Hoy 21 de marzo de 2017 ha comenzado la Primavera. Y aunque aún estamos en temporada de Cuaresma en preparación para la celebración de la Semana Mayor (Semana Santa) en México, se vale tratar de alegrar un poco el espíritu invocando algunos de los chistes que he podido ir coleccionando del notable humorista y tocayo mío Armando Fuentes Aguirre mejor conocido como Catón. Nada mejor que un poco de buen humor para poder enfrentar los retos que trae consigo este año, empezando con la desagradable presencia en la Casa Blanca en Washington de uno de los presidentes más xenófobos y antimexicanos que hayan tenido en los Estados Unidos.
Como en las anteriores entradas en las cuales he puesto algunos de los chistes de Catón, los chistes dados a continuación están agrupados en rondines de veinte en veinte, esto con el objeto de que en caso de que el lector ordinario no tenga el tiempo o la paciencia de leer todos los chistes en una sola sesión ante la computadora, lo pueda hacer posteriormente regresando al lugar en donde quedó pendiente la lectura recordando el rondín de chistes en el cual se quedó.
Sin mayores preámbulos, he aquí los rondines de chistes de Catón que espero sean del agrado y gusto de quienes son los admiradores de tan notable humorista:
Rondín # 1
Llegó un visitante a la casa del pequeño. “Dime, buen niño —inquirió—. ¿Está tu papá?”. “No está —respondió el chiquitín—. No ha venido desde que mi mamá sorprendió a Santa Claus en el cuarto de la muchacha”.
En este espacio ha aparecido “El Cuento más Pelado del Universo”. Ha salido también “El Cuento más Inverosímil del Universo”. Pero jamás había sido publicado aquí “El Cuento más Pelado y más Inverosímil del Universo”. ¡Hoy daré a los tórculos esa vitanda narración! Léanla mis cuatro lectores bajo su estricta responsabilidad. Y ahora he aquí “El Cuento más Pelado y Más Inverosímil del Universo”. Las personas cuyas acciones tienen por norma la moral, y quienes rigen su pensamiento por la lógica, deben abstenerse de leer ese relato... Libidio Pitonier era un hombre entregado a la molicie de la carne. La lujuria era su mayor pecado; el erotismo su más grande placer. Buscaba por doquiera –y además en todas partes– los goces de libídine; hacía de la lubricidad un arte y una ciencia. “Soy hombre –solía decir– y nada de lo humano me es ajeno”. ¡Ah, cuán torpe uso hacía de esa clásica frase que se refiere a las eternas cosas del espíritu, no a las deleznables y frívolas cuestiones anejas a lo material! Cierto día Libidio escuchó hablar de una sexoservidora singular. No había otra como ella, le dijeron, en todos los confines de la tierra. Aquella daifa era enorme, le informaron; era la mujer más corpulenta del planeta; una giganta de dimensiones colosales cuyas medidas excedían toda proporción. Pensó Libidio que ejercitar sus artes amatorias en una mujer de esas características añadiría un dato más a su currículo, de modo que hizo el viaje hasta la lejana ciudad donde le habían dicho que aquella torosa fémina ejercía su oficio. Buscó la casa en la cual tenía el centro de su actividad y preguntó por ella. La madama del establecimiento le informó que los servicios de esa mujer estaban sujetos a una tarifa extraordinaria, y le hizo saber el costo. Era alto el precio, pero Libidio jamás contaba el dinero cuando se trataba de satisfacer su voluptuosidad. Así, pagó con gusto, y por adelantado, la cuota designada. Un ujier lo condujo entonces a la habitación de la giganta. Al verla quedó Libidio atónito y anonadado. Sobre una enorme cama de metal reforzada con fuertes barras de resistente acero yacía la mujer más inmensa que la imaginación humana puede concebir. Aquella hetaira era una mole; sus carnes se extendían como una masa informe hasta desbordar el lecho, y se alzaban igual que una montaña. Le dijo Libidio: “La visión de tu abundancia corporal me azora y sobrecoge, pero eso mismo suscita y estimula mi libido. Todo lo extraño me seduce; me intriga lo fantástico; de modo que será doble mi gozo, pues si lo hacemos con la luz encendida encontrarán satisfacción al mismo tiempo mis ojos y mis manos”. Empezó, pues, el sujeto a consumar con iluminación eléctrica su singular empresa con la maturranga. A la mitad de la acción, empero, le pidió: “¿Qué te parece si mejor lo hacemos con la luz apagada?”. “¿Qué dices? –respondió con tono gutural la perendeca–. ¿No dijiste que querías contemplarme mientras hacemos esto?”. “Eso dije –admitió Libidio–. Pero resulta que al subirme a ti quedé tan alto que el foco del techo me está quemando el funifáis”.
Simpliciano le dijo a Pirulina: “Ya tenemos un año de casados. Puedes decirme entonces sin repulgos cuántos hombres ha habido en tu vida”. “Déjame ver –respondió ella, pensativa–. Primero fue Raymundo. Luego Eduardo. En seguida Bernardino. Luego llegaste tú. Y después de ti vinieron Pedro, Antonio, Juan, Francisco, Jaime, Luis…”.
Murió el tío Moneto, solterón empedernido. Sus interesados sobrinos acudieron a escuchar la lectura que el notario iba a hacer de su testamento. Leyó el fedatario lo que don Moneto le dictó: “Hago este testamento en plena posesión de mis facultades físicas y mentales. Lo prueba el hecho de que hace un año vendí la totalidad de mis bienes y en estos meses me gasté todo el dinero en viajes, vino, comidas y mujeres”.
Picio era un hombre superlativamente feo. Lo fue desde que nació, tanto que la cigüeña no lo trajo: lo mandó por servicio de paquetería. Hace unos días fue al zoológico. Lo vio el orangután y le dijo: “Recomiéndame a tu abogado, a ver si me saca a mí también”.
Con motivo de las fiestas alguien le regaló una corbata a Babalucas. El tonto roque fue a la tienda a devolverla. “¿No le gustó?” –le preguntó el vendedor. “Sí me gustó –respondió el badulaque–. Pero me aprieta mucho.
Tres señoras de edad madura estaban conversando. Dijo una: “Mi hijo produce café. Tiene cafetales”. Comentó la segunda: “Mi hijo produce cocos. Tiene cocotales”. Doña Pasita declaró: “Mi hijo produce congas”. “¿Congas? –preguntó una sin entender–. ¿Qué es eso?”. “No sé –respondió la cándida ancianita–. Pero me dicen que tiene congales”.
La relación sexual con mi marido —declaró doña Paciana en la merienda de los jueves— es como la Navidad”. “¿Amorosa y cálida?” —preguntó una de las señoras. “No —precisó doña Paciana-. Una vez al año”.
Babalucas era mesero en “El optimismo de Leopardi”, conocido restorán. Cierto día un cliente le reclamó: “En mi sopa hay varias monedas de 10, 20 y 50 centavos”. Replicó el badulaque: “Usted me dijo ayer que no regresaría aquí a menos que viera cambio en la comida”.
Don Chinguetas es muy conservador. No le gusta que las mujeres usen pantalones. Opina: “Con pantalón unas se ven masculinas y otras se ven masculonas”.
El niñito le preguntó a su padre: “¿Eres astronauta?”. “No, hijito —respondió el señor, halagado—. ¿Por qué piensas que soy astronauta?”. Explicó el pequeñín: “Porque oí a mi mamá que le dijo al vecino del 14: ‘No te preocupes. Mi esposo no se da cuenta de nada. Siempre anda en la Luna’”.
Don Cornulio le dijo a su mujer, doña Facilda: “Sé que todos los días a las 11 en punto llega aquí un hombre con el que tienes trato adulterino”. “Estás equivocado –negó doña Facilda-. No siempre es tan puntual”.
Arodisio Pitongo, hombre concupiscente, le pidió a Dulciflor, muchacha ingenua, que le hiciera dación de sus más íntimas reconditeces. Ella protestó, ofendida: “¡Soy una dama!”. “Precisamente –razonó Pitongo–. No se las iba a pedir a un caballero”.
El Padre Arsilio le dijo al curita joven: “Hijo: no me opongo a la modernidad. Te permití traer a esa banda que canta los himnos a ritmo de rock y con guitarra eléctrica. No me opuse a que designaras ministras de la eucaristía a esas guapas chicas que dan la comunión en minifalda, según tú para aumentar el número de comulgantes. Lo que ya se pasó de la raya es que le hayas cambiado el nombre a la parroquia, y en vez de Iglesia de Jesús, como se ha llamado siempre, le hayas puesto ese cartel que dice: Chucho’s Place”.
Un muchacho le comentó a su amigo: “Mi novia y yo discutimos sobre todas las cosas. Discutimos sobre religión, sobre deportes, sobre cine… Sólo hay una cosa sobre la cual no discutimos”. “¿Cuál es?” –preguntó el amigo. Respondió el otro: “El colchón”.
El doctor Ken Hosanna le dijo al ansioso señor de edad madura: “Lo siento mucho, don Blandicio. La pomada, como se indica en las especificaciones, sólo sirve para levantar el busto femenino”.
Doña Macalota les contó muy sentida a sus amigas: “Chinguetas, mi marido, le dijo ‘vieja bruja’ a mi mamá”. “¡Infame! –exclamó una con enojo–. Y ¿cómo reaccionó tu mamacita?”. Respondió doña Macalota: “Lo convirtió en sapo”.
Astatrasio Garrajarra, ebrio consuetudinario, andaba en estado credo, es decir entre crudo y pe… Lo vio un gendarme y fue hacia él. Le dijo Garrajarra, tartajoso: “Señor pocilía: me carraron el robo”. El jenízaro alcanzó a entender que al temulento le habían robado el carro. Continuó el beodo: “Tenía puesta la llave en él, y de pronto me encontré con la llave afuera y sin el carro”. Le indicó el gendarme: “Lo acompañaré a que presente la denuncia. Pero primero abróchese la bragueta. La trae abierta y se le ve todo”. “¡Santo Cielo! –exclamó desolado Garrajarra al tiempo que se veía la entrepierna–. ¡También me robaron a mi novia!”.
El doctor Ken Hosanna revisó a Tetonina Grandnalguier, joven mujer de magnificentes atributos corporales lo mismo en el norte que en el sur. Al terminar el examen le dijo: “Está usted muy bien. Son mil pesos”. “¿Cómo? –protestó Tetonina–. ¿Me cobra usted mil pesos por decirme lo mismo que los hombres me dicen gratis en la calle?”.
Babalucas le regaló a su hijo un martillo con motivo de la Navidad. “¿Por qué una martillo?” –le preguntó su esposa. Explicó el pavitonto: “Me dijo que quería un rompecabezas”.
Rondín # 2
Simpliciano, boquirrubio sin ciencia de la vida, tuvo trato de erotismo con Pirulina, muchacha sabidora. En pleno trance le preguntó, anheloso: “¿Te está gustando cómo lo hago?”. “Mira –respondió Pirulina–. Si esto estuviera en la televisión yo ya habría cambiado de canal”.
Don Paciano tenía tres hijas. La primera se llamaba María de la Paz, la segunda Rosa de la Paz y la tercera Reina de la Paz. Un amigo le preguntó: “¿Por qué les pusiste Paz a tus tres hijas?”. Explicó don Paciano: “Son trillizas. Una noche mi esposa y yo discutimos por cosas baladíes. Nos fuimos a la cama sin hablarnos. Pero la cercanía de cuerpos nos llevó a olvidar la discusión. Y entonces hicimos las paces”.
Hurgando en un cajón Pepito encontró un traje de Santa Claus. Fue con su papá y le dijo con voz grave: “Lo sé todo”. “¡Shhhhh! —le impuso silencio el señor, lleno de alarma—. ¡Toma estos 100 pesos y no le digas nada a tu mamá!”. Pepito, desconcertado, fue con su madre. “Lo sé todo” —le dijo, solemne. “¡Calla! —se asustó la señora—. ¡Que no te oiga tu padre! ¡Toma estos 100 pesos y no le digas nada!”. Sin entender lo que pasaba, pero ansioso por compartir con alguien su secreto, fue Pepito con el vecino de al lado y le dijo: “Lo sé todo”. Los ojos del vecino se llenaron de lágrimas. Conmovido abrazó a Pepito y le dijo lleno de emoción: “¡Hijo mío!”.
En la tienda de departamentos la niñita se subió a las rodillas de Santa Claus. Le preguntó con dulce voz: “¿A que no sabes qué tengo?”. El hombre contestó lleno de ternura: “¿Zapatitos nuevos?”. “No”. “¿Una linda muñeca?”. “No”. “¿Un perrito?”. “No”. “Entonces no sé —se rindió el Santa Claus—. Dime: ¿qué tienes?’’. Respondió con una gran sonrisa la niñita: “Sarampión”.
En el coro cantaba Babalucas a voz en cuello: “¡León, león!”. Le indicó el que estaba a su lado: “Tienes la partitura al revés. Es ‘Noel, Noel’”.
La reno hembra le dijo a Rudolph, el Reno de la Nariz Roja: “Así con la luz encendida, no”.
Dicen que cuando Trump era niño se le sentaba en el regazo a Santa Claus y le preguntaba: “OK, panzón. ¿Qué quieres?”.
El sheik del petróleo y su mujer fueron a una galería de arte en Nueva York y compraron todos los cuadros que había de Van Gogh, Renoir, Monet, Picasso, Miró y Gris. “Muy bien —le dijo el sheik a su esposa—. Ya tenemos las tarjetas de Navidad. Ahora compremos los regalos”.
Rosilita, el equivalente femenino de Pepito, le pidió al Santa Claus de la tienda: “Quiero un iPhone, una muñeca; un telefonito; una pelota; un triciclo; un vestido; una caja de chocolates y un trineo”. Preguntó Santa: “¿Te has portado bien, niñita?” —preguntó Santa Claus—. Contestó Rosilita: “Mira: tráeme nada más el iPhone, pero no hagas preguntas”.
En la tienda el individuo pidió que le envolvieran un sugestivo juego de ropa íntima femenina. “A su esposa le va a encantar” —le dijo la chica de la tienda—. Después de una pausa dijo el tipo: “Tiene usted razón. Deme otro igual”.
Con voz triste la adolescente les anunció a sus padres: “Ya no soy virgen”. “¡¿Queeeeé?!” —se espantaron ellos. “Sí —confirma la chiquilla—. Ahora seré el ángel en la pastorela del colegio”.
El Padre Arsilio estaba urgido de dinero para arreglar la bóveda del templo, que dejaba entrar el agua en época de lluvia. Por consejo de su sacristán Cerúleo dijo en el sermón dominical: “Sé que hay entre ustedes un hombre que tiene relación adulterina con una mujer del pueblo. Si el próximo domingo el pecador no deja un sobre con 10 mil pesos en la caja de las limosnas proclamaré su nombre a los cuatro vientos”. El domingo siguiente el buen sacerdote halló en la caja 50 sobres con 10 mil pesos, y uno con 5 mil y un recado que decía: ‘Por favor, señor cura: espéreme, y el próximo domingo le traeré los otros 5 mil”.
Empédocles Etílez, ebrio con su itinerario, le dijo por el celular con tartajosa voz a su mujer: “No me esperes, viejita. Estoy en una fiesta de 15 años, y todavía no se completa ni el primero”.
Don Frustracio, el esposo de doña Frigidia, afirmaba que había encontrado ya la diferencia entre su esposa y un jugador de ajedrez. Decía: “De vez en cuando el jugador de ajedrez hace un movimiento”.
Ms. Mo Bydick, robusta dama, fue a que la examinara un especialista en nutrición. Le preguntó con inquietud: “¿Cómo me ve, doctor?”. “Es fácil verla” –respondió el facultativo. Inquirió Ms. Bo: “¿Estoy excedida de peso?”. Sin responder a la cuestión le pidió el médico: “A ver, abra la boca y diga ‘Mú’”.
Sor Dina, la anciana madre superiora, iba con sor Bette, joven novicia, por un oscuro callejón. Les salió al paso un individuo y sació en sor Bette sus rijosos instintos de carnal libídine, su lujuriosa sensualidad, lúbrica pasión concupiscente, erótico apetito venéreo, lasciva incontinencia impúdica y obscena salacidad intemperante. Al hacer eso el ruin sujeto incurrió en raptus (violentia facta personae, libidinis explendae causa) y sacrilegium carnale (violatio personae, rei locive sacri per actum venereum). Ya en el convento sor Dina les contó a las demás monjitas lo que a sor Bette le había sucedido. “Llamen a un médico” –les pidió con angustia. Sugirió una de las hermanas: “Que sea cirujano plástico. Primero hay que quitarle esa sonrisa”.
El explorador y la exploradora se hallaban en su casa de la selva entregados a gratos deliquios de amor cuando se percataron con sorpresa de que a través de las ventanas eran observados por una docena de nativos. “¡Largo de aquí! –grita enojado el explorador–. ¡Retírense inmediatamente!”. “Pero, bwana –razonó el jefe de los negros–. La única posición que conocemos es la del misionero, y estamos aprendiendo mucho”.
Pigricio Galbano, hombre perezoso, se la pasaba durmiendo todo el tiempo. Parecía diputado. Un día su esposa le dijo con disgusto: “¿Por qué no te pones a trabajar? Trabajo sobra”. “¡Ah, no! –se ofendió el zángano poltrón–. ¡Yo no acepto sobras de nadie!”.
La reina Fridonia se casó con el príncipe Pitorro. La noche de las bodas, él le hizo una demostración de amor digna de una página de Casanova. Tras de gozar aquellos epitalámicos deliquios la soberana quedó extática, arrobada, suspendida, transportada. Salió de su arrebato y le preguntó con feble voz a su flamante esposo: “Dime, Pito: ¿el pueblo también disfruta de esto?”. “Sí, mi amor –respondió el príncipe sonriendo–. Y aun creo que lo hace con más frecuencia e intensidad que nosotros los nobles. “¡Carajo! –prorrumpió la reina con interjección muy poco real–. ¡Y luego se queja el populacho de que todo lo bueno lo tenemos nada más los aristócratas!”.
Ésta es la historia del pájaro carpintero que un día voló lejos de su nido. Voló, voló, voló, y finalmente se posó en un poste. Le dio un picotazo, como hacen los pájaros carpinteros. Por coincidencia en ese preciso instante cayó un rayo y partió en dos al poste. “¡Caramba! –exclamó lleno de admiración el pajarraco–. Nomás te alejas de tu casa ¡y qué duro se te pone el pico!”.
Rondín # 3
Eglogio, robusto mocetón labriego, casó con muchacha citadina. Al regreso de la luna de miel un amigo del toroso joven le preguntó cómo le había ido. Respondió él, intrigado: “Susiflor es muy rara. Cuando me vio sin ropa, ladró”. “¿Cómo que ladró?” –se sorprendió el amigo. “Sí –respondió Eglogio–. Hizo: ‘¡Guau!’”.
El galancete trató de tomarse ciertas libertades con su chica. “¿Qué haces, Libidiano?” –se molestó ella. “Perdona, Dulcibel –respondió el cachondo galancete–. Como te pusiste pupilentes verdes pensé que era una señal de siga”.
El barco atracó en una isla desierta y el capitán encontró ahí a unos náufragos, un muchacho y una muchacha que estaban al pie de una palmera en cuyo tronco había 10 marcas hechas con navaja. “¡Dios santo! –exclamó el capitán, compadecido–. ¿Ya tienen aquí 10 meses?”. Aclaró la muchacha, algo apenada: “Las marcas no se refieren al tiempo, capitán. Llegamos apenas ayer”.
Astatrasio y Empédocles andaban de parranda. De pronto se dieron cuenta de que eran ya las 3 de la mañana. “¡Uta! –se preocupó Astatrasio–. ¡Cuando llegue a la casa mi señora me va a poner el reloj en la cara!”. “¡Bah! –se burló Empédocles–. ¡Entonces a mí me va a poner el calendario!”.
Cierto investigador hacía una encuesta sobre la frecuencia de las relaciones entre los casados. Le dijo al joven esposo: “No entiendo. Usted puso en su respuesta que hace el amor con su señora una vez a la semana. Ella, en cambio, respondió que lo hace seis veces por semana”. “Y es cierto –dijo ella–. Pero eso será nada más hasta que acabe de pagar mi coche”.
Don Hoganio dedicaba todas las mañanas de los sábados a jugar golf. Ordinariamente regresaba a su casa a las 2 de la tarde, pero en esa ocasión volvió a las 8 de la noche. “¿Por qué llegas a esta hora?” –le reclamó su esposa. Respondió él: “No te ocultaré la verdad. Ya venía de regreso cuando miré a una atractiva mujer que estaba cambiando una llanta de su automóvil. Me detuve a ayudarla; ella me invitó a tomar una copa en su departamento, y terminamos en la cama. Te juro que no lo volveré a hacer”. “¡Eres un mentiroso! –rebufó la señora–. Seguramente jugaste hoy 36 hoyos”.
La secretaria de la empresa maquiladora le dijo a su compañera: “Me da pena que siempre se me olvida el nombre del nuevo gerente y tengo que apuntarlo: mister Tracer”. “Haz lo que yo –le aconsejó la otra con picardía–. Me acuerdo del trasero, y nada más le quito la o”. Poco después entró el gerente. Lo saludó alegremente la muchacha: “Good morning, mister Cul!”.
¡Hoy! ¡Sí, hoy viene aquí “El Chiste más Pelado del Año”! Es uno de los cuatro que aparecen al final de esta columnejilla. ¿Cuál de los cuatro es? Yo no lo sé. Mis cuatro lectores lo dirán, pero los cuatro merecen ese calificativo por su extremada sicalipsis. Y ahora he aquí los cuatro vitandos cuentecillos que anuncié ut supra, o sea arriba. Cualquiera de ellos puede merecer el dudoso honor de ser llamado “El Chiste más Pelado del Año”. Escójanlo mis cuatro lectores. A las personas pudibundas, de virtud estricta, con tiquismiquis o requilorios de moral, les pido de la manera más atenta que se abstengan de leer esos relatos, pues son propios de bigardos y llevan un alto contenido de picardía, lo cual los hace impropios para personas de criterio estricto. Quienes los lean lo harán bajo su riesgo. Una vez leídos no se admitirán reclamaciones… Chiste número 1… Firulito, joven adamado y de atiplada voz, participó en un programa de preguntas y respuestas en la televisión. Le pidió el conductor: “Diga usted cuál es el dulce típico de la bella ciudad de Linares, Nuevo León”. Dudó el concursante, y luego respondió: “El camote”. Dijo el locutor: “Es la gloria”. Y exclamó Firulito vivamente: “¿Verdad que sí?”… Chiste número 2… Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajarra no sólo eran amigos de parranda: también eran compadres. Cierto día, aprovechando que su esposa y sus hijos habían salido de vacaciones, Empédocles invitó a su contlapache a que lo visitara en su casa. Cuando llegó Astatrasio el anfitrión lo condujo al comedor y puso con energía sobre la mesa una botella de licor al tiempo que anunció, imperativo: “Nos la vamos a chupar, compadre”. Preguntó tímidamente Garrajarra: “¿Y la botella para qué es, compadre? ¿Para darnos valor?”… Chiste número 3… En la clase de aritmética el maestro enseñaba a los niños a dividir. “A ver, Pepito –preguntó–. ¿69 entre 3?”. Respondió con rapidez Pepito: “No se puede, profesor”… Chiste número 4… Susiflor y Rosibel se casaron por las mismas fechas. Con sus respectivos novios, desde luego. La aclaración es pertinente porque con eso del matrimonio igualitario ya no se sabe. Regresaron de la luna de miel y se encontraron en el aeropuerto. Después de saludarse y charlar brevemente quedaron de verse luego para comentar sus experiencias. Le pidió Rosibel a Susiflor: “Llámame”. Respondió Susiflor bajando la voz: “Yo también”.
“Esta noche habrá una orgía en mi departamento. Ven y trae a tu esposa”. Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo esa singular invitación a su vecino. El hombre, lejos de escandalizarse, preguntó con interés: “¿Cuántos seremos?”. Con laconismo respondió Afrodisio: “Tres”.
Eglogio, mozo campirano, casó con Bucolina, hija mayor del matrimonio formado por doña Holofernes y don Poseidón, granjero acomodado. Las nupcias de los jóvenes, al decir de la chismorrería local, tuvieron que ser adelantadas, pues el muchacho había puesto a Bucolina en situación de dulce espera. No habían pasado tres meses del casorio cuando Eglogio dio pábulo otra vez al chismoteo: un buen día se presentó ante el juez y le pidió que lo divorciara de su esposa. Don Ulpiano –así se llamaba el juzgador– le preguntó en cuál de las causales de divorcio enunciadas por el Código Civil fincaba su demanda. Adujo el pretensor: “El padre de mi esposa me engañó”. Don Ulpiano quedó en suspenso. Jamás había oído un alegato así. Le preguntó al muchacho: “¿En qué consistió ese engaño?”. Respondió Eglogio: “El rifle con que me estuvo apuntando durante el casamiento no tenía balas”.
Uglicia, me da pena decirlo, era muy fea, tan fea que quebraba un espejo a 15 metros de distancia. A pesar de la mala jugada que natura le hizo, halló marido en la persona de un tal Picio, que en eso de la fealdad no le iba a la zaga. Toda mujer, por poco agraciada que sea, tiene algo que la favorece, ya oculto, ya visible. En cambio, un hombre feo lo es sin atenuantes. Picio fue de cacería, e invitó a su esposa Uglicia a acompañarlo. Una mañana salieron los dos en busca de un venado. A la caída de la tarde regresó Picio al campamento cargando sobre sus hombros un hermoso ejemplar de cola blanca. Otro cazador le preguntó. “¿Y tu esposa?”. Respondió Picio: “Cayó privada de sentido por el cansancio y el calor. Allá quedó, en el monte”. “¡Válgame San Huberto! –exclamó el émulo del santo patrono de los cazadores–. ¿Por qué cargaste el venado en vez de traer a tu esposa?”. Explicó Picio: “A ella nadie se la va a robar”.
Don Promisio, político de pueblo, hacía campaña para la diputación local. Dijo a la concurrencia de uno de sus mítines: “En este distrito hay 16 burdeles, prostíbulos, congales, mancebías, lupanares, manflas o casas de asignación. Yo no he ido a uno solo de esos lugares”. Preguntó un individuo: “¿A cuál de ellos no ha ido?”.
Noche de bodas. La novia y su feliz esposo estaban entregados a los gratos meneos de himeneo cuando se abrió de pronto la ventana de la habitación y asomó la cabeza un individuo que le preguntó con aflicción a la muchacha: “¿Significa esto, Dulcibella, que todo ha terminado entre tú y yo?”
Un tipo cogió por las solapas a otro y le gritó en la cara hecho una furia: “¡Eres un canalla, un maldito, un desgraciado, un infeliz! ¡Me quitaste a mi esposa!”. “Es cierto –admitió el otro–. Pero también te quité a tu suegra”. “Bueno –ponderó el tipo al tiempo que sosegaba su ira y le arreglaba las solapas al otro–. Vistas las cosas desde ese ángulo…”.
“Voy a hacerte la mujer más feliz del mundo”. Eso le dijo don Chinguetas a su esposa Macalota al tiempo que en la alcoba dejaba caer la bata que lo cubría. “Te lo agradezco mucho –replicó ella–. Y te extrañaré bastante ahora que te vayas”.
Pepito le preguntó a su padre: “¿Qué diferencia hay entre ‘confianza’ y ‘confidencia’?”. “Te lo diré –ofreció el señor–. Si aseguro: ‘Pepito es mi hijo’, eso es confianza. Si digo: ‘El bebé de mi secretaria es mi hijo’, eso es confidencia”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Hace algunos años estaba de turista en Pompeya, y el Vesubio hizo erupción. La cercana presencia de doña Frigidia motivó que en esa ocasión el volcán no arrojara lava, sino cubitos de hielo. Pues bien: don Frustracio, su marido, les comentó hoy, orgulloso, a sus amigos: “Anoche logré por fin que mi esposa sintiera algo en el curso del acto del amor”. Preguntó uno: “¿Cómo supiste que sintió algo?”. Explicó don Frustracio: “Por un momento dejó de limarse las uñas”.
Guinivére es el nombre de la hija mayor de doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, y de su esposo don Sinople. Les dijo la muchacha: “¿Verdad que el honor y la virtud de las mujeres de nuestra familia han pasado de generación en generación?”. “Así es, hija mía” –confirmó, solemne, don Sinople. Declaró entonces Guinivére: “Pues conmigo anoche se interrumpió la pasadera”.
Después de muchos días de viaje un vendedor acertó a hallarse en cierto pequeño pueblo. Tras instalarse en el único hotel que había en el lugar fue a una cantina –la única también– y pidió un whisky doble, y en seguida otro, y un tercero luego. Tales libaciones, con la prolongada abstinencia, hicieron que se despertaran en él ciertos impulsos que lo llevaron a preguntar al cantinero: “Dígame: ¿hay aquí mujeres públicas?”. “Bastantes –respondió el sujeto–. Pero todas se niegan a reconocerlo”.
Pitoncio se inscribió en un club nudista. El primer día que estuvo ahí la vista de las esculturales féminas desnudas le produjo una tumefacción en la entrepierna que lo apenó bastante. Para no dar a ver su excitación se sentó en una banca y se puso un periódico frente a la erecta parte. Pasó por ahí un matrimonio anciano. La viejecita observó aquello y le dijo a su esposo llena de admiración: “¡Mira! ¡La tuya nunca aprendió a leer!”.
Rondín # 4
Don Poseidón, labriego acomodado, anunció en el pueblo: “Voy a ir a la ciudad a consultar al ojista”. Alguien lo corrigió: “Querrá usted decir al oculista”. “No —replicó el viejo—. De ahí ando bien”. El caso es que estando en la ciudad don Poseidón recibió una llamada telefónica del administrador de su granja, que le informó: “Anoche el río se salió de madre y se inundó la granja”. “¡Santo Dios! —se afligió don Poseidón-. ¡Qué desgracia!”. Prosiguió el mayordomo: “Todos los animales perecieron: caballos, borregos, vacas. No quedó vivo ninguno”. “¡Ánimas benditas!” —sollozó el labriego—. ¡Qué gran desdicha!”. Continuó el otro: “Se arruinaron las cosechas. Este año no tendremos frijol, maíz ni trigo”. “¡Mano poderosa! —gimió don Poseidón—. ¡Calamidad más grande no es dable imaginar!”. Remató el administrador. “Se cayeron la bodega, el granero y el galpón. Sólo su casa quedó en pie”. “¡Cielo santo! —clamó, gemebundo, el lacerado—. ¡Soy el hombre más infeliz del mundo!”. Tras decir eso le preguntó don Poseidón a su administrador: “Pero dime: ¿cómo le fue con la inundación a mi compadre Rodoberto?”. Respondió el otro: “A él le fue aún peor. Tuvo las mismas pérdidas que usted, pero a él sí se le cayó la casa. No le quedó absolutamente nada”. Al oír eso don Poseidón suspiró y dijo con acento resignado: “Bueno, después de todo la cosa no estuvo tan mal”.
Una joven esposa dio a luz quíntuples. El padre Arsilio felicitó a su esposo: “Veo, hijo mío, que Nuestro Señor te sonrió”. “¿Me sonrió? –replicó el muchacho, mohíno-. ¡Se echó una carcajada, padre!”.
El reverendo Rocko Fages, pastor de la iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus afiliados cumplir solamente cinco de los 10 Mandamientos, a escoger-, leyó en su sermón un texto del Antiguo Testamento: “Tomó Noé una esposa…”. Dio vuelta a la página, pero ésta se pegó con otra, la que hablaba ya del arca. Siguió leyendo el reverendo: “Medía 300 codos de longitud, 50 de ancho y 30 de altura”. Interrumpió la lectura el pastor y dijo a sus feligreses: “Hermanos: las medidas de la señora nos pueden parecer exageradas, pero las aceptaremos por la fe que debemos tener en las Sagradas Escrituras”.
Pepito recibió un juego de química como regalo de Navidad. Su abuelo, de visita en la casa, observó que el niño clavaba algo en la pared con un martillo. Le preguntó: “¿Por qué pones ahí ese clavo?”. “No es clavo, abuelito —le informó el chiquillo—. Es un cordón. Pero lo metí en una agüita que hice con mi estuche de química, y el cordel se puso tan duro como si estuviera hecho de metal”. Dijo el abuelo, ansioso: “Préstame esa agüita, hijo. Hoy en la noche haré un experimento con ella, y si resulta te aseguro que seremos millonarios”.
Doña Jodoncia fue atropellada por un raudo automóvil cuyo conductor ni siquiera detuvo su veloz carrera después del atropellamiento. Un oficial de tránsito le preguntó a la mujer: “¿Pudo usted a ver la placa del vehículo?”. “No, –contestó doña Jodoncia, rencorosa–. Pero en cualquier parte reconocería las carcajadas de mi yerno”.
Don Calvino, predicador, tenía una hija de notables atributos anatómicos. La chica fue a estudiar a otra ciudad, pero bien pronto abandonó los estudios, pues sintió otra vocación muy diferente. Poco después, dos señoras pertenecientes a la iglesia de don Calvino hablaban acerca de la chica. Comentó una: “El pastor está en un grave dilema”. “¿Por qué?” –preguntó la otra. Explicó la primera: “Su hija triunfó como bailarina de burlesque. Es la máxima estrella en ese tipo de espectáculos; gana mucho dinero; aparece en periódicos y revistas. Y don Calvino está en un dilema: no sabe si avergonzarse de su hija o sentirse orgulloso de ella”.
En una fiesta un tipo le dijo a otro: “Aquella chica es muy entrona y muy salidora”. “¡Oiga usted! –protestó el otro–. ¡Es mi hermana!”. “Bueno –aclaró el primero–. Digo que es muy entrona y muy salidora porque le gusta mucho el entra y sale, entra y sale”.
El taxista iba manejando con velocidad y sin tomar precauciones entre el intenso tráfico de la ciudad. Le dijo su asustado pasajero: “Por favor, tenga cuidado. Soy padre de 15 hijos”. Replicó el taxista: “Es usted padre de 15 hijos ¿y me pide a mí que tenga cuidado?”.
La mamá de Pepito le repasaba la lección de Geografía. “¿Cuál es la capital de Coahuila?”. Pepito no supo. “Es Saltillo –le dijo la señora–. Y por no haberlo sabido no te daré sal hoy en la noche”. Le preguntó en seguida: “¿Cuál es la capital de Aguascalientes?”. Tampoco pudo contestar Pepito. “Es Aguascalientes –lo ilustró la mamá–. Y por no haberlo sabido no te daré agua hoy en la noche”. En eso el papá de Pepito le pidió a su esposa: “Hazme a mí una pregunta”. Propuso la señora: “¿Cuál es la capital de Sinaloa?”. El hombre no pudo contestar. Después de consultar su libro, Pepito le dijo a su mamá: “¿Le das tú la mala noticia o se la doy yo?”.
En su último día de servicio, un soldado halló una mina explosiva dejada por el enemigo. La desactivó cuidadosamente y luego le pidió a su capitán permiso para llevarse el artefacto a su casa. El superior se asombró: “¿Para qué demonios quieres una mina en tu casa?”. Explicó el soldado: “Tengo ciertas sospechas, mi capitán. Al llegar a mi casa activaré la mina y la pondré en la puerta de atrás. Luego entraré por la del frente y gritaré: ‘¡Ya llegué, mi amor!’. Luego me sentaré a oír la explosión”.
Capronio se iba a casar. Le preguntó un amigo: “¿Dónde vas a pasar tu luna de miel?”. Respondió él: “En Camagüey”. Inquirió el otro: “¿En Camagüey, Cuba?”. Precisó Capronio: “No. En cama, güey”.
He aquí la triste historia del sujeto que vivía en la Ciudad de México y se parecía mucho al Papa. “Ésa es mi cruz” –decía con tristeza. “¿Por qué? –quiso saber uno–. ¿Se te agolpa la gente cuando te ve? ¿Te siguen los transeúntes en la calle?”. “No –respondía el infeliz–. Pero cuando en un restorán voy al baño, el tipo que está al lado voltea a verme y exclama: ‘¡El Papa!’. ¡Y siempre traigo mojado un lado del pantalón!”.
En lo más profundo de la selva africana, donde la mano del hombre jamás había puesto el pie, un misionero fue apresado por nativos. Le informó el jefe de la tribu: “Somos vegetarianos”. “¡Vegetarianos! –prorrumpió, feliz, el misionero–. ¡Estoy salvado! ¡Pensé que eran antropófagos!”. Prosiguió impertérrito el salvaje: “Somos antropófagos vegetarianos: sólo te vamos a comer la planta de los pies, la palma de las manos, la manzana de Adán y la flora intestinal”.
Afrodisio, galán rijoso proclive a la salacidad, le pidió a Rosilí que le hiciera ofrenda de la prístina gala de su doncellez. Ella tenía guardada esa presea sin mácula para el hombre que la desposara en el altar, de modo que respondió con laconismo: “No”. “¿Qué te cuesta?” –insistió el torpe amador–. Y esgrimió para fundar su pretensión un ridículo sofisma: “Al cabo –dijo– lo que te estoy pidiendo no es jabón que se gaste”. “No y no” –replicó ella. El labioso tenorio echó mano entonces a otro argumento, éste de índole musical: “Si me niegas el agua de tu fuente –declamó–, me embriagaré sediento de placeres en la pagana copa de otros labios”. Ella, inexpugnable como un castillo roquero, respondió una vez más: “No, no, no, no y mil veces no”. “Está bien –cedió Afrodisio–. Por hoy ya no te trataré el punto. Veo que estás muy indecisa”.
Pasado ya el Día de Reyes se acabaron los mitotes de la temporada. Esa palabra “mitote”, es muy interesante. Si bien no es la primera que los hombres de Europa recogieron de las lenguas americanas –ese primer vocablo fue “canoa”–, la voz “mitote” es una de las de más temprana aparición en los escritos de los conquistadores. El capitán Alonso de León, cronista del noreste mexicano, dice que los antiguos pobladores de esas tierras hacían grandes mitotes en los cuales se embriagaban, danzaban una erótica danza consistente en formar un gran círculo en el cual, alternados hombres y mujeres estrechamente juntos los vientres con las espaldas, giraban hora tras hora sin descanso, y luego se entregaban a una orgía en la cual ponían en ejercicio grandes virtudes, como son la perseverancia y el no hacer distinción alguna de persona, sino tratar a todos por igual. Tanto les gustaban a aquellos indios sus mitotes que para convencerlos de recibir el bautismo los padres franciscanos les aseguraban que si se bautizaban se irían al Cielo. “¿Y qué es el Cielo?” –preguntaban los nativos. “El Cielo –respondían los frailecitos– es un mitote que no tiene final”. Entonces todos los inditos se bautizaban, bendito sea Dios.
Dos pericos escaparon de la jaula donde los tenían y fueron a dar a una rosticería de pollos. Se detuvieron frente al escaparate, y uno de ellos le dijo al otro: “¡Por fin! ¡Siempre había querido conocer un table dance!”.
Doña Paciana les comentó a sus amigas: “Blandino, mi marido, ha perdido últimamente su vigor sexual”. Preguntó una: “Y ¿qué han hecho al respecto?”. Contestó ella: “Estamos en tratamiento”. Inquirió la otra: “¿En qué consiste ese tratamiento?”. Explicó doña Paciana: “Él trata, y yo miento”.
Don Añilio, caballero de edad más que madura, fue con su joven nieto a una librería. Le dijo: “Quiero comprar un libro de historia”. Entraron, y don Senilio adquirió un libro cuyo título era: “Sexo, Sexo y Más Sexo”. “Abuelo –le dijo el nieto con tono de reproche–. Me dijiste que ibas a comprar un libro de historia, y mira lo que llevas: ‘Sexo, Sexo y Más Sexo’”. “Hijito –suspiró don Senilio–. Para mí el sexo ya es historia”.
Babalucas fue con el doctor Ken Hosanna, pues sentía un dolor en el pecho. Le dijo el facultativo al tiempo que tomaba su estetoscopio: “Voy a revisarlo. Desvístase hasta la cintura”. Babalucas, obediente, se quitó los pantalones y el calzón.
Un curita recién ordenado fue enviado a una pequeña ciudad de Texas cuya población era mayormente de origen latino. En sus sermones el curita empezó a decir que el Señor tiene una marcada preferencia por los hispanos. Lo decía sin tomar en cuenta que entre los feligreses había también muchos de ascendencia anglosajona. Éstos acudieron ante el obispo y se quejaron por aquella extraña forma de discriminación. Su Excelencia llamó al padrecito y lo amonestó con suavidad: “Hijo mío: todos somos hijos de Dios. No digas eso de que el Señor prefiere a los hispanos sobre los anglos”. El joven sacerdote, compungido, le prometió al obispo que jamás volvería a caer en falta. Al regresar a la casa parroquial puso en la puerta un letrero que decía: “Se darán clases de español gratuitas a los fieles de habla inglesa cuya edad sea de 80 años o más”. Fueron unos y le preguntaron por qué se les impartirían esas clases de español. Explicó el curita: “Muy pronto comparecerán ustedes ante el Señor. ¿No les gustaría hablar con él en su idioma?”.
Rondín # 5
Chichonina Grandnalguier, mujer frondosa, le dijo al doctor Duerf: “Tengo un ímpetu sexual tan grande que me lleva a entregarme al primer hombre que veo. Eso me causa grandes remordimientos”. Declaró el célebre analista: “Pienso que puedo quitarle ese anormal impulso erótico”. “No, doctor –opuso Chichonina–. Lo que quiero que me quite son los remordimientos”.
La nieta le preguntó a su abuelita: “¿Cuántos años tienen tú y el abuelo de casados?”. Respondió la señora: “El próximo noviembre cumpliremos 55 años”. “¡55 años! –exclamó la nieta–. Y en todos ese tiempo ¿jamás pensaste en el divorcio?”. “¡Dios me libre! –se escandalizó la abuelita–. En el asesinato sí; pero en el divorcio ¡nunca!”.
Don Cornulio y su mujer invitaron a varios amigos a una fiesta. Él se entretuvo en el trabajo. Cuando llegó a la casa su mujer estaba haciendo el amor apasionadamente con uno de los invitados. Don Cornulio le preguntó airadamente al individuo: “¿Cómo explicas esto?”. Respondió el individuo: “Es que fui el primero en llegar”.
El cliente se quejó en el restaurante: “Mesero: hay un objeto extraño en mi sopa”. Respondió el sujeto: “No es un objeto extraño, caballero. Es una mosca, y tales insectos abundan por aquí”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, asomó envuelta en una sábana por la ventana del segundo piso y le pidió al policía que llamaba a la puerta: “Por favor, retírese inmediatamente”. Preguntó el agente: “¿No fue usted la que llamó pidiendo auxilio porque un hombre había entrado a su casa?”. “Yo soy –respondió la señorita Himenia–. Pero una puede cambiar de opinión ¿no?”.
El médico rural fue por la noche a la casa de un joven granjero a fin de atender el primer parto de su esposa. Como no había ahí energía eléctrica el doctor usó para iluminarse una lámpara de baterías. “Ahí viene ya el niño” –dijo proyectando el haz de luz sobre la escena. Nació el bebé, pero en seguida empezó a asomar otra cabecita. “Ahí viene otro” –dijo el facultativo volviendo a echar la luz. Y no paró ahí la cosa: ¡eran triates! “Ahí viene un tercero” –volvió a decir el doctor. Le pidió entonces el muchacho: “Oiga, médico: ya apague la linternita ésa. Parece que la luz es lo que los atrae”.
Un borrachín se plantó en medio de la cantina y proclamó con tartajosa voz: “¡Tengo dinero para comprar a todos estos cabrones!”. Un hombrón se levantó de su mesa y le dijo con enojo: “Oiga, amigo: yo no soy ningún cabrón”. “Está bien –concedió el beodo–. Entonces a ti no te compro”.
Don Ultimio estaba en el lecho de agonía. Le dijo a su mujer: “Ahora que deje yo este mundo te pido que te cases otra vez. Eres joven aún; no debes estar sola”. “¡Ah no! –rompió en llanto la señora–. ¡Jamás habrá otro hombre en mi vida!”. “Cásate, te digo –repitió don Ultimio–. Sólo una cosa te pido: no le des mi raqueta de tenis a tu nuevo esposo. Guárdala como un recuerdo mío”. “A nadie se la daré, lo juro –prometió la señora–. Además él juega golf”.
Un amigo encontró en la calle a Babalucas. “¡Qué gusto! –lo saludó con afecto–. ¡Tenía mucho tiempo de no verte! ¿A qué te dedicas ahora?”. Respondió el badulaque: “Compro huevos, los echo en agua hirviendo y luego los vendo, duros, al mismo precio que pagué por ellos”. El amigo se desconcertó. “No entiendo –le dijo–. Si vendes los huevos al mismo precio que los compraste ¿qué ganancia te queda?”. “¡Cómo que qué ganancia me queda! –protestó Babalucas. ¿Y luego el caldo?”.
En el bar un señor se molestó al ver que el sujeto sentado al lado suyo comenzaba a beber del vaso en que él bebía. “Perdone usted –le dijo el individuo–. Confundí su bebida con la mía”. Poco después el tipo empezó a fumarse el cigarro que el señor acababa de encender. “Disculpe –repitió–. Creí que era mi cigarro”. Cuando se levantó para irse tomó el portafolios del señor. “Perdone otra vez –se justificó cuando éste le reclamó–. Pensé que era el mío”. “¡Desgraciado! –estalló el señor–. ¡Qué bueno que no traje a mi esposa!”.
Capronio llegó a la oficina con la boca manchada de algo color negro. Uno de sus compañeros le preguntó: “¿Qué te sucedió, Capronio? Traes la boca llena de tizne”. Explicó él: “Mi suegra estuvo seis meses en mi casa, y por fin ayer se fue en el tren. Al irse le di un beso”. Volvió a preguntar el otro: “¿Y con el beso te tiznó tu suegra?”. “No –aclaró Capronio–. Le di un beso al tren”.
Muchas mujeres entregan su virginidad por tres razones, las cuales se expresan con palabras que empiezan con in- y acaban con -encia. Esas razones son: por inocencia, por insistencia o por insolvencia.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, le dijo a la criadita de la casa: “Te regalo este negligé, Ancilia. A mi marido no le gustó”. Replicó prontamente la muchacha: “Entonces no tiene caso que me lo regale, seño. Tampoco le va a gustar cuando me lo ponga yo”.
Babalucas y su esposa tenían problemas conyugales. Buscaron a un consejero familiar y le dijeron que su matrimonio era un constante pleito, pues opinaban en forma diferente acerca de casi todo. No sólo eso: tampoco dialogaban sobre sus divergencias, lo cual hacía que su relación estuviera siempre tensa. El terapeuta, después de oírlos, les hizo una recomendación, y luego les pasó el recibo. Cuando salieron de la consulta del especialista Babalucas le dijo muy preocupado a su mujer: “Tendremos entonces que inscribirnos en un club nudista”. “¿Un club nudista? –se sorprendió la señora–. ¿Por qué?”. Explicó el badulaque: “¿No oíste que el doctor dijo que debemos ventilar nuestras diferencias?”.
La señora reprendía a su hijo adolescente: “Eres igual de irresponsable, desobligado y vago que tu padre”. El marido oyó aquello y le reclamó enojado: “¡Oye tú! ¡Yo no soy irresponsable, vago ni desobligado!”. “No te enojes, tontín –lo apaciguó la esposa–. Nadie está hablando de ti”.
Don Frustracio le dijo en la cama a su esposa doña Frigidia: “Me casé contigo para toda la vida, pero de vez en cuando debes mostrar alguna”.
Un pescador echó la red y sacó una hermosísima sirena. Al punto volvió a arrojarla al mar. Le preguntó uno de sus compañeros: “¿Por qué hiciste eso?”. Explicó el otro: “Soy alérgico a la leche y al pescado”.
La mejor forma de acercarse a una mujer con un pasado es con un presente.
Un tipo les contó en el bar a sus amigos: “Mi matrimonio ha tenido éxito porque mi esposa y yo acostumbramos salir dos noches por semana. Vamos a tomar una copa, cenamos, bailamos y luego hacemos el amor. Ella sale los viernes, y yo los sábados”.
Un fornido muchacho campesino a quien sus amigos llamaban el Pichón logró por fin convencer a Dulcilina, bella zagala de su rancho, de que le entregara la impoluta gala de su doncellez. Antes de rendir su virtud ella le pidió, suplicante: “Por favor trátame con delicadeza. Soy débil de corazón”. “No te preocupes –la tranquilizó el Pichón–. Tendré mucho cuidado al pasar por ahí”.
Rondín # 6
La temporada de fiestas pasó ya. Puedo entonces, sin mengua del espíritu que se prolonga hasta la Candelaria, narrar “El Chiste más Pelado de Principio de Año”. Confieso que para arrojarme a tal audacia me prevalgo de una fortuita circunstancia: doña Tebaida Tridua, encargada –por propio nombramiento– de cuidar la moralidad ajena, no pudo regresar a tiempo de sus vacaciones, varada en algún aeropuerto por causa de la niebla. Ausente la ínclita señora tengo el terreno libre para dar curso a ese chascarrillo. Viene ahora “El Chiste más Pelado de Principio de Año”. Este cuento es en verdad de color púrpura subido. Su lectura no se recomienda a personas pacatas, timoratas, mojigatas o pazguatas... Doña Macalota entró repentinamente al baño y sorprendió a su esposo, don Chinguetas, entregado a un placer solitario –the old five versus one, dijo Anthony Burgess– más propio de adolescente que de un hombre, como él, ya de madura edad. “¿Por qué haces esto?” –le preguntó escandalizada. Respondió él: “Jamás he permitido que el matrimonio me prive por completo de mi independencia personal”.
Aquel joven padre contemplaba a su hijita recién nacida, que una sonriente enfermera le mostraba a través del cristal de la sala de bebés. Junto al feliz papá un individuo hacía también zalamerías y carantoñas. Le preguntó el flamante padre al individuo: “¿Qué le parece mi nena, señor?”. “Preciosa –contestó el tipo–. Y ¿qué te parece la mía?”. “¿Cuál es su nena?” –preguntó el muchacho. Respondió con orgullo el individuo: “La que tiene en brazos a la tuya”.
En el club deportivo la señora le ganó a su esposo el partido de campeonato del torneo de tenis. El hombre se disgustó bastante, pues no creía a su mujer capaz de vencerlo, y además la derrota fue ante un público muy numeroso. Ella lo vio tan enojado que al dirigirse a los vestidores le preguntó, inquieta: “Dime: ¿volveremos a tener sexo alguna vez?”. “Sí –masculló con tono hosco el perdedor–. Pero no entre nosotros”.
Doña Jodoncia le reclamó a su yerno: “¿Por qué no me regalaste nada en Navidad”. Respondió el yerno: “Porque estoy muy sentido con usted. El año pasado le regalé un lote en el panteón y no lo ha usado”.
Doña Frigidia, ya se sabe es la mujer más fría del planeta. Eso del sexo no se le da bien. Su esposo, don Frustracio, les confesó a sus amigos que no le gustaba ver películas pornográficas. Uno le preguntó: “¿Por qué?”. Explicó don Frustracio: “Odio ver a un desgraciado que en 5 minutos tiene más sexo del que yo he tenido en toda mi vida”.
Doña Pasita y don Calendárico cumplían esa noche 50 años de casados. En la cama ella jugaba Candy Crush y él veía un noticiero de televisión. De pronto doña Pasita se volvió hacia su marido y le hizo una pregunta que inquietó al señor: “Dime, Cale: ¿alguna vez me fuiste infiel?”. Don Calendárico se agitó lleno de zozobra. Ella lo tranquilizó: “Puedes decirme la verdad, marido. A estas alturas de la vida no siento celos ya. Los años me han hecho comprensiva, y aunque mil veces me hayas engañado no me enojaré. Dime entonces: ¿alguna vez me fuiste infiel?”. Don Calendárico, azarado, no sabía qué contestar. Las seguridades que le dio su esposa, sin embargo, lo animaron a responder sin mentir. Le dijo: “Te engañé solamente en una ocasión”. “¡Pendejo! –le reprochó doña Pasita–. ¡Lo útil que esta noche nos habrían sido las energías que gastaste esa vez!”.
Rosibel se sorprendió bastante cuando Candorio, su tímido compañero de oficina, la invitó a salir. Lo consideraba muy serio y poco diestro en achaques amorosos. Más se sorprendió cuando la llevó en su coche al romántico paraje llamado El Ensalivadero, lugar de acogimiento para las parejas jóvenes. Ahí el inexperto muchacho la besó. Le dijo Rosibel: “¿Sabes qué, Candorio? Tu beso es el primero que me hace enderezarme y abrir los ojos”. “¿De veras?” –preguntó él, halagado. “Sí –confirmó Rosibel–. Los otros tienen el efecto contrario”.
Pirulina, muchacha sabidora, invitó a Pitongo, galán concupiscente, a que la visitara en su casa. Le dijo: “Mis papás te van a encantar. No estarán ahí”.
Una señora llegó muy alarmada con el doctor Ken Hosanna. Llevaba de la mano a un niño de cinco años. “¡Doctor! –clamó desesperada–. ¡Mi hijo se tragó una bala de pistola!”. “Antes que todo –dijo el facultativo con pasmosa serenidad profesional– ponga a la criatura de espaldas hacia la pared”.
El padre Arsilio se disponía a oficiar la misa de matrimonio de una parejita. Antes de comenzar la ceremonia el novio lo llevó aparte y le dijo al tiempo que le entregaba unos billetes: “Tome usted estos mil pesos, padre. Se los doy para que en el momento de hacerme las preguntas de los votos matrimoniales omita eso de: ‘¿Prometes serle fiel?’. La verdad, no puedo comprometerme a eso, y no quiero jurar en falso”. El buen sacerdote se embolsó el dinero. En el momento de las promesas el padre Arsilio se dirigió al muchacho: “¿Prometes no volver a poner nunca los ojos en otra mujer; serle fiel a tu esposa; entregarle íntegro tu sueldo; cumplirle hasta sus menores caprichos; obedecerla en todo; llevarle por las mañanas el desayuno a la cama y sacarla a cenar por lo menos tres veces por semana?”. El muchacho, aturrullado, apenas acertó a responder: “S-sí”, ante la sonrisa complacida de su noviecita y de la mamá de su noviecita. Al término de la ceremonia el novio, hecho una furia, le reclamó su proceder al padre Arsilio: “Usted y yo teníamos un trato”. “Lo siento mucho, hijo –replicó el buen sacerdote al tiempo que le devolvía los mil pesos–. Tu novia me hizo una mejor oferta”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, le confió a doña Gules, su mejor amiga: “Estoy pensando en divorciarme de mi esposo. Hallé en su coche una liga de mujer”. “¡Mira! –se alegró doña Gules–. ¡Ahora sé dónde se me quedó!”.
En el cine. Ella: “¡Qué frío estás hoy!”. Él: “Estás agarrando mi paleta helada redonda”.
Recordaré hoy con mis cuatro lectores el caso de aquellos jóvenes recién casados que tenían un código secreto para decirse, incluso en presencia de otros, que al llegar a su casa harían el amor. Él le decía a ella, o ella a él: “¿Qué te parece, mi amor, si esta noche nos echamos un pokarito?”. Ambos sabían que se trataba de un juego considerablemente más entretenido. En cierta ocasión fueron a una fiesta que se prolongó casi hasta que el Sol iba ya a asomar las pompas por los balcones del oriente. Ella regresó con cierto dolorcillo de cabeza, sin más deseo que el de irse a la cama a dormir. Él, al contrario, venía achispado por dos o tres whiskies, con ganas también de ir a la cama, aunque no a dormir. Entonces él le dijo la consabida frase: “Mi amor: ¿nos echamos un pokarito?”. Ella, de mal humor por la jaqueca, migraña, cefalalgia o hemicránea, le respondió con sequedad: “No. Paso”. Al muchacho le molestó mucho esa respuesta. Nunca su mujercita le había contestado en modo así, tan áspero. Muy disgustado se fue a acostar. Ella también se fue a la cama. Ni siquiera se dieron las buenas noches: se acostaron espalda con espalda, como águilas alemanas. Empezaba ya a alborear cuando la chica despertó con inquietud, poseída por un vago remordimiento, un repulgo de contrición. ¿Por qué había tratado así a su esposo? Tan amable que era él; tan complaciente siempre. Decidió entonces enmendar su error. Le dio un besito en la frente a su marido, para despertarlo. Nada… Un besito en la mejilla. Nada… Un besito en los labios. Nada… Un besito en el cuello. Nada…Un besito en el pecho. Nada… Un besito en el estomaguito. Nada… Un besito en… Nada… Nada… Por fin él abrió los ojos. Seguía aún enojado por la forma en que lo había tratado su mujer. Le preguntó, molesto. “¿Qué haces? ¿Qué quieres?”. Ella, tímidamente: “Mi vida: ¿nos echamos un pokarito?”. El muchacho respondió con brusquedad usando la misma expresión que había empleado ella: “No. Paso”. Entonces la chica levantó la sábana; miró la consabida parte de su maridito y le preguntó asombrada: “¿Y con ese juegazo pasas?”.
Uno de esos cuentos será el de aquellos dos lagartos que se encontraron en un río de Tabasco. Uno de ellos se veía flaco, hambriento. El otro, contrariamente, lucía gordo y bien cebado. El primero se quejó de que con las exploraciones petroleras se había acabado la ganadería: no había ya reses qué comer. “Haz lo que yo –le aconsejó el otro–. Llevo ya dos años comiéndome un ingeniero de Pemex cada día, y es fecha que aún no se dan cuenta”.
“Tía: ¿me dejas que te toque el güigüicho?”. La tía soltera de Pepito se sobresaltó cuando el precoz chamaco le pidió eso. “No, Pepito –le respondió azarada–. Eso no estaría bien”. “Anda, tiíta –insistió el niño–. Déjame tocarte el güigüicho”. Abreviaré el relato, pues el espacio en este prestigiado diario es muy valioso y no se debe gastar en circunloquios. Después de resistirse mucho, la tía cedió por fin a las tercas instancias del mocoso. Le dijo con un suspiro de resignación: “Está bien, Pepito. Ya que tanto lo deseas tócame el güigüicho. Pero nomás tantito, ¿eh?”. Entonces el pequeñín empezó a tocar y cantar en su pianito: “Güigüicho a Merry Christmas…”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Hace unos años fue al cine a ver la película “El Pico de Dante” (pico que por cierto Beatriz no vio jamás). Esa vez en lugar de arrojar lava, el volcán echó nieve de sabores. Una noche don Frustracio, el sufrido esposo de la gélida señora, le pidió tímidamente el cumplimiento del débito conyugal. “Ya lo cumplí” –replicó ella con desabrimiento. “Pero, mujer –se atrevió a replicar el infeliz marido–. La última vez que lo hicimos fue cuando Fernando Valenzuela ponchó a cinco bateadores seguidos en el Juego de Estrellas. En esa ocasión un periodista le preguntó a Tommy Lasorda qué significaba para él la presencia del mexicano en su equipo. Respondió el famoso mánager: ‘Fernando es algo muy valioso para el beisbol, y muy valioso para los Dodgers. Pero sobre todo es algo muy valioso para Tommy Lasorda’. Eso sucedió en 1986”. “¿Y ya quieres otra vez? –estalló doña Frigidia–. ¡Eres un maniático sexual!”. Rogó y suplicó don Frustracio en tal manera que su esposa finalmente le permitió que subiera a su lecho. Al día siguiente, lleno de orgullo, don Frustracio les contó a sus amigos: “Anoche le hice el amor a mi mujer. Y se lo hice en forma tan apasionada que por poco la despierto”.
Nalgarina, joven mujer de opimo nalgatorio, le dijo a Libidiano, hombre salaz: “Las dos cualidades que más me gustan de ti son tu inteligencia y tu sentido del humor. Dime: ¿cuáles son las dos cualidades que más te gustan de mí?”. El lascivo galán respondió al punto: “Estás sentada arriba de ellas”.
Cierta señora salió embarazada, y le informó a su esposo que el negocio se cerraba hasta nuevo aviso. Era mujer comprensiva, sin embargo, de modo que lo autorizó ir a una casa de citas a fin de que ahí sedara los naturales apetitos de la carne. No sólo eso: también le dio dinero –mil pesos– para pagar la primera consumición. Cuando el tipo estuvo de regreso ella le preguntó, curiosa, cómo le había ido en aquel lugar de lenocinio. “No tuve que ir ahí –relató él–. Al salir me topé con la comadre, que venía a verte. Me preguntó a dónde iba, y se lo conté. Me dijo: ‘¿Para qué gasta su dinero en mujeres que ni conoce, compadrito? Venga conmigo–mi marido no está en casa–, y por el mismo dinero yo lo dejaré arreglado’. Le di los mil pesos, y pasé con ella un agradable rato”. “¡Qué poca vergüenza! –prorrumpió la señora–. ¡Cuando ella sale embarazada, yo nunca le cobro ni un centavo al compadre!”.
Tres amigos intercambiaban confidencias sobre su vida conyugal. Dijo el primero: “Antes de hacerle el amor a mi mujer, pongo en la cama pétalos de rosa. Eso la vuelve loca”. Narró el segundo: “Durante el acto del amor, yo le digo malas palabras a mi esposa. Eso la vuelve loca”. Declaró el tercero: “Después de hacerle el amor a mi mujer, yo me seco con las cortinas de la recámara. Eso la vuelve loca”.
Murió una pulguita después de una vida de sufrimiento y privaciones. Fue pulga de perro callejero; sufrió hambre, frío y toda suerte de penalidades. Se vio ante la presencia de San Pedro, el apóstol de las llaves. El celoso guardián de la mansión celeste leyó con atención el expediente de la pulguita y le dijo luego: “Fuiste una buena pulga. No merecías la fatigosa vida de ayunos y mortificaciones que viviste. Te enviaré de nuevo al mundo para que goces una existencia mejor. Dime: ¿a dónde quieres ir allá en la Tierra?”. Respondió la pulguita: “Me gustaría ser pulga de perro rico”. El buen apóstol obsequió su deseo, y la pulga se vio de pronto en el pelamen de un finísimo ejemplar de poodle, orgullo y gozo de su dueña, una dama de sociedad que cifraba en el animalito su más grande amor. A los pocos días, sin embargo, la pulguita se presentó de nuevo ante San Pedro y le dijo que no estaba a gusto con su nueva vida. Explicó que la encargada del poodle lo bañaba con jabones caros; le espolvoreaba talcos aromáticos; lo rociaba con esencias y perfumes que para la pulguita tenían tufo de hedentina. Además vivía en continua zozobra, temerosa de ser descubierta por el veterinario que cada tercer día examinaba al gozque. “Ponme mejor en algún hombre” –le pidió al portero celestial. Accedió éste a la solicitud de la pulguita, y la hizo estar en el vellido bigote de un sujeto. Tampoco ahí encontró ella la felicidad: el mostacho del individuo olía a tabaco, a fiambres trasnochados, a licor. “¿A dónde, entonces, quieres ir?” –le preguntó San Pedro, algo molesto ya. “Ponme en una mujer” –pidió la pulga. En una hermosa joven la colocó el apóstol. Pero al cabo de unos días otra vez se le presentó la pulguita. “¿Ahora qué?” –le preguntó, impaciente, el portero–. ¿Tampoco en la mujer te hallaste bien?”. “Ahí era feliz –respondió la pulguita–. Vivía en su entrepierna, campo de dorada mies, blancura marfilina, tibieza acogedora y suavidad de seda. Aquello era un paraíso”. “Y entonces –se extrañó San Pedro– ¿a qué vienes ahora?”. “A que me pongas ahí de nuevo –pidió suplicante la pulguita–. Es que de pronto me hallé otra vez en el bigote del sujeto”.
Rondín # 7
El doctor Wetnose, ginecólogo, extendió una receta a su bella paciente y luego le dijo: “A más de tomar este medicamento deberá usted abstenerse de tener relaciones sexuales con su esposo durante dos semanas. ¿Cree usted que pueda hacer eso?”. “Claro que sí, doctor –aseguró ella–. Tengo bastantes amigos”.
Caía ya la tarde cuando Himenia Camafría, madura señorita soltera, abordó en la calle a un guapo boy scout. “Dime, joven discípulo de Baden-Powell –le preguntó melosa–. ¿Ya hiciste tu buena obra del día?”. Respondió el muchacho: “Ya”. Inquirió con tono sugestivo la señorita Himenia: “¿Y la de la noche?”.
Los enamorados novios se iban a casar, y fueron a ver el que sería su nidito de amor. Ella le dijo a él: “Como ves, la casa tiene sala, recámara y cocina. Escoge una de esas tres habitaciones. Sólo en una de ellas puedo ser buena”.
Simpliciano casó con Pirulina. Al empezar la noche de las bodas le preguntó, solemne: “Dime, esposa mía: ¿soy yo el primero con quien haces esto?”. Respondió, impaciente, Pirulina: “¡Carajo! ¿Por qué todos los hombres hacen la misma estúpida pregunta?”.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, les comentó a sus amigos: “Cuando salgo de vacaciones siempre llevo a mi esposa. Así se me hacen más largas”.
Para bajar el telón de este columnejilla narraré ahora “El Chiste más Mamón en lo que va del Año”. Si yo estuviera en el lugar de mis cuatro lectores me abstendría de leerlo… Sonó el teléfono de la embajada y preguntó una voz: “¿Hablo a la embajada de Laos?”. “Así es” –dijo el que contestó. Pidió el que llamaba: “Por favor me manda uno de vainilla”. (¡Uta! ¡Un chiste más como ése y mis cuatro lectores quedarán reducidos a dos!).
Día: alguno de fecha muy reciente. Hora: la de la noche, propicia a los encuentros de libídine. Lugar: el Motel Kamagua, acogimiento de amantes clandestinos. En una de sus habitaciones están Rosibel y don Algón, ella muchacha en flor de edad, él galán en vías de añejamiento. Tendidos ya en el lecho del deliquio, in púribus los dos, don Algón se dispone a realizar los prolegómenos del erótico mester (con s, por favor). De pronto, Rosibel empieza a hablar. ¿De qué creen, mis cuatro lectores, que habla en momento tan inoportuno? ¡Del gasolinazo! Menciona con precisión numérica los litros de gasolina que antes ponía en su automóvil, y los muy pocos que ahora puede echarle, suficientes apenas para mover la aguja del combustible. Cita las protestas nacionales suscitadas por esa carestía, tan impactante para la economía popular. Analiza en detalle la inflación causada por el aumento en el precio de los carburantes. “Todo ha subido” –declara pesarosa. “Linda –le dice don Algón, más pesaroso aún–: tú acabas de hacer que algo haya bajado”.
Dulcilí le reprochó a Pitorrango: “Los novios de todas mis amigas ya pidieron su mano, y tú eso es lo único que no me has pedido”.
En la importante empresa se abrió un puesto de secretaria. Varias aspirantes se presentaron a pedir el cargo. Lo obtuvo la que en la solicitud de empleo, en el renglón correspondiente a sexo, puso: “No me opongo”.
“Todos los invitados a tu fiesta son muy agradables -le dice Empédocles Etílez al dueño de la casa, menos la gorda esa de blanco que está allá en la cocina. Ni siquiera me contestó cuando la saludé”. “No hay nadie en la cocina -le informa el anfitrión al borrachín-. La gorda esa que dices es el refrigerador”.
Don Poseidón deseaba con inmensa codicia las tierras de su vecino, un viejo labrador que no quería vender. Pirulina, la joven esposa de Don Poseidón, era deseada con deseo urente por Pitancio, el caporal. Un día el tal Pitancio le dice a Pirulina: “Tengo 5 mil pesos oro. Son los ahorros de toda mi vida. Por una hora con usted estoy dispuesto a dárselos, y nadie jamás se enterará”. Pirulina anhelaba lujos que su avaro marido no le daba, de modo que aceptó el trato y citó para esa misma noche al caporal. Por la tarde éste acudió ante don Poseidón: “El vecino está dispuesto a venderle sus tierras -le anunció-. Pide por ellas 5 mil pesos oro, la mitad de lo que valen, pues tiene un gran apuro de dinero. Me dijo que si hoy mismo le manda el dinero conmigo, mañana le entregará las escrituras”. Codicioso, don Poseidón puso la suma en las manos de su enredoso caporal. Esa noche Pitoncio gozó cumplidamente los encantos de la esposa de don Poseidón, y en los términos de lo prometido le entregó los 5 mil pesos. Al día siguiente el hacendado le preguntó al caporal: “¿Te dió las escrituras el vecino?”. Responde Pitoncio: “A la mera hora el caón se hizo p'atrás y no me recibió el dinero. A'i le dejé los 5 mil pesos con su esposa”.
La mamá de Rosibel le pregunta con maternal afán: “¿No se propasó el muchacho con el que saliste anoche?”. “Al contrario -la tranquiliza Rosibel-. Le dije que lo haríamos dos veces, y lo hicimos nada más una”.
Si yo fuera uno de mis cuatro lectores me abstendría de leer el cuento que descorre el telón de esta columnejilla, y el que al final lo cierra. Ambos relatos contienen una alta dosis de eso que antes se llamaba sicalipsis, vale decir malicia sexual o picardía erótica, según define la Academia. He aquí el primero de esos vitandos chascarrillos… Cierto infeliz señor a quien llamaremos don Motilo fue víctima de un penoso mal que puso al doctor Ken Hosanna en la necesidad de privarlo de sus testes, dídimos o compañones. A fin de sustituir las partes objeto de la ablación citada, y para que el escroto del señor no quedara horro y vacío, el célebre facultativo usó un par de cebollitas de Cambray que luego de breve regateo consiguió a buen precio en una verdulería de la localidad. El implante probó ser eficaz: no hubo rechazo, y el saco testicular del paciente recobró su forma y contextura originales, si bien –hay que decirlo– los mencionados cebollines no cumplían, por su naturaleza vegetal, la función de las glándulas que fueron removidas. Al cabo de algún tiempo el competente cirujano se topó en la calle con don Motilo y le preguntó cómo le iba con la operación reconstructiva que le había practicado. “Muy bien, doctor –dijo él–. Sólo hay un pequeño inconveniente relacionado con mi vida conyugal”. “¿Qué inconveniente es ése?” –inquirió el médico. Contestó don Motilo: “Cada vez que mi esposa me hace cierto gusto, llora”… Una joven aldeana entró a robar manzanas en el huerto de un avaro propietario. La sorprendió el mal hombre y le dijo que la iba a entregar a los alguaciles a fin de que la pusieran en prisión. La muchacha, gemebunda, le suplicó que no lo hiciera: tenía salud frágil, le dijo, y había oído a su padre decir aquello de que “An apple a day keeps the doctor away”, una manzana al día mantiene alejado al médico. Necesitaba la fruta para seguir el consejo paternal y mantenerse sana. En buen estado de salud se hallaba la garrida moza, a juzgar por las buenas carnes que mostraba: tenía opulento tetamen y prominente traspuntín. Así, el aprovechado huertero le dijo que la dejaría libre, y aun le regalaría otra media docena de manzanas –de las picadas por los pajaritos, eso sí–, a condición de que yaciera con él ahí mismo. Sobre el de grama césped no desnudo –el verso es don Luis de Góngora y Argote– cedió la joven al deseo del avieso tipo, que se refociló cumplidamente en ella. Acabado el lúbrico episodio la muchacha preguntó: “¿No quiere usted asegundar?”. “¿Por qué?” –se sorprendió el tipo. Explicó ella: “Es que ahora que estaba en el suelo vi unas peras muy buenas”… Viene ahora el segundo relato sicalíptico que arriba se anunció… El maestro explicaba a sus alumnos todo lo concerniente a los mamíferos. Preguntó: “¿Alguno de ustedes conoce un pez mamífero?”. Arriesgó Pepito: “¿El pezón?”.
Marcina y Dulcilí, mujeres en edad de merecer pero que nada habían merecido aún, fueron al zoológico. Un atavismo misterioso las llevó a la jaula del gorila. Cuando el cuadrumano vio a aquellas féminas en buena carnadura, sintió el mismo impulso que mueve a todas las criaturas y que ninguna puede resistir. Lo dijo Horacio en una de sus célebres Epístolas, la décima: Naturam expellas furca, tamen usque recurret. Podrás expulsar a la naturaleza con un tridente; ella regresará enseguida. Movido por ese instinto, el gorila se golpeó el formidable pecho con los puños al tiempo que lanzaba selváticos bramidos; con fuerza descomunal dobló los barrotes de su jaula, y gruñendo y bufando se precipitó sobre las asustadas jóvenes. Echó por tierra a Dulcilí –fue la que tuvo más a mano– y ante los azorados ojos de Marcina, sació en ella los rijos largamente contenidos que por causa de su prisión no había podido desfogar. Después, ya sosegado, volvió a su jaula y procedió a comerse un plátano. Al parecer dicha costumbre es, entre los primates, la que equivale en los humanos a fumarse un cigarrito después del acto del amor. Dulcilí se compuso las descompuestas ropas; se arregló el cabello y caminando con paso vacilante se alejó del lugar de los hechos acompañada por su amiga. Al día siguiente Marcina la llamó por teléfono. Le preguntó: “¿Has tenido noticias del gorila?”. “Ninguna –respondió extrañada Dulcilí–. ¿Qué novedad podía esperar?”. Replicó Marcina con acento de desilusión: “Pensé que por lo menos te iba a enviar un ramo de flores para disculparse”.
Don Astasio regresó a su casa después de su jornada de ocho horas de trabajo como tenedor de libros en la Compañía Jabonera “La Espumosa”. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba incluso en los días de calor canicular, y luego encaminó sus pasos a la alcoba a fin de reposar un poco antes de la cena. Lo que vio ahí lo hizo suponer que la cena se retrasaría. Lo and behold –esa expresión bíblica es en inglés lo mismo que en español la locución “he aquí”– que su mujer estaba en el lecho conyugal refocilándose con un mancebo en quien el coronado esposo reconoció al repartidor de pizzas. Nada dijo don Astasio. Fue al chifonier donde guardaba una libreta en la cual solía anotar inris y pesias para nocir a su mujer en tales ocasiones. De vuelta en la recámara le enrostró la última que había apuntado: “¡Carcavera!”. Con tal nombre eran llamadas antiguamente las mujeres que ejercían la prostitución en las cárcavas, zanjas abiertas por el agua a la orilla de los caminos. En seguida se volvió don Astasio al mozalbete. “Y usted, joven cebollino, mejor haría en cumplir con su trabajo sin perder el tiempo en devaneos que no lo ayudarán a tener éxito en la vida. Le recomiendo el libro “Hace Falta un Muchacho”, del señor Cuyás. Su lectura le servirá para orientar mejor sus pasos”. “Discúlpeme, caballero –se justificó el desaprensivo chicarrón–. Disponía yo de 29 minutos para entregar la pizza, y la entregué en 9. Me quedaron, pues, 20 minutos para mí. En algo los tenía que emplear”. Don Astasio desoyó esa explicación y se dirigió de nuevo a su mujer. Le dijo: “Mal haces en faltar así a la fe que juraste al pie del ara el día de nuestras nupcias”. “Perdóname –respondió bastante apenada doña Facilisa–. En adelante procuraré serte fiel con mayor frecuencia”. No habló más el mitrado marido. Salió del aposento y fue a su estudio a revisar su colección filatélica en tanto su esposa se desocupaba e iba a la cocina a calentar la pizza para la cena.
En el baile del club nudista las cosas se pusieron muy agitadas. Después hubo un banquete, y el director se levantó para ofrecer el ágape. Empezó por decir: “Siento una extraña sensación al dirigirme a ustedes”. Su esposa le informó en voz baja: “Es que metiste aquello en la ponchera”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Solicia Sinpitier, célibe como ella: “Invité a don Minucio a merendar en casa, y cuando lo despedí en la puerta me robó un beso”. “No doy crédito –replicó Solicia, que a más de escéptica era comerciante–. Tú eres muy alta de estatura, y don Minucio no levanta del suelo un metro y medio”. “Bueno –se ruborizó la señorita Himenia–. Quizá me agaché un poco”.
En el primer día de su luna de miel, la ávida novia hizo que su flamante maridito le demostrara su amor 12 veces en 24 horas. Para cualquier varón que no disponga de las miríficas aguas de Saltillo, eso es una dura prueba capaz de ablandar al hombre más fornido. El pobre muchacho quedó, en efecto, exhausto, exánime, exangüe y extenuado, si bien no necesariamente en ese orden. Aun así, la inapagable chica le pidió anhelosa: “¡Otra vez, papito!”. “Pero, mi vida –acertó él a decir con feble voz–. Ya van 12. Una más y serían 13”. Preguntó ella en tono de reproche: “¿Y acaso eres supersticioso?”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, iba por la calle sangrando profusamente por nariz y boca. Se lo topó un vecino que al verlo en esas condiciones exclamó alarmado: “¡Qué barbaridad, don Marti! ¡Mire usted cómo va! ¡Déjeme llevarlo a su casa!”. Gimió don Martiriano: “¡De ahí vengo!”.
Una amiga de doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, le preguntó, curiosa: “¿Cuántas veces al mes te hace el amor tu marido?”. Respondió ella: “Me lo hace una vez al año”. “¡Una vez al año! –se escandalizó la amiga–. ¡Esa es una terrible falta de consideración!”. “Ni tanto –replicó doña Macalota-. Una vez al año como quiera la puedes tolerar”.
Rondín # 8
La hija de don Poseidón fue del rancho a la ciudad a cursar la secundaria. La esposa del labriego le informó a su marido: “Ya matricularon a Bucolia”. “¡Santo Cielo! –palideció don Poseidón–. ¡Te dije que algo malo le iba a suceder allá!”.
El severo genitor de Dulcilí le preguntó al galancete que la cortejaba: “Dígame, joven: ¿ama usted a mi hija?”. Contestó el boquirrubio: “La amo sobre todas las cosas, señor. Sobre la cama, sobre el sillón, sobre la alfombra…”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, hacía su caminata diaria por el parque con Pipina, su perrita poodle, cuando vio a un niño que lloraba desconsoladamente en una banca. Fue hacia él y le preguntó, tierna y afable: “¿Por qué lloras, buen niño?”. “Perdí 50 pesos –respondió entre sus lágrimas Pepito, que tal era el pequeño gemebundo–, y tengo miedo de llegar a mi casa, pues mi papá se va a enojar”. “Vamos, vamos, buen niño –le dijo la señora De Altopedo, que si bien era compasiva no andaba sobrada de expresiones–. Toma los 50 pesos y no llores más. Pero dime, buen niño: ¿dónde perdiste esos 50 pesos?”. Tomó Pepito el billete que le tendía doña Panoplia y respondió enjugándose las lágrimas: “En el póquer”.
Escena: la habitación 200 del Motel Kamagua. Llegó al culmen del éxtasis orgásmico el acto natural entre Susiflor y su novio Pitorrango, y los ahítos amantes quedaron de espaldas en el lecho, poseídos por la dulce languidez que sigue al bien cumplido amor. Y es que el galán había puesto en ejercicio todas sus destrezas de consumado follador, tanto en el foreplay, que son las caricias previas a la fusión de cuerpos, las cuales llevó a cabo con delectación morosa, como en el performance –el acto propiamente dicho–, que realizó en manera tal que dejó al Kama Sutra en calidad de cuentecito de Walt Disney. “¡Caramba, Pito! –exclamó Susiflor eufórica y entusiasmada–. ¡Qué equivocado está mi papi con respecto a ti! ¡Dice que no sirves para nada!”.
Ya conocemos a Capronio, sujeto ruin y desconsiderado. Su esposa llegó del hospital donde estaba su mamá. Le preguntó Capronio: “¿Cómo sigue tu mami?”. Respondió, triste, la señora: “El médico dice que debemos prepararnos para lo peor”. “¡Dios mío! –palideció Capronio–. ¿Se va a mejorar?”.
Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, andaba preocupado. Un amigo le preguntó: “¿Qué te sucede?”. Contestó el salaz sujeto: “En Navidad le llevé un regalo a mi novia y me dijo: ‘Mejor guárdamelo para el Día de la Madre’”.
Doña Clisteria, portaestandarte de la Cofradía de la Reverberación, fue a confesarse con el padre Arsilio. Empezó por decirle: “Como ve usted, señor cura, estoy un poco pasada de kilos”. “No se echa de ver, hija –trató de animarla el amable sacerdote–. Lo noté hasta ahora que te sentaste en la banca y la partiste en dos”. “Con tal motivo –prosiguió la penitente sin acusar recibo de la animación– fui ver a un nutriólogo, que me impuso una dieta baja en calorías”. “Interesante el tema –comentó el padre Arsilio–. Yo mismo estoy sujeto a un régimen. Llevo la dieta de la arúgula, que me permite comer de todo, menos arúgula. Pero dime, hija: ¿en qué se relaciona esa cuestión nutricional, que pertenece al cuerpo, con la salud de tu alma?”. “Sucede, padre –explicó Clisteria–, que uno de los efectos de la dieta ha sido reavivarme el deseo sexual, el cual tenía bastante adormilado, hasta el punto en que no hacía el amor con mi marido desde la noche de Año Nuevo del año 2010”. “No me parece mucho –acotó el confesor–. He visto casos más extremos. Tu comadre Críspula, por ejemplo, no tiene sexo desde el 2005. La última vez que doña Tracia tuvo relaciones con su esposo fue cuando el jubileo de San Boldo, en 2002. Y doña Brema, tu vecina, no ha admitido en su lecho a su marido desde la firma del Tratado de Libre Comercio, y eso fue en 1994. Pero basta de comparaciones. Dime tu pecado”. “Un momentito, padre –pidió doña Clisteria–. Déjeme anotar esos datos, que me parecen sumamente interesantes y merecedores de amplia difusión”. Don Arsilio esperó a que la señora apuntara la información citada, y en seguida le preguntó de nuevo cuál era el pecado que iba a confesar. “Como le dije, señor cura –siguió doña Clisteria–, la dieta baja en calorías me aumentó la líbide. Y anoche le practiqué sexo oral a mi marido. Mea culpa”. “En eso no pecaste, hija –la tranquilizó el buen sacerdote–. La Santa Madre Iglesia permite que los casados disfruten en su matrimonio las diversas manifestaciones de la sexualidad con tal de que haya libre consentimiento de las partes y que no sufra daño ninguno de los cónyuges. Y por lo que hace a tu dieta tampoco te preocupes. Eso tiene a lo mucho 40 calorías”.
Los griegos de hace 3 mil años inventaban mitos para explicar su realidad. (Lo mismo hacemos nosotros en nuestro tiempo). Una de las más bellas figuras de esa mitología es Eco, ninfa de los bosques. Se enamoró perdidamente de Narciso, hermoso joven. Pero Narciso estaba perdidamente enamorado de sí mismo —de ahí la palabra narcicismo—, y despreció a su enamorada. Eco se fue consumiendo de tristeza hasta que acabó por desaparecer como llama que se apaga o nieve que se derrite. De ella quedó sólo la voz, que desde entonces suena sin cuerpo que la emita. En el Potrero hay un señor al que todos llaman Leco. El nombre no es hipocorístico —o sea diminutivo— de otro. Lo apodan así porque repite todo lo que se le dice. “Hace mucho frío”. Y él: “Mucho frío. Mucho, mucho frío”. “No ha llovido”. Y Leco: “No ha llovido. No. No ha llovido”. Ahora bien: ¿a qué esos apuntamientos sobre el eco, el eco, el eco? Sucede que hoy relataré un par de chascarrillos relacionados con ese fenómeno acústico. Y ahora he aquí los dos cuentos sobre el eco… Don Cornulio llegó a su casa, inesperado, y encontró a su esposa en la cama, sin ropa y en estado de evidente nerviosismo. Aindamáis, oyó ruidos extraños en el clóset, cerrado con llave. Le preguntó a la señora: “¿Qué son esos ruidos?”. “Son el eco” —respondió ella, turbada. “Veamos” —dijo don Cornulio. Gritó: “¡Ah!”. Y desde adentro del clóset: “Ah ah ah”. Volvió a gritar: “¡Oé!”. Y adentro: “Oé oé oé”. Gritó entonces: “¡Anticonstitucionalísimamente!”. Y la voz: “¿Qué?”… En el rancho hay un señor que se llama Herculano. Dice con extrañeza: “Cerca de mi casa hay un eco muy raro. Grito mi nombre y el eco me contesta: “¡Pico pico pico!”.
“¿Eres virgen?”. Esa pregunta le hizo Simpliciano a Pirulina al empezar la noche de sus bodas. “¡Ay, Simpli! –respondió la flamante novia–. Ya pasó la Navidad ¿y todavía quieres poner un nacimiento?”.
La crisis económica se muestra en todos los ramos de la actividad. En el lobby bar del hotel cierto viajero conoció a una dama de la noche. Después de una copa –o dos, o tres– ella le ofreció discretamente sus servicios. Dijo que gustosamente lo acompañaría a su cuarto, a condición de que no estuviera en el piso 13, pues ese número era de mala suerte para ella. Actuaba con astucia la mujer, pues ya se sabe que ningún hotel del mundo tiene piso 13, por la creencia –relacionada con la Última Cena– de que ese número es fatal. Al viajero le interesó la propuesta comercial de la señora. Le hizo la pregunta obligada: “¿Cuánto cobras?”. Respondió ella: “5 mil pesos. Estoy en promoción”. Ofreció el tipo: “Te doy 500”. “Está bien, vamos –replicó ella tomando su bolso y poniéndose en pie–. Total, peso más, peso menos”.
La abuelita de Dulcilí le preguntó: “¿Cómo te ha ido con tu nuevo novio?”. “Es muy lindo, abue –respondió, feliz, la chica–. Me baja el Sol, la Luna y las estrellas”. “Qué bueno –se congratuló la abuela–, con tal de que eso sea lo único que te baje”.
Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, recibió una gran sorpresa cuando antes de lo anunciado llegó a su casa de un viaje y sorprendió a su marido en la cama acompañado por una morena espectacular. No se turbó el tarambana por la súbita llegada de su cónyuge. Le dijo alegremente: “¡Vieja! ¡Tengo el gusto de presentarte a mi propósito de Año Nuevo!”.
El joven ejecutivo comentó: “Mi nueva secretaria es una muñequita”. Preguntó su pequeña hija, inocente: “¿Y cierra los ojos cuando la acuestas?”.
El exitoso hombre de negocios habló de sus difíciles principios ante los jóvenes a quienes apadrinó en su graduación. Les dijo: “Mi familia era muy pobre. Papá y mamá tuvieron muchos hijos. Cuando en la comida había sopa de letras a mí me tocaba solamente una a”.
Ya conocemos a Avaricio Cenaoscuras, el hombre más cicatero y ruin de la comarca. Su esposa andaba mohína y atufada. Llevaba en los brazos un gato de multicolor pelaje: el minino era negro, blanco, gris, pardo, leonado y amarillo. Una vecina le preguntó: “¿Por qué andas tan molesta?”. Contestó, rencorosa, la mujer: “Avaricio me dijo el día de mi cumpleaños que me iba a hacer un regalo, y me preguntó si lo quería blanco y negro o de colores. Le dije que de colores. Pero yo estaba pensando en un televisor”. Decepción similar sufrió Babalucas. Le contó muy enfadado a un amigo: “Conocí en una fiesta a una hermosa dama. Me dijo que si la visitaba en su casa, me enseñaría su Monet. Y resultó que era una pintura”.
Don Cornulio llegó a su casa y en la recámara oyó ruidos extraños en el clóset. Lo abrió. Adentro estaba un gigantesco negro. Indignado le reclamó el mitrado esposo: “¿Qué hace usted aquí, señor mío? ¡Éste es el clóset de blancos!”.
Una señora se jactaba de las virtudes de su marido. “Entre otras cualidades –le dijo a una amiga– tiene la de ser fiel”. “Lo es bastante –reconoció la otra–. Y lo he felicitado por eso cuando está conmigo”.
La criadita le dijo a su patrona: “Me voy, señora. Ya me cansé de ganar aquí tan poco. Hallé una casa donde me pagarán bastante por hacerme lo mismo que el señor me hace de gratis”.
Un indocumentado logró finalmente su propósito de internarse en los Estados Unidos. Le puso un mensaje a su mujer: “Ya llegué a Dallas”. La mujer le contestó con otro mensaje: “Manda dinero de inmediato. Yo ya estoy llegando a lo mismo”.
Cierto joven curita era asediado de continuo por las mismas tentaciones que hostigaron a San Antonio en el desierto. Un día, desesperado, fue con el buen padre Arsilio, su director espiritual, y le preguntó, angustiado: “Dígame por favor, padre: ¿cuándo se acaban las tentaciones de la carne?”. El anciano sacerdote suspiró con hondura y respondió: “La verdad no lo sé, hijo. Supongo que unos 15 días después de que nos hayamos ido al Cielo”.
Rondín # 9
“La noche estaba divina –relató Dulciflor–. Había una luna llena a cuya luz se podía leer el periódico. Babalucas me llevó en su automóvil al romántico paraje que llaman El Ensalivadero”. “Y ¿qué hizo ahí?” –preguntó una, ansiosa. Respondió Dulciflor: “El muy idiota se puso a leer el periódico”.
Un recién casado le dijo a su mujercita: “Me gustaría que hicieras los suéteres que hace mi mamá”. Respondió la muchacha: “Y a mí me gustaría que hicieras la lana que hace mi papá”.
Un individuo llegó a la oficina de cierto político a pedir trabajo. Le preguntó el político: “¿Ha cometido usted algún delito?”. “Ninguno –respondió el sujeto–. Pero puedo aprender”.
Doña Abusivia estaba en el quirófano. En la sala de espera aguardaban su hija y el esposo de ésta. Después de horas salió el médico y le informó al yerno: “La operación de su señora suegra terminó felizmente”. “¡No me diga, doctor! –exclamó el tipo–. ¿A qué hora pasó a mejor vida?”.
Un tipo le confió a otro: “Estoy muy ofendido con mi mujer. Puso en la recámara un espejo”. “No me parece que debas estar tan enojado –le replica el otro–. Es muy natural tener un espejo en la recámara”. “Sí –admitió el tipo–. Pero ella lo puso de mi lado, y es de ésos que tienen un letrero que dice: ‘Los objetos aparecen aquí más grandes de lo que son en realidad’”.
Los señores hablaban en el club acerca de las excelencias del ejercicio físico, y de cómo puede ayudar a todas las personas, independientemente de su edad. Relató uno: “Mi madre empezó a caminar 5 kilómetros diarios el día que cumplió los 70 años, y ayer llegó a los 90”. “¡Caramba! –exclamó uno–. ¡Deben haberla festejado en grande!”. “No pudimos –se entristeció el señor–. Quién sabe dónde estará después de haber caminado tanto tiempo”.
Pocos saben cómo y por qué se inventó el cinturón de castidad. Sir Galahad iba a partir a las Cruzadas. Un vendedor de seguros se enteró de su partida y fue a ofrecerle un seguro de vida. Sir Galahad se mostraba renuente a comprarlo. El agente le insinuó con mucho tacto que podía morir en el largo viaje hasta Jerusalén, o en algún encuentro con los infieles. “¿Y qué va a hacer vuestra esposa cuando os hayáis ido?” –terminó dramáticamente. Sir Galahad se quedó pensando en lo que haría su esposa cuando él se hubiera ido. Y entonces se le ocurrió lo del cinturón de castidad.
Una amiga le comentó a Doña Macalota: “Me gustan los hombres que llevan cabellos largos. La cara se les ve muy inteligente”. Respondió la esposa de don Chinguetas: “Pues el otro día mi marido llevaba un cabello largo en la solapa, y cuando se lo dije puso cara de pendejo”.
Varios amigos estaban platicando. Contó uno: “Mi suegra fue de visita a mi casa y pasó dos meses con nosotros. Por fin ayer la llevé al aeropuerto”. Dijo uno de los amigos: “Después de una visita tan larga debes estar feliz de que ya se fue”. “Todavía no se va –contestó el tipo–. Su avión sale hasta dentro de una semana”.
Un hombre se casó con una chica que se vestía muy bien y se maquillaba mucho. Alguien le preguntó cómo se sentía en su nueva vida. “No muy bien –respondió mohíno–. Con mi mujer me sucedió lo que con un suéter que compré: se veía mejor en el aparador”.
La nueva secretaria le preguntó al jefe de recursos humanos: “¿Cuántos días tendré de vacaciones?”. “30 días al año –le contestó el jefe–. 15 cuando salgas tú y 15 cuando salga el jefe”
El forastero les comentó a los lugareños: “La ciudad donde vivo tiene un clima muy uniforme. Jamás cambia”. Masculló un viejo: “¿Y entonces de qué chingaos hablan?”.
Dos cantantes folklóricos se presentaron con el empresario. Dijo uno: “Somos el Dueto Vernáculo”. Preguntó el empresario: “¿Cuál de los dos es Verna?”.
Dulciflor, muchacha adolescente, les salió a sus papás con la novedad de que su novio la había embarazado. “¡Mano Poderosa! –exclamó consternada su mamá–. ¿Cómo sucedió eso?”. Explicó ella, llorosa: “Fue aquí en la casa, la noche que ustedes fueron al cine”. Masculló el señor, molesto: “Mejor habría sido que hubieras ido con nosotros”. “¡Cómo puedes decir eso, papá! –se ofendió la muchacha–. ¡La película era sólo para adultos!”.
El señor trataba de convencer a su esposa de que entraran en un club nudista. Ella se resistía a la invitación una y otra vez. “Anda –insistió él–. Te aseguro que será una experiencia interesante”. “Ya te dije que no –reiteró ella–. Jamás me vas a convencer de ir a un lugar donde todas las mujeres llevan lo mismo”.
Dos maridos fueron al zoológico acompañados por sus respectivas esposas. Llegaron a la jaula de los mandriles, esos monos que tienen grandes callosidades de color rojo en la parte posterior. “Son mandriles del Kalahari –les explica el cuidador–. Esos callos les brotan en la época de celo”. “¡Mira! –le dijo uno de los hombres a su mujer– ¡Yo pensé que los tenían porque juegan todos los días a las cartas, como tú!”.
Pirulina era mujer ardiente. Miltonio, su acompañante de esa noche, era cegato. Fueron en automóvil al romántico paraje llamado El Ensalivadero; descendieron del vehículo y se tendieron en el pasto. Comenzaron las acciones, y Pirulina le dijo a su vehemente amigo: “Quítate los lentes. Me estás rasguñando con ellos”. El cegarra obedeció, y prosiguió el urente trance. Poco después le pidió Pirulina: “Ponte los lentes otra vez, Miltonio. Estás besando el pasto”.
“Acúsome, padre, de que estoy entregada en cuerpo y alma al Señor”. Así le dijo doña Loretela al padre Arsilio. “Eso no es pecado, hija –respondió el buen sacerdote–. Antes bien mereces alabanza por estar entregada así, corpus et anima, al Señor”. “¿Al de la tienda?” –preguntó con timidez la penitente.
Rosibel declaró en reunión de amigas: “Mi novio Galahad es decente, caballeroso, comedido y respetuoso. ¡Ya me tiene harta!”.
Don Bedelio, modesto burócrata, perdió su empleo por uno de esos recortes de personal que hacen los jefes cuando necesitan disponer de recursos para sus bonos de gasolina, pago de celular, gratificaciones extraordinarias y seguro de gastos médicos mayores. Buscó trabajo en todas partes y no lo pudo hallar por causa de su edad. Bien pronto se agotaron los escasos ahorros que el infeliz señor había podido hacer privándose de sus sencillos placeres: fumar, ir al cine los domingos y tomarse un café con sus amigos una vez por semana. Llegó a su casa entonces esa indeseada huésped llamada la necesidad. Una noche su esposa Clorilia le dijo: “Ya que no puedes conseguir empleo yo misma saldré a trabajar”. “Pero, mujer –opuso don Bedelio–. No sabes hacer nada”. “Sí que sé –replicó ella–. Domino las artes amatorias, según a ti te consta. Creo poder ejercer en forma competente esa que llaman ‘la profesión más antigua del mundo’. Entiendo que practicándola se saca buen dinero”. Al pobre don Bedelio se le hizo cuesta arriba decir a su señora que carecía de los atractivos físicos que son menester en ese oficio, de modo que ya no argumentó en contra del peregrino propósito de su mujer. Salió ella esa noche. Iba pintada como coche; llevaba una boa de plumas, medias de malla, zapatos de tacón aguja y bolsa de chaquira. Regresó a las 3 de la mañana. Traía mil 50 pesos. “¡Santo Cielo! –se consternó don Bedelio–. ¿Quién te dio 50 pesos?”. Contestó doña Clorilia cayendo derrengada en el sillón: “¡Todos!”.
Rondín # 10
Los recién casados llegaron al hotel donde pasarían su noche de bodas. El empleado del mostrador les dijo después de registrarlos: “Son mil pesos por cada uno”. El muchacho le pidió a su flamante mujercita: “Dame 2 mil pesos, mi vida”. Preguntó ella, desolada: “¿Nada más van a ser dos?”.
Don Ultimiano pasó a mejor vida. Su compadre Pitoncio fue a darle el pésame a la viuda. Gimió ella al recibir su abrazo: “¡Compadre! ¿Qué voy a hacer para llenar el vacío que dejó mi marido?”. Replicó Pitoncio: “¿Se admiten sugerencias, comadrita?”.
Babalucas fue con un médico especializado en trastornos del sueño. Se veía pálido y ojeroso. Le contó que su vecino tenía un perro que se la pasaba ladrando toda la noche. “No puedo pegar los ojos, doctor —le dijo—. ¿Qué me recomienda que no sea Resistol?”. Contestó el facultativo: “Tengo unas píldoras somníferas que de inmediato lo pondrán a dormir”. Así diciendo le entregó las píldoras y su recibo. Días después Babalucas regresó. Estaba más demacrado que la primera vez. Le preguntó el galeno: “¿Usó las píldoras que le di?”. “Sí, doctor —respondió el badulaque—. Pero el desgraciado perro no se las quiere tomar”.
Susiflor le preguntó a Rosibel: “¿Qué tal estuvo la película?”. Contestó ella: “Tiene un final inesperado. Ni tiempo te da de bajarte la falda y abrocharte la blusa”.
Aquel señor no pudo dar fin al negocio objeto de su viaje. Tomó el teléfono y llamó a su casa. Su esposa no estaba, y la llamada la recibió la muchacha de servicio. Le pidió el viajero: “Dígale a la señora que no llegaré hoy; que la veré hasta mañana”. Preguntó la criadita: “¿Quién habla?”. “El señor, claro” —se molestó el hombre. Volvió a inquirir la chica: “¿Cuál de ellos?”.
La mamá de Pepito se enteró de que en la tele iba a pasar un documental en el cual se mostraba un parto natural. Pensó que ya era hora de que su hijo supiera cómo vienen los niños al mundo, de modo que hizo que Pepito viera el alumbramiento. Con ojos muy abiertos el chiquillo miró cómo asomaba la cabecita del bebé. Preguntó con inquietud: “¿Duele eso?”. “Claro que sí –respondió la señora-. Bastante”. Volvió a preguntar Pepito: “¿Y a la mamá también le duele?”.
El marido llegó a su casa y sorprendió a su esposa en trance de refocilación con el vecino. “¡Ira de Dios! –profirió usando un juramento aprendido en tempranas lecturas de Salgari–. ¿Qué están haciendo?”. La señora se vuelve a su mancebo: “¿Lo ves? Te dije que no sabe nada”.
Un tipo le contó a otro: “Anoche vi una película francesa de la nueva ola. En la primera escena un hombre y una mujer están haciendo el amor y…”. “Un momentito –lo interrumpe el otro–. Si los que están haciendo el amor son un hombre y una mujer, esa película ni es francesa ni es de la nueva ola”.
El agente de seguros le sugirió al joven recién casado: “Ahora que tiene usted esposa debería tomar un seguro de vida”. Replicó el muchacho: “La verdad, no creo que sea tan peligrosa”.
Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llevó a la joven Dulcilí, muchacha ingenua, a un día de campo. Al pasar por un prado vieron a un toro que cumplía su función natural con una vaca. Le dijo él a ella con voz insinuativa: “¡Cómo me gustaría hacer lo mismo!”. “Puedes hacerlo –autorizó la candorosa chica–. Nada más espera a que termine el toro, no se te vaya a enojar”.
La mamá de Rosibel se preocupó bastante cuando su hija le informó que se iba a casar con don Senilio, un señor que tenía más años que dos pericos juntos. “Pero, hijita –le dijo consternada–. Tú vas a cumplir 19 años, y ese hombre ya es un setentón”. Contestó Rosibel: “Sí, mami; pero tiene un condominio en Miami, un hotel en París, un departamento en Nueva York, una villa en la Toscana y una casa en Saltillo. También tiene un yate y una limusina con un capitán y un chofer jóvenes y guapos”.
El ciempiés hembra le confió a su amiga: “Es un problema hacer el amor con mi novio. Cuando él termina de quitarse los zapatos a mí ya se me pasaron las ganas”.
Un argentino le comentó a otro: “Oí cantar a la vedette Nalgaria. Para ser sincero te diré que tiene más pompas que voz”. “No puede ser –se amoscó el otro argentino–. ¿Más pompas que yo?”.
Un amigo de Servilio le dijo: “No puedo creer lo que me contaron de ti: que le besaste la mano al gerente del banco para que te otorgara un préstamo de 100 mil pesos”. “¡Anda! –se burló el tal Servilio–. ¡Y no sabes lo que tendrá que besarme él a mí para que se los pague!”.
Empédocles Etílez, hombre dado a beodeces, iba en el coche con su esposa. Soplaba un viento helado, y sin embargo, Empédocles llevaba abierta la ventanilla. Le dijo su mujer. “Hace mucho frío. Sube el vidrio”. “Tienes razón” –admitió él. Y así diciendo echó mano a una botella de tequila que traía bajo el asiento, y llevándosela a la boca le dio dos grandes tragos.
Don Draconio, juez penal, abrió el expediente del reo que había sido llevado a su presencia. Leyó en él: “Fraude. Fraude. Fraude. Acoso sexual”. Dirigió una mirada interrogativa al tipo. “Sí, señor juez –explicó él–. No todo es dinero en este mundo”.
Lord Feebledick llegó a su finca rural después de la cacería de la zorra y sorprendió en la alcoba a su mujer, lady Loosebloomers, ocupada en ilícito trato de libídine con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de faisanes. “Bloody be! –exclamó en paroxismo de iracundia–. Esto, el Gobierno de Lloyd George, las amenazas del Kaiser Guillermo, la conducta de Oscar Wilde y las ideas de Mr. Bernard Shaw son cosas que no se pueden tolerar. Enviaré una carta al Times”. “Ay, Feebledick –le reprochó lady Loosebloomers–. Siempre te he dicho que no hagas escenas delante de la servidumbre”.
Un individuo iba en su coche y desobedeció una señal de alto. Lo detuvo un oficial de tránsito, y al pedirle sus documentos advirtió que el sujeto llevaba una pistola al cinto. Le dijo: “Queda usted arrestado por tener en su persona un arma ofensiva”. Esa misma noche el patrullero hacía su ronda habitual y vio un automóvil estacionado en un lugar oscuro y solitario. Eso le pareció sospechoso. Se acercó al vehículo y proyectó hacia su interior la luz de su linterna. En el asiento trasero del auto estaba una pareja haciendo el amor. La mujer vio al policía y prorrumpió en dicterios contra él empleando maldiciones que habrían avergonzado a un carretonero. Le dijo el oficial al tipo: “Queda usted arrestado por tener en su arma una persona ofensiva”.
En la la merienda de los jueves doña Clorilia les contó a sus amigas: “Mi esposo acostumbra hacerme el amor dos veces”. Todas la miraron con envidia, y una de ellas preguntó: “¿Cuál de las dos te gusta más? ¿La primera o la segunda?”. “La segunda —contestó ella—. La del invierno”. (El señor era de dos veces al año, como la verificación vehicular).
El doctor Ken Hosanna tenía mucha ciencia pero muy poca compasión. Y en el ejercicio de la Medicina una cosa no sirve sin la otra. En cierta ocasión le dijo sin más a su paciente, un infeliz señor: “Le quedan a usted unos cuantos días de vida”. “Doctor —acertó a decir el desdichado con temblorosa voz—. Quisiera oír otra opinión”. “Con todo gusto —respondió el facultativo—. Trump es un cabrón”.
Rondín # 11
Llegó doña Jodoncia a la casa de su yerno y anunció muy orgullosa: “Vengo de las carreras de perros. ¡Gané tres!”. Le dijo con fingida solicitud el yerno: “Permítame ofrecerle una silla, suegrita. Debe usted venir muy cansada después de tanto correr”.
La maestra les pidió a los niños: “Díganme palabras terminadas en –ollo”. Propuso Juanilito: “Pollo”. Sugirió Rosilita”. Rollo”. Manolito contestó: “Repollo”. Y dijo Pepito: “¡Espalda!”.
“Anda, vamos a robarnos un poco de material de los cimientos. Nadie se dará cuenta nunca”. La frase la dijo uno de los contratistas que participaron en la construcción de la Torre de Pisa. Se cumplió aquí la sapientísima sentencia según la cual “Lo que de noche se hace de día aparece”.
Doña Uglilia era más fea que rascarse el fondillo en presencia de personas. Si la veías de lejos parecía un rinoceronte; si la veías de cerca deseabas que mejor fuera un rinoceronte. En cierta ocasión ella y su marido fueron de vacaciones a Cancún. La primera noche de su estancia ahí doña Uglilia abrió la ventana del balcón y suspiró: “¡Qué noche tan romántica!”. “¡Ah, no! —protestó el señor-. ¡Estoy de vacaciones!”.
Babalucas consiguió los favores de una mujer casada. La coscolina señora aprovechaba las ausencias de su esposo, viajante de comercio, para entregarse a ejercicios de libídine con hombres de todo jaez: pobres, ricos y de la clase media; de pelo rubio, castaño y negro; panistas, priístas, perredistas y morenistas; creyentes, agnósticos y ateos; altos y chaparros; gordos y flacos. Y es que sus ideas igualitarias le impedían hacer distinción de persona. Cierta noche que los ilícitos amantes estaban yogando llegó el marido, inesperado. Con agilidad de funámbulo saltó Babalucas de la cama y se metió en un ropero de dos lunas. (Por este dato del ropero ya habrán sacado mis lectores la edad de la señora). Entró el marido en la recámara y dijo preocupado: “Al llegar oí ruidos extraños”. (Nota: Eran los inarmónicos rechinidos del tambor con resortes de alambres que sostenía el colchón. He aquí otro dato interesante para calcular los años de vida de la dama). “Yo no escuché esos ruidos —aseguró la mujer con ese desparpajo que sólo tienen los adúlteros y los políticos que prometen y no cumplen—. Estaba bien dormida”. El marido se inquietó: “¿No sería un ladrón?”. “¡Óigame no! —protestó indignado Babalucas saliendo bruscamente del ropero—. ¡Podré ser muchas cosas, pero ladrón no soy!”.
Don Fenecio pasó a mejor vida, y en su velorio su viuda lloraba desconsoladamente. “No llores, hija mía —la consoló el buen Padre Arsilio—. La vida sigue su curso. Quizá dentro de tres o cuatro años encontrarás un hombre que...”. “¿Tres o cuatro años?” —lo interrumpió ella. Luego, volviéndose hacia uno de los presentes, rompió otra vez en llanto: “¿Lo ves? ¡Tendremos que esperar tres o cuatro años!”.
“Uno de los deberes de la mujer casada es motivar a su marido”. Eso les dijo el conferencista a las esposas de los vendedores de la compañía. En seguida se dirigió a una: “Díganos, señora: ¿cómo estimula usted a su esposo?”. Respondió ella, ruborosa: “¿Quiere que se lo diga aquí, delante de todos?”.
Las conversaciones que se escuchan en las cantinas no son para escucharse. Un tipo comentó en el bar: “Mi esposa tiene dos grandes cualidades: hace el amor muy bien y cocina magníficamente”. Replicó uno de sus amigos: “Lo primero me consta, pero su forma de cocinar podría mejorar bastante”.
En un congreso de ginecólogos se trataba acerca de los diversos anticonceptivos disponibles. Un médico manifestó: “El mejor anticonceptivo que hay es la biznaga”. Supusieron los asistentes que su colega practicaba la medicina natural, y uno preguntó con interés: “La biznaga ¿comida o tomada en jugo?”. “No –contestó el otro–. Puesta en la cama entre el hombre y la mujer”.
Una pareja de casados acudió a un consejero matrimonial, pues tenían problemas en su relación. La esposa se quejó: “Mi marido me trata como si fuera yo un perro”. Inquirió el terapeuta: “¿La golpea?”. “No –aclaró la señora–. Quiere que le sea fiel”.
El hijo del sultán le pidió: “Padre: si no vas a usar tu harén esta noche, ¿me lo puedes prestar?”.
Cierto individuo tenía tratos de fornicio con una mujer casada. Una noche, ya tarde, estaba refocilándose con ella en el domicilio de la pecatriz, pues su marido estaba fueras –así decía la señora– en viaje de negocios. Sucedió que el esposo regresó antes de lo planeado, y los amantes lo oyeron entrar. Tranquila, le ordenó la mujer a su mancebo: “Métete en el clóset”. Obedeció el amante, tembloroso, y desde adentro alcanzó a oír lo que la mujer le dijo a su marido. “Mi amor: sé que vienes cansado, pero tengo hambre y no hay nada en el refrigerador. ¿No serías tan amable de ir a traerme algo de comer? Una hamburguesa, unos tacos; lo que sea”. Fue el hombre a cumplir el encargo, y así el follador pudo vestirse y salir de la casa sin problema, admirado por la sangre fría de su querindonga. Todavía con el susto llegó a su casa y fue a la recámara. Le dijo su esposa: “Mi amor, sé que vienes cansado, pero tengo hambre y no hay nada en el refrigerador”. Etcétera.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, vivía con su abnegada esposa en un departamento, y tenía una vecina de muy buen ver y de mejor tocar, joven mujer de ubérrimo tetamen y superabundante nalgatorio. Cada vez que se la topaba en el elevador le embarraba miradas resbalosas, y aun a veces se atrevió a espetarle ignívomos piropos. Por ejemplo, la susodicha dama tenía los brazos muy vellosos, y el tal Capronio le dijo una mañana: “¡Ay, vecinita! Si así tiene La Villa, ¡cómo tendrá La Lagunilla!”. Ella hacía caso omiso de las majaderías del sujeto y rechazaba siempre sus insinuaciones, pues era señora casada. Su marido, un valetudinario caballero que contaba más años que dos pericos juntos, cuculmeque y esmirriado, entregó un día la zalea al divino curtidor. Quiero decir, haciendo a un lado circunlocuciones o perífrasis, que se murió. Ese lamentable suceso, el cual Capronio consideró feliz, hizo que el muy canalla viese abierta la puerta de su felicidad. Y es que el infame era de los que viven lejos y en plazuela. Don Darío Rubio, sapiente paremiólogo, define eso como “ser muy listo; obrar siempre con ventaja”. Y añade en forma críptica: “Entre léperos esa expresión tiene un significado que no es para escrito”. Juzgó Capronio que su apetitosa vecina estaba ahora disponible, y se decidió a tratarle el punto de inmediato, antes de que algún otro de su misma ralea se le adelantara. Así pues en el velorio del difunto se acercó a ella con escurrimientos de furtiva comadreja y le dijo al oído: “Vecinita: ahora que su marido ha muerto, quisiera ocupar su sitio”. “Me parece muy buena idea, vecino –repuso ella–. Voy a llamar al hombre de la funeraria para que abra la caja, saque a mi esposo y se meta usted en el ataúd”.
El nefario chascarrillo que ahora sigue no recibió el Nihil Obstat o autorización de doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Aun así lo narraré… El niñito fue con su papá a la granja de don Poseidón y vio ahí unos conejos en su jaula. Le preguntó al granjero: “¿Cómo se cogen los conejos?”. “Bueno –explicó el viejo–, el conejo se le sube a la coneja y…”. “No, no –lo interrumpió, azarado, el padre del pequeño–. Mi hijo quiere saber cómo se cazan”. Replicó don Poseidón: “Los conejos no necesitan casarse. Simplemente se le suben a la coneja”.
Un individuo de nombre Agameto Chiclán se consiguió una carta de recomendación de cierto político importante que era compadre de un primo segundo del cuñado de la suegra de un tío del papá de una amiga de su esposa. Armado con esa recomendación buscó trabajo en cierta dependencia de Gobierno. Después de varios meses de solicitar audiencia, y luego de hacer mil 184 horas de antesala, fue recibido al fin por el jefe, a quien hizo entrega de la carta. La leyó con prosopopeya el hombre, aunque esa afectada gravedad no evitó que moviera los labios al leer. Cuando llegó al final de la misiva —ocho minutos después de haber comenzado su lectura— el alto burócrata se impresionó al ver la firma al calce del escrito. “¡Caramba! —exclamó con apuro—. El señor es muy mi amigo. Debo admitir que lo he visto una sola vez, y eso de lejecitos, el día que recibió la constancia de diputado plurinominal, cargo que con tanta dignidad ostenta sobre todo cuando honra con su presencia las sesiones de la Cámara; pero aun así a un amigo de esa categoría no se le puede negar ningún favor. Cuente usted con el empleo”. Preguntó Agameto, nervioso: “¿No me harán alguna evaluación?”. “Ninguna —respondió el funcionario—. La mejor evaluación ya la hizo mi querido amigo al extenderle esta epístola recomendatoria. Ya tiene usted el puesto. Bienvenido al barco”. Volvió a preguntar el otro, temeroso: “Y ¿me practicarán examen médico?”. “¿Para qué? —rechazó el jefe—. Su pelo se le ve brillante y tiene húmeda la nariz, lo cual es señal indicativa de que tiene usted buena salud. Preséntese usted a la chamba… perdón, al trabajo mañana mismo. Su horario será de 9 de la mañana a 3 de la tarde”. Manifestó Chiclán con inquietud: “Le pregunté lo del examen médico porque obra en mí una circunstancia muy especial que quiero hacer de su conocimiento, no sea que luego se sepa y tenga yo algún problema”. “No lo creo —repuso el funcionario—. Pero, en fin, dígame usted cuál es esa circunstancia personal”. “Tuve la desgracia —narró Agameto con vergüenza— de haber nacido sin testículos. Soy hombre; funciono como tal; puedo hacer obra de varón; pero no tengo testículos; carezco por completo de ese par de atributos masculinos. No sé si es que nací sin ellos o están ocultos por causa de lo que llaman criptorquidia. El caso es que no tengo lo que por otros nombres se conoce como testes, dídimos o compañones. Dígame usted si eso es causa de inhabilitación”. “De ninguna manera —respondió el jefe—. Estamos en lo dicho: ya tiene usted el puesto. Eso sí: hay un pequeño cambio en su horario de trabajo. En vez de venir de 9 de la mañana a 3 de la tarde, como le dije anteriormente, vendrá usted de 11 de la mañana a 3 de la tarde”. “¿Por qué?” —preguntó Chiclán—. Respondió el funcionario: “Es que, mire usted: en esta oficina nos la pasamos de 9 a 11 rascándonos eso que a usted le falta. No tiene caso entonces que llegue tan temprano”.
Diálogo brevísimo. “¡Tómame en tus brazos, Leovigildo, y bésame!”. “No”. “¿Por qué no, si somos pareja?”. “Sí, ¡pero de policías, Antonino!”.
Babalucas le contó a un amigo: “Hallé trabajo en San Francisco”. “¿De qué?” —preguntó el amigo. Contestó el badulaque: “Del Rincón”.
Tiempos de la Roma antigua. El médico se dispone a auscultar a su paciente. Le pide: “Diga 33”. El individuo toma aire y dice: “Equis, equis, equis; palito, palito, palito”.
Una mujer entró en el bar y atrajo todas las miradas, pues iba completamente en peletier, quiero decir sin ropa. Se plantó en la barra y le ordenó al cantinero: “Dame un tequila doble”. El hombre no le quitaba la vista de encima. La atractiva fémina le preguntó, amoscada: “¿Qué no has visto nunca una mujer desnuda?”. “A muchas he visto, bendita sea mi suerte —respondió el de la taberna—. Pero me estoy preguntando de dónde te vas a sacar el dinero para pagar la copa”.
Jactancio Narcícez, sujeto presuntuoso, pagado de sí mismo, vanidoso, manifestó en presencia de señoras: “Cuando nací se me dio a escoger entre dos regalos: una buena memoria o un atributo varonil descomunal. Ya he olvidado cuál de los dos regalos escogí”.
Rondín # 12
El bully de la escuela le preguntó a Pepito: “¿Cómo te llamas?”. Respondió él: “Pepito”. “¡Mira! –se burló el bravucón chamaco-. ¡Cambiándole una sola letra a tu nombre pasas a llamarte Peputo!”. Los demás niños rieron aquel dudoso juego de palabras para congraciarse con el farfantón. Le preguntó a su vez Pepito: “Y tú ¿cómo te llamas?”. Contestó el otro, desafiante: “Mi nombre es Heroldino”. “¡Mira! —dijo entonces Pepito—. ¡Cambiándole todas las letras a tu nombre pasas a tiznar a tu madre!”.
El cuento que ahora sigue fue acremente censurado por doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Quien tenga criterio estricto o escrúpulos de moralina debe abstenerse de leerlo. También puede pedirle a alguien que se lo lea. Así se librará del remordimiento de haber puesto en él los ojos… El Príncipe Azul quería casarse con una doncella pura y virginal, ingenua y cándida. Fue con la Cenicienta y le mostró su parte de varón. Le preguntó: “¿Qué es esto?”. “Es la polla” —respondió ella con desparpajo. Al oír tamaña vulgaridad el Príncipe Azul se retiró escandalizado. En seguida buscó a la Bella Durmiente. “¿Qué es esto?” —le preguntó. “Es la polla” —contestó también. Se llevó las manos a la cabeza el Príncipe Azul, lleno de azoro, y luego se alejó precipitadamente. Fue luego con Blanca Nieves y le preguntó: “¿Qué es esto?”. Dijo ella, tímida: “Es la pilinguita”. El Príncipe se alegró. ¡Al fin había hallado una doncella púdica para desposarla! Quiso asegurarse, sin embargo, de su elección y volvió a preguntar: “¿Acaso no es la polla?”. “No -replicó Blanca Nieves-. Polla, lo que se llama polla, es lo que tiene Tontín el de los siete enanos. Lo tuyo es una pilinguita”.
Sir Mortimer Highrump, audaz explorador, iba por lo más profundo de la selva africana, ahí donde la mano del hombre jamás había puesto el pie. Fue enviado a ese remoto sitio por el London Times con el fin de que buscara al famoso doctor Dyingstone. El célebre facultativo, quien además de ser gran cirujano era también competente deshollinador, había huido de Inglaterra, pues cometió un pequeño error al tratar a un paciente: en vez de hacerle la circuncisión le hizo la emasculación. Se defendió ante los magistrados de la Corte diciendo que las dos palabras rimaban perfectamente, pero eso no le valió de nada: fue condenado por el Tribunal. Cuando se vio en el trance de ir a la Torre de Londres cargado de cadenas escapó de la ciudad disfrazado de Campanita, la de Peter Pan. Logró llegar a Southampton, donde abordó un vapor que lo desembarcó en Port Elizabeth. De ahí se dirigió a pie al interior del Continente Negro para esconderse entre los árboles o poniéndose atrás de un elefante. Algunos historiadores dicen que el doctor Dyingstone, quien por su calidad de eminente quirurgo y acertado clínico era médico de cabecera de la reina, no habría podido cometer el error elemental que se le atribuía, y por el cual huyó. La verdadera causa de su fuga, afirman, es que su suegra había ido a visitar su casa por una semana, y llevaba ya en ella 40 años. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Se le apareció de pronto a sir Mortimer en medio de la selva un salvaje antropófago que esgrimió ante él su lanza en actitud amenazante. “Bloody be! —se dijo el audaz el explorador—. Ya me jodí”. Para su sorpresa oyó una majestuosa voz venida de lo alto: “No te has jodido, hijo mío. Toma tu rifle Magnum, de fabricación belga, y dispárale al caníbal”. Iba a obedecer sir Mortimer, pero en eso recordó que se había olvidado de ponerle balas al fusil. El salvaje levantó su lanza. “By Jove! —se consternó el audaz explorador, que no olvidaba los juramentos aprendidos en Eton—. Ya me jodí”. “No te has jodido aún, hijo mío —volvió a escucharse la majestuosa voz–. Toma por el cañón tu rifle Magnum, de fabricación belga, y dale con él un belgazo en la cabeza al antropófago”. Intentó hacer eso sir Mortimer, pero el caníbal se agachó hábilmente y lo único que logró el audaz explorador fue abanicar el aire. El salvaje entonces le apuntó con su lanza. “Ya me jodí” —volvió a decir en su fuero interno el audaz explorador. “Todavía no te has jodido, hijo mío —resonó de nuevo la mayestática voz venida de lo alto—. Arrebátale la lanza al aborigen y clávasela en una nalga, preferiblemente la izquierda, que es la posición que menos me gusta”. Siguió sir Mortimer esa instrucción. Le dijo al antropófago: “¡Mira! ¡Un pajarito!” Imprudentemente volvió la vista el caníbal, y el inglés aprovechó su distracción para arrebatarle la lanza y clavársela en el glúteo izquierdo. Huyó a todo correr el desgraciado gritando a toda voz: “¡Au nantopelandunorayacambono! ¡Au nantopelandunorayacambono”, lo cual significa en lengua de antropófagos: “¡Ay nanita! ¡Ay nanita!”. Al oír los gemidos de su jefe los demás salvajes acudieron de inmediato, y sir Mortimer se vio rodeado de mil caníbales que esgrimían ante él sus lanzas y le gritaban al unísono: “¡Bo! ¡Bo!”, lo cual significa en lengua de aborígenes: “Vas a ver, cabrón e hijo de la chingada. No te la vas a acabar, güey. Vas a ver, cabrón e hijo de la chingada. No te la vas a acabar, güey”. Se oyó entonces la voz venida de lo alto que dijo con sombrío acento: “Uta, hijo mío. Se me hace que ahora sí ya te jodiste”.
Una joven mujer embarazada consultó a cierta adivinadora. Tras ver su bola de cristal la vidente le anunció: “Cuando nazca tu niño el padre de la criatura morirá”. “Sea por Dios —suspiró la consultante—. ¿Pero al menos mi esposo estará seguro?”.
Avaricio Cenaoscuras estaba en el lecho de agonía. Llamó su hijo y con voz feble le manifestó: “Este reloj perteneció a mi abuelo. Mi abuelo se lo entregó a mi padre, y mi padre me lo dio a mí. Ahora quiero que tú lo tengas. Te lo doy barato”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, narró su más reciente experiencia sentimental: “Nos conocimos, nos casamos y nos divorciamos. ¡Qué semanita!”.
Dulciflor, doncella núbil, estaba en vías de tomar estado. Quiero decir que se iba a casar. Importante institución es el matrimonio. Constituye el cimiento de la sociedad. Eso explica por qué actualmente la sociedad se mira tembleque y agrietada, como casa ruinosa con los cimientos quebrantados. Dice un antiguo dicho que el hombre se casa cuando quiere, y la mujer cuando puede. La historia de Dulciflor confirma ese apotegma. Inútilmente había buscado un hombre que aceptara el compromiso del casorio. Desesperaba ya de hallarlo cuando un buen día le salió un galán dispuesto a dejarse conducir al ara, si no del sacrificio sí del esponsalicio. Dulciflor, con la listeza propia de su sexo, le echó el lazo en menos tiempo del que tarda en persignarse un cura loco. La verdad es que el hombre no seduce, es seducido; no conquista, es conquistado. El matrimonio es un combate en el cual las batallas se libran después de que uno de los combatientes ya ganó la guerra. El hombre se resigna al matrimonio con tal de tener sexo, en tanto que la mujer se resigna al sexo con tal de tener matrimonio. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Dulciflor, que contaba ya 25 años de edad, era virgen. Ni se lo alabo ni se lo reprocho: me limito a consignar el dato. Sabía, sin embargo, las cosas de la vida, tanto por sus lecturas como por sus conversaciones con amigas solteras y casadas —sobre todo solteras— de mayor experiencia que la suya. Además iba con frecuencia al cine, y las películas, que antes eran proyectadas en una sábana, suceden ahora casi todas entre sábanas. Por eso ya estaba preparada para la ocasión. Aun así le pidió consejo a su abuelita, señora que por haberse casado cuatro veces y enviudado otras tantas sabía mucho acerca de la condición matrimonial. Le dijo: “Abue: no sé qué ropa ponerme en mi noche de bodas. Tengo en mi trousseau un negligé tenue, vaporoso, que no deja nada a la imaginación; un brassiére mínimo que descubre en el realzado busto la insinuación de las areolas; un brevísimo pantie audazmente crotchless, de encaje transparente que no alcanza a velar la incitante sombra del llamado mons veneris; un liguero francés de seda negra, y medias de igual color con raya, como aquéllas que se quitó Sophia Loren ante Marcello Mastroianni en la inmortal escena de striptease de la película “Ayer, hoy y mañana”. Pero tengo también un ajuar totalmente contrario a ése. Lo conforman una vieja bata de popelina beige que por arriba me tapa hasta las orejas y por abajo me cubre hasta las uñas de los pies; un anticuado corpiño de color salmón; unos calzones bombachos de los tiempos de Maricastaña capaces de abatirle el ánimo al más enhiesto amante, y unas medias de popotillo café de ésas a las que se les hace un nudo arriba para que no se bajen. Estoy en un dilema, abuela. No sé si ponerme aquella ropa sensual, provocativa, como diciéndole a mi novio: “Aquí me tienes, toda para ti. Que no quede comarca de mi cuerpo que no visites con tus manos, tus labios o tu lengua”, o vestir aquel atuendo púdico para decirle: “Soy casta. Soy honesta. Me son ajenas las cosas del amor”. ¿Cuál de los dos atavíos crees que debo ponerme en mi noche nupcial?”. “Mira, hija —le contestó al punto la abuela—. Ponte lo que te dé la gana. Al cabo de cualquier manera vas a marchar”.
Con motivo del Día del Amor y la Amistad don, Chinguetas le envió un gran ramo de flores a su esposa doña Macalota. Ella no tenía en mente la fecha, de modo que se preguntó: “¿Ahora qué chingaos habrá hecho este cabrón?”.
Un head hunter o buscador de talentos estaba en la Ciudad de México y vio en la televisión un video que mostraba cómo dos pandilleros de una colonia brava le robaban las cuatro llantas a un automóvil en 10 segundos. Pensó que aquella artesanía mexicana podía ser de utilidad en el mundo de las carreras de autos. Pagó entonces la fianza de los raterillos y los llevó consigo a Inglaterra. Ahí ofreció los servicios de sus pupilos a la famosa escudería McLaren. Dijo a sus directivos que los mexicanos podían cambiar en los pits las llantas de los coches en la mitad del tiempo que las cuadrillas locales. Los británicos, escépticos, pidieron ver una prueba de comportamiento. Pusieron un auto de carreras en uno de los pits y cronómetro en mano les tomaron el tiempo a los mexicanos. En 10 segundos flat, éstos no sólo le cambiaron las llantas al coche de la McLaren: además lo pintaron de otro color, le cambiaron el número de registro, le pusieron placas sobrepuestas y le vendieron el auto a la Ferrari.
Nos hallamos en la Edad Media. Un pobre campesino se ganaba la vida llevando cargas en su carretón tirado por un viejo caballo. Una noche, al regresar a casa, el jamelgo cayó muerto de repente. Su infeliz dueño se echó a llorar desconsoladamente: “¿Cómo ganaré ahora el pan para mis hijos?”. Lo oyó un fraile benito y le dijo: “No llores más, buen hombre. Ven conmigo”. Lo llevó a donde estaba la cuadra de finísimos caballos del señor feudal y le indicó: “Escoge uno”. “¿Cómo? –se asustó el campesino–. Eso sería robar a mi señor. Iría yo a la horca”. Replicó el fraile: “Tal cosa no sucederá, hijo mío. Anda; toma un caballo, el que quieras, y llévatelo”. Así lo hizo, aunque temblando, el campesino. El fraile entonces se echó a dormir en el lugar donde dormía el caballo. Llegó a poco el señor feudal y se asombró al ver ahí un monje. Lo despertó y le dijo: “¿Qué hace usted aquí, hermano?”. “¡Bendito sea Dios! –clamó el fraile–. ¡Por su infinita misericordia he vuelto a mi ser original!”. “No entiendo” –se intrigó el otro. Narró el benito: “En cierta ocasión falté a mi voto de castidad y tuve trato de fornicio con una mujer. En castigo, el Justo Juez me convirtió en caballo. Aquí estuve, en tu establo, hasta ahora que por su perdón he vuelto a ser lo que antes fui”. “¡Milagro!” –prorrumpió el noble. Y tras dar de comer y beber al monje lo despidió pidiéndole sus oraciones. Días después el señor feudal iba por el camino y vio venir un carretón tirado por un caballo. Lo reconoció: era su caballo. Fue hacia él y le dijo: “¡Ay, padrecito! ¡Ya volvió usted a las andadas!”.
¿Qué le sucedió a don Cornulio el día que llegó a su casa antes de lo acostumbrado? Le aconteció hallar a su mujer en la cama, sin ropa —sin ropa la mujer, digo, no la cama— y en actitud voluptuosa de Cleopatra, Olimpia o Maja Desnuda. No sólo eso: en el sillón que estaba al pie de lecho vio un terno. ¿Qué es un terno? Es un conjunto de tres cosas de la misma especie, en este caso un saco, un chaleco y un pantalón de hombre. Vio también una camiseta y un short, prendas igualmente masculinas. Le preguntó a su esposa, receloso: “¿De quién es esa ropa?”. “Es mía” —respondió con cachaza la señora. “¿Cómo que es tuya? —se amoscó don Cornulio—. ¡Esa ropa es de hombre!”. “¿Acaso no lo sabes? —le dijo ella—. Está de moda que las mujeres nos vistamos con ropa de varón. Eso es parte de la liberación femenina y de la lucha por la igualdad de géneros”. “Ya veo —se calmó el señor—. Encuentro plausible tu explicación, y la creo. Pero así en el sillón el terno se arrugará. Voy a colgarlo en el clóset”. La señora se apresuró a decirle que ella misma lo colgaría. Demasiado tarde. Abrió la puerta del clóset don Cornulio. Dentro estaba un individuo más desnudo aún que la mujer, pues ésta al menos traía sus aretes, y el tipo no llevaba ningún accesorio. Hecho un obelisco (Nota de la redacción: seguramente nuestro amable colaborador quiso decir: “Hecho un basilisco”) el mitrado esposo le preguntó al sujeto: “¿Qué hace usted aquí?”. “Mire, señor —respondió el otro, imperturbable—. Si le creyó a su esposa eso de que está de moda que las mujeres vistan ropa de hombre, también me creerá a mí si le digo que estoy aquí esperando el autobús”.
Don Chinguetas vio en la tele un programa sobre el derecho a una muerte digna. Preocupado le pidió a su esposa: “Nunca dejes que viva yo una vida artificial. No quiero estar atado a aparatos, ni depender del líquido de una botella”. Al punto doña Macalota fue hacia él; le apagó el televisor; le quitó el iPhone y la tableta y se llevó la botella de cerveza que su marido estaba tomando.
Decía el esposo de doña Jodoncia: “El matrimonio es muy útil. Gracias a él no tienes que pelear con extraños”.
Sir Mortimer Highrump, audaz aventurero, fue a explorar los bosques de Canadá, uno de los dominios del vasto imperio de Su Majestad Británica. “Tenga cuidado con los osos –le advirtió un lugareño-. Para advertirles de su presencia, y que no lo ataquen, lleve un cinturón con campanitas. Su sonido los alejará”. Preguntó el audaz explorador: “¿Cómo sabré si por donde voy hay osos?”. Respondió el lugareño: “Por sus excrementos”. Inquirió Sir Mortimer: “¿Y cómo sabré si los excrementos que veo son de oso?”. “Los identificará fácilmente -contestó el otro—. Son los que tienen campanitas”.
Dulciflor, joven soltera, le pidió a su padre que la acompañara a un dispensario. Ahí le anunció solemnemente que estaba en trance de volverlo abuelo. “¡Santo Cielo! —profirió el señor—. ¿Y por qué para decirme eso me trajiste a un dispensario?”. Respondió, humilde, Dulciflor: “Para que me dispenses”.
Don Chinguetas y doña Macalota celebraron sus bodas de plata con un banquete en el casino de la ciudad. A los postres el señor se puso en pie y dijo: “Queridos amigos: permítanme ustedes unas breves palabras. Deseo expresar mi gratitud a la persona que durante estos 25 años ha sido compañía en mi soledad y consuelo en las horas difíciles; que me ha aconsejado siempre; que ha compartido mis tristezas y mis alegrías; que me ha escuchado y ha soportado con paciencia mis malos humores y mi trato, injusto a veces. Quiero...”. La emoción le puso un nudo en la garganta y ya no pudo continuar. En los ojos de su esposa brotaron las lágrimas. Los asistentes, a fin de romper la tensión, aplaudieron y empezaron a gritar a coro: “¡Beso, beso, beso!”. Don Chinguetas, conmovido, fue y le estampó un sonoro beso en la mejilla al cantinero del casino.
Tetina, muchacha exuberante anatomía pectoral, le dijo con voz grave a su galán: “Libidiano: las palabras que te diré te las dice mi corazón”. “Está bien —respondió el salaz sujeto—. Quítate la blusa y el brassiére para poder oírlo bien”.
Al salir de la iglesia donde se acababa de casar, la novia, ante la estupefacción de los invitados, se levantó el vestido, se bajó el chonino y le mostró las pompas a un tipo que estaba entre los invitados. El novio acudió presuroso a cubrir el trasero de su mujercita. “No te enojes, mi vida –le dijo ella-. Este imbécil fue mi novio antes que tú. Sólo quería yo que el indejo viera de lo que se perdió”.
“¡Qué bien cantas, Melbina!”. “Y eso que tengo laringitis”. “¡Qué bien bailas, Melbina!”. “Y eso que tengo pies planos”. “¡Qué bien haces el amor, Melbina!”. “Y eso que tengo herpes”.
El doctor Ken Hosanna salió de cacería muy temprano un domingo por la madrugada. En las afueras de la población se topó con don Arsilio, el cura párroco del pueblo, que se dirigía a oficiar la misma de alba. “¡Dichosos los ojos, médico! –le dijo el presbítero al facultativo-. ¿Tan temprano, y ya va usted a ver a sus pacientes?”. “No voy a eso –se amoscó el galeno-. Voy de cacería. ¿Acaso no ve usted el rifle?”. “Lo veo –replicó el buen sacerdote-, pero pensé que lo traía por si le fallaban los recursos de la ciencia”.
Rondín # 13
El gendarme del barrio se hallaba en su esquina de costumbre cuando junto a él pasó Pepito corriendo a todo correr. Tras él corría don Sinople, señor de buena sociedad, que perseguía hecho una furia al muchachillo al tiempo que esgrimía amenazante su bastón de junco con puño de marfil en forma de toisón y le gritaba sonoras maldiciones: “¡Truhán! ¡Malandrín! ¡Pícaro! ¡Bribón! ¡Bellaco! ¡Perillán!”. El policía le preguntó al señor echando a correr a la par de él: “¿Qué le sucede, don Sinople? ¿Por qué persigue así a ese chamaco?”. Respondió el empingorotado caballero: “Me preguntó la hora, y cuando le dije que faltaban 10 minutos para las 10 me dijo: ‘A las 10 en punto vaya usted a tiznar a su mamá’. No puedo tolerar una ofensa de tamaña gravedad, ni siquiera viniendo de un muchacho. Ha de saber usted que mi señora madre fue doña Recesvinda Gules, hija de un grande de España. Casó con el Marqués Otte, inglés, pariente en octogésimo segundo grado del rey Jorge, y vivió con él en Bombay hasta su muerte, causada por trompazo de elefante. De regreso en España casó en segundas nupcias con mi padre, coronel de artillería en la Brigada Carmen Franco. ¿Piensa usted, señor jenízaro, que viniendo de tan ilustre origen puedo yo dejar sin castigo la ofensa inferida por ese insolente cebollino a la memoria de mi progenitora?”. Todo eso lo dijo don Sinople sin dejar de correr ni de esgrimir, amenazante, su bastón de junco con puño de marfil en forma de toisón. El gendarme, que seguía corriendo junto a él sin perder paso, le preguntó: “¿Qué fue lo que le dijo el muchachillo?”. “Se lo repito –contestó el señor-. Me preguntó la hora. Yo saqué mi reloj de bolsillo, regalo de primera comunión de mi padrino, el Conde Naddo-Alhorca, dueño de grandes extensiones de olivares y el mayor envasador de aceitunas tetudas en Andalucía. Le informé al chico: ‘Faltan 10 minutos para las 10’. Y él me respondió: ‘A las 10 en punto vaya usted a tiznar a su mamá’. Por eso corro tras él gritándole sonoras maldiciones y esgrimiendo amenazante mi bastón de junco con puño de marfil en forma de toisón”. Sin dejar de correr junto al señor le dijo el gendarme: “Y ¿para qué se apresura usted, don Sinople? Todavía faltan 9 minutos para las 10”.
Don Ultimio pasó a mejor vida. Muy bien lo dijo Borges: “Morir es una costumbre que sabe tener la gente”. Poco después falleció también su cónyuge, doña Paciana, con quien el señor había vivido 60 largos años. Sucedió que la mujer entró en el Cielo, y lo primero que vio fue a su marido, rodeado de bellas almas de mujer a las que entretenía con su ingeniosa charla. Doña Paciana fue hacia él corriendo, los brazos abiertos y la expresión sonriente. “¡Esposo mío! –le dijo jubilosa-. ¡Qué bueno que te encuentro! ¡Ahora podremos vivir juntos toda la eternidad!”. “¡Ah no! –rechazó con energía don Ultimio. ¡Yo dije nada más: ‘Hasta que la muerte nos separe’!”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, se jactaba de dominar todas las técnicas eróticas, lo mismo orales que genitales, igual digitales que manuales, más otras de su propia invención tan exóticas y raras que no podían ser inscritas en ninguna de las categorías mencionadas. Cierta noche el salaz sujeto se vio en un cuarto de hotel con una chica que al parecer estaba abierta a cualquier forma de experimentación. Le preguntó: “¿Qué te gustaría que te hiciera, linda?”. Respondió al punto la muchacha: “Un cheque”.
Sir Mortimer Highrump, audaz explorador inglés, recibió del Zoológico de Londres el encargo de atrapar un gorila para la colección real. Su esposa le dijo que no le daría permiso de salir de casa si no la llevaba a ella y a su mamá a la expedición. El famoso aventurero hubo de allanarse a la pretensión de su mujer. Ya en la jungla sir Mortimer salió del campamento una mañana acompañado por un guía y por su suegra, que iba a buscar tierra pa’ las macetas, producto que, dijo, escaseaba en la capital del Imperio. De súbito apareció un feroz gorila que se lanzó rugiendo sobre la señora. “¡Rápido! —le dijo el guía a sir Mortimer—. ¡Dispárele a la bestia!”. “Espera un poco —replicó el audaz explorador—. Quizá el gorila me ahorre el tiro”.
“Dime, Pepito—preguntó la maestra—: ¿qué significa la palabra ‘monogamia’?”. “No lo sé exactamente, profesora —respondió el chiquillo—, pero imagino que tiene algo qué ver con ‘monotonía’”.
Babalucas fue contratado como extra en una película de indios. “Preséntese en taparrabos” –le indicó el director del film. Al día siguiente Babalucas llegó luciendo un trapo que sólo le cubría la parte de atrás y dejaba a plena vista las partes pudendas delanteras. Le reclamó el director: “Le pedí que viniera en taparrabos”. “Y así vengo –replicó el badulaque-. Usted no dijo que trajera también tapapichas”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, le ordenó a su chofer Aurigio que fuera a la farmacia de la esquina y le comprara una caja de Kotex. El tal Aurigio era escaso de caletre, de modo que cuando el farmacéutico le preguntó qué necesitaba contestó rascándose la cabeza: “No recuerdo qué fue lo que me encargó mi patrona, si Cutex, Kodak o Kotex”. “Seguramente te encargó Kotex –respondió el de la farmacia-. No creo que la señora se lo quiera pintar o retratar”.
Don Apoteco, farmacéutico, fue al banco y dejó la farmacia a cargo de su hijo mayor, Apotequito. Le recomendó que atendiera solamente los pedidos acompañados de receta; los otros ya los vería él a su regreso. Mas sucedió que un hombre llegó poseído por gana irrefrenable de rendir un tributo mayor a la Naturaleza, y le pidió al jovenzuelo algo que lo ayudara a contener tal pujo. El muchacho se resistía a darle algún medicamento, pero el señor insistió con deprecativo afán: si no le daba algún remedio, dijo, ahí mismo sucedería un desaguisado. Nervioso, el muchacho le dio unas pastillas. El apurado tipo las consumió en el acto, tras de lo cual se retiró. Poco después llegó don Apoteco, y su hijo le contó lo sucedido. “¡Por Avicena, Banting, Bernard, Carrel, Esculapio, Fleming, Galeno, Hahnemann, Hipócrates, Jenner, Koch, Lister, Paracelso, Paré, Pasteur, Pauling, Salk y Wassermann! —juró el de la farmacia invocando el nombre de médicos famosos. Y añadió: “Perdón si omití a alguno”. Le recordó el muchacho: “Don Santiago Ramón y Cajal”. “Ah, sí —reconoció el farmacéutico—. Pido disculpas a los tres”. Le preguntó en seguida a su hijo: “¿Qué le diste a ese hombre?”. “Pastillas de Passiflora” —respondió el mozo. “¡Imprudente! —clamó el apotecario—. ¡Eso no es para contener los amagos de diarrea, carrerilla o pringapiés! ¡Es un calmante! ¡Iré a buscar al cliente!”. Salió, presuroso, y preguntó a los vecinos si lo habían visto. Le dijo uno: “Yo vi a un sujeto que iba en dirección del parque”. Allá fue el de la botica y, en efecto, vio al hombre sentado en una banca. Se dirigió a él y le preguntó, cauteloso: “¿Cómo está usted, señor?”. “Muy bien, gracias —respondió el otro cortésmente—. Hecho de todo, pero muy tranquilo”.
Doña Macalota le comentó a su vecina: “A mi marido le digo ‘El oso’”. “¿Por lo fuerte?” —se admiró la vecina. “No, —precisa doña Macalota—. Le digo ‘El Oso’ porque después de cumplir el acto de la reproducción tiene que invernar seis meses”.
Doña Pacata, mujer célibe y beata, sentía inexplicable rabia al ver las cópulas caninas. Cuando un perro y una perra se ayuntaban cerca de su casa, y quedaban pegados, ella salía con una tina de agua hirviendo y arrojaba su ardiente contenido sobre los caniches, con lo cual cada uno salía a toda carrera por su lado lanzado aullidos que la cruel mujer creía de dolor, pero que eran en verdad terribles maldiciones lanzadas por los canes contra ella. Cierto día el vecino estaba ayudando a su esposa a cerrar el zipper trasero de su falda. Tanto se le acercó que el cierre de su pantalón quedó trabado con el de su mujer. En vano intentaron separarse: no pudieron. Dijo el hombre: “Necesito unas pinzas. En el taller de la esquina tienen; vamos a pedirlas”. Así pegados salieron a la calle, con la parte delantera de él pegada a la trasera parte de ella. Los vio pasar Pacata y le gritó a su criada: “¡Famulina! ¡El agua caliente, rápido!”.
El viejecito y la ancianita conversaban. Dijo él: “A veces pienso, Veterina, que Dios se equivocó en algunas cosas”. “¿Por qué supones eso, Gerontino?” —se extrañó ella. Explicó él: “Debió haber hecho que tuviéramos los bebés a los 80 años. A esa edad de cualquier modo tienes que levantarte cada tres horas”.
Hay maridos de una vez al día. Otros son de tres veces por semana. Los hay de una vez cada mes, y otros son de una ocasión al año. Don Languidio Pitocáido era de una vez por sexenio, y ya le debía a su mujer de Ruiz Cortines para acá. Cierto día don Languidio leía un libro sobre la Naturaleza. Le comentó a su esposa: “Aquí dice que las arañas tejen su tela en los lugares más extraños. Unos investigadores hallaron una tela de araña en el periscopio de un submarino”. “Que vengan a verme —replicó la señora— y hallarán otra en un lugar más extraño todavía”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, logró por fin que Dulcilí, muchacha ingenua, lo visitara en su departamento. Tan pronto se sentaron en el sillón de la sala el salaz individuo apagó la luz. Le preguntó la cándida doncella: “¿Quieres ahorrar energía?”. “No –respondió el lascivo galán-. Me dispongo a gastarla toda en ti”.
Un severo genitor amonestaba a su pedigüeño hijo: “Aprende, Gastolfo, que hay cosas más importantes que el dinero”. “Claro que las hay -reconoció el muchacho-. Pero si no traes dinero no salen contigo”.
El avispado pretendiente invitó a salir a Violetela. Ya en el coche le dijo: “Sé que eres muy tímida; por eso pensé en un código de señales por medio del cual me puedes decir lo que deseas, sin tener que hablar. Si sonríes levemente eso significará que quieres que te tome la mano. Si sonríes con una sonrisa más abierta yo entenderé que deseas que te bese. ¿Qué te parece?”. Al punto Violetela prorrumpió en una estrepitosa carcajada.
Celiberia, soltera entrada en años, cambió de trabajo. Le advirtió una de sus nuevas compañeras: “Y nunca te quedes sola en la oficina con el señor Salacio, ese gerente joven y guapo. Tiene fama de abusador sexual: se dice de él que si tiene a su alcance a una mujer la derriba, le desgarra la ropa y le hace el amor apasionadamente”. “Gracias por advertírmelo -respondió Celiberia-. Procuraré traer puros vestidos viejos”.
Un sujeto fue llevado ante el juez. El policía que lo detuvo le encontró en su mochila herramientas de las que usan los ladrones para forzar cerraduras y abrir puertas. Le dijo el juzgador al individuo: “¿De modo que es usted ratero?”. “¿Por qué piensa eso de mí?” -protestó el individuo con aire de ofendido. Contestó su señoría: “Trae usted herramientas de ladrón, ¿no?”. Replicó el sujeto: “Entonces acúseme también de violador’”. Se extrañó el juez: “¿Por qué?”. Respondió el hombre: “También traigo la herramienta”.
Recordemos lo que le sucedió a Sufricia, la abnegada esposa de Capronio. Su marido la llevó al futbol. Al terminar el juego se hizo una aglomeración en la puerta de salida. Capronio le pidió a su mujer que se pusiera atrás de él para abrirle paso entre la multitud. A poco Sufricia se quejó: “Viejo: acá atrás un pelado me viene agarrando las pompas”. “No te preocupes –le contestó Capronio–. Yo me voy vengando acá delante”. El ruin sujeto aplicaba a su manera la ley del talión: ojo por ojo, diente por diente, y en este caso nalga por nalga.
Aquellos novios se vieron por fin solos en la habitación del hotel donde pasarían su noche de bodas. Con delicadeza, tomando en cuenta la inocencia de su noviecita, el anheloso galán consumó el matrimonio en la debida forma. Al día siguiente, sin embargo, la desposada se quejó: “Mi mamá me echó una mentira”. “¿Qué mentira te echó?” –le preguntó, intrigado, el muchacho. Respondió ella: “Me dijo que anoche me iba a suceder algo que nunca me había sucedido, que no me fuera a asustar. Eso explica por qué me viste nerviosa, preocupada. Pero pasó la noche, y no me sucedió nada que antes no me hubiera sucedido ya”.
“Soy pacifista –declaró aquel hombre–. Por eso no veo deportes como la lucha libre o el box; por eso no estudié la carrera de las armas; por eso no me casé…”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, fue a la farmacia del barrio y le pidió al farmacéutico media docena de condones. “¿Por qué tan pocos? –le preguntó el de la farmacia–. La semana pasada me pediste una docena, y la antepasada docena y media. Ahora quieres nada más seis. ¿Por qué?”. Explicó el salaz sujeto: “Estoy dejando el vicio poco a poco”.
Doña Torona se lamentaba, pesarosa: “¡Pobrecitas mis hijas! ¡Las cuatro se casaron, y a las cuatro los maridos les salieron cornudos!”. Yo conozco a las tales, y sé los apodos que el vulgacho les impuso a causa de sus devaneos carnales. A la mayor le dicen “La sopa”, por caliente y aguada. A la que sigue, empleada en una fábrica, la nombran “La pies planos”, porque pisa con toda la planta. A la tercera le aplicaron el mote de “La carreta”, porque con cualquier buey jala, y a la menor la llaman “Pénjamo”, como la bella ciudad guanajuatense, por su gran variedad de pájaros.
Avidia, codiciosa mujer, soñaba en casarse con don Crésido, añoso caballero, pero rico. Le dijo para animarlo: “Quizá tendremos hijos”. “Imposible —opuso el valetudinario—. Mis papás no me permiten tener hijos”. “¿Tus papás?” —se asombró la gold digger. “Sí —suspiró don Crésido—. La Madre Naturaleza y el Padre Tiempo”.
En aquella región los granjeros se dedicaban todos a la crianza de cerdos. En junta de productores dijo uno: “Para mejorar el precio de las crías cruzo mis puercas con un semental Duroc-Jersey”. Declaró otro: “Yo las cruzo con unYorkshire”. Manifestó un tercero: “Yo empleo un semental Chester”. Otro granjero, el de mayor edad, oía todo aquello sin hablar. “Y tú —le preguntaron— ¿qué haces para mejorar el precio de tus puercos?”. Respondió el hombre: “Cruzo mis cerdas con un turista”. “Con un ¿qué?” —se asombraron todos—. “Con un turista —repitió el señor—. Las dejo sueltas cerca de la carretera ¡y vieran el precio que les saco a los turistas cuando las atropellan!”.
Eran las 3 de la mañana y el marido no llegaba a casa. Lo hizo a las 3 y media y empezó a pegar de gritos y a dar grandes golpes en la puerta. Su esposa asomó por la ventana del segundo piso y le dijo que no le abriría. El ebrio elevó aun más el tono de la voz, con lo que todos los vecinos salieron a averiguar lo que pasaba. El beodo se dirigió a ellos: “Mi mujer no me quiere dejar entrar, amigos —les dice—. Presume de virtuosa, pero, para que lo sepan, yo la llevé a la cama antes de casarnos”. “Eso no tuvo gracia, vecinos —informó la mujer desde la ventana—. Lo mismo hicieron todos sus amigos”.
Rondín # 14
Volupticio, mancebo con la hormona alborotada, llevó en su automóvil a Dulcilí, muchacha ingenua, al romántico paraje llamado El Ensalivadero. Ahí le pasó un brazo sobre el hombro. Luego, como quien no quiere la cosa, le puso una mano en la rodilla. Después, conforme a un plan preconcebido, empezó a hablarle de lo breve que es la vida, a fin de convencerla de disfrutarla ahí mismo. “Dulcilí —empezó, solemne—. Estoy pensando en el más allá”. “Me lo imagino —repuso la muchacha—. Pero no subas la mano de ahí donde la tienes ya”.
Doña Vedova acudió ante un abogado y le dijo: “Vengo a verlo porque mi esposo murió intesticulado”. “Querrá usted decir ‘intestado’, señora” —la corrigió amablemente el licenciado. “No —replicó la mujer—. Intesticulado. El médico le iba a hacer la circuncisión y se le pasó la mano”.
Un tipo estaba bebiendo desaforadamente en el bar. Su amigo le preguntó: “¿Por qué estás tomando así?”. Contestó el sujeto: “Mi esposa se fue con mi mejor amigo”. El recién llegado se desconcertó. Le dijo: “Creí que yo era tu mejor amigo”. “Lo eras –replicó el individuo–. Ahora tienes el segundo lugar”.
La periquita de Celiberia estaba flaca y consumida, pese a tener comida en abundancia. Por fin su dueña halló la causa: todos los días el perico de la casa de enfrente se cruzaba por un alambre de la luz, le hacía el amor a la lorita y luego se despachaba toda la comida. A fin de darle un escarmiento doña Celiberia peló el alambre eléctrico, y cuando el loro iba de regreso bajó el switch. Con eso el abusivo cotorro recibió una tremenda descarga que le erizó las plumas y lo dejó patidifuso. De nada sirvió el escarmiento. Al día siguiente llegó el pícaro loro otra vez. Se comió todo el alimento y luego le dijo a la periquita: “Hoy no vamos a follar, Polly. Ayer me dio una congestión”.
Iba a empezar la asamblea del sindicato, y Babalucas probaba el micrófono: “Bueno... Bueno... Probando, probando... Sí... Sí... Tres por tres siete; tres por tres siete...”. Desde abajo le dijo un compañero: “No seas indejo. Tres por tres son nueve, no siete”. “El indejo eres tú –replicó Babalucas–. No estoy multiplicando; estoy probando un micrófono”.
Estamos en el naufragio del Titanic. Todos los botes salvavidas habían sido bajados ya, y llenos de espantados pasajeros se alejaban del sitio del desastre para no ser sorbidos en el vórtice que causaría el inminente hundimiento del enorme navío. Quienes habían quedado a bordo se arremolinaban en la cubierta. Se oían gemidos, imprecaciones, gritos, oraciones. De pronto el barco escoró, y todos fueron en desorden a la borda para saltar al agua. Desde el castillo de proa, un gentleman inglés fumaba su pipa y miraba a la aterrorizada muchedumbre a través de su monóculo. “No se empujen, señores; no se empujen –le pidió, flemático–. Hay mar para todos”.
Capronio, hombre ruin y desconsiderado, compró a bajo precio mil latas de sardinas, pues le dijeron que estaban echadas a perder. Llegó el inspector de salud pública y abrió una. Le dijo a Capronio: “Esto no se puede comer. Las sardinas están perdidas”. “Ya lo sé –repuso el bellacón–. Pero no las quiero para comerlas. Las quiero para venderlas”.
Al agente viajero se le descompuso el coche en medio del campo y se vio obligado a pedir asilo a un granjero. Le rogó que le permitiera pasar la noche en su casa. “Sólo tengo una cama disponible –dijo el viejo–, y en ella se acuesta mi hija de 18 años. Podrá compartir la cama con ella. Pero pondré una almohada entre los dos. Si usted la brinca, se las verá conmigo”. Replicó el otro, muy digno: “No haré tal cosa, señor mío. Soy un caballero”. Cumplió su promesa, en efecto: toda la noche pasó sin que pasara nada. Al día siguiente, el viajero caminaba con la chica por las inmediaciones de la granja. Un súbito golpe de viento le arrebató a la muchacha el sombrerito que lucía y lo arrojó al otro lado de una barda. “No se apure usted, amable señorita –dijo el viajero–. Brincaré la barda y le traeré su sombrerito”. “¡Bah! –exclamó despectivamente la muchacha–. ¡No fue capaz de brincar una almohada, y va a saltar una barda!”.
En la clase de educación sexual el maestro le dijo al grupo: “Hoy nos vamos a ocupar de la masturbación. El onanismo o masturbación es una práctica que...”. En ese momento lo interrumpió Pepito. “Perdone, maestro –preguntó–. ¿Los que ya cogemos nos podemos retirar?”.
La esposa de don Languidio Pitocáido visitó la oficina de su marido y vio en la pared la gráfica de los negocios, cuya línea mostraba una marcada tendencia descendente. “¡Mira! –le dijo–. ¡Esa misma gráfica podrías ponértela en la entrepierna!”.
Astatrasio Garrajarra, borracho profesional, caminaba haciendo eses por una céntrica avenida. En lo alto de un edificio de 10 pisos vio a un niño pequeñito de pie sobre la cornisa. El temulento se asustó al ver a la criatura en riesgo de caer, y más se espantó cuando vio que se lanzaba al vacío. ¡Horror! Seguramente el inocente iba a morir hecho papilla. Cerró los ojos para no mirar aquello, pero al abrirlos de nuevo se dio cuenta, estupefacto, de que la criatura estaba indemne, como si en vez de haber caído desde aquella considerable altura hubiese dado un ligero tropezón. Asombrado le preguntó al pequeño: “¿Cómo pudiste caer desde tan alto sin causarte daño?”. Respondió con naturalidad el chamaquito: “En realidad no hice nada extraordinario. Hay en esta calle una poderosa corriente de aire que fluye de abajo hacia arriba. Eso hace que cualquier cuerpo, por pesado que sea, caiga como si llevara paracaídas, y llegue abajo sin dañarse. ¿Por qué no haces la prueba?”. El beodo subió al último piso del edificio y desde ahí se tiró de clavado. El batacazo que se dio no es para describirse: quedó tendido en el suelo, rotos 204 de los 206 huesos que forman el esqueleto humano y echando sangre por los nueve orificios naturales de su cuerpo. El niñito se acercó al lacerado, que gemía dolorido: “¡Ay mamacita! ¡Ay mamacita!”. Se inclinó sobre él y le dijo: “¿Verdad, amigo, que para ser angelito soy un hijo de la chingada?”.
Aquel señor le regaló a su esposa un iPhone. Ella se mostró encantada con el obsequio, pues todas sus amigas tenían el artilugio, y ella no. A la mañana siguiente el marido llamó por teléfono a su mujer, que ese día estrenaba el aparato. Le dijo la señora, irritada: “Ahora sé que me regalaste el iPhone. Quieres controlarme; seguir mis pasos”. “¿Por qué piensas eso?” –se azaró el esposo. “Porque así es –respondió ella–. ¿Entonces cómo supiste que estoy aquí en el motel?”.
Un viajero penetró en lo más profundo de la jungla africana y se encontró de pronto en territorio de antropófagos. Llegó a la aldea donde vivían los caníbales y advirtió, no sin sorpresa, que había ahí un restorán. El dueño del establecimiento le presentó la carta, y el viajero leyó el menú: “Misionero al mojo de ajo: 10 dólares. Explorador a las finas hierbas: 20 dólares. Camarógrafo de Animal Planet o del National Geographic Magazine: 30 dólares. Político en su jugo: 550 dólares”. Muy intrigado preguntó el viajero: “¿Por qué los políticos son el platillo más caro?”. Respondió el comegente: “¡Es que no sabe usted el trabajo que cuesta limpiarlos!”.
La enfermera Florencina iba caminando, pizpireta, por un corredor del hospital. La detuvo el doctor Ken Hosanna, y reprimiendo la risa le señaló algo que ella no había advertido: traía una bubi de fuera. “¡Ay, doctor! –explicó muy apenada Florencina volviendo la expuesta parte a su lugar–. ¡Estos internos, que nunca dejan las cosas en su lugar después de usarlas!”.
A don Poseidón le iban a practicar una operación quirúrgica cerca de las partes que –curiosa contradicción– algunos llaman “nobles” y otros dicen “pudendas”. (Este último vocablo se aplica a todo lo que es torpe, feo, y motivo de vergüenza, lo cual nos lleva a preguntar: “¿Por fin? Las supradichas partes ¿son nobles o son motivo de vergüenza?). Había necesidad de afeitar el campo quirúrgico, de modo que llegó un barbero a disponer al paciente para la operación. “¡Ah, no! –protestó con vehemencia don Poseidón al ver al fígaro–. ¡Que venga otro peluquero! ¡Éste por poco me corta una oreja la última vez que me afeitó! ¡Ahora quién sabe qué me pueda cortar!”.
Don Cornulio le envió un mensaje a un amigo: “Estoy empezando a tener dudas acerca de mi matrimonio. Mi esposa y yo nos mudamos de Mérida a Tijuana, y ella sigue teniendo el mismo lechero”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le dijo a Tetina, joven mujer a quien natura dotó con prodigalidad en la región galáctica: “Lejos de mí la temeraria idea de pedirte que me enseñes las bubis, linda, pero al menos muéstrame una, para poder imaginarme la otra”.
Los recién casados se disponían a emprender su viaje nupcial. El severo genitor de la novia llamó aparte a su flamante yerno y le dijo: “Sepa usted, joven, que la boda me costó un millón de pesos”. Respondió el galancete: “Le prometo, señor, que esta noche y las siguientes me esforzaré por desquitar el gasto”.
Sor Bette, portera del convento de la Reverberación, fue a confesarse con el padre Arsilio. Sufría ella repulgos de conciencia, y era asediada de continuo por escrúpulos que la atormentaban. Por eso acostumbraba escribir en una hoja la relación de sus pecados a fin de no olvidar ninguno en el confesonario. Cuando se vio ante el sacerdote sacó la hoja que llevaba y dijo: “Acúsome, padre, de dos kilos de frijol; un litro de aceite; un lata de atún; medio kilo de carne molida…”. Se interrumpió en seguida y exclamó luego, desolada: “¡Dios mío! ¡Dejé mis pecados en el súper!”.
Al acabar el amoroso trance el puerco espín le dijo a la hembra al tiempo que se sobaba la panza, dolorido: “Te amo, Espínula, pero no quiero volver a verte. Me has lastimado mucho”.
Rondín # 15
Capronio fue a una marmolería a fin de encargar una lápida para la tumba de su suegra, que recientemente había hecho mutis de la vida. Le preguntó el marmolista: “¿Cómo quiere usted la lápida?”. Respondió, lacónico, Capronio: “Pesada”.
En torno de una mesa de cantina se reunió un numeroso grupo de amigos de diferente edad y variopinta condición. Propuso uno alzando su copa: “Brindemos por nuestras esposas y nuestras novias”. “Sí –completó otro. Y por que nunca se conozcan”.
Dos comadres intercambiaban confidencias acerca de sus respectivas vidas conyugales. “Dime aquí entre nos –le preguntó una a la otra–: ¿le eres fiel a tu marido?”. “Absolutamente –respondió con firmeza la otra–. Y al tuyo también”.
Babalucas llegó al consultorio del doctor Ken Hosanna. El facultativo se asombró al ver que su paciente llevaba sobre la espalda una pesada piel de oso. Le preguntó, intrigado: “¿Por qué vienes cargando ese cuero de plantígrado?”. “Doctor –respondió Babalucas–, usted me dijo que para aliviar mis dolores de espalda me pusiera en ella un oso por parche”. “Un parche poroso” –lo corrigió el galeno.
Sir Mortimer Highrump, audaz explorador inglés, recibió un encargo de Su Majestad Británica: debía ir a lo más profundo de la selva amazónica a fin de confirmar la existencia de una tribu cuyos hombres eran capaces de hacer el amor 14 veces en una sola noche. (Quien beba las miríficas aguas de Saltillo preguntará extrañado: “¿Por qué tan pocas?”). Cuando la esposa de Sir Mortimer se enteró de aquel encargo le dijo a su marido que no lo dejaría salir de casa si no la llevaba a ella y a su mamá a la expedición, pues ambas querían conocer el río Mingitorio. “Orinoco, mujer; Orinoco” –suspiró el audaz explorador. Y añadió a la observación algunas precisiones geográficas. Hicieron el viaje, pues, y se internaron en la selvática espesura. Una mañana estaba Sir Mortimer fumando su pipa en el campamento cuando llegó a todo correr su esposa, que con su madre había ido a juntar tierra pa’ las macetas, pues en Londres no se conseguía. “¡Ven pronto! –le pidió con angustia la señora–. ¡Mi madre está luchando con una anaconda de 10 metros!”. “No te angusties, mujer –la tranquilizó el audaz explorador, flemático–. Estoy seguro de que la serpiente puede salvarse a sí misma”.
Las señoras del edificio de departamentos acostumbraban poner a secar en sus balcones la ropa que lavaban. Un día vino una ráfaga de viento que hizo caer todas las prendas en el patio central en confusa revoltura. Don Cucoldo le dijo muy divertido a su mujer: “¡Lo que van a batallar las vecinas para separar las prendas que tenían secando!”. “Ni tanto –replicó la esposa–. Mira: esa trusa morada es del vecino del 14; aquel calzoncillo rojo es del señor del 16; la tanguita negra es del estudiante que vive en el 18…”.
Decía una señora de buen ver: “No entiendo yo a los hombres. Me miran las piernas con ojos de deseo, y a la hora de la hora es lo primero que hacen a un lado”.
Cierta muchacha mexicana casó con un galán galo, o sea francés. Al regreso de su luna de miel —la cual duró 14 días— una amiga le preguntó: “¿Qué tal hace el amor tu esposo?”. “Todavía no lo sé —contestó la recién casada—. Apenas va en el tobillo”.
Ante la vista de una mujer hermosa un individuo dijo: “Con ella yo empezaría desde la pata”. “Querrás decir desde el pie” —lo corrigió alguien. “No —precisó el tipo—. Desde la pata de la cama”. Todo esto viene a cuento porque una joven mujer de nombre Berza era dueña de un estupendo par de piernas. (Generalmente no pasan de ese número). Torneadas, de proporciones armoniosas, marfilinas, esas piernas hacían recordar las de Marlene Dietrich, Marilyn Monroe o Cyd Charisse. Se las chuleó Afrodisio, y ella dijo: “Las cuido mucho. Son mis mejores amigas”. “Eso está bien —dijo el salaz sujeto—. Pero supongo que no serán inseparables”.
Comentaba una señora: “Mi marido y yo hemos llegado a la perfecta compatibilidad sexual: él ya no puede y yo ya no quiero”.
Don Martiriano le preguntó a su mujer, doña Jodoncia: “Cuando yo muera ¿me llorarás?”. “Claro que sí –le aseguró ella-. Tú sabes que por cualquier tontería suelto el grito”.
Un hombre inquirió en el teléfono: “¿Cómo amaneciste, mamá?”. Respondió una voz: “Maravillosamente, hijo. Estupendamente bien”. “Perdone –dijo desconcertado el que llamaba-. Número equivocado”.
Dos amigas íntimas contrajeron matrimonio el mismo día. Al regreso de su viaje nupcial se reunieron a cambiar impresiones sobre el comportamiento amoroso de sus respectivos maridos. Dijo una: “El mío fue muy tierno. Empezó dándome un beso en la frente”. “¡Qué coincidencia! –exclamó la otra-. ¡Ahí fue donde el mío terminó!”.
Decía un cierto señor, señor muy cierto: “El estado civil perfecto es la viudez”. Y añadía: “No importa que yo sea el muerto”.
Muchas viudas pueden volver a casarse porque los muertos no hablan. En cambio a muchos viudos se les dificulta volver a tomar estado porque las muertas ya hablaron.
Un hombre célibe contrajo matrimonio con una viuda. A poco el desposado se quejó de su mujer con un amigo: “Se la pasa hablando de cómo era su primer marido”. Le sugirió el otro, inteligente: “Tú háblale de cómo será tu segunda esposa”.
Enviudó un feligrés del padre Arsilio. Al poco tiempo le informó al sacerdote que se iba a casar de nuevo. “Pero, hijo –se azaró el párroco–. Tu esposa falleció hace apenas cuatro meses”. “Sí, señor cura –admitió el otro–. Lo que pasa es que el rencor no me duró mucho”.
Todo eso que he narrado sirve de prefación o exordio para contar lo que le sucedió a un buen hombre llamado don Solicio. Luego de varios años de viudez conoció a una señora, viuda como él, de excelentes prendas personales, tanto de las visibles como de las que no se ven, y que tampoco dejan de importar bastante. La cortejó con discreción, y ella recibió de buen grado el galanteo. Había un obstáculo, no obstante, para la unión de aquellas dos almas que iban solas por el camino de la vida. ¡Ah! ¡Cuán duro y fatigoso se vuelve el existir si al latido del propio corazón no se une otro latido! La senda se llena de cardos y de ortigas; las noches y los días… (Nota de la redacción. Nuestro apreciado colaborador se extiende por 16 fojas útiles y vuelta en la descripción de los pesares de la vida en soledad, descripción que, aunque elocuente e interesante, nos vemos en la penosa necesidad de suprimir por falta de espacio). ¿Cuál era el óbice para que don Solicio desposara a aquella dama de tan buenas cualidades? El problema es que el señor tenía un hijo que se oponía a que su padre contrajera un nuevo matrimonio. Decía que su oposición se fincaba en el respeto a la memoria de su madre, pero lo cierto es que había hecho cálculos de herencia y otras sórdidas lucubraciones que lo llevaron a estorbar el anhelo de su padre de formar un nuevo hogar. Don Solicio aducía tímidamente: “Tu madre me rascaba la espalda muy sabrosamente, y ahora no tengo ya quién me la rasque”. Replicaba el hijo: “Cómprate un rascador. Los hay muy buenos, hechos de plástico, bambú, aluminio, carey, madera, piuter, fibra de vidrio y otros diversos materiales tanto sintéticos como naturales”. Argumentaba luego don Solicio: “Por las noches siento frío”. El hijo respondía: “Consíguete una cobija eléctrica. Las hay de las prestigiadas marcas Samson, Soft Heath, Serta y Select Comfort”. Así pues el desdichado viudo hubo de postergar sus intenciones de connubio, pese a que cada vez que veía a Pompinela –así se llamaba la apetecible viuda– se le alborotaban regiones de su cuerpo de las cuales casi se había olvidado ya. Pasaron unos meses, y cierto día el hijo de don Solicio le dijo a su papá que quería hablar con él. “Padre mío –empezó grave y solemne–. He llegado a la edad en que la naturaleza me demanda buscar compañía de mujer. Non est bonum esse hominem solum. No es bueno que el hombre esté solo. Lo dice el Sagrado Libro (Gen. 2:18). Tengo novia, y voy a casarme con ella. Para subvenir a los gastos de la boda y de mis primeras décadas de casado necesito tu apoyo económico”. “¡No cuentes con él, cabrísimo grandón! –le contestó furioso don Solicio–. ¡Cómprate un rascador de espalda y una cobija eléctrica!”.
Cierto político de nota –de mala nota– era buscado por la policía, pues al término de su gestión se llevó a su casa los fondos públicos, más otras diversas prendas. Un agente fue a su domicilio y llamó a la puerta. Salió una criadita. Le preguntó el oficial: “¿Está tu patrón?”. Respondió la muchacha: “No se encuentra”. Inquirió el visitante: “¿Conoces su paradero?”. “Claro que no –se ruborizó la chica–. Eso nada más su esposa”.
A fin de que mis lectores en el extranjero puedan entender cabalmente el cuento que ahora sigue les diré que en México un coleador es un utensilio de limpieza para lustrar los pisos. Está formado por un palo como de escoba que lleva en la parte baja un atado de hilos largos y ásperos… Sir Mortimer Highrump, audaz explorador inglés, pasó cinco años en el Continente Negro buscando al doctor Dyingstone por encargo de The London Times. Finalmente encontró al famoso misionero. Vivía en una aldea paradisíaca donde reinaban la paz y la felicidad; tenía a su lado a una bellísima nativa de esculturales formas que le cumplía todos sus deseos –algunos, debo decirlo, impropios de un misionero, y que lo hacían olvidar su posición–, y se pasaba casi todo el tiempo en su hamaca en un estado de beatitud derivado de cierta bebida que los lugareños elaboraban a base de agua de coco fermentado y hierbas odoríferas. Sir Mortimer conocía a la esposa inglesa del doctor Dyingstone, una arpía cuya principal ocupación era enviar cartas al Times en contra de los señores Wilde y Shaw. Por eso, después de disfrutar algunos días venturosos bebiendo con su anfitrión y gozando el amable trato de las complacientes aborígenes, Highrump regresó a Inglaterra y declaró a la prensa que no había encontrado al misionero. (Solía decir que eso fue lo mejor que hizo en su vida). A su llegada a Londres, sir Mortimer se dirigió a su club. Lo hizo incluso antes de ir a su casa. Los socios brindaron con él en tal manera que el audaz explorador agarró una pítima que le habría envidiado Enrique VIII. Cuando llegó a su domicilio iba poseído por ignívomas ansias amatorias. Así, en estado de absoluta beodez, tendió los brazos para sentir el cuerpo de su esposa. Manifestó después de palpar cumplidamente: “Por abajo eres la misma, pero por arriba estás muy flaca”. Desde la escalera que conducía al segundo piso le dijo la mujer con tono áspero: “Ven a dormir la borrachera y deja ahí ese coleador”.
Rondín # 16
“Rataplán, rataplán, la que quiera coger peces que se moje el cucusclán”. Tal fue el estribillo picaresco que acompañándose con su mandolina cantó don Gerontino en la tertulia de la señorita Himenia. Ella se molestó bastante al oír eso. Le dijo al inconsulto cantador: “Vulgaridades en mi casa no, señor mío”. Y añadió muy digna: “¡Uta!”. Don Gerontino tiene más años que dos pericos juntos. Aun así conserva ciertas veleidades juveniles, como esa de tocar la mandolina y cantar coplas subidas de color. Ambas habilidades, y otras que no son para citarse aquí, las adquirió en sus años mozos, cuando fue miembro de la Tuna Calagurritana. Se azaró mucho el visitante, y atribuyó su exabrupto al hecho de haber bebido dos copas del rosolí que la anfitriona había escanciado a sus invitados. Faltaba a la verdad: si alguien lo hubiera seguido en sus frecuentes salidas al patio, a donde iba con el pretexto de fumarse un pitillo –así decía–, lo habría visto sacar de la bolsa trasera de su pantalón un ánfora de las llamadas “nalgueras”, la cual solía llenar con cierto chínguere barato cuyo solo tufo habría bastado para embeodar a todo un batallón de infantería. Fue ese letal marrascapache lo que llevó al añoso señor a ponerse en evidencia cantando aquella plebea tonadilla. El réspice de la señorita Himenia lo puso en su lugar, y ya no desbarró. Sucedió, por desgracia, que la anfitriona bebió también más de lo conveniente y, ya olvidada del suceso de don Gerontino, le pidió que la acompañara en su mandolina a cantar una canción. Pensó el tañedor que la pieza sería de seguro alguna del maestro Esparza Oteo, o de la inspiración de la inmortal María Grever. Se equivocó de medio a medio. La tal canción era un cuplé perteneciente a la revista musical “Alegre trompetería”, que María Conesa puso de moda en México. El subido color de la tonada que cantó don Gerontino –aquella del rataplán, el cucusclán, etcétera– empalideció al lado de la tremenda sicalipsis contenida en los versillos que con voz sugestiva, y contoneándose, interpretó la señorita Himenia. Decían así: “Tengo un jardín en mi casa / que es la mar de rebonito, / pero no hay quien me lo riegue / y lo tengo muy sequito. / Si usted tiene regadera, / yo lo invito a trabajar, / porque como es tan chiquito / tiene poco qué regar”. Mis cuatro lectores imaginarán el revuelo que causó aquella canción entre la concurrencia. Doña Macalota se desvaneció, no sin antes acomodar convenientemente los cojines de la otomana; don Sinople declaró grave y solemne: “No cabe duda: el demonio anda suelto”, y la señorita Peripalda, catequista, huyó del lugar gritando: “¡Confesión! ¡Confesión!”. Dos meses han pasado de ese acontecimiento lamentable y la tertulia de la señorita Himenia no se ha reanudado todavía. Los invitados dicen que no regresarán ahí si el Padre Arsilio no asperja la casa con agua de San Ignacio.
Doña Chalina, mujer dada al cotilleo, compartió con las señoras del Club de Costura su chisme más reciente. Les contó que su nueva vecina, una joven esposa llamada Dulcibelia, le había dicho que se iba a divorciar de su marido. El sexo con él era tedioso, rutinario. Al hombre le faltaba imaginación: pas pas pas y ya. Por su parte, el cónyuge de la muchacha, de nombre Boricio, accedió a la disolución del vínculo matrimonial porque había perdido todo interés amoroso en su consorte. Sucedió, sin embargo, que ella desistió de divorciarse: conoció a un galán que la satisfacía plenamente, y eso que solamente lo veía los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábados. (Los domingos iba a los servicios de su iglesia). Por su parte Boricio olvidó también la idea del divorcio, pues entabló relación con una guapísima morena que superaba todas sus expectativas en materia de erotismo y hacía realidad sus fantasías más extremadas, tanto en lo relativo a lencería y atuendos para la ocasión —tenía disfraces de enfermera, monjita y colegiala— como en lo que hacía a posturas y variaciones sobre el tema. “¡Qué tiernos esos esposos! —exclamó conmovida doña Pasita, una de las asistentes—. ¡Hasta dónde han llegado para salvar su matrimonio!”.
Pancho Pánchez, mexicano residente en “el otro lado”, le comentó a un amigo: “Mi esposa y yo logramos obtener por fin la ciudadanía de los Estados Unidos”. “¡Felicidades!” —lo congratuló el otro. “No me felicites —replicó Pancho, mohíno—. Desde que mi mujer es ciudadana americana yo debo lavar los platos, y sólo me permite hacerle el amor si ella se pone arriba y yo abajo”.
“¡Abre las piernas, mamacita!”. Esa urente demanda pasional le hizo el ciempiés macho a la pudorosa hembrita. Respondió ella, terminante: “¡No, no, no y cien veces no!”.
La señorita Peripalda le dijo a una amiga: “En la bañera de mi casa tengo más de cien pececitos dorados”. Preguntó la amiga, extrañada: “¿Y qué haces cuando te vas a bañar?”. Respondió la piadosa catequista: “Les pido que cierren los ojitos”.
Uglicia era más fea que el pecado. Que un pecado feo, aclaro, porque hay algunos muy bonitos. Un día le pidió dinero a su marido para poner cortinas en su alcoba de su nueva casa. “No necesitas cortinas” –negó el esposo. “Claro que las necesito –insistió ella-. Las ventanas dan a la calle, y los vecinos podrían verme desnuda”. “No te preocupes –replicó el marido-. Si te ven desnuda ellos pondrán cortinas en sus ventanas”.
Mis cuatro lectores recuerdan a Ligeria. Es señora de cuerpo complaciente; a ningún peregrino ha negado jamás un vaso de agua. ¿Cuántos hombres conoces tú que se llamen Homobono? ¿Ninguno? Pues bien: ella lleva ya tres Homobonos. ¿Imaginas cuántos Juanes, Franciscos, Pedros, Luises y Antonios llevará? Una tarde la generosa dama le estaba haciendo el favor a un compadre suyo cuando de pronto escuchó ruidos en la primera planta de la casa. Experta en ratimagos le pidió a su comblezo que se ocultara en el clóset y luego se encaminó, tranquila, al lugar de donde provenían los sonidos que la habían apartado de su refocilación. Tal sitio era la cocina. Ahí vio a don Cornulio, su marido, ocupado en registrar la despensa al tiempo que decía: “Arroz, frijol, azúcar, puré de tomate, harina…”. Le preguntó, extrañada: “¿Qué haces?”. Explicó él sin dejar de remover latas y bolsas: “Un vecino me dijo que me apresurara a venir a la casa, porque me estaban comiendo el mandado”.
Eglogio, muchacho campesino en plenitud de facultades, sobre todo las de cintura abajo, fue a la ciudad y en una casa de foco rojo tuvo trato con una de las mujeres que ahí hacían comercio con su cuerpo. Entero estaba el mozallón, como toro cuatreño, de modo que puso a la señora en éxtasis y la llevó a términos que nunca había sentido en el ejercicio de su profesión. Aquel inédito placer llevó a la mujer a pedirle a Eglogio que repitiera su actuación, ahora sin costo, pues esta segunda vez no le cobraría. Obsequió el rural mancebo el deseo de la cortesana, y la llevó de nuevo al culmen del placer. La dama, que a pesar de su oficio –o quizá por él– no conocía esos deliquios, le pidió un tercer acto. En esta ocasión, le dijo, ella le pagaría a él. Sucedió por desgracia que esta tercera vez la parte de varón del mozo no pudo ponerse ya a la altura de las circunstancias. Mohíno y enojado, Eglogio le habló a la dicha parte en los siguientes términos: “Qué bonito, ¿verdad? Cuando se trata de gastar dinero o de divertirte gratis, ahí estás puesta. Pero que no se trate de ganarme yo una lanita, porque entonces no puedo contar contigo, desgraciada”.
Rosibel tenía un amigo con derecho a todo que solía visitarla los fines de semana en su departamento. Uno de aquellos viernes sonó el teléfono de la muchacha. Era su amigo. Le dijo que esa noche no podría acudir a la acostumbrada cita: le había salido un compromiso de última hora. Rosibel, pues, se fue a dormir. Como padecía de insomnio puso en práctica un método que había ideado para conciliar el sueño, método basado en la autosugestión. Empezó a decir con voz hipnótica: “Duérmanse, pies… Duérmanse, piernas… Duérmanse, muslos… Duérmete, cadera…”. En esa parte iba cuando otra vez sonó el teléfono: su amigo, feliz, le avisaba que su compromiso se había cancelado. En 10 minutos llegaría al departamento. Al punto Rosibel les dijo a las citadas partes: “¡Despierten rápido! ¡Despierten!”.
Don Alfajemo, el peluquero del barrio, declaró en la cantina: “Si yo tuviera el mismo dinero que tiene Slim sería más rico que él”. “Estás equivocado —objetó uno de sus amigos—. Si tuvieras el mismo dinero que tiene Slim serías igual de rico que él”. “Sería más rico —insistió don Alfajemo—. A sus millones hay que añadir lo que gano en la peluquería”.
La joven esposa le comentó a su vecina: “Mi marido y yo sólo hacemos el amor cuando los niños están dormidos”. “Es buena precaución” —opinó la otra. “Sí –confirmó la muchacha—. El domingo pasado los mandamos a la cama a las 11 de la mañana, a las 3 de la tarde y a las 8 de la noche”.
Don Chinguetas tenía un perro. Siempre original, le puso un nombre poco usado: Fido. El gozque era muy inteligente, quizá más que su amo. Éste le daba un billete de 10 pesos y el perro iba y le compraba el periódico. Un día don Chinguetas no tuvo cambio y le dio un billete de 100. Esa vez el can tardó en regresar, tanto que su dueño tuvo que salir a buscarlo. Bien pronto dio con él: estaba en una esquina refocilándose con una perra callejera. “¡Un rayo te parta el alma! —profirió don Chinguetas, que de joven había leído a
Salgari—. ¿Por qué en vez de llevarme mi periódico estás yogando así? ¿Cómo explicas tu irregular conducta?”. Respondió Fido: “Nunca me habías dado más que los 10 pesos del periódico”.
En el concurso de televisión el conductor le preguntó a Dulciflor, la linda concursante: “Por mil pesos díganos: ¿quién fue el primer hombre?”. Respondió ella: “No puedo contestar esa pregunta. Le prometí guardar el secreto”.
Doña Panoplia de Altopedo, señora de buena sociedad, visitó a los presos de la cárcel en compañía de las Damas de la Caridad. Esa visita tiene lugar una vez cada año y dura el tiempo suficiente para que las visitantes se tomen una foto en la cual aparecen entregando a un preso una Biblia y un útil y práctico llavero. En esa ocasión, sin embargo, doña Panoplia se dio tiempo para cruzar algunas palabras con un recluso. Le dijo: “Entiendo, buen hombre, que está usted en la cárcel por robar”. “No precisamente, señora –se defendió el reo–. Estoy aquí porque me pescaron robando”.
Babalucas pidió en la ventanilla de la terminal de autobuses: “Quiero un boleto de viaje redondo”. Le preguntó el boletero: “¿A dónde?”. “¡Pos aquí mismo, pendejo! –-se enojó Babalucas– ¿No te estoy diciendo que es viaje redondo?”.
Un auditor fiscal entrevistó al dueño de la taquería “El Taco’n Madre”. Le preguntó, severo: “Notamos en su declaración un dato extraño. Manifiesta usted que en el curso del pasado año vendió solamente dos mil pesos de tacos, y, sin embargo, pone como deducibles seis viajes de negocios a Las Vegas. ¿Cómo está eso?”. Contestó, cachazudo, el individuo: “Es que surto pedidos a domicilio”.
Pirulina, muchacha con la hormona alborotada, habló con su director espiritual, el padre Arsilio. Le dijo: “Señor cura: ya encontré el modo de que no me perturben las tentaciones de la carne”. “¡Alabado sea el Señor! –se alegró el sacerdote–. ¿Cómo haces para que esas malas tentaciones no te turben?”. Respondió Pirulina: “Caigo en ellas”.
Dos comadres se encontraron en el súper. Se quejó una: “Estoy muy sentida contigo, comadrita. He estado enferma, y ni siquiera me has llamado por teléfono para preguntar por mi salud”. “Perdóname, comadre –se disculpó, confusa, la otra–. Es que he andado muy ocupada. Pero dime: ¿cómo estás de salud?’’. Respondió la otra: “¡Anda! ¡Ni me preguntes!”… “.
Rondín # 17
Pepito –le ordenó la profesora–, escribe en el pizarrón la cualidad más grande que tengas”. Escribió el chiquillo con todas sus letras: “La cualidad más grande que tengo es mi pizarrín”. La profesora se escandalizó. Le dijo al audaz crío: “¡Al terminar las clases te quedas en el salón!”. Pepito regresó a su lugar. Al pasar les guiñó el ojo a sus compañeros y les dijo en voz baja: “¿Lo ven? ¡La publicidad da resultado!”.
Bucolio, campesino en flor de edad, casó con Maturina, frondosa mujer mayor que él. Cuando volvieron de la luna de miel los amigos del recién casado le preguntaron cómo le había ido. “Bastante bien –respondió él con voz que se escuchó cansada–. Mi esposa es muy materna; me trata como si fuera un bebé”. “¿De veras?” –se interesaron los amigos. “Sí –contestó el fornido mocetón–. Al terminar el acto del amor me da palmaditas en la espalda para que repita”.
Doña Macalota preguntó en la joyería: “¿Por qué cuestan tanto esas perlas, si son cultivadas?”. Replicó el joyero, digno: “Señora: la educación cuesta”.
Un buzo caminaba por el fondo del mar cuando descubrió un grupo de bellísimas sirenas que jugueteaban en el interior de una caverna submarina. ¡Cuán hermosas eran! Describir su venustidad sonaría a incitación libidinosa: cimbreantes sus cinturas; brunas sus largas cabelleras; ebúrneas sus carnes; de rosa y de marfil sus altos bustos. Lleno de urgencias masculinas el buzo se acercó a la gruta. “¿Puedo pasar?” –le pidió a la que parecía estar a cargo de la reunión. Respondió la sirena: “Lo siento. No tenemos entradas”.
Un maduro señor llegó a la farmacia y le preguntó al encargado: “¿Tiene condones?”. Inquirió a su vez el farmacéutico: “¿De qué marca los quiere?”. Con feble voz respondió el valetudinario: “¿Hay con varillas?”.
Una guapa mujer que no llevaba encima sino unas cuantas gotas de perfume entró en el consultorio de doctor Duerf, psiquiatra. El analista se asombró al ver a la señora así, en peletier. Dijo ella: “Sufro una extraña obsesión, doctor. Siento que toda la gente se me queda viendo”.
Don Geroncio, septuagenario caballero, casó con Pirulina, muchacha de 22 abriles. Días antes de la boda, el novio fue con un médico. “Doctor –le dijo apenado–. Como usted ve ya no soy un muchacho. La próxima semana me casaré con una mujer en flor de edad. Ella es apasionada, ardiente, y yo, la verdad, no tengo ya las energías de antes. ¿Qué me recomienda?”. El médico sacó un frasquito y se lo entregó. Le dijo: “Son píldoras para dormir’”. “¿Píldoras para dormir? –se asombró don Geroncio–. No creo necesitarlas, doctor; tengo muy buen sueño”. Replicó el facultativo: “No son para usted; son para que se las dé a su esposa”.
Simpliciano invitó a Rosibel a salir. Le dijo que irían al cine y luego a cenar. “Está bien –aceptó ella–. Pero con una condición: cada quien se hará cargo de lo suyo”. Fueron al cine y Rosibel pagó su boleto. Fueron a cenar y Rosibel pagó su cena. De regreso Simpliciano intentó algo: en el coche puso su mano en la rodilla de la chica. Rosibel se la quitó de ahí y la puso en la entrepierna del galán. Le dijo: “Quedamos en que cada quien se haría cargo de lo suyo”.
Dos indocumentados mexicanos platicaban después de la dura jornada de trabajo en un rancho de Texas. Terminó uno de leer la carta que le acababa de llegar y le dijo muy triste a su compañero: “Fíjese, compadre Lalo, que cuando vuelva a México me divorciaré de mi mujer”. “¿Por qué, compadre Juan?” –se sorprendió el otro. “Es que mire esta carta –contestó muy triste el rancherito–. La María me dice que va a tener un retoño. ¡Y debería ser un rejuan!”.
¿En qué se parece un pavo al horno a una muchacha que se ha asoleado en la playa? Las partes blancas son las mejores.
Venancio el español le dijo a su amigo mexicano: “Mi negocio de abarrotes anda mal, Pancho. Me siento triste y acojonao”. “No se dice ‘acojonao’ –lo corrigió Pancho–. Se dice ‘acongojado’”. “Vale –replicó Venancio–. El caso es que ando con los congojos en la garganta”.
Se encontraron dos amigas que tenían algún tiempo de no verse. Una iba en coche del año, vestía ropa de lujo y lucía rutilantes joyas. Le dijo la otra: “Se ve que te va bien. ¿De dónde provienen tus entradas?”. Respondió con laconismo la otra: “De ahí mismo”.
Meñico Maldotado, infeliz joven con quien natura se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, iba en su coche por un camino rural. Hacía un calor de infierno, y Meñico sintió ganas de refrescarse en un arroyo de aguas claras que vio cerca de ahí. Se despojó de su ropa y entró en la invitadora linfa. No se percató de la presencia de un jayán que aprovechando la ocasión se llevó toda su ropa. Salió del regato el pobre Maldotado y se encontró sin nada encima, como dice la oración que el pueblo llama la Magnífica. Su coche estaba lejos, y por el camino venía un hombre. Meñico, a quien su cortedad avergonzaba, vio tirada en el suelo una hoja de periódico y con ambas manos se la puso delante de su parte de varón, para cubrirla. En eso llegó el tipo y se asombró al ver así a Meñico. Le preguntó, admirado: “¿Cómo hiciste para enseñarla a leer?”.
Rosibel le contó a Susiflor: “Mi novio rompió ayer su récord de altura”. Preguntó la amiga: “¿Es aviador, o practica la ascensión en globos aerostáticos?”. Contestó Rosibel: “No. Pero hasta anoche nada más me ponía la mano en la rodilla”.
Aquel señor regresó de un viaje antes de lo esperado y subió a su departamento del noveno piso. En la puerta lo recibió su pequeño hijo con una extraña pregunta: “¿Verdad, papi, que el Hombre Araña lleva un uniforme color rojo y azul, con una telaraña dibujada en la espalda?”. Respondió el señor: “Así es, hijito”. El chiquillo se vuelve hacia su nerviosa mamá y le dice: “¿Lo ves, mami? Te digo que el tipo ese en calzones que está colgado de la ventana de tu cuarto no es el Hombre Araña”.
Doña Tiricia se la pasaba todo el día tejiendo con agujas. En eso estaba cuando su hija Tiricita se dispuso a salir. Le preguntó la señora: “¿A dónde vas?”. Cansada de esa pregunta que su mamá le hacía siempre en automático respondió la muchacha: “A una orgía”. Le dijo doña Tiricia sin levantar la vista del tejido: “Llévate el suéter”.
Dos compadres bebían en el bar. Las copiosas copas los llevaron al peligroso instante en que los hombres que beben se sinceran. Dijo uno de pronto: “Quiero que sepa, compadre, que desde hace tiempo lo odio”. El otro se inquietó. Le preguntó: “¿Por qué, compadre?”. Respondió el primero: “Me enteré de que iba usted a fugarse con mi esposa”. El tipo adujo: “Pero no lo hice”. “¡Por eso lo odio!” –estalló el compadre.
Un viajante de comercio se aburría en su cuarto de hotel. Harto ya de jugar en el iPad y de ver la tele tomó la Biblia que estaba en el cajón del buró. La abrió y leyó en la primera página: “Hermano: si estás cansado de pecar ven a la Iglesia de la Verdad Eterna (Reformada)”. Junto a esa inscripción leyó lo que alguien había escrito a mano: “Y si todavía no te cansas, llama a Lasda en el 1675-68-9000-32”.
En la fiesta de bodas comentó una señora perteneciente al tiempo en que se bailaba de cachetito: “Qué rara forma de bailar tienen los jóvenes de hoy. No se tocan; no se miran; no se hablan… Parece que tienen 20 años de casados”.
Pepito se las arregló para tener su propio correo electrónico, cuya dirección empezaba con las letras PHH. Su abuelo le pidió que se las deletreara. Le dictó el precoz chamaco: “Pe de pito; hache de huevo; hache del otro…”.