de la lengua que en él se usa. (Coincido con el ilustrísimo colega: desde que en México se empezó a usar profusamente la palabra “güey” este país entró en una fase de descomposición social cuyos efectos estamos viendo ahora. Si al menos hubiésemos dicho “buey” quizá las consecuencias no habrían sido tan funestas). En ese momento entró en la alcoba lord Feebledick, y se mortificó al ver a su esposa en los fornidos brazos del lacertoso gañán, pues no le gustaba que la servidumbre se tomara ciertas libertades. Perdió los estribos, cosa que no le sucedió ni siquiera cuando encabezó aquella famosa carga de caballería de la Brigada Quinta, carga que realizó, contrariamente al uso establecido, alejándose del enemigo. Le dijo con enojo a la liviana pecatriz: “¡Floozy! ¡Faloosie! ¡Flugie!”. Las tres palabras sirven para motejar a una mujer de moral dúctil. Derivan del vocablo floozie, el cual designa a la prostituta que pasea las calles en búsqueda de clientes. “¡Ah! -exclamó lady Loosebloomers alzando los ojos al cielo como luego haría Margaret Dumont en las películas de los Hermanos Marx-. ¡Otro hombre malhablado! Qué duro es el destino de nosotras las mujeres. ¡Y ni siquiera nos permiten votar!”. Así diciendo la señora se deshizo del apretado abrazo con que la ceñía el guardabosque; se puso en pie, cubriose con la bata de encaje y seda negra que usaba en tales ocasiones y luego se dirigió con energía a los dos hombres. “¡Fuera de aquí! -les dijo-. ¡No merecen ustedes estar en la presencia de una dama!”. Con el rabo entre las piernas salieron ambos de la habitación. Iban contritos y apesadumbrados. “¿Ya ves el lío en que nos metiste?” -reprendió Lord Feebledick al mocetón. “Con el mayor respeto, milord -contestó él-, permítame decirle que todo iba muy bien hasta que usted entró en la alcoba. Fueron sus imprudentes palabras las que motivaron el justo enojo de milady”. El noble caballero sabía reconocer sus culpas. Le preguntó a Wellh Ung: “¿Crees que esto tenga posibilidad de arreglo?”. “Espero que sí -respondió él-. A condición, claro, de que aprenda usted a controlarse. La próxima vez que nos encuentre en ese trance no diga cosas feas: cierre los ojos y piense en Inglaterra, como hacía la Reina Victoria, de felicísima memoria, cuando su real consorte, el Príncipe Alberto, se le subía”. Respondió lord Feebledick: “Procuraré seguir su ejemplo. Inglaterra antes que nada”. E hizo el saludo militar de la Brigada Quinta.
La señora llegó a su casa de un viaje que había hecho para asistir a una convención en Cancún. Su marido no la esperaba sino hasta el día siguiente, de modo que cuando la señora entró en la alcoba sorprendió a su infidente cónyuge en apretado abrazo de libídine con una morenaza. “¡Canalla! -le gritó con ignífero furor-. ¿Por qué haces esto?”. Sin conturbarse mucho respondió el esposo: “Tú me conoces bien, y sabes que soy dado al erotismo. Esto lo hago meramente por placer”. “Ah, menos mal -respiró con alivio la mujer-. Por un momento pensé que lo estabas haciendo para vengarte de lo que todas estas noches estuve haciendo en Cancún”.
Dulcilí, muchacha ingenua, contrajo matrimonio. En la habitación del hotel donde pasarían la noche de bodas su flamante maridito la tomó en los brazos y le dijo con ternura: “¡Por fin, mi vida, vamos a hacer lo que hacen todos los casados!”. Dulcilí, llena de aflicción, rompió en llanto. Preguntó pesarosa “¿Ya vamos a empezar a pelear?”.
Dos compadres estaban bebiendo en la cantina. De pronto uno de los bebedores clavó una mirada fiera en su compañero y le dijo: “Compadre: ahora que estamos tomados quiero decirle algo”. “¿De qué se trata?” -inquirió el otro. Respondió el primero: “Lo odio, compadre. Lo odio ferozmente. Lo odio con las tres potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad. Lo odio con furia sanguinosa, con encono fatal”. “Caray, compadre -se alarmó el otro-. ¿Por qué me odia así?”. Contestó el primero: “Me enteré de que iba usted a fugarse con mi esposa”. El otro bajó la cabeza, avergonzado. “Es cierto, compadre -reconoció-. No puedo negar lo que me dice. Si lo negara dejaría de ser hombre. Pensé que yo le gustaba a la comadre, y llegué a concebir la idea de escaparme con ella. Pero los escrúpulos me vencieron, y no lo hice”. “¡Pues precisamente por eso lo odio, compadre! -prorrumpió el marido, fúrico-. ¡Porque no lo hizo!”.
Decía un solterón impenitente. “Pertenezco a una agrupación llamada Solteros Anónimos. Cuando siento deseos de casarme me envían a mi casa una mujer gruñona, malhumorada, vestida con una bata vieja, pantuflas desgastadas, la cara llena de crema amarillosa, y rulos en el pelo. Con eso se me quitan las ganas”.
El cuento que ahora sigue está prohibido por la moral del mundo. Lo leyó doña Tedbaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y sufrió un insulto de cólera nostras, que así se llama el mal de estómago causante de diarrea, vómito y calambres. Las personas que no quieran exponerse a ese temible mal deben suspender aquí mismo la lectura. Un italiano, un francés y un mexicano se registraron en el mismo hotel con sus respectivas esposas. Al día siguiente los hombres se reunieron a desayunar. Dijo el italiano: “Anoche le hice dos veces el amor a mi mujer. Esta mañana me dijo: ‘¡Eres un tigre!’”. “Eso no es nada -se jactó el francés-. Yo le hice anoche tres veces el amor a mi mujer. Esta mañana ella me dijo: ‘¡Eres un semental!’. El mexicano nada decía. Le preguntaron: “Y tú ¿cuántas veces le hiciste anoche el amor a tu mujer?”. Contestó él: “Una vez”. “¡Una sola vez! -se burlaron los otros-. Y ¿qué te dijo ella hoy en la mañana?”. Responde el mexicano: “Me dijo: ‘Todavía no te salgas’”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, contestó el teléfono. Una voz de hombre, ronca y acezante, empezó a decirle: "Te arrancaré la ropa, zorra, y luego.". Se trataba de una llamada obscena. "¡Espera un poco! -pidió alegremente la señorita Himenia-. ¡Voy a traer una copita y un cigarro para oírte a gusto!".
Uglicia, mujer más fea que el pecado -que un pecado feo, se entiende, porque hay pecados muy bonitos-, pasaba todos los días frente a una tienda de mascotas. En la puerta estaba un perico lenguaraz que le gritaba con su voz rasposa: "¡Oye, oye!". Volteaba ella y el loro le decía: "¡Qué fea estás, araña!". Harta ya de aquel bullying periquero Uglicia se apersonó con el dueño de la tienda y lo amenazó: si dejaba que el cotorro la siguiera insultando en esa forma pondría una denuncia ante la policía para que le decomisaran al pajarraco y lo llevaran a donde no pudiera ya insultar a las personas decentes. El tendero habló con el perico en presencia de Uglilia. Le advirtió que si seguía ofendiendo en modo tan incivil a esa amable dama le cortaría las plumas de la cabeza hasta dejarle el cráneo mondo y lirondo, y luego lo echaría a la jaula de los gallos para que éstos, que sin gallina estaban desde hacía varias semanas, hicieran con él lo que su instinto les dictara. Eso del rapamiento no inquietó mucho al perico -la calvicie confiere cierta dignidad a quien la tiene-, pero lo de los gallos le preocupó bastante. Así, prometió muy seriamente que no volvería a decirle "fea" ni "araña" a la mujer. Al día siguiente pasó otra vez Uglicia. Pese a lo prometido el loro le gritó igual que siempre: "¡Oye, oye!". Uglicia se acercó y le preguntó, desafiante: "¿Qué?". Le contestó el perico: "Ya sabes".
Anunció en el autobús el guía de turistas: "Acabamos de dejar atrás el mejor burdel de la ciudad". Preguntó, pesaroso, un individuo: "¿Por qué?".
Viene ahora un cuento de color subido que nadie con un mínimo de pudicicia debería leer. Un individuo fue a la playa, porque al día siguiente tendría una cita erótica con una atractiva extranjera, y quería presentarse ante ella con cuerpo de latin lover. Ya mostraba la piel dorada por el sol, pero le había quedado sin dorar la parte que le cubría el traje de baño, de modo que en un paraje solitario se despojó de la prenda, se tendió en la arena y se cubrió el cuerpo con dos toallas que llevaba, dejando sólo al descubierto el bajo vientre. Sucedió, sin embargo, que se quedó dormido, y los rayos del intenso sol le provocaron una quemadura en la parte que más iba a necesitar en la anhelada cita. Recurrió a toda suerte de pomadas y lociones; no obtuvo resultado. La noche del amoroso encuentro, y ya en presencia de la chica, el ardor de la región protagonista fue tal que el galán sintió la necesidad urgente de aliviarla. Se disculpó con su pareja y fue a la cocina. Ahí llenó un vaso con leche que sacó del refrigerador y puso en ella la susodicha parte, pues había oído decir que el líquido lácteo ayuda a aliviar inflamaciones y quemaduras leves. En eso entró en la cocina la muchacha y vio aquello. "¡Caramba! -exclamó con asombro-. ¡Por fin sé dónde las cargan!".
Tres hombres llegaron al mismo tiempo al Cielo. Dijo uno: “Me llamo Etelvino”. “No puedes entrar -lo detuvo San Pedro-. Tu nombre indica que te gustaba mucho el vino”. Dijo el segundo: “Me llamo Eudoro”. “Tampoco puedo admitirte-dictaminó San Pedro: “Tu nombre da a entender que te gustaba mucho el oro”. Dijo el tercero: “Creo que yo también estoy en problemas, San Pedrito. Me llamo Próculo”.
En la cantina un tipo declaró en voz alta: “Todos los políticos son ladrones”. Al oír aquello un parroquiano se levantó de su mesa, fue hacia el que había dicho aquello y le habló en tono desafiante: “Retire sus palabras, señor mío. Me han ofendido”. Inquirió el otro: “¿Es usted político?”. “No -respondió el hombre-. Soy ladrón”.
Los científicos han descubierto un alimento que reduce en un 90 por ciento el apetito sexual de la mujer. Se llama “pastel de bodas”.
Un joven ejecutivo se desesperaba. Quería casarse ya, pero ninguna de sus novias era del gusto de su madre. Un amigo le sugirió: “¿Por qué no te buscas una chica que se parezca físicamente a tu mamá, y que tenga un carácter parecido al suyo? De esa manera seguramente ella la aceptará”. El angustiado joven prometió seguir la recomendación. Poco después fue con su amigo y le contó que, en efecto, se había hallado una chica que tenía un asombroso parecido con su madre. Hasta parecían hermanas. Preguntó el otro: “¿Y la aceptó tu mamá?”. “Inmediatamente -respondió el muchacho-. Pero mi padre la odió a primera vista”.
Un turista visitó un parque nacional. Al ir por el bosque vio un cartel con grandes letras que decía: “¡Cuidado con los asaltantes sexuales!”. Más adelante vio otro letrero, éste en letras más pequeñas: “Cuidado con los asaltantes sexuales”. Se internó profundamente en la floresta y vio en el suelo un letrero escrito en letras tan pequeñas que tuvo que agacharse para poder leerlas. En ese momento se sintió asaltado, y oyó tras él una ronca voz de hombre: “Lo siento, amigo, pero ya había recibido usted dos advertencias”.
Un actor de cine, inglés él, fue a Hollywood a hacer una película. Los artistas locales lo invitaron a formar parte del equipo de beisbol en el cual jugaban. En el primer partido le llegó al inglés su turno al bat. Para asombro de todos conectó el primer lanzamiento y mandó la pelota al otro lado de la barda. Sin embargo no se movió del home. “Corre” -le dijo uno. Respondió el inglés, calmoso: “No hay necesidad de correr. Con gusto pagaré el valor de la pelota”.
Tres jóvenes mujeres que vivían en un puerto fueron a pasear por la playa. En una solitaria caleta vieron a un hombre totalmente desnudo que tomaba el sol. Al sentir la presencia de las jóvenes el tipo se cubrió apresuradamente el rostro con su toalla, para no ser reconocido. Las tres se quedaron viendo lo demás. Dijo una: “No es mi esposo”. Dijo la segunda: “Tienes razón: definitivamente no es tu esposo”. Y dijo la tercera: “No es ningún hombre del puerto”.
El encargado del laboratorio de análisis clínicos llamó a la señora y le dijo: “Se nos revolvieron los resultados de las pruebas que le hicimos a su esposo, y ahora no sabemos si sufre de pérdida de la memoria o de herpes genital”. “¡Qué barbaridad! -se alarmó la señora-. ¿Qué puedo hacer?”. Le recomendó el sujeto: “Llévelo a cierta distancia de su casa y déjelo ahí. Si regresa no se acueste con él”.
He aquí el decimoprimer mandamiento: “No dejarás que nadie se entere de que faltaste a uno de los otros diez”.
Rondín # 10
Doña Macalota fue con el doctor Ken Hosanna y le contó que se sentía siempre débil, sin energía. Le indicó el facultativo: “Voy a recetarle hormonas masculinas. Pienso que con eso adquirirá usted vigor”. Unas semanas después el médico se topó en la calle con doña Macalota y le preguntó cómo le había ido con el tratamiento. “Bastante bien, doctor -respondió ella-. Desde que estoy tomando las hormonas me siento más fuerte, más vigorosa”. “Qué bueno” -se alegró el galeno. “Pero debo decirle algo -añadió ella bajando la voz-. Últimamente me ha estado saliendo mucho vello”. “Eso no debe preocuparla -afirmó el doctor Hosanna-. El consumo de hormonas masculinas provoca siempre un ligero crecimiento en el vello corporal. Dígame: ¿en qué parte del cuerpo le apareció ese vello?”. Replicó doña Macalota: “En los testículos”.
Un conductor iba manejando erráticamente su automóvil. Lo detuvo un patrullero que le preguntó: “¿Ha estado usted bebiendo?”. “Sí, oficial -respondió con paladina sinceridad el hombre-. Salí de la chamba y fui a un bar con mis compañeros. Ahí me tomé cinco o seis whiskies. Luego fui a una cantinita que suelo frecuentar con mis amigos, y me bebí una docena de cervezas. En seguida uno de ellos me invitó a su departamento, y ahí casi me acabé una botella de vodka. Después visité a una amiguita que tengo, y con ella di buena cuenta de un litro de tequila. Como usted podrá imaginar, ando perfectamente borracho”. Dijo el agente, severo: “En ese caso, señor, le pido que descienda de su vehículo a fin de hacerle una prueba con el alcoholímetro”. “¿Qué? - se indignó el temulento-. ¿No me cree?”.
En un burdel, mancebía o lupanar un individuo apostó 5 mil pesos a que ninguno de los hombres que ahí estaban era capaz de cubrir copulativamente, una tras otra y sin solución de continuidad, a diez daifas de las que ahí hacían comercio con su cuerpo. Uno de los presentes, de nombre Follencio Pitorreal, se levantó de la mesa y salió del local. Pensó el apostador que el individuo se había molestado por su insólita proposición. No dejó de sorprenderse, por lo tanto, cuando el sujeto regresó y le dijo: “Su apuesta ¿sigue en pie?”. “En pie sigue” -replicó el hombre con elegante concisión. Le pidieron a la madama del establecimiento que llamara a diez mujeres de las que ahí ejercían su antigua profesión, y en presencia de dos testigos de honor el tal Follencio tomó posesión cumplidamente, una por una, de la decena de señoras. “Aquí tiene usted sus 5 mil pesos -le entregó la suma el apostador-. Pero dígame una cosa: ¿por qué cuando anuncié la apuesta se levantó usted de su mesa y salió de aquí?”. Respondió Follencio: “Fui al congal vecino y estuve con diez mujeres para calarme y ver si le podía apostar”.
Le dijo el artista al empresario: “Imito aves”. Repuso el hombre: “Ya hay muchos imitadores de aves”. Dijo el artista: “Entonces discúlpeme por haberle quitado su tiempo”. Tras decir eso puso un huevo y luego salió volando por la ventana.
Un tipo llegó al bar y le dijo al cantinero: “Quiero algo muy frío y con bastante alcohol”. Se vuelve el hombre y llama: “Vieja, aquí te buscan”.
Un sujeto se presentó ante el doctor Ken Hosanna y le puso en las manos un reloj de lujo. “Quiero que acepte este regalo -declaró- como muestra de agradecimiento por la forma tan acertada en que atendió a mi tío”. Respondió, confuso, el facultativo: “Pero su tío murió”. “Precisamente -dijo el otro-. Gracias a usted heredé toda su fortuna”.
El enamorado galán le pidió a su dulcinea: “Dime esas palabritas que nos unirán para siempre”. Se acercó ella y le dijo al oído: “Estoy embarazada”.
Un pastor de ovejas le contó a un amigo: “No puedo dormir por las noches”. Le recomendó el otro: “Prueba a contar ovejitas”. Esa noche el pastor empezó. “Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Hola, mi vida. Siete... Ocho.”
Dos maduras señoritas solteras, Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, fueron a pasar sus vacaciones en un hotel de playa. Sentado al lado de la alberca vieron a un caballero muy interesante. Peinaba canas, y ya se sabe que las canas confieren a los hombres un aspecto irresistible. A pesar de eso el individuo estaba solo. Himenia, después de conferenciar con su amiguita, fue hacia el susodicho y le preguntó con un mohín de coquetería: “¿Por qué tan solo?”. “¿Cómo no voy a estar solo? -respondió, hosco, el sujeto-. Acabo de salir de una prisión donde pasé 20 años”. Inquirió la señorita Himenia: “¿Por qué estuvo en la cárcel?”. Dijo el otro: “Asesiné a mis tres esposas. A la primera la estrangulé, a la segunda le di un hachazo en la cabeza y a la tercera le asesté 40 puñaladas”. Al oír eso la señorita Himenia llamó a su amiguita Celiberia: “¡Yuju, Celi! -le gritó alegremente-. ¡Buenas noticias! ¡Es soltero!”.
El patrullero vio un automóvil que iba por la carretera con una lentitud extraordinaria, a no más de 20 kilómetros por hora. Un vehículo que va así, tan despacio, es igualmente peligroso que otro que va con exceso de velocidad. Así, el oficial hizo que el coche se detuviera. La conductora era una ancianita a quien acompañaban otras cuatro viejecitas. Las cuatro se veían pálidas y temblorosas, no así la que iba al volante. Ésta le preguntó al agente: “¿Iba yo manejando muy aprisa, oficial?”. Respondió el hombre: “Al contrario. Va usted muy despacio, y eso es un peligro para los demás conductores”. Replicó la ancianita: “Iba a la velocidad que marcan las señales: 20 kilómetros por hora”. El patrullero, sonriendo, le hizo saber que las señales no indicaban la velocidad: eran el número de la carretera por donde iban. “Y dígame -le preguntó a la ancianita-. ¿Por qué sus compañeras se ven tan asustadas, tan nerviosas?”. “No lo sé -respondió la viejecita-. Así se pusieron desde que entramos en la carretera 240”.
En la estufa dos huevitos de gallina se estaban cocinando dentro de una olla con agua. Le dijo uno al otro: “Mira: tengo una rajadita”. “Ni me la enseñes -replicó el otro-. Todavía no estoy duro”.
Don Frustracio sentía siempre el urente apetito de la carne. Doña Frigidia su mujer, en cambio, se mostraba en ese aspecto muy inapetente. Cuando él le solicitaba la realización del acto prescrito por las leyes humanas y divinas a fin de perpetuar la especie, ella aducía toda suerte de excusas y pretextos para incumplir esa demanda, no sólo las tradicionales evasivas -“Me duele la cabeza”, “Estoy en mis días” o “Me siento muy cansada”-, sino otros regates inéditos de su invención: “Hoy se celebra el aniversario luctuoso de doña Josefa Ortiz de Domínguez, y sería impropio faltar en esa forma al decoro de la fecha”, o: “Es día de San Pudente, patrono de la castidad, y desde joven le hice la promesa de no realizar nunca en su fiesta un acto impúdico”. Así el pobre de don Frustracio veía siempre insatisfechos sus naturales rijos de varón, y si no los aliviaba por sí mismo era sólo porque pensaba que con eso hacía agravio a la Legión Civil, agrupación de la cual era portaestandarte, que prescribía en su reglamento: “Los socios deberán observar a todas horas del día y de la noche una conducta moral irreprochable”. Sucedió cierta noche, sin embargo, después de largo tiempo de abstención, que don Frustracio se atrevió a pedirle a su consorte el cumplimiento del débito conyugal. “¿Otra vez?” -preguntó con acrimonia doña Frigidia. “Pero, mujer -repuso el infeliz marido-, la última ocasión en que lo hicimos fue cuando nació el habitante número seis billones de la Tierra, y eso fue el 12 de octubre de 1999”. “¿Y ya quieres de nuevo? -se escandalizó ella-. ¡Eres un erotómano, un enfermo de satiriasis, un maniático sexual!”. Don Frustracio insistió en su justificada petición, hasta que por fin ella accedió a hacer “eso” -así dijo- a cambio de la promesa de su esposo de llevarla de compras a Laredo. Puso, eso sí, una condición: lo harían con la luz apagada, por la devoción que ella le guardaba al arriba citado San Pudente. Así, a oscuras, se llevó a cabo el inusual suceso. A la mitad de la acción don Frustracio empezó a oír que su esposa profería ciertos sonidos que daban a entender que estaba disfrutando el trance. Intentaré poner en letras esos ruidos: “¡Fzzzz! “Shhhishhh! ¡Izzzzz! “Shhhlurp!”. Se sorprendió gratamente el esposo al escuchar esas emisiones, y encendió la luz a fin de contemplar a su mujer en el deliquio del arrebato lúbrico. Lo que vio fue algo bien distinto: doña Frigidia se estaba comiendo una rebanada de sandía; de ahí los ruidos que estaba produciendo.
Pepito y Juanilito estaban jugando en el parque cuando pasó ante ellos una lindísima chiquilla que parecía una muñequita andando. Le dijo Pepito a su amigo: “¿Sabes qué? Cuando deje de odiar a las niñas creo que ésa será la primera a la que dejaré de odiar”.
Al empezar la noche de bodas él le preguntó a ella: “¿Soy yo el primero?”. Ella se impacientó. “¿Por qué todos preguntan lo mismo?”.
Afrodisio Pitongo, hombre concupiscente, le pidió a Dulcilí, muchacha ingenua, la donación de su más íntimo tesoro. “Si hago eso -opuso la doncella- no me respetarás por la mañana”. “Que eso no te preocupe -replicó el truhán-. Nos levantaremos tarde”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, se hallaba en su recámara, y un ladrón joven y apuesto se metió a robar por una ventana. Lo vio la señorita Himenia y le dijo con voz firme: “¡Le doy exactamente 48 horas para que salga de aquí!”.
Don Hamponio, el narco de la esquina, logró escapar de la prisión en que estaba desde hacía 20 años. Escondiéndose cautelosamente logró llegar a la casa donde vivía su esposa. Ésta lo recibió con cara de pocos amigos. “¿Dónde andabas, desgraciado? -le preguntó agriamente-. ¡El radio dice que te escapaste hace ocho horas!”.
La mamá de Pepito esperaba un segundo hijo. El papá le dijo a Pepito: “Pronto vendrá la cigüeña a visitar a tu mami”. “Ojalá no la asuste -se preocupó el chiquillo-. Tú la embarazaste, muy pronto dará a luz, y cualquier sobresalto podría provocarle algún problema”.
El presidente de la Liga de Béisbol le pidió a Babalucas que en el juego de inauguración tirara la primera bola. “Ni la primera ni la segunda tiraré -respondió con enojo el tontiloco-. A ambas les tengo mucho apego”.
Doña Macalota dijo hablando de su esposo: “Se parece mucho a su mamá. De no ser por el bigote se verían igualitos”. Opuso una amiga: “Tu marido no tiene bigote”. “Pero su mamá sí” -replicó doña Macalota.
Rondín # 11
El chico adolescente le preguntó a su papá: “¿Qué es una mujer tetona?”. El señor se turbó un poco y acertó a responder: “En Francia hay una ciudad llamada Teton. Se llama ‘tetona’ a la mujer nacida ahí”. El muchacho no se dio por satisfecho con la respuesta. Su papá quiso saber: “¿De dónde sacaste esa pregunta?”. “Olvídate de la pregunta -le dice el adolescente-. ¿De dónde sacaste esa respuesta?”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, conoció a un maduro caballero, y le echó el ojo. Le comentó a una amiga: “El señor es tan viejo que podría ser mi padre, pero es tan rico que será mi esposo”.
Murió un señor que trabajaba de mesero en un elegante restorán. Después de algunos días su inconsolable viuda fue con una espiritista y le pidió que invocara a su difunto esposo a fin de preguntarle cómo le estaba yendo en el más allá. La médium puso las manos sobre la mesa que le servía en sus trances, y después de un rato de profunda concentración le dijo a la viuda: “Ya establecí contacto con el espíritu de su difunto esposo. Pero se niega a venir. Dice que ésta no es su mesa”.
Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida -no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que lo cometan con miembros de la congregación-, se propuso redimir a una chica de tacón dorado que trabajaba en un burdel de la ciudad. Fue al lupanar y le pidió a la madama que llamara a la chica. “¡Ah! -exclamó la suripanta-. Escogió usted muy bien, caballero. ¡Hotilia es excelente en su trabajo! ¡Lo dejará sin aliento!”. “Señora -se ofendió el reverendo-. Yo no acostumbro hacer eso con mujeres”. “Por ahí hubiera usted empezado” -se molestó la mujer. Luego, volviéndose hacia su ayudante, le dijo: “Tráele al señor uno de los muchachos”.
Unos jóvenes casados fueron a pasar el fin de semana en su cabaña del bosque. Hacía mucho frío, de modo que él salió a partir leña para encender la chimenea. Al regresar le dijo a su mujercita: “Traigo las manos heladas”. Le sugirió ella, amorosa: “Ponlas entre mis piernas; así se te calentarán”. Poco después él salió de nuevo a traer agua del pozo. Al volver le dijo a su dulcinea: “Otra vez se me enfriaron las manos”. Ella repitió la recomendación: “Si las pones entre mis piernas se te calentarán”. A poco él tuvo que salir por tercera vez, ahora para quitar la nieve que obstruía la puerta. Regresó y le dijo a su amada: “De nuevo se me enfriaron las manos”. “¡Con una!” -se impacientó ella-. ¿Qué nunca se te enfrían las orejas?”.
La joven penitente fue a confesarse con el señor cura. “Me acuso, padre -díjole-, de haber hecho cosas malas con mi novio”. “Cuenta, cuenta” -le pidió el sacerdote acomodándose bien en el asiento del confesonario. La muchacha empezó a relatar: “Estábamos en la sala de mi casa, solos, y él empezó a besarme”. “¿Y luego?” -preguntó el confesor. “Luego empezó a acariciarme donde no debía”. “¿Y luego?”. “Luego yo empecé a acariciarlo a él donde no debía”. Inquirió el cura respirando con agitación: “¿Y luego?”. “Luego me despojó de la pequeña prenda que estorbaba la culminación de esas caricias, y me tendió sobre el sofá. Yo, arrebatada de pasión, me dispuse a recibirlo”. Preguntó ansiosamente el confesor: “¿Y luego? ¿Y luego?”. Dijo la muchacha: “En ese momento oímos que llegaba mi mamá, y ahí terminó todo”. Exclama exasperado el sacerdote: “¡Ah, vieja inoportuna!”.
Los hombres de la antigüedad pensaban que cuando los dioses querían perder a alguien le daban todo lo que les pedía. El cuento que en seguida voy a relatar, perteneciente a nuestro tiempo, ilustra esa creencia. Un individuo entró en un bar. Aquello no habría llamado la atención del cantinero de no ser porque el sujeto iba acompañado por un avestruz. Se sentó el sujeto en un banco de la barra, y el avestruz ocupó otro a su lado. “Me da un tequila -pidió el recién llegado- y le sirve otro a mi amigo”. Atendió la orden el del bar. Hombre y avestruz bebieron su tequila, y luego el tipo le dijo al tabernero: “Me da la cuenta por favor”. Le dijo él: “Son 95 pesos con 80 centavos, incluido el impuesto”. El hombre metió la mano en el bolsillo y sacó la cantidad exacta: 95 pesos con 80 centavos. El día siguiente, a la misma hora, regresó el sujeto al bar, seguido igualmente por el avestruz. Ordenó en la barra: “Sírvame por favor un whisky, y dele otro a mi amigo”. El cantinero sirvió las bebidas. Cuando las terminaron pidió el tipo: “Dígame cuánto es”. “Son 140 pesos con 35 centavos, impuesto incluido”. El cliente echó mano al bolsillo y sacó exactamente la cantidad citada: 140 pesos con 35 centavos. Lo mismo sucedió al siguiente día: llegó el hombre con el avestruz; pidió las bebidas de ambos -ahora cervezas-, las bebieron los dos, y luego el sujeto preguntó: “¿Cuánto debo?”. “70 pesos con 90 centavos, incluido el impuesto”. Igual que las veces anteriores el tipo se sacó del bolsillo 70 pesos con 90 centavos, la cantidad exacta. El del bar ya no se pudo contener. Le dijo al cliente: “Perdone la indiscreción, señor. No puedo menos que decirle que dos cosas acerca de usted me han llamado profundamente la atención. La primera, que viene usted con un avestruz. La segunda, que siempre se saca usted del bolsillo la cantidad exacta del consumo, aun sin conocerla. ¿Por qué lo de esa ave, y cómo hace usted para sacar exactamente la suma que necesita para pagar sus copas?”. Respondió el hombre: “Le explicaré primero lo de la cantidad exacta, y luego lo del avestruz. Mire usted. Un día caminaba yo por la playa, y las olas depositaron a mis pies una lámpara de forma extraña. La froté para limpiarla, y de la lámpara salió un genio del oriente. Me dijo: “Gracias, amo. Me has liberado de mi prisión eterna. Pídeme dos deseos, y te los concederé”. Le respondí: “¿Dos deseos? ¿Qué no son tres?”. Me dijo: “Antes eran tres, en efecto, pero con la crisis nos hemos visto en la necesidad de reducirlos, y ahora son solamente dos. Pide el primero”. Le dije: “Quiero que cuando vaya yo a comprar algo me pongas en el bolsillo la cantidad exacta que necesito para pagar”. El genio me obsequió ese deseo, y ahora cuando compro algo, cualquier cosa, desde un pañuelo hasta un yate de lujo o un jet, una villa en la Toscana, un chalet en París, un departamento en Nueva York o una casa en Saltillo, siempre encuentro en mi bolsillo la cantidad exacta para pagar la cosa”. El cantinero exclamó lleno de admiración: “¡Qué inteligente fue usted, señor! Otros, en circunstancias semejantes a la suya, piden millones sin pensar que se los pueden acabar. Usted en cambio le pidió al genio tener siempre en el bolsillo la suma que necesita para pagar sus compras. De ese modo el dinero nunca se le acabará. Pero ahora dígame, si no es un gran secreto: ¿y lo del avestruz?”. “Me apenará contarle lo que sigue -respondió el individuo-. Sucede, aquí en confianza, que yo fui pobremente dotado por la naturaleza en la parte correspondiente a la entrepierna. Eso me apenaba mucho, pues en los baños del club mis amigos me hacían objeto de inmisericordes burlas -lo que ahora se llama bullying- por la menguada medida de mi parte varonil. Eso, sin embargo, era nada comparado con las vergüenzas que pasaba en mi trato con las damas. Me preguntaban siempre: ‘¿Ya estás ahí?’, aunque ya estaba ahí desde hacía rato. Algunas, después de verme, me decían: ‘Mejor vamos a ver qué hay en la tele’. Cuando el genio que le digo se me apareció, y luego de haberle planteado mi primer deseo, le pedí el segundo. Le dije: ‘Quiero tener un pájaro bien grande’. Ésa es la historia. Y ahora sírvame un tequila doble, y dele otro al avestruz”.
El doctor Duerf, célebre analista, le mostró a su paciente, mujer soltera ya muy entrada en años, un cartón con un dibujo abstracto. Le preguntó: “¿Qué ve?”. Respondió la mujer. “Veo una picha”. El facultativo sacó otro cartón: “¿Ahora qué ve?”. “Veo una picha” -repitió ella. Tercer cartón: “¿Qué ve?”. “Una picha”. “Señorita -dictaminó el psiquiatra-, trae usted un serio desorden mental”. Replicó la mujer: “Y usted trae desabrochada la bragueta”.
La hija soltera de Babalucas le dio dos noticias a su progenitor: Estaba embarazada, e iba a tener triates. “¡Santo Dios! -se consternó el badulaque-.
¿Y quiénes son los tres papás?”. El conferencista hablaba de la necesidad de consumir alimentos sanos. Le preguntó a un hombre del público: “¿Cuál es el platillo que le ha provocado las peores consecuencias en su vida?”. Sin dudar respondió el individuo: “El pastel de bodas”. Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, jamás había visto un racimo de uvas. Preguntó con extrañeza: “¿Qué son?”. Respondió el que traía el racimo: “Para ti son vino a largo plazo”.
La hermosa paciente, mujer de exuberantes formas, le dijo al doctor Duerf: “Tengo un problema muy extraño, doctor. Cada vez que estornudo siento el urente e irrefrenable deseo de entregarme al primer hombre que veo”. El facultativo le entregó un pequeño frasco. “Aspire esto ahora mismo” -le ordenó. “¿Qué es?” -preguntó ella. Respondió el célebre analista: “Pimienta”.
Nemoroso, ranchero en flor de edad, consiguió por fin que la Micaila, agraciada doncella campesina, accediera a entregarle la flor nunca tangida de su virginidad. Buscaron un grato paraje en la solitud de la floresta umbría, y ahí empezaron a abrazarse y besarse con ardimiento ignito, arrullados por la música que hacían las cristalinas linfas al correr sobre las guijas del riachuelo, y por el canto de una tórtola zurita que desde las ramas de un aromoso cedro. (Nota: El autor se extiende por seis páginas en la morosa descripción del bellísimo paisaje que rodeaba a los enamorados jóvenes. Nuestro jefe de redacción, ansioso por llegar al meollo del asunto, suprimió todos esos párrafos, motivo por el cual nos vemos en la imposibilidad de compartirlos con los amabilísimos lectores). Encendidos de pasión los dos amantes se despojaron mutuamente de sus ropas, igual que hicieron Dafnis y Cloe en el romance pastoril de Longo. Nemoroso tendió a Micaila sobre la muelle arena de la riba, y luego procedió a consumar con delicadeza el bucólico desposorio. La emoción del momento, sin embargo, no fue suficiente para que el silvestre galán dejara de advertir la insólita conducta de su amada. Empezó la garrida muchacha a menearse con movimientos que a él le parecieron demasiado eróticos. Subía y bajaba las caderas con formidable impulso; les imprimía un movimiento circular igual que si con ellas estuviera escribiendo la letra o; se meneaba con giros impetuosos que de inmediato pusieron a su amador al borde del eretismo o espasmo de la culminación. Salió el muchacho del santuario del deliquio y con recelo interrogó a la moza: “Dime la verdad, Micaila: ¿Es ésta la primera vez que un hombre te hace obra de varón?”. “Claro que sí -respondió ella ofendida al oír esas palabras de dubitación-. ¿Por qué me lo preguntas?”. Respondió él, suspicaz: “Porque tus convulsivos movimientos, tus ondulantes giros y tus sinuosos meneos, balanceos, contoneos y zarandeos no son propios de una señorita”. “Te equivocas -replicó la zagala-. Sí son propios de una señorita. ¡De una señorita a quien el pendejo de su novio acostó sobre un hormiguero!”.
Aquella chica estaba ligeramente embarazada. Le dijo a su galán: “¿Ya se te olvidó que me prometiste casarte conmigo?”. “No se me ha olvidado -replicó el cínico individuo-. Pero dame un poco más de tiempo y se me olvidará”.
Un sujeto se presentó en la Procuraduría del Consumidor. Dijo: “Mi mujer tiene una semana perdida. No la encuentro”. Le contestó un funcionario: “Ese asunto no es de nuestra competencia. Debe usted ir a la policía”. “¡No! -se alarmó el tipo-. ¡Ellos sí la encuentran!”.
La señora llamó por teléfono al conserje del edificio. Le dijo: “Me está goteando el caño principal”. Respondió el hombre: “Le agradezco la confidencia, señora, pero creo que debería guardarse para usted misma sus intimidades”.
“Acúsome, padre, de que anoche le arrebaté a una muchacha la flor de su virginidad”. Así le dijo al padre Arsilio un joven penitente. El buen sacerdote ardió en santa indignación. “¡Eres un pérfido! -le dijo con tonante cólera-. ¡Te aprovechaste del candor de esa infeliz doncella para saciar tus rijos de lujuria, lascivia, lubricidad, incontinencia, impudicia, libídine y voluptuosidad! De penitencia rezarás cien padrenuestros y cien avemarías. Ahora dime, infame: La desdichada joven a quien quitaste la preciosa gala de su impoluta pureza ¿es católica?”. “No, padre -replicó el muchacho-. Pertenece a una de esas sectas que hay ahora”. “Ya veo -ponderó el párroco-. Está bien: Olvídate de la penitencia y vete en paz. La juventud es la juventud”.
Decía un señor: “Me preocupa mi hijo. Ya está en edad de tener sexo, y una de esas jóvenes modernas podría transmitirle un herpes, o contagiarle el sida. ¡Cómo quisiera yo que se encontrara una muchacha buena, a la antigüita, que lo llenara de ladillas o le pegara una gonorrea!”.
Uglilia, mujer fea, dejó en su testamento su cuerpo a la ciencia. Ahora la ciencia está tratando de hacer que el testamento se declare nulo.
Comentó cierto señor: “Sólo hay dos cosas que no se pueden evitar: la muerte y los impuestos. ¡Si por lo menos vinieran en ese orden!”.
Pepito tenía 4 añitos cuando le preguntó a su mami: “¿Cómo nacen los bebés?”. Respondió la señora: “Los trae la cigüeña”. Volvió a preguntar Pepito: “¿Y quién se está tirando a la cigüeña?”.
Rondín # 12
Libidiano Pitonier, hombre dado a lúbricas voluptuosidades, se estaba refocilando en el lecho del pecado con la esposa de su mejor amigo. Arrebatada por la pasión ignívoma ella le pidió vehementemente: “¡Bésame, papacito! ¡Bésame!”. “No haré tal cosa -respondió muy digno el follador-. Ya de por sí me siento bastante mal haciendo esto”.
El niñito le dijo a su mamá: “Creo que mi papi se va a comprar un cochecito de juguete”. Preguntó la señora: “¿Por qué supones eso?”. Explicó el pequeño: “Vi su cartera, y en ella trae ya la llantita de refacción”.
Declaró una damisela: “Tengo los ojos bien abiertos: Solamente hago el sexo con los hombres que valen la pena”. Alguien le preguntó: “Y ¿qué haces con los que no valen la pena?”. Respondió ella: “Lo hago también, pero cerrando los ojos”.
Decía don Martiriano hablando de doña Jodoncia, su mujer: “Sé que a veces siente ganas de iniciar el día con una sonrisa, pero siempre se sobrepone a ese impulso”.
Don Frustracio les contó a sus amigos: “Cada tres meses mi esposa accede a realizar el acto del amor. Por desgracia la fecha coincide siempre con el dolor de cabeza que le da cada tres meses”.
Un hombre rico y de alta sociedad llegó a las puertas del Cielo. San Pedro revisó su expediente y le dijo enseguida: “Puedes pasar”. Contestó el hombre al tiempo que se disponía a retirarse: “No me interesa”. “¿Por qué?” -se sorprendió el apóstol. Replicó el individuo: “No me inspira confianza un lugar al que se puede entrar sin haber hecho reservación”. Otro sujeto, en cambio, fue a dar al infierno. Al trasponer las puertas del sitio de la condenación se asombró al verlo lleno de hermosísimas mujeres y de barricas de vino y de cerveza. “¡Fantástico! -exclamó lleno de entusiasmo-. Si así es este lugar ¿por qué entonces le llaman infierno?”. Explicó un diablo: “Porque las barricas tienen un hoyo abajo, y las mujeres no”.
Usurino Cenaoscuras, hombre avaro y cicatero, se molestó al ver que su hijo mayor salía de la casa llevando una linterna de mano. “Te acabarás la batería -le reclamó-. ¿A dónde vas?”. Respondió el mozalbete: “A cortejar a las muchachas”. Manifestó con acrimonia el cutre: “Yo jamás llevé lámpara al ir a cortejar a las muchachas”. “Lo sé -contestó el hijo-. Y mira lo que te agarraste”.
La esposa de Capronio leía el periódico. Le dijo a su marido muy molesta: “¡Qué barbaridad! Aquí viene el anuncia de un sujeto que ofrece a su mujer por una noche a cambio de un abono para la temporada de futbol”. “Es un imbécil” -comentó Capronio. “¿Verdad que sí?” -dijo ella. “Sí -confirmó Capronio-. La temporada ya va muy adelantada”.
Afrodisio Pitongo, galán concupiscente, le contó a un amigo: “Ayer estuve con una chica en su departamento. Ha sido la mejor noche de amor de mi vida”. El otro preguntó con interés: “¿Era muy buena en la cama la muchacha?”. “¿Que si era buena? -respondió el tal Pitongo-. Te diré. Cuando le estaba haciendo el amor llegó su perro, me mordió una nalga y me arrancó un pedazo. ¡Y no me di cuenta sino hasta que llegué a mi casa!”.
Babalucas le contó a un amigo: “Mi hermana va a tener bebé”. Preguntó el otro: “¿Será niño o niña?”. Contestó el badulaque: “Aún no se sabe. Y por lo tanto todavía ignoro si seré tío o tía”.
Recordaba una muchacha: “Me enamoré de él a primera vista. Fue la segunda vista lo que lo echó todo a perder”.
He aquí un chiste que las personas sensibles no deberían leer. Una mujer se quiso suicidar. Consiguió una pistola y le preguntó a un médico dónde estaba el corazón. El facultativo le indicó: “A la altura del seno izquierdo”. Al día siguiente la presunta suicida fue llevada al hospital con una herida de bala en el tobillo.
La señora le dijo a su esposo: “En la puerta está un abogado que quiere hablar contigo”. Le pidió el hombre: “Hazlo pasar y ofrécele una silla”. Responde ella: “Ya se la ofrecí, pero dice que va a llevarse también el comedor, la sala, la estufa y el refrigerador”.
La mamá de Pepito lo estaba regañando fuertemente. “No me grites -se enojó el chiquillo-. No soy mi papá”.
La suegra de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, hizo un viaje a Europa, y allá se le ocurrió pasar a mejor vida. Un empresario de pompas fúnebres llamó por teléfono al yerno y le preguntó si quería que cremara a la señora, que la embalsamara o que le diera sepultura. Le pidió ansiosamente el tal Capronio: “¡Las tres cosas! ¡No quiero correr riesgos!”.
La paciente le contó al analista: “Doctor: tengo la idea de que soy muy fea”. Le dijo el psiquiatra: “Son imaginaciones suyas. Pero en fin, acuéstese en el diván y cuénteme su problema. Volteadita hacia la pared, por favor”.
En el bar los maduros señores hablaban de sus devaneos amorosos. Dijo uno: “A diferencia de ustedes yo he estado enamorado de la misma mujer durante 30 años”. Todos lo felicitaron. “Gracias -respondió el tipo-. Pero si mi esposa se entera seguramente me matará”.
El juez le dijo con severidad al acusado: “Leí su expediente, joven. Intento de robo, intento de violación, intento de homicidio. Puros intentos. Nunca ha logrado usted consumar nada. Es un fracasado”.
Después de un año de ausencia el joven soldado regresó a su casa. Su mujercita lo recibió feliz. Le dijo: “¡Te tengo una buena noticia, Martino! ¡Ya no soy frígida!”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, visitó una prisión como parte de sus obras de caridad. Le preguntó a uno de los reclusos: “¿Cuánto tiempo deberá estar aquí, buen hombre?”. Respondió con infinita tristeza el infeliz: “Fui sentenciado a 30 años de prisión, señora, y apenas llevo uno”. “Vamos, vamos -lo consoló doña Panoplia-. No se ponga triste. Mire: son las 6 de la tarde; ya casi se pasó otro día”.
Rondín # 13
El famoso director de cine se asombró cuando en su estudio se le apareció un ángel. El alado visitante le dijo al cineasta: “Traigo el encargo de llevarte al Cielo. Aunque todavía no es tu tiempo se va a filmar allá una película, y has sido escogido para dirigirla. Cuando termine el rodaje te traeré de vuelta”. Preguntó el director: “¿Qué clase de película será ésa?”. “Se trata de una superproducción -respondió el ángel-. El guión lo escribirán Shakespeare y Cervantes. La música será de Mozart, y Miguel Ángel diseñará los escenarios. El productor será San Pedro. Sir Laurence Olivier será el principal actor, y la estrella femenina será Juanita Patané”. “¿Juanita Patané?” -se desconcertó el famoso director de cine-. No la recuerdo”. “Bueno -se turbó un poco el ángel-. San Pedro tiene esta amiguita, y tú ya sabes cómo son esas cosas”.
El adolescente le contó a su mamá: “En la escuela un compañero me llamó mariquita”. Preguntó la señora: “Y tú ¿qué hiciste?”. Responde el muchacho: “Le pegué con mi bolso”.
El odontólogo estaba en su consultorio haciéndole el amor a su linda asistente cuando sonó el teléfono. La que llamaba era la esposa del facultativo. Le dice éste: “En seguida iré a casa, mi vida. Nada más termino de llenar una cavidad y me voy”.
Aquella chica adolescente resultó un poquitito embarazada. Les explicó, llorosa, a sus papás: “La noche en que me embaracé mi novio y yo íbamos a ir al cine, pero la película era sólo para adultos, y entonces tuvimos que irnos a un motel”.
Un viajero miró a un niño sentado a la puerta de una choza miserable. El pequeño se veía sucio y descuidado. Se detuvo el viajero y le preguntó: “¿”Está tu mamá?”. Respondió el chamaquito: “No tengo mamá”. “¿Y tu papá?” -inquirió el viajero. Contestó el chiquillo: “Tampoco tengo papá”. Dijo el visitante: “Me apena saber que tu padre y tu madre murieron”. “No dije que murieron -aclaró el niño. Jamás tuve papá ni mamá”. Replicó el hombre: “Eso no es posible”. “Sí es posible -lo contradijo el niño-. Vino un tipo de la ciudad y le jugó una mala pasada a una tía mía”.
Meditaba un individuo: “Los sacerdotes católicos no se casan. ¿Cómo pueden entonces hablar del infierno con autoridad?”.
El escritor asistió a un funeral. En el acto del sepelio el agente de pompas fúnebres preguntó a los circunstantes si alguno quería hacer el elogio fúnebre del desaparecido. Ninguno se ofreció a hacerlo. Al ver eso se adelantó el escritor y dijo: “Si nadie quiere hablar del muerto permítanme entonces decir algunas palabras acerca de mi más reciente libro”.
El jefe caníbal y su hijo iban por la selva. De pronto vieron a una bellísima mujer que se estaba bañando en las cristalinas aguas de un riachuelo. Su cuerpo, de perfectas formas, ebúrneo, alabastrino, evocaba a las huríes y odaliscas de los jardines del Profeta. Sus senos, semejantes a anáglifos helénicos, invitaban a beber en ellos el dulce néctar del amor. Su cintura era cimbreante como palmera de un oasis; tenía grupa de potra arábiga, redondeada y firme; sus muslos prometían ocultos paraísos, y sus torneadas piernas. (Nota de la redacción: Con pena y todo nos vemos obligados a interrumpir la prolija descripción que nuestro amable colaborador hace del cuerpo de la joven exploradora blanca. Desgraciadamente el espacio de que disponemos no es mucho, y además nuestro editor en jefe está experimentando una conmoción que nos preocupa. En antiguos ejemplares de la revista Vea podrá el lector hallar descripciones como ésta). El hijo del jefe caníbal vio a la hermosa mujer, y se dispuso a dispararle con su arco. Su padre lo detuvo: “No dispares”. “¿Por qué? -preguntó molesto el hijo-. Tengo hambre”. Replicó el jefe: “Ésta la quiero para que viva conmigo. La llevaremos a la aldea y nos comeremos a tu madre”.
Decía Libidiano Pitonier: “Amo a mi prójimo, pero para practicar empiezo primero amando a su mujer”.
Los escoceses tienen fama de ser excesivamente ahorrativos. Dos de ellos se encontraron en la estación del tren. Le preguntó uno al otro: “¿A dónde vas?”. “A Glasgow -respondió el otro-, a pasar mi luna de miel”. El primero volvió la vista a todos lados. “¿Dónde está tu esposa?”. Respondió el escocés: “Ella ya ha estado en Glasgow”.
Los líderes sindicales estaban conversando. Dijo uno: “Deberíamos hacer una manifestación en contra de los empresarios”. “Tienes razón -contestó el otro-. Hay que protestar contra los capitalistas que explotan a los trabajadores y se aprovechan de ellos”. Propuso el primero: “Vayamos a mi oficina a organizar la marcha”. “Está bien -aceptó el otro líder-. Pero tendremos que ir en tu Ferrari, porque mi Porsche se lo llevó mi mujer -su Jaguar está en mantenimiento-, y el Lamborghini lo trae mi hijo”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, iba por un oscuro callejón cuando le salió al paso un joven y guapo delincuente. Esgrimiendo una navaja le dijo a la señorita Himenia: “Deme su dinero”. “Ah -suspiró ella entregándole su monedero-. Eres igual que todos los hombres: En lo único que piensan es en el dinero”.
Un sujeto le dijo a otro: “Eres tan bruto que estoy seguro de que ni siquiera sabes hacer bien el amor”. “¡Ah! -exclamó irritado el otro-. ¡Ya te vino con el chisme tu mujer!”.
La dueña del único prostíbulo que había en el pueblo hizo una importante contribución en dinero para la reconstrucción del templo parroquial. En la junta del comité de obras el buen padre Arsilio dudaba si aceptar o no ese donativo. De entre los feligreses surgió una voz: “Acéptelo, padrecito. A fin de cuentas es dinero aportado por todos nosotros”.
En una pequeña comunidad había una iglesia católica, un templo protestante y una sinagoga judía. Un visitante fue al servicio dominical en el templo protestante y lo vio poco concurrido. Al final le comentó al pastor: “Poca gente viene a la iglesia ¿verdad?”. “Sí -suspiró el reverendo-. Pero gracias a Dios el templo católico y la sinagoga están igual”. Un judío le dijo a un cristiano: “Nosotros les dimos a ustedes los diez mandamientos”. “Es cierto -admitió el cristiano-. Pero no nos podrán acusar de haberlos guardado”. Un individuo ponderó: “Para un judío comer carne de puerco es lo mismo que para un cristiano cometer adulterio. Yo he probado las dos cosas, y francamente no veo la comparación”.
Babalucas llegó a su casa en horas en que no se le esperaba. Fue a la alcoba, y en el revuelto lecho conyugal vio a su señora cubierta sólo por unas gotas de Chanel número 5 y en evidente estado de nerviosidad. Aindamáis escuchó ruidos extraños en el clóset. Preguntó: “¿Hay alguien ahí?”. Le respondió desde adentro una voz: “No”. Y dijo Babalucas, pensativo: “Qué raro. Juraría haber oído ruidos en el clóset”. (El marido que descubre que su mujer lo engaña no debe comunicar su pena a sus amigos. No sólo se reirán de él a sus espaldas, sino que alguno podrá aprovechar la información en su propio beneficio).
Doña Jodoncia se enfureció contra don Martiriano, su esposo, porque estaba viendo en la tele un concurso de belleza. Hecha una anfisbena empezó a perseguirlo esgrimiendo un enorme rodillo de cocina. El infeliz salió corriendo de la casa para salvarse de las iras de su tremenda consorte, pero ella continuó la persecución en la calle. Sucedió que cerca de ahí se había instalado un circo. El lacerado vio una jaula en la cual estaban un león, un tigre, una pantera, un leopardo, un puma y un jaguar. Don Martiriano prefirió correr el riesgo de estar en tan dura compañía que el peligro de hacer frente a la ignívoma cólera de su mujer, y apresuradamente se metió en la jaula de las fieras. Llegó doña Jodoncia y le gritó indignada: “¡Sal de ahí, cobarde!”.
Una mujer asesinó a su esposo mientras estaba dormido. Lo acribilló con flechas que disparó con su arco. Le preguntó el juez: “¿Por qué no usó usted una pistola?”. Respondió ella: “Me daba pena despertarlo”.
La esposa del señor que estaba en el hospital le preguntó a la enfermera: “Dígame sinceramente, señorita: Mi marido ¿tiene alguna oportunidad?”. “Ninguna -respondió en forma tajante la muchacha-. No es mi tipo”.
Un hombre y su mujer se vieron en el último extremo de la necesidad. El banco les iba a embargar su vivienda. Le dijo él a su esposa: “El único recurso que nos queda para salvar nuestro departamento es que ofrezcas tu cuerpo por dinero a quienes viven en el edificio”. “¿Cómo puedes proponerme eso? -clamó ella indignada-. ¡Soy una mujer casta y honesta! ¡Antes perdería la vida que el honor!”. “Si no haces lo que te digo -replicó el sujeto- nos veremos en la calle”. La esposa se resignó a la pérdida de su virtud, y fue puerta por puerta ofreciéndose a los hombres. No era de mal ver la señora, como lo prueba el hecho de que tras recorrer cinco pisos del edificio había reunido ya la cantidad necesaria para pagar la hipoteca del departamento. Su marido le dijo: “Mañana iremos al banco, y ya no tendrás que realizar esa degradante ocupación”. “¡Ah no! -protestó ella-. ¡Todavía me faltan otros cinco pisos!”.
Rondín #14
Cuarto de hotel. Noche de bodas. La flamante desposada salió del baño duchada, maquillada y vestida para la ocasión. Grande fue su sorpresa al ver a su maridito en la cama, sin ropas ya, entregado concienzudamente a cierta actividad manual. Antes de que ella, estupefacta, pudiera articular palabra, el recién casado se adelantó a explicar su insólita conducta: “Como tardabas en salir tuve que empezar yo solo”.
La novia de Babalucas le dijo: “Estoy viendo a otro hombre”. Respondió el badulaque: “Necesitas lentes. Soy yo”.
La acusada era joven y hermosa, de enhiesto tetamen, abundoso tafanario y bien torneadas piernas. El jurado lo formaban solamente hombres. El juez le preguntó a la indiciada: “¿Tiene usted algo qué decir a los señores del jurado?”. “No tengo nada qué decirles -respondió ella- pero si me absuelven tendré muchas cosas qué hacerles”.
Doña Holofernes, la esposa de don Poseidón, recibió en su casa a las socias del club de costura. Estaba sirviéndoles la merienda cuando se apareció de pronto el rudo granjero y les dijo a las invitadas: “Señoras: Si alguna de ustedes quiere orinar o defecar, el baño está al fondo a la derecha”. Todas se quedaron frías (algunas ya de por sí lo eran). “Caramba -se dirigió una a doña Holofernes-. Tu marido no debería decir eso en presencia de damas”. “¡Anda! -replicó ella-. ¡Y no sabes lo que batallé para conseguir que dijera ‘orinar’ y ‘defecar’!”.
Decía don Frustracio: “Yo podría tener una vida sexual normal, pero mi esposa me lo impide”.
La señora, consternada, le reprochó a la linda criadita: “¿Cómo que te vas, Famulina? ¡Siempre te he tratado como si fueras mi hermana!”. “Es cierto -reconoció la mucama -. Pero el señor me trata como si fuera usted su cuñada”.
Hay cosas mejores que el sexo. Hay cosas peores que el sexo. Pero no hay nada como el sexo.
“Por 1935 contraje en el Brasil una tremebunda urticaria. El padecimiento fue a dar a donde menos debía, o para decirlo con el romance viejo del rey Don Rodrigo, el que perdió a España por su desordenado amor a la Cava, yo también hubiera podido exclamar: ‘Ya me comen, ya me comen / por do más pecado había’. El miembro se me hinchó y creció como una trompa de elefante, y el picor, ardiente e insoportable, me causaba durante las noches un verdadero frenesí. Puse tristemente mi aparato en manos del facultativo. ‘Doctor -le dije-, quítele la comezón y déjele la dimensión”... ¿Por qué puse entre comillas ese relato picaresco? Porque no es mío. Es de un escritor que lo fechó el séptimo día del séptimo mes de 1957. Lo encontré en un raro libro llamado “Mitología del año que acaba.
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