Gustavo Díaz Ordaz
Hoy martes 2 de octubre de 2018 se cumple exactamente medio siglo de que la sociedad mexicana fue sacudida por uno de los actos de autoritarismo más brutales y sangrientos en contra de la población civil de que se tenga memoria en el México contemporáneo, una represión que quedó en completa impunidad gracias al corrupto sistema político que concentraba todo el poder en un solo partido, el PRI, que a su vez le dió impunidad total a todos los presidentes de México que emanaron de dicho partido y a los cuales les dió un poder absoluto comparable únicamente al que ejercían los Césares de la Roma antigua con la única condición de que al terminar el sexenio le entregaran la silla presidencial a un sucesor escogido por el mismo presidente de México bajo el esquema del dedazo presidencial.
El incidente del que estoy hablando que hoy se conmemora es la matanza de Tlatelolco. Y el genocida autoritario culpable directo de tal carnicería fue Gustavo Díaz Ordaz, un hombre que llegó a la presidencia de México no por el voto directo del pueblo como ocurre hoy sino bajo el amparo de una simulación de democracia en la que el PRI controlaba todo a través del mismo gobierno especialmente los procesos electorales, a grado tal que era costumbre hablar del PRI-gobierno.
Para evitar que sus cómplices en el genocidio pudieran ser castigados en un futuro lejano, Gustavo Díaz Ordaz asumió –inclusive presumiéndose orgulloso de ello- la responsabilidad de la terrible matanza. Seguramente le ha de haber dicho a sus cómplices y lacayos –principalmente el Secretario de la Defensa Marcelino García Barragán y el Secretario de Gobernación Luis Echeverría: “ustedes no se preocupen, yo asumiré toda la responsabilidad de lo que va a suceder, y al asumir toda la responsabilidad ustedes lo podrán usar como argumento de defensa y así no tendrán que enfrentar ningún tipo de justicia ni ahora ni nunca; y en cuanto a mí no se preocupen por mí porque yo como presidente de México soy intocable y estoy por encima de las leyes y es imposible que se me meta a la cárcel sobre todo cuando el PRI controla todos los procesos electorales y seguirá ganando de todas todas en todas las elecciones ya sea honestamente o recurriendo al fraude electoral”. O sea, la mentalidad propia no de un presidente emanado del pueblo mediante una votación democrática sino de un criminal o el líder de una banda de gángsters que se reparten el poder territorial a su antojo y hacen lo que les da la gana sin que nadie los llame a cuentas.
Se puede preguntar entonces qué podría haberle dejado a México además de tal matanza este genocida sanguinario, impune gracias al corrupto PRI y la vil simulación de democracia bajo el PRI. Irónicamente, en el mal que hizo Díaz Ordaz a México al mismo tiempo le hizo su mayor bien, no porque el sanguinario chacal lo quisiera así sino porque se habrían de dar las cosas tras la matanza de una manera anticipable pero que en ese entonces creyeron que podían manejar.
Los priistas de aquél entonces, ensoberbecidos por el poder que nadie les podía quitar a través de las urnas electorales, en su gigantesca miopía no pudieron darse cuenta de que con el trágico suceso del 2 de octubre de 1968 habían quedado sembradas las semillas para el inevitable desmantelamiento a largo plazo del corrupto sistema político de México. Las víctimas de los sucesos de Tlatelolco no eran unos guerrilleros analfabetas luchando desde alguna sierra para tratar de derrocar al gobierno. Eran estudiantes universitarios que con el tiempo habrían de convertirse en los profesionistas de México que desde sus posiciones de poder y luchando desde las trincheras le cobrarían cara la factura al PRI y al corrupto sistema político prohijado por la mafia priista. Ya como profesionistas, intelectuales y académicos, el anhelo de cobrarle tarde o temprano la factura al PRI por sus crímenes los llevaría a transmitir sus conocimientos y experiencia a nuevas generaciones de estudiantes y profesionistas mexicanos que fueron tomando conciencia de que el PRI tenía que ser echado del poder de un modo u otro.
Los anhelos de desquite de los jóvenes universitarios que fueron testigos vivientes de la terrible masacre que quedó impune gracias a la corrupción imperante a causa del PRI y las semillas de resentimiento que Gustavo Días Ordaz sembró el 2 de octubre de 1968 en las futuras generaciones de profesionistas le terminaron costando muy caro al PRI. Tras la masacre, se habían puesto en marcha mecanismos y sucesos que terminarían escapando del control del PRI y su casta dorada de políticos corruptos al estilo de Carmelo Vargas, el protagonista principal de la pelícuila La ley de Herodes. Antes de la llegada del Tercer Milenio, el pueblo de México ya le había propinado un golpe colosal al otrora omnímodo presidente de México quitándole a Ernesto Zedillo el control absoluto del Congreso de la Unión. Anteriormente, el Congreso de la Unión era simplemente un grupúsculo de políticos zánganos y corruptos cuya función era aprobar de inmediato y sin discusión alguna todas las iniciativas que fueran enviadas por el presidente de México al detentar el PRI una mayoría absoluta en el Congreso de la Unión. Pero Ernesto Zedillo ya no tuvo tal prerrogativa, facilitada por el hecho de que con la creación de un organismo autónomo ciudadanizado llamado Instituto Federal Electoral para la organización de los procesos electorales el gobierno había dejado de tener un control directo sobre las urnas electorales perdiendo con ello su capacidad para el fraude electoral. El ascenso a la silla presidencial de un candidato emanado de la oposición en el año 2000, Vicente Fox, convirtió por vez primera al PRI en un partido de oposición. La mayor humillación le llegó en 2018 cuando en las elecciones presidenciales el PRI pasó a ser el tercer en la lista, pudiendose palpar por vez primera la posibilidad de su desaparición del panorama político, víctima del descrédito y la corrupción que prohijó entre sus filas perpetuada por personajes de caricatura grotesca como Javier Duarte, el gobernador de Veracruz.
Uno de los jóvenes universitarios que fueron testigos directos de la masacre de Tlatelolco ese 2 de octubre de 1968 es Enrique Krauze, hoy reconocido historiador de México, y considero conveniente reproducir a continuación un escrito suyo publicado en el New York Times con motivo de la conmemoración del medio siglo de la matanza de Tlatelolco.
Tlatelolco: El terremoto histórico de 1968
Por ENRIQUE KRAUZE
The New York Times
30 de septiembre de 2018
“El gobierno caerá en un descrédito que nada ni nadie lavará jamás”, escribió el gran historiador liberal Daniel Cosío Villegas tras la matanza del 2 de octubre de 1968, que acabó de tajo con el movimiento estudiantil. Como estudiante de ingeniería en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), participé en el movimiento, acudí a sus manifestaciones y mítines y, a cincuenta años de los hechos, puedo atestiguar el cumplimiento de esa profecía. El 68 fue un terremoto histórico que cambió para bien la vida política de México. Sus efectos llegan hasta nuestros días.
Las metas inmediatas del movimiento eran muy modestas: entre otras, la remoción de jefes de la policía y la derogación de una ley que penaba con cárcel la disidencia política. Los estudiantes no queríamos derrocar al gobierno ni desatar una nueva Revolución cubana. Tampoco teníamos en mente la democracia. Nunca pensamos en fundar un partido, exigir instituciones electorales autónomas o promover el respeto al voto. Lo que en el fondo queríamos era libertad: libertad de manifestación, de expresión y de crítica. A un alto costo las conquistamos, y al paso del tiempo contribuimos indirectamente a la democratización de México. El reciente triunfo de Andrés Manuel López Obrador confirma ese legado: por primera vez en la historia de este país, la izquierda ha llegado al poder en un marco de libertad y por la vía democrática.
En los años sesenta, la juventud mexicana se sentía —como había previsto Octavio Paz en El laberinto de la soledad— “contemporánea de todos los hombres”. Adoptamos los cambios culturales de la época, desde la música, la vestimenta y el pelo largo hasta la libertad sexual y la experimentación con drogas. Nos emocionaba la insurgencia estudiantil en París y Berlín. También nosotros queríamos “prohibir lo prohibido” y lanzar proclamas sobre la revolución y el amor. También nosotros leíamos a Frantz Fanon, Herbert Marcuse y otros teóricos de la liberación.
Las fuentes principales de nuestra rebeldía eran internas. Éramos hijos de la exitosa modernización económica de las últimas tres décadas, pero nos repugnaba el opresivo sistema político del Partido Revolucionario Institucional (PRI), con su retórica caduca, vacía y autocomplaciente. Tuvimos la osadía de pedir un diálogo público con el gobierno. En las calles exclamábamos “¡México, libertad!”. Festivos, irreverentes, exaltados, incendiarios, llegamos a ser alrededor de 400.000.
Por desgracia, nuestro ánimo libertario estaba destinado a chocar con Gustavo Díaz Ordaz, el más autoritario e intolerante de los presidentes de México. Ante la inminencia de las Olimpiadas, que se inaugurarían el 12 de octubre, estaba convencido de que México se había vuelto el escenario de un complot del bloque soviético. “La patria está en peligro”, “Hay que salvar a México”, repetía.
Todo ocurrió en tres meses vertiginosos. El 22 de julio, una pelea callejera entre muchachos de dos escuelas de educación media superior desató la intervención violenta de la policía. El 30, el Ejército atacó la antigua Escuela Nacional Preparatoria, donde centenares de estudiantes se habían replegado. Hubo aproximadamente cien detenidos y algunos heridos. El 1 agosto, Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, encabezó la primera de varias marchas de protesta que se sucedieron hasta mediados de septiembre. Sabíamos que los tanques rusos habían aplastado la Primavera de Praga, pero las amenazas del presidente no nos arredraban. Seguramente, no ocurriría aquí.
Pero ocurrió. El 2 de octubre sobrevino el desenlace. Aunque el Ejército tenía órdenes de disolver el mitin de esa tarde en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, el asalto terminó en un fuego cruzado entre los soldados y ciertos francotiradores misteriosos pertenecientes al “Batallón Olimpia”, un grupo paramilitar creado por el gobierno, apostados en los edificios contiguos. Quienes pagaron con su vida fueron los estudiantes desarmados. El infierno duró horas. Nadie supo jamás el número de muertos. Se habló de cientos. Quizá no llegaron a cien, pero las escenas de horror, las aprensiones y encarcelamientos, los testimonios de tortura, quedarían impresos en la memoria colectiva hasta el día de hoy.
A lo largo de los años se han manejado diversas teorías. Si bien la CIA parecía creer en una conspiración fraguada por Cuba, esta era improbable: México era el único país latinoamericano que se había negado a romper con Castro. Pero esa era la teoría que desvelaba al presidente. En sus memorias inéditas, que pude consultar para mi Biografía del poder, Díaz Ordaz asentó que México estaba “en guerra”. Los estudiantes eran “los contrarios”. Tras la matanza escribió, complacido: “Por fin habían ganado sus ‘muertitos’”.
La verdadera guerra que se libraba en México era la batalla por la sucesión presidencial de 1970. Como era la costumbre desde 1929, el presidente nombraba a su sucesor. Varios secretarios luchaban a muerte por hacer méritos. Ganó finalmente Luis Echeverría, el que a los ojos de Díaz Ordaz tenía “más pantalones”, “el más entrón”. También el que alimentaba su paranoia.
Quizá la mayor contribución del 68 fue a favor de la libertad de expresión. Aunque como presidente —de 1970 a 1976—, Echeverría quiso congraciarse con los universitarios dando un giro retórico a la izquierda, la crítica del diario Excélsior, muy en el espíritu del 68, lo exasperó hasta maquinar en julio de 1976 un golpe que destituyó a su director, Julio Scherer. De nada le sirvió, porque Scherer fundó de inmediato la revista independiente Proceso. Simultáneamente, Octavio Paz fundó Vuelta, una revista cultural también independiente. En unos años aparecieron diarios combativos, como La Jornada y después Reforma. Tras la derrota del PRI en 2000, la libertad de expresión se consolidó en los medios masivos. Su enemigo actual es la alianza del crimen organizado y los gobiernos locales corruptos.
La democracia tardó más en prender. La intensa actividad guerrillera de un sector proveniente del movimiento estudiantil terminó por persuadir al gobierno en 1978 sobre la necesidad de legalizar al Partido Comunista y abrir a la izquierda revolucionaria la vía electoral. En los ochenta, bajo la plena hegemonía del PRI, hubo una creciente competencia de partidos. En los noventa se creó el Instituto Federal Electoral, órgano autónomo del gobierno para organizar las elecciones. El arribo de la democracia dio dos victorias sucesivas al PAN (2000 y 2006), devolvió el poder al PRI (en 2012) y finalmente, en julio de 2018, dio el triunfo al Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).
A cincuenta años de aquel terremoto político del 68, la profecía de Cosío Villegas ha llegado a su desenlace natural. Aunque el PRI sobrevive, ya no es un sistema o un régimen, es un partido más, que no supo borrar las sombras de su pasado. Su derrota es la prueba mayor de que los mexicanos llevamos veinte años de vivir en un régimen democrático que garantiza las libertades y la alternancia de gobierno en todos los niveles.
Con las reglas e instituciones de esa misma democracia, y haciendo uso pleno de esas libertades, Andrés Manuel López Obrador ha logrado una votación que le da el control del Congreso y de la mayor parte de los congresos estatales. Tiene la vía abierta para modificar la Constitución y dominar al Poder Judicial. Tendrá el poder absoluto, como lo tuvieron los presidentes del PRI, incluidos Díaz Ordaz y Echeverría. Es de esperarse que lo use con la moderación, tolerancia, pluralidad y voluntad de diálogo que aquellos presidentes no tuvieron. Y ojalá respete la libertad de expresión, el mejor legado del movimiento estudiantil de 1968.
¿Le debe estar agradecido México a Gustavo Díaz Ordaz por haber ordenado la matanza traumática en Tlatelolco necesaria para poner a México en camino hacia una verdadera y auténtica democracia trayendo consigo la agonía del PRI que hoy vemos en 2018? No, a ese carnicero no le debemos absolutamente nada. Él no previó que lo que se cometió bajo sus órdenes traería tales consecuencias, lo que ha sucedido desde entonces es algo que él no planeó. Y ciertamente ninguno de los priistas de aquél entonces tuvo la capacidad visionaria para comprender que en Tlatelolco se pusieron en marcha sucesos históricos imposibles de detener. De haberlo sabido, tal vez como la mafia que siempre ha sido el mismo PRI se habría encargado de colgar a Gustavo Díaz Ordaz de una horca, cambiando las leyes para poder mandarlo llamar a cuentas así como a sus cómplices Marcelino García Barragán, Luis Echeverría y otros chacales, arrojándolos a unas mazmorras gélidas “por el bien a largo plazo del PRI”. Afortunadamente, no hubo dentro del PRI tales visionarios a largo plazo con la capacidad de tomar cartas en el asunto para garantizarle al PRI una permanencia en el poder por mil años más bajo el sesgo de una democracia simulada. Gracias a ello, a medio siglo de distancia el PRI es un fantasma de lo que alguna vez fue, es un espectro dando lástimas, un tuerto y manco que se tambalea y cae levantándose de nuevo solo para volver a caer. Y la nueva casta dorada de priistas corruptos como Javier Duarte se ha encargado de estarle recordando al pueblo de México las razones del por qué tal vez lo más compasivo y humano en lo que respecta al PRI sea enviarlo al basurero de la historia que es el lugar en donde pertenece y en donde debe terminar de caerle el juicio histórico al no ser capaz de corregirse y enmendarse. No hay mejor manera de honrar a los estudiantes caídos en Tlatelolco ese 2 de octubre que ésta, dándole la puntilla al PRI recordándole a lo que aún queda del PRI en su obituario cómo después de la matanza de Tlatelolco el PRI premió a Gustavo Díaz Ordaz con una opípara pensión garantizada de por vida para que pudiera disfrutar el resto de sus días, pensión que por cierto hoy se le va a quitar a todos los ex presidentes de México pero no por obra del corrupto PRI ni por obra del PAN que había prometido que acabaría con el PRI sino por obra del izqauierdista Andrés Manuel López Obrador que ha advirtió que lo haría dándole el toque final al PRIAN.
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