Desde filósofos hasta cantantes, hay quienes proclaman su convencimiento de que la vida, además de ser un gran escenario en donde todos somos actores de algún papel en el que hemos escogido actuar o el cual nos ha impuesto la vida misma, es también un gran juego un gran juego en el que a veces se gana y a veces se pierde, pero en raras ocasiones siempre se gana o siempre se pierde, y el propósito del juego para cada quien consiste en maximizar sus ganancias y disminuír sus pérdidas, ya sean materiales, intelectuales o espirituales. El compositor Cuco Sánchez escribió en su canción Fallaste corazón lo siguiente: “La vida es la ruleta en que apostamos todos”. Es el único juego en el que no tenemos nada garantizado absolutamente de antemano excepto la muerte, punto en el cual el juego concluye por lo menos para una encarnación (para quienes creen en las reencarnaciones sucesivas, el juego se repite una y otra vez siempre empezando de cero sin ninguna ventaja obtenida de los juegos anteriores). Siendo así, la respuesta a la milenaria pregunta ¿qué es la vida? tendría una respuesta extraordinariamente sencilla, pese a la enorme complejidad de la vida misma.
El sello distintivo de la vida es el velo de misterio e incertidumbre que siempre rodea lo que habrá de suceder no sólo en el futuro lejano sino en el futuro cercano (en Estados Unidos se dice que el el Vice-Presidente está en todo momento a sólo un latido de corazón de distancia de la Presidencia, una referencia a lo que tiene que suceder en caso de que al Presidente en funciones le falle de pronto su corazón). Infinidad de veces, los planes mejor elaborados con gran meticulosidad y detalle por algunas de las mentes más brillantes se vienen abajo por eventos completamente inesperados imposibles de anticipar. Los ejemplos abundan. En 1281, el Emperador de China, Kublai Khan, armó una flotilla gigantesca con un ejército muy numeroso y bien equipado con el que planeaba invadir Japón para apoderarse de dicho país, una invasión que sin duda alguna habría cambiado el curso de la historia. ¿Y qué pasó? Que la flotilla invasora fue enviada al fondo del mar por uno de los tifones más poderosos que hayan azotado la zona, precisamente en esos días, un fenómeno natural tan extraordinario como providencial que los japoneses a los cuales salvó lo llamaron “viento divino”. A este tipo de coincidencias es lo que llamamos el destino. Lo mismo le sucedió al imperio español el 22 de julio de 1588 cuando contaba con una armada tan bien equipada y pertrechada que entonces se le conoció como la Grande y Felicísima Armada aunque un apelativo más usado hoy en día es de de Armada Invencible para dar una mejor idea de la enorme potencia bélica amasada para emprender hostilidades en contra de Inglaterra, justo en los tiempos en los que el imperio español estaba en auge extendiéndose hasta América y Filipinas y recibiendo enormes cantidades de oro y plata de sus colonias en el continente americano. Esta invasión, de haber tenido éxito, habría terminado de tajo con la colonización inglesa de lo que hoy es Norteamérica, y lo que hoy es Estados Unidos no existiría, la historia sería muy diferente de lo que es ahora. Pero al igual que como ocurrió con la poderosa flota ensamblada por el Kublai Khan de China, las turbulentas condiciones meteorológicas en el mar arruinaron los planes precisamente antes de que la invasión española a las islas británicas pudiera consumarse, y los resultados de esta intervención de la mano sutil del destino en los asuntos de los hombres los podemos ver hoy en día. Por su parte, el brillante General Napoleón Bonaparte estaba plenamente convencido de que con su ejército y sus extraordinarias estrategias en el campo de batalla lograría apoderarse de Rusia. Pero lo alcanzó el invierno ruso, y un fenómeno natural acabó con las intenciones de Napoleón, y de hecho terminó acabando a la larga con su imperio. Y lo mismo le sucedió a Adolfo Hitler cuando trató de invadir Rusia, el mismo invierno ruso que sepultó los planes de gloria de Napoleón terminó sepultando también las ambiciones expansionistas de Alemania. Por su parte, la caída del entonces poderoso imperio Azteca se debió, más que a la intrepidez y el arrojo de los soldados españoles, a la epidemia de viruela que los europeos trajeron consigo, algo para lo cual ellos ya habían desarrollado defensas naturales pero los Aztecas no, con la consecuencia de que tal vez hasta un 92% de los Aztecas terminaron sucumbiendo ante lo que puede ser considerado como la primera gran guerra bacteriológica.
La vida nos ofrece muchas lecciones precisamente por las sorpresas inesperadas que nos dá. Se sabe por experiencia que aprendemos mucho más de nuestros errores que de nuestros aciertos. Y de esto deriva una de las más grandes lecciones de la vida: nadie escarmienta en cabeza ajena, muy a pesar del refrán que nos advierte que “más vale prevenir que lamentar”. Tómese el caso del fumador que es incapaz de abandonar su vicio por el tabaco. Antes de que consumiera miles de cigarrillos a lo largo de su vida, forzosamente tuvo que haber empezado con el más importante y el más decisivo de todos ellos: el primero. A partir del primer cigarrillo, empezó por voluntad y decisión propia su proceso de enganchamiento. De no haber comenzado con ese primer cigarrillo, un hábito que terminó costándole mucho tiempo y dinero, un hábito que comenzó voluntariamente creyendo ingenuamente (al igual que todos los demás fumadores) que le sería muy fácil dejarlo en cualquier momento, el día de hoy no tendría en sus manos esos rayos X confirmando un diagnóstico de un cáncer en el pulmón. ¡Cuán equivocado estaba cuando creía que podía dejar el hábito en el momento en el que quisiera! Si pudiera, daría marcha atrás al reloj varios años para tirar ese primer cigarrillo antes de fumarlo, pero ya no puede enmendar ese error, y hoy tiene en sus manos una sentencia de muerte autoinflingida. Pero es aún más grande su desesperación e impotencia al ver cómo otros jóvenes se rehusan a hacerle caso, empezando su propio tabaquismo y que pese a las advertencias que se les dan toman ese primer cigarrillo y repiten exactamente el mismo error.
Si las lecciones de la vida que han ido acumulando los adultos a lo largo de sus vidas pudiesen ser transmitidas de una manera efectiva a las nuevas generaciones para evitarle a los niños y a los jóvenes repetir los mismos errores, hoy no habría un solo muerto o accidentado por andar manejando su carro estando borracho. Tampoco habría jóvenes drogadictos con alguna adicción a las metanfetaminas, a la heroína, al crack o a la cocaína, máxime que ningún niño en edad escolar cuando se le pregunta qué quiere ser de grande responde: “yo quiero ser un drogadicto”. Igual las miles de jóvenes que por la ambición (o más bien la vanidad) de tener una “piel bronceada” o una “piel dorada”, y desoyendo los consejos de los mejores médicos dermatólogos, se asolean en las playas por cientos de horas exponiéndose a lo largo de sus vidas a los “baños de sol” que van destruyendo en forma irreversible y irreparable la piel interna, propiciando con ello la aparición del melanoma o cáncer negro, uno de los tipos de cáncer más agresivos e incurables que se conocen y que puede terminar desfigurando por completo el rostro (convirtiendo a la vanidosa joven en un monstruo) o que en el mejor de los casos puede dejar a la mujer con un cuerpo excesivamente arrugado y “acartonado” pareciendo ancianas de 120 cuando apenas andan en los cincuenta o en los sesenta. Si el daño causado por los rayos del sol fuese inmediato, seguramente protegerían su piel mucho mejor de lo que lo hacen, pero como el daño se manifiesta en forma visible cuando han pasado por lo menos unos diez años (y ya cuando se manifiesta es demasiado tarde para poder hacer algo al respecto), usualmente adoptan una actitud de indiferencia diciéndose en sus adentros: “no veo que todavía me esté sucediendo nada a mí y creo que eso no me va a suceder, eso no me puede pasar”. Pero las estadísticas que no mienten (y que no bajan) demuestran en forma contundente que no hay seres privilegiados y que esas cosas le pueden suceder a cualquiera. Si las duras lecciones que han sido asimiladas en carne propia por quienes ya han sufrido algunas de estas experiencias fuesen aprovechadas por otros quienes aún no son víctimas de sus propios actos y decisiones, las estadísticas bajarían a cero y se mantendrían en cero. Pero como las estadísticas se mantienen constantes (incluso a veces empeoran), queda comprobado que cada generación tiene su propia cuota de necios que pondrán oídos sordos a los consejos acumulados por la experiencia de sus mayores, y que fatalmente seguirán repitiendo los mismos errores, al suponer (como siempre ocurre) que “eso a mí jamás me sucederá”. Y como siempre, es la vida misma la que se encargará de seguir repitiendo sobre otros sus más duras lecciones, salvándose tan solo unos cuantos que sí estén dispuestos a abrir sus mentes y a escuchar y aprender de los adultos y viejos el escarmiento que puede salvarlos de pasar a formar parte de las frías estadísticas como un número más.
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