miércoles, 20 de diciembre de 2017
Chistes de Catón para el Invierno de 2018
Es la temporada navideña, y el invierno está próximo a comenzar. Fiel a mi costumbre de reproducir de cuando en cuando en ésta bitácora algunos de los mejores chistes del incomparable humorista mexicano Catón, tocayo mío, he aquí una colección de varios de sus chistes que he tenido tiempo de guardar para presentarlos juntos para deleite y diversión de los lectores de la bitácora.
Al igual que en las entradas previas en donde he puesto chistes de Catón para cada estación, los chistes han sido agrupados en rondines de veinte en veinte con el objeto de ayudar a los lectores a regresar al punto exacto en donde habían dejado su lectura en caso de no haber tenido tiempo para leer todos los chistes en una misma sesión en la computadora. Tal vez quieran apuntar algunos de los chistes para contarlos a sus amigos y conocidos en las fiestas de fin de año propias de la temporada.
Sin mayores preámbulos, he aquí los chistes de Catón para ésta temporada.
Rondín # 1
La joven esposa no oía bien. En la sala le dijo su marido: “Comeremos y luego iremos a comprarte un aparato auditivo”. “Muy bien –accedió ella-. ¿Quieres hacerlo aquí mismo o vamos a la recámara?”.
Viene a colación una chispeante anécdota de la cual salió una frase que se usaba hace años en Aguascalientes para animar a quien no debía ceder terreno frente a un antagonista. En los términos de ese relato cierta maestra le pidió en la clase de Geografía a uno de sus estudiantes que le dijera el nombre de una isla de Indonesia. “Sumatra” –respondió el alumno. Otro que estaba medio dormido despertó al oír la palabreja y le gritó con vehemencia a la mentora: “¡No te dejes, Enriqueta!”.
El doctor Dyingstone, misionero, fue a llevar a los paganos de África la luz de la verdadera fe. (Ellos no sabían que estaban a oscuras). Con el doctor fueron su esposa y su hija, doncella en edad núbil. Iban por la intrincada jungla cuando de pronto les salió al paso un enorme gorila que arrebató a la joven y se perdió con ella en la espesura. “Oh, my God! –exclamó desolado el doctor Dyngstone–. ¡Espero que sus intenciones sean honestas!”.
El espía le informó a su jefe: “Esta noche el enemigo nos atacará por sorpresa”. “Muchachos –se dirigió el jefe a sus soldados–. Cuando llegue el enemigo pongan cara de sorpresa. No me gusta aguarle la fiesta a nadie”.
Libidiano, lúbrico sujeto, le hizo una proposición carnal a Dulcilí, muchacha de buenas costumbres (porque no había conocido aún las malas). Opuso ella: “Lo siento, Libi, pero no te amo, y nunca he creído en el sexo sin amor”. Porfió el impúdico galán: “Tú dame el sexo, linda. El amor yo veré dónde lo consigo”.
Le dijo la Cenicienta al Príncipe: “Por favor devuélveme mi zapatilla de cristal. Tengo otro baile hoy en la noche”.
Laurencio Garrico, actor de teatro, tenía fama de ser el mejor Hamlet viviente. Un crítico le preguntó: “¿Usted cree, sir Laurencio, que Hamlet tuvo sexo con Ofelia?”. “No lo sé –ponderó el reconocido actor–, pero yo siempre lo tengo”.
Don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: “Anoche tuve sexo con una mujer”. “Me sorprendes –manifestó el confesor–. Siempre pensé que eras un marido fiel”. “Y lo soy –repuso don Languidio–. La mujer con la que tuve sexo es mi esposa”. El buen sacerdote se asombró. “¿Entonces por qué vienes a confesarte? Hacer eso con tu esposa no es pecado”. “Lo sé, padre –contestó el señor Pitocáido–. Pero hacía años que no tenía sexo, y a alguien se lo tenía que contar”.
El reportero le preguntó al provecto señor: “¿A qué atribuye usted el hecho de que hoy cumpla 100 años de edad?”. Respondió el veterano: “A que nací en 1917”.
Al principiar la noche de bodas, el novio interrogó, solemne, a su flamante mujercita: “Dime, Facilda: ¿eres virgen?”. Respondió ella: “¿Por qué me lo preguntas? ¿Necesitas algún milagro?”.
La reina Guinivére contrajo matrimonio con Sir Jock McCock, del clan Bigspear. La noche de las bodas el robusto y sabidor galán le hizo a la soberana un trabajo de primerísimo orden tanto en lo relativo al foreplay como en el performance. Guinivére quedó tendida en el lecho ahíta y satisfecha, si bien con cierto pesar por no haber hecho eso antes. “¡Qué maravilla! —profirió extática—. ¡Es una pena que las clases populares no puedan gozar los mismos placeres que los miembros de la nobleza disfrutamos!”.
Don Primo Segundo Tercero IV, pilar de la comunidad, oyó decir que algunas personas que han estado al borde de la muerte vieron pasar por su mente toda su vida como en una película. “Si yo llego a ver la mía —comentó tristemente— me voy a pegar una aburrida tremenda”.
El conductor del programa de preguntas y respuestas le indicó a la concursante: “Hemos llegado a la sección de falso y verdadero. Dígame usted: el nombre del primer hombre fue Adán, ¿sí o no?”. “Ay, señor —respondió la mujer—. Estaba tan excitada que ni me acordé de preguntarle cómo se llamaba”.
Doña Macalota vio llegar en su nuevo coche a su esposo don Chinguetas. Eso no habría tenido nada de particular de no ser porque junto a él venía Ana Conda, hembra muy conocida en el pueblo por su fama de mujer fatal. Salió doña Macalota hecha una furia y le reclamó a su casquivano cónyuge: “¿Qué significa esto?”. “Acuérdate —replicó él calmosamente—. Antes de venir te llamé y te dije que el coche traía una sirena.
La esposa de Capronio le dijo: “¿Estás triste porque mi mamá se va mañana?”. “Sí –respondió el majadero-. Yo pensé que se iba hoy”.
Don Rupestro le contó feliz a don Poseidón, su vecino de granja: “El cochino de mi compadre se metió en mi corral, y a consecuencia de eso mi marrana va a tener marranitos. Y asómbrese usted: mi esposa, que no había encargado familia en los 15 años que tenemos de casados, por esos mismos días quedó embarazada”. “Don Rupestro —le dijo con voz grave don Poseidón—, en su lugar yo tendría más cuidado con el cochino de su compadre”.
“¡Béseme, doctor!” —pidió con vehemencia la mujer. “No puedo —opuso el facultativo—. La relación médico-paciente me lo impide”. “¡Por favor! —insistió la ardiente fémina—. ¡Ansío conocer el sabor de sus besos!”. “Imposible —volvió a negar el galeno—. El juramento hipocrático que hice me lo prohíbe. Violaría yo todos los principios éticos y morales de mi profesión”. “¡Un beso nada más, doctor! —porfió, arrebatada, la mujer—. ‘¡Un solo beso el corazón invoca, que la dicha de dos me mataría!’”. “Ya le dije que no —repitió el médico—. Es más, ni siquiera debería yo estar follando con usted”.
El ebrio iba en su automóvil y lo detuvo un oficial de tránsito: “Bebió usted más de la cuenta ¿verdad?”. “¡Le rujo que me nomé tomás dos jefes, copa!” —profirió el borracho. “Sí —se burló el agente—. Por eso no se dio cuenta de que hace varias esquinas su mujer se salió del coche”. “¡Alabado sea el Señor! –clamó el beodo—. ¡Por un momento pensé que me había quedado sordo!”.
Terminado el banquete de bodas los novios se retiraron discretamente a su bungalow en el hotel de playa. Él descorchó una botella de champaña y brindó con su flamante mujercita por su amor y su felicidad. En seguida la tomó tiernamente de la mano, la condujo al lecho y empezó a desvestirla. “¡Caramba! —se sorprendió ella—. ¡Siempre que voy a un hotel con un hombre las cosas terminan igual!”.
Don Chinguetas y su esposa doña Macalota fueron a una agencia de viajes. Ella le dijo al encargado: “Queremos hacer un viaje largo en nuestras vacaciones”. Respondió el de la agencia: “Prepararé un itinerario”. Le pidió don Chinguetas: “Continentes separados, por favor”.
Rondín # 2
El cazador blanco iba cargando en la cabeza un enorme bulto. Delante de él caminaba, altivo, un aborigen africano. Un nativo le dice a otro con tono de admiración: “No cabe duda: Zambo nació para mandar”.
El fiscal se dirigió a los miembros del jurado. “Observen ustedes al acusado –les dijo-. Miren su frente estrecha; sus cejas hirsutas; su nariz torcida; sus labios abultados…”. “Señor juez —lo interrumpió, molesto, el reo— ¿se me está juzgando por ladrón o por feo?”.
Dulcilí, muchacha ingenua, iba a salir por primera vez con Yuppie Thon, el hijo del banquero del pueblo. La mamá de la cándida doncella se preocupó bastante, pues el galán tenía fama de play boy. Cuidó entonces de prevenir a su hija: “No vayas a dejar que ese joven se propase”. Al regreso de la cita la señora le preguntó a la chica: “¿Se propasó el muchacho?”. “No, mami —le aseguró Dulcilí—. Dijo que lo íbamos a hacer tres veces, y lo hicimos solamente dos”.
Noche de bodas. Acabó el primer trance del connubio, y el novio quedó tendido de espaldas en el lecho, el cuerpo y el espíritu transidos por ese dulce cansancio que sigue al acto del cumplido amor. Y es que su flamante mujercita había puesto en práctica con él las más peregrinas artes de erotismo, al lado de las cuales el Kama Sutra quedó en calidad de manual para principiantes. “¡Caray, Friné! –le dijo él embelesado, arrobado y extasiado–. ¡Posees un innato sentido de la sensualidad!”. “No –explicó ella–. Lo que sucede es que antes de conocerte me dedicaba a esto profesionalmente”.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le dijo a su suegra: “No somos tan opuestos como usted piensa, suegrita. Tenemos algo en común: a los dos nos habría gustado que su hija se hubiera casado con otro hombre”.
Don Chinguetas le comentó a don Algón: “Mi mujer se pone cariñosa cuando brilla la luna”. “La mía –contestó don Algón– se pone cariñosa cuando brilla la lana”.
Un hombre maduro le preguntó al entrenador en el gimnasio: “¿Qué máquina me recomiendas como para impresionar a mi novia?”. Respondió el otro: “La del cajero automático”.
Ovonio Harón, ya lo sabemos, es el hombre más holgazán de la comarca. En toda su desgraciada vida ese gran perezoso no junta un turno de ocho horas de trabajo. Él justificaba su haraganería diciendo: “Es que soy demasiado pesado para hacer trabajos ligeros, y demasiado ligero para hacer trabajos pesados”. Su vecino, un jubilado norteamericano, se la pasaba todo el día trabajando en el jardín, arreglando el tejado de la casa o pintando las paredes por enésima vez. Ovonio se cansaba sólo de verlo trabajar y le preguntaba por qué afanaba tanto. El mister le decía: “Rest is rust”. Descansar es oxidarse. Sin embargo, ese plausible ejemplo de laboriosidad no movía a Ovonio a renunciar al pecado mortal de la pereza. Por causa de su zanganería llegó a verse en estado de necesidad. Casi ni para comer tenía ya. Ni aun así buscó un trabajo. Un día se dirigió –ya tardecito– a la iglesia parroquial, y postrándose frente a una imagen de la Guadalupana le pidió a la Virgen que le hiciera un depósito en su cuenta del banco, ofreciéndole que si le hacía ese milagro agarraría a chingazos –así dijo– a su compadre Volterino, que dudaba de las apariciones en el Tepeyac. “¡Por favor, Madre mía! –suplicó encarecidamente–. ¡Necesito dinero!”. El sacristán del templo conocía a Ovonio y cuando lo vio llegar se puso tras la imagen de Juan Diego. Fingió la voz del santo y dijo con voz fuerte: “¡Pos trabaja, grandísimo huevón!”. Oyó eso el tal Ovonio y montó en cólera. Exclamó hecho una furia: “¡A ti no te estoy hablando, indio pata rajada!”.
Don Cornulio llegó a su casa y se enteró de que su mujer había salido. Le preguntó a la mucama: “¿Iría de compras?”. Respondió ella: “Por la forma en que iba vestida más bien creo que iba de ventas”.
El marido de doña Frigidia, le pidió a su cónyuge la realización del acto que tanto la ley civil como el derecho canónico imponen como deber a los casados. “Hoy no –respondió la señora–. Me duele la cabeza”. Prometió el sufrido esposo: “¡Te juro que la cabeza ni siquiera te la tocaré!”.
El cuento con que termina esta larga sucesión de chascarrillos es de moralidad dudosa. Las personas que no gusten de leer ese tipo de relatos deben suspender aquí mismo la lectura… Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, le gritó desde la alberca del hotel a su amiguita Himenia, célibe como ella: “¡Ven, Hime! ¡El agua está acogedora!”. Respondió la señorita Himenia: “Entonces me voy a aventar de pompas”.
El marido llegó a su casa antes de tiempo. Escuchó, provenientes de la alcoba, “húmedos y anhelantes monosílabos”. (La expresión es de López Velarde). Entró y vio a su esposa en trance de fornicación con un sujeto. Antes de que el señor pudiera articular palabra le dijo la mujer en tono compungido: “Sé que piensas que estoy haciendo algo malo, Leovigildo. Puedo leerlo en tu cara”.
Doña Macalota no le hizo caso a Dulcibella, la secretaria de su consorte, que le pedía esperar, y entró sin ser sentida en la oficina de don Chinguetas, que en su sillón giratorio estaba de espaldas a la puerta contestando una llamada telefónica. Cuando colgó la bocina la señora le tapó traviesamente los ojos. Y dijo don Chinguetas: “Ahora no tengo tiempo para nuestros juegos, Dulcibella”.
La mujer de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, salió de la sala de belleza, estética, o como se llamen ahora esos lugares donde las damas buscan contradecir a la naturaleza o luchar contra el tiempo, más por competir con otras damas que por darnos gusto a los caballeros. Miró el tal Capronio a su esposa y comentó: “Bueno, la lucha se le hizo”.
El médico le dijo a su paciente: “Le tengo dos noticias, don Malsino; una mala y una buena”. Preguntó el señor, inquieto: “¿Cuál es la mala noticia, doctor?”. Le informó el facultativo: “Al hacerle la circuncisión se me resbaló el bisturí y a consecuencia de ese infortunado desliz ya no tiene usted testículos”. “¡San Cosme y San Damián! –exclamó desolado el infeliz, quien por haber sufrido una doble pérdida invocó a dos santos–. Y la buena noticia, doctor, ¿cuál es?”. Respondió el galeno: “Al examinar los testículos no encontramos ningún signo de malignidad”.
Pepito se asomó por la cerradura del cuarto de sus papás y luego le dijo a su hermanito menor: “No creo que se estén peleando. Tienen cara de estar divirtiéndose bastante”.
Doña Jodoncia iba por un ameno prado con su hija. Sintió de pronto una urgencia menor —la que se llama “hacer del uno”— y eso la hizo detenerse y buscar el ocultamiento natural de unos arbustos a fin de pagar sin ser vista el obligado censo a la naturaleza. Estaba liquidándolo cuando acertaron a pasar por ahí dos caminantes que formaban parte del Club de Excursionistas “These vagabond shoes”, del cual la urgida señora también era socia numeraria. Apresuradamente su hija procedió a taparle las abundosas posaderas con una pashmina que llevaba. “¡No me tapes ahí! —demandó con perentorio acento doña Jodoncia-. ¡Tápame la cara! ¡Las nalgas son todas iguales!”. (Su exclamación me hizo recordar un verso de Jardiel Poncela: “El crepúsculo es siempre igual, ¡pero los hay tan diferentes!”.
Un empleado de don Algón le dijo: “Señor: ¿podría darme permiso de faltar mañana? Mi señora tuvo un parto muy difícil”. “Óigame —se atufó el ejecutivo—; eso mismo me dijo usted hace menos de un mes. También me pidió permiso de faltar porque su esposa había tenido un parto muy difícil”. Explicó tímidamente el empleado: “Es que es partera”.
Doña Macalota llegó a su casa y encontró a su consorte, don Chinguetas, cantando alegremente bajo la regadera. Eso no habría tenido nada de particular de no ser porque con él estaba una atractiva rubia, también cantando y duchándose también. Antes de que la señora pudiera manifestar su desaprobación le dijo don Chingueta: “Si entiendes algo de música sabrás que es muy difícil cantar sin acompañamiento”.
El gran atleta iba cruzando a nado el Canal de la Mancha. Lo seguía en una lancha Babalucas, su mánager. Dijo de pronto el nadador: “Me siento muy cansado”. Le aconsejó Babalucas: “Échate agua en la cara”.
Rondín # 3
Hubo una competencia de fuerza varonil. Se trataba de ver quién clavaba más hondo una alcayata en un riel usando como única herramienta su masculinidad. El representante japonés, un gigantesco luchador de sumo -deporte con nombre de albur-, logró hundir la alcayata dos pulgadas. El atleta de Estados Unidos, un forzudo jugador de futbol americano, la clavó hasta la mitad. Se presentó en seguida Pancho el Mexicano, representante de nuestra nación. Todos rieron al verlo: era un hombrecito escuálido, macilento, cuculmeque, amojamado, caquéctico, depauperado, famélico, raquítico, hético y escuchimizado. Para asombro de la multitud presente el mexicano clavó hasta el fondo la alcayata con sólo tres golpes contundentes de su atributo varonil. El público se puso en pie y le tributó una ovación interminable mientras el mexicano daba la vuelta olímpica alrededor del riel ondeando en alto una camiseta rota y percudida con un letrero que decía: “¡Viva México, cabrones!”. La gente no dejaba de aplaudir; gritaba vítores en todos los idiomas. Emocionado por aquellas muestras de entusiasmo Pancho se sentó sobre la alcayata que había clavado en el riel y anunció: “Señoras y señores: para corresponder a los aplausos del bondadoso público ahora la voy a sacar”.
Pedantino, intelectual urbano, desposó a Silvestra, moza labradora. La noche de las nupcias le preguntó: “Dime: ¿has tenido antes ayuntamiento carnal?”. “Nunca” –respondió la zagala. Al terminar el trance ella inquirió a su vez: “¿Cómo se llama esto que acabamos de hacer?”. Sonriendo por la inocencia de la joven, respondió Pedantino: “Se llama precisamente ‘ayuntamiento carnal’”. “Ah –dijo Silvestra–. Entonces sí lo he tenido”.
Un intérprete de fagot, instrumento alto y de dimensión considerable, logró por fin que Pirulina, mujer de mucho mundo, aceptara sus solicitaciones amorosas. Fueron a un motel llamado “La Circunscripción de Venus” y ahí se dispusieron a realizar el in and out que dijo Anthony Burgess en “A Clockwork Orange”. Cuando ella lo vio en cuero de rana, que dijo Gabriel Vargas en “La Familia Burrón”, declaró con disgusto: “¡Eres un mentiroso! ¡Deberías tocar el pícolo!”. (Nota: el pícolo o flautín es un instrumento de reducidas dimensiones).
Don Academo, reconocido catedrático, fue invitado por los alumnos de su clase a dar una conferencia sobre sexo. Su esposa Terebinda era mujer muy religiosa. Pertenecía a la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus fieles ser infieles a condición de que no lo hagan el día del Señor). Don Academo, para no escandalizarla, le dijo que la conferencia sería sobre el consumo de mariguana. A los pocos días una estudiante felicitó a doña Terebinda por la conferencia de su esposo. “No sé qué pueda haberles dicho sobre el tema –declaró ella–. Hasta donde sé nada más lo ha intentado una vez, y ni siquiera pudo hacerlo porque sintió náuseas y terminó volviendo el estómago”.
Homer Milton, oftalmólogo recién establecido, puso sobre la puerta de su consultorio un cartel anunciador en la forma de un gran ojo. Le preguntó a su madre: “¿Qué te parece?”. “Está muy bien –replicó la señora-. Y me alegra que no hayas sido ginecólogo”.
Un indio piel roja se presentó en la farmacia del pueblo y le dijo al encargado: “Gran jefe no caca”. El farmacéutico preparó una poción laxante y se la entregó. Al día siguiente el indio regresó y volvió a decir: “Gran jefe no caca”. El boticario formuló una purga de mayor potencia. Un día después el piel roja se presentó de nueva cuenta en la farmacia: “Gran jefe no caca”. El boticario preparó entonces un laxativo poderosísimo capaz de dejar vacío por dentro a un oso, búfalo o alce. Al día siguiente regresó el indio y declaró: “Gran caca, no jefe”.
El chiste que voy a contar es execrable. Nadie que sea de moral estricta debería leerlo… Una mujer entró a robar manzanas en un huerto. En eso estaba cuando llegó el dueño del lugar con una traílla de feroces perros. “¡Por compasión, señor! –clamó la ladrona–. ¡Haga conmigo lo que quiera, pero no me eche los perros!”. Dijo el hombre con expresión siniestra: “¿Así que puedo hacer contigo lo que quiera?”. “¡Lo que quiera –volvió a impetrar la desdichada–, pero no me suelte los perros!”. Debo callar lo que entonces sucedió. Diré sólo que el propietario del huerto se cobró el robo en la persona misma de la delincuente. Acabada aquella inmoral cobranza la ratera le propuso al hombre: “¿No le gustaría asegundar, señor? Ahora que estuve de espaldas vi unas peras muy bonitas, y quisiera también llevarme algunas”.
La fámula de la casa de Pepito lo acusó de haber conseguido en ella, por medios de violencia, lo que sólo de grado entrega una mujer. Los papás del precoz infante contrataron a un famoso penalista, el Lic. Ántropo, a fin de que con sus artes lo librara de esa acusación. Al empezar el juicio el severo fiscal hizo que la muchacha narrara ante el jurado la forma en que aquel "libidinoso muchachillo" había satisfecho en ella sus incipientes rijos. Cuando le tocó el turno de hablar el Lic. Ántropo le pidió a Pepito que pusiera de pie sobre el banquillo de los acusados, y ante el asombro del tribunal le bajó la ropita. En seguida el defensor empezó su alegato: "Damas y caballeros del jurado. Después de haber oído a la parte acusadora quiero que miren a la parte acusada". Así diciendo el hábil jurisperito puso el dedo en esa parte del azarado Pepito. "¿Ustedes creen -prosiguió al tiempo que agitaba con su dedo la parte acusada- que con esta partecita pudo este pobre niño haber cometido la villanía que se le imputa? ¿Creen ustedes que con esta infantil parte...". Pepito le dijo en voz baja: "Ya no le siga meneando, licenciado, o vamos a perder el pleito".
Un grupo de diez vecinos de un pueblo llamado Cuitlatzintli hicieron un acuerdo singular: cada uno aportaría mil dólares a un fondo común. Luego sortearían entre ellos la cantidad, y el que se la ganara iría a París y se gastaría el dinero en una noche de placer en la mejor casa de mala nota de aquella gran ciudad. Hechas puntualmente las aportaciones se llevó a cabo la rifa, y el ganador resultó ser Fortunio. Lo despidieron en el aeropuerto y lo exhortaron a gozar plenamente aquella experiencia sin igual. Cuando regresó se juntaron de nuevo y le pidieron que les contara su experiencia. "¡Qué gran ciudad es París! -comenzó su relato Fortunio-. La Torre Eiffel, el Louvre, Notre Dame... .¡No hay en Cuitlatzintli nada igual!". "Sí, sí -lo apremiaron los amigos-. Pero háblanos de la casa de mala nota y lo demás". "¡Ah! -exclamó Fortunio-. ¡Qué casa aquélla! Pisos de mármol; paredes forradas en cedro y en caoba; escaleras de pórfido; estatuas de alabastro; cortinas de terciopelo y brocado... ¡No hay nada igual en Cuitlatzintli!". "¡Sigue, sigue!" -le pidieron sus ansiosos oyentes. "Fui primero al bar -narró Fortunio-. Champaña; vinos de un siglo; coñac de lo mejor; licores de una variedad increíble. ¡No hay nada igual en Cuitlaztintli!". "Bien, bien -se impacientaron los amigos-. Ve al grano". "Bueno -continuó Fortunio-. Después me dirigí a la sala donde estaban las muchachas. ¡Qué mujeres! Rubias, trigueñas, pelirrojas; orientales, caucásicas, africanas. ¡No hay nada igual en Cuitlazintli!". "¡Joder! -se desesperaron los otros-. ¡Ya cuenta lo que queremos oír!". "Pa'llá voy -replicó Fortunio-. Me tocó una rubia preciosa. Ojos provocadores; boca de tentación; senos de diosa; cintura de sílfide; grupa de Venus Calipigia. ¡No hay nada igual en Cuitltatzintli! Nos fuimos a la cama". "¿Y luego? ¿Y luego?" -preguntaron con ansiedad los otros. Dijo Fortunio: "De ahí en adelante todo fue exactamente igual que en Cuitlatzintli"
Dos hombres que viajaban en avión quedaron juntos. Dijo uno: "¿Ya te fijaste que nos parecemos mucho? ¿Por casualidad tu mamá estuvo alguna vez en mi pueblo, Lamparuza?". "Mi mamá no -repuso el otro-, pero mi papá sí".
Dulciflor, linda muchacha que tenía problemas en las piernas cuando bebía (se le abrían), fue a una fiesta en compañía de sus amigas. De pronto, ante el asombro general, empezó a decirles uno por uno a los invitados varones: "De ninguna manera. No acepto ir contigo a tu departamento". Le preguntó una de las amigas: "¿Por qué haces eso?". "Tengo ganas de tomar -respondió ella-, y estoy rechazando cualquier posible invitación mientras todavía puedo hacerlo".
Un hotel para recién casados ofreció un coctel de bienvenida a las novias que llegaron ahí a pasar su luna de miel. El gerente se consternó, porque ninguna fue al festejo. Le preguntó al encargado de organizar el festejo: "¿Qué sucedió? ¿No le hiciste publicidad al coctel?". "Y mucha, jefe -respondió el empleado-. En la pared del cuarto les puse a las novias la invitación". "¡Idiota! -exclamó el gerente muy enojado-. ¡Ahí no la vieron! ¡Se las hubieras puesto pegada en el techo sobre la cama!".
Un vendedor de pájaros los vendió todos en la plaza del pueblo. Le quedó sólo un jilguero muy cantador. Con él en su jaula fue al templo parroquial, pues era la hora de la misa. En medio del sermón del señor cura el jilguero empezó a gorjear sonoramente, con lo que le cortó al predicador el hilo de la inspiración. Pidió el párroco: "Los que tengan pájaro hagan el favor de salir". Todos los hombres presentes se levantaron y salieron del templo, menos un anciano. Fue una señora y le dijo: "¿No oyó lo que dijo el padre? ¿Qué usted no tiene pájaro?". "Sí tengo, señora -respondió, humilde, el viejecito-. Pero el mío ya no canta".
Una pareja de novios llegó a media noche a la casa del juez local y le pidieron una licencia de matrimonio. Somnoliento, el funcionario les entregó una y luego respondió a la pregunta del ansioso novio, que quería saber si cerca había un hotelito. Poco después el juez se dio cuenta, atribulado, de que en vez de una licencia de matrimonio les había dado una de pesca. A todo correr fue al hotel y les gritó a través de la puerta: "¡Salgan inmediatamente! ¡La licencia que les di no es de matrimonio! ¡Es de pesca!". "Demasiado tarde, señor juez -respondió el novio-. ¡Ya nos pescamos!".
En la partida de póquer de los viernes un sujeto perdió todo el dinero que llevaba. Sus amigos, ante su insistencia, le permitieron que apostara su velluda barba, que era el mayor orgullo que tenía. Perdió también esa partida, y para cumplir la apuesta se afeitó ahí mismo. Muy triste llegó a su casa. Era después de media noche, y su esposa dormía ya. Se inclinó sobre ella y le dio un beso en la mejilla. "¿Ya viniste, mi amor? -preguntó ella adormilada-. Hazlo rapidito, porque no tarda en llegar el barbón".
Dulcibella, muchacha en flor de edad, casó con don Calendárico, señor de muchos almanaques. Preocupada por la edad de su marido, fue con el doctor Ken Hosanna y éste le dio unas píldoras rejuvenecedoras con la indicación de que le diera a su esposo una cada día. La noche de las bodas, sin embargo, ella le puso diez en la copa de champaña. Él se fue a dormir, pero por la mañana se levantó lleno de vigor. “¿Nos quedamos en la cama?” –le preguntó, mimosa, Dulcibella. “No puedo –respondió el añoso señor–. Se me hace tarde para ir al kínder”.
En unas maniobras de la flota, el capitán de un navío dio órdenes tan desatinadas que estuvo a punto de hacer fracasar el ejercicio. El almirante le envió un claridoso mensaje en cual lo ponía de oro y azul. Lo recibió el joven telegrafista y con mucha pena se lo llevó al capitán, que en ese momento se hallaba con sus oficiales. “Señor –le dijo al oído–. Acaba de llegar este mensaje del almirante para usted”. “Léemelo” –le ordenó el capitán. Nervioso, el muchacho vaciló. “Mi capitán –le sugirió en voz baja–. Creo que es mejor que lo lea usted mismo”. El capitán se irritó: “¿Qué le sucede a este hombre? –preguntó a sus oficiales–. El almirante me envía un mensaje y este marinero se resiste a leérmelo. Léelo, te digo”. El muchacho, obediente, dio lectura al mensaje. Decía: “Estúpido. Idiota. Imbécil. Torpe. Majadero. Mentecato. Asno. Animal. Pendejo”. “Muy bien –dijo entonces el capitán con toda calma–. El mensaje viene en clave. Llévalo a la sala de códigos y que lo descifren”.
Pirulina se fue a confesar. “Me acuso, señor cura –le dijo al sacerdote–, de que un hombre me pidió que cometiéramos el pecado original”. Inquirió el confesor, severo: “Y ¿lo cometiste?”. “Sí, padre –admitió Pirulina–. “Pero, la verdad, no me pareció tan original”.
Don Chinguetas y doña Macalota fueron con un consejero matrimonial y le dijeron que su vida conyugal era muy pobre. De hecho era paupérrima. El terapeuta les sugirió: “Deben ustedes ejercitar la fantasía. La próxima vez que hagan el amor imaginen que están en medio del mar en un barco velero. Esa visión romántica les ayudará a disfrutar más el acto del connubio”. Una semana después el consejero llamó por teléfono a doña Macalota y le preguntó: “¿Cómo van las cosas?”. “No muy bien” –respondió ella con tristeza. Quiso saber el terapeuta: “¿Hicieron lo que les dije, imaginarse que iban en un barco velero?”. “No lo hicimos, doctor –respondió ella–. Mi marido no pudo izar la vela”.
Doña Jodoncia le dijo a la amiga que la visitaba: “Todo lo que hay en mi casa te lo puedo prestar. Menos a mi marido, claro”. “Naturalmente” –contestó la amiga. Y remató doña Jodoncia: “A él te lo doy”.
Rondín # 4
El famoso pero inseguro actor se casó por fin. Al terminar la luna de miel y llegar a su casa su flamante mujercita le dijo: “Laurencio: debo hacerte una confesión. Padezco de asma”. “Praise the Lord! –exclama con alivio el actor alzando los brazos al cielo en dramático ademán–. ¡Todas estas noches he pensado que me estabas siseando!”.
Ya conocemos a Capronio. Es un individuo ruin y desconsiderado. Cierto día le contó a un amigo: “Mi suegra tiene cuerpo de Coca-Cola”. Y añadió: “De Coca-Cola de bote”.
El marido trataba de convencer a su esposa de que ingresaran en un club nudista. Ahí, le dijo, podrían ventilar sus diferencias. Ella se resistía a la invitación. “Vamos, mujer –insistió él–. Te aseguro que será una experiencia interesante”. Repitió la señora: “Ya te dije que no. Jamás me convencerás de ir a un lugar donde todas las mujeres llevan lo mismo”.
"A mi mujer no le gusta el sexo -le comentó el joven recién casado a su padre-. En los meses que llevamos de casados solamente una vez por semana me permite que le haga el amor. A veces pienso que me casé con una monja". "¡Uh! -replicó el señor-. Si a esas vamos entonces yo estoy casado con la madre superiora".
Himenia Camafría, madura señorita soltera, conoció en una fiesta a un médico joven y de buenas prensas físicas. Le dijo con un mohín de otoñal coquetería: "Debería usted compadecerse de mí. Sufro intensamente de sinusitis". Replicó el apuesto facultativo: "No advierto en usted ninguno de los síntomas de la sinusitis". "Sí, doctor -insistió la señorita Himenia-. Soy célibe y doncella. A mi edad sigo sin-usitis".
Impericio, ingenuo muchacho, se prendó de una muchacha bastante feíta pero que a él le parecía una beldad. Deseoso de gozar los encantos que sólo él veía le pidió consejo a un amigo. Le dijo: "Tengo un mes de llevar a Uglilia a cenar todas las noches y a bailar todos los fines de semana. Le he enviado flores; le he hecho regalos caros. ¿Crees que ya es tiempo de que le haga el amor?". "No -respondió el amigo, terminante-. Ya le has hecho demasiados favores".
Pepito jamás había visitado una granja. Su papá lo llevó a una, propiedad de cierto amigo suyo, y éste le mostró al niño los pollos que criaba. Llegada la cena la esposa del granjero mató uno y se puso a desplumarlo. Pepito vio aquello y le preguntó con asombro: "¿Todas las noches tiene que encuerar a los pollos?".
Susiflor había llegado ya al "ta" (27 años; 28; 29; trein-ta). Decía con desconsuelo: "Hace muchos años mi mamá me habló de lo que hacen los pajaritos, pero hasta la fecha no he conocido ninguno".
Babalucas entró en una papelería. Preguntó: "¿Tienen papel para difunto?". Respondió desconcertado el dependiente: "No conozco esa clase de papel". Babalucas fue a otra papelería: "¿Hay papel para difunto?". "De ése no tenemos" -le dijo con extrañeza la encargada. Babalucas preguntó en una tercera papelería: "¿Venden papel para difunto?". "No lo manejamos" -contestó, intrigado, el dueño. Regresó Babalucas a su casa y le informó a su esposa: "En ningún lado venden papel para difunto". "¡Ay, Babalucas! -alzó los ojos al cielo la mujer-. ¡Te dije 'papel parafinado'!".
La novia resultó más apasionada de lo que el novio suponía, y en la noche de bodas le hizo varias solicitudes amorosas: una demanda amorosa; dos demandas amorosas; tres demandas amorosas. El exhausto desposado obsequió ya con notorio esfuerzo la cuarta demanda, y al terminar de hacerlo dejó escapar un silbido al mismo tiempo de asombro y de cansancio. Hizo: "¡Fiu!". "¡Bueno! -se enojó la noviecita-. ¿Viniste a follar o a silbar?".
El hombre de la joyería le mostró un reloj al cliente. "Es muy bueno -le dijo-. Se da cuerda con el movimiento de la mano". "Entonces no lo compro -manifestó el señor-. Es para mi hijo adolescente, y lo podría encuerdar".
Gris era la tarde; grisácea la neblina. El novio le comentó a su dulcinea: "En tardes así ¡cómo se antoja un hotelito! Perdón: un atolito". Empezó la temporada de beisbol y aquel muchacho, gran aficionado al Rey de los Deportes, llevó a su amiga a ver un partido. Ella no sabía nada acerca del juego, de modo que el galán le iba explicando lo que sucedía en el diamante. Uno de los peloteros recibió base por bolas y se encaminó con lentitud a la primera. Preguntó la chica sin entender: "Tú me dijiste que para que un jugador vaya a las bases debe pegar de hit. Éste ni siquiera hizo el intento de darle a la pelota, y sin embargo va a primera base. ¿Por qué?". Respondió el muchacho: "Es que tiene cuatro bolas". "Ya veo –asintió ella–. Con razón va tan despacito".
Pepito le preguntó a su tía Gorgolota: "¿De dónde vienes, tiíta?". Contestó ella: "Del salón de belleza". Volvió a inquirir el niño: "¿Estaba cerrado?".
Una mujer bebía su copa en la barra de la cantina. Se le acercó un beodo y le dijo con tartajosa voz: "Te pareces mucho a mi mujer". Ella lo rechazó, molesta: "¡Quítate de aquí, borracho inmundo; briago insolente; ebrio desvergonzado; majadero farotón!". "¡Mira! –exclamó sorprendido el temulento–. ¡Hasta hablas igualito que ella!".
Doña Fecundina, mujer de pueblo, era madre ya de 15 hijos. Fue con un ginecólogo de la ciudad, el doctor Wetnose, y le manifestó que no quería ya tener familia. El facultativo le entregó un frasco de píldoras anticonceptivas. "Con estas pildoritas –le indicó– ya no encargará usted". Meses después regresó doña Fecundina. Lucía las evidentes señas de su decimosexto embarazo. Le preguntó el galeno: "¿Usó usted las píldoras que le receté?". "Me las puse, doctor –respondió ella–, pero se me caían".
Wormilio, empleado de don Algón, se sintió mal en la oficina, y aunque eran apenas las 10 de la mañana decidió irse a su casa. Cuando llegó vio algo que lo dejó sin habla y sin otras cosas más. He aquí que su mujer se estaba refocilando con un hombre en cuya persona el coronado esposo reconoció a su jefe. "¡Qué bueno que llegas, Wormilio! -le dijo alegremente don Algón al infeliz cuclillo-. Precisamente le estaba diciendo a tu señora que en la empresa hay un ascenso disponible, con un aumento sustancial de sueldo, para el empleado que demuestre tener tolerancia para las fallas de los demás, comprensión para sus semejantes, y que sepa conservar la calma en los momentos críticos".
"Ojo de pato". Así le dijo Nube Blanca, el gran jefe piel roja, al general Highrump cuando éste le propuso comprarle las tierras de su tribu pagándoselas a un centésimo de centavo el acre. Se volvió el general a su intérprete y le preguntó, intrigado: "¿Por qué me dice 'Ojo de pato'?". Explicó el traductor: "Es que el gran jefe no habla muy bien nuestro idioma, y a veces se le confunden las vocales. Lo que le quiere decir es: 'Hijo de p.'".
Aquel joven soldado tenía ya dos años ausente de su casa. Lo llamó por teléfono su madre, y en el curso de la conversación le dijo: "Cuando regreses te va a gustar mucho Lilibelle, la hija de la vecina. Ha crecido 30 centímetros". Replicó el muchacho: "Si ha crecido 30 centímetros entonces es mucho más alta que yo". Aclaró la señora: "30 centímetros de busto".
La mamá de Pepito le repasaba la lección de Geografía. "¿Cuál es la capital de Coahuila?". El chiquillo no supo la respuesta. "Es Saltillo -le dijo la señora-. Y por no haberlo sabido no te daré sal hoy en la noche. ¿Cuál es la capital de Aguascalientes?". Pepito no pudo contestar. "Es Aguascalientes. Y por no haberlo sabido no te daré agua hoy en la noche". El padre de Pepito, ahí presente, le pidió a su esposa: "Pregúntame algo a mí". "A ver -interrogó la señora-. ¿Cuál es la capital de Sinaloa?". El señor vaciló. "La verdad, no lo sé". Dijo entonces Pepito: "Mami: ¿le das tú la mala noticia o se la doy yo?".
Gastamos mucho en ropa, y sin embargo nuestros momentos más disfrutables son cuando nos la quitamos. Un beduino del desierto contrajo matrimonio con una bella hurí. La noche de las bodas le pidió a su mujer que se despojara de las profusas vestimentas que la cubrían de la cabeza hasta los pies. Ella cumplió el deseo de su esposo, pero se asombró cuando éste tomó una cuerda y se dispuso a atarle las piernas por los tobillos. "¿Por qué haces eso?" -le preguntó, intrigada. Contestó el beduino: "¿Qué no vas a tirar patadas como hacen en estos casos las camellas?".
Rondín # 5
El Charifas, sujeto de mal ser y peor vivir, fue llevado ante el juez de barrio acusado de haberse robado una bicicleta balona. El juzgador le preguntó, severo: "¿Puede usted explicar su latrocinio?". Repuso el tal Charifas: "Todo se debió a una lamentable confusión, su señoría. La bicicleta estaba recargada en la barda del panteón, y pensé que sería de algún muertito".
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, entró en relación de mancebía con una mujer casada de nombre Mesalinia. El marido de la pecatriz, enterado del ilícito concúbito, le envió un mensaje escrito: "Sé que está usted en tratos con mi esposa. Lo espero mañana a las 10 horas en el Hotel Alforzas para tratar el asunto como caballeros". Con otro mensaje respondió Pitongo: "Recibí su atenta circular, y gustosamente asistiré a la convención. Únicamente me permito sugerirle que en vez de hacerla en el hotel citado la haga en el estadio de futbol".
Himenia Camafría, madura señorita soltera, llenaba una solicitud de empleo. En el renglón correspondiente a "Sexo" puso: "Todavía no".
El doctor Ken Hosanna estaba desahogando una necesidad menor en el baño del restorán "La visión de Homero". A su lado hacía lo mismo un hombrecito que una y otra vez guiñaba el ojo izquierdo. El doctor observó eso y le dijo: "Perdone usted, amigo, pero advierto que sufre usted un tic nervioso que amerita la intervención de un buen psiquiatra. Le recomiendo a mi amigo el doctor Duerf, que de seguro se lo quitará". "No padezco ningún tic -respondió tímidamente el pequeño señor-. Lo que pasa es que me está usted salpicando".
Doña Macalota, esposa de don Chinguetas, le contó a su mejor amiga algo que le había sucedido. "Mi esposo y yo dormimos en habitaciones separadas. Anoche un hombre entró en mi cama y me hizo el amor dos veces. En medio de la oscuridad no vi quién era, pero estoy segura de que no fue mi marido". Preguntó la amiga: "¿Cómo lo sabes?". Replicó doña Macalota: "La primera vez sospeché que no era él. La segunda tuve la absoluta seguridad de que no era él".
"¿Qué hacían anoche en la cama mi papá y tú?". La pregunta del niñito sobresaltó a su madre, que respondió lo primero que se le vino a las mientes: "Como tu papi está gordito yo lo ayudaba a hacer ejercicio para que se le baje un poco la barriga". "De nada servirá eso -comentó el pequeño-. Cuando tú te vas la mucama se la vuelve a inflar".
Babalucas era mesero en una cafetería. Un cliente le pidió: "Me da un café. Sin crema, por favor". Fue el badulaque a la cocina, regresó y le dijo al hombre: "Señor: se nos acabó la crema. ¿Se lo puedo traer sin leche?".
En el campo nudista el hombre le dijo a la mujer: "No me mires ahora, Curvilina, pero creo que en este momento te estoy deseando demasiado".
Ovonio Granbolier, haragán de marca mayor, le preguntó a su esposa: "Vieja: ¿qué es hoy?". "Un huevón" -le respondió ella con ejemplar sentido de la síntesis. "No -quiso precisar el holgazán-. ¿Qué día?". Con el mismo laconismo replicó la señora: "Todos".
"No entiendo -decía aquel sujeto-. Cuando hacía feliz a una sola mujer todos hablaban bien de mí. Ahora que hago felices a dos ¡a la cárcel por bígamo!".
Goretina, devota doncella nutrida en la lectura de novelas piadosas como "Staurofila" y en obras de edificación como "Pureza y hermosura", contrajo matrimonio con Libidio, joven varón con mucha ciencia de la vida. La noche nupcial la desposada llegó al culmen del deliquio erótico guiada por el experto magisterio del sabidor galán. Al terminar el trance le preguntó él: "¿Te gusto?". "Mucho -respondió Goretina-. Pero ¿estás seguro de que esto no está prohibido por la moral cristiana?".
Ya conocemos a doña Frigidia. No hay mujer más indiferente al sexo que ella. Su frialdad en el lecho conyugal es tanta que una vez su marido, don Frustracio, compró un colchón de agua pensando que los undosos meneos de esa líquida cama pondrían efluvios de erotismo en su señora. La idea no funcionó: doña Frigidia congeló el colchón, que terminó en cama de piedra, igual que el título de la canción vernácula. El infeliz esposo le narró sus desdichas al compadre Libidiano, quien era hombre de mundo, diestro en achaques de carnalidad. Éste le dijo: “La rutina es el peor enemigo del amor, y la variedad su más eficaz aliada. Debes poner algo de fantasía en la relación con tu mujer. Hay una bella canción italiana llamada ‘La campana di San Lulio’, obra del gran compositor Palomino Chinela. Las versiones más conocidas son las de Caruso y Tito Schipa, y modernamente la de Pavarotti. Estoy seguro de que los acordes de esa melodía pondrán arrestos amorosos en tu esposa, y aun le darán compás para ritmar sus movimientos en la cama. Puedes llevar un estéreo a la alcoba y ahí poner la grabación. Mejor aún: conozco a un joven tenor de buenas prendas físicas y voz bien impostada llamado Carmelucho Patané. Él puede estar en la habitación vecina e interpretar la obra mientras tú gozas los deliquios de himeneo”. Inquirió don Frustracio, cauteloso: “¿No cobrará muy caro?”. Respondió el compadre: “Cualquier dinero es poco cuando se trata de disfrutar los inefables goces del amor sensual. El rey de Serbia le regaló a La Bella Otero un collar de brillantes y esmeraldas cuyo valor alcanzaría hoy el millón de euros, y eso por una breve sesión de sexo oral, pues el costo de lo demás era muy grande, y el reino muy pequeño. No te preocupes por los honorarios del artista: yo los cubriré por ti. Y sin interés, te lo aseguro, por cubrir alguna otra cosa más”. Aceptó don Frustracio la generosa oferta del compadre y se fijó la fecha para la noche del connubio. Llegó puntual el apuesto tenor, y don Frustracio lo presentó a su esposa, quien no pudo menos que notar los atractivos físicos del joven. Colocó el cantante su atril con la partitura de la obra que iba a interpretar, pues nunca la había cantado. (Últimamente estaba ensayando “Despacito”). Igualmente puso en el estéreo la música en karaoke de la pieza. Luego tosió para aclarar la garganta. Se retiraron los esposos a la cámara conyugal, y a una señal del marido empezó a entonar Patané los primeros versos de la canción que se le había encargado: “Cuando suena la campana de San Lulio / siento abajo una extraña sensación”, etcétera. De inmediato se aplicó don Frustracio a la realización del acto natural. Doña Frigidia, pese al ingente esfuerzo de su cónyuge, no dio trazas de estar disfrutando la ocasión. Mientras él jadeaba y acezaba, ella se revisaba la pintura de las uñas y trataba de recordar el día en que iba a desayunar con sus amigas. Por fin, como movida por súbita inspiración, le sugirió a su esposo: “¿Por qué no dejas que venga aquí el joven tenor, y tú vas a la habitación vecina a cantar ‘La campana di San Lulio?’”. “¿Cómo puedes pedirme tal cosa? –opuso don Frustracio–. Tú sabes que no conozco esa canción”. “Puedes cantar cualquier otra –sugirió doña Frigidia–. ‘A la orilla de un palmar’, por ejemplo. Te sale muy bien”. En efecto, se hizo el cambio: el apuesto tenor subió al lecho con la señora, y el esposo fue a la habitación vecina a entonar esa sentida pieza acompañándose con su mandolina. A poco, doña Frigidia estaba en el culmen del éxtasis erótico. Le gritó a su esposo: “¡Síguele, Frustracio! ¡Tú sí que cantas bien!”…
Don Poseidón, ranchero acomodado, se hallaba en la labor con su hijo más pequeño. El niño le dijo: “Padre: desde aquí veo a un hombre que llegó a la casa, pero no alcanzo a divisar quién es”. “Corre aprisa allá –le ordenó el genitor–. Si es tu abuelo dile que no tardo. Si es tu tío dile que en seguida estaré con él. Y si es cualquier otro hombre siéntate en el regazo de tu mamá y no te muevas de ahí hasta que yo llegue”.
Un sujeto mal encarado y peor vestido, con camiseta, bermudas y tenis sin calcetines llegó al banco y le dijo al encargado de la ventanilla: “Quiero abrir una chingada cuenta en este jodido banco”. “¡Oiga usted! –se indignó el empleado–. ¡No utilice aquí ese lenguaje de cantina o reunión de diputados!”. El gerente de la institución acudió al punto: “¿Qué sucede?”. Respondió el soez sujeto: “Me saqué 20 chingados millones de pesos en la lotería y quiero depositarlos en este jodido banco”. Dijo entonces el gerente: “¿Y este pendejo no lo está atendiendo bien, mi señor?”.
Don Astasio le hizo una confidencia íntima a su compadre Pitorrango. Le contó: “Cada vez que le hago el amor a mi mujer ella me obliga a darle mil pesos. Dice que está ahorrando para su vejez, pero eso de tener que pagarle por el sexo que me da me hace sentirme humillado”. “Tiene usted razón en sentirse así, compadre –manifestó Pitorrango–, sobre todo tomando en cuenta que a los demás nos cobra nada más 500”.
Un hombre joven se iba a casar y, acompañado por su noviecita, fue con un sastre a que le hiciera un traje a la medida. Pidió el muchacho: “El pantalón lo quiero con presillas para el cinto”. “No –opuso la chica–. Hágaselo sin presillas”. Siguió el muchacho: “Quiero que el pantalón lleve dos bolsas traseras”. “No –volvió a intervenir ella–. Que lleve solamente una”. “Y quiero –continuó el novio– que la bolsa de atrás tenga botón”. “No –dijo de nueva cuenta la novia–. Que sea sin botón”. En ese punto el sastre se dirigió al futuro desposado: “Ahora dígame cómo quiere el saco, joven. Ése sí lo va a llevar usted”.
El niño llegó con su boleta de calificaciones. Había reprobado todas las materias. Lejos de enojarse, su mamá le dio un cariñoso pellizco en la mejilla y le dijo. “¡Por eso te quiero tanto, cabroncito! ¡Porque eres flojo, irresponsable y cínico como tu padre!”. El señor, ahí presente, protestó: “Yo no soy flojo, cínico ni irresponsable”. Repuso la señora: “Nadie se está refiriendo a ti”.
Una dama de esculturales formas acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le confió: “Cada vez que estornudo tengo un orgasmo”. “Extraña acción refleja —ponderó el facultativo-. ¿Está usted tomando algo para eso?”. “Sí —respondió la paciente—. Pimienta”.
Usurino Matatías, hombre cicatero y ruin, hizo un vuelo en jet. Antes de subir al avión compró un seguro de 100 pesos. Cuando el jet aterrizó exclamó el avaro con disgusto: “¡Chin!” ¡100 pesos echados a perder!”.
Don Poseidón acompañó a su amigo don Pacífico a ordeñar una vaca. Cuando éste le tocó las tetas a la res el animal se soltó dando respingos y patadas. Le preguntó don Poseidón a su amigo: “¿Compraste esta vaca en Cuitlatzintli?”. “Sí —contestó don Pacífico—. ¿Cómo supiste?”. Explicó don Poseidón: “Mi mujer es de allá, y reacciona igual”.
Rondín # 6
Astatrasio Garrajarra y su contlapache Empédocles Etílez bebían por dos razones: para olvidar y para recordar. Una noche, después de haber agotado la mitad de las existencias de la cantina donde se juntaron a tomar, sintieron prematuramente los amagos de la cruda, ese terrible mal con que el cielo -o el infierno, no se sabe- castiga a los borrachos. (Come, bebe y sé feliz, porque mañana morirás… o desearás estar muerto). Astatrasio invitó a su amigo a ir a su casa a tomarse una cerveza, bebida que –se dice entre los crudos- ayuda a disipar los duelos y quebrantos que la resaca trae consigo. Llegaron los beodos al domicilio del invitador, y al pasar por la sala vieron algo que ciertamente era para verse: la esposa de Garrajarra estaba entrepernada con un sujeto en la otomana que la mujer había heredado de su madre. ¡Ah! Si la señora hubiera sabido el uso que su hija iba a dar a tan precioso mueble seguramente lo habría hecho acojinar más. No hay nada que una madre no haga por sus hijos. El visitante quedó estupefacto al mirar eso, y su asombro creció al observar que su anfitrión pasaba de largo e iba directamente a la cocina. Lo siguió, y Garrajarra sacó dos cervezas del refrigerador. “Ten —le dijo a su amigo-. Una para ti y otra para mí”. “Oye –arriesgó cautelosamente Empédocles-. ¿Y el hombre que está en la sala con tu esposa?”. “¡Ah no! —respondió con energía Astatrasio-. ¡Si ese cabrón quiere una cerveza que venga por ella!”,
El asaltante: “¡Entrégueme su dinero!”. El asaltado: “¿No sabe usted quién soy? ¡Soy diputado!”. El asaltante: “Ah. Entonces entrégueme mi dinero”.
Doña Macalota le reclamó airada a don Chinguetas, su casquivano esposo: “Me dicen que anoche dormiste con una mujer en un hotel. ¿Es eso cierto?”. “Es absolutamente falso –protestó él–. Te juro que ni siquiera parpadeé en toda la noche”.
Susiflor se hizo novia de Harón, un holgazán de marca mayor que jamás en su desgraciada vida había trabajado ni una hora. Se parecía ese gran huevón a aquel personaje de Arniches que se pasaba todo el día en la cama. Su esposa le reprochaba su pereza: “Si Nuestro Señor te dijera: ‘Levántate y anda’, lo harías quedar mal”. El padre de Susiflor se opuso a las relaciones de su hija con semejante inútil, y trató por todos los medios posibles de evitar que se casara con él. Pero ya lo dijo la sentencia popular: “Cuando una mula dice: ‘No paso’, y una mujer dice: ‘Me caso’, la mula no pasa y la mujer se casa”. Desposó, pues, la muchacha al haragán. Y sucedió que a los nueve meses justos Susiflor dio a luz unos hermosos trillizos. Lleno de felicidad, el padre de la flamante mamá fue a conocer a sus nietos. Y el tal Harón le dijo con orgullo: “¿Lo ve, suegro? ¡Y usted que decía siempre que yo no servía para nada!”.
El taxista iba a gran velocidad por un bulevar lleno de automóviles. Nerviosa le pidió su pasajera: “Tenga usted cuidado, señor. Soy madre de 12 hijos”. Replicó el conductor: “Es usted madre de 12 hijos, ¿y me pide a mí que tenga cuidado?”.
El padre Arsilio se puso feliz al ver que don Primo Segundo Tercero IV, pilar de la comunidad, empezó a ir a misa todos los domingos. Le preguntó ilusionado: “¿Viene usted a misa por mis sermones?”. “No, padre –respondió el magnate–. Vengo por los sermones de mi esposa”.
Una paciente del doctor Wetnose, ginecólogo, lo llamó por teléfono a medias de la noche. “¡Doctor! –le dijo con angustia–. ¡Mi hijo pequeño se tomó todas mis píldoras anticonceptivas! ¿Qué hago?”. De inmediato le indicó el facultativo: “Cierre las piernas”.
“Dime, Rosilí: ¿eres virgen?”. Esa solemne pregunta le hizo el joven Leovigildo a su novia antes de proceder a la consumación del matrimonio. “Dime tú–replicó ella con enojo—: ¿vinimos a que me reces o a que me folles?”.
En la junta de vecinos arriesgó tímidamente don Martiriano: “Yo opino…”. “¡Tú cállate! —le ordenó su fiera cónyuge, doña Jodoncia—. Cuando queramos saber tu opinión yo te la diré”.
Una de las primeras picardías que aprendí de niño —aparte, claro, de la muy escatológica del cachetón del puro— fue aquélla en que se comprometía el decoro de doña Josefa Ortiz de Domínguez, ínclita y ubérrima heroína de la Independencia. Su efigie aparecía en la moneda de 5 centavos, que por eso se llamaba “pepa”, como la Constitución de Cádiz. Le entregábamos a algún amigo nuestro un quinto —también así eran llamadas tales monedas de cobre—, y le pedíamos que buscara en él los calzones de doña Josefa. Hacíamos eso al modo de los infantiles guías que proyectan con sus espejos un rayito de sol en el rugoso tronco del Árbol del Tule, en Oaxaca, y les muestran a los regocijados turistas las bubis de Olga Breeskin o las pompis de Lyn May. Buscaba y rebuscaba el amigo los choninos de la ilustre dama, y en ninguna parte de la moneda hallaba la semejanza de esa prenda. Se la quitábamos entonces —la moneda, no la prenda— y le decíamos con burla: “¿A poco creías que por 5 centavos doña Josefa te iba a enseñar los calzones?”.
El padre Arsilio se enteró de que una pareja de esposos había llegado a vivir en el pueblo. Eso no habría tenido nada de particular de no ser porque el señor y la señora tenían 15 hijos. Los visitó ese mismo día y les dijo con férvido entusiasmo: “¡Benditos sean ustedes, que cumplen la enseñanza del Señor; ‘Creced y multiplicaos’, y no recurren a los medios de control natal que la Santa Madre Iglesia prohíbe! Por eso, por ser tan buenos católicos, les extiendo a nombre del Santo Padre una indulgencia de 100 días por cada uno de sus 15 hijos, más una estampita de San Antonio, patrono de la pureza, la castidad y la continencia”. “Perdone usted –respondió apenado el señor-. Debo decirle que ni mi esposa ni yo somos católicos. Pertenecemos a la Iglesia de la Tercera Venida”. “¡Santo Cielo! —exclamó entonces el padre Arsilio levantando los brazos al cielo—. ¡He venido a caer en la casa de unos maniáticos sexuales!”.
“No cambien una hora de placer por una eternidad de castigo”. Sor Bette, la madre directora del Colegio de las Damas, exhortaba a sus alumnas a practicar la virtud de la pureza. Una de las chicas le susurró al oído a su vecina de asiento: “Mi novio y yo siempre le paramos al llegar a los 50 minutos”.
Don Primo Segundo Tercero IV, pilar de la comunidad, casó a su hija. Cuando los novios regresaron del viaje nupcial, el genitor de la recién casada dijo con tono evocador: “¡Jamás olvidaré la cara de felicidad de mi hija cuando se puso su vestido de novia!”. “¡Uh, señor! –exclamó orgulloso el galán de la muchacha–. ¡Hubiera visto su cara de felicidad cuando se lo quité!”.
Tetonina Grandnalguier, mujer de exuberantes formas tanto en la parte delantera norte como en la parte trasera por el sur, salió desnuda de la tina de baño en su habitación del quinto piso del hotel. Demasiado tarde se percató de que desde la ventana sin cortinas la estaba viendo un hombre de pie sobre su andamio. Al notar la confusión de la estupenda fémina el sujeto le dijo con cachaza: “¿Por qué se asusta, señorita? ¿Qué nunca ha visto un limpiavidrios?”.
Tendidos en el tálamo nupcial estaban los recién casados, dispuestos ya a la dulce entrega que consuma el matrimonio tanto en los términos del Código Civil como del Derecho Canónico eclesial. El enamorado novio empezó con ternura las acciones. Le preguntó, amoroso, a su tímida dulcinea: “¿De quién han sido siempre estos ojitos?”. “Tuyos, mi amor” –contestó ella. “Y esta naricita, ¿de quién ha sido siempre?”. “Tuya también, mi cielo”. Lo urente del momento y la ardorosa llama del instinto hicieron que el apasionado galán abreviara el interrogatorio. Se saltó bastantes partes; echó a rodar toda mesura y preguntó, vehemente: “Y estas cochototas, ¿de quién han sido siempre?”. Ella, entonces, respondió con insólita franqueza. “Estas cochototas han sido de Pedro, Juan y varios; pero la naricita y los ojitos han sido sólo tuyos”.
Conozco dos sabrosos dichos mexicanos, ambos pertenecientes a la religiosidad del pueblo. El uno incita a la munificencia; el otro exhorta a la morigeración. Dice el primero: “¡Échenle copal al santo, aunque le jumeen las barbas!”. Reza el segundo: “Con tiento, santos varones, que el Cristo está apolillado”.
Don Algón entrevistaba a la linda chica que pedía el puesto de secretaria. “Dígame, señorita Rosibel. ¿Cuál diría usted que es su principal habilidad?”. Ella preguntó a su vez con insinuante tono: “¿En la oficina o fuera de ella?”.
El vaquero de rodeo le dijo con jactancia a la avispada chica que bebía su copa en el bar: “Soy de Texas, preciosa, donde los hombres son hombres y las mujeres son mujeres”. “¿Ah sí? –se interesó ella–. ¿Y en cuál de los dos bandos te sitúas?”.
La esposa de Usurino Matatías le contó a una amiga: “La semana antepasada mi marido y yo comimos pollo, y lo mismo la semana pasada y ésta”. Comentó la amiga: “Entonces tu esposo no es tan avaro como dicen”. Aclaró la señora: “Es el mismo pollo”.
El empleado del censo llegó a una granja y fue recibido por un niño que andaba persiguiendo pajarillos con su tirachinas, hulera, resortera o tirador. Le preguntó: “¿Está tu padre?”. “No –respondió el pequeño–. Se fue de pesca. Eso es lo que le gusta hacer”. “¿Y tú mamá?”. “Tampoco está –dijo el chiquillo–. Fue de compras al pueblo. Eso es lo que le gusta hacer. Quiso saber el del censo: “¿Hay aquí alguna persona mayor?”. “Mi hermana” –replicó el chamaquito. Pidió el visitante: “¿Puedo hablar con ella?”. Le informó el niño: “Seguramente está en el granero con su novio. Sólo hay dos cosas que le gusta hacer, y la tele está apagada”.
Rondín # 7
Alimaño Garaja, por mal nombre “El Charifas”, era un hombre de vivir desbaratado. Por milagro comía –malcomía–, y sólo a la infinita bondad de la Divina Providencia se debía que su esposa y sus seis pequeños hijos no fenecieran de hambre, pues el bellaco los tenía reducidos al último grado de la necesidad. Ningún oficio tenía el tal “Charifas”, por eso se dedicaba a todos. Unas veces amanecía de cargador en el mercado; otras le anochecía lustrando calzado en la estación del tren; luego se convertía en pintor de brocha gorda. Vendía huevos duros en las cantinas; tocaba el güiro en una murga callejera; les hacía mandados a unas señoritas de edad que ya no salían de su casa y que lo llamaban “Ali”. Otras tareas cumplía eventualmente aquel truhán para justificar su presencia en este mundo: era voceador de periódicos, lavacoches, ayudante de matancero en el rastro municipal, velador de obras en construcción y, aun a veces, cuando lo recomendaba un amigo suyo que conocía al encargado del panteón, fungía de sepulturero. Entonces era cuando le iba mejor, pues a más de lo que pagaba el hombre de la funeraria, recibía una buena propina de los llorosos deudos del muertito o de la finadita, frente a los cuales se ponía en actitud de espera, gorra en mano, cuando se disponían a salir del cementerio. Voy a decir ahora un rasgo singular de este Garaja. Ignoro de qué industria se valía, pero cada mes se las arreglaba para comprar un billete de lotería, siempre un vigésimo, pues para más no le alcanzaba. Con él iba a la iglesia de San Judas, lo frotaba en la bendita imagen del milagroso santo y le rezaba con inmensa devoción: “Sácame de pobre, San Juditas, y ya verás la limosnota que te voy a dar”. Posiblemente el santo andaba entretenido en hacer otros favores, el caso es que “El Charifas” no se sacaba jamás ni reintegro. Pero a nadie le falta Dios, dice el piadoso dicho. Otro declara: “Dios nos manda el frío del tamaño de la cobija”. Ha de ser cierto, porque un día que el Alimaño deambulaba sin rumbo por las calles vio tirada en el suelo una cartera. Hizo como que se arrodillaba para atarse las cintas del zapato; la recogió con disimulo y se la deslizó bonitamente en el interior de la camisa. Luego se metió en un solitario callejón, y ahí la revisó. En la cartera había una buena cantidad. ¿Pensarán ustedes que fue a su casa a dar la estupenda noticia a su mujer, y que compartió con ella el dinero, y con sus hijos? No. Fue con el vendedor de lotería, y ante su asombro le compró un entero, cosa que jamás había hecho. Luego se encaminó a la iglesia, frotó el billete en el pie de San Juditas y renovó la petición de siempre: “Sácame de pobre”. Abreviaré la historia, pues va saliendo ya muy larga. Hete aquí que el santo le hizo el milagro: el número que había comprado ganó el premio mayor. No se enteró inmediatamente de que ahora era hombre dineroso, pero sí lo supo el vendedor, la noche misma del sorteo. Buscó al “Charifas” al siguiente día y, aunque eran apenas las 10 de la mañana, le invitó una copa en la cantina llamada “Mi despacho”. Ahí le preguntó: “¿Qué harías, Charifitas, si te sacaras la lotería?”. Con semblante piadoso contestó Garaja: “Le compraría una casita a mi madrecita santa, y otra a mi esposa y a mis hijos. Con el resto del dinero les abriría a mis hijos una cuenta en el banco, para su educación”. El vendedor le dijo entonces: “Pues te felicito, Alimaño. Podrás hacer todo eso. Te sacaste el premio mayor”. Al oír eso el Charifas se puso en pie, los brazos en alto, y tras lanzar un alarido de borracho gritó a todo pulmón: “¡Ora sí, putas y cantineros! ¡Agárrense, que a’i les va su mero padre!”.
En la habitación 210 del Motel “Venus” la linda chica se dispuso a llenar el cheque que el maduro señor le había entregado. Se vuelve hacia el añoso caballero y le dice: “¡Caramba, don Geronte! ¡Tampoco su pluma funciona!”.
Aquel sultán gozaba fama de ser el hombre más potente de las naciones árabes: se decía que en una sola noche satisfacía sin interrupción a 20 de sus odaliscas. Un motín popular lo hizo salir de su país y exiliarse en uno de occidente. Bien pronto halló trabajo: cierto empresario teatral –no era precisamente Sol Hurok– le ofreció un contrato para que realizara su acto en un club nocturno clandestino. La noche del estreno se levantó el telón y aparecieron en escena las 20 supuestas odaliscas, cada una de las cuales se recostó en un diván. Salió entre aplausos el sultán y procedió ipso facto a hacer la demostración. El desencanto del culto público presente fue muy grande cuando después de disponer de la odalisca número 15 el sultán no pudo ya seguir y abandonó la escena. “¿Qué te pasó, Abdul? –le preguntó con enojo el empresario–. Por tu culpa tendré que devolver las entradas”. “No me lo explico –respondió apenado el sultán–. En el ensayo general de hoy en la tarde todo salió muy bien”.
En cierto hospital se cometió un tremendo error: el cirujano, en vez de hacerle la vasectomía a un paciente, le hizo una operación de cambio de sexo. “¡Cielo santo! —exclamó desolado el infeliz cuando se enteró del desastrado suceso—. ¡Jamás volveré a tener otra erección!”. “Podrá tener todas las que quiera —lo consoló el facultativo—. Pero no serán suyas”.
Una reciente viuda le relató a su amiga la forma en que su esposo había pasado a mejor vida: “Estaba recogiendo los tomates que cultivaba en el jardín. Repentinamente sufrió un síncope cardíaco y se desplomó sin vida”. “¡Qué barbaridad! —se consternó la amiga—. Y tú ¿qué hiciste?”. Respondió la señora: “Usé puré”.
En aquella lejana hacienda no había mujeres. Los rudos pastores que cuidaban los rebaños pusieron un letrero: “Hacienda Laramie, donde los hombres son hombres y las ovejas siempre están nerviosas”.
Un tipo le contó a otro: “Fui a consultar a una adivina, pero antes de hacerle la consulta me regresé a mi casa”. “¿Por qué?” –preguntó el otro-. Explicó el tipo: “Llamé a su puerta, y desde adentro preguntó: ‘¿Quién es?’”.
Los empleados de la oficina observaron que su jefe salía todas las mañanas a las 10 en punto, y regresaba con puntualidad de tren inglés cuando las agujas del reloj marcaban las 12 del mediodía. Así pues holgazaneaban esas dos horas, y aun había quienes se iban a la cafetería de la esquina a tomarse un cafecito o disfrutar un piscolabis. (Caón, la última vez que se usó en un periódico la palabra “piscolabis” fue en 1927). Uno de los empleados decidió ir a su casa. Al entrar oyó acezos y jadeos que provenían de la alcoba. Fue hacia ahí; abrió con cuidado la puerta y lo que vio lo dejó atónito: el jefe se estaba refocilando con su su esposa. Sin hacer ruido volvió a cerrar la puerta; con pasos tácitos salió de la casa y regresó presuroso a la oficina. Al día siguiente sus compañeros lo invitaron: “Ven, vamos al café de la esquina”. “Oh no —se asustó el empleado—. Jamás volveré a salirme. Ayer por poco me pesca el jefe”.
Un sujeto llamado Pitoncio se jactaba de sus medidas de varón. Sentía orgullo de que a causa de esa demasía le apodaban El Pichón, nombre que nada tenía que ver con cuestiones columbinas. Cierto día entró en una taberna y vio en un extremo de la barra unas muescas en la cubierta de madera. El cantinero le explicó que tales marcas correspondían a la medida de algunos de sus parroquianos. Como una de las señales estaba a 6 pulgadas, otra a 8 y la tercera a 10, Pitoncio pensó que podía superarlas fácilmente, y unió la acción a la palabra. “Perdone, señor –le aclaró el de la taberna-. Los que pusieron esas marcas se midieron desde el extremo opuesto de la barra”.
Don Afelio era un caballero de los de antes: de chaqué y bombín, de polainas y bastón de junco. En cierta ocasión le fue presentada una señora cuya principal característica –o cuyas dos principales características– era un espléndido tetamen que por su volumen y turgencia le desbordaba el pecho y se adelantaba como elevada proa de navío, por lo cual se podían ver las rotundidades de su munificente busto y la sugestiva división entre sus dos partes componentes, división que en lengua inglesa se llama cleavage, y que en español no sé si tenga nombre, pues cuando se trata de estas cosas no me detengo en gramatiquerías. Se inclinó don Afelio ante la bien dotada fémina y le dijo con galantería: “Beso a usted las manos, señora. Claro, como segunda opción”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, reprendió a su mucama Florilina. Le dijo con severidad: “Anoche vi cómo te besaba tu novio en lo oscurito”. “¡Uy no, señora! –respondió asustada la muchacha–. ¡Me besó en los labios nada más!”.
El ciempiés macho se casó con el ciempiés hembra. La noche de las bodas la llevó a la cama, enamorado, y empezó a decirle: “Abre las piernitas, mi amor. Abre las piernitas, mi amor. Abre las piernitas, mi amor…”.
Don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, le contó desolado a un amigo: “Fui a una farmacia a comprar una pastilla de Viagra y el farmacéutico no me la quiso vender”. “¿Por qué?” –preguntó el amigo, extrañado. Respondió con tristeza don Languidio: “Me dijo que no tenía caso ponerle astabandera nueva a un edificio que está ya por derrumbarse”.
El Lic. Ántropo, abogado, le preguntó a su cliente: “¿Cuál es la causa por la que quiere usted divorciarse de su esposa?”. Explicó el hombre: “Toda la semana estoy fuera de mi casa por motivos de trabajo. El sábado llegué ganoso de disfrutar la intimidad con mi mujer, e hice el acto con tal vehemencia que la cabecera de la cama empezó a golpear rítmicamente la pared. La vecina del departamento de al lado gritó muy enojada: ‘¡Por lo menos podrían suspender ese golpeteo los fines de semana¡’”.
Un amigo de Babalucas se quejó: “Me parecen injustificados los continuos aumentos en el precio de la gasolina”. “A mí eso no me afecta –respondió el badulaque–. Siempre pongo 200 pesos”.
El novio de la hija de don Poseidón le dijo al papá de la muchacha: “Vengo a pedirle la mano de Florela”. “¡Ah no! –se enojó el viejo–. ¡O te la llevas toda o no te llevas nada!.
Dos tipos bebían en el bar. Uno le propuso al otro: “Vamos a conseguirnos un par de mujeres”. “No, gracias –declinó el otro–. En mi casa tengo más de lo que puedo atender”. Dijo el otro: “Entonces vamos a tu casa”.
Correrá el iluso la misma suerte de aquel político que obtuvo dos votos en la elección a la cual se presentó. Su esposa le dijo: “A mí tú no me engañas. Tienes una querida”.
Una chica norteamericana le contó a otra: “Yo era atea, pero me convertí a la religión porque no podía decir en el momento del orgasmo: ‘Oh my God! Oh my God!’”.
Mis cuatro lectores conocen a Capronio, sujeto ruin y desconsiderado. Cierto día, jugando golf, le dio un pelotazo en la nuca a su señora suegra, con lo cual la pobre mujer quedó privada de sentido. El presidente del club le dijo a Capronio: “Sé que esto fue un accidente, por eso no te aplico ninguna sanción. Pero dime: ¿por qué tu suegra tiene otra pelota incrustada en salva sea la parte?”. Contestó el bellaco: “Fue mi tiro de práctica”.
Rondín # 8
Susiflor le confió a su amiga Rosibel: “Mi novio me llevó al apartado sitio llamado El Ensalivadero, y en el asiento de atrás de su automóvil empezó a propasarse conmigo”. Preguntó Rosibel: “¿Y lo pusiste en su lugar?”. “No –respondió Susiflor–. Lo puse en el mío”.
En el atestado autobús cierto curita acertó a quedar sentado junto a una curvilínea chica. El camión viró hacia la izquierda y la muchacha se inclinó de modo que quedó en estrecha cercanía con el sacerdote. Musitó éste una plegaria: “No nos dejes caer en la tentación”. Poco después el autobús viró hacia la derecha y ahora fue el curita el que quedó casi sobre la hermosa joven. Exclamó entonces con alegría: “¡Hágase, Señor, tu voluntad!”.
Lord Highrump estaba narrando en el club sus aventuras de cacería en África: “Mi instinto de cazador me dijo que ahí estaba el león. Con el cañón del rifle aparté los arbustos. En efecto, amigos míos: ahí estaba el rey de la selva, tan cerca que lo sentí junto a mi rostro. Entonces el león hizo: ‘¡Ptrrr!’”. Uno de los oyentes interrumpió el relato: “Perdone usted, milord. Con el mayor respeto he de decirle que los leones hacen: ‘¡Grrrr!’, no: ‘¡Ptrrr!’”. Aclaró lord Highrump: “Éste se hallaba de espaldas”.
La linda Susiflor se quejó de su galán: “No sólo me mintió acerca de la longitud de su yate. También me hizo remar”.
En la merienda de los jueves declaró doña Macalota: “Mi marido es un excelente amante. Al menos eso es lo que me cuentan mis amigas”.
Dulciflor le dijo a Lilibel: “Supe que rompiste el compromiso con tu novio”. “Así es –confirmó ella–. Mis sentimientos hacia él cambiaron”. Prosiguió Dulciflor: “Pero veo que no le devolviste el anillo de compromiso”. “No –replicó Lilibel–. Mis sentimientos hacia el anillo no han cambiado”.
En el vagón del Metro preguntó Pepito: “¿Alguien perdió un fajo de billetes?”. Varias voces sonaron: “¡Yo!”, “¡Yo!”, “¡Yo!”. “Ah, vaya –continuó el chiquillo–. Es que me acabo de hallar la liguita”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Solicia Sinpitier, célibe como ella, que se había topado en el parque con un exhibicionista. “El hombre se abrió la gabardina –relató– y puso ante mi vista su parte de varón”. “¡Qué barbaridad! –se consternó Solicia–. Lamento que hayas tenido ese infortunado encuentro”. “¡Bah! –respondió con desdén la señorita Himenia–. No fue la gran cosa”.
Cierto señor celebró su cumpleaños y un amigo le regaló un telescopio para que pudiera ver los cráteres de la Luna y a una mujer del edificio de enfrente cuando se bañaba. Días después el festejado le dijo al obsequiante: “El telescopio que me regalaste no tiene buen alcance”. “Sí que lo tiene –opuso el amigo–. Un día antes de tu cumpleaños lo probé, y aunque vivo a tres kilómetros de tu casa pude verte perfectamente cuando hacías el amor con tu mujer en la recámara”. “¿Lo ves? –replicó el otro con acento triunfal–. Te digo que el telescopio no sirve. Ese día ni siquiera estuve en mi casa, pues andaba de viaje”.
La Bella Mata era una famosa beldad de principios del pasado siglo. En su primera juventud fue cantatriz y danzarina en teatros de segunda, pero su singular belleza la puso de inmediato en el camino de hacer fortuna, pues sus encantos empezaron a cotizarse cada día más caros en el mercado europeo del placer. Duques y marqueses al principio, reyes y emperadores luego, rivalizaban por entrar en el lecho de la hermosa y disfrutar los placeres inefables que su cuerpo de perfección y su innata sabiduría de hetera deparaban al feliz mortal que la gozaba. Sucedió que de cierto país de Oriente llegó a Francia un hombre inmensamente rico, pues comerciaba lo mismo en sedas, tapices y brocados que en oro, perlas y diamantes. Ver a la Bella Mata y prendarse de ella fue todo uno. Pasó con la mujer una noche y su amoroso arrebato creció hasta el punto en que le pidió que fuera su esposa. La quería sólo para él; lo atormentaba el pensamiento de que estuviera en brazos de otros hombres. Tras oír la proposición de matrimonio que de rodillas le hizo el oriental la Bella Mata dijo: “El hombre que me despose deberá comprarme un hotel en París, una villa en la Toscana, un chalet en Suiza, un departamento en Nueva York y una casa en Saltillo”. “¡Complo, complo!” –ofreció ansiosamente el hombre con su acento de Oriente. Prosiguió la hermosa: “Deberá además regalarme un yate de 50 metros de eslora, un abrigo de visón, un collar de esmeraldas y rubíes y una bolsa de pan de pulque, también de Saltillo”. “¡Legalo, legalo!” –prometió el magnate. “Finalmente –concluyó la cortesana–, el hombre que se case conmigo deberá medir su varonía en las icónicas 12 pulgadas, ni una más ni una menos”. Exclamó, entonces, con vehemencia el oriental: “¡Colto, colto!”.
Un ladrón con el rostro cubierto por un pasamontañas asaltó a punta de de pistola el Banco Periférico Central. Todos los que ahí estaban se echaron al suelo y permanecieron con la vista baja mientras el delincuente llenaba de billetes una mochila que para el efecto traía. Al salir a la calle se quitó el pasamontañas en el preciso instante en que llegaba al banco una pareja de casados que se dieron cuenta del asalto. “Me han visto ustedes el rostro –les dijo el maleante–. Tendré que despacharlos al otro mundo”. “¡Por favor, señor ladrón! –suplicó la señora–. ¡Soy madre de tres hijos, y de otro que viene ya en camino si surtió efecto lo que mi esposo y yo hicimos anoche!”. Alegó el marido: “Y yo estoy muy a gusto en este mundo”. Le preguntó el asaltante a la mujer: “¿Cómo se llama usted?”. “Clarabela” –respondió la señora. “¡Ah! –exclamó el hombre súbitamente conmovido–. ¡Así se llamaba mi madrecita santa! Sólo por eso le perdonaré la vida”. Intervino el esposo: “Y yo me llamo Juan, pero todo mundo me dice Clarabela”.
Un oriental, un europeo y un mexicano intercambiaban información de tipo erótico. Declaró el hombre de Oriente: “Antes del acto del amor yo unto el cuerpo de mi mujer con aceite de sándalo. Eso la hace gritar durante media hora”. Manifestó el europeo: “Antes del sexo yo unjo a mi esposa con esencia de lavanda. Eso la hace gritar durante una hora”. Dijo el mexicano, un sujeto apodado el Charifas: “Antes de tirarme a mi vieja yo le embarro manteca de marrano. Eso la hace gritar durante todo el día”. Los otros se asombraron: “¿Cómo es posible que grite durante todo el día?”. “Sí –confirmó el Charifas–. Porque después de terminar de embarrarle la manteca me limpio las manos en las cortinas”.
“Ardo en deseos de darte una chupadita en las bubis. ¿Cuánto me cobrarías por cumplir mi antojo?”. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo esa pregunta, inmoral a todas luces y de muy mal gusto, a Galatea Tetonia, joven mujer de busto exuberante. (En los restoranes no podía leer el menú, pues le quedaba demasiado lejos). Ella se indignó al escuchar semejante badomía. Respondió con ofendida dignidad: “Soy una dama”. “Precisamente —contestó Pitongo—. Si fueras un caballero no te pediría eso. Te ofrezco 10 mil pesos; 5 mil por cada bubis”. “Me estás ofendiendo” –le reprochó Tetonia. Inquirió el salaz sujeto: “¿Te ofendería menos si te ofreciera más? Puedo darte 15 mil”. “Eres un grosero” –declaró ella. Acotó él: “Lo grosero se quita con dinero. Te ofrezco 20 mil pesos”. Volvió a negar ella y volvió a pujar él, no en el sentido del esfuerzo físico sino de la puja comercial. Hizo llegar su oferta a 30 mil pesos. Galatea recordó entonces una bolsa de marca que había visto en cierta tienda departamental de lujo, bolsa que costaba precisamente esa cantidad. Tal recordación le debilitó grandemente tanto la indignación como los escrúpulos morales. Aceptó, pues, el trato y acompañó a Pitongo a su automóvil. Ahí, después de cerciorarse de que no había nadie cerca —el pudor, usted sabe— procedió a poner al descubierto los dos ebúrneos hemisferios que formaban su espléndido tetamen. Afrodisio empezó por acariciar con delectación el generoso encanto de la fémina. Sus manos recorrieron, ávidas, toda la tibia y suave comarca pectoral. Luego se puso a besar con lenes y morosos besos los redondeados frutos. En esos gratos ejercicios el sabidor galán empleó 30 minutos, según midió la pragmática Tetonia en su reloj. Impaciente le preguntó a Pitongo: “¿A qué horas va a ser lo de la chupadita?”. “No —opuso él sin suspender sus toqueteos ni sus ósculos—. Eso de la chupadita sale muy caro”.
Don Cornulio y su esposa dormían en la alcoba conyugal. En eso se oyó llegar un automóvil. “¡Mi marido!” –despertó llena de alarma la señora. Don Cornulio, que también había despertado, se enderezó en el lecho y le dijo amoscado: “Yo soy tu marido”. “Es cierto —reconoció ella, imperturbable—. Entonces hazme el favor de decirle al que llegó que hoy no lo puedo recibir porque tú estás en casa”.
Todos los días una mujer entraba en un bar de mala muerte de los muelles y pedía un ron doble, al cual seguían muchos más, tantos que la bebedora acababa siempre por caer al suelo privada de sentido. Cuando la veían en esa lamentable condición los rudos marineros que frecuentaban el lugar la llevaban al callejón trasero y se aprovechaban villanamente de su estado y de sus municipios. Después de numerosas veces que eso sucedió llegó de nueva cuenta la mujer y ocupó su acostumbrado sitio en la barra. Le preguntó el de la taberna: “¿El ron doble de siempre?”. “No –rechazó ella–. Ahora dame un brandy. He notado que el ron me provoca molestias ahí donde te platiqué”.
Una importante empresa buscaba un gerente general. Numerosos aspirantes se presentaron a solicitar el puesto, pero el que mejor impresión causó fue uno que tenía un currículo excelente y magníficas recomendaciones. Presentaba un inconveniente, sin embargo: un tic nervioso lo hacía guiñar constantemente el ojo izquierdo. El presidente del consejo le señaló el detalle. “No hay problema –replicó el aspirante–. Con una aspirina se me quita el tic. Miren ustedes”. Buscó en los bolsillos de su pantalón, y después de sacar dos docenas de paquetes de condones dio al fin con la aspirina y se la tomó. En efecto, ya no guiñó el ojo. “Muy bien –dijo el presidente–. Sin embargo tampoco queremos en la compañía a un maniático sexual”. “No lo soy –contestó el otro–. Pero ya podrán imaginar ustedes lo que sucede cuando llega uno a la farmacia, pide un frasco de aspirinas y luego guiña el ojo”.
Una mujer de tacón dorado le dijo a un sujeto: “Por mil pesos hago de todo”. “Está bien –aceptó el tipo–. Vamos a mi casa y píntamela”.
Tirilita dio a luz a su bebé, y toda su nutrida parentela fue a conocer al recién nacido. Tíos, primos, sobrinos, cuñados y concuños formaron ruidoso corro en torno de la cuna y revisaron con mirada crítica al bebé, que estaba como Dios y su mamá lo pusieron en el mundo: encueradito. Opinó el tío Chinguetas: “No será futbolista: tiene las piernas demasiado cortas”. Juzgó el abuelo Atolio: “No será pitcher de beisbol: tiene los brazos demasiado cortos”. La tía Macalota sentenció: “Tampoco será estrella del cine pornográfico”.
Don Primo Segundo Tercero IV, pilar de la comunidad, fue llevado ante un juez. Seis de sus vecinas lo acusaban de haberles hecho proposiciones indebidas de carácter erótico-sexual, y la misma acusación le hacían las siguientes damas: su taquimecanógrafa, su pedicura, su maestra de yoga, su profesora de alemán, su comadre Burcelaga y la mesera que lo atendía en el café. El juez, que conocía bien al acusado, le preguntó con extrañeza: “Pero, señor don Primo: usted es persona seria; ciudadano respetuoso de la Ley y al corriente en el pago de sus contribuciones; ejemplar feligrés de su parroquia; socio distinguido de la Cámara de Comercio y Presidente honorario del Casino. ¿Por qué incurrió usted en esos actos que lo mismo faltan a la Ley que a la moral?”. Respondió el pilar de la comunidad: “Es que empecé a escribir mis memorias, señor juez, y me di cuenta de que mi vida era muy aburrida”.
Doña Macalota le dijo a su esposo don Chinguetas: “La comida de hoy salió un poco quemada”. “¡Caramba! –se preocupó él–. ¡No me digas que se incendió el negocio de comida para llevar!”.
Rondín # 9
Pimp y Nela son algo singular. Se conocieron en un cabaret arrabalero, y ahí formaron una pareja de tango que llevaba por nombre “La pebeta y el zorzal”. Sin embargo, Nela parecía tener dos pies izquierdos, de modo que estaba muy lejos de ser una Ginger Rogers. Continuamente caía al suelo en el curso de la danza, o tropezaba con su pareja, y eso causaba la hilaridad del público. El empresario les sugirió crear un dueto cómico, pero Pimp era hombre serio y se negó. En su lugar le propuso a Nela que se dedicaran a otro menester: ella comerciaría con su cuerpo y él sería su administrador. Debo reconocer que el desempeño de esos dos oficios –el de daifa y el de chulo– es considerablemente más interesante que el de tenedor de libros o maestra de Español en secundaria. Cierto día, por ejemplo, un fornido mocetón venido del campo solicitó los servicios de Nela. A ella le gustó mucho el mancebo, no sólo por la bucólica ingenuidad que mostraba, sino también por otras cualidades que no mostraba pero que Nela pudo adivinar por su experiencia en el trato con varones. El muchacho le preguntó: “¿Cuánto cobra usted, señorita?”. Respondió ella expeditivamente: “Mil pesos”. “Qué lástima –se contristó el lacertoso gañán–. Sólo traigo 900. ¿Me puede hacer una rebaja?”. “Tendré que consultarlo con mi socio” –replicó Nela. Fue, en efecto, con Pimp y le dijo: “Al chico le faltan 100 pesos. ¿Puedo hacerle una rebajita?”. “No –replicó el chulo–. Nuestro sistema es de precios fijos”. “Entonces –arriesgó Nela, que ardía en deseo por el mozo– ¿puedo prestarle los 100 pesos?”.
El doctor Ken Hosanna le comentó a un colega: “Estoy muy sorprendido. Hoy por la mañana operé a una chica, y antes de la intervención me preguntó cuánto tiempo después de la operación podría reanudar su actividad sexual”. Dijo el colega: “¿Y por qué te sorprendió eso? Es una pregunta perfectamente normal”. Precisó el doctor Hosanna: “Es que la operé de las amígdalas”.
Pepito tenía como mascota un ratoncito blanco. Una mañana el chiquillo rompió a llorar desconsoladamente. Acudió su mamá, y el niño le dijo entre sollozos: “¡Mi ratoncito se murió!”. Así diciendo se echó en brazos de su madre hecho un mar de lágrimas. “No llores, pequeño –lo consoló con ternura la señora–. Mira: te voy a llevar al centro comercial. Ahí comeremos pizza, y de postre un helado triple. En seguida te llevaré a la tienda de juguetes, y podrás escoger el que te guste más. Luego iremos al cine donde exhiben esa película que tantas ganas tienes de ver. Ahí te compraré un hot dog, una caja grande de palomitas, un chocolate, dulces y un refresco. Pero ¡mira! ¡Tu ratoncito no estaba muerto! ¡Dormía solamente, y ha vuelto a despertar!”. Preguntó Pepito entre sus lágrimas: “¿Lo puedo matar, mami?”.
Susiflor le contó a su amiga Rosibel: “Por fin conocí a un muchacho dulce, tierno, sensible, detallista y cariñoso. Desgraciadamente él ya tenía novio”.
Don Ancilio, señor de edad madura, era fans –así decía él: fans– de doña Ludivina Malatesta, escritora de gran mérito. Su devoción por ella era tan grande que sintió la muerte de la autora como si fuera parte de su familia más cercana. Cierto día la esposa de don Ancilio sufrió un colapso que la dejó privada de sentido. Los médicos del hospital no podían sacarla de aquel estado comatoso. A uno de ellos se le ocurrió una acción desesperada. Le preguntó a don Ancilio: “Usted y su señora ¿han practicado el sexo oral?”. “Sí, doctor –respondió el añoso caballero–. Con frecuencia hablábamos de él”. “No se trata de eso” –sonrió el médico. Y procedió a explicarle de lo que se trataba. Le dijo: “Quizá si le practica a su esposa ese ejercicio la inusitada sensación hará que la señora recobre los sentidos”. El señor llevó a cabo aquella extraña prescripción, y tal como había previsto el facultativo la paciente abrió los ojos al sentir lo que nunca había sentido. Vio aquello don Ancilio y se echó a llorar lleno de aflicción. “¿Por qué llora usted? –se asombró el galeno–. Su esposa ha vuelto a la vida”. “Sí, doctor –reconoció el añoso caballero–. Pero lloro al pensar que con el mismo tratamiento habría podido resucitar a doña Ludivina Malatesta”.
La señora Relegata, paciente del doctor Wetnose, ginecólogo, dio a luz un hermoso bebé. La feliz madre se sorprendió al ver por primera vez a su hijo, pues el niño salió pelirrojo, y tanto ella como su esposo eran de cabellos negros. Consultó el caso con el médico, y éste le dijo que de seguro en su familia o en la de su marido había habido pelirrojos, y en el bebé se manifestaron los caracteres recesivos. “No, doctor –opuso doña Relegata–. Ya investigué, y en nuestras familias jamás ha habido pelirrojos. Hemos tenido parientes de cabellos negros, castaños y rubios en sus diferentes tonos. También ha habido hombres calvos, y otros canosos. (A estos últimos las canas les confieren una gran distinción). Pero pelirrojos no ha habido nunca, ni en el linaje de mi esposo ni el mío”. “Extraña circunstancia es entonces la de su hijo –ponderó cogitabundo el doctor Wetnose–. Habría que recurrir a un genetista para explicar el pigmento capilar de su bebé. Se me ocurre algo, sin embargo, que quizá pondrá luz en el asunto. Dígame, señora: si no es indiscreción, ¿cada cuándo su marido y usted hacen el amor?”. “Ay, doctor –se azaró doña Relegata–. Me da pena hacerle una confesión. Antes de encargar a esta criatura hacía más de cinco años que mi marido no me tocaba”. “Ahora caigo –dijo entonces el facultativo empleando una expresión del teatro español decimonónico–. No es que su bebé sea pelirrojo, señora. Es óxido”.
Escofio era cocinero en el lujoso restorán “La Hermanita de Lord Byron”, pero fue despedido de su empleo. Un amigo le preguntó por qué. Explicó el guisandero: “La dueña se molestó porque metí la mano en la lavadora de platos”. Inquirió el amigo: “¿Sólo por eso te corrió?”. “No nomás a mí –completó Escofio–. También despidió a la lavadora de platos”.
En la merienda de los jueves dijo doña Macalota: “Mi marido es hombre de tres veces cada noche”. “¿Tres veces cada noche?” –se asombró una de las señoras. “Sí –confirmó doña Macalota–. Ya le he dicho que no tome tanto té antes de ir a la cama. Eso es lo que lo hace ir al baño tres veces cada noche”.
Pepito llegó a su casa a media mañana, aunque era día de escuela. Le preguntó su padre: “¿Cómo es que vienes a esta hora?”. Explicó el crío: “La maestra me expulsó. En la clase de aritmética preguntó cuántas son 3 por 4, y le dije que 12. Luego preguntó cuántas son 4 por 3”. El señor se molestó: “¿Y cuál es la chingada diferencia?”. Declaró Pepito: “Eso fue exactamente lo que le dije. Por eso me expulsó”.
Don Gerontino, señor de edad más que madura, tanto que apenas podía sostenerse en pie, contrajo matrimonio con Pomponona, mujer en flor de edad y con exuberantes prendas corporales tanto en la parte de la proa como de la popa. Al empezar la noche de bodas se necesitaron dos botones del hotel para subir en la cama a don Gerontino. Al día siguiente se necesitaron seis para bajarlo.
Tres parejas de casados llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro le preguntó al primer esposo: “¿Cómo te llamas?”. “Atenodoro” –dijo el hombre. “No podrás entrar –sentenció el portero celestial–. Tu nombre hace pensar en el oro, y ese pensamiento no cabe aquí. Tampoco tu mujer será admitida”. Se volvió San Pedro hacia el segundo marido y le hizo la misma pregunta: “¿Cómo te llamas?”. Respondió él: “Etelvino”. Dictaminó el apóstol de las llaves: “También a ti te está vedada la bienaventuranza eterna. Tu nombre hace pensar en el vino, y ese pensamiento no tiene cabida en el Edén. Tu señora tampoco puede entrar”. La mujer del tercer sujeto se inclinó hacia su esposo y le dijo al oído: “Creo que estamos en problemas, Próculo”.
Don Cornulio era un cabrón… Pido disculpas a mis cuatro lectores si acaso les he causado sobresalto con la sonora frase que abre hoy el telón de esta columnejilla. Sucede que el lexicón de la Academia define de este modo el término “cabrón” en una de sus acepciones: “Se dice del hombre al que su mujer es infiel, y en especial si lo consiente”. Eso es precisamente lo que hacía don Cornulio: era esposo cuclillo; a sabiendas de los devaneos de su mujer los permitía, bien por indiferencia, bien por comodidad del hombre que cierra los ojos para no ver turbada su tranquilidad doméstica. En cierta ocasión un amigo le hizo a don Cornulio una pregunta indiscreta: “¿Tu mujer habla en el momento del acto del amor?”. “Sí –afirmó él–. Me ha hablado desde un motel; desde el departamento del vecino; desde la casa de un compadre; desde el coche de un desconocido”.
Don Chinguetas llegó a su casa en altas horas de la noche. Se metió en el lecho y se acercó a doña Macalota con evidente intención de carácter erótico-sensual. Sintió ella la cercanía de su marido y le dijo: “Esta noche no. Estoy muy cansada”. “¡Caramba! –exclamó don Chinguetas con disgusto–. ¿Pues qué les pasa esta noche a todas?”.
Don Algón iba a contratar una nueva secretaria. Le ordenó a su jefe de personal: “Dale el empleo a la rubia del vestido ajustado y los tacones altos”. “Pero, jefe –opuso el empleado–. Es la que salió peor en el examen de selección. En el dictado de una carta cometió 14 errores. En el primer renglón”. “Ya lo sé –replicó el salaz ejecutivo–. Pero en su solicitud, en el renglón correspondiente a ‘Sexo’, puso: ‘No hay problema’”.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, suele decir con aire suficiente: “A la mujer se le debería atribuir el número 111, porque empieza con uno, sigue con uno y acaba con uno”.
La señorita Peripalda, catequista, acudió ante el obispo de la diócesis. Le preguntó: “¿Cómo está Su Excelencia?”. “Un poco enferma” –respondió el dignatario, que cuidaba mucho la concordancia gramatical. Después de ese saludo la piadosa feligresa procedió a explicar la razón de su visita. “Ha de saber usted, señor, que el padre Pitomás, párroco de la iglesia de la Reverberación, dijo al paso de una mujer joven y guapa: ‘A ésa yo le echaría tres polvos seguidos’. Nadie me lo contó, señor obispo. Yo lo oí con mis propios ojos. Pienso que una expresión así es impropia, indigna e indebida en labios de un ministro del Señor. Por eso quise poner el hecho en su conocimiento, para los efectos a que haya lugar”. “Dime –preguntó el jerarca–. El padre Pitomás ¿es uno chaparrito, moreno, de cabello chino?”. Respondió la señorita Peripalda: “Ése es”. Y declaró Su Excelencia: “Sí se los echa”.
“¡Canalla! ¡Infame! ¡Maldecido! ¡Bribón! ¡Bellaco! ¡Fementido!”. Todos esos dicterios le espetó don Cornulio al hombre a quien halló en la cama con su esposa. Con la de don Cornulio, digo, no con la del canalla, infame, etcétera. Se volvió el cínico individuo hacia el mitrado esposo y le preguntó con aire ausente: “¿Me lo dice a mí?”.
Capronio fue con un amigo a una mancebía o lupanar. Vio a las señoras que ahí prestaban sus servicios y comentó en voz alta: “¡Qué viejas están todas estas viejas!”. La mariscala o mamasanta del establecimiento se enojó. “¡Más respeto, caballero! —le exigió en tono airado—. ¡Recuerde que nuestra profesión es la más antigua del mundo!”. “Sí —admitió Capronio—. Pero no pensé que aquí estarían las fundadoras”.
Don Poseidón fue a un rancho ganadero cuyo dueño vendía toros sementales. Quería comprar uno para su hato de vacas, pues con el paso del tiempo el semental que tenía se había vuelto semestral: necesitaba medio año para reponerse después de cada cubrición. Le dijo al propietario que quería un toro que no pesara mucho, pues sus vacas eran de raza chica, más lecheras que de carne, y un semental demasiado grande las derrengaría igual que si un enorme luchador de sumo tuviese trato de carnalidad con una frágil geisha. El propietario trajo un toro, y después de sopesarle con una mano los testículos le dijo al comprador: “Este toro pesa 457 kilos”. Trajo un segundo toro; le sopesó igualmente los dídimos y sentenció: “El peso de éste es de 524 kilos”. Trajo un tercero, le sopesó los compañones y dictaminó: “Éste pesa 615 kilos”. Don Poseidón le preguntó, asombrado: “¿Cómo puede calcular con tanta precisión el peso de sus toros?”. Replicó el del rancho: “Con sólo sopesar los testículos del animal puedo decir su peso exacto. Eso no es tan difícil: a mi esposa y a mis hijos les he enseñado a hacerlo, y también al trabajador del rancho”. Don Poseidón escogió un toro y pagó el precio al propietario. Le dijo éste: “La factura y los papeles del animal se los dará mi esposa. Podrá hallarla en la casa”. Fue el granjero y volvió a poco. “¿No la encontró?” —le preguntó el del rancho. “Sí —contestó don Poseidón-. Pero estaba ocupada calculando el peso del trabajador”.
Rondín # 10
Claribel, frondosa chica, le propuso a don Languidio, añoso caballero: “Bailemos el sensual tango ‘Por una Cabeza’ y luego hagamos el amor”. Respondió él: “Escoge una de las dos cosas, linda. No puedo hacer las dos”.
El golf se ha puesto muy de moda en estos últimos días. Resulta natural, entonces, que narre un cuento relacionado con ése que no es juego, sino tortura masoquista, tanto que quienes lo practican necesitan siempre el hoyo 19 después de haber recorrido los otros 18. Un golfista les comentó a sus compañeros en el club: “Mi señora acaba de empezar a jugar golf. El juego la ha apasionado en tal manera que ahora me da sexo sólo una vez a la semana”. “Puedes considerarte afortunado –dijo uno de los amigos–. A nosotros nos lo quitó completamente”.
Uglicia, mujer poco agraciada, le contó a su vecina: “Anoche salí del baño sin nada encima. Mi recámara, como sabes, da a la calle, y no me di cuenta de que un hombre me estaba mirando a través de la ventana, pues las persianas estaban subidas”. “¡Qué barbaridad! –se condolió la otra–. Debes haber pasado un mal rato. Eso de ser observada por un mirón es muy desagradable”. “No es el caso –gimió la pobre Uglicia–. ¡El tipo me pidió que bajara las persianas!”.
Don Chinguetas, ya lo sabemos, es hombre casquivano. Nadie lo considera mala bestia; por el contrario, tiene buen natural y hasta se le podría calificar de simpático y amable. Pero, qué quieren ustedes: le gusta la nalguita, si me es permitido usar aquí esa expresión plebea. Cierta noche llegó tarde a su casa por haber estado en el departamento de una cierta dama de muy buen parecer que en ocasiones le dispensaba sus favores (cuando andaba necesitada de dinero). La esposa de don Chinguetas, Macalota, no se dio cuenta de nada, pues estaba ya en el quinto sueño a la llegada de su cónyuge. Ahora bien: no hay mejor marido que el arrepentido. Al día siguiente don Chinguetas le envió a su mujer un ramo de flores con una tarjetita que decía: “Siempre tuyo”. Le compró luego un vaporoso negligé por el cual pagó 5 mil pesos, y en la envoltura del regalo puso estas palabras sugestivas: “A la noche”. La chica de la tienda olvidó quitar la etiqueta con el precio. Cuando lo vio doña Macalota pensó que con el dinero que costaba el negligé podía comprarse otras prendas más de su gusto. Lo guardó, pues, con la idea de devolverlo. Esa noche dejó la recámara en penumbra y se le presentó a su esposo sin nada encima, pensando que el negligé era tan transparente que don Chinguetas no se percataría de que no lo traía puesto. Le preguntó: “¿Te gusta el negligé?”. “Bastante –respondió él–. Pero por los 5 mil pesos que pagué por él al menos lo deberían haber planchado”.
El joven cachalote llegó feliz con su papá y le contó lleno de orgullo: “Acabo de tener mi primera experiencia sexual. Le hice el amor a una hermosa ballena de cuerpo esbelto y carnes firmes. ¡Vieras qué lindamente meneaba su colita redondita!”. “Hijo mío –manifestó el papá–. Sospecho que te follaste a un submarino”.
El padre Arsilio interrogó a doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad: “¿A dónde quieres ir: al Cielo o al infierno?”. “Caramba, señor cura –vaciló la empingorotada mujer–. Del Cielo he oído cosas muy bonitas, pero creo que en el infierno estarán quienes forman mi círculo social”.
Llegó un señor a la librería “Tolle, lege” y le dijo al encargado: “Busco un libro llamado ‘El matrimonio Perfecto’, pero no lo encuentro”. Inquirió el librero: “¿Buscó en el anaquel de literatura de ficción?”.
El capataz le preguntó al nuevo peón: “¿Cómo te llamas?”. “Agapito –respondió el trabajador–. Pero todos me dicen Pito”. El jefe le dio la bienvenida y le pidió que cavara una zanja. Poco después llegó otro peón, y el capataz le ordenó señalándole la zanja: “Ve a cavar ahí con el Pito”. Preguntó el recién llegado: “¿Qué no tienen un pico o una pala?”.
En su recital, el pianista empezó a interpretar la Marcha Turca de Mozart, éxito de Yuja Wang. La esposa de Babalucas comentó: “¡Qué música tan pegajosa!”. “Claro –declaró el badulaque–. El piano es de cola”. (Un chiste más como éste y mis cuatro lectores quedarán reducidos a dos).
El señor y su esposa trabajaban separadamente en sendas oficinas. Cierta noche, en la casa, el marido le pidió a su mujer que le copiara un informe que debía presentar el día siguiente. Ella, molesta, se negó: “¿No crees que ya tengo bastante de eso en la oficina?”. Poco después la señora se arrepintió de la forma tan cortante en que había respondido a la solicitud de su esposo. Fue hacia él, se le sentó en las rodillas y empezó a besarlo y a hacerle caricias incitantes. Él, a su vez, la rechazó. Le dijo: “¿No crees que ya tengo bastante de eso en la oficina?”.
Nadie con sentido de la moral y la decencia debería posar los ojos en el vitando cuento que abre el telón de esta columnejilla. Lo narro sólo porque hoy es sábado, día propicio a los desórdenes de la conducta… Un hombre llamado Minucio se divorció de su mujer. Tiempo después ella contrajo nuevo matrimonio. Sucedió que a los pocos días de la boda el tal Minucio se topó en un bar con el flamante marido de su exesposa. Le preguntó, burlón: “¿Qué sentiste al circular por una carretera que yo ya había recorrido?”. Respondió el otro, tranquilo: “Sentí como si estrenara la carretera. Solamente dos pulgadas estaban transitadas”.
El novio le dice a la novia: “¿Por qué no hacemos como si ya fuéramos casados?”. El esposo le dice a la esposa: “¿Por qué ya no lo hacemos como
cuando éramos solteros?”.
Don Calendárico, señor de edad muy avanzada, anunció su matrimonio con Pechina Pomponona, frondosa fémina de 40 años. En esa edad la mujer se halla en la plenitud de su prestancia física, y es dueña de saberes que no poseen las muy jóvenes, a las que en el momento del amor todo se les va en soltar risitas y decir hurtando el cuerpo: “No me agarres ahí porque me dan cosquillas”. El médico de cabecera del provecto galán se preocupó al conocer la noticia del casorio. Pensó que el esfuerzo físico que supondría para don Calendárico el cumplimiento del débito conyugal lo pondría en trance hasta de perder la vida. No sería la primera vez que en su ejercicio profesional conociera casos de hombres que se iban al otro mundo en el momento de disfrutar el mayor goce de éste. Le preguntó al añoso señor: “¿Está usted consciente, don Calendárico, de que este matrimonio lleva consigo el peligro de muerte?”. “Lo sé perfectamente, doctor –respondió el viejo–. Pero, total, si la muchacha muere me busco otra”.
“¿Eres virgen?”. Simplicio, joven varón sin ciencia de la vida, le hizo esa pregunta a Pirulina, muchacha sabidora, al empezar la noche de sus bodas. Con otra interrogación respondió ella: “¡Ay, Simpli! ¿En momentos como éste vas a ponerte a hablar de religión?”.
La señora le dijo a su marido: “Nuestro hijo cumplió ya 16 años. Es necesario que platiques con él acerca de la cuestión sexual”. El marido obedeció a su esposa –todos lo hacemos– y se encerró en su estudio con el crío. Tardó más de una hora en salir. Cuando por fin hizo su aparición le preguntó la señora: “¿Hablaste con él de sexo?”. “Sí –replicó él–. Aprendí mucho”.
En la merienda de los jueves comentó doña Jodoncia: “Antes de venir aquí le serví a mi marido una comida de siete platillos”. “¿De veras?” –se admiraron las señoras. “Sí –confirmó ella–. Le dejé sobre la mesa una pizza y un six de cerveza”.
El padre Arsilio estaba confesando a uno de sus feligreses. Le preguntó: “¿Vas con mujeres malas, hijo?”. “Sí, padre” –contestó el sujeto. Sentenció el buen sacerdote: “De penitencia rezarás cinco rosarios de 20 misterios”. “Pero, señor cura –se azaró el tipo–. ¿No le parece demasiada penitencia por un solo pecado?”. “No te impongo la penitencia por pecador –replicó el párroco–. Te la impongo por tarugo. Vas con mujeres malas, habiendo tantas que están tan buenas”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, viajó a oriente en compañía de don Sinople, su marido. A su regreso invitaron a sus amistades a una cena para mostrarles las 2 mil fotografías que habían tomado en el periplo. A uno de los invitados le llamó la atención no ver entre las fotos ninguna que mostrara una pagoda. Le preguntó a don Sinople: “¿No vieron pagodas?”. Respondió él bajando la voz: “Le pregunté por ellas a un botones del hotel, pero estaban demasiado caras”.
Dos jóvenes gays vivían en un departamento. Uno de ellos le preguntó al otro: “¿Supiste que se divorciaron Juan y Luisa, los vecinos de al lado?”. “No me sorprende –declaró el otro–. Esos matrimonios mixtos rara vez acaban bien”.
Éste era un rey que tenía una hija. Tres pretendientes aspiraban a desposar a la princesa: Ikedo el samurái, D’Artagnan el mosquetero y Pancho el mexicano. Decretó el soberano: “El más diestro con la espada obtendrá la mano de Guangolina”. Así diciendo señaló a un mosquito que revolaba por la habitación. El samurái sacó su sable y de un tajo partió en dos al insecto en pleno vuelo. Otro mosquito volaba en torno de los espadachines. D’Artagnan sacó su espada y lo partió también en dos, pero cuando los pedazos caían volvió a partir en dos cada pedazo. El rey señaló a un tercer mosquito. Fue hacia él Pancho el mexicano y le tiró un golpe con su machete ranchero. El insecto siguió volando. Pancho metió el machete en su funda y declaró orgulloso: “Ese mosco ya nunca podrá engendrar mosquitos”.
Rondín # 11
La mamá de Dulciflor, muchacha en flor de edad, le comentó a su esposo: “¡Cómo ha cambiado nuestra hija! Cuando era niña la llevabas a la cama y le contabas un cuento. Ahora sus novios le cuentan un cuento y la llevan a la cama”.
Se celebró entre los monos de la selva el Campeonato Mundial de Subir y Bajar Palmeras. Se trataba de escalar el tronco de una palma y descender de ella en el menor tiempo posible. Uno de los participantes se llevó fácilmente la medalla de oro; ninguno de los otros se le acercó ni de lejos en velocidad. Los reporteros le preguntaron al ganador. “¿Cómo haces para subir y bajar tan rápidamente?”. Explicó el mico: “Me casé con una jirafa, y cuando estoy gozando el acto del amor de repente me pide que le dé un besito”.
Imaginen mis cuatro lectores a una mujer con el busto de Jayne Mansfield, las caderas de Marilyn Monroe, la cintura de Jean Simmons, las piernas de Marlene Dietrich, los ojos de Gene Tierney, los labios de Sophia Loren, el cuello de Audrey Hepburn, la voz de Lauren Bacall, la elegancia de Grace Kelly, el modo de caminar de Gina Lollobrigida y la simpatía de Mae West. Luego traigan a esa mujer a nuestro tiempo y pónganla en un centro comercial. Todos los hombres vuelven a su paso la mirada para contemplarla. Ella no se molesta por eso, ni lo considera acoso machista. Lo recibe como homenaje a su belleza. Se sorprende, eso sí, cuando un niño que no llega a los 7 años se le acerca y le dice: “¿Podría darme su número de teléfono, señorita?”. Ese niño, no necesito decirlo, es Pepito. La chica sonríe y le pregunta, divertida: “¿Para qué quieres mi número telefónico, pequeño?”. Responde el crío: “Pa’ venderlo”.
En el bar un solitario bebedor apuraba en silencio su tequila. El cantinero le preguntó, compadecido: “¿Le sucede algo, amigo?”. Respondió el otro, sombrío: “Me casé hace unos días. La noche de bodas, llevado por la costumbre, después del primer acto de amor saqué mil pesos de la cartera y se los di a mi esposa. Y eso no es nada. Ella me dijo: ‘Echa otros 100 pesos para el taxi, guapo’”.
Un tipo llegó al café con la cabeza vendada. “Me pegó el Petiso” –declaró. Los amigos se asombraron. Le dijeron: “El Petiso es chaparro y delgaducho. Debe haber tenido algo en la mano para golpearte así”. “Tenía una pala” –dijo el tipo. “Y tú –preguntó otro– ¿no tenías algo en la mano?”. “Sí respondió el herido–. Tenía una bubis de la esposa del Petiso. Pero eso no sirve de mucho en una pelea”.
Don Chinguetas, marido casquivano, llegó a su casa en horas de la madrugada. Doña Macalota, su mujer, lo observó con ojos aquilinos mientras se desvestía. Buscaba algún indicio de que su cachondo esposo había estado en un evento húmedo de los que acostumbraba. Efectivamente: el bellaco, en su prisa por regresar a casa, había olvidado ponerse la ropa interior después de su aventura de esa noche. Doña Macalota le preguntó, furiosa: “¿Y la camiseta y el calzón?”. “¡Caramba! –exclamó con simulado asombro don Chinguetas después de revisarse–. ¡Los ladrones del Metro se vuelven cada día más hábiles!”.
Don Astasio llegó a su casa después de su jornada de trabajo como tenedor de libros en la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S.A. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular. Y es que, como dice un inteligente y querido amigo mío, de tres cosas debe precaverse el hombre que ha llegado ya a la edad madura: el catarro, la caca y las caídas. En efecto, esas tres C: los males respiratorios, los del estómago y las roturas de huesos que con las caídas vienen son grandes enemigos de quienes rondan ya el “arrabal de senectud” a que se refirió Manrique en sus dolientes Coplas. Pero advierto que me estoy apartando del relato. Vuelvo a él. Se dirigió don Astasio a su recámara a fin de reposar un poco sus fatigas antes de la cena. Al abrir la puerta de la alcoba se le quitó de pronto el apetito. He aquí que su esposa, doña Facilisa, estaba yogando con un desconocido en el mismísimo lecho conyugal. Al ver aquello el cornígero señor prorrumpió en dicterios sonorosos contra la pecatriz y su mancebo. A ella le gritó: “¡Prójima!”, palabra que la Academia define en una de sus acepciones como “mujer de dudosa conducta”. Al sujeto le espetó otro injurioso término: “¡Mangajo!”, que significa “persona despreciable”. Desde su posición en decúbito supino doña Facilisa se volvió hacia su marido y le reprochó en tono lamentoso: “¡Ay, Astasio! ¡Cualquiera de estos días vas a poner en riesgo nuestro matrimonio con tus absurdos celos!”.
En horas de la madrugada doña Macalota escuchó ruidos en la habitación donde dormía Florilina, la joven y pizpireta criadita de la casa. (Pido disculpa por la incorrección política. Entiendo que ya no se puede decir “criada” o “sirvienta”; se debe decir “trabajadora doméstica). Recelando algún otro devaneo de don Chinguetas, su casquivano esposo, fue doña Macalota al cuarto de la curvilínea chica. En efecto: con ella estaba el lúbrico señor practicando el H. Ayuntamiento. “¡¿Qué haces aquí, Chinguetas?!” –le reclamó airada la ofendida esposa. El cachondo marido fingió estupefacción. Bajó de donde estaba subido y restregándose los ojos dijo con simulado asombro: “¡Santo Cielo! ¿Hasta dónde me llevará este sonambulismo que padezco?”.
“Lleva este avión a Las Vegas o te mato!”. Así le dijo un individuo al piloto del jet poniéndole el cañón de su pistola en la cabeza. “Imposible –respondió el piloto sin turbarse–. Este vuelo va a Salt Lake City, Utah, una ciudad totalmente distinta a Las Vegas. Además, si me matas se estrellará el jet por falta de piloto”. “Entonces –amenazó el sujeto– mataré al copiloto”. Repuso éste: “También se estrellaría el jet. Se necesitan dos para hacer el aterrizaje”. El de la pistola apuntó entonces al navegante del avión. “¡Si no me llevan a Las Vegas –profirió– lo enviaré al otro mundo!”. Replicó el navegante: “Yo soy el que guía la nave. Si me matas es muy probable que en vez de llevarte a Las Vegas te lleven a Cuitlatzintli, en México”. Rugió el asaltante: “¡Entonces mataré a la azafata!”. Los tres –piloto, copiloto y navegante– se miraron entre sí: en caso de no obedecer al individuo seguramente su compañera moriría. La chica, empero, permaneció impávida, flemática e impertérrita. Fue hacia el hombre y le musitó algo al oído. El tipo puso cara de terror y exclamó lleno de pánico: “¡Oh no! ¡Eso no! ¡Me rindo! ¡Entréguenme a las autoridades, pero no puedo hacer eso!”. Los pilotos lo desarmaron y lo ataron de pies y manos. Luego, intrigados, le preguntaron a la azafata: “¿Qué le dijiste que tanto lo asustó?”. Respondió ella: “Le dije que si me mataba tendría él que hacerles a ustedes lo que yo les hago cuando entro en la cabina y cierro la puerta tras de mí”.
El encargado del censo le preguntó a Himenia Camafría, madura señorita soltera: “¿Qué edad tiene?”. Respondió ella: “Cuento 35 años”. Inquirió, suspicaz, el censista: “¿Y cuántos no cuenta?”.
Aquel pobre anciano se hallaba en el lecho de su última agonía. “Por Dios, don Desperato –le rogó el padre Arsilio–. Ya se confesó usted, ya comulgó y ya le administré los santos óleos. Tenga más confianza en la misericordia del Señor”. Y es que en vez de tener en las manos un crucifijo o un rosario el infeliz tenía un extinguidor de fuego.
Onanito contrajo matrimonio. La noche de bodas, tras consumar las nupcias, le dijo a su flamante mujercita: “No estuvo mal, pero estas cosas las disfruto más yo solo”.
Un amigo de don Cornulio lo invitó a visitarlo para mostrarle el telescopio que acababa de comprar. “Desde aquí se ve tu casa –le dijo mirando a través del aparato–. Mira: tu esposa está abriendo la ventana de su cuarto”. Comentó don Cornulio: “Seguramente quiere ventilar la habitación”. Continuó el amigo: “Ahora se está quitando la ropa”. Don Cornulio arriesgó: “Seguramente tiene calor”. Prosiguió el otro: “Ahora se está acostando de espaldas en la cama”. Declaró don Cornulio: “Seguramente está cansada”. “¡Oye! –exclamó el amigo con azoro sin quitar el ojo de la lente–. ¡Ahora un hombre está entrando por la ventana de la recámara de tu señora!”. Don Cornulio se preocupó: “¡Caramba! ¡Seguramente entró a robar!”.
El novio de la hija de don Poseidón se presentó a pedir su mano. (La de la muchacha, digo, no la de don Poseidón). El genitor sometió al pretendiente a un exhaustivo interrogatorio: le preguntó cuánto ganaba. Habiendo obtenido una respuesta que lo satisfizo, pues el sueldo del galán alcanzaba no sólo para mantener a su hija, sino también a don Poseidón y a su señora, el viejo entabló una conversación sobre diversos temas con el solicitante. Cuando éste se retiró don Poseidón habló con su hija. “Parece un buen muchacho –le dijo–. Se merece una buena mujer. Cásate con él antes de que la halle”.
La señorita Himenia le preguntó a don Añilio para qué servía el alcanfor. “Entre otras cosas –explicó él– sirve para ahuyentar insectos perniciosos. ¿Ha visto usted las bolitas de las polillas?”. “No –respondió ella–. ¿Y usted?”. “Claro que sí” –repuso don Añilio. “¡Caramba! –se admiró la señorita Himenia–. ¡Qué buena vista tiene!”.
El doctor Kinso rindió su informe ante los socios de la Academia Científica de Ciencias. Expuso: “La doctora Ranidina, estimada colega, y quien les habla estamos tratando de conseguir que los monos catirrinos de Borneo se reproduzcan en condiciones de cautividad. Como observamos que los machos se mostraban indiferentes a las hembras ideamos un ingenioso modo de excitarlos: los hicimos que vieran películas pornográficas. Les presentamos ‘Colegialas calientes’, ‘Placeres prohibidos de una esposa’ y ‘Mil noches en un harén’”. En eso el profesor Dickhead, decano de las académicos, levantó la mano: “Dos preguntas me gustaría hacerle, compañero. La primera: ¿dio resultado el procedimiento? La segunda: ¿dónde puedo conseguir esas películas?”. Respondió el interrogado: “A la salida del Metro las venden en versión pirata. En cuanto al experimento debo informar a ustedes que la exhibición de películas pornográficas no dio resultado en lo monos, pero sí en la doctora Ranidina y en su servidor”.
Lord Feebledick regresó a su finca rural después de la cacería de la zorra. Venía mohíno, pues su fiel caballo Thunder le fue infiel. En vez de ir tras la zorra, según los cánones ordenan, fue tras la yegua de Miss Highrump con intención evidente de erotismo. Eso causó la hilaridad de los demás jinetes. Entró a su recámara el señor y lo que vio aumentó su enojo: lady Loosebloomers, su esposa, estaba en el lecho conyugal entrepernada con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de los faisanes. Bufó lord Feebledick varios juramentos, unos aprendidos en Eton, los demás en sus campañas de la India, y tras reprender severamente a Ung por descuidar sus deberes laborales fue a su estudio; llamó a Pricko, el mayordomo, y le pidió que le sirviera un vaso grande de whiskey, sin hielo ni agua, sino así, directo. Inquirió el criado, a quien sorprendió tan inusual demanda: “¿Le sucede algo al señor?”. Respondió, sombrío, lord Feebledick: “Mi mujer me es infiel”. “¡No es posible! –se indignó el mayordomo–. Entiendo que la señora engañe a milord, pero ¿a mí?”.
La señora dio a luz. El tocólogo que la atendió le dijo: “Debo hacer de su conocimiento que su hijo nació hermafrodita”. “¿Qué es eso?” –preguntó inquieta la mujer. Respondió el facultativo: “El bebé presenta al mismo tiempo características de hombre y de mujer”. “¿Cómo? –exclamó la señora–. ¿Quiere eso decir que tiene pene y cerebro?”.
Babalucas fue a una tlapalería y le dijo al dueño que en su casa tenía una plaga de ratones. El hombre le entregó una caja con unos polvos blancos. Le dijo: “Póngaselos en el agujero”. Replicó el badulaque, receloso: “¿Y en qué afectará a los ratones el hecho de que me los ponga ahí?”.
Un tipo le preguntó a otro: “¿Es cierto que Menegilda Pompisdá es medio ligera?”. “¿Medio? –replicó el otro–. ¿Qué la partieron a la mitad?”.
Rondín # 12
“No podemos seguir viéndonos aquí”. Eso le dijo al odontólogo su amante, una mujer casada. Y es que sus encuentros amorosos tenían lugar en el consultorio del dentista, un día por semana. “¿Por qué no podemos vernos aquí? –preguntó él–. ¿Quieres que vayamos a un motel, con todos los riesgos que eso implica para tu honra y mi reputación? Además ha subido mucho el precio de las habitaciones, y más si pides una con jacuzzi. En mi consultorio no corremos ningún peligro, y nos hallamos a salvo de miradas indiscretas. Todos piensan que estás en tratamiento; nadie sospecha de lo nuestro. A tu marido le dices que vienes a que te saque una pieza dental, y él se lo cree”. “Sí –replicó, mohína, la mujer–. Pero ya nada más me queda un diente”…
El pequeño Edipito llegó a la academia cuando ya había empezado la lección. Le preguntó su maestro: “¿Por qué llegas tan tarde?”. Explicó el pequeño Edipo: “Venía a tiempo, profesor, pero se me ocurrió darle un besito a mi mamá y…”
Un solitario individuo bebía su copa en una mesa de cantina. Se le veía triste, lleno de aflicción, como si una inmensa desgracia lo agobiara. El tabernero, compasivo como todos los de su oficio, fue hacia él y le preguntó solícito: “¿Le sucede algo, amigo? ¿Puedo serle de ayuda?”. Respondió el otro, sombrío: “Tuve una discusión violenta con mi esposa Uglilia. Ella me dijo que en castigo no me daría sexo en todo un año”. “¡Qué barbaridad! –exclamó el de la cantina sinceramente condolido–. ¡Con razón está usted tan compungido y apesadumbrado!”. “Sí –confirmó el sujeto ahogando un sollozo–. ¡Hoy se cumple el año!”.
El notario público hizo venir a su despacho a la curvilínea chica. Le informó solemnemente: “Señorita Dulcibel: como usted sabe, hace una semana falleció don Magnesio, de quien usted fue secretaria. Meses antes de su muerte el señor hizo testamento. Pues bien: usted es su legataria”. “¡Óigame no! –protestó con enojo Dulcibel–. Pasé con él varios fines de semana, no lo puedo negar, pero eso no significa que sea yo eso que usted dice”.
Babalucas preguntaba muy intrigado: “Si es cierto que los chinos son ahora los nuevos magos de la tecnología, ¿por qué entonces siguen comiendo con palitos?”.
Don Poseidón, granjero acomodado, llamó por teléfono a una tienda que vendía artículos por correo y preguntó cuánto costaba el paquete de rollos de papel higiénico. Le contestó el encargado: “Puede usted encontrar el precio en nuestro catálogo”. Respondió don Poseidón. “Si tuviera su catálogo no necesitaría papel higiénico”.
Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, le dijo a su marido: “Tengo ganas de conocer el lobby bar del Hotel Zar de las Rusias. Mis amigas me cuentan que es un lugar muy elegante, decorado bellamente. Está de moda y quiero conocerlo”. Él trató de disuadirla; le dijo que era un bar como todos. Ella, sin embargo, insistió en su petición. Dijo que no era posible que sus amigas conocieran un lugar al que ella no había ido. Tanto porfió que por fin el marido, como todos los maridos, se rindió al deseo de su mujer y la llevó al famoso bar. Apenas habían ocupado su mesa cuando se acercó a ellos la estupenda morena que vendía cigarros y flores y le dijo a don Chinguetas: “Al rato quiero tener contigo una conversación privada. Necesito que me aclares algo”. Tras decir eso la guapa fémina se alejó meneando provocativamente su estupendísimo derriére. Doña Macalota se indignó. Hecha una furia, le preguntó a su casquivano esposo: “¿Quién es esa mujer?”. “No me lo preguntes –contestó, sombrío, don Chinguetas–. Bastantes problemas voy a tener para explicarle a ella quién eres tú”.
“Una vez ante un médico famoso llegóse un hombre de mirar sombrío”. “¿Qué le sucede?” —le preguntó el facultativo, que no era otro que el doctor Ken Hosanna. Respondió el tribulado caballero: “Padezco el problema que el vulgo soez llama ‘naranjas de Paraguay’”. “¿Qué significa eso?” —inquirió el galeno, pues nunca había oído el zafio término. “La frase —contestó no sin pena el visitante— equivale a lo que de un tiempo a esta parte se conoce como ‘disfunción eréctil’. Tal es mi padecimiento, y vengo a pedirle que me prescriba algún medicamento, ya sea tomado, untado o inyectado, que me alivie esa discapacidad fálica que me hace pasar muchas vergüenzas tanto en mi casa como fuera de ella”. Preguntó el médico: “¿Qué edad tiene usted, señor... ?”. “Pitocáido -completó el paciente-. El próximo mes cumpliré 70 años”. “Eso explica la dificultad que tiene para izar el lábaro de su virilidad —le indicó el facultativo-. A su edad eso del sexo ya no se da muy bien. Recuerde usted el bello soneto del Nigromante: ‘¿Por qué, Amor, cuando expiro desarmado de mí te burlas?’, etcétera”. Replicó el señor Pitocáido: “No conozco a ese caballero, pero debo mencionar que tengo amigos de mí misma edad, y aun mayores, y ellos dicen que todavía funcionan”. “Usted también diga lo mismo” –le sugirió el doctor. “Pero ellos no mienten –declaró el paciente-. Mi compadre Pichón, por ejemplo, conserva íntegras sus facultades amatorias. Me lo han dicho la portera del edificio, la vecina del 14, la muchacha de servicio, la dueña de la tienda de la esquina, mi hermana Clarabel, mi prima Lirilina y mi tía Margarola”. “Eso también es natural —contestó el doctor Hosanna—. Mire usted: en esto del sexo tenemos una cuota. Lo vamos a hacer determinado número de veces a lo largo de la vida. Lo hacemos y se acaba. Haga usted de cuenta que tiene una ristra de mil cohetes. Avienta sus mil cohetes al aire; llega el momento en que ya no tiene más cohetes qué aventar”. “Entiendo, doctor —repuso el señor Pitocáido—. Pero sinceramente yo no creo haber aventado mis mil cohetes al aire”. “Puede que sea así -admitió el doctor Pitocáido—. Pero debe usted contar también todos los que le tronaron en la mano”.
Ningún poema inmortal ha sido escrito por un bebedor de agua. La frase pertenece a Horacio, de quien se dice que era famoso catador de vinos. Don Cucoldo y su compadre Pitorraudo estaban tomando en la cantina “La Hermana de Lord Byron”. Cucoldo se preocupó al ver a su compadre cariacontecido, morriñoso y apesadumbrado. Le preguntó: “¿Qué le pasa, compadre? ¿Sigue teniendo problemas con su esposa?”. “No –contestó Pitorraudo–. Ahora el problema es con la suya”. “¿Con la mía? –se sobresaltó don Cucoldo–. ¿Qué problema tiene usted con mi esposa?”. El tal Pitorraudo dio un largo trago a su bebida y respondió sombrío: “Creo que nos está engañando”.
Un señor vio un sitio de estacionamiento frente al banco. Le preguntó al policía de la puerta: “¿Puedo estacionarme aquí?”. Con laconismo respondió el jenízaro: “No”. El otro inquirió atufado: “¿Y luego todos los que se estacionaron aquí mismo?”. Replicó el policía: “Ellos no preguntaron”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue de vacaciones con su joven y guapa prima Gerinelda. Al llegar al hotel pidieron habitaciones vecinas. En el desayuno Gerinelda le contó a la señorita Himenia: “Anoche entró en mi cuarto el gerente del hotel. Me dijo que al verme se había enamorado de mí perdidamente, y que si no me le entregaba ahí mismo se pegaría un balazo en la cabeza”. “¡Mano Poderosa! –se espantó la señorita Himenia–. Y tú ¿qué hiciste?”. Replicó Gerinelda: “¿Oíste algún disparo?”.
El reportero de espectáculos le preguntó al galán cinematográfico: “¿Cuántas esposas ha tenido?”. Preguntó a su vez el artista: “¿Mías?”.
Babalucas fue a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo que con frecuencia lo asaltaban las tentaciones de la carne, peligro que se hacía mayor porque él se dejaba asaltar. “¿Qué hago, señor cura?” –le preguntó afligido. Respondió el amable sacerdote: “Ora, hijo”. Contestó el badulaque: “Las 6 y cuarto”.
Una paciente del doctor Wetnose, reputado ginecólogo, se veía extenuada, exánime, agotada. Le dijo al médico: “Así me tiene la encendida libídine de mi marido. Cada noche me requiere para sedar sus rijos, y no hallo cómo sofrenar sus eróticos impulsos. Si me acuesto bocarriba se me sube. Si me acuesto sobre el costado izquierdo, por ahí me llega. Si me acuesto sobre el costado derecho, me llega por ahí”. Le sugirió el sabio facultativo: “Acuéstese en decúbito prono, o sea boca abajo”. “¡Uh, doctor! –exclamó la señora–. ¡Cómo se ve que no conoce usted a mi marido!”.
Pompilina, muchacha en flor de edad, contrajo matrimonio con el señor Vetulio, caballero de muchos almanaques. Al año de casada fue a la consulta del doctor Wetnose, reputado ginecólogo, y le manifestó su inquietud por no haber encargado aún familia. La interrogó el facultativo, y se enteró de que el esposo de la joven mujer rondaba los 80. Le sugirió, insinuante: “Si quiere usted quedar embarazada deberá buscar alguna ayuda. ¿Me entiende?”. “Sí, doctor” –replicó Pompilina. Y le aseguró que de inmediato la buscaría. Meses después regresó con el médico. A más de una amplia sonrisa de felicidad lucía las evidentes señas de un próspero embarazo. Le dijo el doctor Wetnose, sonriendo también: “Veo que buscó usted ayuda”. “Sí, doctor –respondió ella–. Lo único malo es que mi marido también embarazó a la ayuda”.
Simplicio se hizo novio de Ugolina. La pobre chica era feíta, por decir lo menos. A la madre del mancebo no le gustó nada su futura nuera, y así se lo manifestó a su hijo. Él se atribuló. “¿Por qué no te gusta mi novia, mamá?”. “Es muy fea” –respondió, claridosa, la señora. “Madre –opuso Simplicio con solemnidad–: la belleza de Ugolina está en su interior”. Sugirió la madre: “Pues pélala, hijo”.
El Creador hizo los cielos, la tierra y los océanos, y dio vida también a las criaturas que los pueblan. Se dispuso a descansar, pero en eso la gallina le pidió audiencia. “¿Qué quieres?” –preguntó el Padre. “Señor –replicó la gallinita–. O haces más chico el huevo o haces más grande el hoyo”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, visitó una casa de asignación, mancebía, ramería, manfla o lupanar, y contrató los servicios de una de las señoras que ahí laboraban. Al empezar la acción el cliente vio en el cuerpo de la mujer un sospechoso insecto. “¿Qué es eso?” –preguntó escamado. “No lo sé –replicó ella–. Soy prostituta, no entomóloga”.
La maestra de Pepito les mostró a los niños un cartel en cual aparecían los enanitos de Blanca Nieves en el momento de ir a sus labores en la mina. Caminaban uno tras otro con expresión feliz. Quería la profesora que sus pequeños alumnos aprendieran que el trabajo produce satisfacción y gozo a quien lo cumple. Les preguntó: “¿Por qué los enanitos se van riendo?”. Al punto respondió Pepito: “Seguramente porque la hierbita les hace cosquillitas en los güevitos”.
Dulcilí, muchacha ingenua, casó con Pitorrango. La noche de las bodas, cuando el galán inició el foreplay tendiente a consumar el matrimonio, ella le dijo inquieta y desasosegada: “Estoy muy nerviosa, mi amor. Mira cómo me tiemblan las piernas”. “Es natural –respondió Pitorrango–. Saben que dentro de un momento las voy a separar”.
Rondín # 13
Cebilia y Crasia estaban en muy buenas carnes, por no decir que eran gorditas. Cierto día un hombre empezó a seguirlas al tiempo que les decía: “¡Bomboncitos! ¡Caramelitos! ¡Panquecitos!”. Cebilia se volvió hacia él: “¡Qué lindos piropos dice usted, señor!”. Respondió el tipo: “No son piropos. Soy médico dietista, y les estoy diciendo lo que no deben comer”.
Un señor de edad más que madura acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna. Le dijo: “Mi esposa y yo tenemos ya cuatro hijos, y no queremos tener más. Muy rara vez hacemos el amor –digamos una vez por semestre– pero aun así ella se niega a usar cualquier método anticonceptivo, pues dice que los hijos los manda Dios, y cada vez que tenemos sexo sale embarazada”. Sugirió el médico: “Recuérdele a su señora que también Dios nos envía la lluvia, y sin embargo nos ponemos impermeable”. “No hará caso –replicó el señor–. Cuando discutimos yo tengo siempre la penúltima palabra, igual que todos los marido. Mejor recomiéndeme algo para mí”. Le informó el doctor Hosanna: “Me acaban de llegar estas píldoras anticonceptivas para hombre. Son infalibles. Tómese una cada noche, y de ese modo su esposa ya no quedará encinta”. El señor siguió al pie de la letra el tratamiento, pero éste no dio resultado: la señora volvió a embarazarse. Cuando nació la criatura el tribulado padre regresó con el doctor Hosanna. Le indicó el sabio galeno: “Ahora tómese usted dos píldoras cada noche”. Lo hizo el señor, y volvió a suceder lo mismo: de nueva cuenta su mujer quedó en estado de buena esperanza. Tras el nacimiento del bebé el médico le recetó al señor que se tomara tres píldoras diarias. De nueva cuenta la prescripción fue inútil: otra vez la señora volvió a encargar familia. El doctor Hosanna, entonces, escribió en el expediente del señor: “Pienso que las píldoras se las está tomando el hombre equivocado”.
“Sufre usted ninfomanía” –le informó el doctor Duerf, célebre analista, a la joven mujer que acudió a su consulta. Replicó ella: “No la sufro, doctor. Antes bien la disfruto bastante”.
La esposa de don Poseidón, granjero acomodado, le pidió a su marido que hablara con su hijo “acerca de lo que hacen las abejitas y los pajaritos”. Así le dijo. Añadió la señora que el muchacho tenía ya 18 años y no sabía nada acerca de ese delicado tema. El genitor llamó a Bucolito –tal era el nombre del mancebo– y le dijo: “Tu mamá quiere que hable contigo acerca de lo que hacen las abejitas y los pajaritos”. “Qué hacen, ’apá?” –se interesó Bucolito. Le preguntó don Poseidón: “¿Recuerdas que hace un mes fuimos a Cuitlatzintli a vender la cosecha de maíz?”. “Sí, ’apá” –respondió el hijo. “¿Y recuerdas que fuimos a una casa donde había unas señoras muy pintadas?”. “Lo recuerdo bien, ’apá” –aseguró el muchacho. “¿Recuerdas –preguntó de nuevo el padre– lo que hicimos con ellas?”. Replicó Bucolito con una amplia sonrisa: “Claro que lo recuerdo, ’apá”. “Bueno –remató don Poseidón–. Eso es lo que hacen las abejitas y los pajaritos”.
El marido tenía una pistola. Así, cuando encontró a su esposa en el lecho conyugal con otro hombre, le disparó al amante toda la carga del revólver. Suspiró la señora: “Cero y van cuatro. Ay, Hildegardo: con ese modo tan radical que tienes de reaccionar vas a acabar quedándote sin amigos”.
Dos padres de familia hablaban de los peligros que corrían sus hijos varones en edad de merecer. “Salen con una muchacha –comentó uno de ellos–, y la chica puede tener herpes o sida. ¡Cómo me gustaría que mi hijo conociera alguna muchacha a la antigüita, que simplemente tuviera gonorrea!”.
Don Valetu di Nario, señor de edad madura, acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le manifestó “Doctor: tengo problemas para izar la vela de la barca en que antes navegaba sin problemas por el mar deleitoso del amor”. El facultativo no entendió la barroca expresión que usó el señor Di Nario para decir que sufría de disfunción eréctil. Cuando éste le explicó en términos llanos lo que le pasaba le indicó: “Antes del acto del amor coma usted mucho y beba más. Recuerde la máxima latina: ‘Sine Cerere et Libero friget Venus’. Sin Ceres y Baco –es decir sin comer y beber– Venus se enfría”. Pasaron unos meses, y el provecto señor regresó con el sapiente médico. Su problema de ineptitud fálica, le dijo, persistía. Recomendó el galeno: “Antes del acto del amor no coma ni beba nada”. “Pero, doctor –se desconcertó don Valetu–. La última vez que lo consulté usted me sugirió que antes de ir a la cama fuera a la mesa y comiera y bebiera en abundancia. Ahora me dice que no coma ni beba nada”. “Señor mío –replicó, solemne, el doctor Hosanna–. La ciencia médica evoluciona cada día”.
Bucolito, el hijo mayor de don Poseidón, granjero acomodado, tuvo dimes y diretes con Ligeria, una chica que tenía fama de ser de envases de muy poco peso, por no decir que era de cascos ligeros. Semanas después la muchacha salió embarazada. “¡Caramba! –se preocupó Bucolito–. ¡Espero que la criatura no sea mía!”. Al poco tiempo la hija de don Poseidón, Eglogia, tuvo conversación carnal con un agente viajero de la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S. A. de C. V., y a resultas de esos diretes y esos dimes quedó ligeramente embarazada. “¡Caramba! –exclamó Eglogia preocupada–. ¡Espero que la criatura no sea mía!”.
El hijo de Usurino Matatías, el avaro mayor de la comarca, le pidió a su padre algo de dinero. Quería invitar a cenar a una linda chica a la que cortejaba. De mala gana el ruin señor le dio al muchacho una menguada cantidad. Ya en el restorán la chica vio la carta y dijo: “Supongo que pediré la langosta”. Le sugirió el galán: “¿Por qué no supones otra vez?”.
Doña Jodoncia, la tremenda esposa de don Martiriano, le contó a su vecina: “Hoy le di 100 pesos a un pedigüeño”. “¡Cien pesos! –se asombró la vecina–. Y ¿qué dijo tu marido?”. Contestó doña Jodoncia: “Me dijo: ‘Gracias’”.
El rabino Lamden y el padre Estolio conversaban una tarde. El sacerdote le preguntó al rabino: “Tengo curiosidad por saber si alguna vez ha comido usted carne de puerco”. “Lamento decir que sí –se apenó el rabino–. En cierta ocasión me comí un sándwich de jamón, y debo confesar que me gustó bastante”. Tras unos instantes de silencio le dijo el rabino al sacerdote: “Ahora es mi turno de preguntar. Dígame, amigo mío: ¿alguna vez ha estado usted con una mujer?”. “Me avergüenza decir que sí –respondió el cura–. En cierta ocasión me acometió el deseo de la carne, e incurrí en pecado de fornicio con una joven y bella feligresa de mi parroquia”. Tras otro instante de silencio habló el Rabino Lamden: “Mucho mejor que un sándwich de jamón ¿verdad?”.
Iba a empezar la noche de bodas. El novio tomó por los hombros a su flamante mujercita y le preguntó, solemne: “Dime, Liriola: ¿es la primera vez que haces esto?”. Respondió ella: “Antes dime cómo lo vamos a hacer, y luego te diré si es la primera vez que lo hago”.
Un merolico voceaba en una esquina un elixir para devolver la juventud. Lo acompañaba una niña de 6 años. Cierto transeúnte se detuvo al oír el pregón del individuo y le preguntó: “¿Funciona ese producto?”. “Desde luego, amigo” –le aseguró el merolico. Y volviéndose a la niña le dijo: “¿Verdad que sí funciona, abuela?”… .
Después de mucho porfiar Libidio consiguió por fin que Dulcibel accediera a entregarle su más íntimo tesoro. Antes de comenzar las acciones le preguntó ella, nerviosa: “Si hago lo que me pides ¿me respetarás mañana?”. “Por supuesto –respondió el sujeto–. Claro, si lo haces bien”.
Don Algón llegó a media mañana a su oficina y se sorprendió al ver a su linda secretaria Rosibel despeinada y con las ropas en desorden. Le contó ella, llorosa: “Un individuo irrumpió en la oficina y me hizo víctima de sus más bajos instintos. Luego salió a toda prisa sin decir palabra”. “¿Cómo es posible? –se indignó sobremanera don Algón–. ¿Quieres decir que se fue sin hacer ningún pedido?”.
Afrodisio Pitongo vio en la puerta de una casa un letrero que decía: “Miss Tifori. Masajes integrales”. Atraído por el sugestivo anuncio entró y le pidió a la bella mujer que atendía a los clientes que le diera uno de esos masajes. Ella lo hizo desvestirse y tenderse en la cama de masajes cubierto sólo por una breve toalla. En seguida procedió a masajearlo con tal arte que Afrodisio tuvo en la entrepierna una conmoción imposible de disimular. “¡Caramba! –sonrió ella–. Eso no se puede quedar así. Regreso en unos minutos”. Pasaron 15 o más. Afrodisio la esperaba, ansioso. En eso asomó la cabeza Miss Tifori y le preguntó: “¿Ya terminó el señor?”.
“Perdí mi inocencia tras los arbustos de un parque” —relató evocadoramente Babalucas—. Y la ocasión habría sido más memorable aún si no hubiera estado ahí yo solo”.
Doña Macalota se molestó bastante al ver que don Chinguetas, su casquivano esposo, veía con atención reconcentrada a una chica de esculturales formas que paseaba su belleza por la playa. Le preguntó, irritada: “¿Qué tiene ella que no tenga yo?”. Le contestó don Chinguetas: “Tiene lo mismo que tú. Sólo que ella lo ha tenido 30 años menos”.
Don Languidio, señor de edad madura, le pidió a su médico de cabecera algún potenciador sexual –así dijo él: “potenciador sexual”— que lo ayudara a cumplir sus deberes maritales. El facultativo le entregó una pastillita azul y le recomendó: “Pruebe sus efectos con alguna linda chica”. Replicó don Languidio: “Con las lindas chicas no necesito ningún potenciador sexual”.
Lord Highrump narró en el club sus experiencias personales: “Compré un jet. A los pocos meses el piloto hizo un mal aterrizaje. Por fortuna no hubo desgracias personales, pero como el piloto iba borracho la compañía aseguradora no cubrió los daños. Perdí ahí 5 millones de dólares. Compré luego un yate. El capitán lo estrelló contra un arrecife, y el yate se hundió en minutos. Afortunadamente nos salvamos, pero como el accidente fue por negligencia no pude cobrar el seguro. Perdí otros 5 millones de dólares. Luego conocí a una hermosa chica. Me casé con ella. Al año se divorció de mí y tuve que darle 5 millones de dólares. Permítanme, amigos míos, que les dé un consejo. Si vuela, flota o folla, mejor renten”.
Rondín # 14
Don Algón dormía profundamente en horas de la madrugada cuando sonó de pronto el timbre de la puerta. Alarmado se puso una bata y acudió a abrir. Quien llamaba era un astroso pedigüeño. Le pidió al ejecutivo: “¿Puede darme 20 pesos para una taza de café?”. Don Algón se enfureció: “¿Para pedirme 20 pesos me despiertas a las 3 de la mañana?”. Respondió el pordiosero: “Yo no le digo a usted a qué horas haga su trabajo. No me diga a mí a qué horas debo hacer el mío”.
Sigue ahora un cuentecillo que doña Tebaida Tridua, censora de la pública moral, reprobó con acritud. Las personas de moral estricta deben abstenerse de leerlo… El papá de Pepito le dio una lección sobre la manera de hacer pipí: “Número uno: ábrete la braguetita. Número dos: saca tu cosita. Número tres: haz el pellejito hacia atrás. Número cuatro: haz pipí. Número cinco: sacude tu cosita. Número seis: haz el pellejito hacia adelante. Número siete: guarda tu cosita. Número ocho: cierra la braguetita. Número nueve: lávate las manitas”. Poco después la mamá de Pepito le informó a su marido: “El niño no quiere salir del baño”. “¿Por qué?” –se extrañó el padre. “No sé —repuso la señora-. Está repitiendo una y otra vez: ‘Tres-seis; tres-seis; tres-seis’”.
Don Algón le dijo a su socio: “No perdamos de vista a la nueva secretaria. Al llenar su solicitud de empleo, en la parte correspondiente a ‘Sexo’ escribió 18 páginas a renglón cerrado”.
Susiflor platicaba con su abuelita acerca de su nuevo novio (el nuevo novio de Susiflor, no de su abuelita). “¡Es un bombón!” –le comentó feliz. “¿Un bombón? –repitió la abuela–. Pues ten cuidado, hija. Los bombones engordan”.
Babalucas no sabía nada de beisbol. Se sorprendió entonces al ver que un bateador iba con lentitud a la primera base sin haber golpeado antes la pelota. Le preguntó a su vecino de asiento la razón de aquello. El aficionado le explicó: “Es que tiene cuatro bolas”. Babalucas se puso en pie y le gritó a toda voz al pelotero: “¡Camina con orgullo, hombre! ¡No cualquiera tiene eso!”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más helada del planeta. Tan fría es que hizo un viaje a Costa Rica y congeló la lava de todos los volcanes que en ese bello país están activos. Don Frustracio, el marido de la glacial señora, pasaba las de Caín por la absoluta indiferencia que ella mostraba en materia de sexo, pues en él ardían aún los rijos de la sensualidad. Así las cosas, fue con el médico de la familia y le confió su sinsabor. “Dele dos de estas pastillas a su esposa –prescribió el facultativo–. Contienen un poderoso agente erógeno que pone en la mujer incontenibles ansias amorosas”. Esa noche don Frustracio deslizó las dos grageas en la taza de leche tibia que solía beber su esposa ya en la cama, y él mismo se tomó cuatro a fin de fortalecer su personal libido. Pasaron unos minutos, y de pronto doña Frigidia se enderezó en la cama y profirió con fuerte voz: “¡Quiero un hombre!”. Don Frustracio gritó igualmente: “¡Yo también!”.
He aquí un chiste de humor rojo… Don Languidio Pitocáido llegó a su casa y le contó a su esposa: “El médico de la compañía me revisó de la cintura para arriba y me asignó media pensión”. “Pendejo –lo motejó ella–. Si le hubieras dicho que te revisara de la cintura para abajo te habría asignado pensión completa”.
Sigue ahora un chiste de humor blanco… El hombre atraviesa por tres edades. En la primera cree en Santo Clos. En la segunda ya no cree en Santo Clos. En la tercera él es Santo Clos.
Y a continuación viene un chiste de humor negro… Babalucas y dos de sus amigos, Manano y Malsino, fueron a nadar en la playa. Gozando estaban la caricia de las olas cuando alguien gritó de pronto: “¡Tiburón, tiburón!”. Babalucas, alegre, siguió la canción de Mike Laure: “Tiburón, tiburón. Tiburón a la vista, bañista…”. No era canción: era alarmado aviso. En efecto, se vio en la superficie de las aguas la aleta de un enorme escualo. Todos se apresuraron a salir del mar. Malsino, sin embargo, no apareció. Inútilmente Babalucas y Manano lo buscaron. De pronto surgió un grito de horror entre la muchedumbre: las olas habían arrojado un brazo a la playa. Lo vio Manano y le dijo a Babalucas: “Es de Malsino. Mira: tiene el tatuaje de un corazón atravesado por una flecha con el nombre de la mujer a quien amó en su vida: Gargariola”. Otro grito de espanto salió de la multitud. El oleaje había depositado en la playa una pierna. Dictaminó Manano: “Es de Malsino. Mira: tiene todavía la huella de la patada que la hermosa Gargariola le propinó cuando quiso darle un beso”. En eso se escuchó otro grito, ahora de horror y espanto al mismo tiempo. Las olas habían traído a la orilla del mar una cabeza. Manano se preocupó bastante. Dijo: “La cabeza flotó sobre las aguas, señal de que estaba vacía por dentro. No cabe duda: es de nuestro amigo”. Babalucas recogió la cabeza y le preguntó angustiado: “¿Estás bien, Malsino?”.
Declaró don Chinguetas: “El sexo es la fuerza que mueve al mundo”. “Sí –confirmó su mujer–. Pero tú ya no empujas nada”.
El vendedor puerta por puerta era joven y atractivo. La señora de la casa era igualmente joven y coqueta. Así que no es de extrañar que después de un breve rato de conversación ambos hubieran caído en un abrazo de índole claramente pasional sobre el sillón grande de la sala. En ese ardiente trance erótico se hallaban cuando se abrió la puerta de la calle y entró el marido de la pecatriz. El visitante, cosa explicable, se asustó sobremanera. “No te preocupes –lo tranquilizó la mujer–. Es árbitro de futbol. No ve nada”.
Onano se llamaba, y era dado al solitario entretenimiento que en inglés se llama jack off y en los bajos fondos de nuestro País es designado con vulgarismos tales como “chaqueta”, “cascaroleta” y otros de similar jaez. Cierta noche Onano bebía solo en una cantina de barrio. Lo hacía en forma extraña: pedía dos tequilas; uno se lo tomaba él y el otro lo vertía en el hueco de su mano derecha. El cantinero, que por razón de su oficio era curioso, le preguntó por qué hacía eso. La pregunta molestó a Onano. Respondió: “¿Acaso no puedo invitarle una copa a mi pareja amorosa?”.
Babalucas comentó: “Mi hijo tiene 14 años y toca el piano como Rubinstein: con las dos manos”.
Los amigos de don Cornulio le dijeron: “Deberías poner persianas en la ventana de tu alcoba. Anoche pasamos por tu casa y te vimos haciendo el amor con tu mujer en forma tal que las películas porno de Marilyn Chambers y Ron Jeremy parecen caricaturas de Bugs Bunny si se les compara con lo que tú estabas haciendo”. Replicó don Cornulio: “A mí no me vengan con amonestaciones, reprensiones, admoniciones, exhortaciones o recomendaciones. Yo andaba de viaje, y ni siquiera estuve anoche en mi casa”.
Er Niño de las Bellotas, conocida figura del toreo, llegó a su casa muy mortificado después de torear una corrida peligrosa. Con acento sombrío le dijo a su mujer: “Malas noticias, Relicaria”. “¡Señor del Gran Poder! –profirió ella, alarmada–. ¡No me digas que el toro te empitonó!”. “Peor todavía –contestó Er Niño–. Me empitosí”.
El paciente abrió los ojos en su lecho de hospital y al ver a su esposa exclamó: “¡Qué hermosa mujer!”. El médico les dijo en voz baja a los familiares del enfermo: “Ahora sí me preocupo. Está empezando a delirar”.
La profesora les pidió a los niños que dijeran una palabra que tuviera varias oes. Rosilita sugirió: “Goloso”. Juanilito propuso: “Coloso”. Pepito respondió: “¡Goooooooool!”
¿En qué se parece una pizza mediana a un trabajador que gana el salario mínimo? Ninguno de los dos puede alimentar a una familia de cuatro.
El doctor Ken Hosanna le hizo la circuncisión a don Perpucio, quien a su edad empezó a sentir molestias en el bálano. Una semana después de la intervención envió su recibo de honorarios, que llegó a la casa de don Perpucio junto con el recibo de la luz. Le dijo el señor a su mujer: “Sólo tengo dinero para pagar uno de los dos recibos. ¿Cuál de los dos pago?”. Sin vacilar, contestó ella: “Paga el de la luz. Si no lo pagas la CFE te puede cortar la luz. En cambio el médico, aunque no le pagues, no puede cortarte la ésta”.
“Soy ninfómana”. Así, con admirable laconismo, le dijo la bella mujer al doctor Duerf, siquiatra. Prosiguió: “Si un hombre, cualquier hombre, llama a la puerta de mi departamento –algún vendedor; un mensajero; el muchacho del periódico–, abro; lo jalo por el brazo; lo arrastro hasta mi cama y ahí le hago el amor apasionadamente. Y eso es todos los días”. “Su compulsión es grave –manifestó, solemne, el doctor Duerf–. Usado en esa forma el mueble puede sufrir daños severos. Le diré qué debe hacer. Vaya ahora mismo a su departamento; cierre bien la puerta y no la abra a nadie hasta que escuche tres toques lentos seguidos de dos rápidos”.
Rondín # 15
Pomponona la Pechugona, vedette de moda, casó con don Crésido, un vejancón gordo, arrugado, calvo y patituerto, pero que tenía mucho dinero. Al día siguiente del matrimonio la cantatriz volvió a su casa y de inmediato empezó a hacer trámites tendientes a divorciarse de su cónyuge. Una amiga quiso saber por qué. Le explicó Pomponona: “La noche de bodas se me presentó al natural. Y, la verdad, se ve muy feo sin su cartera”.
El cuentecillo que sigue es surrealista… Una señora llegó a la tienda de materias primas y le pidió al dueño: “Quiero 100 gramos de gelatina sin sabor”. Preguntó el tendero: “¿Sin qué sabor la quiere?”. Respondió la clienta: “Sin sabor fresa”. “No tenemos –le informó el hombre–. Sólo hay sin sabor limón, sin sabor piña y sin sabor naranja. ¿De cuál le doy?”. “De ninguna –respondió con enojo la señora–. Yo la quería sin sabor fresa, pero veo que su tienda no está bien surtida”.
Doña Macalota se hallaba en el quinto sueño cuando escuchó ruidos que la hicieron pasar en rápida sucesión al cuarto sueño, al tercero, al segundo y al primero, hasta que finalmente despertó. Observó, recelosa, que don Chinguetas, su marido, faltaba del lecho conyugal. Rápidamente se puso la bata de popelina rosa y las pantuflas en forma del gato Garfield, y fue a investigar la causa de la ausencia. Bien pronto supo que sus recelos eran justificados: el casquivano señor estaba ante la puerta del cuarto donde dormía Caritina, la nueva y curvilínea criadita de la casa, y llamaba con suaves toques al tiempo que decía con voz queda: “Abre, Tinina linda; abre. Soy yo”. Doña Macalota fue hacia él y le espetó hecha una furia: “¡Canalla, infame, majadero, sinvergüenza, bellaco, descarado, tunante, pícaro, bribón!”. “¡Shhh! –le impuso silencio el descarado–. La estoy probando. Si abre la puerta, eso nos demostrará que carece de sentido de la moral y la decencia, y entonces la despediremos”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, recibía a sus amigas en su casa los jueves por la tarde, y a más de ofrecerles una copita de rosoli y un platito de cuchiflíes les presentaba a un poeta que leía sus versos; a un tenor que cantaba canciones de María Grever, o a un conferencista que disertaba acerca de algún tema de interés para las invitadas. Aquella vez la anfitriona llevó al General Store, quien hablaría acerca de la batalla de Salsipuedes. En la conversación surgió el tema de unos soldados que se hallaban en un sitio remoto en el cual todo faltaba. “¡Pobrecitos!” –se condolió la señorita Himenia–. Con gusto les enviaría un camión lleno de comida para que no pasaran hambre”. Una señora declaró: “Yo les haría llegar un camión lleno de ropa de abrigo para que no tuvieran frío”. El General Store manifestó: “Yo les mandaría un camión lleno de viejas. Seguramente eso es lo que más falta les hace”. Al oír eso varias invitadas se pusieron en pie para retirarse, molestas por el exabrupto del rudo militar. “Vuelvan a sentarse, señoras –les dijo éste–. Ni siquiera traigo el camión”.
“¿Engañas a tu marido?”. Esa pregunta le hizo en el confesonario el padre Arsilio a doña Cacariola. Respondió ella: “¿Pos a quién más, padrecito?”.
Una señora comentó: “Mi esposo es mitad inglés y mitad irlandés”. Dijo otra: “El mío es mitad escocés y mitad agua mineral”.
Doña Pasita y don Ruguito, casados por más de medio siglo, caminaban por el parque. Declaró él: “Mañana voy a ir con el ojista”. Ella lo corrigió: “Querrás decir ‘con el oculista’”. “No –negó el viejito–. De ahí estoy bien”. Doña Pasita hizo caso omiso del lapsus de su marido y acotó: “Haces bien en ir a que te revisen la vista. Últimamente he notado que no ves nada bien”. “Claro que veo bien –se amoscó don Ruguito–. Por ejemplo, puedo ver que aquel gato que viene tiene un solo ojo”. “Tiene dos –volvió a corregirlo la ancianita–. Y no viene: va”.
Rosibel le manifestó a don Algón: “Si quiere usted que yo sea su secretaria deberá pagarme 10 mil pesos por semana”. Respondió el ejecutivo: “Con placer”. Precisó la muchacha: “Con placer serían 15 mil”.
Don Calendárico, señor de edad provecta, casó en segundas nupcias con Pompilia, mujer en flor de vida y buenas carnes. La noche de las bodas él vistió una piyama de franela azul con rayas azulitas, gorro de dormir y babuchas con forro de borrega, en tanto que Pompilia se le presentó luciendo un vaporoso negligé, brassiére de media copa, pantaletita crotchless, medias de malla negra con liguero y zapatos de tacón aguja. Él receló al verla así vestida –o desvestida–. Le preguntó, solemne: “¿Eres virgen?”. “¿Por qué me lo preguntas? –replicó Pompilia–. ¿Vas a necesitar algún milagro?”.
El candidato le preguntó a su jefe de campaña: “¿Qué te pareció mi discurso?”. “¡Fantástico! ¡Estupendo! ¡Formidable! –exultó el otro—. ¡Jamás habías estado tan ambiguo!”. Se atribuye a Fiorello La Guardia, alcalde que fue –queridísimo- de Nueva York durante los años de la Segunda Guerra, una chispeante anécdota según la cual, en el curso de una reunión con inmigrantes irlandeses, que son famosos bebedores, una señora de la Liga de la Temperancia le preguntó su opinión acerca del alcohol. Respondió él: “Si habla usted del espíritu benévolo que alegra el corazón del hombre, le aligera él ánimo y le sirve de consuelo en la tristeza, estoy a favor. Pero si se refiere a la diabólica bebida que embrutece a quienes la consumen, provoca su desgracia y la de su familia y acarrea a la sociedad males terribles, estoy absolutamente en contra”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, tenía oído de tísico, como antes se decía. Era capaz de oír el paso de una hormiga a 100 metros de distancia. Alguien le preguntó a qué debía esa extraordinaria facultad. Contestaba: “La adquirí en mis aventuras con mujeres casadas. Ahí aprendí afinar la oreja para oír cuando el marido llegaba y saltar por la ventana”.
Un hombre fue a trabajar en un aserradero en la montaña. El pueblo más cercano estaba a 100 millas de distancia, y no había mujeres en el campamente. Cuando lo acometieron las urgencias de la carne les preguntó a los leñadores qué hacían para atender ese llamado de la naturaleza, tomando en cuenta la falta de representantes del sexo femenino y la lejanía de las poblaciones. Además, les dijo, por su edad y condición –era sobrestante del aserradero- no podía recurrir al solitario recurso que se designa con eufemismos tales como zarandear a Kojak, ajustar la antena, sacudir al cíclope, disfrutar un menage à moi, hacer por propia mano un retiro de efectivo, desafiar a los predicadores, ayudar al desempleado, cooperar para que los optometristas tengan chamba, etcétera. Un leñador le dijo: “En esos casos recurrimos al cocinero Velisnolis”. “¡Ah no! –exclamó el sobrestante-. Hasta la fecha me he mantenido firme en la heterosexualidad, y no voy ahora a batear en la otra novena”. Pasaron las semanas, sin embargo, y llegó el día en que el hombre no pudo ya contener sus rijos de libídine. Les pidió entonces a los leñadores que lo llevaran con el cocinero. Le preguntó uno: “¿Tiene usted 2 mil 200 pesos?”. “¡2 mil 200 pesos! –se sorprendió el otro-. ¿Tanto así cuesta estar con Velisnolis?”. “Sí –confirmó el otro-. 500 pesos para cada uno de los que lo detienen, y 200 para consolarlo”.
“¡Anoche perdí mi doncellez!”. Así le dijo a su padre, llorosa, compungida y tribulada, la hija mayor de don Poseidón, granjero acomodado. El genitor la reprendió, severo: “Eso le pasa a m’hija por no fijarse bien dónde deja las cosas”.
Lord Feebledick regresó a su finca de campo después de haber participado en la cacería anual del Country Club. Venía mohíno y enfadado. Su perro Redprick, en vez de ir tras la zorra, se entregó a un ejercicio nada honesto con una perrilla que ni siquiera pertenecía a alguien conocido, sino que era de plano callejera, lo cual hirió sensiblemente la conciencia de clase de milord. Sus tribulaciones aumentaron cuando al entrar en la alcoba conyugal vio a su mujer, lady Loosebloomers, en apretado trance de fornicio con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de los faisanes. Sin perder su flema británica –a eso lo obligaba la tradición– lord Feebledick le dijo al mocetón: “He tolerado que faltes los lunes al trabajo; que te emborraches cada día y que vendas a los aldeanos la leña de mis bosques. Pero creo que ahora has llegado demasiado lejos”. “¡No, milord! –protestó vivamente el gañán–. ¡Le juro que sólo llegué hasta donde siempre!”.
Bustolina Grandchichier era una joven de mucha pechonalidad. En la oficina uno de sus compañeros de trabajo le preguntó a otro: “¿Ya viste los zapatos nuevos que trae Bustolina?”. “No –replicó el otro–. Y te aseguro que tampoco ella se los puede ver”.
Con motivo del carnaval se llevó a cabo un baile de disfraces en el casino del pueblo. Llegó a la puerta un individuo que no sólo no portaba el distintivo que identificaba a quienes habían sido invitados al sarao, sino que además iba completamente en cueros. Ni siquiera se había puesto loción. Para mayor asombro de los miembros del comité de vigilancia el sujeto llevaba injertada en la parte posterior una maraca de cumbanchero. Explicó a los encargados de admisión: “No fui invitado, es cierto, pero tampoco me dijeron que no viniera. Éste es un baile de disfraces, y yo vengo disfrazado de víbora de cascabel”.
Babalucas llamó por teléfono al médico de la familia y le dijo que su esposa –la de Babalucas– se sentía algo indispuesta. Le pidió el facultativo: “Póngale el termómetro y dígame qué indica”. Regresó el badulaque y le informó: “Marca ‘húmedo y ventoso’”. Precisó el galeno: “Dije ‘termómetro’, no ‘barómetro’”.
“Vamos a la cama. Traigo ganas de follar”. La esposa de Babalucas se azaraba cuando su marido le decía eso, pues a veces se lo solicitaba delante de los niños. Le pidió entonces que usara alguna clave que los pequeños no entendieran. El badulaque le prometió que así lo haría. Aquella misma noche le dijo a su mujer frente a los críos: “Vamos a la ce-a-eme-a. Traigo ganas de follar”.
Cierto sujeto fue al supermercado acompañado por su mujer y por su suegra. A la salida el guardia lo detuvo: se había robado una lata de duraznos en almíbar. Ante el juez el tipo reconoció su culpa. Inquirió el juzgador: “¿Cuántos duraznos trae la lata?”. Respondió el del súper: “Trae 10, su señoría”. “Muy bien –sentenció el del tribunal–. Condeno al ladrón a un día de cárcel por cada durazno”. Intervino la suegra del acusado: “Señor juez: también se robó una lata de chícharos”.
Don Trisagio, devoto rezandero, pasó de esta vida a la otra. Por extraño azar el mismo día se le acabó la suya a Bradomino, labioso seductor de damas. Ambos llegaron juntos a las puertas de la morada celestial. Ese día San Pedro, el portero del Cielo, andaba inquieto y desasosegado, pues no recordaba dónde había dejado las llaves. Tan distraído estaba que por equivocación mandó al purgatorio a don Trisagio, y a Bradomino le franqueó la entrada al paraíso. Pasó una hora, y al revisar sus libros se dio cuenta de su error. De inmediato hizo que un ángel fuera a quitar de penas al piadoso señor, y que otro sacara del Cielo al mujeriego. Llegó jubiloso don Trisagio y le dijo a San Pedro: “¡Al fin podré conocer a Santa Cunegunda, virgen y mártir, de quien fui siempre devoto!”. Al oír eso Bradomino se atusó el bigote y dijo con sonrisa suficiente: “Aún sigue siendo mártir”.
Rondín # 16
Una señora le contó a su vecina: “Anoche mi marido le dijo ‘bruja’ a mi mamá”. “¡El muy canalla! –exclamó indignada la vecina–. Y, ¿qué hizo tu mamá cuando tu esposo le dijo eso?”. Respondió la señora: “Lo convirtió en sapo”.
Doña Macalota, esposa de don Chinguetas, regresó de un viaje antes de lo esperado. Al entrar en la casa oyó música ruidosa que provenía del sótano, y escuchó también risas y gritos. Bajó por la escalera, y lo que vio la dejó estupefacta. He aquí que su consorte se hallaba en ropas muy menores acompañado por tres exuberantes féminas que se cubrían sólo con prendas de la más ligera y transparente lencería. Bailaba el casquivano señor con todas tres al mismo tiempo, a la vez que les hacía carantoñas y les decía cosas como “mamacita”, “negra linda” y “cochototas”. “¿Qué es esto, Chinguetas?” –le preguntó, furiosa, doña Macalota. “Acuérdate, mujer –replicó él con toda calma–. Ahora que me jubilé me sugeriste que me buscara un hobbie”.
“¡Lo que me acabas de hacer no tiene nombre!”. “Ya se lo pondremos, mi amor; ya se lo pondremos”. A ese diálogo entre la princesa maya Nictejá y el príncipe maya Canek-Pec siguió la llorosa queja de ella: “¡Con tus palabras engañosas y tu meliflua labia arrebataste la flor inmaculada de mi doncellez!”. El galán se defendió: “Lo hice para salvarte la vida, cielo mío. Recuerda que los sacerdotes arrojan al cenote solamente a las vírgenes”.
Babalucas fue a comer en restorán. Con un brusco movimiento de su brazo hizo caer al suelo el plato que el mesero le había traído, y que se hizo añicos. Le reclamó el badulaque al camarero: “¿No me dijiste que éste era el plato fuerte?”.
El maquinista del tren vio con espanto que sobre las vías estaban un hombre y una mujer realizando lo que en lenguaje de picardía se llama el H. Ayuntamiento, también conocido como foqui foqui o in and out. Hizo sonar repetidas veces el sonoro silbato de su máquina, pero los folladores no se quitaron de donde estaban, y siguieron haciendo lo que hacían. Con todas sus fuerzas el trenista aplicó el freno de la locomotora, que quedó a escasos centímetros de quienes en forma tan desaprensiva celebraban el acto de la vida con riesgo de la suya. Bajó el maquinista de su lugar al mismo tiempo que el sujeto descendía del suyo, y dijo a los amantes con furioso acento: “¡Desdichados! ¡Por poco me los llevo! ¿No escucharon el pito de la máquina? ¿Por qué no se movieron?”. “Amigo –respondió con toda la calma el follador componiéndose las ropas–. Tú venías. Ella ya iba a terminar. Yo también ya iba a terminar. Y de los tres tú eras el único que se podía detener”.
Ella se llamaba Marguerite. El apelativo de su novio, en cambio, no tenía nada de romántico: respondía al nombre de Erectino. Se hallaban los dos en la sala de la casa de ella abrazándose, besándose y acariciándose con ardimiento cuando de pronto hizo su entrada el papá de la muchacha. La parejita se separó precipitadamente, y ella ocultó su turbación haciendo como que veía el álbum fotográfico de la familia. Al parecer hubo algo que Erectino no pudo ocultar, pues don Poseidón, tras observarlo en modo detenido, le preguntó con simulada cortesía: “¿Hay algo que pueda yo ofrecerle, jovencito? ¿Un refresco? ¿Un café? ¿Una ducha helada?”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, iba a recibir esa tarde a don Calendárico, añoso caballero que la cortejaba con elegante discreción. A fin de incitarlo a hacer algo más que cortejarla fue a una perfumería y le pidió a la encargada que le mostrara algún provocativo aroma. La dependienta le dio a oler una fragancia francesa. “Se llama ‘Peut-étre’ –le dijo–. Eso significa ‘Quizá’”. “No la quiero –rechazó la señorita Himenia–. Dame algo que se llame ‘A huevo’”.
Pepito le preguntó a su madre: “Mami: la vecina del 14, ¿es mi abuelita?”. “¿Cómo puede ser tu abuelita –respondió con extrañeza la señora–, si apenas llegará a los 20 años? ¿Por qué crees que es tu abuela?”. Explicó el crío: “Es que cada vez que mi papá la ve le dice: ‘¡Mamacita!’”.
Salim, un pobre camellero, tenía su humilde casa al lado del palacio del sultán. Una mañana se asombró al ver que el poderoso señor llamaba a su puerta. El sultán, con tono suplicante, le pidió: “¿Me prestas tu baño?”. “¡Cómo! –se asombró Salim–. ¿Tú, dueño de un palacio, me pides mi baño?”. Suspiró el sultán: “Amigo mío, recuerda que tengo 100 esposas”. También Salim dejó escapar hondo suspiro: “Tendremos que esperar los dos, señor. Mi esposa está en el baño, y seguramente tardará más de una hora en salir”.
A aquella chica le decían “El bicarbonato”. A todos los que la tomaban los hacía repetir.
Un ratoncito blanco fue usado en una prueba de laboratorio que mediría los daños que a los fumadores causa el tabaco. Diariamente los encargados del experimento lo hacían aspirar el humo de un cigarrillo. Cierto día el ratoncito escapó de su jaula y fue a dar a un prado cercano. Ahí se encontró con una linda ratoncita que no sólo le brindó todos sus encantos, sino que además lo llevó a una casa donde había sabrosos quesos y mil variadas golosinas. Durante varios días el ratoncito vivió una vida regalada: lo mismo disfrutaba del amor que de toda suerte de suculentas viandas. Una noche, sin embargo, le anunció a la ratoncita que iba a regresar a su jaula. “¿Por qué te vas? –exclamó ella desolada–. Aquí lo tienes todo”. “Es cierto –admitió el ratón–. Pero, la verdad, extraño mi cigarrito”.
Una hermosa chica fue a confesarse con el padre Arsilio. Le contó: “Un muchacho de la Universidad me pidió que le ofrendara mi virginidad. Me negué, padre, y rompí toda relación con él”. “Dios te bendiga, hija –le dijo el sacerdote–. Mereces alabanza por guardarte así de las acechanzas de los hombres”. Prosiguió la chica: “Días después un muchacho del Poli me pidió lo mismo. También lo rechacé”. “¡Bendito sea el Señor! –alzó los ojos al cielo el buen sacerdote–. Otra vez supiste guardar intacta tu pureza. Te felicito”. “No me felicite, señor cura –se avergonzó la joven–. Anoche me entregué a un muchacho del seminario. A él no lo pude resistir. Es muy guapo y tiene gran poder de seducción”. Al oír eso el padre Arsilio se puso en pie y gritó lleno de entusiasmo: “¡Seminario, seminario, ra ra ra!”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión vio la película “Fuego de juventud” (“National Velvet”, 1944, con Elizabeth Taylor, Mickey Rooney y Donald Crisp), y su sola presencia en la sala cinematográfica fue causa de que se congelara el fuego. Una noche –milagro inusitado– la gélida señora accedió a cumplir el débito conyugal, lo cual hacía sólo dos o tres veces por año. Al día siguiente don Frustracio, su marido, amaneció feliz. Se dijo: “Creo que a Frigidia está empezando a gustarle el sexo. ¡Anoche, mientras le hacía el amor, roncó más quedito que de costumbre!”.
Afrodisio Pitongo iba cargando dos enormes bolsas. En cada una llevaba los artículos siguientes: una botella de tequila, otra de whisky, la tercera de ron, y cuatro más de mezcal, ginebra, vodka y brandy, más un centenar de carrujos de mariguana y un paquete grande de condones. Además traía en la mano una Biblia. Se lo topó su amigo Libidiano y le preguntó a dónde llevaba todo eso. “A mi departamento –respondió Afrodisio–. El viernes tendré una orgía, y el sábado otra. Cada bolsa es para una de las orgías”. Inquirió el otro, extrañado: “¿Y la Biblia?”. Replicó el fornicario: “Es que luego es domingo, y no quiero faltar a la iglesia”.
“La vecina del 14 ¿es pistolera?”. Esa insólita pregunta le hizo Pepito a su mamá. La señora, extrañada, respondió: “¿Por qué piensas que es pistolera?”. Explicó Pepito: “Es que cada vez que mi papá la ve le dice: ‘¡Cómo me gustaría echarme un tirito contigo, guapa!’”.
Don Poseidón y doña Holofernes recibieron en su casa al galancete que iba a pedir la mano de su hija. Eran muy jóvenes los novios, de modo que el genitor le dijo al pretendiente: “Creo que deberían ustedes esperar un poco”. Contestó el boquirrubio: “Ella ya está esperando”.
En la merienda de los jueves manifestó Casilda: “No cambiaría a mi marido por diez hombres”. Declaró a su vez Facilda: “Por mi parte yo no cambiaría a mis diez hombres por un marido”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, visitó al señor y la señora Gules, que a más de tener mucho dinero eran coleccionistas de arte: en las paredes de su residencia colgaban cuadros de Manet, Renoir, Degas y otros grandes maestros de la pintura, sin exceptuar de esa grandeza a Toulouse-Lautrec. Doña Panoplia comentó: “Qué bonitos dibujos. ¿Quién es el artista en la familia?”.
Himenia Camafría y Solicia Sinpitier, maduras célibes, fueron al zoológico. El gorila echó mano a Solicia y la abrazó con selvática pasión. Días después Himenia le preguntó a su amiga cómo estaba después de la acometida del gorila. “Muy mal –suspiró Solicia, pesarosa-. No me llama; no me escribe; no contesta mis mensajes…”.
Don Chinguetas fue a hacerse un chequeo en el hospital. Ahí vio a una joven y bella doctora. El casquivano señor le dijo al tiempo que la recorría con mirada resbalosa: “Quisiera enfermarme, para que me atendiera usted”. Replicó ella: “Su enfermedad sería muy rara. Soy ginecóloga”.
Rondín # 17
Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, les anunció feliz a sus papás que ya tenía novia, y que iba a casarse con ella. El señor y la señora se alegraron, pues últimamente veían a su hijo pálido y desmazalado, señal de que necesitaba una mujer. “¿Quién es la afortunada?” —preguntó el papá. “Se llama Guangolina” —respondió con orgullo Simpliciano. Inquirió la madre: “Y ¿es buena contigo?”. “Muy buena –respondió el muchacho-. A todos les cobra 2 mil pesos, y a mí nada más mil”.
“Una noche estuve con una hermosa chica –narró un tipo–. Había yo bebido tanto que la besé desde la frente hasta el ombligo”. Manifestó otro: “Entonces yo he bebido más”.
Todos los días Babalucas compraba un camello. Explicó su esposa: “Es que ve en la tele los anuncios de los cigarros Camel y no los entiende bien”.
El oficio de profeta es muy riesgoso. Si sus profecías no se cumplen, le va mal. Y si se cumplen, le va peor. Es muy raro el arúspice o zahorí a quien la suerte le sonríe. Cierto individuo puso en la ventana de su casa un letrero que decía: “Se dan clases de adivinar el porvenir”. Una bella muchacha llamó a la puerta. El tipo la hizo pasar y le ordenó: “Desvístase; tiéndase de espaldas en aquel diván; flexione sus piernas y sepárelas”. “Oiga –receló la hermosa joven–. Usted me va a follar”. “¡Qué inteligencia! –exclamó el sujeto con tono admirativo–. ¡Ni siquiera le he dado la primera clase y ya está adivinando!”.
Don Corneto abrigaba sospechas de que su esposa lo engañaba. Las abrigaba por dos razones: la baja temperatura reinante y el hecho de que su mujer salía de la casa temprano en la mañana y no volvía sino hasta tarde por la noche. Contrató, pues, a un investigador privado y le pidió que siguiera a la señora y anotara en detalle sus actividades. Al día siguiente el detective la presentó el reporte. Decía así: “8 am. La señora se encuentra con un hombre en un romántico café. Ahí conversan animadamente mientras toman un desayuno ligero. 9 am. Se dirigen a un centro comercial y hacen diversas compras. 11 am. Van a una galería de arte y contemplan las obras ahí expuestas. 1 pm. Salen al campo y disfrutan un pícnic con sabrosas viandas y vino del mejor en un ameno sitio a la orilla de un riachuelo. 3 pm. Regresan a la ciudad y ven una buena película en un cine VIP. 5 pm. Meriendan en una discreta y elegante sala de té. 7 pm. Asisten a un concierto vespertino de la sinfónica. 9 pm. Van a tomar una copa, a cenar y a bailar en un antro de lujo. 11 pm. Toman una habitación en el hotel más caro de la ciudad y ahí hacen el amor. 1 am. Se despiden con besos y caricias, y la señora regresa a su casa”. Al oír eso don Corneto exclamó: “¡No lo puedo creer!”. Preguntó el detective: “¿No puede creer que su esposa lo engañe?”. “No –replicó el marido–. No puedo creer que pueda uno pasársela tan bien con ella”.
Lord Feebledick terminó de leer el Times después del desayuno, y fue a su alcoba a vestirse para la comida. Lo que en el aposento vio arrebatóle su tradicional flema británica: lady Loosebloomers, su mujer, estaba en el lecho conyugal realizando con Wellh Ung, el mebrudo mancebo encargado de la cría de faisanes, lo que los soldados del Cuarto Regimiento de Calcuta llamaban “the old in and out”. A la vista de aquella mayúscula indecencia se le alteraron a milord los cuatro humores corporales: sangre, pituita, bilis y atrabilis. Fuera de sí le gritó al infame follador: “¡Villano malnacido! ¡Te voy a enseñar!”. “Cálmate, Feebledick –le dijo lady Loosebloomers–. Él es el que tiene mucho que enseñarte a ti”.
Don Algón hizo instalar una báscula en la oficina para que los empleados controlaran su peso. Dijo la secretaria Rosibel: “No es necesario el aparato. Yo puedo adivinar el peso de cualquier hombre”. “¿Ah sí? –dudó el gerente–. A ver: ¿cuánto peso yo?”. Contestó Rosibel sin vacilar: “77 kilos 800 gramos”. Subió el hombre a la báscula, que marcó ese peso exacto, “Y yo –preguntó el cajero– ¿cuánto peso?”. “65 kilos y medio” –dijo Rosibel. Se pesó el empleado: tal era su peso, ni un gramo más ni un grado menos. “Ahora dime –la retó don Algón–. ¿Cuánto pesa la caja fuerte?”. “Eso sí no sé –confesó Rosibel–. Nunca he tenido encima una caja fuerte”.
Doña Solina, reciente viuda, le contó a su comadre Chala lo que le había sucedido. “El compadre Pitongo –relató– vino a mi casa dizque a darme el pésame. Después de abrazarme cuatro veces me dijo: ‘Ahora que está usted sola y su alma, y solo también su cuerpo, cuente conmigo para lo que sea’. Eso me dijo. Y yo seria, seria. Siguió el compadre: ‘Usted sabe, comadrita, que siempre me ha gustado’. Y yo seria, seria. Continuó: ‘Quisiera llenar el hueco dejado por mi finado compadre, que en la gloria esté’. Y yo seria, seria. Luego me propuso: ‘Si me permite usted administrarle lo que el difunto dejó estoy dispuesto a pasarle una mensualidad mensual de 100 mil pesos, comprarle cada año coche nuevo y poner a su disposición una tarjeta de crédito sin límite de gasto”. Intervino en ese punto doña Chala: “Y usted seria, seria, comadre”. “No –contestó doña Solina–. Ahí sí ya me ganó la risa”.
La marquesa Grandpompier tenía amores clandestinos con el duque Pelotonne, y al mismo tiempo recibía en su lecho al vizconde Pitognac. Celosos ambos, acordaron batirse en duelo. Se dieron cita una madrugada en el campo del honor, un bosquecillo a las afueras de París. El desafío sería a pistola. Los padrinos pusieron las armas en manos de los adversarios, que se colocaron espalda con espalda. El juez del lance dio una voz y aquellos mortales enemigos empezaron a contar los pasos. En eso llegó a toda prisa una carroza, y de ella bajó apresuradamente la marquesa Grandpompier. Corrió desalada hacia los duelistas y les gritó a todo pulmón: “¡No sean pendejos! ¡Hay pa’ los dos!”.
A aquella chica le decían “La payasa”. Salió con su chistecito.
“Ayer fue mi día de suerte –les contó, feliz, don Cornulio a sus amigos–. Fui por la noche a una casa de mala nota. Ahí estaba mi esposa bailando con un hombre. ¡Y ella no me vio!”.
Miss Thela, originaria y vecina de Jarales, Texas, estaba regando la acera de su casa cuando de pronto resbaló y cayó de pompas en el bote de la basura. Pasaba por ahí Pancho el mexicano. Iba haciendo eses –y erres, y emes– por causa de las copiosas copas que se había tomado. Vio a la miss en tan incómoda postura y comentó en voz alta: “¡Cómo son desperdiciados los gringos! ¡Esa mujer podría servir por lo menos un año más!”.
Sor Bette acompañó a dos internas del colegio a comprarse abrigos. El hombre de la tienda les dijo que los tenía de dos clases. “Éste –les informó– cuesta mil pesos. Este otro vale 5 mil”. Preguntó la reverenda: “¿Por qué tanta diferencia?”. Replicó el hombre: “Es que éste es de lana virgen”. Se volvió sor Bette hacia las chicas y les dijo: “¿Lo ven, hijas mías? ¡La virtud se cobra cara!”.
Un amigo le comentó a Capronio: “Supe que vas a divorciarte, y que contraerás nuevo matrimonio”. “Pensaba hacer eso, en efecto –contestó él–, pero me arrepentí”. “¿Por qué?” –se extrañó el amigo. Explicó Capronio: “Ya no estoy en edad de amansar otra suegra”.
El farmacéutico se desconcertó bastante cuando una joven mujer le pidió en el mostrador: “Deme por favor una caja de toallas sanitarias”. Y luego, alzando los ojos al cielo, exclamó con fervoroso acento: “¡Gracias, Dios mío!”.
Don Fervorino y doña Homilia formaban un matrimonio muy devoto. Él era secretario perpetuo de la Cofradía de Cofrades, y ella fungía como prefecta de la Velatoria Diurna. Quien esto escribe siente una sana envidia de las mujeres y hombres que pertenecen a ese tipo de asociaciones religiosas. Su fe se acendra en el trato con quienes comparten su misma devoción, y en sus reuniones fortalecen su vocación de bien. Alguna vez quizás el escritor tendrá la humildad que se requiere para ser parte de alguna agrupación como las que daban sentido a la vida aquellos esposos. Una tarde don Fervorino y doña Homilia fueron a visitar a don Chinguetas y doña Macalota. Lo hicieron sin aviso previo, con la confianza que les daba haber compartido la misma mesa, hacía dos años, en el desayuno de primera comunión de Carlanguito, sobrino nieto en cuarto grado de don Fervorino, y en séptimo de doña Macalota. A los anfitriones no dejó de mortificarles aquella visita inesperada, pues ella solía dedicar las tardes a ver una serie en Netflix, y don Chinguetas se iba al café con sus amigos. Apechugaron, sin embargo, y resignadamente oyeron la conversación de los piadosos cónyuges. Don Fervorino habló de lo mal que andan el mundo y el pueblo de Chivato, del cual era originario, cuyos moradores no celebraban ya como antes la procesión de Santa Femia, patrona del lugar. Doña Homilia, por su parte, narró con detenimiento la vida del santo del día, San Clorosio, centurión romano que se convirtió al cristianismo y que por eso fue decapitado en Roma en tiempos de Diocleciano. Cada año, relató, Clorosio se aparece en el aniversario de su martirio en el sitio donde tuvo lugar su decapitación. Se le ve caminar llevando su cabeza bajo el brazo. De trecho en trecho se detiene y le da a la cabeza cariñosos besos. Ni don Chinguetas ni doña Macalota eran particularmente religiosos, así que oían con impaciencia las quejas de don Fervorino y la edificante relación de doña Homilia, que a ellos no los edificaba nada. Por fin los visitantes se pusieron en pie para marcharse. “Nos vamos” –anunció don Fervorino. “¡Cómo! –exclamó don Chinguetas fingiendo pena por la despedida y mirando furtivamente su reloj–. ¡Pero si apenas hace 4 horas, 35 minutos y 16 segundos que llegaron!”. “No se apuren –dijo doña Homilia–. Mañana volveremos. Es la fiesta de Santa Emerenciana virgen, cuya vida conozco bien por ser devota suya. Les traeré una estampita suya bendecida por el padre Arsilio”. “Qué pena –se apresuró a decir doña Macalota, cuyo instinto de conservación jamás la abandonaba–. Mañana salimos a Timbuctú, donde estaremos hasta el 2021 por motivos del trabajo de Chinguetas. Pero los esperamos a nuestro regreso”. “No lo olvidaremos –prometió don Fervorino–. Aquí estaremos ese año en esta misma fecha y hora”. “Encomiéndense a Santa Femia y San Clorosio –los exhortó doña Homilia–. Los dos son bastante milagrientos”. Así dijo: milagrientos. “Lo haremos, lo haremos –prometió don Chinguetas abriéndoles la puerta–. Maneje con cuidado, amigo Fervorino. Y usted, señora Homilia, quede con diez”. Quiso decir “con Dios” pero se equivocó. “¡Hasta la vista, Calotita!” –gritó Homilia. Doña Macalota no la escuchó. Estaba ya frente a la tele viendo el siguiente episodio de su serie. “Au revoir, Chinguetas –se despidió don Fervorino–. Y recuerde: el demonio está siempre en acecho”. Don Chinguetas cerró la puerta y se recargó en ella, como si temiera que los visitantes entraran otra vez. Lanzó un suspiro de alivio y rezó en su interior una oración: “Señor: haz que los malos se vuelvan buenos, y que los buenos no nos jodan con su bondad”.
Don Poseidón, ranchero acomodado, asistió a una fiesta en la ciudad. La conversación recayó en el tema de los modismos populares, y alguien dijo que ciertos vocablos que en un país son de uso común en otros pueden tener sentido impropio. “Eso es muy cierto —confirmó don Poseidón—. Por ejemplo, la palabra ‘palo’ tiene varias significaciones”. Algunos invitados se removieron en su asiento esperando una de las inconveniencias con que acostumbraba salir el rústico señor. “Sí —prosiguió éste—. Para nosotros la palabra ‘palo’ designa un trozo de madera, generalmente cilíndrico, más largo que ancho. En cambio para un oriental que está en México un palo es…”. Todos contuvieron la respiración. Y concluyó don Poseidón: “Una suspensión temporal de las actividades laborales”.
La chica del laboratorio de análisis clínicos le informó a Empédocles Etílez: “Ya está el resultado de su examen sanguíneo, señor. Tiene usted en su sangre 90 por ciento de alcohol y 10 por ciento de botanas”.
Don Gerolino era hombre anciano ya. Cierto día uno de sus hijos fue a visitarlo, y encontró a su añoso progenitor en la cama acompañado por la joven y linda criadita de la casa. “¡Pero padre! —profirió escandalizado el visitante—. ¿Cómo hace usted esto?”. “Bastante bien, señor” –se adelantó a responder la criadita. Y añadió don Gerolino con orgullo: “¡Y dosh veches!”.
Un chascarrillo de mal gusto y peor moral cierra el telón de esta columnejilla. Lo leyó doña Tebaida Tridua, censora de la pública moral, y le aplicó el calificativo de “vitando”. Las personas con escrúpulos de moralina harían bien en evitar su lectura… Murió un sujeto a quien por razones que ciertamente desconozco apodaban el Pichón. En su funeral una comadre le dijo a la viuda al darle el pésame: “¡Qué hueco tan grande deja mi compadre!”. Replicó muy ofendida la señora: “¡Si hubieras estado casada 40 años con un hombre como él, tú lo tendrías igual!”.
Rondín # 18
El erotismo, entre otras cosas, hace que los humanos seamos más interesantes que otros animales. Entre ellos, sin embargo, también arde la llama de “L’amor che muove il sole e l’altre stelle” que dijo Dante. En el huerto se encendían las tenues luces con que los cocuyos llaman al amor. Un cocuyito fue hacia la hembrita y para perpetuar la vida. En ese preciso instante estalló un rayo. El cielo todo se llenó con el fulgurante resplandor de la centella, y los ámbitos se estremecieron con el fragor horrísono del trueno. “¡Caramba! –le dijo llena de admiración la hembrita al cocuyo–. ¡Sí que venías caliente!”.
En la mesa del elegante restorán se hallaban una guapa mujer y un hombre que se cubría la cabeza con una bolsa de papel de estraza a la que había hecho dos agujeros para poder ver. Se quejó con molestia la mujer: “Por eso no me gusta salir con hombres casados”.
Florilí era una ingenua chica que poco o nada sabía de la vida. Un galán de apellido Pitonier la invitó a salir una noche. A la mamá de Florilí la puso en guardia el apelativo del sujeto, de modo que amonestó a su hija: “Cuida que las cosas no pasen a mayores”. Sus recelos no eran infundados. El tal Pitonier llevó en su coche a la muchacha al solitario paraje llamado El Ensalivadero, y ahí empezó a ponerle mano. Manos, más bien, pues en el toqueteo utilizó las dos. Ella en principio adoptó una actitud que bien podría inscribirse en el liberalismo económico, pues dejó hacer, dejó pasar, pero a poco no pudo menos que notar una evidente conmoción en su ignífero cortejador. “Mejor llévame a mi casa –le pidió asustada–. Mi mamá me dijo que no dejara que las cosas llegaran a mayores, y veo que ya están creciendo”.
Doña Saturna, así llamada porque tenía muchos anillos, asistió al banquete del Congreso Nacional de Avicultores. Le preguntó a su vecino de asiento: “¿Cuál es su actividad?”. Respondió el interrogado: “Vendo huevos”. “Ha de tener usted poco trabajo –comentó doña Saturna–. En toda mi vida no he visto a ningún hombre que los lleve vendados”.
Rosilita, la pequeña amiga de Pepito, lloraba desconsoladamente. “¿Por qué lloras?” –le preguntó el chiquillo. Contestó Rosilita entre sus lágrimas: “Mi mamá no quiere que Santo Clos me traiga un perrito”. Le sugirió Pepito: “Pídele a tu mamá que entonces ella te traiga un hermanito, y ya verás qué lindo perrito te traerá Santo Clos”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, llamó por teléfono a un cirujano maxilofacial. Le dijo: “Mi esposa se fracturó la mandíbula inferior, y no puede hablar. Me pide que le saque una cita con usted”. Respondió el facultativo: “Deberá ser el próximo año 2018. Todo este mes lo tengo ya ocupado”. “Muy bien –aceptó don Martiriano–. ¿Podría darle la cita en diciembre del 2018?”.
Florilina, muchacha de buena sociedad, se casó contra la voluntad de sus padres con un tipo apellidado Pitorrón, sujeto desconocido sin oficio conocido. La noche de las bodas el sabidor galán le hizo a su flamante mujercita un trabajo de calidad suprema. “¡Caramba! –exclamó la desposada con una gran sonrisa –. ¡Y dicen mis papás que eres un bueno para nada!”.
Afrodisio Pitongo estaba yogando con mujer casada cuando llegó el marido. Apresuradamente salió por la ventana, y ahí se puso en el alféizar en situación precaria, pues se hallaba sin ropa y en el noveno piso. Lo vio el esposo y le preguntó: “¿Quién es usted?”. Acertó a responder el follador: “Soy un ángel”. “¿Ah sí? –contestó el otro, desafiante–. A ver, vuele”. “No puedo” –contestó Afrodisio. “¿Por qué?” –inquirió el marido. Explicó Pitongo: “Es que todavía soy pichoncito”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, vio en la calle a un joven y apuesto boy scout. “Dime –se dirigió a él–. ¿Ya hiciste tu buena obra del día?”. “Sí” –respondió el muchacho. Inquirió la señorita Himenia sonriendo insinuativamente: “¿Y de la noche?”.
Babalucas se parecía un poco a aquel loquito que decía: “Loco loco, pero lo coloco”. Quiero decir que a veces se las arreglaba para tener buena suerte con las damas. Una noche consiguió que Dulcifina, muchacha de buenas prendas corporales, accediera a ir con él en su automóvil al apartado sitio conocido como El Ensalivadero. En el asiento trasero del coche empezaron las acciones. Respirando agitadamente le preguntó la chica a Babalucas: “¿Traes alguna protección?”. “Claro que sí –respondió él–. Siempre cargo mi pata de conejo”.
Ella: “Te he entregado mi virginidad. ¿Qué puedo esperar de ti?”. Él: “¿Un recibo?”.
El jefe de personal a la aspirante a secretaria: “¿Tiene usted referencias?”. La aspirante: “Tengo tres: 90-60-90”.
El señor: “Mi mujer se pone amorosa cuando brilla la luna”. El amigo: “Conmigo se pone así cuando brilla la lana”.
Don Martiriano, el sufrido consorte de doña Jodoncia, a la estupenda morenaza: “Señorita: me dicen que tiene usted fama de destruir matrimonios. ¿Podría hacerme el favor de destruir el mío?”.
La linda chica: “Me dijo mi jefe que si accedía a pasar un rato agradable con él me regalaría un reloj”. La amiga: “A verlo”.
El marido a su esposa, que lo sorprendió en trance erótico con una bella rubia en el domicilio conyugal: “Tú tienes tus ideas para decorar la casa, y yo tengo las mías”.
Doña Gorgolota a sus invitados, luego de que su esposo cayó muerto en la mesa de la comida: “Supongo que después de esto ninguno de ustedes querrá probar mi sopa de hongos”.
La hija: “Me salió un pretendiente riquísimo, pero es viejo, gordo y calvo”. La mamá: “Si es rico entonces es maduro, robusto y de frente despejada”.
El escultor de la Venus de Milo: “La hice así porque los brazos y las manos nunca me han salido bien”.
Capronio a la madre de su esposa: “Usted y yo tenemos algo en común, suegra. A los dos nos habría gustado que su hija se hubiera casado con otro hombre”.
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