En este día en el que comienza la temporada veraniega de 2017, nada mejor para levantar el ánimo además de una cerveza light bien helada junto con una carne asada es una recolección de algunos de los chistes más recientes con los que el notable humorista y comentarista tocayo mío Armando Fuentes Aguirre
Catón cuya foto aparece arriba nos invita a hacer a un lado el mal humor producido por los calores sofocantes de este planeta agobiado por el cambio climático.
Al igual que en las temporadas estacionales anteriores, los chistes serán puestos aquí en rondines de veinte en veinte para poder facilitar el regreso a la lectura en el caso probable de que no se puedan leer todos los chistes puestos en esta entrada con una sola lectura.
Rondín # 1
Rosibel se casó con Tommy Nosidé porque era un joven científico que prometía mucho. Había inventado un líquido para desaparecer objetos; seguramente eso lo haría millonario. La noche de las bodas Tommy se presentó al natural ante su mujercita. Rosibel le vio con atención la parte correspondiente a la entrepierna y exclamó luego afligida: “¡Tommy! ¿Te cayó ahí el líquido?”.
La bella chica subió al atestado autobús de pasajeros y ningún varón se puso en pie para ofrecerle el asiento. Don Calendárico, señor de edad madura, le dijo cortésmente: “Señorita: soy demasiada viejo ya para ir de pie, y también tengo demasiada edad como para que usted interprete mal mi ofrecimiento. Si lo desea puede sentarse en mi regazo”. La muchacha, cansada y con los pies adoloridos, aceptó la invitación. Sucedió, sin embargo, que la agitación del autobús hizo que el apetecible cuerpo de la joven se moviera sobre el regazo del veterano. Y dijo don Calendárico, apenado: “Señorita: uno de nosotros dos deberá levantarse. Parece que no soy tan viejo como pensaba”.
Doña Tebaida Tridua visitó el Museo de Historia Natural en compañía de las señoras de la Cofradía de la Reverberación, asociación piadosa. El encargado le pidió que mirara a través del microscopio. Se asomó al ocular doña Tebaida y preguntó luego, suspicaz: “¿Qué es eso?”. Respondió el del museo: “Son células que se están reproduciendo”. “¡Cómo! —se indignó doña Tebaida—. ¿En mi presencia?”.
Babalucas llegó a su casa cuando no se le esperaba y encontró a su esposa en la recámara presa de inexplicable agitación. Preguntó el badulaque arriscando la nariz: “¿Estuvo por aquí mi compadre Libidiano? Me parece oler esa loción barata que usa”. “Vino a buscarte -respondió llena de nerviosismo la señora-, pero como no estabas se fue”. Exclamó, divertido, Babalucas: “¡Pos ah qué mi compadre tan indejo! Mira: ¡dejó olvidados los pies abajo de la cama!”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, yacía en una cama de hospital vendado de pies a cabeza igual que momia egipcia. Fue a visitarlo su amigo Libidiano, y Afrodisio le dijo con voz feble: “Estoy aquí por mis creencias”. Preguntó el visitante: “¿Por qué por tus creencias?”. Explicó el lacerado: “Creí que el marido andaba de viaje”.
Don Añilio, senescente caballero, cortejaba con discreción a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Ella lo recibía en su casa todos los jueves de 5 a 7 de la tarde, tiempo en el cual conversaban sobre diversos temas: aquella película de Pola Negri; el desastre del Hindenburg; la poesía de Nervo, etcétera. Al sonar las 6 en el reloj de la sala Himenia le ofrecía al señor una copita de rompope, vermut o rosolí y unas pastitas. (Así llamaba ella a las galletas marías o de animalitos). Una de esas tardes don Añilio incurrió en un faux pas, como dicen los franceses, o sea un desliz: extrajo de la bolsa interior de su americana una pequeña ánfora de ron de la conocida marca Caña Brava, y se la tendió a su anfitriona para que bebiera de ella. La señorita Himenia la rechazó. Dijo: “A pico de jarro nada más la china y el charro”. Pidió don Añilio: “Entonces hágame el favor de traer una copa fin de escanciarle en ella la bebida”. Otra vez la señorita Himenia denegó: “No, porque se me sube”. El provecto galán se exaltó. “¡Señorita! —manifestó muy ofendido—. ¡Soy un caballero!”.
Tienen razón quienes afirman que el matrimonio está en crisis porque los jóvenes de hoy no están dispuestos ya a asumir las responsabilidades que derivan del connubio. Hace unos días el padre Arsilio ofició una boda de postín. En el momento de los votos le preguntó a la novia: “¿Prometes amar y respetar a tu marido; serle fiel; acompañarlo en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad; cuidar de su persona y de sus bienes y asistirlo hasta el último día de tu vida?”. Dijo la muchacha: “Son demasiadas cosas. Que escoja una”.
Don Chinguetas llegó a su casa y se extrañó al ver un enorme camión de mudanzas estacionado frente a su domicilio. Le preguntó a su esposa: “¿Qué hace ahí ese camión?”. “No te preocupes —contestó doña Macalota—. Son las cosas de mamá, que viene a pasar unos días con nosotros”.
Dulcilí, muchacha ingenua, les informó a sus papás que estaba un poquitito embarazada. “Pero no se apuren –los tranquilizó-. El padre de la criatura es muy generoso: ya me dijo que puedo quedarme con el bebé”.
Finina, delicada joven con cuerpo etéreo de sílfide, náyade o dríade, casó con el Juanón, un hombre de extremada corpulencia, pues su peso andaba cerca de las 15 arrobas (cada arroba equivale a 11 kilos y medio). La noche de las bodas él le pidió a ella en el curso del acto connubial, que celebraban en la tradicional y poco imaginativa posición del misionero: “¡Muévete, mamacita!”. Demandó ella a su vez: “Pues bájate, cabrón”.
Doña Macalota le dijo a su esposo don Chinguetas: “El día de mi funeral quiero que vayas al cementerio en el mismo coche que mi mamá”. “Está bien —refunfuñó el señor—. Pero eso me va a echar a perder el día”.
Aquella noche londinense era de las más frías del invierno. Sin embargo, en la sala de lectura del Saint Hubert Club reinaba un grato calorcillo, pues en la chimenea ardía la leña. Uno de los socios se acercó y se puso de espaldas a las llamas a fin de calentar su parte posterior. Fue hacia él lord Feebledick y le dijo: “Permítame hacerle una pregunta, caballero. ¿Es usted de Iceburg?”. “En efecto –respondió el otro, asombrado–. ¿Cómo supo usted que vengo de esa ciudad del norte?”. Explicó lord Feebledick: “Mi esposa lady Loosebloomers también nació ahí, y siempre trae frías las pompas”.
Felinita era una joven muy poco agraciada. Tenía un gran parecido con las hermanastras de la Cenicienta. Inútilmente sus papás le habían buscado marido ofreciendo una rica dote a los galanes de la localidad. Ninguno mordió el anzuelo. Pero, como dice el refrán, nunca falta un roto para un descosido. Llegó al pueblo un viajante de comercio representando a la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S. de R. L. Al forastero le bastó ver a Felinita para prendarse de ella, pues la muchacha le recordaba a su mamá. El doctor Freud explicaría esto mucho mejor que yo. Se hicieron novios, y mutuamente se prometieron matrimonio. Había, no obstante, un grave inconveniente: Leovigildo –así se llamaba el jabonero– era pobre de solemnidad, y Felinita tuvo miedo de que su padre no accediera al desposorio. Así las cosas los enamorados acordaron escaparse. La noche convenida llegó él llevando una escalera, pues la recámara de Felinita estaba en el segundo piso. Subió el galán para ayudar a su novia a bajar. “No hagas ruido –le dijo en voz muy baja Felinita–. Papá podría despertar”. “Ya despertó –le informó Leovigildo–. Está abajo deteniéndome la escalera”.
La profesora de quinto año le dijo a la de cuarto: “Pepito se está portando peor que de costumbre. Voy a llamar a su padre para que lo meta al orden”. “Ni se te ocurra –le aconsejó la otra–. Yo hice eso el año pasado, y luego tuve que llamar a la mamá de Pepito para que metiera al orden a su marido”.
Don Chinguetas viajó a la Capital, y una de las primeras cosas que hizo fue ir al restorán “El Optimismo de Leopardi”, pues guardaba en él un recuerdo de juventud: había conocido ahí a una linda chica con la que tuvo amores. Ocupó una mesa, y deseoso de compartir con alguien aquella gratísima memoria llamó a un mesero que pasaba y le dijo con tono evocador: “Llegué aquí en 1974 y…”. El tipo lo interrumpió de muy mal modo. “No me importa cuándo haya llegado usted –le dijo–. Ésta no es mi mesa”.
Don Algón fue con su esposa a cenar fuera, pues esa noche cumplían años de casados. De regreso a casa acertaron a pasar frente al Motel Kamagua, acogimiento de amores indocumentados. La señora, que se había tomado tres o cuatro copas, le dijo a su marido: “Siempre he tenido tentación de conocer un motel de ésos. Vamos a entrar. Todavía estamos en edad de hacer travesuras”. “¡Estás loca! –exclamó don Algón–. ¿Cómo se te ocurre semejante cosa? Vamos a casa”. “No –insistió la señora–. Llévame ahí”. El señor tuvo que ceder a la demanda de su esposa, y entraron en el motel. El encargado vio a don Algón y le dijo alegremente: “¿Otra vez por aquí, don Algoncito? ¿Qué? ¿Ahora le gustan de su misma edad?”.
Dulciflor, recién casada, se veía agotada, flácida, desmadejada. Le preguntó una amiga: “¿Por qué te ves así?”. Respondió ella con voz feble: “Antes de casarnos mi marido me advirtió: ‘Quiero que sepas que todas las noches llego a las 11 y pico’. Y en efecto: todas las noches llega a las 11 y pica”.
“Están violando derechos” –le comentó a Babalucas el amigo que leía el periódico. “Me vale –replicó displicente el badulaque–. Yo soy zurdo”.
Don Astasio llegó a su domicilio después de su jornada de ocho horas de trabajo como tenedor de libros. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba incluso en los días de calor canicular y se encaminó a la alcoba a fin de reposar un momento su fatiga antes de la cena. Lo que vio ahí le impidió gozar ese descanso: su esposa estaba en el lecho conyugal en ilícito fruir con un joven balarrasa en quien el mitrado marido reconoció al repartidor de pizzas. Fue don Astasio al chifonier donde guardaba una libreta en la cual solía anotar inris para nocir a su mujer en tales ocasiones. Volvió a la alcoba y le espetó a la pecatriz estos sonoros calificativos: “¡Bagasa, calvadora, pisca, mancellosa, lumia, ganforra, pirausta, carcavera!”. Todos esos términos son sinónimos de prostituta. Sin suspender la actividad que en ese momento la ocupaba contestó la señora: “Ignoro el significado de esas palabrejas, pero imagino que son malas. Es de pésima educación, Astasio, decir maldiciones en presencia de un visitante. Anda, ve a entretenerte con tu colección de sellos de correo, y cuando acabe yo de atender a este joven te daré de cenar. Hay pizza de salami”.
Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le contó pesaroso a Libidiano, su compañero de aventuras fornicarias: “Anoche me pesqué un cuerito”. En jerga de jayanes un cuerito es una mujer joven y hermosa. Libidiano preguntó con extrañeza: “¿Y por qué me lo dices con voz triste?”. Respondió Afrodisio, dolorido: “Porque me lo pesqué con el zipper de la bragueta”.
Rondín # 2
La joven madre le puso a su hija un nombre muy extraño: Cicatriz. Explicaba: “Fue lo que me quedó de una caída”.
Un ebrio se plantó en medio de la cantina y dijo con acento retador ante la concurrencia: “De ahí hasta acá todos los presentes son pendejos. Y de acá hasta allá todos son cabrones”. Los parroquianos enmudecieron al oír esa contundente manifestación. Uno que estaba en la barra le preguntó al cantinero: “¿Quién es ése?”. Respondió el de la cantina: “No sé. Pero es muy bueno para señalar límites”.
El recién casado se veía exangüe, desmadejado, feble, exánime, agotado. Un amigo suyo se preocupó: “¿Qué te sucede? ¿Acaso estás enfermo?”. “No –respondió el interrogado–. Lo que pasa es que mi mujer no se duerme sino hasta las dos”. Preguntó el otro: “¿Las dos de la mañana?”. “No –respondió el lacerado–. Las dos veces”.
El doctor Averroes asistió a un congreso médico. Regresó a su casa un día antes de lo programado y sorprendió a su esposa en la alcoba conyugal en ilícito embullo con un desconocido. Preguntó el facultativo siguiendo una antigua tradición: “¿Qué significa esto?”. Respondió la señora: “Es una nueva respuesta al conocido libro ‘Qué hacer mientras llega el médico’”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, estaba en amena conversación con don Añilio cuando sonó el teléfono. Levantó la bocina y oyó una respiración jadeante y una ronca voz de hombre que le dijo: “Te voy a desgarrar la ropa y…”. Se trataba, evidentemente, de una llamada obscena. Dijo la señorita Himenia: “Ahora tengo una visita, pero déjeme por favor su número y luego me reporto”.
Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, casó con Pomponona, mujer de opimo nalgatorio y munífico tetamen. Al ir a consumar el matrimonio Meñico dejó caer la bata que lo cubría y le dijo con tierna solicitud a su flamante esposa: “No estés nerviosa, vida mía. Procederé con delicadeza”. “Tú aviéntate, güey –respondió desenfadadamente Pomponona–. Con eso que tienes no hay motivo de preocupación”.
Una mujer llamada Planicia era tábula rasa en la región torácica. Quiero decir que carecía de tetamen. Eso era motivo de frustración para su esposo Salacino, quien en sus fantasías eróticas se veía disfrutando con manos y boca de un cálido y ebúrneo busto. Cierto día el tipo halló una lámpara y la frotó. Se le apareció un genio que le dijo que le cumpliría dos deseos. Opuso Salacino: “Conforme a la tradición deben ser tres”. “Eso era antes –respondió el genio–. Con la crisis se han reducido a dos”. “Está bien –cedió el hombre–. Mi primer deseo es que mi esposa tenga bubis grandes”. Al punto le creció a Planicia el busto en forma tal que habrían envidiado Dolly Parton y Jayne Mansfield. “¡Qué has hecho, insensato! –le gritó ella a su esposo–. ¡Con estos desmesurados hemisferios no podré alcanzar mi iPad!”. “Tienes razón” –admitió Salacino. Y volviéndose al genio le dijo: “Mi segundo deseo es que le alargues a mi mujer los brazos”.
Avaricio Cenaoscuras, el usurero mayor de la comarca, tenía tres hijos y una hija. Cierto día, el mayor le anunció, contrito, que había embarazado a una muchacha. El padre de la chica exigía una indemnización. Mal de su grado don Avaricio tuvo que pagar la suma que demandaba el airado genitor. Pasó un par de semanas, y el segundo hijo salió con la misma novedad. De nueva cuenta el cutre hubo de cubrir el monto de la reparación en efectivo que pedían los padres de la embarazada. No transcurrió mucho tiempo sin que el tercer hijo siguiera el ejemplo de sus hermanos. Otra vez había que pagar. Don Avaricio se daba a todos los diablos por las rijosidades de sus hijos, que en modo tan sensible disminuían el capital paterno. Sucedió que un día la hija del usurero le confesó, llorosa, que estaba ligeramente embarazada. La muchacha había temido que su desliz causara las iras de su padre. Lejos de eso don Avaricio se alegró sobremanera al escuchar la noticia. “¡Fantástico! –exclamó lleno de alegría–. ¡Ahora nosotros cobramos!”.
Un hombre fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: “Acúsome, padre, de que soy casado”. Le indicó el buen sacerdote: “Ser casado no es pecado, hijo”. Replicó el otro: “¿Entonces por qué estoy tan arrepentido?”.
Joven y guapo era el nuevo párroco del pueblo. Igualmente en flor de edad y bella era Tetina, una de sus feligresas. Cierto día la curvilínea moza fue a confesarse con el apuesto cura. Le dijo: “Padre: temo irme al infierno”. “¿Por qué?” –se sorprendió el confesor. Respondió Tetina: “Estoy perdidamente enamorada de usted, y lo deseo con toda mi alma, y sobre todo con todo mi cuerpo. De ahí mi temor a condenarme. ¿Usted cree que me salvaré?”. “De momento sí –respondió el padrecito–, porque tengo muchas confesiones; pero después no te aseguro nada”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, hizo un viaje de turismo a África y trajo consigo una estatuilla de ébano. La vio la criadita de la casa y le preguntó con inquietud: “¿Qué es eso?”. Respondió doña Panoplia: “Es un símbolo fálico”. “Pos, la verdad, señito –declaró con escepticismo la mucama–, a mí me parece otra cosa”.
El subgerente de la empresa de don Algón renunció a su cargo, y el mensajero de la compañía fue a solicitar su puesto. “¡Estás loco! –se burló don Algón–. Para ser subgerente hay que tener muchas cualidades”. Replicó el empleado: “Yo tengo solamente dos: un video de usted y su secretaria follando en la oficina, y el número del celular de su señora”.
Juanilito le pidió a Pepito que le prestara su bicicleta. “No –negó el chiquillo–. Y mi fundillo no es garaje”. “¿Por qué me dices eso?” –se extrañó el otro. Respondió Pepito: “Es que seguramente me vas a decir que me meta la bicicleta en el fundillo”.
La hija de don Poseidón, granjero acomodado, fue a la ciudad a cursar estudios universitarios. Pocos días después doña Holofernes, la mamá de la muchacha, le informó a su marido: “Llamó Bucolina. Me dijo que ya la matricularon”. “¿Lo ves? –exclamó consternado el vejancón–. ¡Siempre supe que algo malo le iba a pasar en la ciudad!”.
Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, fueron al museo de arqueología. El guía les mostró una serie de estatuas de atletas desnudos. Les informó: “Estas figuras pertenecen al período bajo”. Himenia le comentó en voz baja a su amiguita: “Seguramente son más interesantes las del período alto”.
Antes de proceder a la consumación del matrimonio, el novio le preguntó a su mujercita con voz grave y solemne: “Dime, Pirulina: ¿eres virgen?”. “No” –respondió ella con paladina claridad. Y añadió, desenfadada: “Tú tampoco eres San José, mi vida. Pero no importa: ésta es una noche de bodas, no una pastorela”.
El líder del sindicato de burócratas les informó a los agremiados: “Compañeros: hemos logrado una nueva conquista sindical. En adelante sólo trabajaremos los martes”. Se oyó una voz cansina: “¿Todos los martes?”.
Doña Jodoncia le anunció a su esposo, don Martiriano: “Este año haremos un crucero por el Mar Caribe”. “Pero, mujer –opuso él–. No tenemos dinero”. Replicó la esposa: “Para eso son las tarjetas de crédito”. Manifestó don Martiriano, tímido: “No me gusta viajar con dinero prestado”. “¿Qué? –le contestó airada la tremenda señora–. ¿Te crees mejor que Colón?”.
El doctor Ken Hosanna, médico personal de don Languidio, le dijo a la esposa de éste: “Me preocupa la salud de su marido, señora. Está muy débil, agotado, al borde de la extenuación. Debe evitar cualquier esfuerzo. Le indicaré que le haga el amor a usted una vez al mes”. “¡Fantástico!” –se alegró la señora–. ¡Ahora me lo hace una vez al año!”.
El hijo mayor de don Poseidón contrajo matrimonio. De regalo de bodas su padre le dio una escopeta belga de dos cañones. “¿Una escopeta ’apá? –se desconcertó el muchacho–. Habría preferido que me regalara usté un reloj”. “¿Y pa’ qué chingaos quiere m’hijo un reloj? –se enojó el viejo–. Supongamos que llega usté a su casa y encuentra a su mujer con otro hombre. ¿Qué hará entonces? ¿Tomarles el tiempo?”.
Rondín # 3
Don Acisclo, hacendado dineroso, cifraba su mayor orgullo en un semental porcino que tenía al que puso por nombre El Vencedor, pues siempre ganaba el primer premio en las ferias comarcanas. Todos los hacendados convecinos se lo envidiaban, porque el cerdo de don Acisclo era alto y robusto, abundante lo mismo en músculo que en grasa, y además bien portado, fácil de trato y de muy buenos modales, en tanto que los marranos lugareños se veían más flacos que una buena intención –“No dan manteca ni pa’ freír un huevo”, decían sus propietarios–, y además eran díscolos y malhumorados, poco aptos para alternar en sociedad. Sucedió que un día don Acisclo hubo de ir a la ciudad a fin de asistir a la junta anual de la Asociación de Criadores de Cochinos, S. C. L., de la cual era portaestandarte. Antes de tomar el tren, el hacendado le dijo a su caporal, un rudo jayán a quien todos llamaban el Juanón por su elevada estatura y corpulencia, mayores aún que las de El Vencedor: “Te encargo mucho al marrano. Tú sabes que don Enedelio, el granjero vecino, lo quiere para que cubra a sus hembras, y de seguro intentará sacarlo de la porqueriza para llevárselo a su rancho. Vigila día y noche; no te separes del cerdo ni una vara, y ten a la mano tu escopeta por si el viejo cabrón intenta secuestrarlo”. Fiel a la orden de su amo, esa noche el Juanón se proveyó de un grueso jorongo y de una botella de mezcal para protegerse del frío, y se sentó exactamente a 70 centímetros de distancia del marrano, pues su patrón le había dicho que no se separara ni una vara de él, y en esa región la vara mide 71 centímetros. Todo estaba tranquilo. No se oía ladrar de perro ni aullido de coyote. En su pocilga, El Vencedor dormía el sosegado sueño de quien no debe nada a nadie. Ya se estaba durmiendo también el caporal cuando de pronto lo sacaron de la duermevela ciertos ruidos que provenían de la cercana casa de su amo. Más que ruidos eran gemidos, ayes, quejos y gritos de mujer. El Juanón recordó que la esposa de su patrón estaba sola, y pensó que un bandolero de los que abundaban en los alrededores había entrado en la casa para atacarla. Tomó su escopeta, pues, y se precipitó hacia la casa, pero antes le dijo al Vencedor: “No te muevas de aquí, marrano. Orita vengo. Don Acisclo me encargó que te cuidara mucho; que no me separara de ti ni una vara. Pero oigo ruidos extraños en la casa, y temo que la esposa del amo esté sufriendo el ataque de algún bandido o salteador. Me perdonas un momentito; voy a ver qué pasa. Te ruego encarecidamente que permanezcas en la porqueriza, pues soy responsable de tu persona, y no le puedo salir al señor con malas cuentas. Una vez me ordenó que le cuidara una perrita chihuahueña que tenía, y en un parpadeo que di se le subió un desgraciado perro San Bernardo. Ya te imaginarás cómo dejó a la pobrecita. Me puso el amo una cintareada que todavía me acuerdo. A’i te encargo entonces”. Dichas esas palabras, pocas y precisas por la urgencia que tenía de acudir con presteza a ver por su señora, el Juanón corrió a la casa. Entró y se dirigió a la alcoba, pues de ahí provenían los ya citados gemidos, ayes, quejos y gritos de mujer. Abrió la puerta con violencia a fin de sorprender al salteador. Ningún salteador había ahí. El que estaba con la esposa de don Acisclo era don Enedelio, el granjero vecino, refocilándose cumplidamente con ella. Al ver al caporal con su escopeta, don Enedelio se espantó. Quedó tranquilo, sin embargo, cuando el Juanón le dijo: “Perdone la interrupción, señor. Prosiga usted, le ruego. Pero no se le ocurra acercarse al marrano ¿eh?”.
Un individuo solitario lloraba quedamente en la barra de la cantina. Con las dos manos juntas sobre el mostrador se sacudía en sollozos. El cantinero, hombre compasivo, le preguntó solícito: “¿Qué le pasa, señor? ¿Puedo ayudarlo?”. El hombre no respondió; siguió llorando. Inquirió el de la cantina: “¿Perdió el trabajo?”. El tipo, sin contestar, sólo hizo un gesto como diciendo que eso era nada comparado con lo que sufría. Quiso saber el cantinero: “¿Lo abandonó su esposa?”. El sujeto volvió a expresar con otra seña que su desgracia era aún mayor. “Ah, ya sé –dijo entonces el otro–. Perdió usted en el juego”. El hombre estalló en llanto y dijo que sí con la cabeza. “¿Cuánto perdió? –preguntó el cantinero–. ¿10 mil pesos?”. El tipo, sin hablar, dio a entender que había perdido más. “¿50 mil pesos?”. Sin palabras, con otro ademán, el individuo manifestó que había perdido más. Preguntó el cantinero: “¿100 mil pesos?”. El hombre movió la cabeza afirmativamente para indicar que esa era la suma que había perdido. “Caramba –se consternó el de la cantina–. Si yo perdiera 100 mil pesos en el juego, mi mujer me cortaría los testículos”. El tipo rompió en un llanto desgarrado, separó las manos que había mantenido juntas sobre el mostrador y dejó ver lo que con ellas estaba cubriendo. Eran sus testículos.
Facilda tenía una semana de casada cuando empezó a presentar síntomas propios de un embarazo de seis meses. Su ingenuo marido, un joven trincapiñones de nombre Candidito, le dijo atribulado: “Siento pena por tus náuseas y mareos”. “No te apenes –lo tranquilizó ella–. Tú no tienes la culpa”.
Pepito parecía no coordinar bien sus movimientos, de modo que su mamá lo llevó con un médico especializado en problemas de motricidad. El facultativo sentó al niño en su mesa de exámenes y le preguntó: “¿Dónde está la nariz?”. Pepito se la señaló. “¿Dónde están los ojos?”. El chiquillo indicó con los dedos. “¿Dónde están las orejas?”. “Mami –dijo entonces Pepito–, vamos con otro doctor. Éste no sabe ni madre de anatomía”.
Doña Pasita se preocupaba por los devaneos de su nieta Pirulina. Un día le dijo: “Lo que debes hacer es buscarte un buen marido”. Replicó la muchacha: “Ya le tengo echado el ojo a uno”. “¿Quién es?” –se interesó la abuela. Le informó Pirulina: “El de la vecina del 14”.
El joven párroco observaba que la cera del altar desaparecía misteriosamente. Llamó al sacristán al confesonario, y ahí le preguntó: “¿Quién se está robando las velas del altar?”. “Perdone, padre —dijo el rapacirios—, pero no lo escucho bien”. “No te hagas tonto —replicó el cura—. Yo te oigo perfectamente”. “Pero yo no lo escucho a usted —inisistió el sacristán—. Y si no, déjeme ocupar su lugar y venga usted al mío, y lo verá”. Cambiaron de sitio, en efecto, y preguntó entonces el sacristán: “Dígame, señor cura: ¿quién se ve con mi mujer en mi casa cuando yo no estoy?”. “¡Mira! —exclamó entonces el padrecito— ¡De veras que acá no se oye bien!”.
En la noche de bodas el novio le dijo a su flamante mujercita: “No estés nerviosa, vida mía. Seré tierno y delicado, pues sé que todo esto es nuevo para ti”. La chica paseó la mirada a su alrededor y dijo luego: “Nada más las sábanas”.
Don Languidio Pitocáido regresó muy contento a su casa de la visita al médico. Le anunció, feliz, a su señora: “¡El doctor me va a levantar la dieta!”. Preguntó ella fríamente: “¿Nada más la dieta te va a levantar?”.
El abogado defensor se dirigió al jurado: “Mi cliente es un hombre bueno, esposo ejemplar, padre amantísimo, trabajador honrado. No bebe, no fuma, no anda con mujeres...”. “¡Protesto enérgicamente! —gritó el acusado poniéndose en pie pie, airado-. ¡Le pago a este abogado para que me defienda y se pone a hablar de otro individuo!”.
Una mujer le dijo a otra: “Comadre: ¿es cierto que está usted sosteniendo relaciones con don Leovigildo, el señor del departamento 7”. Respondió la otra: “A usted no se lo puedo negar, comadrita. Es cierto”. “Y dígame: ¿es cierto que está metida también con los demás ocupantes del edificio, lo mismo solteros que casados?”. “Es cierto, comadre —respondió la mujer—. Con todos tengo dimes y diretes. Pero esté usted tranquila: con su marido, mi compadre, no me he metido para nada”. Rebufó indignada la otra: “¿Y a mi viejo por qué me lo hace menos?”.
Tenían apenas un mes de casados, y estrenaban ya su nidito de amor. Cierto día el muchacho, que trabajaba de vendedor, se dio una escapadita de la chamba y llegó a su casa a las 11 de la mañana. De inmediato tomó en sus brazos a su mujercita, la condujo a la alcoba y empezó a hacerla objeto de encendidas muestras de ignívoma pasión. En el punto más cálido del delicioso encuentro ella arriscó la naricilla y le dijo preocupada a su marido: “Voy a la cocina un momento. Creo que se están pegando los frijoles”. “¡No te levantes, mi vida! -exclamó él, ebrio de amor-. ¡Déjalos que se maten, pero vamos a seguirle!”.
Don Usurino Matatías, el avaro del pueblo, estaba agonizando. Su esposa, rodeada de los hijos, oía sus últimas disposiciones. “El señor Credicio me debe 10 mil pesos” –les informó el cutre con voz que apenas se escuchaba. Exclamó la señora: “¡Tomen nota, hijos; tomen nota!”. Prosiguió penosamente el agonizante: “Don Avidio me debe 5 mil pesos… Doña Debina me adeuda 3 mil… El señor Demorio me debe mil pesos… Al compadre Olvidio le presté 4 mil pesos y no me ha pagado”. “¡Qué memoria! –dijo maravillada la mujer–. ¡Qué lucidez! ¡Ni siquiera en la agonía se olvida de sus cuentas! ¡Apunten, hijos, apunten, para poder cobrar luego esas cantidades!”. Don Usurino le impuso silencio con un movimiento de la mano. “Por mi parte –dijo– yo le debo a don Poseidón 150 mil pesos. Aunque no hay nada escrito, les dejo el encargo de que esa deuda mía sea pagada de inmediato”. “¡Ah! –gimió entonces la señora–. Ya no apunten, hijos. ¡Su pobre padre ha empezado a delirar!”.
El borrachín se levantó de pronto de su mesa en la cantina. Fue al piano y tocó en forma brillante la Sonata Waldstein, de Beethoven. Cada vez que podía hacerlo sin mengua de la interpretación, le daba un trago a la copa que tenía sobre el piano. El cantinero lo felicitó, entusiasmado. “¡Toca usted maravillosamente, amigo! ¡Es un genio del piano comparable a Horowitz, a Arrau, a Rubinstein!” . “Ni tanto –replicó, modesto, el beodo–. En realidad no soy pianista. Soy violinista”. Inquirió el cantinero: “Y entonces ¿por qué ahora se dedica al piano?”. Explicó el temulento: “La copa se me caía del violín”.
Don Calendárico, señor de muchos años, estaba leyendo en la sala de su casa. Llegó uno de sus nietos mayores y le preguntó: “¿Qué lees, abuelo?”. Respondió el veterano: “Un libro muy triste, hijo. Se llama ‘El Gozo del Sexo’”. “Conozco la obra –declaró el muchacho, extrañado–; pero no es nada triste, abuelo”. “A mi edad sí lo es’’ –respondió don Calendárico con un suspiro.
El papá de Pepito veía en la tele el partido de futbol. Pepito ojeaba el periódico. “Mira, papi –dijo el chiquillo en el momento más emocionante del juego–. Aquí dice que viene una onda fría”. Distraído, el señor le contestó sin quitar la vista de la pantalla: “Honda... Fría... Ha de ser tu mamá, hijo”.
El Señor convocó a todos los animales que había creado para saber cómo les iba con la forma que les había dado y qué cambios proponían en su cuerpo. El rinoceronte le dijo: “A mí quítame este maldito cuerno que me pusiste, y que sólo sirve para que me persigan los hombres atribuyéndole cualidades afrodisíacas que no tiene”... Pidió la hiena: “A mí quítame esa risa que hace que todos se rían de mí. Por otra parte, Padre, en estos tiempos ya no hay de qué reír”. Y dijo un perro de pueblo: “A mí, Señor, quítame la bola”. “¿A qué bola te refieres? –preguntó el Creador, desconcertado. Precisó el can: ¡La bola de hijos de su madre que me tiran piedras cuando estoy follando en la calle con una linda perra!”.
Doña Colchona, mujer de don Corneto, dio a luz felizmente. El orgulloso padre le mostró el recién nacido a un compadre suyo. “Mire –le dijo–. Tiene mis ojos, mi nariz, mi boca…”. “Es cierto –concedió el compadre. Pero el lunar que tiene en la nalguita izquierda, ése es de mi comadre”.
El señor cura amonestaba a Empédocles Etílez, que gustaba mucho de empinar el codo. Le dijo: “Usado con moderación, el vino es bueno, pero en exceso puede traer consigo gravísimos problemas”. “Entonces es como la castidad –razonó Empédocles–. También es buena si se usa con moderación, pero en exceso puede traer consigo gravísimos problemas”.
Don Chinguetas y doña Macalota estaban en un centro comercial. Ella se molestaba porque cada vez que pasaba una chica de ondulantes formas, su casquivano consorte la cubría de miradas resbalosas. Le reclamó, enojada: “Cuando miras a una mujer se te olvida que eres casado”. “Al contrario –suspiró tristemente don Chinguetas–. Entonces es cuando me acuerdo más”.
Doña Tebaida Tridua es moralista. Quiero decir que le molesta que otros disfruten los placeres que a ella le habría gustado disfrutar. A fuerza de pensar en la maldad, lo malea todo: mira a un bebé y en lo único que piensa es en la forma en que sus papás lo hicieron. En cierta ocasión vio un cuadro de Mondrian –líneas puras; pura geometría– y declaró entrecerrando los ojos, suspicaz: “Ahora mismo no puedo decir qué es, pero estoy segura de que en esta pintura hay algo inmoral”. Entre las muchas cosas de las que desconfía doña Tebaida está la risa. La considera frivolidad insoportable; culpable liviandad. En tiempos como los que en México estamos viviendo, la risa inteligente –no la del relajo o la inconsciencia– ayuda a enfrentar los males que traen consigo la estupidez y la maldad. Pues bien: doña Tebaida se jacta de que nadie la ha visto reír desde que cumplió cinco años. Si me es permitido un símil de uso en el Potrero de Ábrego, la señora es más seria que un puerco meando. Eso no sólo la hace estar siempre aburrida: también la lleva a aburrir a los demás. Sé que estoy incurriendo en maledicencia, pero me justifico evocando la amabilísima figura de don Juanito de la Peña, maestro que fue de Química en el glorioso Ateneo Fuente de Saltillo. Describía al plomo: “Es un metal pesado, oscuro, maloliente y venenoso”. Hacía una pausa y añadía luego como disculpándose: “Y no es que esté yo hablando mal del plomo. Es que el plomo así es”. Pues bien: así es doña Tebaida Tridua, y ni modo. Todo esto viene a cuento por uno que sometí a la consideración de la señora a efecto de conseguir su autorización –es Presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías– para narrar aquí ese relato. Lo leyó doña Tebaida y al punto se le presentó un violento episodio de urticaria que le cubrió la región glútea de pústulas erisipelatosas que le impidieron sentarse durante varios días. Su médico de cabecera le trató el mal con un caterético, y prescribió además a la paciente tomar cada hora una permistión de té de tila con infusión de cuasia, que hace volver a su estado natural los humores de bilis y atrabilis. He aquí el cuento que le provocó a doña Tebaida esa extraña malatía… Pepito le preguntó a su padre: “Papi: ¿qué es ‘pene’?”. El señor, que en ese momento salía de la ducha, hizo a un lado la toalla que lo cubría y respondió: “Ya estás en edad de saberlo. Mira: esto que tengo aquí es un pene perfecto”. Al día siguiente el chiquillo le dijo a su amigo Juanilito: “Ya supe qué es el pene”. Preguntó el otro: “¿Qué es?”. Pepito se descubrió. “Mira: esto que tengo aquí es un pene. Y si fuera más pequeño sería un pene perfecto”.
Rondín # 4
El padre Arsilio estaba confesando. Llegó una voluptuosa morena de esculturales formas, bien puesta de pitones, si me es permitido ese símil tauromáquico, y dueña de exuberante nalgatorio. “Acúsome, padre –dijo–, de que cuando veo a un hombre, cualquier hombre, siento el deseo de que me haga el amor tres veces seguidas”. “Hija –suspiró el buen sacerdote–. Tendrás que ir a otra parroquia. Yo ya no te las completo”.
Rosibel y su marido se divorciaron. Una amiga le preguntó por qué. Ella le respondió, molesta: “¿Te gustaría vivir con una persona irresponsable, que tuviera el vicio del juego, que todas las noches se saliera de la casa para ir a los antros y que para colmo te pusiera el cuerno?”. “Claro que no” –contestó la amiga. Declaró entonces Rosibel, mohína: “A mi esposo tampoco le gustó”.
Pepito le dijo a su primo Macarito: “Yo tengo cinco años. ¿Cuántos tienes tú?”. Manifestó el pequeño: “No lo sé”. Le preguntó Pepito: “¿Ya te atraen las mujeres?”. Contestó el niño: “No”. Le informó Pepito: “Entonces tienes cuatro años”.
Hubo una zacapela en la zona roja del pueblo. El juez interrogó a una de las suripantas: “¿Vio usted cuando el acusado le clavó la navaja al herido en la trifulca?”. “Sí lo vi, señor juez –respondió la mujer–. Pero no se la clavó en la trifulca: se la clavó entre la trifulca y el ombligo”.
Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, tenía una criadita a la que apreciaba mucho, de nombre Famulina. Un día la muchacha le anunció que se iba. “¿Por qué?” –le preguntó consternada doña Macalota. Explicó la criadita: “Hallé una casa donde los hombres me van a pagar por hacerme lo mismo que el señor me hace aquí de gratis”.
Un indocumentado mexicano logró cruzar el río Bravo y se internó en Texas. Le envió un mensaje a su mujer. “Ya llegué a Dallas”. Con otro mensaje contestó ella: “Manda dinero. Yo también ya estoy llegando a lo mismo”.
Rosilita, equivalente femenino de Pepito, le dijo a su papá: “Ya sé por qué las mujeres tenemos mucho cabello”. “¿Por qué?” –quiso saber el padre. Contestó Rosilita: “Para poder engañar a los hombres”. “¡Cómo! –se azoró el señor–. ¿Por qué dices eso?”. Explicó la niña: “Oí que mi tía Pisca le contó a mi mami: ‘Estaba con mi novio en la recámara y llegó mi marido. Mi novio se escondió en el clóset, y cuando Cornuto se durmió pudo salir sin que él se diera cuenta. ¡Me salvé por un pelito!’”.
Un individuo subió al autobús. Llevaba en los brazos a dos lindos bebés. “¡Qué hermosos niños! –lo felicitó una pasajera–. ¿Son sus hijitos?”. “No, señora –respondió malhumorado el tipo–. Trabajo en una fábrica de condones, y estas criaturas son reclamaciones”.
Llegó un tipo al infierno y preguntó por su esposa. “Aquí no hay mujeres –le informó Lucifer–. Todas se van al cielo”. “¿Ah sí? –dudó el recién llegado–. Y esos cuernos tuyos ¿qué? ¿Te los compraste en el supermercado?”.
“Mi padre mantiene dos esposas”. “¿Es bígamo?”. “No. Mantiene a la suya y a la mía”.
En el antiguo manicomio de La Castañeda dos locos se tomaron a golpes porque ambos decían ser Napoleón Bonaparte. El director los amonestó. Les dijo: “Éste no es lugar para hacer locuras. No toleraré otro pleito entre ustedes. Dialoguen; pónganse de acuerdo y determinen cuál de los dos es Napoleón”. Pasó media hora, y uno de los locos regresó a la oficina. Le informó al director: “Hemos llegado a un arreglo. En adelante el otro será Napoleón. Tiene un poder bárbaro de convencimiento”. Preguntó el director: “¿Te convenció de que él es Napoleón?”. “No sólo eso –respondió el orate inclinando púdicamente la cabeza–. También me convenció de que yo sea Josefina”.
Elmar, lleno de urgencias masculinas, le pidió un beso a Colchona. “¿Cómo te atreves a pedirme eso? –se indignó ella–. Soy una mujer casada. ¡Ni siquiera debería estar follando contigo!”.
Hoganio, ávido golfista, fue a un hotel de lujo a la orilla de la playa y que tenía campo de golf. Grande fue su decepción cuando se enteró de que el precio de la habitación era de 15 mil pesos diarios, qué él no podía pagar. Se dirigió al hotel de enfrente, que igualmente era de lujo y también tenía campo de golf. Se alegró mucho al conocer el precio del cuarto: 30 pesos diarios. Se registró, pues, y de inmediato fue a jugar. Le pidió al encargado del campo que le vendiera una pelotita de golf. El hombre le dio una y le dijo: “Son 15 mil pesos”. “¿15 mil pesos por una pelota de golf? –se escandalizó Hoganio–. ¡En el hotel de enfrente cuestan 30 pesos!”. “Sí –repuso el otro–. Ahí donde te cogen es en el precio de lahabitación”.
¿Existe el destino? Y si el destino existe, ¿cuál será su destino? Esas trascendentes consideraciones se iba haciendo en su interior don Augurio Malsinado al salir esa mañana de la casa en compañía de su esposa. Ella, por su parte, se preguntaba a cómo estaría el jitomate, pues iba a recibir a sus papás y quería agasajarlos con un rico gazpacho, platillo muy idóneo para los días de calor. En ese preciso instante una paloma que pasó volando soltó una deyección que le cayó en pleno rostro al señor Malsinado. “¡Qué barbaridad! –exclamó consternada su mujer–. ¡Déjame traer un rollo de papel higiénico!”. “¿Para qué? –acotó don Augurio, resignado–. La paloma ya va muy lejos.
El sargento irrumpió en la barraca donde dormían los soldados y gritó con voz de trueno: “¡Levántense, hijos de p…!”. Todos saltaron de la cama, menos uno. El sargento le dirigió al remiso una mirada inquisitiva. Dijo el soldado sin dejar el lecho: “Son muchos, ¿verdad, mi sargento?”.
Se celebró un concurso de inteligencia para bebés de un año y medio de nacidos. Quedaron de finalistas dos pequeños y una pequeñita: Pierrot, de Francia; Maggie, de Inglaterra, y Pepito, de México. El presidente del jurado le preguntó a Pierrot: “¿Eres niño o niña?”. “Soy niño –contestó sin dudar el francesito–. Lo sé porque traigo calcetincitos de color azul”. Un sinodal le hizo la misma pregunta a Maggie, la bebé representante de la Gran Bretaña: “¿Eres niño o niña?”. “Soy niña –respondió con la misma seguridad la inglesita–. Lo sé porque traigo calcetitas color de rosa”. Le llegó el turno a Pepito el mexicano, que había llegado tarde a la prueba porque sus papás pensaron que era hasta el siguiente día. Le preguntó el director del concurso: “Y tú ¿eres niño o niña?”. “No lo sé exactamente –vaciló Pepito–. Pero supongo que soy niño, porque tengo tan grandes los éstos que no me dejan ver si traigo calcetincitos azules o calcetitas color de rosa”.
Llegó a su fin el trance de amor erótico en el Motel Kamagua. El galán, invadido por la dulce languidez que sigue al deseo bien cumplido, quedó de espaldas en el lecho, reconciliado con el mundo, agradecido con la vida y olvidado de todo, incluso de sí mismo. Lo sacó de ese nirvana una súbita pregunta de su compañera, que le sonó como un cañonazo: “Después de esto, Libidiano, ¿te casarás conmigo?”. “No” –fue la contundente respuesta del sujeto. Inquirió ella, erizada: “¿Puedes darme una razón por la cual no puedes desposarme aun después de que te hice entrega de la impoluta y jamás tangida gala de mi doncellez?”. “Siete razones te daré –contestó él–. Mi mujer y mis seis hijos”.
Una chica le dijo a otra: “Debe ser incómodo para ti eso de llamarte Virgen”. “Sí –admitió ella-. Sobre todo porque me apellido Loera”.
Babalucas y su esposa Boborronga son igualmente escasos de caletre. Sentados en la playa, a la orilla del mar, ella se llevó a la boca un poco de agua de mar y dijo luego: “No se puede beber. Está salada”. Babalucas le sugirió: “Ponle azúcar”. Boborronga echó un poco de azúcar en el mar; volvió a probar el agua y en seguida declaró: “Sigue igual de salada”. “Mensa –se burló Babalucas–. Es que no le meneaste”.
Don Languidio Pitocáido, senescente caballero, sufría continuos episodios de disfunción eréctil. Doña Reprimicia, su mujer, consultó el caso con un médico, y éste le aconsejó que esa tarde le diera a su marido una pastilla de Viagra, que de seguro surtiría efecto por la noche. Así lo hizo la señora. Al día siguiente el facultativo la llamó por teléfono y le preguntó si el medicamento había dado resultados con su esposo. “Sí los dio –contestó doña Reprimicia–. Pero se me olvidó darle también la píldora de la memoria, y no recordó lo que debía hacer”.
Rondín # 5
“Soy pederasta, bisexual, onanista y sadomasoquista; practico el bestialismo, el voyeurismo, el fetichismo y el exhibicionismo; me gusta trasvestirme; poseo inclinaciones incestuosas, coprofílicas y necrofílicas. Se lo digo porque tengo un problema para llenar la solicitud de empleo”. El jefe de personal quedó estupefacto al escuchar esa tremenda relación que le hizo un individuo en busca de trabajo. Le preguntó, nervioso: “¿Qué problema tiene usted con la solicitud?”. Respondió el individuo: “El renglón correspondiente a sexo es demasiado pequeño, y no sé cuál de todas esas cosas poner”.
El supermercado estaba lleno de clientes, tanto que se acabaron los carritos. A una señora le tocó uno cuyas ruedas chirriaban, y que se atoraba a cada paso. Pudo hacer sus compras, sin embargo, y se encaminó a la salida. Vio entonces a otra señora que no hallaba carrito, y le ofreció el suyo. Le advirtió: “Es muy ruidoso y se batalla para conducirlo, pero funciona más o menos bien”. “No se preocupe -agradeció la mujer-. En la casa tengo un marido igual”.
Don Frustracio, el esposo de doña Frigidia, hacía una interesante consideración: “En la vida hay extrañas coincidencias. A mí se me acabó el deseo sexual, y al mismo tiempo a mi mujer le desaparecieron aquellos dolores de cabeza que le daban todas las noches”.
A fines del siglo antepasado vivió en un pueblo cercano a Sevilla un campesino llamado Ambrosio. Era muy pobre —los campesinos de todo el mundo son casi siempre pobres—, y oyó decir que los salteadores de camino real hacían fortuna con sus latrocinios. Decidió entonces tomar esa arriesgada profesión. Se topó con un problema, sin embargo: lo único que tenía para amenazar a los viajeros y obligarlos a soltar sus pertenencias era una vieja escopeta sin pólvora ni parque. Para dar la impresión de que estaba cargada la llenó de cañamones, semillas que se dan a los pájaros en jaula. No le dio resultado la artimaña: las presuntas víctimas se daban cuenta de lo inofensivo de su arma y se le reían en las barbas. Tal es el probable origen de la expresión “la carabina de Ambrosio”, usada para calificar a todo lo que de nada sirve.
Don Chinguetas manifestó su propósito de donar sus órganos a la ciencia médica. Le sugirió su esposa: “Dona tu cerebro y tu pija”. “¿Por qué?” –se extraño él. Explicó doña Macalota: “Es lo que menos usas”.
Empédocles Etílez, ebrio consuetudinario, llegó a su casa a las 6 de la mañana. Su abnegada esposa lo estaba esperando llena de inquietud. Le dijo: “¡No pude dormir en toda la noche!”. Le respondió, solemne, el temulento: “¿Y acaso crees, mujer, que yo sí dormí?”.
Don Venancio, abarrotero celtibérico, era “barbicerrado, cejijunto y coñodicente”, según la esquemática descripción de Novo. Una linda chica llegó a su tienda y le pidió: “Deme una barra de pan. Si tiene huevos, una docena”. Con estentórea voz le ordenó don Venancio a su ayudante: “¡Doce barras de pan!”.
La mamá de Susiflor tenía un gran sentido práctico. Le aconsejó a su hija soltera: “Si vas a hacer el sexo ten cuidado. Toma medidas”. Se refería a las que sirven para prevenir un embarazo no deseado. Semanas después la muchacha le informó a su madre que estaba teniendo sexo. Le preguntó la señora: “Y ¿qué medidas has tomado?”. Respondió Susiflor consultando una libreta: “5 pulgadas… 6 pulgadas… 8 pulgadas…”.
Tres amigos hablaban de sexo y, claro, cayeron en la masculina costumbre de la jactancia. Dijo uno: “Cuando tengo sexo con mi esposa la hago que grite”. Manifestó el segundo: “Yo hago que mi mujer grite y diga malas palabras”. Declaró el tercero: “Yo hago que mi señora grite, diga malas palabras y se desmaye”. Le preguntaron los otros, admirados: “¿Cómo le haces?”. Respondió el sujeto: “A la mitad del acto la llamo por teléfono y le digo con quién lo estoy haciendo”.
Condones por aquí; condones por acá; condones más allá. El padre Arsilio visitó en su casa al cura del pueblo vecino, y se quedó estupefacto al ver por todas partes paquetes de condones. Los había en la sala, el comedor y la cocina; estaban en la recámara, el baño y el estudio. Hasta en el garaje vio condones. “No piense mal de mí, padre Arsilio —le rogó el anfitrión al visitante—. Lo que sucede es que padezco un tic nervioso que me obliga a cerrar continuamente el ojo izquierdo. Sufro también jaquecas continuadas. Cuando voy a la farmacia y le pido al dependiente un frasco de aspirinas ve él que cierro el ojo, me hace también un guiño y me da una caja de condones”.
Capronio le confió a un amigo: “Mi hijo mayor no fuma; no bebe; no juega póquer; no se desvela con amigos; no anda con mujeres… Ya estoy dudando de que yo sea su padre”.
La señorita Peripalda, catequista, les preguntó a las niñas del catecismo: “¿A dónde van las niñas buenas?”. “Al cielo” –respondieron las pequeñas a una voz. “¿Y las malas?”. Rosilita, equivalente femenino de Pepito—, se adelantó a contestar: “Las niñas malas van a Cancún, a Vallarta, a Acapulco, a la Riviera Maya, a Las Vegas…”.
La casa de la flamante parejita estaba recién pintada. Aquella noche el marido puso la mano en la pared de la alcoba, que quedó marcada con su huella y por tanto necesitaría un retoque. Al día siguiente la recién casada le dijo al pintor que seguía trabajando en la planta baja: “¿Quiere venir a la recámara a ver donde mi marido puso anoche la mano?”. “Lo haría con mucho gusto, señora —replicó el sujeto-, pero mi patrón no me permite intimar con la clientela”.
El marido salió de viaje y tardó más de la cuenta en regresar. Su esposa le puso un mensaje urgente, y él respondió con una pregunta: “¿Por qué me pusiste ‘Torna a Sorrento’?”. Contestó la señora: “No puse eso. El iPad me corrigió. Lo que yo escribí fue: ‘Tornas o rento’”.
Dulcibel se quejaba con Susiflor del insaciable apetito sexual de su novio Pitorrango. “A todas horas quiere hacer el amor —le dijo—. Cuando se queda conmigo me despierta varias veces para eso, tantas que en la mañana batallo para levantarme e ir a trabajar. Y no se diga los fines de semana: quiere sexo a mañana, tarde y noche. Lo bueno es que cada mes debe viajar por motivo de negocios, y eso me permite descansar un poco del insaciable erotismo que muestra cuando está conmigo”. Preguntó Susiflor: “¿Cuánto tiempo está fuera?”. Respondió Dulcibel: “Apenas el suficiente para fumarme un cigarrito”.
Balucas contrajo matrimonio. Ninguna experiencia tenía en el amor, de modo que su flamante mujercita se vio obligada a darle las instrucciones del caso. En el momento debido empezó a decirle: “Hacia adelante… Hacia atrás… Hacia adelante…. Hacia atrás”. Le dijo muy molesto Babalucas: “Ya decídete, ¿no?”.
Nalguiria, la hija de don Leovigildo, fue a probar fortuna en el ambiente artístico de la capital. Tiempo después un amigo del señor le preguntó: “¿Cómo le ha ido a Nalguirita?”. “Muy bien –respondió con orgullo don Leovigildo–. Trabaja de vedette, y mañana debuta”. “¡Caramba! –se asombró el otro–. Cambia rápido, ¿no?”.
La señora fue a visitar a su vecina y llevó consigo su hijita. Llegó el marido de la vecina, y de buenas a primeras la niña le preguntó: “¿Por qué mató a Julio César?”. Todos se sorprendieron, y el señor dijo: “No entiendo. ¿Por qué me preguntas eso?”. Explicó la pequeña: “Leí en un libro que Bruto mató a César, y la esposa de usted nos acaba de decir: ‘Tendrán que irse, porque no tarda en llegar el bruto de mi marido’”.
El pastor Rocko Fages organizó en su iglesia un servicio testimonial: todos los pecadores tendrían que confesar en público sus culpas y manifestar su propósito de cambiar de vida. Un hombre se puso en pie: “Hermanos: soy un borracho. ¡Pero juro que voy a cambiar!”. Todos aplaudieron, conmovidos. Habló otro: “Hermanos: tengo el vicio del juego. ¡Pero prometo que voy a cambiar!”. Nuevos aplausos y emoción general. En eso se levantó Guari Candilla, la única prostituta que en el pueblo había. Dijo humilde: “Hermanos: ustedes saben que lo que soy. ¡Pero les juro que voy a cambiar!”. De los hombres se levantó un coro general: “¡No cambies, Guari!”.
Hubo boda en el circo: Miliño, el enanito de 70 centímetros de estatura, casó con Sansona, la giganta que medía 2 metros 10. Al mes del desposorio uno de los cirqueros le preguntó a Miliño con curiosidad morbosa: “¿Cómo te ha ido en tu matrimonio con Sansona?”. “Muy bien –respondió el chaparrito–. Es una magnífica ama de casa. Guisa muy bien; tiene siempre limpio nuestro remolque…”. “No te hagas –se impacientó el preguntón–. ¿Cómo te ha ido en la cuestión del sexo?”. “Mal” –confesó tristemente Miliño. “¿Por qué?” –quiso saber el otro. “Te diré –contestó el pequeño personaje–. Cuando estamos nariz con nariz, mis pies quedan ahí donde te platiqué. Cuando estamos pies con pies, mi nariz queda ahí donde te platiqué. Y cuando estoy donde te platiqué me suceden dos cosas: los pies se me enfrían y no tengo con quién platicar”.
Rondín # 6
Lord Hornblow era más sordo que una tapia. Cierto día estaba con su hijo en un restaurante londinense cuando llegaron dos viajeros, el uno joven, de edad madura el otro, y ocuparon la mesa vecina. El de menor edad le preguntó al otro: “¿Ya había estado usted en Londres, Mr. Pickety?”. “¿Que si he estado aquí? –rió el otro–. Conozco esta ciudad como la palma de mi mano. Aquí fui guardia real. ¡Qué tiempos! Conocí a una dama de la nobleza, lady Hotlips. ¡Qué mujer! Hembra más ardiente no he conocido nunca. Se prendó de mí. Todos los días me recibía en su alcoba, o si no ella me visitaba por la noche en la pensión donde vivía. Aún recuerdo el lunar que tenía en el cuello, y aquella manchita roja, que tanto me gustaba, en el brazo izquierdo”. Lord Hornblow alcanzó a entender que el viajero estaba contando algo muy interesante, pues todos los presentes habían dejado sus conversaciones para seguir el relato con atención. Le preguntó ansiosamente a su hijo: “¿Qué dice? ¿Qué dice?”. Le gritó el muchacho en la oreja: “¡Dice que conoció a mamá!”.
Don Valetu di Nario cumplía 80 años el siguiente día. Esa noche, antes de acostarse, se puso frente al espejo y reflexionó en tono filosófico: “Estos ojos que tanto han visto; estas manos que tanto han trabajado; estos pies que tanto han caminado cumplirán mañana 80 años...”. En seguida se dirigió a su entrepierna y le dijo con rencoroso acento: “¡Y tú, desgraciada, también estarías cumpliendo mañana los 80 si no te hubieras muerto hace 20 años!”.
Frente a un compadre suyo aquel hombre reprendía severamente a su hijo, que había sacado malas calificaciones en la escuela. “Compadre –dijo el otro–. Usted es un burro; mi comadre es una mula; y ¿quiere usted tener un cuarto de milla?”.
Dulciflor, muchacha ingenua, le informó a su novio que se hallaba en estado de buena esperanza, o sea embarazada, a resultas de lo que habían hecho hacía unas semanas. “Caramba, Dulciflor –se mortificó el galancete–. Te pedí una prueba de amor, no de fertilidad”.
Don Poseidón, granjero acomodado, tenía un hijo adolescente llamado Nemoroso. Juzgó el viejo que su retoño había llegado ya a la edad en que deben saberse ciertas cosas. Había oído hablar de una señora especializada, a la manera de la legendaria madama americana Polly Adler, autora del delicioso libro “Una Casa no es un Hogar”, en iniciar en los misterios del sexo a jovencitos que por primera vez ejercitaban su varonía. Doña Tutoria –tal era el nombre de la señora que le recomendaron a don Poseidón– disfrazaba su actividad fingiendo ser manicurista, y en la parte posterior de su establecimiento impartía a los muchachos sus sabias enseñanzas. Llevó, pues, el rústico señor a su hijo, y lo dejó en manos de aquella sabia mujer. Cumplió bien su función la preceptora, y dio al asustado Nemoroso su primera lección en el amor sensual. Como don Poseidón no llegaba a recoger a su estrenado púber, le dijo doña Tutoria al mozallón: “Mientras llega tu padre voy a darte manicura sin costo extra”. Procedió pues la señora a arreglar las rudas manos del mancebo, y luego lo puso en las de su papá cuando llegó por él. Transcurrió cierto tiempo, y un día doña Tutoria se topó con el chico en la calle. Le dijo al saludarlo: “¿Te acuerdas de mí?”. “¡Cómo no me voy a acordar!” –exclamó Nemoroso. Halagada, la señora volvió a preguntar: “¿De veras me recuerdas?”. “Claro que sí –respondió Nemoroso con acento de infinito rencor–. ¡Usted es la vieja que me pegó unos insectos de esos que pican en las ingles, y luego me cortó las uñas para que no pudiera rascarme!”.
Cierta señora acudió ante un abogado y le dijo: “Vengo a verlo, licenciado, porque mi esposo murió intesticulado”. “Querrá usted decir ‘intestado’, señora” –la corrigió el letrado. “No –replicó la mujer–. Mi marido sí hizo testamento. Me refiero a lo que le cortaron”.
Facilda Lasestas, mujer con demasiada experiencia de la vida, contrajo matrimonio con un músico joven, organista él. Al terminar la primera experiencia matrimonial ella se mostró decepcionada. Con cáustica voz le dijo al desposado: “No sabía, Nasardo, que haces tus interpretaciones en un órgano tan pequeño”. “No es que el órgano sea pequeño, Facilda –replicó el muchacho–. Lo que sucede es que tu sala de conciertos es demasiado grande”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, se quejó de un amigo suyo: “¡Cómo me decepcionó! –dijo desilusionada–. Me ofreció enseñarme el sitio donde le hicieron la vasectomía ¡y el muy idiota me mostró el hospital!”.
Unos marcianos llegaron a la Tierra y acertaron a descender cerca de una gasolinera. Desde ahí se pusieron a observaron las cosas. Uno de los marcianos les preguntó a los otros: “¿Qué opinan, compañeros? ¿Atacamos?”. Opinó, temeroso, uno: “Mejor vámonos. No quiero meterme con alguien que la tiene tan grande, y que después de mear se la pone en la oreja”.
Comentaba una madre, desolada: “Creo que cometí un error grave al criar a mi hijo. En vez de darle el pecho lo alimenté con botella, y me salió sumamente borracho”. “No te apenes –la consoló la otra–. La verdad es que no sabe una qué hacer. Yo al mío le di de mamar, y me salió sumamente mamón”.
La recién casada le dijo a su flamante maridito: “De ahora en adelante, Leovigildo, tu mamá será mi mamá, y mi mamá será tu mamá”. “¡Fantástico! –se alegró el muchacho–. ¡Estoy seguro de que a mi padre le va a gustar el cambio!”.
Un ebrio le contó muy orgulloso a otro: “Acabo de engañar a un policía. Estaba yo en la plaza desaguando una necesidad menor cuando llegó el gendarme y me dijo: ‘Cúbrase y deje de hacer eso’. ¡Y yo me cubrí, pero no dejé de hacer eso!”.
Babalucas presentaba un examen. Le preguntó el examinador: “¿Cuál es la velocidad de la luz?”. “Ha de ser mucha –responde el badulaque–. Aquí llega muy temprano”.
Sor Bette, la directora del colegio de señoritas, paseaba por el huerto del plantel cuando escuchó suspiros, ayes contenidos y unos como quejos o gañidos de amor. Se dirigió al rincón de donde esos inusitados ruidos provenían y se topó con un espectáculo que la dejó sin habla: Pirulina, una de las jóvenes alumnas del plantel, yacía en posición supina sobre el césped, y en esa antigua postura recibía las atenciones de un mancebo que seguramente había escalado la tapia para llegar al jardín de las delicias, como siglos antes hicieron Calixto con Melibea y Romeo con Julieta. Antes de que la estupefacta monjita pudiera pronunciar palabra le dijo alegremente Pirulina: “¡Tenía usted razón, madre! ¡Hay muchas cosas que las muchachas podemos hacer para divertirnos sin necesidad de fumar, ingerir bebidas alcohólicas o ir a los bailes!”.
Candorio, tímido mancebo, le dio unos besitos en la mejilla a Pirulina, muchacha sabidora. Le dijo: “Son unas cucharaditas de amor”. “¿Qué? –replicó ella, impaciente-. ¿Te sucede algo en la pala?”.
Preguntó la maestra: “La palabra locomotora ¿es masculina o femenina?”. “¡Masculina!” -respondió sin vacilar Pepito-. “Te equivocas -lo corrigió la profesora-. Locomotora es palabra femenina”. Opuso Pepito: “¿Y qué el pito no cuenta?”.
Babalucas salió de su casa luciendo un elegante esmoquin . El vecino quiso saber: “¿A dónde vas tan de etiqueta?”. Contestó, orgulloso, el badulaque: “A la graduación de mis lentes”.
Un borrachín le dijo al cantinero: “Necesito tu ayuda, mi estimado. No puedo hallarme los cigarros”. El de la cantina le buscó en los bolsillos del saco, encontró la cajetilla y se la dio. Un minuto después le dijo el temulento: “Necesito tu ayuda nuevamente, distinguido. No puedo encontrar mi encendedor”. El hombre le buscó en los bolsillos del chaleco, halló el encendedor y se lo entregó. Al ir a pagar la cuenta solicitó el beodo:“Ayúdame de nuevo, amigo. No puedo hallarme la cartera”. El cantinero le hurgó en los bolsillos del pantalón, sacó la cartera y se la puso en las manos. El azumbrado pagó y se encaminó al mingitorio. A poco apareció en la puerta del baño y le gritó al cantinero: “¡Hey! ¡Otra vez estoy necesitando tu ayuda!”.
En la merienda de los jueves se hablaba del amor. Narró doña Pasita: “La primera vez que mi mamá vio a mi papá se enamoró perdidamente de él”. “¡Qué bonito! -se emocionó una de las asistentes-. Y seguramente él también se enamoró de ella”. “Quién sabe –respondió Pasita-. Nunca más lo volvió a ver”.
El padre Arsilio empezó su sermón: “Este día voy a hablar del adulterio”. Una señora que estaba con su esposo dijo: “¡Carajo! ¡A ver si no te viene con el chisme!”.
Rondín # 7
Rosilita estaba haciendo la tarea. “Papi -preguntó-, ¿cuál es la capital de Suecia?”. “No sé” -dijo el señor. “Y ¿cuál es el río más grande de América?”. “Lo ignoro”. “¿Qué ejemplo podemos poner de paquidermo?”. “Tampoco lo sé” –repitió el papá. En eso intervino la esposa: “Hijita: tu papá está leyendo su periódico”. “Déjala que pregunte, mujer -dijo el señor-. De otra manera no va a aprender nada”.
Llegó al casino de juego una estupenda morenaza de opulenta parte posterior. Se dirigió a la mesa donde se jugaba póquer y levantándose la falda se sentó sobre el tapete y pidió cartas. El croupier, imperturbable, le dijo: “Lo siento mucho, señorita. Eso no se puede apostar aquí”.
Don Chinguetas y doña Macalota acudieron a la consulta de un consejero matrimonial y le dijeron que su vida sexual era muy aburrida. “Deben ustedes ejercitar la fantasía –les recomendó el terapeuta–. La próxima vez que hagan el amor imaginen que están solos en un barco en medio del mar. Esa fantasía les ayudará a disfrutar el acto del amor”. Una semana después el consejero llamó por teléfono a doña Macalota. Le preguntó: “¿Cómo van las cosas?”. “De mal en peor” –respondió ella, molesta. Inquirió el otro: “¿Hicieron aquello que les dije, de imaginar que iban en un barco?”. “No lo hicimos –contestó doña Macalota–. Mi marido no pudo levantar el ancla”.
Don Hiramo salió de su casa para asistir a la reunión semanal de su fraternidad. Sin embargo, regresó poco después. “¿Qué sucedió? –le preguntó su señora–. ¿Por qué vienes tan pronto?”. “Se suspendió la junta –explicó él–. Al Supremo Dragón Dominador Gloria Absoluta del Máximo Poder no lo dejó salir su esposa”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, fue con su amiguita al Motel Kamagua. Olvidaron cerrar el grifo del jacuzzi, y el agua empezó a caer en la habitación de abajo. El ocupante marcó el teléfono del cuarto de Afrodisio y le dijo hecho una furia: “¡Cierra ese grifo, pendejo!”. “¿Qué lenguaje es ése? –se indignó Afrodisio–. ¡Sepa usted que en mi habitación hay una dama!”. Respondió el otro: “¿Y qué crees que hay en la mía, imbécil? ¿Un pato?”.
La película era por demás interesante. En aquella escena la bella protagonista empezaba a quitarse la ropa, pero en el momento en que se iba a despojar de la prenda que cubría su doble atractivo pectoral pasaba un tren y ya no se veía nada. Babalucas se disgustaba mucho. “¡Carajo! –decía con enojo–. ¡Ya van seis veces que vengo a ver esta película, y siempre en el momento más interesante pasa ese desgraciado tren!”.
Grandpitol, robusto campesino francés, asistió en París a un teatro de burlesque. Al terminar la función le dijo a la encargada de la guardarropía: “No encuentro mi sombrero”. “Monsieur –le responde la demoiselle–. Lo trae usted colgado ahí abajo”.
Don Usurino Matatías era un hombre cicatero, avaro, sórdido, tacaño, mezquino, miserable, manicorto, roñoso, agarrado, cutre y ruin. Cierta mañana estaba leyendo el periódico en el café y de pronto profirió una fuerte palabra altisonante. “¿Qué sucede, Usurino?” –se alarmó su compañero de mesa. “¡Mira! –contestó hecho una furia el avaricioso sujeto al tiempo que le mostraba el diario-. ¡Todas las medicinas al 50 por ciento, y yo con esta maldita salud!”.
El doctor Wetnose, ginecólogo, se sorprendió al examinar a aquella paciente: tenía las bubis largas, largas, como listones. Le preguntó lleno de asombro: “¿Por qué tiene usted así los senos, señora?”. Explicó la mujer, apenada: “Es que mi marido acostumbra acariciármelos todas las noches”. Opuso el facultativo: “Muchos maridos acostumbran acariciar los senos de su esposa, y ellas no los tienen así”. “Es cierto –admitió la señora–. Pero es que mi esposo duerme en otro cuarto”.
“Tuve una pesadilla espantosísima –le dijo don Chinguetas a su esposa–. Soñé que Paris Jackson y tú se estaban peleando por mí”. “¿Y qué tiene ese sueño de espantoso?” –preguntó doña Macalota. Respondió don Chinguetas, rencoroso: “Tú ganabas.
Una pareja se divorció. Al día siguiente de haberse roto el vínculo matrimonial sonó el teléfono en la casa de la mujer y una voz masculina preguntó por el marido. Respondió con acritud la esposa: “Ya no estoy casada con él”. Poco después sonó otra vez el teléfono. “¿Está el señor?”. “Ya no estoy casada con él” –repitió ella, molesta. Y así lo mismo cada 15 minutos: sonaba el teléfono; alguien buscaba al sujeto, y la mujer volvía a decir: “Ya no estoy casada con él”. Después de una docena de llamadas, la señora por fin cayó en la cuenta de que era su exmarido quien estaba hablando. Le preguntó, furiosa: “¿Por qué haces eso? ¡Ya no estamos casados!”. Replicó el tipo: “Es que todavía no lo puedo creer, y necesito oírlo una y otra vez para convencerme”.
Empédocles llegó a su casa, como de costumbre, en altas horas de la madrugada y bien borracho. Iba temeroso de la recepción que le daría su mujer, quien solía recibirlo con el palote de la cocina. En el momento en que llegó vio a un ladrón que trataba de forzar la puerta de la casa. Le dijo: “Yo te abro, pero entra tú primero”.
Don Algón y su socio conversaban a la hora del lunch. Preguntó don Algón: “¿Qué tal tu nueva secretaria?”. Respondió el otro: “Es muy mala”. “¡Qué suerte tienes! –exclamó don Algón lleno de envidia–. ¡La mía es buena!”.
Murió don Martiriano. Un mes después, doña Jodoncia, su viuda, fue con un espiritista a pedirle que invocara a su difunto esposo. El médium se puso en trance, y a poco se escuchó, venida de ultratumba, la voz del muerto: “Aquí estoy. ¿Quién me llama?”. “Soy yo, Marti –contestó la mujer. ¿Cómo estás en el más allá?”. “Estoy muy bien –respondió él–. Mejor que cuando vivía contigo”. Pidió doña Jodoncia: “Dime cómo es el cielo”. “No lo sé –respondió don Martiriano–. Yo estoy con la competencia”.
Un sujeto debía tomar el ferry para cruzar el río, pero llegó mucho tiempo antes de la salida, de modo que resolvió esperar tomándose unos jaiboles en el bar del muelle. Cuando salió vio el ferry a unos cuantos metros de la orilla. Corrió desesperadamente; dio un tremendo salto y cayó de bruces en piso de la cubierta. Se levantó quebrantado y dolorido, pero feliz por haber alcanzado el ferry. Vio a uno de los tripulantes y le preguntó, orgulloso: “¿Qué le pareció mi salto, amigo?”. “Espectacular, señor –respondió el otro–. Pero ninguna necesidad tenía de saltar. Ya estábamos llegando a la orilla”.
Babalucas cargó su camión con melones que compró a 5 pesos cada uno. Fue al mercado y los vendió a 5 pesos cada uno. Cuando hizo las cuentas se encontró con la sorpresa de que no se había ganado ni un centavo. Dijo para sí: “Ya sabía yo que necesitaba un camión más grande”.
El cuento que ahora sigue sublevó a doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Dijo de él que era “nefando, nefario y nefasto”. A mí no me lo parece tanto. Léanlo mis cuatro lectores y juzguen por sí mismos… El señor y la señora celebraron 50 años de casados y fueron al mismo hotel en el que habían pasado, hacía medio siglo, su luna de miel. Salió del baño el añoso señor y le dijo con voz triste a su esposa: “Fíjate, mi amor: ahora que fui a hacer pipí me mojé los zapatos”. “Algo parecido te sucedió en nuestra noche de bodas, mi cielo –respondió ella, evocadora–. Sólo que entonces lo que te mojaste fue la corbata”.
Cierto marido regresó de un viaje después de varias semanas de ausencia. Volvió de noche, cuando su mujer se hallaba ya en la cama, y se acostó al lado de ella. Al hacerlo sintió que las sábanas y la almohada estaban tibias, como si otro cuerpo hubiese ocupado el lecho antes de llegar él. Suspicaz, le preguntó a su esposa a qué se debía eso. Explicó ella: “Es el calor que dejó tu cuerpo cuando te fuiste de viaje”. Profirió él, irritado: “¡Pero si salí hace un mes!”. “Eso no importa, querido –repuso ella–. Eres tan ardiente que tu calor dura semanas”.
Don Geroncio era señor de mucha edad. Los años, sin embargo, no le habían quitado el gusto por esa preciosa criatura, la mujer, imán poderosísimo que atrae irresistiblemente al hombre, pues a través de ella es la vida quien lo llama. Quien por su voluntad desoye ese llamado se aparta de la gran corriente de la vida. No sólo atenta contra su naturaleza, sino también contra la Naturaleza, que es, para los creyentes, una de las tarjetas de presentación de Dios. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Conoció don Geroncio a una bella dama en flor de edad y bien dispuesta a complacerlo en todo. Al senescente caballero le gustó lo de la flor, pero le tuvo miedo al fruto, de modo que buscó protegerse contra cualquier riesgo que de aquel efímero consorcio pudiera derivar. Recordó lo de “Boca con boca a más convoca”, y lo otro que dice que “De los abracijos salen hijos”. Así, fue a una farmacia a fin de comprarse una caja de condones. Sucedió, no obstante, que su carácter y su condición social –era bien conocido por su calidad de presidente de la Cámara Industrial, Mercantil, Agrícola, Bancaria, Turística, Minera, de la Propiedad Inmobiliaria y de la Construcción– lo hicieron vacilar cuando el dependiente de la farmacia le preguntó qué deseaba. El nerviosismo le impidió decir que quería unos condones. Respondió, vacilante: “Quiero un tinte para el pelo”. El encargado le entregó una botella; la pagó don Geroncio y se encaminó a la puerta. Pero su timidez lo avergonzó. ¿Cómo era posible, se dijo, que un hombre de su edad actuara así? Regresó, pues, al mostrador. Otra vez el dependiente le preguntó: “¿Qué necesita?”. De nueva cuenta aquel inexplicable escrúpulo acometió a don Geroncio, y en vez de pedir condones pidió un paquete de navajas de afeitar. Se lo dio el de la farmacia, y el aturrullado caballero pagó el importe. Pero en eso recordó a la mujer, y tal recordación lo hizo volver sobre sus pasos, ahora muy avalorado. Le pidió al dependiente con voz firme: “Me da un paquete de condones”. “Decídase ya, señor –se impacientó el sujeto–. ¿Va a pintarlo, a afeitarlo o a follarlo?”.
Don Asunción era un ranchero acomodado. Pequeño propietario –así se decía en el burocrático léxico de entonces–, vecino del Potrero de Ábrego, tenía tierras heredadas y otras que se allegó con sus caudales. Quiero decir con su dinero. Conservador, como todos los hombres que poseen tierra, cuidaba con esmero sus haberes, sin llegar a la avaricia, y éstos iban creciendo igual que sus espigas, igual que sus rebaños. Católico devoto era don Chon. Sus únicos viajes eran a Saltillo cada mes, para cumplir la devoción de los primeros viernes en el templo de San Juan Nepomuceno. Nueve días de vacaciones se tomaba al año en su quehacer del campo, y eran para venir a rezar el novenario del Señor de la Capilla. Se hospedaba entonces con su esposa, doña Chagua, en el Hotel Jardín, frente a la plaza llamada del Mercado, o de Acuña, porque ahí está la efigie marmórea del poeta. En realidad ese lugar se llama Plaza de los Hombres Ilustres, pero nadie recuerda ahora ese nombre, y quienes se lo pusieron no son ya de este mundo. En dicho hotel se aposentaban don Asunción y doña Chagua, y de su cuarto no salían sino para oír misa temprana en la Capilla, hacer algunas visitas de cumplido a familiares y viejos conocidos, o bien comprar cosas que necesitaban ellos o los muchachos. El viaje culminaba el 6 de agosto, en la gran fiesta del Señor, con su acompañamiento de verbena popular. “Los muchachos” eran los hijos de don Asunción y doña Chagua. Mocetones fornidos, criados en los trabajos del campo o del corral, eran vivo retrato de su padre. En todo lo seguían, menos en eso de la devoción, pues ellos –a fuer de jóvenes– sentían otros afanes más mundanos. Uno de ellos, el mayor, vino a la ciudad, e incitado por amigos suyos de más mundo y saber fue cierta noche a un lupanar o mancebía. Congal, para decirlo con mayor sinceridad. A esa visita siguieron otras, pues el mancebo se había prendado a primer ojo de una de las mujeres que ahí desempeñaban su antigua profesión. Seducido por los dengues y ringorrangos de la daifa cayó en sus manos, que no es lo mismo que caer en sus brazos. Ya no vivía sino por ella. Para ella eran todos sus pensamientos; por ella nada más latía su corazón, respiraban el aire sus pulmones y cumplían su natural función todas las otras partes de su cuerpo. Tanto se enamoró el muchacho de aquella pelandusca que la separó. Quiero decir que la sacó del ruin sitio en que ejercía su corporal comercio y le puso casa. No muy buena, a decir verdad, porque de poco dinero disponía el enamorado, pero casa al fin. Andaba la mujer muy orgullosa: ya no era de la vida; ahora era señora. Don Asunción supo aquello, y supo también que la unión de su hijo con aquella mujer –cuyos antecedentes ignoraba– no estaba bendecida por la Santa Madre Iglesia. Así pues un día hizo viaje especial a la ciudad y se le apersonó a la perendeca, la cual se sobresaltó mucho al ver al padre de su amante, y más porque el muchacho no se hallaba en casa. Lo invitó a pasar, pero don Asunción no quiso hacerlo: sus rígidos principios religiosos y morales le impedían pisar el suelo de una casa en donde sucedían cosas de fornicación que él no podía convalidar. Ahí, de pie frente a la puerta, le dijo a la mujer: “Señora: es menester que a la brevedad posible se case usté con mi hijo. Viven los dos en amasiato, y eso va lo mismo contra las leyes del Gobierno que contra la ley –superior– de nuestra Santa Madre Iglesia. Como padre, les prohíbo que hagan vida marital hasta que se matrimonien y vivan como Dios manda”. “Señor –respondió la mujer al mismo tiempo apenada y complacida–, yo estoy puesta”. “Pos eso precisamente vine a solicitarle –replicó, enérgico, don Asunción–. ¡Que ya no se ponga!”.
Rondín # 8
Llegó al pueblo una de esas nuevas sectas religiosas que dan regalos y dinero a sus conversos. Lo único que los ministros de la secta pedían a los aspirantes antes de entregarles los obsequios era que recitaran una oración del devocionario, que cantaran un himno el himnario y que presentaran un testimonio para probar que ya eran salvos. Dos rurales mancebos de nombre Frumencio y Cerealino decidieron acudir al culto a fin de recibir los atractivos estímulos en dinero y especie que la secta daba a los conversos. Regresaron al rancho, sin embargo, muy decepcionados. Sus esposas quisieron saber qué les había sucedido. Narró Frumencio: “Todo iba muy bien. Rezamos sin equivocarnos la oración, y cantamos con entonada voz el himno. Pero cuando nos pidieron que les mostráramos nuestros testimonios seguramente nos equivocamos, porque se escandalizaron y nos echaron del salón”.
Justiniano, joven y simpático notario, fue llamado por Miss Peni Sless, la rica solterona del pueblo. Le dijo que quería hacer su testamento. De los 4 millones de dólares que tenía en el banco una cuarta parte sería para su iglesia; otra para la Cruz Roja; la tercera para el asilo de ancianos y la última para la escuela secundaria. Añadió: “Tengo además otro millón de dólares en efectivo. Se los daré al hombre que me enseñe lo que es el amor”. El joven profesionista comentó aquello con su esposa, y ella lo incitó a ser él quien se ganara ese dinero. “Total –le dijo con gran sentido práctico–, eso que tienes no es jabón que se desgaste”. Fue pues el fedatario a trabajar. A las 11 de la noche la esposa se preocupó al ver que su marido no volvía. Dieron las 12, y ni señas del notario. Inquieta, la muchacha lo llamó por el celular. Le dijo él en voz baja: “Ya me gané el millón de dólares en efectivo, y ya logré que se olvide de su iglesia y de la Cruz Roja. Dame un par de horas más y haré que le valgan madre también el asilo de ancianos y la escuela secundaria”.
Un aficionado a la pesca le preguntó a otro: “¿Te acuerdas de Tetonina Grandnalguier, aquella estupenda rubia que trabaja conmigo en la oficina?”. “Cómo no la voy a recordar –contestó el otro–. ¡Está buenísima!”. “Pues has de saber –relató el primero– que el pasado fin de semana fue conmigo a una cabaña a la orilla del lago”. “¡Qué suerte tienes, cabrísimo grandón! –exclamó con admiración el otro–. Y ¿cómo te fue?”. “¡Fantásticamente! –exclamó el tipo, feliz–. ¡Pesqué un robalo de 8 libras!”.
Una chica mexicana fue a estudiar en una universidad de Estados Unidos en la cual había jóvenes protestantes y judíos. “¡Esto es fantástico! –le contó entusiasmada a una amiga en un mensaje–. ¡Los chavos usan pantalones tan ajustados que se puede ver cuál es su religión!”.
Reflexionaba una señora a quien le había crecido visiblemente la región llamada glútea: “¡Qué sabia es la naturaleza! ¡Cuando llegamos a la edad en que debemos estar más tiempo sentadas nos da un cojín más cómodo!”.
Don Chingetas, practicante de yoga, se quejaba de tener siempre los pies fríos. Decía desconcertado: “No sé qué me sucede. Cuando me pongo cabeza abajo, la sangre se me va al cerebro; pero cuando estoy en posición vertical, la sangre no se me va a los pies”. Comentó fríamente su esposa, doña Macalota: “Es que tus pies no están vacíos”... .
El pordiosero pedía limosna con un sombrero en cada mano. Pasó por ahí don Algón y le preguntó: “¿Por qué dos sombreros, buen hombre?”. Explicó el pedigüeño: “Decidí abrir una sucursal”.
Jactancio Elátez, sujeto baladrón, veía con un amigo a las mujeres que pasaban por la plaza del pueblo. “Mira –le dijo con alardoso tono–. Esa mujer fue mía. También aquella que va allá. La señora de rojo fue mía igualmente, lo mismo que aquella otra del vestido azul. Todas ellas han sido mías, y muchas más”. “¡Caramba! –se admiró el amigo–. Entonces entre tu esposa y tú se han adueñado ya de todo el pueblo, pues entiendo que lo que has hecho tú con el sector femenino lo ha hecho ella con el masculino”.
El elefante le dijo a la elefanta: “Me tiene sin cuidado lo que los hombre digan acerca de nuestra memoria. No recuerdo haberte prometido que si te me entregabas me casaría contigo”.
Babalucas se presentó en una casa de mala nota y le preguntó a la madama: “¿Cuánto hay que pagar por estar con una mujer?”. Respondió ella: “Depende del tiempo”. Precisó Babalucas: “Digamos lloviendo y con neblina”.
Doña Gorgolota, señora más que robusta –parecía una Suburban–, se dispuso a darse un chapuzón en el mar. Cuando iba hacia el agua oyó que un niño le proponía a otro: “¿Nos metemos en el mar?”. “Ahora no podemos –replicó el otro–. Esa señora lo va a usar”.
Una comisión de vecinos del edificio visitó a don Martiriano, el esposo de doña Jodoncia. “Señor –le dijo el que encabezaba el grupo–, seguramente está usted enterado de que la vecina del 14 enviudó a los pocos meses de casada, y quedó en situación económica difícil. Estamos haciendo una rifa, y venimos a pedirle que nos compre un boleto”. “No tiene caso, amigos –respondió don Martiriano con voz triste–. Ustedes conocen a mi esposa, y saben que aunque en la rifa me sacara a la vecina no me permitiría que la trajera a casa”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, era famosa por sus perfectas piernas. Le dijo con orgullo a una de sus compañeras: “Mis piernas son mis mejores amigas”. “¿De veras? –replicó la otra–. ¿Y entonces por qué dejas que te las separen tanto?”.
Un viudo pasó a mejor vida, y al llegar al más allá se vio frente a unas puertas de oro. Un anciano calvo y de blanca barba –era San Pedro– le dijo sin más: “Puedes entrar”. Preguntó el recién llegado, cauteloso: “¿Qué lugar es éste?”. Respondió el apóstol de las llaves: “Es el cielo”. Volvió a inquirir el otro: “¿Está aquí mi mujer?”. Le dijo San Pedro: “¿Cómo se llama?”. Contestó el tipo: “Gorgona Hijadelá”. Buscó el portero en su gran libro y le informó: “No está aquí”. Al oír eso el hombre traspuso la puerta y dijo jubiloso: “¡Entonces sí es el cielo!”.
Don Algón reprendió a su secretaria frente a sus compañeros. Le dijo con severidad: “Señorita Rosibel: ayer le dicté el texto que llevaría la tarjeta del ramo de flores que le envié a mi esposa. Usted dejó de poner la última frase, la que decía: ‘¡Te adoro, hermosa!’. ¿Por qué hizo eso?”. “Perdóneme, don Algón –se disculpó ella, confusa–. Pensé que eso me lo estaba diciendo usted a mí”.
“¡Maldita suerte! –se lamentaba un individuo–. ¡Todo lo que me gusta engorda, o produce colesterol, o es pecado o está casada!”.
El comerciante trataba de venderle un reloj a Babalucas. “Es muy bueno –le dijo–. Funciona ocho días sin tener que darle cuerda”. Preguntó el badulaque: “Y dándole cuerda ¿cuántos días funciona?”.
En el crucero en alta mar el capitán del barco dijo en la mesa que compartía con un grupo de pasajeros: “Soy partidario de la integridad del matrimonio. Por eso detesto a los maridos que permiten que sus esposas los engañen. Con gusto arrojaría por la borda a todos los cornudos”. “¡Ah, no! –protestó vehementemente una señora–. ¡Mi marido no sabe nadar!”.
Don Cornulio, esposo cuclillo, fue a confesarse con un curita joven. “Me acuso, padre –le dijo– de que soy un tonto”. “Todos lo somos, hijo –repuso el sacerdote–. Será raro quien no tenga sus 15 minutos de tontera cada día. Aliquando bonus dormitat Homerus. De vez en cuando hasta el buen Homero dormita. Además ser tonto no es pecado. Si lo fuera, todos seríamos pecadores”. “Sí, padre –aceptó don Cornulio–. Pero yo soy tonto absoluto. Mire usted. Estoy casado con una mujer joven y bonita. Morena, de ojos verdes, tiene un cuerpo espectacular. Parece una potra de ébano, si me permite usar esa expresión que hallé en un viejo ejemplar de la revista ‘Vea’. Pero es casquivana: a cuanto hombre llega a mi casa le entrega sus favores. Y yo consiento, padre; yo consiento. Por eso vine a confesarme. Me acuso de ser tonto”. “No te inquietes, hijo mío –volvió a consolarlo, paternal, el joven cura–. Por otra parte, déjame decirte que Interdum stultus bene loquitur: a veces de la boca de los tontos salen cosas buenas. Dime: ¿cuál es tu dirección?”. “Padre –se atufó el penitente–. Soy tonto, no pendejo”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, les contó a sus amigos su última aventura erótica. “Estaba con una señor casada –relató–, cuando de pronto llegó el marido. Salté por la ventana y eché a correr a todo lo que daban mis piernas. El hombre, furioso, me disparó con su pistola. Dos veces oí la bala silbar junto a mi oreja”. “¿Dos veces?” –preguntó uno, extrañado. “Sí –confirmó Pitongo–. Una vez cuando la bala me pasó a mí y otra cuando yo pasé a la bala”.
Rondín # 9
Pepito vino al mundo, y el médico que lo recibió en la sala de partos le dio la consabida nalgada. “¿Por qué me pegas, caborón? –le reclamó Pepito hecho una furia ante la estupefacción de todos–. ¡Yo no me metí ahí!”.
Babalucas llegó pedaleando una magnífica bicicleta de mujer. “¿De quién es?” –le preguntaron sus amigos. “Mía” –respondió con orgullo el badulaque. “¿Por qué una bicicleta de mujer?” –se sorprendieron ellos. “Les diré –narró Babalucas–. Anoche iba yo por el parque cuando vi que dos pandilleros asaltaban a una chava. Corrí en su auxilio y logré poner en fuga a los maleantes. Ella, agradecida, me llevó tras unos arbustos. Se acostó en el pasto y me dijo que podía hacer lo que quisiera. Me traje la bicicleta”.
En un hotel de Las Vegas un guapo joven hizo una apuesta con sus amigos y la perdió. El castigo consistía en darse una vuelta sin ropa por el pasillo de las habitaciones. Confiado en que nadie andaría por ahí el muchacho salió completamente en peletier. Apenas había iniciado el recorrido cuando se abrió una puerta. Era la del cuarto de Himenia Camafría, madura señorita soltera, que pasaba unos días ahí con sus amigas. El fornido y bien dotado joven acertó sólo a quedarse quieto, inmóvil como estatua. Himenia, que iba a traer hielo, lo vio; lo examinó con interés y corrió luego a su cuarto. “¡Chicas! –les dijo entusiasmada a sus amigas–. ¡Vengan rápido y traigan bastantes monedas! ¡Acabo de descubrir una máquina más interesante que todas las demás!”.
Dos ebrios iban por la calle. Uno de ellos se detuvo y se puso frente a la pared. Poco después llamó a su compañero y le preguntó: “¿Qué tengo en la mano derecha?”. “Nada” –respondió el otro. “¿Y en la izquierda?”. “Nada tampoco”. “¡Joder! –exclamó con enojo el temulento–. ¡Otra vez me estoy haciendo pipí en los pantalones!”.
El encargado de la librería le ofreció a la compradora: “Este libro es muy bueno. Se llama ‘El Cardenal’”. “No leo libros católicos” –respondió secamente la mujer. “Perdone –le aclaró el librero–. La obra es acerca del pájaro”. Exclamó escandalizada la otra: “¡Pornografía católica menos!”.
Caperucita Roja iba por el bosque con su canastita bajo el brazo a llevarle la comida a su abuelita. Le salió al paso el Lobo Feroz: “¡Grrr! –la amenazó–. ¡Te voy a comer!”. “Comer, comer –repitió Caperucita con tono aburrido–. 200 años tiene el cuento y a nadie se le ha ocurrido cambiarle ni una letra”.
El niñito le preguntó a su abuelo: “¿Conociste a Pancho Villa?”. “¿Que si conocí a Pancho Villa? –respondió el añoso señor–. ¡Desde luego que lo conocí! Incluso una vez comimos juntos”. “¿De veras?” –exclamó el pequeño lleno de admiración. “Claro que sí –confirmó el añoso señor–. Déjame contarte cómo sucedió eso. Villa estaba empezando en Durango su carrera de bandido. Cierto día iba yo en mi caballo por un camino apartado cuando Pancho me salió de atrás de un árbol. Me apuntó con sus dos pistolas y me dijo que le entregara mi dinero. Se lo di. En ese momento a su caballo se le ocurrió hacer una necesidad mayor. Pancho, por divertirse, me ordenó que probara el sabor de la boñiga. ¿Qué podía yo hacer, hijo? Él era el que tenía las pistolas. Obedecí sin chistar. Pero entonces mi fiel caballo le dio una coz a Pancho. Con el golpe se le cayeron las pistolas y yo las agarré. Le apunté y lo hice que me devolviera mi dinero. Luego, para vengarme, le ordené que comiera de lo mismo que había comido yo. ¿Y todavía me preguntas si conocí a Pancho Villa? ¡Te digo que comimos juntos!”.
Un gusanito vio a su lado algo que atrajo grandemente su atención. Le dijo con tono sugestivo: “Hola, preciosa”. “¡Idiota! –oyó una voz-. ¡Soy tu otro extremo!”.
Glafira, muchacha ya no tan muchacha, trabajaba en un banco. Cansada de su soltería aceptó la proposición de matrimonio que le hizo uno de los clientes de la institución, señor ya algo maduro. Tiempo después sus compañeras de trabajo le preguntaron a Glafira cómo le iba con su esposo. “Ustedes lo conocieron en el banco –respondió ella con disgusto–. Pequeños depósitos de vez en cuando, y siempre retiros rápidos”.
Don Chinguetas, el marido de doña Macalota, se topó en el centro comercial con el médico de la familia. Le dijo: “Gracias, doctor, por haberle ordenado a mi esposa que se tomara unas vacaciones. No sabe usted cómo las necesitaba yo”.
Los recién casados fueron a comer en casa de los padres de ella. La muchacha se sorprendió al ver que su maridito, que en su casa siempre rezaba antes de empezar la comida, tomaba cuchillo y tenedor y empezaba a comer sin siquiera decir una oración. Le preguntó con tono de reproche: “¿Por qué no rezas antes de comer?”. Respondió él: “Aquí no es necesario. Tú mamá sí sabe cocinar”.
Declaró don Martiriano, el marido de doña Jodoncia: “Llevo 30 años de casado y siempre le he sido fiel a mi mujer”. Le dijo alguien: “Veo que tiene usted sólidos principios”. “No –contestó don Martiriano–. Lo que tengo es miedo”.
La madre interrogó a su hijo, que había ido a estudiar a otra ciudad. “¿Estás saliendo únicamente con chicas buenas?”. “Claro que sí, mamá –respondió el muchacho–. No tengo el dinero que se necesita para salir con chicas malas”.
El letrero en la puerta decía: “Madame Sybilla. Adivina”. Llegó un tipo y tocó el timbre. Adentro se oyó una voz de mujer: “¿Quién es?”. Masculló con desdén el individuo al tiempo que emprendía la retirada: “¡Vaya adivina!”.
Doña Frustracia, esposa de don Languidio Pitocáido, les comentó a sus amigas: “Mi marido está ya acabado”. “¿Por qué lo dices?” –preguntó una. “Explicó ella: “Hacemos el amor sólo una vez al año, el día de mi cumpleaños. Y cuando llega la fecha me dice muy asustado: ‘¡Cómo! ¿Otra vez?”.
¡Qué tiempos éstos! Tres niñitas, una de 6 años, otra de 7 y la tercera de 8, estaban jugando en la calle. La más pequeña se asomó a una ventana y en seguida llamó a las otras: “¡Vengan a ver! ¡El señor y la señora de la casa se están peleando!”. Acudieron ellas, y la que tenía 7 años le dijo, burlona: “¡Tonta! No se están peleando, están haciendo el amor”. “Sí –confirmó la de 8–. Y muy mal”.
Así anda el mundo, en efecto. Un padre de familia le sugirió a su esposa: “Nuestra hija ya se va a casar. Deberías decirle cómo portarse en la noche de bodas”. “Ay, viejo –suspiró la señora–. Decirle a una muchacha de hoy cómo portarse en la noche de bodas es cómo decirle a un pez cómo nadar”.
Don Astasio fue entrevistado por la hija de su vecino. Le dijo la muchacha: “Me encargaron en la escuela hacer una encuesta sobre la conducta sexual de la comunidad, y quiero hacerle una pregunta. ¿Cuántos maridos cornudos conoce usted? Claro, sin contarse usted mismo”. Al oír tal cosa don Astasio se indignó. Le dijo con enojo a la entrevistadora: “¡Cómo te atreves a decirme eso!”. “Está bien –concedió la muchacha–. Cuéntese usted también”.
Un joven de modales delicados llegó a pedir trabajo en el circo. “Soy el Hombre Araña” –dijo con aflautada voz. El empresario le preguntó, interesado: “¿Trepa usted por las paredes de los edificios?”. “No, –respondió el delicado joven–. Tejo”.
Una mujer joven casó con señor de edad ya muy madura. Preocupada por la capacidad amatoria de su esposo se consiguió unas píldoras que, le dijo el que se las vendió, le quitarían años a su marido. El día de la boda se las puso todas en la copa de champán con que brindaron. Esa noche, ya en la cama, la desposada se le acercó mimosa a su maridito. “Déjame dormir –le pidió él–. Debo levantarme temprano para ir al kínder”.
Rondín # 10
Una señora estaba a punto del divorcio porque su marido se pasaba todas las noches en una casa de mala nota. Un sicólogo le aconsejó que buscara la causa del problema: ¿qué es lo que hacía que su esposo fuera a ese lugar? En un desesperado intento por salvar su matrimonio la mujer le pidió al tarambana que la llevara al sitio a donde iba cada noche. Poco dispuesto al principio el tipo acabó por acceder, y fueron los dos a la casa non sancta. La esposa vio a las mujeres que estaban ahí; probó la bebida que le sirvieron a su marido y exclamó luego con un gesto de disgusto: “¡Qué mujeres tan vulgares! ¡Qué asco de bebida!”. “Ya ves, viejita –dijo el tipo–. Y tú que piensas que vengo aquí a divertirme”.
El presidente del club le informó al socio más joven: “En la pasada sesión acordamos que podrán venir aquí las esposas de los socios”. Dijo el muchacho: “Yo no soy casado. ¿Puedo traer una amiguita?”. “Imposible –respondió el presidente–. El acuerdo se refiere sólo a las esposas”. “Entonces no hay problema –replicó el otro–. Todas mis amiguitas son esposas de algún socio”.
Tres señoras entablaron conversación. Dijo una: “Mi marido es productor de café. Tiene cafetales”. Declaró otra: “Mi marido es productor de nuez. Tiene nogales”. Manifestó la tercera: “Mi marido es productor de congas”. “¿Congas? –se desconcertaron las otras–. ¿Qué son congas?”. “No sé –confesó la señora–. Pero me dicen que tiene congales”.
Floribel no había gozado nunca las mieles del amor. En su noche de bodas quedó extática al disfrutarlas por primera vez, tanto que al terminar el primer acto del connubio le pidió a su maridito que de inmediato le obsequiara un bis o encore. El exhausto galán le informó: “Tendrás que esperar un poco, cielo mío, antes de repetir esto”. “¿Esperar? –se impacientó ella–. ¡Pero si hasta en la tele hay repetición instantánea!”.
Un hombrón y un hombrecito se cruzaron en el baño de vapor del club. El primero, toroso y de estatura gigantea, mostraba un magnificente atributo masculino, en tanto que el chaparrín, enteco y escuchimizado, disponía sólo de una partícula que apenas se le veía. El pequeñito le dijo al otro con sincera admiración: “Lo felicito, amigo. Natura lo dotó de un aparato del cual puede enorgullecerse con justicia, por su tamaño singular. En cambio a mí, míreme usted, casi no se me mira. La naturaleza se mostró providente con usted, en tanto que a mí me dio este adminículo minúsculo que me hace ver ridículo”. Respondió el lacertoso sujeto: “Le agradezco cumplidamente su felicitación. Pero dígame: su cosa ¿le funciona bien?”. Replicó el hombrecito: “En eso no tengo queja alguna. Mi parte, aunque pequeña, jamás me falla. Siempre se pone a la altura de las circunstancias”. Dijo entonces el otro con suplicante acento: “¡Se la cambio!”.
Don Astasio, cornígero marido, reprendió con severidad a su mujer: “Hace un mes te sorprendí en brazos de un amigo mío del club. Hace dos semanas te encontré cometiendo adulterio con un amigo mío del café. La semana pasada te hallé refocilándote con un amigo mío del casino. Y ahora estás yogando con un amigo mío de la oficina. ¿Qué no puedes buscarte tus propias amistades?”.
El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Segunda Venida (no confundir con la Iglesia de la Segunda Avenida, que permite a sus fieles el adulterio a condición de que no sea tan frecuente), pronunció aquel domingo un sermón acerca del Diluvio. Dijo: “Tomó Noé a su esposa…”. En eso se le confundieron sus notas, y leyó lo relativo al arca: “Medía 300 codos de longitud; 50 de anchura y 30 de altura”. Se interrumpió, confuso, y añadió en seguida: “Hermanos: si el Señor no nos hubiera bendecido con el don precioso de la fe nos resultaría difícil creer algunas de las cosas que leemos en el sagrado libro”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le comentó a su amiga Celiberia: “Estoy harta de esas llamadas obscenas. Seis o siete cada día. No puedo más”. Celiberia se alarmó: “¿Estás recibiendo llamadas obscenas?”. Replicó la señorita Himenia: “No las estoy recibiendo. Las estoy haciendo”.
La joven esposa comentó: “Mi marido y yo nos casamos a pesar de que éramos totalmente diferentes: yo estaba embarazada y él no”.
Una linda chica le dijo a Babalucas: “Te voy a anotar mi teléfono. Mira: es el 11 111 1111 1111”. Vio la anotación el badulaque y preguntó: “¿Es teléfono o peine?”.
El gerente del club nudista no admitió a un solicitante. Le indicó: “Es usted demasiado bajo de estatura”. Alegó el otro: “Me parece injusto que me niegue la inscripción sólo por ser corto de estatura. Eso es una forma de discriminación”. “Quizá lo sea —replicó el gerente—, pero este es un club nudista, y no quiero que vaya usted a andar metiendo las narices en los asuntos de los demás”.
En las azoteas los gatos son más gatos, y las gatitas igualmente. Cuando el amor los llama, responden con un concierto disonante comparado con el cual la música dodecafónica es acordado son. Cierta noche sus lúbricos mayidos despertaron a Pepito. Llamó a su madre y le preguntó por qué los gatos hacían así. “Es que les duelen las muelas” –acertó a responder, confusa, la señora. Días después el papá del pequeño regresó de un largo viaje. Esa misma noche el señor y la señora hicieron lo que un hombre y una mujer hacen para curar el mal de ausencia. Lo hicieron con tal pasión que la mañana siguiente Pepito les preguntó en el desayuno: “¿Van a ir al dentista?”.
En un crucero Babalucas conoció a una dama de muy buenas prendas que lo invitó a visitarla en su camarote. Llegó la hora de la suerte suprema, y la mujer le dijo: “¿No vas a usar alguna protección?”. “Lo había olvidado” –respondió el tonto roque. Se levantó de la cama y se puso el salvavidas.
Un divorciado se topó con su exesposa y la invitó a ir a su departamento a hacer el amor. Opuso ella con acre tono ríspido: “Me lo harás sobre mi cadáver”. Replicó el tipo: “Así te lo hice siempre”.
En el club un tipo les contó a los socios: “Mi médico me recomendó dejar el golf”. Preguntó uno, extrañado: “¿Por qué?”. Contestó mohíno el otro: “Me vio jugar”.
Susiflor, linda muchacha, les comentó a sus amigas: “Mi marido y yo discutimos mucho: sobre deportes, sobre política, sobre religión… Sólo hay una cosa sobre la cual nunca discutimos”. “¿Cuál es?” –preguntó una. “La cama” –respondió con traviesa sonrisa Susiflor.
Al padre Jiménez, de San Miguel de Allende, Guanajuato, unos lo consideraban santo y otros lo tildaban de simple. Tenía una forma muy especial de predicar. Por ejemplo, en una misa pronunció un sermón para exaltar la pureza de la Virgen. Hizo que se pusiera en pie la beata más beatífica de su parroquia, y dijo a los feligreses: “Ustedes conocen bien a Fulanita, aquí presente. Es modelo vivo de virtudes; espejo de doncellas; imagen misma de la piedad y de la devoción. Pues bien: comparada con la Virgen, hijos míos, Fulanita es una puta”. En otra ocasión estaba hablando del pecado. Uno de sus parroquianos, hombre de extrema fealdad llamado Mateo, se hallaba en la celebración. “Levántese usted, don Mateo –le pidió el padre Jiménez al infeliz–, y dese vuelta para que lo vea la gente”. Luego se dirigió a los fieles: “¿Ya ven ustedes lo feo que es don Mateo? Pues todavía más feo es el pecado”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, terminó de hacer sus compras en el súper. Vio a un señor que entraba y le ofreció su carrito. “No, gracias –declinó el señor–. Sólo busco una cosa”. “Igual que todos los hombres” –suspiró la señorita Himenia.
En el bar un tipo bebía solitario. Le contó al cantinero: “Yo lo tenía todo: dinero en el banco; una espléndida residencia; un coche deportivo; el amor de una bella mujer…”. Preguntó el barman: “Y ¿qué sucedió?”. Replicó el otro: “Mi esposa se dio cuenta”.
“Mi mujer me abandonó para irse con mi mejor amigo”. Así le dijo un tipo a otro. Sugirió el otro: “Vayamos a tu casa a ahogar tu pena en vino”. Contestó el tipo: “No tengo”. Preguntó el otro: “¿No tienes vino?”. Respondió el primero: “Vino sí tengo. Pena no”.
Rondín # 11
Floribel, joven recién casada, les contó a sus amigas que había inventado una píldora anticonceptiva infalible. (Acerca de este tema se ha dicho que el mejor anticonceptivo oral es la palabra “No”. Otros sostienen que el anticonceptivo que mejor funciona es un vaso de jugo de naranja: no antes de, o después de, sino en vez de. Doña Eglogia, mujer del campo, declaraba que el mejor remedio para evitar el embarazo es el nopal: todas las noches ponía uno en la cama entre su marido y ella. El doctor Wetnose, ginecólogo, tenía varias pacientes que no querían ya más hijos. Para lograr tal fin les recomendaba usar una tina de 10 litros. Al acostarse debían poner los dos pies dentro de la tina, y no sacarlos de ahí en toda la noche, dijeran lo que dijeran sus maridos. Por desgracia ese método falló con una esposa que no halló en la tlapalería una cubeta de 10 litros, y puso cada pie en sendas cubetas de 5 litros cada una. Cierta señora era madre de ocho críos. Una trabajadora social la exhortó a ya no tener más. Le dijo: “Piense en los peligros de la explosión demográfica”. “¿Y qué quiere usted que yo haga, señorita? –repuso la prolífica mujer–. Todas las noches a mi marido se le enciende la mecha”. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él). Como dije, Floribel les contó a sus amigas que había inventado una infalible píldora anticonceptiva. Les explicó: “Está hecha de harina horneada con leche, mantequilla y un poco de miel”. Preguntó una, dudosa: “Y eso ¿da resultado?”. “Siempre –aseguró Floribel–. La píldora pesa medio kilo y mide 30 centímetros de diámetro. Cuando acabo de tomármela a mi marido ya se le quitaron las ganas”.
Doña Frigidia, bien se sabe, es la mujer más gélida del mundo. En cierta ocasión pasó frente a una agencia de viajes que anunciaba un crucero a Hawaii, y su solo paso por ahí bastó para que ese año se helara en la isla toda la cosecha de ananás. Tan fría para el amor es la señora que una noche don Frustracio, su esposo, se quejó amargamente. Le dijo: “Me casé contigo para toda la vida, pero de vez en cuando debes dar señales de tener alguna”. (En el curso del acto amoroso la señora actúa como un jugador de ajedrez: tarda minutos en hacer algún movimiento).
Don Senilio y don Geroncio, caballeros de madura edad, se toparon en la calle. Le dijo aquél a éste: “Me compré un aparato para oír. Es lo más moderno que hay, con tecnología de punta”. Preguntó don Geroncio: “Y ¿te funciona?”. Contestó don Senilio: “Las 2 y cuarto”.
Babalucas se consiguió una plaza de agente de tránsito. En su primer día de trabajo detuvo a un automovilista que no obedeció un alto. Con actitud severa le pidió su licencia de conducir. El individuo no la traía consigo, por lo que sacó de su cartera un billete de 50 pesos y se lo extendió a Babalucas. Lo tomó el badulaque, lo vio y luego le dijo al conductor al tiempo que le devolvía el billete: “Está bien, Morelos. La próxima vez ten más cuidado”.
El niñito le hizo a su papá una pregunta que, como suele decirse, lo sacó de onda. Le preguntó: “¿Por qué te pareces al avestruz?”. El señor, desconcertado, inquirió a su vez: “¿Por qué dices que me parezco al avestruz?” Explicó el pequeño: “Porque oí a mi mami decirle al vecino del 14: ‘No te preocupes. Mi marido no se da cuenta de nada. Se traga todo’”.
Un tipo le preguntó a su compadre: “¿Qué tal tu nueva novia?”. “Me decepcionó –replicó el otro–. Mi esposa está mucho mejor”. Días después el tipo le dijo: “Tuve trato con la que fue tu novia. Y tienes razón: la comadre está mucho mejor”.
Doña Lola, señora de madura edad, se quejaba de sus continuos achaques, ajes y alifafes. Cuando no le dolía una cosa le dolía otra. Decía tristemente: “Todos mis males provienen del alma”. “¿Cómo del alma?” –se extrañaba alguno. “Sí –confirmaba doña Lola–. Del alma-naque”.
Bragueto, hombre joven, apuesto y labioso, confiaba en hacer fortuna valido de su atractivo personal. Cortejó –y algo más hizo– a Moneta, muchacha a quien natura le regateó sus dones, pero que era hija de don Pecunio, el propietario más dineroso de la comarca. “Dile a tu padre –le sugirió el ávido galán a la inexperta chica– que quiero pedir tu mano”. Poco tardó Moneta en volver con la contestación: “Dijo mi papá que nones”. Repuso Bragueto de inmediato: “Para convencerlo dile que tú pronto pares”.
El doctor Wetnose, ginecólogo, interrogó a su paciente, una chica muy joven. Le preguntó: “¿Eres sexualmente activa?”. “Todavía no, doctor –contestó ella–. Por ahora nada más me pongo”.
Don Ultimiano estuvo cerca de la muerte, pero afortunadamente sanó de su enfermedad. En su convalecencia se quejó con su esposa: “¡Qué mala eres! –le dijo con acento de reproche–. Cuando estaba yo muy malo lo único que me ofrecías era una Pepsi-Cola tamaño familiar”. “No era una Pepsi-Cola –le aclaró ella–. Era una imagen de San Martín de Porres”.
Un pescador sacó en su red una bellísima sirena. De inmediato la devolvió al mar. Le preguntaron sus compañeros, asombrados: “¿Por qué hiciste eso?”. Explicó el hombre: “No me gusta el pescado. Y tampoco me gusta la leche”.
Ya conocemos a Afrodisio Pitongo. Es un hombre salaz, libidinoso, lúbrico, concupiscente y lujurioso. Tenía una linda compañera de trabajo llamada Pompolina, muchacha dueña de abundante carnadura sobre todo en la comarca sur. Una mañana Pompolina le dijo al tal Pitongo: “Dos cualidades me gustan de ti, Afrodisio. Tu franqueza norteña y tu sentido del humor. Dime dos cualidades mías que te gusten a ti”. Replicó sin vacilar Pitongo: “Estás sentada sobre ellas”.
Don Cornulio, marido coronado, hizo una investigación cuyo resultado le mostró en forma impepinable que su esposa le ponía el cuerno los siete días de la semana: el lunes con el vecino del 14; el martes con el abarrotero; el miércoles con el repartidor de pizzas; el jueves con el técnico de la tele; el viernes con el fontanero; el sábado con el entrenador del gimnasio y el domingo con el director del coro de la iglesia. ¡Insensata mujer! Habría justificado mejor su presencia en este mundo si tan perseverante asiduidad la hubiese empleado en labores de costura, en tareas de catequesis, en trabajo social para el Ropero del Pobre o en actividades en pro de los derechos de la mujer. El mitrado esposo reprendió con severidad a la liviana fémina, y ella le juró -“Por mi honor”, dijo- reducir en forma drástica sus refocilaciones: en adelante las tendría solamente los lunes, miércoles y viernes. Prescindiría, pues, del abarrotero, del técnico en televisión, del hombre del gimnasio y del director coral. Iba a sentir mucho perder a este último, manifestó, pues hacía el amor divinamente, con muy buen compás, de 3 por 4, valseadito. No quedó conforme don Cornulio con el ofrecimiento. Ser engañado tres veces por semana no era ninguna ganga. Si al menos fuese una sola vez, de preferencia los domingos por la tarde, que casi nunca hay nada qué hacer. Le dijo a la señora: “Tres veces por semana todavía es demasiado”. “No seas injusto, Cornulio –le reprochó ella-. Recuerda que cuando tú dejaste de fumar lo hiciste también poco a poquito”.
Don Mentorio, profesor de escuela, participó en un programa de preguntas y respuestas. En la última etapa del concurso le correspondió un tema que lo sobresaltó bastante, pues se reconocía poco ducho en él: Sexo y erotismo. Sin embargo tenía derecho a llevar consigo un asesor, de modo que invitó a Monsieur Chambard, maestro de esgrima del plantel. Supuso que por ser francés sabría todo lo concerniente al tema. El conductor del programa hizo la pregunta final: “Si usted se hubiera casado en tiempos de la dinastía Ming, en China, ¿en qué tres partes tendría que haber besado a su mujer al comenzar la noche de bodas?”. Arriesgó don Mentorio: “En la frente… En los labios…”. “Bien, bien” –lo animó el conductor. Vacilante, don Mentorio volvió la vista a su asesor en busca de orientación. “A mí no me pregunte, mon ami –le dijo el francés-. Yo ya equivoqué las dos primeras respuestas”.
Dulciflor no había conocido nunca los goces del amor carnal. La noche de sus bodas los disfrutó por primera vez y quedó extática. Abro un paréntesis para recordar lo que doña Rosa, la mujer de don Abundio el del Potrero, le dijo a su nieta mayor cuando la muchacha se iba a casar. En ese rancho el platillo más gustado es el queso con miel, ya de abeja, ya de maguey. Inefable delicia campirana es ésa. A la nerviosa novia le inquietaba lo que iba a suceder en la noche nupcial, de modo que en plática íntima le preguntó a doña Rosa cómo era “eso”. Con otra pregunta contestó la abuela: “¿Te gusta el queso con miel?”. “Mucho” –respondió la muchacha. Le dijo doña Rosa: “Pos ‘eso’ es más sabroso”. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Tanto le agradaron a Duliflor los deliquios de himeneo que después de la primera vez pidió otra, y en el curso de la noche otra, y otra, y otra más. Amaneció el nuevo día, y el novio estaba exhausto, exánime, extenuado, exinanido y excullado. Cuando la infatigable noviecita le pidió una nueva repetición del acto connubial, él dijo con voz feble: “Pero, mi vida, ¿otra vez?”. “Sí –demandó ella, imperativa–. Al llegar al hotel vi un letrero que dice: ‘El desayuno se sirve entre 7 y 12’. Y nosotros apenas llevamos cinco”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, andaba inquieto y desasosegado. Un amigo le preguntó: “¿Qué te sucede?”. Respondió el salaz sujeto: “En Navidad le iba a hacer un regalo a mi novia. Ella no lo aceptó. Me dijo: ‘Mejor guárdamelo para el Día de la Madre’”.
Lulubelle, linda gringuita, tenía un novio mexicano. Le preguntó una amiga: “¿Ya pidió tu mano?”. “Yo creer –respondió ella– que él ir a pedir las dos manos”. “¿Por qué las dos?” –inquirió, sin entender, la amiga. Explicó la gabachita: “Porque alguien que lo conoce me dijo: ‘Apuesto que pronto te las va a pedir’”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, les contó a sus amigos en el bar: “Conocí a una guapísima señora que me invitó a su casa. Me dijo que iba a enseñarme su Monet. Qué chasco me llevé, amigos míos. ¡Resultó ser una pintura!”.
En uno de sus más gongorinos poemas, Góngora habló de una hermosa mujer capaz de hacer “tórrida la Noruega con dos soles, blanca la Etiopía con dos manos”. Doña Frigidia, personaje de esta columneja, podría con el puro pensamiento congelar el desierto del Sahara, donde se han registrado algunas de las más altas temperaturas del planeta. Así de frígida es doña Frigidia. Cierto día, don Frustracio, su marido, se jactó ante sus compañeros de la oficina: “Anoche le hice el amor a mi mujer apasionadamente, tanto que por poco la despierto”.
En la clase de ciencias naturales preguntó la maestra: “¿Hay algún pez mamífero?”. Arriesgó Pepito: ¿El pez-ón?”.
Don Cornulio, esposo cuclillo, llegó a su casa antes de lo acostumbrado y encontró a su esposa entrepernada con un desconocido. Exclamó airado: “¿Qué es esto?”. “¿Lo ves? –le dijo la pecatriz a su encamado–. Te digo que no sabe nada”.
Rondín # 12
Don Algón, salaz ejecutivo, vio en la playa a una linda chica. Le dijo alegremente: “¡Qué grata coincidencia, señorita! ¡Mi chequera es exactamente del mismo color de su bikini!”.
En la merienda de las señoras una de ellas se veía triste, pesarosa. “¿Qué te sucede?” –le preguntó una. Respondió la interrogada: “Me da pena decirlo, pero pesqué a mi marido haciendo el amor”. “¿Y eso te apura? –le dijo la otra–. No te preocupes: casi todas las que estamos aquí pescamos a nuestros maridos con esa misma táctica”.
Una pareja –ella mucho más joven que él– llegó a la recepción del hotel. El hombre le dijo al encargado: “Mi esposa y yo queremos una habitación con baño de tina”. “Lo siento, caballero –le informó el empleado–. Sólo tenemos habitaciones con regadera”. Se volvió el señor hacia la mujer y le preguntó cariñosamente: “¿Está bien así, querida?”. Respondió ella: “Sí, señor”.
Doña Panoplia de Altopedo, mujer de buena sociedad, le dijo a la linda criadita de la casa: “Te regalo este negligé, Floricia. Anoche me lo puse y no le gustó a mi marido”. “No tiene caso que me lo regale, seño –repuso la muchacha–. La otra noche también yo me lo puse, y tampoco le gustó al señor”.
El orgulloso paterfamilias le mostró su hijo recién nacido a un compadre. Le hizo notar lleno de ufanía: “Mire, compadrito: tiene los mismos ojos, la misma nariz, la misma boca de su papá”. “Grábese todo eso en la memoria, compadre –le sugirió el otro–, a ver si con esos datos lo localiza”.
En aquel tiempo, Bill Clinton era el presidente de los Estados Unidos. Tirilita, la pequeña vecina de Pepito, le dijo a su mamá: “Pepito me invitó a jugar en su casa”. “Qué bueno, hijita –se alegró la señora–. ¿A qué van a jugar?”. Contestó la niña: “A la casita blanca”. “¡Qué lindos! –se enterneció la señora–. Y ¿cómo se juega eso?”. “No lo sé –respondió Tirilita–, pero Pepito dice que él va a ser el Presidente, y yo una tal Mónica no sé qué”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, charlaba con un amigo. Le dijo éste: “Conocí a mi mujer un mes antes de casarme con ella”. Replicó don Martiriano con un hondo suspiro: “Yo la conocí un mes después”.
El personal de la oficina le pidió a don Algón un aumento de sueldo. A la única que se lo concedió fue a Rosibel, su curvilínea secretaria. Ella trató de explicarles a sus compañeros ese privilegio. Les dijo: “Don Algón me dio el aumento por dos razones”. “Ya sé cuáles –se adelantó uno–. Las tienes puestas en la silla”.
Un individuo de estatura procerosa y musculatura hercúlea llegó a la casa de citas a hora muy temprana, cuando las muchachas todavía estaban haciendo sala. Se plantó ante ellas, jactancioso, y declaró: “Soy Jock McCock, y me dicen El Hombre de Acero. Miren por qué. Brazos de acero… Pecho de acero… Piernas de acero…” Dijo una de las chicas: “Entonces ven conmigo, guapo. Yo soy Pandora, y me dicen La Fundidora”.
Don Cucoldo era agente viajero al servicio de la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S. A. Por razón de su trabajo debía viajar constantemente. Cierto día, al regreso de uno de sus viajes, el vuelo se demoró. (¿Cuándo no?). Tomó el teléfono y llamó a su casa. Respondió la criadita. Le pidió don Cucoldo: “Dígale a la señora que voy a llegar tarde, porque el vuelo está retrasado”. Preguntó la criadita: “¿Quién habla?”. “¿Cómo que quién habla? –se molestó don Cucoldo–. Habla el señor”. “Por eso –replicó la muchacha–. ¿Cuál de los señores?”.
Dos niñitos sostenían la acostumbrada discusión: “Mi papá es mejor que el tuyo”. “No. No lo es”. “Mi hermano es mejor que el tuyo”. “No. No lo es”. “Mi mamá es mejor que la tuya”. El otro hizo una pausa y luego confesó: “Ahí sí me ganas. Mi papá dice lo mismo”.
“Deberías dejar esa vida desordenada que llevas y buscarte una esposa”. Con esas palabras amonestó Placidio, hombre casado, metódico y ordenado, a su hermano Copelio, un tipo calavera y tarambana. Respondió el vivalavirgen: “Una existencia como la tuya no es para mí. En una ocasión dejé por un tiempo el vino y las mujeres. Fueron las dos horas más espantosas que he pasado en mi vida”.
Harlota, mujer perteneciente a la vida que algunos llaman “fácil” pero que es en verdad la más difícil, fue a consultar al doctor Ken Hosanna, pues se sentía débil, fatigada. Después de un breve examen le indicó el facultativo: “Quédese fuera de la cama una semana”.
El dinosaurio macho buscó a su hembra con evidentes intenciones de erotismo. Ella lo rechazó: “Hoy no, querido. Estoy en mis siglos”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, le dio la buena noticia a una amiga: pronto se iba a casar. “¡Fantástico! –se alegró sinceramente la otra–. Y dime: ¿quién es el afortunado?”. “Tú lo conoces –respondió Nalgarina–. Es don Añilio Calendárico”. “¿Don Añilio? –se asombró la amiga–. ¡Pero si tiene edad suficiente para ser tu abuelo!”. “Sí –admitió la Grandchichier–. Pero también tiene dinero suficiente para ser mi esposo”.
La mujer de Libidiano, hombre salaz y lúbrico, le contó a su comadre: “Estoy desolada. Encontré un liguero de encaje negro en el asiento de atrás del coche de mi marido”. “¡Es mío!” –reclamó de inmediato la comadre.
En Hediondilla de Abajo, pueblo alejado de la civilización –de eso presumían sus habitantes–, hubo una inundación muy grande que acabó con los sembrados y derribó un buen número de casas. Los notables de la comunidad –el alcalde, el cura, el boticario, el maestro, el médico, el notario– se reunieron para formar un comité de ayuda a los damnificados, comité que se encargaría de conseguir fondos municipales, estatales y de la federación para hacer frente a los daños causados por el desastre. Tomó la palabra el alcalde y dijo: “Propongo para que presida el comité a mi compadre Pasterio, el boticario”. “¡Ah no! –se opuso de inmediato el profesor–. ¡Ése ya robó en la inundación pasada!”.
El famoso Gurú Mino iba a dar una conferencia en la ciudad. Don Sinople era devoto admirador de ese gran hombre, santo y sabio al mismo tiempo, de modo que compró boleto de primera fila para la ocasión. Llegó al salón ataviado con su mejor traje y ocupó su asiento. Mucho se sorprendió ver que a su lado estaba un astroso mendigo vestido con harapos, y más creció su asombro cuando al llegar el Gurú Mino lo primero que hizo fue ir hacia el pordiosero y decirle unas palabras al oído. Se emocionó don Sinople al ver la solicitud que el Gurú mostraba por los pobres, y pensó que él también podía tener la fortuna de que el sabio le dijera algunas palabras. Le propuso al indigente: “Te doy mil pesos si me cambias tu ropa por la mía”. El hombre aceptó sin dudar, y en el baño hicieron el cambio. Al terminar la conferencia don Sinople se colocó de modo que el Gurú Mino lo viera. Lo vio, en efecto, y de inmediato fue hacia él. Se le acercó y le habló al oído: “¿No te dije que te fueras a la chingada?”.
Gerinelda, mujer soltera que pasaba ya de los 40 abriles pero que tenía aún partes muy aprovechables, fue a confesarse con don Arsilio, el cura párroco del pueblo. Le dijo: “Acúsome, padre, de que estoy entregada en cuerpo y alma al Señor”. “Eso no es pecado, hija mía –la tranquilizó el buen sacerdote–, antes bien constituye gran virtud y devoción muy grande el hecho de que estés entregada en cuerpo y alma al Señor”. “¿Al de la tienda?” –inquirió tímidamente Gerinelda.
El tiempo, hay que admitirlo, no fue benévolo con la Canela. Tal era el apodo de una mujer que otrora fue complaciente con su cuerpo, y cuyo cuerpo ahora a nadie complacía, pues mostraba en exceso las evidentes huellas que deja el implacable paso de los años. Una tarde se la topó en el súper una amiga de su juventud, y casi no la reconoció. Le preguntó, dudosa: “¿Eres la Canela?”. “Así es” –contestó la interrogada. “Perdóname –se apenó la otra–. Has cambiado tanto que vacilé antes de hablarte”. “No te disculpes –repuso la Canela–. Lo que sucede es que tú me conociste cuando era Canela en rama, y ahora soy Canela molida”.
Wan Loo, emperador de la China, era un gran comilón. Solía decir que cultivaba la gula porque ése sería el último pecado de la carne que podría cometer. Así, pedía a sus cocineros –tenía uno para cada día del mes– que le pusieran en la mesa manjares exquisitos, suculentas viandas, exóticos bocados que halagaran lo mismo su paladar que su alma. Los refitoleros se esforzaban en complacerlo, pues cuando un platillo le gustaba extraordinariamente el monarca premiaba con 100 monedas de oro y una muchacha virgen al guisandero que lo había confeccionado. Cierto día el emperador llamó a sus marmitones y les ordenó que le prepararan una sopa de aleta de tiburón. “Ya sé –les dijo– que ése es plato común, de cocina mostrenca. En este caso, sin embargo, el tiburón deberá tener 100 años de edad, a fin de que el sabor de la aleta esté reconcentrado”. Todos los pescadores del imperio se pusieron de inmediato a buscar un tiburón de un siglo. No lo pudieron encontrar. Al cabo de dos meses los cocineros del emperador se presentaron tribulados ante él y le dijeron: “Divino Sol de la Celeste Casa: con pena te informamos que no pudimos hallar un tiburón de 100 años de edad para hacerte tu sopa. Encontramos sólo uno de 50”. “¡Ah no! –rechazó el emperador–. Ustedes saben que no me gusta la comida rápida”.
Rondín # 13
Empezó la noche de bodas. Cipoténcatl, el enamorado novio, fue hacia Dulciflor, su flamante mujercita, y llevándola en brazos como Clark Gable a Vivien Leigh en “Lo que el Viento se Llevó” la depositó en el tálamo nupcial. Ahí sus manos idolátricas empezaron a recorrer el ebúrneo cuerpo de su desposada. “¡Ay, Cipo! –le dijo Dulciflor en tono de reproche–. ¡Mi mamá me dijo que ésta va a ser la noche más importante de mi vida, y tú me vienes con tus calenturas!”.
Doña Panoplia de Altopedo fue abordada en la calle por un astroso pedigüeño que le dijo con lamentoso acento: “Tengo hambre, señora”. El hombre se veía joven y sano, de modo que la altiva dama le dijo con irritación: “Trabaje”. “¡Ah no! –opuso el pordiosero–. Si trabajo, me va a dar más hambre”.
Bragueto, galán por interés, cortejó a la hija de don Poseidón, rico propietario rural. Una noche se le apersonó en su casa y le dijo: “Señor: por mero trámite vengo a pedirle la mano de su hija”. “¿Cómo que por mero trámite? –bufó el ricachón–. ¿Quién le dijo que puede pedir la mano de mi hija por mero trámite?”. “Su ginecólogo” –contestó impertérrito el cínico sujeto.
Mr. Highrump, nativo de Palo Duro, en la comarca del Panhandle, Texas, vino a México en busca de un tesoro cuyo mapa un mexicano le cambió por su pickup en una cantina de Laredo. Ya en el lugar de la búsqueda consiguió que un campesino de nombre Pancho le vendiera su burro. En él cargaría su riqueza. El pollino, sin embargo, se negó a obedecer las órdenes del gringo. “Burro no querer andar” –le dijo Mr. Highrump a Pancho. “¡Gorgonia! –le gritó éste a su esposa–. Trae uno de esos chiles habaneros que estás asando en el comal”. Lo trajo la mujer, y Pancho insertó el chile en salva sea la parte del jumento, que echó a correr con mayor velocidad que Man o’War, el famoso caballo de carreras. “My goodness! –exclamó Mr. Rump, que en su niñez había visto películas de Shirley Temple–. Y ahora ¿cómo alcanzarlo yo?”. Volvió a gritar Pancho: “¡Gorgonia!”.
Don Algón, salaz ejecutivo, tenía una relación de carácter erótico-sensual con su linda secretaria Rosibel. Cierta mañana la acostó sobre el escritorio a fin de practicar , ambos ya sin ropa, lo que algunos pícaros, sin mostrar respeto alguno por las instituciones republicanas, llaman “el H. Ayuntamiento”. Sucedió por desgracia que al cachondo señor se le olvidó asegurar la puerta de su oficina, la cual se abrió súbitamente para dar paso a una persona. Volteó don Algón; vio quién había entrado y luego le dijo en voz baja a Rosibel: “Es mi mujer. Actúa con naturalidad”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, se la pasa todo el tiempo vegetando. Ve jeta en la mañana, ve jeta en la tarde y ve jeta en la noche.
En el vestidor del club de natación declaró el señor Cucoldo: “Estoy orgulloso de mi esposa. No sólo nada muy bien: también hace el amor maravillosamente”. Acotó el entrenador de la mujer: “En honor a la verdad debo decir que la señora levanta mucha agua al hacer el braceo, pero en lo otro estoy totalmente de acuerdo”.
Un profesor extranjero fue a Venezuela a fin de evaluar la educación que se impartía en ese hermoso país. Escogió al azar un estudiante de universidad y le preguntó: “¿Quién escribió el Quijote?”. Respondió el interrogado: “Simón Bolívar”. Hizo una anotación el visitante y continuó: “¿Quién escribió la Divina Comedia?”. Contestó el estudiante: “Hugo Chávez”. Apuntó el profesor en su registro y prosiguió: “¿Quién escribió Hamlet?”. Repuso el universitario: “Nicolás Maduro”. Ya no puso nada en su libreta el profesor. Meneó la cabeza y le dijo al alumno: “Se ve, muchacho, que no sabes nada de literatura”. “Y se ve, señor –replicó el joven-, que usted no sabe nada de Venezuela”.
La exuberante laboratorista atrajo al jefe del laboratorio químico, y juntos llevaron a cabo el consabido rito natural. Al terminar el trance él le dijo a ella: “¡Caramba, Curieta! ¡Me habían dicho que eras sosa, pero a mí me pareciste más bien potasa!”.
El doctor Ken Hosanna le informó a su paciente, un hombre de madura edad: “Lamento decirle que está usted en inminente riesgo de sufrir un accidente cerebral que le quitará toda sensación en el lado izquierdo de su cuerpo”. El señor se llevó la mano al bolsillo. Le indicó el facultativo: “No es necesario que me pague ahora”. “No, doctor –repuso el añoso caballero-. Me estoy llevando al lado derecho todo lo que puedo”.
Un individuo fue a confesarse con don Arsilio, el cura párroco del pueblo. Le dijo: “Acúsome, padre, de que anoche estuve con Facilda Lasestas y le hice el amor tres veces seguidas”. “Hijo –le contestó el buen sacerdote-, lo que me dices me suena un poco a presunción. Debes saber, sin embargo, que ése no es el récord”.
Légida, hermosa chica, era dueña de un par de extremidades inferiores verdaderamente superiores. La conoció Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, y le dijo con tono salaz y admirativo: “¡Hermosas piernas! ¿A qué horas abren?”.
En la clase de Biblia el padre Arsilio le pidió a Facilda Lasestas, una de sus feligresas, que le dijera la diferencia que hay entre adulterio y fornicación. Respondió ella: “Yo he hecho las dos cosas, padre, y créame que no encuentro ninguna diferencia entre ellas”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, siguió la tradición atribuida a las cotorronas y se compró un cotorro. Invitó a su amiguita Solicia Sinpitier, célibe como ella, a que lo conociera. Lo vio la visitante y dijo: “No es cotorro. Es cotorra”. Le hizo saber la señorita Himenia: “El hombre que me lo vendió me dijo que es cotorro”. “Es cotorra, te digo –insistió Solicia-. Los cotorros tienen el plumaje de color más vivo”. “Estoy segura de que es cotorro” –iteró la señorita Camafría. “No –negó Solicia, imperativa-. Es cotorra”. Y así diciendo se dio la media vuelta para dar por terminada la argumentación. En eso la llamó la señorita Himenia: “¡Solicia! ¡Tenía yo razón! ¡Es cotorro, no cotorra!”. Preguntó la Sinpitier: “¿Cómo lo sabes?”. Explicó la señorita Camafría: “Porque lo oí decir: ‘Este par de viejas ya me tienen hasta los cojones’”.
Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, casó con Pirulina, muchacha sabidora con muchos kilómetros de vida recorridos. En la noche de bodas Meñico se mostró al natural ante su flamante mujercita. Lo vio ella y exclamó con tono de desilusión: “¡Caramba! Tu mamá me dijo que tenías cosas de niño ¡pero yo pensé que se refería a la inocencia!”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, les comentó a sus amigos: “Me cae muy bien Camilia. Es bella, elegante, amable, inteligente, culta, simpática y adúltera”.
La esposa de don Languidio Pitocáido, senescente caballero, estaba charlando con su vecina. Le dijo ésta: “Tengo la impresión de que tu marido es hombre de corazón muy blando”. “Lo es –confirmó la señora–. Y algunas otras partes de su cuerpo hacen perfecto juego con su corazón”.
La maestra de educación sexual les dijo a sus alumnas, todas ellas adolescentes. “Chicas: las que de ustedes pongan atención a mi clase saldrán aprobadas. Las que no, saldrán embarazadas”.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, fue a una playa de moda con su esposa. Le advirtió con burlona grosería: “No se te vaya a ocurrir salir en traje de baño con ese cuerpo de lavadora que tienes”. Esa noche Capronio cenó muy bien, y se tomó dos copas, o tres, o cuatro, o cinco, o seis. Sucedió que los espíritus etílicos pusieron en él impulsos de erotismo. Ya lo dijo Terencio: “Sine Cerere et Libero friget Venus”. Eso quiere decir que sin comida y bebida el amor se enfría. El caso es que bajo el influjo del buen yantar y del mejor libar, esa noche Capronio se acercó en el lecho a su esposa con evidentes intenciones de erotismo. Le dijo ella: “¡Óyeme no! ¿Voy a echar a andar la lavadora sólo para ese insignificante trapillo?”.
“Acúsome, padre, de que tengo un amante”. Así le dijo Facilda Lasestas al padre Arsilio, el cura de la iglesia parroquial. Sin esperar a que el confesor dijera algo, prosiguió la mujer: “Veo a mi amante una vez a la semana, la noche de los jueves, que es cuando mi marido se va a jugar al póquer con sus amigos. Unas veces él viene a mi casa; otras voy a la suya yo; pero siempre nuestros encuentros son un torrente pasional de pasiones que me transporta al culmen de la delectación erótica. Empieza él por acariciarme todo el cuerpo con ardor; luego me cubre de encendidos besos…”. “Basta, mujer –la interrumpió el buen sacerdote–. Esos pormenores no vienen al caso”. “Permítame hablarle de ellos, señor cura –le rogó Facilda–. No tengo a nadie más a quien contarle esto”.
Rondín # 14
Don Añilio, maduro caballero, consiguió al fin que Susiflor, linda muchacha, aceptara dar un paseo con él en su automóvil. La llevó por un camino solitario, y de pronto detuvo el vehículo. “Se le agotó la batería al coche –le dijo a su bella acompañante–. Esperemos un poco a ver si se repone”. Así diciendo pasó el brazo sobre el hombro de la muchacha. Las cosas, sin embargo, no pasaron de ahí. Ella le dirigió una mirada de interrogación. Y él dijo muy apenado: “Parece que a mí también ya se me agotó la batería”.
Dulcilí, muchacha ingenua y candorosa, se hallaba en estado de buena esperanza; quiero decir encinta, embarazada, grávida. Su sorpresa fue grande, lo mismo que la de su familia y de los médicos, cuando llegado el tiempo del alumbramiento dio a luz un sapito. “¿Lo ves? –le recordó su mamá–. Te dije que no era un príncipe encantado”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, se quejaba amargamente de los tiempos actuales. “No puedes salir de noche –se quejaba– sin que te asalte un hombre. Y lo peor es que lo único que quiere es tu dinero”.
Los recién casados entraron en la suite nupcial del hotel donde pasarían su noche de bodas. Dijo el novio: “¡Al fin solos!”. La novia dijo: “¡Al fin puedo quitarme los zapatos!”. Él descorchó la botella de champán que había pedido. Ella fue al espejo a ver si no se le había descompuesto el peinado. Después del brindis “por nuestra eterna dicha” ella dijo: “¡Lo que debe haberle costado la boda a mi papá!”. Y dijo él: “Ven a la cama, mi vida. Vamos a desquitar ese dinero”.
Nico y Tino eran empedernidos fumadores. Tenían consciencia plena de los riesgos a que los exponía el vicio de fumar, pero no se podían librar de él. En vano recurrieron a diversos métodos para dejar el cigarro. Lo dejaban, sí, a veces por períodos hasta de media hora, pero volvían a caer en la tentación. Sucedió que Nico debió hacer un viaje. A su regreso Tino le anunció, jubiloso, que por fin había hallado una técnica para dejar de fumar. “Y yo mismo la inventé” –añadió orgulloso. Preguntó Nico, interesado: “¿En qué consiste el método?”. Respondió Tino: “Cada vez que siento el deseo de fumarme un cigarro, en vez de llevármelo a la boca me lo inserto en el orificio posterior”. Inquirió, dudoso, Nico: “Y eso ¿te ha dado resultado?”. “Y muy bueno –aseguró Tino–. Antes me insertaba hasta dos cajetillas diarias. Ahora me estoy insertando solamente una”.
La mujer de don Cornulio tenía en el bajo vientre un lunar en forma de trébol cerca de la región llamada mons veneris. El señor sintió un cúmulo de dudas cuando vio en la exposición del pintor Brocho, artista de la localidad, el retrato de una mujer desnuda que mostraba un lunar igual que el de su esposa, y en el mismo sitio. Le preguntó, ceñudo, a la mujer: “¿Posaste sin ropa para que ese hombre hiciera su cuadro?”. “Te juro que no posé –replicó ella–. Debe haberlo pintado de memoria”.
Don Añilio cortejaba discretamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Ella, sin embargo, se mostró decepcionada de ese galanteo. Le comentó a una amiga: “Me dijo que fuera a su casa; que ahí me enseñaría su oropéndola. ¡Y resultó ser sólo un pajarraco!”.
El padre Arsilio les preguntó a los niños: “¿Con qué mató David al gigante Goliat?”. Pepito levantó la mano. “Con una moto” –dijo. “Tu respuesta es incorrecta –acotó el buen sacerdote–. Debiste decir: ‘Con una honda’”. Replicó el chiquillo: “Usted no preguntó la marca”.
Empédocles Etílez, alcohólico reconocido, acudió al despacho del Lic. Ántropo y le preguntó: “¿Es cierto que en Estados Unidos los fumadores están demandando a las compañías tabacaleras por los daños que causa el cigarrillo?”. “Es cierto” –confirmó el abogado. “Y ¿es cierto –prosiguió Etílez– que los clientes de los restoranes de comida rápida los están demandando por los males que provocan los alimentos chatarra?”. “En efecto, así es” –dijo el letrado. “Bien –manifestó Empédocles–. Quiero pedirle que demande en mi nombre a las empresas embotelladoras de licor”. Inquirió el licenciado: “¿Por los daños que el alcohol le está causando?”. “No –precisó Etílez–. Por las mujeres tan feas con las que amanezco después de una borrachera”.
Floribel, joven esposa, estaba en la sala de partos del hospital, pues iba a dar a luz precisamente en la fecha en que cumplía nueve meses de casada. Con ella estaban su marido y su ginecólogo, el doctor Wetnose. Llegó la hora del alumbramiento, y Floribel trajo al mundo felizmente un par de gemelitos. “Esperemos un poco, doctor –le sugirió el muchacho al médico–. Si las cosas son como hace nueve meses, dentro de media hora llegará otra tanda de dos”.
Ya conocemos a Capronio, sujeto ruin y desconsiderado. Su esposa y él celebraban 10 años de casados. Le dijo a la señora: “Hoy en la noche te arreglas y te pones tu mejor vestido porque voy a llevarte a ver un buen show. Luego iremos a cenar en un restorán de lujo y a bailar en el mejor cabaret de la ciudad”. Sucedió, por desgracia, que esa tarde, al salir de su trabajo, Capronio se topó con unos amigos de su juventud, y se fueron a un bar a festejar el venturoso encuentro. No haré larga la historia. Cuando el sujeto regresó a su casa eran las 2 de la mañana. Al entrar oyó una especie de zumbido: Tzzzzz… Pensó que era el ventilador, y fue a apagarlo. No era el ventilador. Y el zumbido seguía: Tzzzzz… Se dijo: “El grifo del baño habrá quedado abierto”. Pero no: estaba cerrado. Y seguía el zumbido: Tzzzzz… “¡Está escapando el gas!” –se alarmó. No era así: la llave del gas estaba bien cerrada. Y seguía oyendo aquel Tzzzzz... El ruido lo llevó hasta la recámara. Abrió la puerta. Sentada en la cama estaba su señora, aún vestida y todavía esperándolo. Cuando Capronio entró la dijo la mujer con tono de infinito rencor: “¡Tzzzzz…ingas a tu maaa…!”.
La mujer del famoso karateca tenía amores adulterinos con un hombre al que recibía en el domicilio conyugal sin temor al antiguo arte marcial que practicaba su marido. Cierto día la pecatriz se estaba refocilando con su ilícito amador cuando entró la casa, inesperado, el famoso karateca. Vio al sujeto que yogaba con su esposa y de inmediato se puso en posición de combate, al tiempo que profería el fuerte grito de amenaza: “¡Yaaa!”. Respondió el individuo tímidamente: “Ya nos falta poquito, señor”.
Dos individuos murieron el mismo día en sendos accidentes, y juntos llegaron a las puertas del cielo. San Pedro, el apóstol de las llaves, consultó su libro de admisiones y les dijo: “Vienen ustedes con anticipación. Aún no es llegada su hora, y no tengo ahora lugares disponibles. Deberán regresar a la Tierra y pasar ahí algún tiempo antes de regresar. No podrán, sin embargo, volver a la vida en la figura que tenían antes. Escojan cualquier otra, la que quieran, y en esa forma volverán al mundo hasta que los llamemos para que estén aquí”. Pidió el primer sujeto: “Yo quiero regresar en la forma de un águila caudal. Me seducen la majestad y el señoría de esa ave, y en ella quiero reencarnar”. San Pedro anotó en su libro el pedimento del sujeto. Habló el otro y dijo: “Yo deseo volver como semental en una ganadería de reses bravas”. El guardián de las puertas del cielo frunció el entrecejo al escuchar eso, pero hizo la correspondiente anotación. En seguida envió a los dos individuos a la Tierra en la nueva forma que habían escogido. Pasaron unos días y San Pedro supo que dos bienaventurados que estaban en el cielo pidieron ser devueltos a su lugar de origen. Al parecer eran de una ciudad del norte mexicano llamada Saltillo, y dijeron que ahí se vivía mejor que en la gloria celestial. Había ya lugar, pues, para aquellos dos sujetos a quienes había enviado a la Tierra. Llamó el portero a un ángel y le dijo: “Irás abajo a buscar a estos dos hombres. Uno está en figura de águila real. Como quedan en el planeta muy pocos ejemplares de esa ave pienso que no tendrás problema para hallarlo. Con el otro te será más difícil dar con él. Pidió –cosa que me extrañó bastante– ser un semental en una ganadería de reses bravas. Tendrás que buscar en todas hasta que halles un montón de cemento”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, ocupó la habitación 114 del Motel Kamagua. Con él estaba Floribel, muchacha poco diestra en cosas de erotismo pero que gustaba de disfrutar las mieles de un prohibido amor. En medio del deliquio pasional exclamó ella con acento arrebatado: “¡Estoy feliz, papito!”. Le dijo el tal Pitongo: “Si es así ¿por qué no haces lo que hace mi perrito cuando está feliz?”. “¿Qué hace?” –preguntó Floribel. Respondió Afrodisio: “Mueve la colita”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su suegra pasó a mejor vida, y él fue a una marmolería a encargar una lápida para la tumba de la señora. Le preguntó el marmolista: “¿Cómo quiere usted la lápida?”. Contestó sin vacilar Capronio: “Pesada”.
La maestra les pidió a los niños que narraran la forma en que sus papás se habían conocido. Relató un niñito: “Mi mamá se enamoró de mi papá a primera vista”. “¡Qué bonito! –se conmovió la profesora–. Y seguramente sigue tan enamorada de él como aquel primer día”. “Quién sabe –dudó el pequeño–. Ésa fue la última vez que lo vio”.
Don Añilio, senescente caballero, cortejaba con discreción a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Ella, sin embargo, se mostraba decepcionada de su galán. Le contó a su amiguita Celiberia: “Me dijo que me iba a llevar al juego del hombre, y a lo único que me llevó fue al futbol”.
El padre Arsilio entró muy de mañana en la cocina de la casa parroquial e hizo que Ciriolo, el sacristán, le sirviera un café. Le dio el primer trago a la rica infusión y exclamó luego con deleite: “¡Ah! ¡No hay cosa mejor que una tacita de café por la mañana!”. “Con todo respeto, señor cura –acotó el rapavelas–, me permito decirle que hay cosas mucho mejores que ésa”.
Una señora le pidió al Lic. Ántropo que la divorciara de su esposo. Inquirió el abogado: “¿Cuál es el motivo por el cual desea usted disolver el vínculo matrimonial que la une a su marido?”. Replicó la señora: “Por adulterio. Sospecho que no es el padre de mi hijo”.
Don Hamponio, el narco de la esquina, era buscado por la policía. Un agente investigador se apersonó en su domicilio y preguntó por él. Le informó la criadita de la casa. “El señor no está”. Inquirió el sabueso: “¿Co noce usted su paradero?”. “¡Oh no! –se ruborizó la muchacha–. Eso nada más su esposa”.
Rondín # 15
Babalucas nunca había ido al ballet, y llegó tarde a la función. Vio las evoluciones de las bailarinas y le preguntó a su vecino de asiento: “Perdone usted: ¿quién va ganando?”.
La mamá de Rosibel estaba metida siempre en su tableta jugando Candy Crush. Por tal motivo le pasaban inadvertidas las cosas que sucedían a su alrededor. Una noche Rosibel iba a salir. Desde su sillón la vio pasar su madre camino de la puerta y le preguntó sin levantar la vista de la pantalla: “¿A dónde vas?”. Rosibel, sabedora de la concentración que su mamá ponía en el juego, le contestó: “A una orgía”. Le dijo la señora: “Llévate el suéter”.
La niñita hacía la tarea, y le preguntó a su papá: “¿Puedes decirme los nombres de las diferentes nubes, y su forma?”. Respondió el señor: “No sé nada acerca de ese tema”. “Pues deberías saberlo –dijo la pequeña–. Oí a mi mami decirle al vecino que no te das cuenta de nada porque siempre andas en las nubes”.
Dos compadres bebieron algunas copas de más y entraron en el riesgoso campo de las confidencias. Le dijo uno al otro: “Quiero que sepa, compadre, que lo odio”. “¿Por qué?” –se alarmó el otro. Respondió el primero. “Porque me enteré de que tuvo usted la intención de fugarse con mi esposa”. “Es cierto –admitió el otro–. Pero no lo hice”. “¡Pues por eso lo odio!” –rebufó el compadre.
La esposa de don Languidio Pitocáido comentó con tristeza viendo a su marido: “¡Lo que hace el tiempo! ¡Lo que ayer fue para mí fruto prohibido ahora es fruta seca!”.
Los recién casados inventaron una forma de ahorrar para sus vacaciones: cada vez que él le hacía el amor debía poner 100 pesos en una alcancía. Llegado el tiempo el marido la abrió. En ella estaban los billetes de 100 pesos, pero los había también de 500 y hasta de mil. Le dirigió una mirada interrogativa a su mujercita. Explicó ella: “No todos son tan agarrados como tú”.
“¡Granillera! ¡Enquillotrada! ¡Calvadora!” Esos tres sonorosos adjetivos se los espetó don Astasio, cornígero marido, a su esposa Facilisa cuando la sorprendió en trance de adulterio con un desconocido. Tales voquibles, entre los muchos que hay para pesiar a la mujer liviana, los sacó de sus lecturas de la novela picaresca del Siglo de Oro español. Como no pudo aprenderlos de memoria los apuntó en una libreta y los leyó frente a la pecatriz y el hombre con quien en ese momento estaba entrepernada. “Astasio –le dijo ella con tono admonitorio–. No es de buena educación ponerse a leer delante de las visitas”.
El restorán “Los optimismos de Leopardi” estaba lleno de señoras. En eso entró un sujeto a cuya vista las mujeres prorrumpieron en gritos de espanto: por la bragueta del individuo asomaba la cabeza una serpiente. “Tranquilas, señoras mías –habló el fulano–. La víbora es de plástico. Sin embargo, el sobresalto que causó en ustedes me brinda la ocasión de presentarme y ponerme a sus órdenes. Soy Jocko Gamesio, fabricante de bromas y juegos para despedidas de soltera y fiestas en general”.
Facilda Lasestas fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo que había pecado contra el sexto mandamiento, y añadió: “Lo hice por debilidad, señor cura”. Replicó el buen sacerdote: “¿Y me vas a decir que la pija es vitamínica?”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, y Celiberia Sinvarón, su amiguita, decidieron poner un negocio de pollos. Para tal efecto fueron a una granja y le pidieron al dueño que les vendiera 10 gallinas y 10 gallos. “Señoritas –les advirtió el granjero–, para 10 gallinas con un solo gallo tienen”. “Queremos 10 –insistió la señorita Himenia–. Gallinero sí; promiscuidades no”.
“Mi hijo es de cepa” –le dijo doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, a su nueva vecina. “El mío también –replicó la fulana–. De sepa la…”.
Don Poseidón, propietario rural, se escandalizó cuando el botones del hotel le dijo que conseguir una muchacha para llevarla a su cuarto le costaría mil 500 pesos. “¡Mil 500 pesos! –bufó el vejancón–. ¡Joder, en mi pueblo puedo conseguirme una muchacha por un par de medias!” Le preguntó el botones: “¿Entonces a qué viene a la ciudad?”. Repuso don Poseidón: “A comprar medias”.
El buen Jesús y San Pedro jugaban una partidita de póquer en el cielo. El apóstol de las llaves mostró su juego: cuatro ases. Iba ya a retirar el dinero de la apuesta cuando el Maestro mostró el suyo: cinco ases. “Señor –le dijo San Pedro en tono rencoroso–. Como milagro está muy bien, pero como póquer son chingaderas”.
Avaricio Cenaoscuras, hombre ruin y cicatero, no le daba dinero a su mujer para la comida. Cuando ella le pedía el gasto le decía: “El dinero no cuenta en esta vida. Lo que vale es el amor. Dinero no te daré, pero amor sí”. Así diciendo la llevaba a la cama, y luego se iba con sus amigotes. Cierto día llegó el cutre a su casa y vio la mesa del comedor llena de cosas exquisitas. Había en ella caviar, champaña, y hasta pan de pulque de Saltillo. “¿De dónde salió todo eso?” –le preguntó pasmado. Contestó la señora: “Lo trajo el abarrotero de la esquina”. Inquirió el avaro: “Y ¿con qué le pagaste?”. Respondió ella: “Con lo mismo que me das tú en vez de dinero”.
Don Calendárico, señor de mucha edad, le dijo a don Geroncio, igualmente rico en años: “Tú y yo pertenecemos al Club de los Tejanos”. “¿Qué club es ése?” –se extrañó el otro. Replicó don Calendárico: “Es el de aquellos que al hacer pipí tenemos que ponernos una teja ahí para no mojarnos los zapatos”.
Mi mujer me engaña”. Eso declaró don Cornulio, apesarado, en reunión de amigos. “Mentira –opuso uno–. Lo dices nada más para ponernos celosos”.
El Nuncio del Papa fue de visita al pueblo donde vivía Babalucas. Le pidió éste: “Y le encargo, don Nuncio, un saludo muy afectuoso de mi parte al señor Papa, a su distinguida esposa y a sus queridos hijos”. El párroco del lugar se inclinó sobre el desconcertado dignatario y le musitó al oído: “No le haga usted caso, Su Eminencia. Es el mismo que puso un telegrama de felicitación al Vaticano cuando los Cardenales ganaron la Serie Mundial de Beisbol”.
Don Calendárico, otoñal señor, cortejaba discretamente a Himenia Camafría, célibe madura. Una tarde la invitó a su casa. “Le pedí que viniera, cara amiga –le dijo con melifluo acento–, porque deseo leerle algunos poemas de mi libro ‘A la sombra del lauroceraso’. Antes, sin embargo, permítame ofrecerle una copita de licor”. “No, porque se me sube” –declinó Himenia. “¡Señorita! –se ofendió don Calendárico–. ¡Soy un caballero!”.
La maestra les preguntó a los niños: “¿Cuáles son los pájaros que vuelan más alto?”. Pepito aventuró una respuesta: “¿Los de los astronautas?”. (Las aves que vuelan a mayor altura son los buitres (11.300 metros), las grullas (10 mil metros) y los gansos (8.800 metros).
Rosibel, la linda secretaria de don Algón, les comentó a sus amigas: “Mi jefe rompió ayer su récord de altura”. Preguntó una: “¿Es piloto de avión, o practica la ascensión en globo?”. “No –contestó Rosibel–. Pero con su mano había llegado solamente hasta mi rodilla”.
Rondín # 16
El doctor Ken Hosanna le informó a la joven esposa: “Su marido sufre de agotamiento físico. Deberá usted abstenerse de toda relación carnal con él por una temporada. ¿Podrá hacerlo?”. “Claro que sí, doctor –le aseguró la chica–. Tengo bastantes amigos”.
Don Madano era un hombre de estatura procerosa y abundantes carnes. Medía cerca de 2 metros y pesaba más de 15 arrobas, cada arroba equivalente a 11 kilos y medio. Cierta noche estaba con una amiguita en el cuarto 110 del Motel Kamagua. Le hizo el amor en la tradicional posición del misionero (algunos la llaman “del ejidatario”), pues no era hombre dado a novedades. Así, él se puso arriba y ella abajo. En el momento del erótico deliquio le demandó con voz arrebatada: “¡Muévete, mamacita!”. La muchacha empezó a parpadear visiblemente. “¿Por qué mueves los párpados, hermosa?” –inquirió con extrañeza don Madano. Replicó ella con voz que apenas se escuchó: “Es lo único que puedo mover”.
Al señor se le olvidó su portafolio, de modo que regresó a su casa. Al pasar por el baño vio a su mujer de pie sobre la báscula, desnuda (la mujer, no la báscula). Le dio una palmadita en una pompis y le preguntó: “¿Cuánto hoy, linda?”. Contestó ella sin volver la vista: “Lo mismo de siempre. Un garrafón de 30 litros”.
Dulciflor, ingenua joven, le informó a su mamá que su novio la había dejado un poquito embarazada. Preguntó inquieta la señora: “Y ¿es serio y formal ese muchacho?”. “Claro que sí, mamá –la tranquilizó la cándida muchacha–. Ya me dijo que puedo quedarme con el bebé”.
El padre Arsilio suspiraba con nostalgia: “Felices tiempos aquellos cuando la Santa Madre Iglesia usaba la lengua latina. En el bingo de la parroquia decíamos los números en latín, y ni los judíos ni los protestantes podían ganar nunca”.
El oficiante de la boda se dirigió a la novia: “¿Prometes serle fiel a tu marido; estar con él en lo próspero y en lo adverso; acompañarlo en la salud y en la enfermedad y amarlo y respetarlo hasta el último día de tu vida?”. “Son demasiadas cosas –repuso ella–. Que escoja una”.
Don Chinguetas comentó acerca de doña Macalota, su mujer: “Sufre mucho por causa de sus creencias”. Alguien preguntó: “¿Sus creencias religiosas?”. “No –aclaró don Chinguetas–. Cree que su número de zapato es el 4, y en verdad es el 7”.
Aquel caníbal era muy mal portado: se emborrachaba; andaba con mujeres; se desvelaba con amigotes. Su esposa le comentó a una vecina. “No sé qué hacer con mi marido”. Propuso la otra: “Si quieres te presto mi recetario”.
Don Añilio, señor de muchos almanaques, iba a ser operado del apéndice. Le preguntó a su médico: “Doctor: después de la operación ¿podré follar?”. “Claro que sí” –sonrió el facultativo. “¡Qué bueno! –se alegró don Añilio–. Porque actualmente no puedo”.
Uno de los internos en la clínica de enfermedades mentales le contó a otro: “El psiquiatra dice que tengo doble personalidad”. Replicó el otro con tristeza: “Ya somos cuatro”.
La abuelita reprendía a su nieta mayor: “Te vas con el primer hombre que ves”. “Abuela –contestó la muchacha–, si hubieras leído bien tu Biblia recordarías que lo mismo hizo nuestra madre Eva”.
Rosibel dijo hablando de su amiga Susiflor: “Tiene una manera muy fácil de conseguirse ropa nueva: se quita la que trae”.
La joven recién casada se veía pálida, ojerosa, exangüe y agotada. Una amiga le preguntó la causa de su extenuación. Explicó ella: “Antes de casarnos me dijo mi marido: ‘Quiero que sepas que todas las noches llego a la casa a las 11 y pico’. Y en efecto: todas las noches llega a la casa a las 11 y pica”.
Don Languidio Pitocáido fue, en compañía de su esposa, a consultar al médico. “Doctor –le dijo–: desde hace tiempo sufro una depresión”. “No te hagas tonto –lo interrumpió la señora–. Dile exactamente cuál es la parte que tienes deprimida”.
Una muchacha de tacón dorado se presentó a pedir trabajo en una casa de mala nota, congal, burdel, manfla, berreadero, caleta de leandras, pifla, gan de las mirrúes, prostíbulo, hurgamandería, lupanar o ramería. Le preguntó la madama del establecimiento: “¿Traes cartas de mala conducta?”.
Un conductor iba manejando su coche y al mismo tiempo hablaba por su celular. Se subió a una acera y se estrelló contra la pared. “¡Qué barbaridad! –exclamó alguien–. ¡Ese idiota pudo haber matado a un peatón!”. “Y deje usted a un peatón –acotó Babalucas con severidad–. A una persona”.
Tres recién casadas se reunieron a comentar sus respectivas experiencias en la luna de miel. Dijo una: “A mi esposo y a mí nos dieron en el hotel una habitación con vista al mar”. Comentó la segunda: “A nosotros nos asignaron un cuarto con vista al jardín”. Declaró la tercera: “A mí me tocó una habitación con vista al techo”.
La niña le pidió a su abuelita que le contara un cuento. Relató la señora: “La princesita encontró en el jardín a un sapo. Lo llevó a su cama, le dio un besito y el feo sapo quedó convertido en un apuesto príncipe”. Preguntó la pequeña: “Y los papás de la princesa ¿se tragaron ese cuento?”.
Don Usurino Matatías, el avaro del pueblo, tenía tres hijos varones y una hija. Cierto día el mayor le salió con la peregrina novedad de que había embarazado a una muchacha cuyo padre exigía una indemnización en metálico por el perdido honor de su hija. A pagar se ha dicho. Transcurrió un par de semanas, y el segundo hijo le hizo un anuncio semejante. De nueva cuenta el cutre hubo de entregarle al genitor de la ex doncella una buena cantidad por concepto de reparación. Lo mismo sucedió con el hijo menor: también puso a una chica en estado de buena esperanza, y don Usurino tuvo que pagar otra vez los efectos de la calentura de su prole. Pasó un mes, y en esta ocasión fue la hija del cicatero la que le informó, llorosa, que estaba ligeramente embarazada. “¡Fantástico! –se alegró el avaro–. ¡Ahora nosotros cobramos!”.
Estamos en tiempos prehispánicos. Pépetl –el Pepito de los aztecas– anotaba con su cincel en una piedra la lección que impartía el maestro del calmécac. Dictó el profesor: “Moctezuma fue un gran emperador”. Tac tac tac, Pépetl cinceló un rico penacho imperial. “Fue dueño de grandes riquezas”. Tac tac tac, Pépetl inscribió en la piedra plumas de quetzal, cuentas de jade y granos de cacao. “Tuvo muchas mujeres”. Tac tac tac, Pépetl labró una fila de hermosas doncellas. “Y fue un valiente guerrero”. Pépetl levantó la mano. “Perdone, maestro –preguntó–. La palabra ‘valiente’ ¿se escribe con tres huevos o con cuatro?”.
Rondín # 17
Doña Eglogia, mujer del campo, se impacientaba porque cada vez que tendía su ropa a secar, llovía copiosamente. En cambio su vecina, doña Bucolia, jamás ponía su ropa a secar en día de lluvia. Le preguntó cómo sabía si iba a llover o no. La mujer le reveló el secreto: cada mañana revisaba a su marido. Si tenía su parte de varón caída hacia la izquierda es que iba a llover. Entonces no tendía su ropa. Si la tenía hacia la derecha eso era seña de que aquel día iba ser de sol, y entonces tendía. Preguntó doña Eglogia: “¿Y si no la tiene caída?”. Replicó doña Bucolia: “Ese día no lavo”.
El jefe de personal le dijo al tipo que pedía trabajo: “En su solicitud de empleo puso usted que es doctor en matemáticas del MIT; graduado con honores en la Escuela de Altos Estudios de París; profesor de la cátedra Albert Einstein en la Universidad de Princeton; asesor de la NASA y ganador del Premio de Artes y Ciencias de la Comunidad Europea. Sin embargo, investigamos sus antecedentes y descubrimos que ni siquiera terminó la secundaria”. Respondió el tipo, imperturbable: “El anuncio decía que el solicitante debería tener mucha imaginación”.
Un pobre señor perdió su pene en un penoso accidente. El doctor que lo atendió le dijo que no se preocupara: la ciencia médica había avanzado en tal manera que se le podía hacer un trasplante del órgano perdido. Uno de tamaño chico le costaría 50 mil pesos; 100 mil el de tamaño medio; 150 mil el grande y 200 mil el llamado Saltillo Size. El señor respondió que consultaría el caso con su esposa. Volvió al día siguiente y le informó al facultativo: “Dice mi señora que mejor va a renovar su guardarropa”.
En el parque una mamá llamó a su hijita: “Ven, Cica”. Otra señora le preguntó: “¿Cómo se llama tu niña?”. Respondió la mamá: “Se llama Cicatriz”. Inquirió con extrañeza la otra: “¿Por qué le pusiste así?”. Explicó la primera: “Fue lo que me quedó de una caída”.
Galantino y Dulcibella, novios jóvenes, se comieron el lonche antes del recreo, como antes se decía, y ella quedó en estado de buena esperanza, quiero decir embarazada. Galantino era un caballero, de modo que dio mano de esposo a la muchacha. Se casaron y fueron muy felices. Pasaron 40 años, y decidieron celebrar sus bodas de rubí con una segunda luna de miel. La primera noche, ya en el hotel, Galantino se puso su piyama y se echó a dormir. Ella, a su lado en la cama, empezó a gritar a todo pulmón: “¡Papacito! ¡Eres un tigre! ¡Me vas a matar! ¡Salvaje! ¡Eres un semental!”. Galantino le preguntó asombrado: “¿Por qué gritas así?”. Respondió Dulcibella: “Hace 40 años tú salvaste mi honor. Ahora yo estoy salvando el tuyo”.
El recién casado se veía exangüe, laso, cuculmeque. Uno de sus amigos, alarmado, le preguntó: “¿Por qué te ves así?”. Respondió con voz feble el infeliz: “Es que todas las noches mi esposa se acuesta hasta las dos”. “¿Hasta las dos de la mañana?” –inquirió el amigo–. “No –precisó el lacerado–. Hasta las dos veces”.
Don Mercuriano, agente viajero al servicio de la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S. de R. L., acertó a hallarse en un pequeño pueblo en el cual había una casa de mala nota regenteada por cierta madama de nombre Celestona. Se presentó ante ella don Mercuriano y le pidió: “Quiero una mujer. Pero ha de ser mal encarada; tener un humor pésimo; mostrarse fría e indiferente en el acto del amor y dirigirse a mí con palabras ásperas y descomedidas”. La madama se asombró: “¿Por qué quiere usted una mujer así?”. Explicó don Mercuriano: “Es que ya tengo un mes fuera de mi casa, y empiezo a extrañar a mi esposa”.
El doctor Ken Hosanna llegó a su casa y sorprendió a su señora en ilícito trato de fornicación con un desconocido. “Perdóname –le dijo la entrepernada pecatriz–. Es que nunca sé qué hacer mientras llega el médico”.
Susiflor le comentó a una amiga: “En mi cumpleaños mi abuelita me regaló un diario para que vaya anotando mis experiencias. No me va a servir: ya me sucedieron todas”.
Don Poseidón era padre de Gorgona, una muchacha fea y de carácter áspero. Pese a todos esos defectos, y a otros que no enumero por falta de espacio, le salió a Gorgona un pretendiente. Bien dice el refrán, que nunca falta un roto para un descosido. El despistado galán acudió ante don Poseidón y le dijo: “Vengo a pedirle la mano de su hija”. Preguntó esperanzado el genitor: “Pero te vas a llevar también todo lo demás ¿verdad?”. Casó Porcinio, hombre extremadamente pesado, con Pitiminina, mujer pequeña y frágil. En la noche de bodas él empezó a realizar el acto connubial en la posición del misionero, tradicional postura que según los especialistas ha entrado en francas vías de extinción. Llevado por el deliquio de la pasión erótica le pidió Porcinio a su desposada: “¡Muévete!”. “Respondió ella: “Pos bájate”.
El general Torilo era hombre de buen natural, pero de pocas letras y más pocas luces. Conoció a una linda chica en una fiesta y le preguntó, meloso: “¿Por qué tiene usted las manos tan blancas, señorita?”. “No lo sé a ciencia cierta, mi general –respondió la muchacha–. Ha de ser porque desde niña he usado guantes”. “No es por eso –objetó el rústico mílite–. Yo desde niño he usado calzones, y sin embargo…”
“Sé que tienes una querida –le reclamó doña Macalota a don Chinguetas, su marido–. Me dicen que es rubia artificial; que le pusiste casa; que le regalaste un coche de último modelo; que la llevas a que se compre ropa en Nueva York; que la cubres de joyas y le cumples todos sus caprichos”. “¡Ah, gente ruin, calumniadora, falsa y mentirosa! –se indignó don Chinguetas–. ¡No es cierto que sea rubia artificial!”.
Lo que fueron nuestros antepasados eso somos; llevamos sus características. La mejor prueba de tal afirmación es Babalucas, el tonto mayor de la comarca. Decía: “Mi tatarabuelo fue norteamericano. Combatió en la Guerra de Secesión a favor del Oriente”.
La esposa de don Añilio, señor de edad madura, lo llevó con el doctor pues lo veía sin fuerzas, abatido, tan débil que no podía levantar ni un falso testimonio. Lo examinó el facultativo y le informó a la señora: “Su marido presenta un severo cuadro de agotamiento físico cuya causa creo adivinar. En adelante deberá hacer el sexo sólo una vez al mes”. “¡Fantástico, doctor! –se alegró la señora–. ¡Ahora lo hace sólo una vez al año!”.
Igual que todos los jueves don Algón fue a jugar al póquer con sus amigos. Sucedió que esa noche faltó uno de los que formaban la partida, y entonces el ejecutivo les propuso a los otros: “Vamos a que conozcan mi nueva casa. Mi esposa no me espera, pero podremos llevar algo para botanear, y allá tengo cervezas y tequila”. Fueron, en efecto, y don Algón empezó por mostrarles la residencia: “Ésta es la sala… Éste es la biblioteca… Aquí está el comedor…” En eso se presentó la señora, en bata, y el anfitrión la presentó a sus amigos. Luego los invitó: “Subamos ahora a la segunda planta”. “Por Dios, Algón –le pidió la mujer–. No vayan allá; está todo desarreglado”. “Son de confianza” –replicó el ejecutivo. Subieron, pues, y les dijo a sus amigos: “Ésta es la recámara… Éste es el vestidor… Éste el clóset… Éste es mi compadre Juan…”.
Rocko Fages y Amaz Ingrace, misioneros al servicio de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que no lo cometan el día del Señor) fueron a África a llevar a los paganos la luz de la verdadera fe. Se internaron en lo profundo de la selva y llegaron a una remota aldea. Los salvajes los rodearon, curiosos. Llegó uno que parecía de importancia, y después de examinarlos, de olerlos y palparlos, les estampó en la frente un sello. Le dijo Rocko a Amaz: “Seguramente es un ritual que nos hace miembros honorarios de su tribu”. “No –aclaró uno de los nativos–. El hombre que les puso el sello es nuestro inspector de carnes”.
Se casó un muchacho, y al año se divorció de su mujer. Le preguntó un amigo: “¿Qué sucedió?”. Preguntó a su vez el otro: “¿Te gustaría vivir con una persona irresponsable, gastadora, y para colmo infiel?”. “Claro que no” –respondió el amigo. Y dijo el divorciado, mohíno: “A ella tampoco le gustó”.
Don Picio y doña Uglicia formaban la pareja de casados más fea del pueblo. Sin embargo, por extraño capricho de la naturaleza, sus dos pequeños hijos –niño y niña– eran unos querubines. Ella se parecía a Shirley Temple, con sus ricitos de oro y todo; él tenía el encanto de Bobby Driscoll, el infantil actor de Disney. Los vio doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, y le comentó a don Sinople, su marido: “¿Cómo pueden unos esposos con caras tan feas ser padres de unos niños tan hermosos?”. La oyó don Picio y dijo: “Señora: no los hicimos con la cara”.
Quiero un condón”. Así le dijo al farmacéutico un hombre a quien su esposa acompañaba. Preguntó el de la farmacia: “¿De qué tamaño lo quiere? ¿Chico, mediano, grande, súper grande o Saltillo size?”. “Mediano” –respondió el hombre. “No –intervino la mujer–. Es de tamaño chico”. Inquirió de nueva cuenta el farmacéutico: “Y ¿de qué color le gustaría el condón? Los tenemos blancos y negros”. “Deme uno blanco” –pidió el cliente. “No –volvió a hablar la señora–. Que sea negro. Es un color más sugestivo”. Pasaron unos meses, y ahora fue el hombre quien acompañó a su esposa a comprar un brassiére de maternidad. La encargada de la tienda le preguntó a la señora: “¿Lo quiere blanco o negro?”. Dijo ella: “Negro”. “¡Negro no! –se alarmó el marido–. ¡A ti también se te va a romper!”.
Don Poseidón, severo genitor, amonestó a su hija: “No me gustó nada la forma en que tu novio te estaba besando y acariciando anoche”. Replicó la muchacha: “Es que apenas está aprendiendo”.
Rondín # 18
Un encuestador le preguntó a don Chinguetas, el esposo de doña Macalota: “¿Acostumbra usted comer alimentos chatarra?”. “Nunca –respondió con firmeza don Chinguetas–. Excepción hecha de la comida que me hace mi mujer”.
Pirulina, muchacha sabidora, le comentó a una amiga: “Mi noviazgo con Leovigildo no es uno de esos romances idealizados de novela rosa o de serie cursi de televisión. Tiene un cimiento firme y real: el sexo”.
Doña Uglicia, mujer de rostro poco agraciado, siguió el consejo de una amiga y se compró una máscara embellecedora –así decía el anuncio– hecha a base de una sustancia viscosa de color verde con vetas cafés y moradas. Ese producto, en efecto, la ayudó a verse menos fea. Desgraciadamente a los dos días la máscara se secó y se le cayó.
La chica adolescente llegó a la tienda y le dijo a la encargada: “El vestido que compré ayer les gustó a mis papás. ¿Puedo cambiarlo?”.
Babalucas era guardia de seguridad. Lo enviaron a custodiar la residencia de un rico señor que coleccionaba arte. Le indicó el magnate: “Voy a salir de viaje. Tendrá usted a su cargo el cuidado de mi casa, especialmente de mis cuadros, cada uno de los cuales vale una fortuna. Que no falte ninguno a mi regreso”. La primera noche de su guardia Babalucas oyó ruidos en la segunda planta de la casa. Subió y encontró en la alcoba a un individuo que se refocilaba con la esposa del ricacho. “Continúe usted sin pena, caballero –autorizó Babalucas al azorado tipo–. Pero no se le vaya a ocurrir llevarse un cuadro”.
Como un pañuelo. Así, con suavidad, Dulciflor puso su mano en la entrepierna de Leovigildo, su nuevo galán. A la mirada interrogativa del asombrado joven respondió la cándida muchacha con una explicación: “Mi mamá siempre me ha dicho que cuando salga con un hombre tome las cosas con calma”.
El encargado de seguridad del centro comercial vio a un niño que parecía estar perdido. Fue hacia él y le preguntó: “¿Dónde están tus papás?”. Respondió Pepito, que tal era el pequeño: “No sé. Tengo dos horas buscándolos”. “Ven –le dijo el guardia al tiempo que lo tomaba de la mano–. Te ayudaré a encontrarlos”. Replicó el crío: “Va a estar cabrón que los hallemos. Aquí hay muchos lugares donde se pueden esconder”.
Pirulina, mujer sabidora, estaba en el cuarto 110 del Motel Kamagua con Inepcio, mancebo de muy poca experiencia. Al terminar el acto que ahí los había llevado él le preguntó con ansiedad a ella: “¿Te gustó, Pirulina? ¿Te gustó?”. Respondió la experta chica: “Me hiciste recordar una palabra que ya casi no se usa”. Preguntó Inepcio: “¿Qué palabra es ésa?”. Contestó Pirulina: “La palabra ‘amateur’”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, leía en una banca del parque un número atrasado (1942) de la revista Confidencias. La vio su vecino, don Valetu di Nario; llegó por atrás, le tapó los ojos con las manos y le dijo: “Adivine usted quién soy. Si no acierta deberá permitirme que le estampe en los labios un beso de pasión. A ver: ¿quién soy?”. Arriesgó con timidez la señorita Himenia: “¿Don Miguel Hidalgo y Costilla?”.
Don Algón le preguntó a la linda chica que solicitaba el puesto de secretaria: “Y ¿qué sueldo desea usted ganar, señorita Rosibel?”. Respondió ella: “5 mil pesos por semana”. Dijo el ejecutivo: “Se los pagaré con placer”. “Gracias –declinó la muchacha–. Los preferiría en dinero”.
Bucolino, mocetón campirano, casó con Pomponona, frondosa mujer de la ciudad. La mañana de la boda el nervioso novio le confesó a su padre: “’Apá: no sé qué debo hacer hoy en la noche”. “Despreocúpese m’hijo –lo tranquilizó el señor–. La naturaleza le mostrará el caminito de la felicidad”. Al día siguiente el genitor llamó al recién casado y le preguntó: “¿Encontró m’hijo el caminito de la felicidad?”. “Sí, ’apá –respondió Bucolino–. Pero a mí me pareció más bien autopista de cuatro carriles”.
“Vendo huevos”, le ofreció un granjero a Babalucas. Respondió, burlón, el badulaque: “¡Bonito me voy a ver con los huevos vendados!”.
Un vendedor de cepillos llegó a una casa de cierta colonia populosa y llamó a la puerta. La abrió una señora de muy buen ver y de mejor palpar cubierta sólo por un vaporoso negligé. “Pase usted” –lo invitó con sonrisa sugestiva. El vendedor entró, y le dijo la mujer: “Estoy sola en la casa. No tengo novio ni marido, y no espero a nadie”. El tipo abrió el maletín donde traía su mercancía. “¿Gusta usted una copita?” –le ofreció la señora. “Permítame mostrarle –empezó el hombre sin atender la invitación– el amplio surtido de prácticos y útiles cepillos que pongo a su amable consideración. Los traigo de fibra plástica, de pelo natural…”. “¿Por qué no vamos a mi recámara? –sugirió ella–. Después podré ver sus cepillos”. “No los hay mejores en el mercado –prosiguió el sujeto, que pareció no haber oído lo que le dijo la atractiva fémina–. Y nuestros precios no los puede igualar nadie”. La mujer bajó el escote de su negligé en manera tal que casi dejó al descubierto la plenitud de sus ebúrneos senos. Ni siquiera eso apartó al individuo de su tabarra comercial: “Tengo cepillos para el pelo, para la ropa, para la cocina…”. La dama se tendió en el diván de la sala con actitud voluptuosa de Cleopatra, y flexionó las piernas como presentándole al sujeto el camino de la felicidad. Tampoco tal visión hizo que el hombre cesara en su monserga. Prosiguió: “También tengo cepillos para los muebles, la alfombra, el automóvil…”. La señora ya no se pudo contener. “Mire usted –interrumpió, enojada, al individuo–. No me interesan sus cepillos”. “Le agradezco el tiempo que me dedicó –dijo el vendedor al tiempo que procedía a guardar sus artículos en el maletín–, y quedo a sus apreciables órdenes”. Así diciendo se encaminó hacia la salida. Ya en la puerta se volvió hacia la mujer: “También traigo una amplia selección en cepillos para niños. ¿Tiene usted hijos?”. “Sí –respondió la señora–. Tengo 10”. “¿10 hijos? –se asombró el sujeto–. Pensé que me había dicho usted que no tiene marido”. “Y no lo tengo –confirmó ella–. Pero no todos los vendedores son tan pendejos como usted”.
Don Cornígero le comentó, hosco, a su vecino: “Supe que mi mujer se desnudó en el taller de un pintor”. El otro quiso tranquilizarlo: “Seguramente el artista le iba a hacer un retrato”. “No es el caso –negó don Cornígero, mohíno–. El pintor era de coches”.
Pepito habló con el novio de su hermana: “Ayer te vi cuando en la sala le tomaste la mano a Duciflor. Tendrás que darme 20 pesos si no quieres que se lo diga a mi papá”. El muchacho, sonriendo, le dio los 20 pesos. Prosiguió el crío: “También te vi besarla. Eso te costará 100 pesos”. La sonrisa del novio fue ahora algo forzada, pero aun así pagó el dinero. “Y luego –continuó el chiquillo–, te vi acariciarla en forma que no puedo describir aquí por respeto a los lectores. Deberás darme 200 pesos”. Ya sin sonreír el novio le entregó la cantidad. “Abreviemos –dijo entonces Pepito, terminante–. Dame de una vez los mil pesos de lo demás”.
Don Travertino le contó a un amigo: “Anoche sorprendí a mi esposa con un juego de ropa íntima sensual: negligé transparente; brassiére negro de encaje de Victoria’s Secret; calzoncito y liguero también negros; medias de malla color rojo…” “¡Caramba! –exclamó el amigo–. ¡De veras debes haberla sorprendido con semejante ropa!” Sí –replicó don Travertino–. Nunca me había visto cuando me la pongo”.
El cuento que ahora sigue tiene todos los visos de ser apócrifo. Si lo doy a los tórculos es sólo porque casi todo lo que aparece en esta columnejilla es apócrifo. Sucede que un pescador venezolano echó la red en el lago a cuya orilla vivía, y sacó un hermoso pez. “¡Ya tenemos qué comer!” –le dijo alegremente a su esposa. “De nada sirve el pez –respondió ella con tristeza–. Carecemos de mantequilla, aceite, pan, verduras, y no podemos comprar vino ni cerveza”. “Es cierto” –admitió el hombre, más pesaroso aún. Y así diciendo aventó el pescado para volverlo al agua. Cuando iba en el aire el pez gritó feliz: “¡Viva la revolución bolivariana!”.
Don Algón llevó a una amiguita a cierta playa de moda. Ahí pasaron dos días gozando de la vida. En el momento de tomar el vuelo de regreso, el salaz ejecutivo le preguntó a la linda muchacha: “¿Olvidarás, Avidia, este fin de semana?”. Respondió la chica: “¿Cuánto me dará para que lo olvide?”.
Un tipo comentó: “Durante 12 años no fumé, no bebí y no anduve con mujeres. Luego entré a la secundaria, y todo eso ya me valió madre”.
Capronio, sujeto de mala entraña, ruin, fue a un circo en compañía de su esposa y su suegra. Se presentó Dagger Joe, campeón de tiro con cuchillos. El artista pidió que pasara un voluntario, y Capronio le dijo a la señora: “Pase usted, suegrita; pase”. La señora fue a la pista, y Joe le lanzó 20 cuchillos con los cuales dibujó en una tabla la silueta de la mujer. El público estalló en una gran ovación. “¿Por qué le aplauden? –se molestó Capronio–. ¡El pendejo no le atinó ni uno!”.