martes, 11 de septiembre de 2018

Chistes de Catón para el Otoño de 2018



El verano de 2018 ya casi está llegando a su fin, y como acostumbro hacerlo en cada estación del año, es ocasión propicia para poner aquí algunos de los chistes que he ido coleccionando del más prolífico humorista de México y tocayo mío, Armando Fuentes Aguirre “Catón”, dándole seguimiento a la colección Chistes de Catón para el Verano de 2018 que puse en esta bitácora el 18 de Junio de 2018. Nada para empezar a despedirnos del Verano de 2018 y prepararnos para la próxima entrada del Otoño de 2018 que darnos la oportunidad de poder echar una carcajada o estarnos riendo un buen rato con el humorismo de Catón con algunos de los chistes que hasta podemos llevarnos a las fiestas para compartirlos con los demás. Al igual que en otras entradas de este tipo, he agrupado los chistes en rondines de veinte en veinte, numerando cada rondín para permitirle a los lectores de la bitácora el poder regresar posteriormente en otra ocasión al punto en el cual dejaron pendiente su lectura de chistes. Y sin más preámbulos, he aquí los chistes para el Otoño de 2018:


Rondín # 1


“¡Con gusto daría 10 mil pesos por besar su maravilloso busto”. Así le dijo Libidiano, hombre salaz, a la bella mujer que se sentó a su lado en la barra de la cantina “La Hermana de Lord Byron”. Añadió luego con inspirado acento: “Un solo beso el corazón invoca, que la dicha de dos me mataría”. Pechina, que así se llamaba la aludida dama, se sorprendió al oír esa insólita propuesta, pero luego meditó: “Vale la pena considerar la oferta. Aún con la depreciación del peso, la cantidad citada no es para desestimarse, y menos aún en este tiempo de crisis, inflación, carestía y gasolinazos. Además la mercancía de que se trata no es de las que se lleva el comprador. Quien la vende la conserva, y puede hacerla objeto de nuevas transacciones. Por otra parte ¿qué es un beso? Es un madrigal sin palabras; una canción sin música; una promesa silenciosa. Y, viniendo al prosaico mundo del dinero, 10 mil pesos son una buena cantidad. Con ese dinero mi abuelita habría podido comprarse 20 mil tacos de pollo de a tostón. Ánimo, pues. No dejemos pasar esa oportunidad”. Todo eso dijo Pechina en su interior. Luego, uniendo la acción al pensamiento, se dirigió a Libidiano con laconismo comercial: “Vamos”. Salieron los dos del bar y fueron al estacionamiento. Ahí, a la luz de una farola, Pechina se desabotonó la blusa y dejó al descubierto la magnificencia de sus alabastrinos encantos (dos). Los contempló largamente Libidiano y luego dijo: “De veras, con gusto daría 10 mil pesos por besar su maravilloso busto. Ahora que lo he mirado veo que no estaba yo equivocado al externar aquella expresión admirativa. Muchas gracias, señorita, por habérmelo mostrado”. Y así diciendo volvió a entrar en el bar dejando a la asombrada Pechina con sus encantos al aire (dos).

Le avisaron al general rebelde que sería fusilado a las 6 de la mañana del siguiente día. El jefe de las fuerzas leales, hombre considerado, le ofreció: “Mi general: podemos traerle una mujer para que pase con ella la noche”. “Muchas gracias, pero no –declinó el mílite–. Mañana tengo que levantarme temprano”.

El doctor Ken Hosanna le informó a su bella paciente: “Los exámenes médicos muestran que está usted embarazada”. “Imposible, doctor –negó la chica–. Soy señorita virgen”. “Más aún –siguió el facultativo–. Va usted a tener gemelos”. “¡Imposible! –protestó con vehemencia la paciente–. ¡Sólo lo hicimos una vez!”.

En el solitario paraje llamado El Ensalivadero el tímido muchacho le dijo a su ardiente y voluptuosa acompañante cuando ambos estaban ya en el asiento de atrás del automóvil: “Hotilia: tengo tantas ganas de besarte que hasta me tiemblan los labios”. “Eso no es nada, Timoracio —respondió ella respirando agitadamente—. A mí me están temblando los muslos”.

Casó Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna. Al comenzar la noche de las bodas el flamante novio se despojó de su atavío y se mostró corito, o sea sin ropa, a los ojos de su flamante mujercita. Lo miró ella y exclamó luego consternada: “¡Caramba! ¿También en esto hay crisis?”.

Por indicación del veterinario del zoológico, que consideraba inconveniente el apareamiento del canguro y su hembra, el director del establecimiento ordenó que los dos animalitos fueran separados, y entre ellos hizo levantar una cerca de alambre  de 3 metros. Por la mañana el canguro amaneció con su compañera. La cerca fue elevada hasta alcanzar 5 metros. El siguiente día el canguro estaba de nuevo con la hembra. El director mandó que la cerca midiera 7 metros. Igual que las veces anteriores, al siguiente día el canguro estaba muy amartelado con su dama. “Hagan la cerca de 10 metros de alto”-ordenó el director. Esa noche, reunidos otra vez amorosamente el canguro y su hembra, le preguntó ella a su amador: “¿Qué altura crees que llegará a alcanzar la cerca?”. “Aproximadamente un kilómetro -respondió el canguro-, a menos que alguien te encuentre antes en la bolsa la llave de la puerta”.

La rica pero ignorante dama contó en la fiesta que había visto en la tele una película muy vieja, pero muy interesante. Le preguntaron: “¿Qué película es esa?”. Respondió: “Se llama ‘La huella de la vaca’. En los títulos aparece como ‘La huella delatora’, pero claro que no está bien escrito”.

Un hombre obeso en grado sumo estaba entregado a eróticos deliquios con una muchacha de constitución frágil, más frágil aún que la de México. En el arrebato de la pasión le pidió que se moviera. Advirtió sorprendido que la chica abría y cerraba los ojos una y otra vez. Le preguntó: “¿Por qué mueves así los párpados?”. Respondió ella: “Es lo único que puedo mover”.

Lord Highrump, rico señor rural, sorprendió a Jock McCock, el encargado de la finca, haciéndole el amor en el granero a Guinivére, su única hija. Después de hacer que la muchacha se retirara don Poseidón ató McCock al poste central que sostenía el techo. Pero no lo ató por las manos, aunque éstas se las amarró en modo que fácilmente pudiera desatárselas: lo ató al poste por una parte muy sensible de su cuerpo, precisamente por do más pecado había, como dice el antiguo romance del Rey Rodrigo. Luego puso un serrucho recargado en el poste. Le preguntó McCock, temblando: “¿Va usted a cortarme eso?” “No -respondió lord Highrump-. El que te lo va a cortar eres tú. Yo lo único que voy a hacer es prenderle fuego al granero”.

Susiflor, muchacha bien portada, le dijo a Pirulina, amiga suya que tenía bastantes kilómetros recorridos: “Jamás le permito a un hombre que me dé el beso de las buenas noches”. “Yo tampoco —declaró Pirulina—. Por eso hago que se queden conmigo hasta que ya es de día”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, sacó a pasear a su perrita poodle. Había entrado en celo el animalito, de modo que bien pronto convocó a una turba de babeantes chuchos. La empingorotada señora se angustió y llamó al policía del parque. “Por favor, señor gendarme –le rogó-. Disperse a esos canes callejeros. No quiero que ninguno de ellos se acerque a mi  perrita”. “Señora —respondió el guardia—, es muy difícil oponerse a la naturaleza. Estoy seguro de que a su perrita no le gustaría que los dispersara”. Tenía razón el hombre: en ese mismo instante la perrita admitió las atenciones de uno de los perros. “Ni modo –suspiró resignada doña Panoplia-. Policía: deténgame a la perrita mientras yo me volteo al otro lado”.

Libidio, galán concupiscente, ansiaba que Dulcilí, joven ingenua, le hiciera dación de la preciosa gala de su doncellez. Le dijo: “¡Por ti cruzaría el mar a nado! ¡Por ti llegaría volando a la Luna! ¡Por ti movería montañas y haría florecer desiertos! ¡Por ti haría que se detuviera el Sol!”.  Replicó, humilde, Dulcilí: “Lo único que quiero es que te cases conmigo”. “¡Joder! —exclamó Libidio exasperado—. ¡No me pidas imposibles!”.

La golfista novata hizo un tiro. La pelotita salió con fuerza y golpeó a un jugador que iba delante. El tipo, con un grito de dolor, se llevó ambas manos a la entrepierna. Corrió solícita la dama, y muy apenada se disculpó con el sujeto. “Perdóneme —le dijo—. Estoy aprendiendo apenas a dirigir el tiro”. “Pues vaya que me lo dirigió” -gime el dolorido señor sin quitarse las manos de donde las tenía. Ofreció la dama: “Soy experta en masajes terapéuticos. Permítame darle el masaje llamado de Cederschiöld, que consiste en aplicar presiones rítmicas sobre la parte traumatizada a fin de producir un efecto anestésico. Tiéndase en el césped, por favor”. Obedeció el golfista; la señora le bajó el cierre del pantalón y empezó a maniobrar en la correspondiente parte. Después de un buen rato de manipulación (Handhabung en lenguaje técnico) la mujer le preguntó al sujeto: “¿Se siente mejor?”. “Mucho mejor —contestó el tipo respirando con agitación—. Sígale por favor, no importa que el dedo me duela todavía”.

Babalucas marcó el número telefónico de una empresa de mensajería. Le contestó una voz: “Estafeta”. “Salúdela de mi parte -dijo el badulaque-, pero con el que quiero hablar es con el gerente”.

En la clase de Biología la maestra le pidió a Juanito: “Pasa al pizarrón y dibuja un huevo”. El pequeño fue a la pizarra y tomó el gis. Luego empezó a dibujar al tiempo que se metía una mano en el bolsillo del pantalón. “¡Éjele! —gritó Pepito—. ¡Está copiando!”.

Aquel pobre señor de nombre don Molato no tenía dientes. Uno a uno los había ido perdiendo en el largo camino de la vida. Sufría mucho el infeliz, pues no podía comer sino papillas, gachas, migas, sopas, hojuelas y otros alimentos sin consistencia ni sustancia. Además al hablar parecía viejo papandujo: las palabras se le volvían farfulla, tartajeo, y a todos espurría con la saliva que le escapaba de los labios. Sus compañeros de trabajo, compadecidos, hicieron una colecta, y un odontólogo le puso una dentadura postiza que le quedó muy bien, a la medida. Llegó a su casa el hombre con el flamante aditamento, y para darle la sorpresa a su mujer se le acercó por la espalda y después de taparle los ojos con las manos hizo sonar la placa dental con un castañeteo semejante al de los crótalos o castañuelas que pulsaba con suprema habilidad Carmen Amaya, La Capitana. Empezó por siguiriyas, siguió por peteneras, continuó por soleares y dio remate y cima por malagueñas a su dental concierto. Le dijo la mujer: “Quítate, no estés jugando, que ya no tarda en llegar el chimuelo”.

El Padre Arsilio, cura párroco del pueblo, llamó por teléfono a don Volterio, el presidente municipal, que era librepensador y jacobino. “Señor alcalde —le dijo—, hay un burro muerto frente al templo parroquial. Ya tiene ahí todo el día, y nadie ha venido a recogerlo”. “Vaya, vaya —replicó el alcalde, irónico—. Pensé que ustedes los curas tienen obligación de cumplir la obra de misericordia de enterrar a los muertos”. “Así es —respondió el padre Arsilio-. Pero primero debemos avisar a los familiares”.

El banco fue asaltado. Una vez que los asaltantes se retiraron el gerente le dijo a su linda secretaria: “Señorita Duciflor: ¿sería usted tan amable de acompañarme al baño? Ya me anda de hacer pipí, y los de la policía me dijeron que no toque nada hasta que ellos lleguen”.

Aquella señora tenía ya varios años de casada y no había encargado familia. Con la esperanza ya perdida, un buen día, ¡oh, sorpresa!, su vientre comenzó a dilatarse, dando evidentes señas de embarazo. ¡Qué alegría! La señora andaba loca de gusto, y a todo mundo le mostraba con orgullo su incipiente barriga, que día a día crecía más. Pero en una de las visitas al ginecólogo éste notó algo raro, y después de un detenido examen comunicó a la señora: “Lo siento mucho, señora. No se trata de un embarazo. Lo que trae usted es puro aire”. La decepción de la señora, por supuesto, fue muy grande. Llegó a su casa y le dijo a su marido: “Eolio: parece que nada más sirves para inflar globos”.

Doña Icilia se fue a confesar. Le preguntó el padre Arsilio: “¿Vas a misa los domingos?”. Respondió ella, apenada: “En eso ando muy mal, padre. Casi nunca”. “¿Rezas tus oraciones por la noche y al levantarte en la mañana?”. “También en eso ando muy mal, señor cura. Casi nunca”. “¿Das limosna a los pobres?”. “También en eso ando muy mal, padre. Casi nunca”. Inquirió el sacerdote: “¿Le eres fiel a tu marido?”. “¡En eso sí ando muy bien, padrecito!”  —respondió alegremente la señora—. ¡Casi siempre!”.


Rondín # 2


Otro del padre Arsilio. Cada mañana oía la oración que farfullaba Astatrasio, el borrachín del pueblo, ante el altar de San Judas Tadeo: “Necesito con urgencia mil pesos, San Juditas. Mándamelos, por favor”. El bondadoso sacerdote, conmovido por la fe del temulento, lo esperó un día y le dijo: “San Judas escuchó tus oraciones, hijo mío, y por mi conducto te manda estos 500 pesos”. Y es que no había podido reunir toda la cantidad. Al día siguiente don Arsilio vio que el borrachito llegaba llega otra vez ante la imagen de San Judas. Con curiosidad se aproximó y oyó que el ebrio le decía al santo: “Gracias, San Juditas, por el dinero que me enviaste. Pero la próxima vez, por favor, no me lo mandes con el cura. El muy canijo se quedó con la mitad”.

Una gallinita comentó: “Qué aironazo tan fuerte sopló ayer. Cometí el error de colocarme de espaldas al viento, y tuve que poner el mismo huevo siete veces”.

En sus primeros años de matrimonio don Martiriano le dijo por teléfono, temblando, a su tremenda mujer, doña Jodoncia: “Si me lo permites llevaré a mi amigo Celibio a cenar esta noche en la casa”. “¡Estás loco, mentecato! —respondió con voz tonante la mujer—. ¡Bien sabes que se me fue la sirvienta; la casa está hecha un asco; los niños tienen sarampión, al bebé le están saliendo los dientes y llora todo el tiempo; a mi me duele la cabeza; no tengo nada que ponerme, y además el refrigerador está vacío, pues le di a mi mamá parte del dinero de la quincena! ¿Y así quieres traer a la casa a tu amigo?”. “Precisamente –se atrevió a responder don Martiriano—. El pobre quiere casarse, y debo sacarlo de su error”.

Un individuo de nombre Benny Hoganio contrajo matrimonio. La noche de sus bodas, cuando la pareja se disponía ya a ir al tálamo nupcial, Hoganio le dijo a su flamante mujercita: “Antes de consumar nuestro matrimonio quiero que sepas algo de mí que no te dije nunca por temor a perderte”. Preguntó ella con inquietud: “¿Qué es lo que tienes que decirme”. Respondió Hoganio: “Estoy loco por el golf. No puedo pasar un solo día sin jugar por lo menos 9 hoyos. Sólo hablo de golf; sólo leo acerca de golf; nada me importa más que el golf; mi vida toda es el golf. Después de eso que te acabo de decir ¿todavía quieres que llevemos a caba nuestra unión?”. “Claro que sí —respondió ella—. Además yo también tengo mi secreto. Debes saber que antes de conocerte me dediqué a la vida galante”. “¡Magnífico! –se alegró Benny—. ¡Ésa es la clase de vida que nos gusta a los golfistas!”.

Don Frustracio, el esposo de doña Frigidia, le comentó a un amigo: “Pienso que mi mujer me engaña”. ¿Por qué supones eso?” –preguntó el otro. Explicó don Frustracio: “Todos los días le dice al lechero que le duele la cabeza”.

Facilda Lasestas, mujer de amplio criterio y generosidad más amplia todavía –a ningún hombre negaba nunca un vaso de agua–, decidió cambiar de vida y retomar la senda de la virtud y el bien, de la cual se había apartado por completo. Fue con el padre Arsilio, e hizo confesión general de sus pecados, lo cual le tomó casi nueve horas. De penitencia el buen sacerdote le impuso ir a un retiro espiritual. Al segundo día Facilda le comentó a una de las asistentes: “Mis piernas ya se han de haber aburrido una de la otra. Nunca habían estado juntas tanto tiempo”.

Pepito llegó de la escuela. Su papá le preguntó: “¿Qué te enseñó hoy la maestra?”. “Nada –respondió el chiquillo–. Traía pantalón”.

Avaricio Cenaoscuras, hombre ruin y cicatero, se vio obligado a oír la queja de su esposa. Le dijo la señora: “Estoy muy cansada. Hace mucho me prometiste que me llevarías a cenar, y no lo has hecho. Creo que ésta es una buena ocasión para que cumplas tu promesa”. “Está bien –se resignó el cutre–.  Te llevaré al Colón”. La señora se alegró: “¿A ese lujoso restorán que se acaba de abrir?”. “No –aclaró el avaro–. Al colón que se hace en la taquería de la esquina”.

Chicholina tenía el busto muy beneficiado. Su problema era que anhelaba cantar acompañándose ella misma con la guitarra, y no podía hacerlo porque la medida de su busto le alejaba el instrumento de tal modo que no lo alcanzaba. Así pues fue con una cirujana plástica y le pidió que le redujera el busto. El día de la intervención, estando ya la chica bajo los efectos de la anestesia, dijo la doctora: “Olvidé preguntarle a Chicholina de qué tamaño quería que le dejara el busto. Nadie mejor que el residente para opinar sobre esto: él sabrá qué tamaño de busto prefieren los hombres en las mujeres”. Hizo venir al joven practicante y le explicó el problema: “Esta paciente no puede tocar la guitarra por lo grande de su busto, y me pidió que se lo redujera. ¿De qué tamaño crees que se lo debo dejar de modo que les guste a los varones que la van a oír?”. El muchacho echó una mirada al problema –a los dos problemas– y luego expresó su opinión: “Doctora: sería una pena echar a perder esto. ¿Por qué no le sugiere que mejor toque el violín?”.

Simpliciano,  joven adinerado pero ingenuo, se iba a casar con Pirulina. Unas semanas antes de la boda alguien le informó que su novia había corrido ya algo de mundo. “Ahora no sé si casarme –decía muy afligido–, pero a pesar de todo sigo queriendo a Pirulina”. “Cásate con ella –le aconsejó un amigo–, y mira tu matrimonio como una sociedad industrial: tú pones el capital y ella la experiencia”. Un año después del matrimonio Simpliciano tenía la experiencia y Pirulina el capital.

El elegante lord inglés leía en su casa el Times de Londres fumando su pipa y apurando a pequeños sorbos una copa de oporto. James, su flemático mayordomo, se llegó a él y le dijo inexpresivo: “Creo mi obligación, mi lord, comunicar a su excelencia que su esposa se encuentra en la alcoba acompañada en su lecho por un individuo a quien nunca he visto aquí”. Lord Bighorn dobló parsimoniosamente su periódico; apagó su pipa; dejó la copa a un lado y luego le pidió a su mayordomo: “Ve a la sala de armas y tráeme mi rifle Magnum, el que uso para la caza mayor”. James salió y regresó poco después con el rifle. Lord Bighorn le puso una bala en la recámara y junto con James se dirigió a la de su mujer. Abrió la puerta; observó brevemente la escena; levantó el rifle y ¡bang!, con un solo disparo dejó frío al acompañante de su esposa. El mayordomo exclamó lleno de admiración: “¡Qué tiro, milord! ¡Y eso que se estaba moviendo!”.

Don Chinguetas y su esposa doña Macalota dormían profundamente. De pronto ella despertó al sentir una presencia extraña. Llena de alarma movió a su esposo y le dijo: “Un hombre con tufo de borracho entró en el cuarto y se metió en la cama junto a mí”. “Es tu imaginación –contestó don Chinguetas–. Duérmete y déjame dormir”. Así diciendo se dio vuelta en la cama y siguió roncando. A la mañana siguiente don Chinguetas le dijo a su mujer: “Te ves  pálida, agotada y ojerosa. Debes haber dormido mal”. “Así es –respondió doña Macalota con voz feble–. Toda la noche tuve encima a mi imaginación”.

Jactancio, individuo presuntuoso, le dijo a su novia Dulcibella: “Como bien sabes soy vendedor, y a mis clientes siempre les doy una muestra del producto antes de cerrar la operación. Antes de pensar en casarnos quiero que me des una muestra de lo tuyo a mí”. Replicó al punto Dulcibella: “Muestras no te puedo dar,  pero referencias te daré todas las que quieras”.

Doña Pasita y don Pachucho fueron a conocer al bebé de su nieta. Llegaron en el momento en que la joven madre iba a bañar a la criatura. “¿Qué es? –preguntó con ansiedad el abuelo–. ¿Niño o niña?”. Doña Pasita observó muy bien al bebé y luego declaró: “Si la memoria no me engaña, es niño”.

El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus fieles el adulterio a condición de que no lo cometan con la luz encendida), iba a cumplir años. Los miembros de su congregación acordaron hacerle un regalo consistente en un pasaje de avión para Las Vegas y tres noches en un hotel de lujo, todo pagado. El pastor no conocía Las Vegas, pero le habían dicho que era la ciudad del pecado, y a él le interesaba todo lo que tuviera que ver con el pecado, pues era uno de los principales temas de sus sermones junto con el demonio y el infierno. Así, hizo el viaje a Las Vegas. Cuando entró en su habitación del hotel se llevó una mayúscula sorpresa: en la cama lo esperaba una estupenda rubia que no llevaba encima más que unas cuantas gotas de Chanel No. 5. La hermosa fémina le alargó un papel. Decía: “Regalo del Concejo de la Iglesia para su pastor”. De inmediato el reverendo tomó el teléfono y llamó al presidente del Concejo. “¿Cómo se atreven ustedes a poner en mi cuarto a una mujer? –le reclamó airado–. ¿Por quién me toman? ¿Soy acaso un hombre dado al fornicio y la carnalidad? Me han ofendido ustedes; me han faltado al respeto. Esto es algo que no puedo perdonar”. La muchacha, avergonzada, salió del lecho y empezó a vestirse para retirarse. El pastor puso la mano en la bocina del teléfono y le dijo a la chica: “Tú quédate en la cama, linda. Contigo no estoy enojado”.

Las desventuras domésticas de don Cornulio no tienen final. Ayer llegó a su casa en hora desusada y sorprendió a su esposa en el lecho conyugal acompañada no por un sujeto, como de costumbre, sino esta vez por dos, entre los cuales se hallaba la señora feliz de la vida al verse en aquel ménage à trois. No es la primera en participar en un consorcio así: mujeres bastante más famosas que ella se han visto envueltas en semejantes triángulos: Emma Hamilton, por ejemplo, esposa de sir William, embajador de Su Majestad Británica en Nápoles, recibía en su cama al mismo tiempo a su marido y a su amante, el famoso marino lord Horatio Nelson. No cito este histórico caso para justificar la irregular conducta de la esposa de don Cornulio. Lejos de mí tan temeraria idea. En cuestiones de fornicio soy partidario de la morigeración, y repruebo los ménage à trois pues me preocupa la resistencia de las camas. El caso es que el mitrado señor quedó confuso al ver a su consorte en medio de aquellos individuos. Repuesto de su asombro le preguntó, severo: “Dime la verdad, Ligeria: ¿con cuál de los dos me engañas?”.

La curvilínea paciente salió del consultorio del doctor Ken Hossana. Asomó éste y le dijo a su recepcionista: “La cuenta de la señorita es de mil pesos. Págueselos”.

Los escoceses tienen fama de ser muy cuidadosos con el dinero. Una noche cierto escocés fue con su esposa a cenar en restorán. Estaban ya en los postres cuando un pesado candil se desprendió del techo y le cayó encima a la señora. De inmediato el escocés llamó al mesero y le pidió: “Cuentas separadas, por favor”.

En el campo nudista la linda chica le dijo al azorado socio: “¡Caramba, don Ereccio! ¡Creo que está teniendo usted malos pensamientos!”.

Las monjitas del convento de la Reverberación se compraron una vaca a fin de tener leche para el desayuno. Por desgracia la mencionada res salió de mal carácter. Cada vez que sor Bette, la encargada del animal, se disponía a ordeñarla la vaca se encrespaba; mugía en forma tal que se adivinaba que estaba maldiciendo; tiraba coces y daba furiosos coletazos. Cansada de ese proceder sor Bette le dijo a la inurbana res: “¡Mala bestia! Si no te gusta que te agarren las tetas ¿por qué no te metiste a monja?”.


Rondín # 3


Después del acto del amor, que celebraron en la alcoba a oscuras, la esposa encendió la luz y dijo: “Sí: eres tú”. Al marido lo sorprendió esa inusual declaración. Le preguntó a su mujer: “¿Por qué me dices eso?”. Explicó ella: “Es que lo hiciste tan bien que pensé que no eras tú”.

Hamponito, el pequeño hijo del narco de la esquina, le contó a su padre: “Tuve un pleito con un niño, y me dio un puñetazo en la nariz, otro en la boca, uno más entre quijada y oreja, el siguiente en el plexo solar y el último en el estómago”. Don Hamponio inquirió, ceñudo: “Y ¿te vengaste?”. “Claro —respondió el chiquillo—. Si no me vengo me mata”.

Una perrita de la calle le dijo a otra: “Sentémonos. Ahí viene el perro ése de la nariz muy fría”.

Cuento triste. El niñito le preguntó a su madre: “Mami: en la escuela me dicen que eres prosti. ¿Qué significa esa palabra?”. Contestó la señora: “No me vengas con preguntas ahora que estoy tan ocupada. Dile al siguiente señor que pase”.

Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Su esposa fue al salón de belleza. Cuando salió la vio Capronio y dijo: “Bueno; la lucha se le hizo”.

El doctor Duerf, célebre analista, le indicó a su paciente: “No llegaremos a ninguna parte, señor Nego, si cada vez que le pregunto algo usted me contesta: ‘Qué chingaos le importa’ ”.

“Tengamos sexo”. Esa descarada invitación le hizo Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, a Dulciflor, linda muchacha. “No puedo –opuso ella-. Soy virgen”. “Tengamos sexo -insistió el lascivo galán-, y en los siguientes días te rezaré una novena”.

Don Chinguetas y su esposa doña Macalota fueron a una agencia de viajes. Ella le dijo al encargado: “Mi marido y yo queremos hacer un viaje en las vacaciones de verano”. Don Chinguetas se apresuró a decir: “Continentes separados, por favor”.

Pirulina llegó a medianoche al departamento que compartía con su amiga Rosibel. Lucía una gran sonrisa de satisfacción. Le comentó: “Recuerdas que te dije que mi novio Libidiano tenía un no sé qué. ¡Pues esta noche supe que tiene un ya sé qué”.

Las desventuras conyugales de don Cornulio no tienen final. Le reclamó a su esposa: “Nuestro décimo hijo no se parece nada a los otros nueve. Dime la verdad: ¿quién es el padre?”. Respondió sin vacilar doña Ligeria: “Tú”.

La secretaria de don Nalgón cerró con seguro la puerta de la oficina de su jefe y luego fue hacia él con movimientos voluptuosos. Le dijo el maduro ejecutivo: “En esta ocasión tendrá que perdonarme, señorita Pompisdá. Todavía no me repongo del aumento de sueldo que le di la semana pasada”.

En la habitación 210 del Motel Kamagua la linda chica se sorprendió bastante al ver que su galán tenía tatuada en la alusiva parte una cigüeña en vuelo llevando un bebé. “No hagas caso –le dijo él-. Es una idea de mi esposa para asustar a mis amigas”.

Don Carmelino Patané, senescente caballero, cortejaba con discreción a Himenia Camafría, madura señorita soltera. La visitaba todos los jueves en la tarde, y la enamoraba recitándole versos de Amado Nervo y Manuel Gutiérrez Nájera y tocándole en su tuba melodías como “Las verdolagas”, minué; “Soy colibrí que liba de tus mieles”, chotis, y “Libélulas en el jardín”, vals lento. La señorita Himenia se desesperaba, pues eso era lo único que don Carmelino le tocaba. Usualmente le ofrecía al buen señor una copita de vermú, rompope o rosolí, pero esa tarde decidió darle algo de más sustancia y entidad, a ver si se animaba. Le sirvió un caballito de tequila. El visitante dijo: “Tendrá que perdonarme, amiga mía, pero no acostumbro tomar esta clase de bebidas. La ingestión de licores aborígenes –tequila, mezcal, sotol, tesgüino, bacanora, colonche, marrascapache o chínguere– me subleva los rijos de la carne. Estamos solos; la ocasión se presta, y temo atentar contra su castidad. Disculpe por lo tanto que me abstenga de disfrutar ese caballito de tequila que me sirve”. “Tal cosa me ha dicho –se alegró la señorita Himenia–. Le serviré entonces un vaso jaibolero”.

El toro semental de don Poseidón había visto pasar sus días mejores, y las vacas del establo extrañaban sus antiguos bríos, su empuje y su vigor. Sobre todo su empuje. Así, el granjero decidió comprar un nuevo toro, y adquirió uno que estaba en plena juventud. Tan pronto entró al corral, el recién llegado hizo una cabal demostración de su capacidad en tres o cuatro vacas. Al ver eso el viejo semental empezó a rascar el suelo con las patas delanteras, a bufar, bramar y baladrar, al tiempo que rascaba furiosamente el suelo con las patas delanteras. Le preguntó una de las vaquillas: “¿Para qué haces eso? No puedes contra ese toro joven”. “Ya lo sé –respondió el veterano-. Pero quiero que vea que no soy una vaca”.

Pepito le contó a su mamá: “Ahora que no estabas en la casa mi papi entró en el cuarto de la criada. Me asomé por la cerradura y vi que le estaba haciendo…”. “Ya no sigas –lo interrumpió la señora-. Continuarás la historia en la cena, cuando esté tu padre”. Esa noche la mujer, viendo con sonrisa siniestra a su marido, le preguntó al chiquillo: “¿Cómo era esa historia que me estabas contando hoy en la mañana?”. Respondió Pepito: “Vi a mi papi entrar en el cuarto de la criada y hacerle lo mismo que te hace a ti el vecino cuando él no está en la casa”.

“La mía es la más grande del salón”. Se azaró mucho la joven profesora cuando al entrar en el aula vio ese letrero en el pizarrón. Les preguntó a los niños: “¿Quién escribió eso?”. Pepito levantó la mano. “Fui yo”. Le indicó la maestra: “Al terminar la clase te quedarás aquí”. Pepito se volvió hacia sus compañeros y les dijo con una sonrisa triunfal: “¿Lo ven? ¡La publicidad funciona!”.

Don Astasio llegó a su casa después de su jornada de ocho horas de trabajo como tenedor de libros en la Compañía Jabonera “La Espumosa”, S.A. de C.V. Colgó en la percha su sombrero, su saco y la bufanda que usaba incluso en los días de calor canicular, y luego se dirigió a la alcoba a fin de reposar brevemente su fatiga antes de la cena. No pudo ver cumplido su propósito: el lecho conyugal estaba ocupado por su esposa, doña Facilisa, que en ese momento se refocilaba carnalmente con un sujeto en quien don Astasio reconoció al vendedor de aspiradoras que con sospechosa frecuencia llegaba a ofrecer su mercancía. La vista de ese ilícito espectáculo le causó al infeliz cuclillo una impresión tan grande que ni siquiera se dio tiempo para ir al chifonier donde guardaba la libreta en la cual anotaba palabras denostosas para decirlas a su mujer en tales ocasiones. Movido por el fúrico impulso que lo poseía le gritó a la pecatriz: “¡Ehhhh… p***!”. Sin alterar el acompasado ritmo de la actividad que en ese momento la ocupaba le advirtió doña Facilisa: “Ten cuidado, Astasio. Te puede multar la FIFA”.

Astatrasio Garrajarra, el borrachín del pueblo, le informó al padre Arsilio: “Vi al obispo borracho y con dos viejas”. El buen sacerdote empalideció. “¡No es posible!” –exclamó consternado. “Sí, padrecito –repitió el beodo–. Iba yo borracho y con dos viejas cuando vi al obispo”.

Doña Frigidia, la glacial esposa de don Frustracio, le reclamó irritada: “Todas mis amigas cuentan que sus maridos gritan el nombre de ellas en el momento del amor. ‘¡Glafira, Glafira!’. ‘¡Clora, Clora!’. ‘¡Burcelaga!’. ¿Por qué tú nunca gritas mi nombre?”. Explicó don Frustracio mansamente: “Es que temo despertarte”.

El jefe de recursos humanos le comentó a don Algón, el presidente de la compañía: “Tengo un método infalible para saber si quien solicita empleo es pendejo o no. Le muestro una bañera llena de agua; le doy una cucharilla de té y una cubeta y le pido que la vacíe”. “Ya entiendo –razonó con aire de suficiencia don Algón–. Si es pendejo usa la cucharilla; si no lo es emplea la cubeta, pues con ella puede sacar el agua más aprisa”. “No es así –replicó el empleado–. Si es pendejo usa indistintamente la cucharilla o la cubeta. Si no lo es quita el tapón de la bañera para que se vacíe sola”.


Rondín # 4


Dos marcianos iban en la madrugada por las desiertas calles de una ciudad de la Tierra. En eso una señal de tránsito se encendió con el letrero “Siga”. “¡Ha de ser una mujer terrícola! –se alegró uno de los extraterrestres–. ¡Y me guiñó el ojo!”. Presuroso fue hacia la luz. En eso la señal marcó: “Alto”. “¡Caramba! –exclamó desolado el alienígena–. ¡Con qué rapidez cambian aquí de opinión las mujeres!”.

Aquel salmón de Alaska nadaba con todas sus fuerzas contra la intensa corriente del caudaloso río. Llevaba ya semanas en las gélidas aguas del torrente. Varias veces se libró de caer en las fauces de los osos que acechaban a los peces, y otras tantas escapó de las redes de los pescadores. Allá iba el salmón, saltando dificultosamente para remontar las rocas; luchando para no ser arrastrado por el ensordecedor caudal. Le dijo al salmón que iba a su lado: “No sé por qué cada año sigo viniendo a este maldito río, si ya ni siquiera estoy sexualmente activo”.

Don Beodio se salía todas las noches de su casa. Le decía a su mujer: “Voy a la cantina a tomarme una cervecita. Vuelvo enseguidita”. Ni en seguidita ni en seguida regresaba el gran bellaco, sino hasta que el Sol asomaba el nalgatorio por los balcones del Oriente. Harta de tales extravíos la señora se propuso darle una lección. Cierta noche don Beodio le dijo, como de costumbre: “Voy a la cantina a tomarme una cervecita. Vuelvo en seguidita”. Ella le respondió, melosa, con sonrisa aviesa: “¿Mi amorcito quiere una cervecita? Venga conmigo. Aquí le tengo todas las que quiera”. Así diciendo abrió la puerta del refrigerador, y el temulento pudo ver una cincuentena de botellas de cerveza de todas marcas, tipos y procedencias: pilsen, pale ale, porter, Munich, lager, stout... “Gracias, viejita -vaciló don Beodio-, pero no acostumbro tomar la cerveza a pico de botella, como muchos hacen. En la cantina me la sirven en un tarro bien frío”. Sin decir palabra la señora abrió el congelador y sacó un bock perfectamente helado. (Esta palabra, bock, a más de dar nombre a un tarro designa también a un tipo especial de cerveza más pesada, oscura y de sabor más intenso que la cerveza común. Proviene del nombre de la ciudad alemana donde se producía esa cerveza: Einbeck. Se confundió esa voz con ein Bock, palabras que en alemán significan “una cabra”. Por eso el dibujo de ese animal aparece en varias marcas de cerveza oscura). Don Beodio, confuso, farfulló: “Gracias, viejita, pero ¿sabes?, en la cantina me dan unas botanas muy sabrosas”. Fue la señora y trajo dos charolas repletas de exquisitas viandas: caviar, angulas, camarones, anchoas, arenques, mejillones, ostiones ahumados, quesos de diferentes variedades y –lo mejor de todo– chicharrón de aldilla, delicia indescriptible que sólo en mi ciudad, Saltillo se produce; insigne creación de los señores Alanís, a quienes Dios ha de premiar por darnos ese gozo palatino, bocado más de pontífices que de cardenales. Quien no ha probado el chicharrón de aldilla de Saltillo se ha perdido de disfrutar una delicia celestial. Don Beodio, con ansias de irse ya a su acostumbrada bebentina, esgrimió como último argumento: “Todo eso está muy bien, viejita, pero me hace falta el ambiente de la cantina: las maldiciones, las palabras gruesas”. Replicó entonces la señora hecha una furia: “¡Si eso es lo que te hace falta, méndigo cabrón pendejo, te chingas, pero de aquí no sales!”.

La esposa de don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, le comentó a una amiga: “En la cama mi marido es como un león”. “¿Una fiera al hacer el amor?” –se sorprendió la amiga. “No –precisó la señora–. Es como un león porque moja las sábanas para marcar su territorio”.

La hermosa espía iba a ser fusilada.  Eran los tiempos de la Revolución, y se descubrió que la mujer hacía labores de espionaje para Villa. Frente al pelotón de fusilamiento que la iba a ejecutar se colocó Irahatam —así se llamaba la escultural fémina—, y en el momento en que los soldados le apuntaron dejó caer su abrigo y se mostró ante ellos en toda su espléndida desnudez. Al instante cayó muerta. Su caída y muerte fueron causa de asombro para todos los presentes, pues los soldados ni siquiera habían disparado sus fusiles. Se hizo la autopsia de la fallecida, y el médico forense presentó su informe: “La mujer murió a consecuencia de numerosos botonazos de bragueta”.

Pepito le pidió a su padre: “Amarra a mi mamá”. “¿Por qué?” –se sorprendió el señor. Explicó el chiquillo: “Porque cuando estabas de viaje oí que empezó a gritar en su recámara: ‘¡Me voy, me voy!’. Y se habría ido de no ser porque el vecino estaba encima de ella”.

La linda Dulciflor, muchacha ingenua, le preguntó al doctor Ken Hosanna, que le tenía puesta la mano en su más íntimo encanto: “¿De veras la ciencia médica acaba de descubrir que ése es el mejor lugar para tomarle el pulso a una paciente?”.

En la habitación 210 del popular Motel Kamagua aquella pareja se entregó a los más arrebatados deliquios de pasión que imaginar se pueda. En el foreplay -preliminares del acto del amor- pusieron en ejercicio toda suerte de caricias de manos y de boca, y en el performance propiamente dicho recorrieron de principio a fin el catálogo de posiciones descritas en el Kama Sutra, con otras inéditas y originales que en el momento descubrieron o inventaron. Tras de llegar al culmen de la entrega los amantes quedaron ahítos, de espaldas en el lecho. Le preguntó él a ella: “Y a propósito: ¿cómo te llamas?”.

En estos días se ha puesto muy de moda el tema del tamaño del atributo masculino. Jactancio y Elatino, sujetos presuntuosos, se dispusieron en la oscuridad de la noche a desahogar una necesidad menor desde lo alto del puente, para lo cual desplegaron sus alusivas partes. Exclamó Jactancio: “¡Qué frío está el río!”. Y Elatino comentó: “Olvídate de lo frío: ¡qué hondo está!”.

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien natura se mostró avarienta en la parte de abajo arriba mencionada, casó con Pirulina, muchacha que sabía más que la Güera Rodríguez en lo atinente a los atributos de los másculos. Tendida ya en el lecho la recién casada, desnuda e invitadora como la Maja de Goya, el flamante marido se puso junto al lecho; con actitud de Casanova  dejó caer la bata de cretona azul con pingüinitos verdes que su mamá le había dispuesto para la ocasión y se mostró por primera vez al natural ante su sabidora mujercita. La vio Pirulina —no hablo de la bata de cretona azul con pingüinitos verdes— y le dijo a Meñico: “¿Qué te parece si mejor buscamos en la tele algún partido de  la Copa?”.

Don Algón y don Moneto, ejecutivos de empresa, estaban comiendo en el restorán “El optimismo de Leopardi”, famoso por su cocina de fusión, entre cuyos platillos principales destacan las Verdolagas a la Strasbourg con Sugerencias de Huauzontle, Atribuciones de Chile Colorado y Esfumino de Créme Polidor (87 gramos). En eso llegaron al lugar dos señoras elegantemente vestidas. Le dijo en voz baja don Algón a su amigo: “A ver si no me veo en apuros. Acaban de entrar mi esposa y mi amante”. Volvió la vista don Moneto y comentó: “Qué coincidencia”. “De veras —replicó don Algón—. Es una coincidencia que hayan venido juntas ahora que estoy aquí, siendo que rara vez se ven”. “No —acotó don Moneto—. Qué coincidencia. También son mi esposa y mi amante”.

El niñito le preguntó a su padre: “Papi, ¿qué es el sexo?”. “El sexo, hijo mío –suspiró el señor–, es algo que empieza en la adolescencia y termina en el matrimonio”.

El veterinario se disponía a inseminar a una vaca. En el momento en que iba a proceder a la inseminación la vaca lo miró con sus ojos de Juno y le preguntó, melosa: “¿Ni siquiera un besito me va a dar antes, doc?”.

Una chica se iba a casar, y cierta amiga suya le preguntó: “¿Cuándo será la boda?”. Respondió la muchacha: “Mi novio quiere que sea en julio; mi mamá pide que sea en agosto, y mi papá sugiere que sea a principios de octubre. Por mi parte a mí me gustaría que fuera en los días de la Navidad. Pero acabo de salir de la consulta con el ginecólogo, y después de revisarme él me aconsejó que me case lo antes posible”.

Doña Facilda Lasestas y su esposo veían los planos que el arquitecto les mostraba con el proyecto de la casa que les iba a construir. Le preguntó el arquitecto a la señora: “¿Cómo quiere usted el clóset de su recámara, señora”. “Grande y alto –contestó doña Facilda–. Casi todos mis amigos son bastante corpulentos”.

Aquel joven recluta fue enviado por el término de un año a un remoto país. Le puso a su mujercita un mensaje: “Aquí hay muchas tentaciones, sobre todo la del sexo. Pero no te preocupes: me compré un acordeón y aprenderé a tocarlo. Eso me apartará del deseo de ir con mujeres”. Pasó el año, y el soldado regresó a su casa. Tan pronto entró tomó en sus brazos a su esposa y la llevó a la cama. “Un momento –lo detuvo ella–. Primero tócame una pieza en el acordeón”.

Simpliciano, joven ingenuo y candoroso, fue en su automóvil con Tetina, muchacha experta en cosas de fornicio, al solitario sitio llamado El Ensalivadero, lugar propicio a la expansión erótica para parejas de modesto ingreso que no podían darse el lujo pagar un cuarto de motel. Hasta 800 pesos cuestan algunos, y sin jacuzzi. (Nota aclaratoria: eso me dicen). Llegados que fueron a aquel romántico paraje Simpliciano estacionó el automóvil, bajó la ventanilla, paseó la mirada en torno suyo y exclamó con acento ensoñador: “¡Qué hermosa noche!”. “Bueno –se impacientó Tetina–. ¿Venimos a platicar o a follar?”.

“Lo que afirma mi marido es falso –manifestó con enojo la señora ante el consejero matrimonial–. Claro que me gusta el sexo. Pero este maniático lo quiere hacer tres y hasta cuatro veces en el año”.

Avidia, joven casada, era rica en prendas físicas, pero pobre en las que tocan al espíritu. Gustaba de vestir con lujo, y se colgaba hasta el molcajete, como suele decirse de la mujer que se emperejila demasiado. Parecida al planeta Saturno por los grandes anillos que llevaba, al caminar hacía un ruido como de cascabeles por el entrechocar de los perifollos que lucía en orejas, cuello, brazos y hasta piernas, pues se ponía ajorcas en ambas extremidades inferiores que, debo decirlo a fuer de narrador veraz, las tenía superiores. Cierto día –funesto día– la vanidosa mujer vio en el escaparate de la Joyería Kaplan, Kesslov, Karp, Kantor y Kratz un collar de pedrería que le llenó el ojo; o más bien los dos, pues las piedras eran muchas y muy grandes, algunas del tamaño de un puño de herrador. Preguntó el precio. El collar costaba 100 mil pesos. Ni por asomo los tenía Avidia. Pero debía comprar aquel collar. Pensó en la cara que pondrían sus amigas cuando se lo vieran puesto. ¿Qué hacer para hacerse de la hermosa alhaja? En eso asomó el diablo, que asoma siempre cuando alguien quiere tener algo que no puede tener. Con palabras untuosas le musitó algo al oído. “¡Claro!” –se alegró Avidia al escuchar la sugerencia del maligno. Le pediría el dinero al compadre Pitolongo, que la miraba siempre con ojos de libídine si no de la cabeza a los pies sí de las bubis a las piernas. Le puso un mensaje, pues, y lo citó en su casa a horas en que no estaba su marido. Cuando lo tuvo enfrente le pidió sin más: “Compadre: necesito que me preste 100 mil pesos”. El hombre se sobresaltó. Dijo dudoso: “No, sé, comadre; no sé”. Ofreció Avidia: “Le devolveré pronto el dinero, y le pagaré intereses usurarios”. “No sé, comadre; no sé” –repitió el tal Pitolongo. Ella, como quien no quiere la cosa, se desabrochó el primer botón de la blusa, con lo cual dejó ver la turgencia de su opimo busto. “Compadre –dijo Avidia sin más circunloquios–, sé que usted quiere tener sexo conmigo. Si me presta el dinero, yo también querré”. El visitante vaciló ante ese tentador ofrecimiento, pero volvió a repetir, vacilante: “No sé, comadre; no sé”. Ella se tiró a fondo. En menos tiempo del que tardo en contarlo se quitó la ropa; despojó de la suya a Pitolongo y lo condujo al lecho. Ahí el compadre vio cumplido su largamente acariciado anhelo. Al terminar el  trance, sin embargo, dijo otra vez: “No sé, comadre; no sé”. Avidia se impacientó: “¿Cómo que no sabe, compadre, si ya supo?”. Completó el tal Pitolongo: “No sé de dónde sacaré el dinero”.

“Me da un méndigo condón”. Así dijo un majadero tipo ante el mostrador de la Farmacia Cosme y Damián. La dependienta protestó enojada: “Oiga: aquí estoy yo”. Replicó el individuo: “Ah, entonces deme dos”.


Rondín # 5


La vecina de doña Jodoncia le contó: “Mi marido es un ángel”. “Qué suerte tienes –respondió Jodoncia-. El mío todavía vive”.

Lord Highrump era vehemente defensor de las costumbres de Inglaterra. Pensaba que eran creación de Dios, y miraba con desdén los usos de “la otra parte del mundo”. Solía decir: “Si el Señor hubiera preferido el sistema decimal al duodecimal habría tenido 10 apóstoles, no 12”.

La madura enfermera, mujer poco agraciada, le dijo a su ayudante, linda chica escasa en años y abundosa en curvas: “En el cuarto 101 está un marinero canadiense que tiene un tatuaje en su atributo de varón”. “¿De veras?” –se interesó la muchacha. “Sí –confirmó la otra-. Se hizo tatuar ahí la palabra ‘swan’, que significa ‘cisne’”. “Tengo que ver eso” – dijo la enfermera joven. Y así diciendo se apresuró a ir a la habitación donde el marino estaba. Regresó después de media hora con una sonrisa de satisfacción. Su jefa le preguntó, curiosa: “¿Viste el tatuaje del marinero?”. “Sí —replicó la guapa chica—. Pero la palabra que tiene tatuada ahí no es Swan. Es el nombre de su lugar de origen: Saskatchewan”.

“Sero venientes, male sedentes”. Los que llegan tarde no alcanzan buen lugar. Eso le sucedió a doña Macalota, que llegó a la merienda de los jueves cuando los mejores sitios estaban ya ocupados, de modo que debió resignarse a quedar en un rincón. No oyó bien, por lo tanto, lo que doña Gules relató. Fue a una isla del Caribe donde las frutas que se vendían en el mercado eran enormes. “Los plátanos eran de este tamaño –dijo la dinerosa dama señalando con las manos-, y las naranjas así”. Doña Macalota se apresuró a acercarse y preguntó con ansiedad: “¿Quién? ¿Quién?”.

“¿Soy yo el primer hombre con quien duermes?”. Al empezar la noche de bodas Simpliciano, joven candoroso, le hizo esa pregunta a Pirulina, su flamante mujercita. Respondió ella: “Si me quedo dormida, sí”.

Los nietos de doña Pasita, linda anciana, la llevaron a conocer Las Vegas. Ella apostó un dólar y ganó. La casa le pagó dos dólares. Le dijo doña Pasita al crupier con voz severa: “Que esto le sirva de lección, joven, a ver si así renuncia al feo vicio del juego”.

El cuento que sigue fue calificado de “nefario” por doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías y censora de la pública moral. Las personas que no gusten de leer cuentos nefarios deben saltarse hasta donde dice: “En estos días estoy orgulloso…”, etcétera… Tres amigos fueron a una casa de lenocinio, putanismo, congal, manfla, ramería, burdel, mancebía, zumbido o lupanar. Dicho establecimiento tenía una característica: cuando en otros sitios semejantes se cobraba por tiempo, o por categoría de la dama cuyos servicios se pedían, ahí se pagaba por pulgada: según la medida del cliente era la cuota que debía enterar. El arancel era de 100 pesos por pulgada. Al terminar los respectivos eventos que a ese sitio los llevaron el primero de los amigos comentó orgulloso: “Yo pagué 900 pesos”. Dijo el segundo con ufanía igual: “Yo pagué 800”. El tercero comentó: “Yo pagué solamente 200”. “¡200! –se burlaron los otros–. ¡Vaya que la naturaleza no se mostró pródiga contigo!”. Respondió el otro: “Más pródiga se mostró conmigo que con ustedes. Y también me dio mayor inteligencia. Ustedes se hicieron medir a la entrada, y yo a la salida”.

Después de tres o cuatro copas el tipo aquel se decidió por fin a decirle a su compadre por qué lo había citado en el Bar Roco. “Se trata de su esposa” –le dijo con ominoso acento–. “¿Qué pasa con mi esposa?” –se alarmó el otro–. Respondió el compadre: “Creo que nos está engañando”.

El médico le indicó a Babalucas: “Le vamos a tomar un radiografía”. Preguntó el badulaque: “¿Estoy bien peinado?”.

Un individuo de aspecto estrafalario se presentó ante el gerente de un banco y le solicitó un crédito. Le dijo que era inventor, y que estaba desarrollando una sustancia que haría que el íntimo encanto de la mujer tuviera aroma de naranja. Necesitaba aquella suma para desarrollar su idea. El funcionario pensó que aquello era un enorme disparate y le negó el dinero. Pasó un año, y el gerente se sorprendió al ver la cuenta del sujeto: millones había en ella, y cada mes el individuo depositaba otra fuerte cantidad. Lo invitó a pasar a su oficina, le sirvió un café y se disculpó con él: “Espero que no me haya guardado resentimiento por haberle negado aquel crédito que me pidió. “Al contrario –respondió alegremente el individuo-. Su negativa me puso a pensar, y me he hecho rico vendiendo naranjas”. “¿Vendiendo naranjas?” –se sorprendió el del banco–. “Sí –confirmó el tipo–. Inventé una fragancia que hace que las naranjas tengan aroma de íntimo encanto de mujer”.

Simpliciano, muchacho candoroso que no sabía nada acerca de las cosas de la vida, regresó de su luna de miel. Le preguntó su padre: “¿Cómo te fue?”. “No muy bien –respondió tristemente Simpliciano–. En toda la semana no se me quitó una extraña inflamación que me empezó desde que vi sin ropa a mi mujer”.

El severo genitor interrogó al pretendiente que le pedía la mano de su hija: “¿Está usted seguro, joven, de que puede hacer feliz a Dulcibel?”. “¡Uh, señor! –respondió el galancete con orgullo–. ¡La hubiera visto anoche!”.

El señor que comía en el restorán Brothers Hnos. llamó al mesero y le dijo con enojo: “En mi sopa hay una mosca”. Respondió el camarero, imperturbable: “Me permito suplicarle al caballero que al salir la deje en la caja, por si alguien la reclama”.

Un amigo de don Sinople P. di Gri, distinguido miembro de la alta sociedad, le dio una mala noticia. “Fui a la capital –le contó– y me enteré de que tu hija está trabajando de prostituta en una casa de citas”. “¿Cómo es posible? –empalideció don Sinople–. ¡Eso es una tragedia!”. “Sí –confirmó el otro–. ¡Tu hija, una prostituta!”. “Eso es lo de menos –replicó el alto señor–. ¡Pero en nuestra familia nadie jamás había trabajado!”.

Una joven mujer iba a dar a luz al día siguiente. Le preguntó a su médico: “¿Podrá estar conmigo el padre de mi hijo?”. “Por supuesto –respondió el facultativo–. Siempre he sido partidario de que el marido esté presente en el momento en que su esposa da a luz”. “Ésa no es buena idea, doctor –se preocupó la chica–. Mi marido y el padre de mi hijo no se llevan bien”.

Don Corneliano regresó a su casa de un viaje de negocios antes de lo esperado. Al entrar vio sobre el sillón de la sala un saco que ciertamente no era suyo, pues él los usaba solamente de color negro, café o gris, y éste era a cuadros verdes, azules, rojos, anaranjados y amarillos, como de golfista. Llamó a su esposa y le dijo con ominoso acento: “Hay un hombre en esta casa”. “Claro que no –replicó la señora–. Ningún hombre hay aquí. Claro, descontando tu presencia”. Lo dijo con determinación, pero en sus palabras había un matiz de nerviosismo. Inquirió don Corneliano: “¿Y ese saco?”. Respondió ella: “Ha de ser de alguno de tus amigos, que lo dejó olvidado cuando vinieron a ver contigo el partido de Colombia contra Dinamarca”. “No es posible –adujo el señor–. Ese día todos vestíamos de luto por la reciente eliminación del Tri. De seguro hay un hombre en esta casa”. Así diciendo don Corneliano se puso a buscar afanosamente por todas partes. Removió las cortinas y los muebles; levantó las alfombras y tapetes. En la cocina abrió el refrigerador y el horno de la estufa. Fue al cuarto de la plancha y miró dentro de la lavadora. En el jardín hurgó entre los arbustos. Fue luego a las habitaciones; abrió todos los closets y se asomó abajo de las camas. No halló nada aparte de polvo ancestral y basura acumulada a lo largo de los años. Se dio por vencido, pues, y le pidió perdón a su esposa por haber sospechado de ella. Gimió la esposa: “¿Cómo pudiste poner en duda la fidelidad que te juré al pie del ara? Ningún hombre ha habido en mi vida más que tú, al menos hasta la hora de cerrar esta edición. Eres un desconsiderado”. Sintió pena don Corneliano, tanta que le vino en gana desahogar una necesidad menor –así reaccionaba él–, para cuyo efecto fue al baño de su alcoba. Notó que la cortina de la ducha estaba corrida, y la descorrió. De pie en la bañera estaba un individuo en ropas muy menores, pues no traía ninguna. Le dijo el sujeto a don Corneliano con tono de molestia: “Lo ruego, señor mío, que no abra la cortinilla. Todavía no acabo de votar”.

Un tipo le dijo a otro: “Supe que fuiste de pesca con una amiga. ¿Qué pescaste?”. “Todavía no lo sé –respondió el otro, mohíno–. El especialista en enfermedades venéreas aún no tiene el resultado de los análisis”.

Los papás de Pepito regresaron a su casa después de medianoche luego de haber estado en una fiesta. Encontraron al chiquillo plácidamente dormido y mostrando una gran sonrisa de felicidad. La chica que lo había cuidado les dijo: “No se imaginan lo que tuve que hacerle para que se durmiera”.

El doctor Duerf, célebre analista, le preguntó al paciente que se había acostado en el diván con los pies en la cabecera: “¿Y desde cuándo notó usted esa tendencia a llevarles la contraria a los demás?”.

Un individuo yacía en su lecho de hospital vendado de pies a cabeza igual que momia egipcia. Su mamá quiso saber quién lo había puesto en tan aflictiva condición. “Fue un compadre mío –respondió el tipo hablando con dificultad–. Me golpeó por haberle dado la razón”. “¿Cómo es eso?” –se sorprendió la señora–. “Sí, mamá –confirmó el lacerado–. Me dijo: ‘Mi mujer folla maravillosamente bien’. Y yo le contesté: ‘Tiene usted razón, compadre. Me consta que tiene toda la razón’”.


Rondín # 6


Susiflor fue al cine con su novio. Al regresar le contó a su compañera de cuarto: “La película tiene un final inesperado. Ni siquiera te da tiempo de bajarte la falda y abrocharte la blusa antes de que se encienda la luz”.

Doña Macalota volvió de un viaje antes de tiempo y sorprendió a don Chinguetas, su marido, en trance nada lícito con una hermosa morena de opulentas formas, pues las tenía opimas tanto en la parte de la proa como de la popa. Antes de que la estupefacta señora pudiera articular palabra habló su casquivano esposo: “Recuerda que me dijiste que querías embellecer nuestra casa. Quise aportar algo a esa tarea”.

Llorosa, atribulada, Rosilí le mostró a su novio Pitorrango el resultado del examen de laboratorio que mostraba indubitablemente que la ingenua chica se hallaba en estado de buena esperanza o dulce aguardamiento.  Embarazada, para decirlo sin rodeos. “¡Caramba, Rosilí! –se apuró el tal Pitorrango–. Yo te pedí una prueba de amor, no de fertilidad”.

La secretaria del Lic. Ántropo, especializado en divorcios, le contó a su jefe: “Vinieron los esposos que se querían divorciar, y les informé lo que usted cobra. Eso bastó para que aquí mismo se reconciliaran”.

El poeta Marindo, liróforo municipal, estaba diciendo sus versos en la velada literario-musical del pueblo. Leyó con sonoroso acento: “En las aguas doradas del río Tejo…”. Un incivil sujeto le gritó: “¡Será Tajo, güey!”. El poeta Marindo completó “… la luna brillaba como espejo”. Luego, volviéndose hacia el majadero, le dijo: “¿Ya ves que no era Tajo, sino Tejo, grandísimo pendejo?”.

Un amigo de don Martiriano lo fue a visitar en su casa. El perro le gruñó y le mostró los colmillos. “No le hagas caso –tranquilizó don Martiriano a su amigo–. Es una costumbre que adquirió de mi mujer”.

Los recién casados salieron de la iglesia donde acaba de celebrarse su misa nupcial. Un tipo le dijo al novio: “Prepárate para no dormir nada esta noche”. “No dormiré nada” –rió la broma el recién casado–. “Y tendrás motivo –añadió el otro–. Ella ronca mucho”.

“¿Cómo es posible que tengas dos mujeres, una aquí y otra a 10 kilómetros de aquí?”. Esa pregunta le hizo con severidad el padre Arsilio a uno de sus feligreses. Explicó el tipo: “Es que tengo bicicleta”.

Don Algón le pidió a su secretaria: “Mañana no vengas, Rosibel. Tendré mucho trabajo”.

El juez leyó el expediente del reo: “Asalto bancario… Asalto bancario… Asalto bancario… Acoso sexual… ¿Por qué ese cambio?”. Explicó el tipo: “Descubrí que el dinero por sí solo no hace la felicidad”.

Pipino, muchacho enteco, escuchimizado y cuculmeque, casó con Gordoloba, mujer que pesaba 12 arrobas, cada una equivalente a 11 kilos 502 gramos. Aun quitando los 2 gramos eso es mucho. En la noche de bodas la mamá del novio llamó por el celular a su hijo y le preguntó cómo le estaba yendo con su robusta desposada. “Bastante bien, mami –respondió Pipino–. Ya voy llegando”.

¡Qué buena estaba Gerinelda! No se encontraba ya en la primavera de su vida, es cierto –andaría por los 40–, pero había conservado los encantos de la edad vernal, y a los hombres se les salían los ojos cuando miraban su ubérrimo tetamen o la magnificencia de su opimo nalgatorio. Ella procuraba ocultar esos atractivos, pues era mujer muy religiosa que casi no salía de la iglesia. Usaba blusas de cuello alto y manga hasta los puños; vestidos casi talares y medias de popotillo, aunque en el pueblo ya se conseguían las de nailon. No le faltaron pretendientes: casi todos los viudos del lugar y los solteros ya maduros le habían propuesto matrimonio, pero ella los rechazó, según decía para cuidar de sus ancianos padres, pero en verdad porque había hecho voto de virginidad perpetua ante la imagen de San Amós, el venerado patrono del lugar. A prima hora del día iba a postrarse a las plantas del profeta y renovaba su promesa de eterna doncellez. Aconteció que un día llegó al pueblo cierto viajante de comercio apellidado Ambroz. Y sucedió que vio en la calle a Gerinelda. Verla y encenderse en urentes ansias de gozarla fue todo uno. Hizo discretas averiguaciones sobre de ella, y enterado que fue de su piedad la abordó esa misma tarde a la salida del rosario. “Permítame presentarme, señorita –le dijo con acento untuoso–. Me llamo Felisberto Ambroz, para servir a usted y a Dios. Su gentileza y hermosura han hecho que nazca en mí el honesto deseo de tratarla. ¿Me permitiría invitarle un sorbete, o lo que sea de su agrado, en la heladería de la esquina?”. Ella le lanzó una mirada despectiva y se alejó. No por eso se amilanó el viajante. A fuer de vendedor insistió al día siguiente, y al otro, y al otro, hasta que consiguió por fin que Gerinelda aceptara lo del sorbete (de chicozapote lo pidió). De ahí nació un frecuente trato que ella pidió fuera sólo de amistad. ¡Qué amistad ni qué ocho cuartos! Lo que quería Ambroz era otra cosa. Ideó una estratagema para lograr su intento. Sabedor de la devoción que sentía Gerinelda por el patrón del pueblo una mañana se ocultó tras el altar del santo, y cuando ella se arrodilló ante la imagen le dijo con acento grave: “Gerinelda, oye mi voz. Te está hablando San Amós. Dale las pompas al señor Ambroz”. La mujer se espantó al oír semejante demasía y escapó del templo. Regresó al siguiente día –por curiosidad– y volvió a oír lo mismo. Y así día tras día. No haré larga la historia. Temerosa de desobedecer al santo una noche de luna Gerinelda hizo a un lado tanto sus votos como sus vestiduras y cumplió al mismo tiempo la orden del profeta y la ardiente demanda del viajero. Y sucedió que aquello le gustó. De día y de noche buscaba al vendedor y le pedía otra vez lo mismo. Tres o cuatro veces al día le solicitaba amor. El tal Ambroz andaba ya ojeroso y macilento por las continuas exigencias eróticas de la antes piadosa Gerinelda, ahora convertida en insaciable fémina. Temeroso de dejar ahí la vida el lacerado se escondió otra vez una mañana tras el altar del santo, y cuando llegó la ávida mujer le dijo: “Gerinelda: te habla San Amós. Ya deja en paz al señor Ambroz”. Replicó ella, desconcertada: “Pero, San Amós. Tú me ordenaste que le diera las pompas al señor Ambroz”. “Sí –replicó el tipo con voz feble–. Pero yo decía nomás una vez o dos”.

En la noche de bodas el romántico recién casado iluminó la habitación con velas. Salió del baño su flamante mujercita, miró aquello y le dijo riendo al enamorado novio: “Ay, Leovigildo. No sé para qué me enciendes velas. ¡Ni que fuera virgen!”.

La pequeña Rosilita le preguntó a su madre: “¿Tienes una manzana, mami? Pepito dice que me va a enseñar a jugar a Adán y Eva”.

Al consultorio del doctor Ken Hosanna llegó una mujer que presentaba un aspecto muy extraño, pues sus bubis apuntaban hacia arriba, firmes y enhiestas. “Señora –le indicó el facultativo–, las píldoras que le di eran para su marido”.

Tabu Larrasa era una chica muy linda, pero muy flaca. Su región pectoral semejaba una planicie sin relieves, y su caderamen era prácticamente inexistente. Acudió a la consulta del doctor Ken Hossana y le dijo que quería engordar. Pese a su indigencia cárnica, Tabu tenía un no sé qué, como decía Corín Tellado, que la hacía atractiva a los ojos varoniles. Los del doctor Hosanna no fueron la excepción, y la muchacha supo leer sus claras intenciones oscuras. “Doctor –le advirtió al facultativo–. Le dije que quiero engordar. Pero parejo ¿eh?”.

Cierto empresario formó con otros una sociedad que al poco tiempo se disolvió. Le preguntó alguien: “¿Cómo te fue en ese negocio?”. Contestó: “Ni bien ni mal. Obtuve lo mismo que puse”. Poco después la esposa del empresario dio a luz. El flamante papá interrogó al obstetra: “¿Cuánto pesó el bebé?”. Respondió el médico: “Poco: un kilo 200 gramos”. “No está mal –dijo el empresario atusándose los bigotes–. Me fue igual que en aquella inversión”.

En el aeropuerto una joven pareja se despedía. Ella lo besaba una y otra vez y se abrazaba a él con los ojos llenos de lágrimas. Se oyó en los altavoces el último aviso de abordaje. La chica, sollozando, se dirigió a tomar su avión. Una señora le vio el anillo de casada y le dijo: “Te entiendo, hija. Siempre es penoso separarte de tu marido”. “En mi caso no tanto –respondió la muchacha enjugándose las lágrimas–. Ahora voy a reunirme con él”.

El recién casado se veía agotado, exangüe, laso, débil, exánime, desfalleciente, flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones. Un compañero de oficina se alarmó: “¿Qué te sucede?  ¿Estás enfermo?”. “No –respondió el otro con apagada voz–. Lo que pasa es que me casé con una profesora, y todas las noches me pide que repita la tarea”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, invitó a cenar en su casa a don Añilio, provecto caballero también célibe. Le anticipó que ella misma prepararía la cena. Llegó puntual el invitado, y al entrar le dijo a su anfitriona: “Estoy ansioso, amiga mía, por disfrutar de sus habilidades culinarias”. La señorita Himenia, ruborosa, sugirió: “¿Qué le parece si primero cenamos?”.


Rondín # 7


Dos chicas estaban platicando. Dijo una: “Traigo muy seca la garganta”. Comentó la otra: “Cuando a mí me pasa eso chupo un Salvavidas”. Pidió la primera: “¿Podrías presentármelo?”.

“Eres una mentirosa, Macalota –le dijo don Chinguetas a su esposa con rencorosa voz–. Siempre has dicho que si un día llegaba yo a la casa temprano te caerías muerta de la sorpresa. Hoy llegué a las 7 de la tarde, y nada que te caíste”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, le comentó a Solicia Sinpitier, célibe como ella: “Dice el periódico que un hombre entró en la casa de una mujer sola y se escondió abajo de su cama”. “¡Ah! –se entusiasmó Solicia–. ¡Entonces voy a comprar camas gemelas! ¡Así duplicaré mis posibilidades!”.

Don Astasio y su compadre don Pitorro hablaban de sus respectivas cónyuges. El primero se quejaba de la frialdad de su mujer: el acto del amor no suscitaba en ella los deliquios que en el cine y la televisión se ven. “Pienso, compadre –dijo– que hasta la Reina Victoria ha de haber sido más ardiente que ella, para no mencionar a damas de mayor actualidad, como Eleanor Roosevelt”. Opinó don Pitorro: “Sucede que las mujeres tienen espíritu romántico. Yo padecía el mismo problema con mi esposa. Un día se me ocurrió contratar a un tañedor de mandolina a fin de que interpretara barcarolas y romanzas en la habitación vecina mientras nosotros hacíamos el amor. El resultado fue notable: aquella música hizo que despertara en mi mujer la cortesana que llevaba dentro. Esa noche Cacariola fue la síntesis de todas las grandes amantes antiguas y modernas, al mismo tiempo Thais y Cleopatra, Mata Hari y Naná. La mandolina hizo la diferencia”. “Caso extraño, compadre –ponderó don Astasio–. Tanto usted como yo tocamos en la estudiantina de la secundaria ese cándido instrumento, y nunca supe que tuviera tal virtud”. “La tiene, compadre –insistió el otro–. ¿Por qué no hace la prueba? De mil amores me ofrezco a tocar la mandolina mientras usted se entrega al amor con mi comadre. Verá los resultados”. Don Astasio aceptó la sugerencia, y esa misma noche procedió a yogar con su consorte mientras el compadre tocaba en el cuarto de al lado piezas del repertorio italiano como “Torna a Surriento”, “O Sole Mio” y “Mattinata”. Vano empeño: la mujer siguió como si nada. Incluso hubo un momento en que casi se quedó dormida. Desolado, fue don Astasio con su compadre y le informó que la mandolina había había resultado inútil. “Me sorprende usted, compadre –dijo don Pitorro–. En mi caso nunca ha fallado. Permítame estar con mi comadre mientras usted toca ese bello instrumento. Pero le encargo mucho la mandolina, pues es sumamente frágil y costosa. A nadie se la prestaría más que a usted”. Así diciendo el tal Pitorro se encaminó a la habitación donde se hallaba su comadre. Don Astasio, agradecido por la confianza que su compadre le había demostrado al permitirle tangir su mandolina, empezó a pulsarla. Apenas habían brotado del romántico instrumento las primeras notas del conocido tema “Al di la” cuando en la alcoba empezaron a oírse inconfundibles ruidos de erotismo: ayes, suspiros, quejos, gañidos, exhalaciones y zureos. A poco esas leves manifestaciones se convirtieron en jadeos y acezos anhelantes, y luego en clamorosos ululatos de placer. La mujer empezó a chirlear, zurear, titear, chuchear y piñonear, y luego se soltó aullando, bramando, bufando, churritando, himplando, orneando, otilando, rebudiando y resoplando. Bien se advertía por todas esas onomatopeyas que la señora se estaba refocilando muy cumplidamente en el adulterino tálamo. No por eso el esposo dejó de tañer la mandolina; antes bien empezó a rasguearla con más sentimiento y emoción. “¡Eso es lo que hacía falta!” –se dijo con orgullo don Astasio–. ¡Alguien que tocara bien la mandolina!”.

Thaisia era una joven sexoservidora que cada noche ofrecía su cuerpo a los transeúntes que pasaban por su esquina. En cierta ocasión la abordó un individuo de siniestro aspecto. Aunque era verano llevaba gabardina, con cuyas solapas y con el ala del sombrero se cubría el rostro. Le preguntó sin más: “¿Cuánto cobras?”. “Mil pesos –respondió Thaisia–. El pago es por adelantado”. “Te daré 2 mil –ofreció el tipo–. Pero debo advertirte que encuentro placer sexual en golpear a mi pareja”. Ella aceptó la condición –la crisis es cada día más grave–, y tras recibir el dinero condujo al individuo a un hotelucho cercano. Ahí, tan pronto empezó el trance, el tipo empezó a darle fuertes golpes en los hemisferios glúteos. “¡Mano Poderosa! –gimió Thaisia con dolor y susto al sentir aquel rudo castigo–. ¿Hasta cuándo me seguirá usted dando esos tremendos golpes?”. Respondió con tono feroz el individuo: “Hasta que me devuelvas esos 2 mil pesos”.

Ésta es la historia de aquel pilar de la comunidad, apellidado Jariles, que se quejaba amargamente. Decía para sí: “Soy un gran industrial. ¿Te dice la gente El Gran Industrial Jariles? No... Soy un gran filántropo. ¿Te dice la gente El Gran Filántropo Jariles? No... ¡Ah, pero que no te toque la desdicha de atropellar a un marrano en algún camino rural, porque de ahí en delante de ‘Jariles el Matacochinos’ ya no te bajan!”.

Dos rancheritas fueron a trabajar de fámulas en la ciudad. En uno de sus descansos semanales se reunieron a cambiar sus experiencias. Preguntó una: “Ahora que estamos aquí, ¿te ha tentado el diablo, como nos advirtió en el pueblo el padre Arsilio?”.  “El diablo no –respondió la otra rancherita–. Pero el señor de la casa cada día me tienta toda”.

Don Blandino, caballero de edad madura y sin arrestos de entrepierna ya, veía en la sala de su casa un partido de la Copa del Mundo en compañía de doña Avidia, su esposa, exuberante mujer en buenas carnes y todavía con ímpetus de salacidad. Le dijo ella a su apagado esposo: “Me da grima verte en ese sillón; sin ánimo de nada; sin entusiasmo ya”. En la pantalla un grupo de hinchas empezó a animar a su equipo gritando con energía: “¡Duro! ¡Duro!”. Y comentó secamente doña Avidia: “Así quisiera verte a ti”.

Medrosio, tímido galán, le dijo en el automóvil a Florilia: “Quiero pedirte algo”. “¿De qué se trata?” –preguntó ella, suspicaz–. Reunió todas sus fuerzas el muchacho y le espetó: “Quiero que vayamos al asiento de atrás del coche”. “¡Uf! –exclamó Florilia con alivio–. ¡Qué susto me diste! ¡Pensé que me ibas a pedir dinero prestado!”.

El doctor Ken Hosanna auscultó prolijamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Le preguntó: ¿Tiene usted el cuerpo cortado?”. “No, doctor –se ruborizó la señorita Himenia–. Son las pompas”.

Don Valetu di Nario, señor de edad madura, cortejaba a una linda chica. Su amigo don Sinople le preguntó: “¿Cómo te ha ido con esa muchacha?”. Respondió el lúbrico señor: “La traigo muerta”. Sugirió don Sinople: “Prueba con Viagra”.

Babalucas y su amigo fueron de pesca. Compraron el mejor equipo, se  hospedaron en un hotel de lujo a la orilla del lago y alquilaron una lancha. En cinco días pescaron solamente un pez. “¿Te das cuenta —le preguntó el amigo a Babalucas— de que ese pescado nos cuesta 30 mil pesos a cada uno?”. “¡Uta! —exclama boquiabierto el tontorrón—. ¡Qué bueno que no pescamos más!”.

La mamá de Pepito dio a luz gemelos. La maestra de la escuela le preguntó al chiquillo: “¿Cómo está tu mamá?”. “Muy bien —respondió Pepito—. Tuvo un bebé y el repuesto. Seguramente mi papi asegundó”.

Doña Gules, dama de sociedad, les hizo una confidencia a sus amigas en la merienda de los jueves: “Un día fui por casualidad a la oficina de Sinople, mi marido. Su secretaria era una espléndida morena de exuberantes curvas, muy provocativa. Me preocupé tanto que esa noche le dije a mi esposo: “¿Para qué gastar en secretaria? Despide a esa muchacha. Desde mañana yo iré a trabajar en su lugar. Con el dinero que nos vamos a ahorrar de su sueldo podremos comprar una casa”. Y en efecto: no tardó mi marido en ahorrar lo suficiente para dar el enganche de una mansión de lujo”. Preguntó una señora: “¿Ahí vives?”. “No —respondió mohína doña Gules—. Ahí vive él con la espléndida morena”.

La señorita Peripalda, catequista, le preguntó a Rosilita: “¿Sabes lo que son las tentaciones?”. Respondió la niña: “No, pero ya me anda por saberlo”.

Don Geroncio se jubiló después de 40 años de trabajo, y sus compañeros —y compañeras— le organizaron una fiesta en una quinta campestre. Pasada la medianoche la reunión se puso pasional. El señor fue al pipisrúm, y dirigiéndose a cierta parte de su cuerpo le dijo con disgusto: “¡Grandísima pendeja! ¡Tú también te estarías divirtiendo si no te hubieras jubilado antes que yo!”.

El técnico en refrigeración le dijo al señor de la casa. “Vengo a ver la congeladora’’. El señor gritó: “¡Vieja! ¡Aquí te buscan!”.

Don Senilio, señor de edad madura, fue acusado de acoso sexual por su trabajadora doméstica. La denuncia no prosperó: el defensor de don Senilio demostró que la evidencia en que se basaba la acusación no se podía sostener.

A aquella azafata de aviación le decían “La Estufa de Gas”. Siempre traía prendido un piloto.

Don Eglogio, granjero acomodado, tenía un toro semental que alquilaba para hacer maquilas a las vacas de los vecinos. (El toro no sabía qué era eso de “maquilas”; él nomás se montaba). Cierto día llegó un individuo. Le preguntó a la pequeña hija del granjero: “¿Se encuentra tu papá?”. “No está -respondió la niña-. Pero si viene por el toro, el alquiler es de 10 mil pesos”. “No vengo por el toro -declaró con enojo el visitante-. Vengo porque tu hermano embarazó a mi hija”. Dijo la pequeña: “En ese caso tendrá que esperar a mi papá. No sé cuánto cobra por mi hermano”.


Rondín # 8


Los recién casados llegaron de su luna de miel, y los papás de la muchacha los invitaron a cenar. “Jamás olvidaré –evocó el genitor– la cara de felicidad de Rosilí cuando se puso el vestido de novia”. “¡Uh, señor! –comentó el recién casado–. ¡Hubiera visto la cara que puse yo cuando se lo quitó!”.

El abuelo estaba casi sordo. La mamá de uno de sus nietos le gritó al oído: “¡El niño va a cumplir 10 años! ¡Le vamos a hacer una piñata!”. “¡Ah no! –protestó el añoso señor–. ¡Ya está grande; que se la haga él mismo!”.

Un marido se quejaba de la frialdad de su esposa. Le comentó al amigo que lo oía: “Mi mujer no pone nada de su parte en el momento del amor. Ni siquiera se mueve un poco”. Le aconsejó el otro: “Deberías usar la Técnica Rodeo”. “¿Técnica Rodeo? –se extrañó el esposo–. ¿En qué consiste?”. Explicó el amigo: “En el momento del amor estrecha fuertemente en tus brazos a tu esposa y luego dile: ‘Con mi secretaria disfruto esto mucho más’. ¡Ya verás entonces cómo se mueve!”.

El capitán del navío inglés tendió su catalejo en dirección al barco que se aproximaba. “Es el pirata Babalucas” –anunció–. “¿Cómo lo sabe, señor?”, –preguntó el contramaestre–. Explicó el capitán: “Lleva parche en los dos ojos”.

Astatrasio Garrajara, el borrachín del pueblo, entró en la iglesia parroquial y vio a un feligrés que se dirigía al confesonario. “Ni vayas –le recomendó–. Nunca hay papel”.

La mamá de Susiflor, preocupada por la doncellez de su hija, le repetía constantemente que las piernas son las mejores amigas de una chica, y que había que mantenerlas siempre juntas. Cierto día la muchacha le salió con la pequeña novedad de que estaba un poquitito embarazada. “¡Mano Poderosa! –exclamó consternada la señora–. ¿No te dije que las mejores amigas de una chica son sus piernas?”. “Sí, mami –gimió Susiflor–. Pero hay momentos en que hasta las mejores amigas sienten el deseo de separarse”.

Un curita joven sufría de continuo las tentaciones de la carne. Eso lo azaraba, pues jamás sentía la tentación de las legumbres. Le preguntó a un anciano sacerdote: “Dígame, padre: ¿cuándo se quita en el hombre el deseo de la mujer?”.  “Hijo –respondió el santo varón–. Por lo que he leído en las Sagradas Escrituras; por lo que aprendí en los libros de los Padres de la Iglesia, pero sobre todo por mi propia experiencia, te puedo decir que ese deseo se acaba posiblemente unos 15 días después de que te mueres”.

La pequeña Rosilita le propuso a Pepito: “¿Quieres ser mi novio?”. El chiquillo no respondió, pero entró en su casa y salió luego trayendo un brasier de generosa dimensión. Le dijo a Rosilita: “Si quieres ser mi novia primero debes llenar esta solicitud”.

Cuando don Acisclo volvió en sí de la operación vio en torno de su lecho a un grupo de preocupados médicos. Uno de ellos le dijo, apenado: “Señor: por una confusión de expedientes en vez de sacarle el apéndice le hicimos una operación de cambio de sexo”. “¡Santo Cielo! –se espantó don Acisclo–. ¿Significa eso que ya no tengo lo que tenía antes?”. El cirujano lo tranquilizó: “Si quiere lo tendrá. Pero será de otros”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, conoció en una fiesta a cierto médico joven y de buenas prendas físicas. Le dijo con un mohín de coquetería: “Compadézcase de mí, doctor. Sufro de sinusitis”. Respondió el guapo facultativo: “No advierto en usted ninguno de los síntomas de la sinusitis”. “Sí, doctor —insistió ella—. Soy célibe y doncella. Estoy sin-usitis”.

Doña Gordoloba, nueva rica, hacía alarde ante sus amigas de la fortuna de su marido, ahí presente. Les dijo con orgullo: “Mi viejo me compró un departamento de lujo en una ciudad de la Flórida”. Así dijo la vanidosa mujer: “la Flórida”. Le preguntó, irónica, una de las presentes: “Y ¿en qué ciudad de ‘la Flórida’ está el departamento?”. Replicó doña Gordoloba: “En Kote”. Su esposo la corrigió: “Tampa, mujer; Tampa”.

Los recién casados entraron en la suite nupcial. Exclamó, feliz, la novia: “¡Al fin solos!”. Y dijo con enojo el impaciente galán: “Tenemos tres años de novios. La fiesta de la boda duró siete horas. Tardamos cinco en llegar aquí… ¿Y todavía te pones a platicar?”.

El famoso astrónomo regresó a su casa después de un viaje. Al entrar en su recámara vio a su esposa en apasionado trance erótico con dos sujetos jóvenes y musculosos que tenían un extraordinario parecido entre sí. El astrónomo profirió indignado: “¿Qué es esto, Burcelaga?”. Respondió la mujer: “Acuérdate, Tolomeyo. Te dije que quería saber lo que es el cielo, y tú me sugeriste que me buscara unos gemelos muy potentes”.

Capronio Jodelada, ya se sabe, es un sujeto ruin y desconsiderado. Solía llegar todas las noches a la cantina de su barrio y pedía invariablemente una cerveza. (“El Seguro” era el nombre de la tal taberna; así sus parroquianos podían decir a sus esposas sin mentir: “Ahorita vengo, vieja. Voy al Seguro”). La cerveza costaba ahí 26 pesos. A la hora de pagar el méndigo Capronio lo hacía arrojando 26 monedas de un peso, una por una, a todos todos los rincones del local. El cantinero, acostumbrado a la malevolencia de Capronio, no decía nada: se limitaba a recoger después, pacientemente, las monedas. Cierto día, contrariando su costumbre, Capronio pagó la cerveza con un billete de 50 pesos. El tabernero vio llegada la ocasión de su venganza. Le dijo al desgraciado: “Aquí tienes tu cambio”. Y así diciendo lanzó por todas partes 24 monedas de un peso. No se inmutó Capronio. Puso dos monedas más sobre el mostrador y le dijo al tabernero: “Sírveme otra”.

Los jóvenes esposos llegaron a su casa después de una fiesta. El marido se había tomado dos o tres tequilas (o cuatro, o cinco, o seis) y no acertaba a meter la llave en la cerradura de la habitación. Le dijo con inquietud su esposa: “Esta noche no se te ocurra intentar nada, Leovigildo. Con esa puntería quién sabe qué pueda suceder”.

Don Calendárico, señor de edad madura, llegó a la casa de mala nota y le preguntó a la dueña: “¿Está Jobilia?”. “No —respondió la mujer—. Este día descansa. Pero tengo a Frinesia, Taisiana y Mesalinia”. Insistió el senescente caballero: “Yo quiero a Jobilia”. Inquirió la madama: “¿Qué tiene ella que no tengan las demás?”. Suspiró el veterano: “Paciencia”.

El nuevo cura párroco del pueblo predicó un sermón en el que condenó el feo vicio de la bebida. Al terminar la misa el sacristán le informó que ahí había estado el hombre más rico del pueblo, el que más dinero daba a la parroquia, y precisamente su punto débil era el alcohol. El curita fue a ver al ricachón. Le dijo: “Entiendo que sin querer toqué en mi homilía un punto para usted sensible”. “No se apure, padre —contestó el hombre—. Difícilmente podrá haber un sermón que no me pegue por algún lado”.

Don Chinguetas llegó a su casa. Su esposa lo esperaba vestida únicamente con vaporoso negligé y con sendos martinis en las manos. Le preguntó, severo: “¿Significa esto, Macalota, que otra vez chocaste el coche?”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, le dijo a Solicia Sinpitier, célibe como ella: “No, amiga. Definitivamente no creo que si ponemos en la puerta de nuestras casas el letrero: ‘Hombres’, como en los baños de los restoranes, llegue a entrar alguno”.

El galán logró llevar a la chica a su departamento, pero se topó con la absoluta indiferencia de ella. Le pidió, cortante: “Nivosa: ¿podrías sentarte unos segundos sobre la botella de champaña? Se me olvidó ponerla a helar”.


Rondín # 9


Pepito se resistía a que su padre lo besara. “No seas así —lo reprendió su mamá—. Deja que tu papi te dé un besito”. “Está bien —se resignó el chiquillo—. Pero que sea del cuello para arriba, no como los besos que le da a la criada”.

El padre Arsilio iba en el autobús. Le tocó viajar en el asiento de atrás, y quedó entre una chica de exuberantes formas y una matrona más que abundante en carnes. Cuando el camión tomaba una curva hacia la izquierda la muchacha quedaba reclinada sobre el padrecito, y éste no podía menos que sentir las mórbidas redondeces de la joven. Rezaba entonces con angustia: “¡No me dejes caer en  tentación!”. Pero luego el autobús giraba hacia la derecha, y era la gorda mujer la que caía sobre el bondadoso sacerdote. Entonces oraba el padre Arsilio más apurado aún: “¡Y líbrame del mal, amén!”.

Doña Jodoncia salió hecha una furia de la exposición canina. Lucía una cinta de premiación sobre su abrigo de piel. Le dijo don  Martiriano, su esposo: “¿Ya ves por qué no quería yo que viniéramos?”.

Después del amoroso trance, consumado en la habitación 210 del Motel Kamagua, el satisfecho galán le dijo a su dulcinea: “¡Estoy dispuesto a llegar por ti a la Luna! ¡Por ti estoy dispuesto a cruzar a nado el mar! ¡Estoy dispuesto a escalar el Everest para desde su cima gritar que te amo!”. Le dijo la muchacha, que en el curso del evento le había hecho al tipo ofrenda de su doncellez: “No espero tanto, Libidiano. Simplemente dime si estás dispuesto a casarte conmigo”.

Aquella señora le puso un apodo a su marido: “El menudo blanco”. Explicaba: “Es pura panza y nada de picante”.

Don Chinguetas salió de la casa para ir a su oficina, pero al ir en el automóvil se percató de que había olvidado su portafolio. Regresó y subió a la recámara por él. Al pasar frente al baño vio a su mujer sin ropa pesándose en la báscula. “¿Cuánto hoy, nena?” –le preguntó al tiempo que le daba una palmadita en el trasero. “Lo de siempre –respondió ella sin volver la vista–. Un botellón de 10 litros y 12 botellines de uno”.

Alguien le preguntó a Usurino Matatías, el avaro mayor de la comarca: “¿Dónde pasarán tu esposa y tú las vacaciones?”. Respondió el cicatero: “En el Pacífico”. Se admiró el otro: “¿En una playa del Pacífico?”. “No –precisó Matatías–. En el pacífico refugio de nuestro hogar”.

Astatrasio Garrajarra, ebrio con su itinerario, fue a una fiesta e invitó a bailar a una señora. Ella vaciló. Le dijo: “Se ve usted bien borracho”. Replicó Garrajara haciendo una graciosa reverencia: “Es usted muy amable, hermosa dama. Y sobrio me veo mucho mejor”.

Babalucas terminó la carrera de enfermero, y como parte de su examen final debió ayudar al cirujano del hospital en una operación. Ya en la quirófano le pidió el facultativo: “Bisturí”. “Bisturí” –repitió Babalucas poniéndoselo en la mano con movimiento firme. “Pinzas hemostáticas” –demandó el cirujano. “Pinzas hemostáticas” –se las entregó Babalucas. “Aguja y catgut” -solicitó el que operaba. “Aguja y catgut” –le puso Babalucas en la mano. “Gasas” –dijo el médico. Y Babalucas respondió: “De nada”.

Una profesora norteamericana hacía un recorrido por el campo de México. Cierto día, acompañada por un joven ranchero, descansaba a la orilla de un arroyuelo cuando una culebra pasó por donde estaba sentada la mujer. Ella se asustó tanto que cayó hacia atrás y dejó al descubierto todo lo que una dama no debe descubrir a la mirada de un extraño. Pasado el susto la maestra se levantó apresuradamente y le dijo al campesino, por disimular: “¿Vio usted mis reflejos, Eglogio?”. “Sí los vi, señora” –respondió el campesino todavía con los ojos muy abiertos”. Por la noche, ya en el rancho, Eglogio les dijo a sus amigos: “¡Haiga cosas! ¡Las gabachas les llaman ‘reflejos’ a las nachas!”.

Una encuestadora le preguntó a Afrodisio:” ¿Qué prefieren los hombres en las mujeres: muslos gruesos o muslos delgados?”. Respondió el salaz sujeto: “No sé los demás, señorita. Yo prefiero lo intermedio’”.

Pepito era muy malhablado. No podía decir una frase sin meter en ella un sapo, una culebra, un ajo o una cebolla; algún vocablo terminado en -ejo, -ido, -ada u -ón. Cierto día su mamá, para quitarle esa costumbre, lo amenazó: “Si vuelvo a oírte decir una sola palabra mala más, te sacaré de la casa”. No había pasado ni un minuto cuando Pepito soltó otra de sus pestes. La mamá lo tomó de la mano, lo llevó a la calle y le cerró la puerta. Pasó media hora, y la señora se preocupó. ¿Y si Pepito se había ido? Fue, abrió la puerta y lo vio ahí. Le dijo con severidad: “Espero que te haya aprovechado la lección. ¿Verdad que es feo que te saquen de tu casa por decir maldiciones?”. “Sí –reconoció Pepito–. ¿Me quedé hecho un pendejo pensando a dónde chingaos me iba a ir”.

El ministro de Hacienda le informó al Presidente: “La crisis económica se está poniendo cada vez más dura, Su Excelencia. Supimos de varias mujeres que hace un año decidieron dedicarse a la prostitución, y es fecha que todavía son señoritas”.

El galán llevó a su novia al solitario y romántico paraje llamado El Ensalivadero. Ahí le dijo que en el asiento trasero del coche estarían más cómodos. Después de media hora ambos salieron del vehículo para volver al asiento de adelante. El novio advirtió entonces que el automóvil mostraba dos picos en el techo. Dijo la muchacha: “Es que no me diste tiempo de quitarme los zapatos de tacón”.

La curvilínea secretaria le dijo al nuevo empleado: “Y estoy segura de que te gustarán las prestaciones que tenemos aquí. Yo soy una de ellas”.

“¡Eres un desvergonzado!”. Así le gritó doña Macalota a su esposo don Chinguetas después de que el casquivano señor, que mostraba huellas de lápiz labial en cara y cuello, le dijo que había estado trabajando en la oficina. “¡Eres un desvergonzado!” –volvió a decirle hecha una furia. “No lo soy —se defendió el gran cínico-. Si lo fuera te habría dicho en verdad dónde estuve”.

El cliente: “¿Tiene usted el libro ‘Sexo y matrimonio’?”. El librero: “Viene en volúmenes separados”.

La clarividente fijó la vista en su bola de cristal y le anunció al hombre que la consultaba: “En este momento tu padre está pescando truchas en el río Kawane”. “Se engaña usted —rechazó el tipo—. Mi padre murió hace años”. Sin cambiar de tono manifestó la mujer: “El esposo de tu madre murió hace años. Tu padre está pescando truchas en el río Kawane”.

“Me acuso, padre, de que anoche hice el amor con mi novio”. Tirilita, joven feligresa de don Arsilio, confesó muy apenada aquella culpa. “¡Pero, hija! –se consternó el bondadoso sacerdote–. ¿Arriesgas la salvación de tu alma por un minuto de placer?”. “Fueron 40” –aclaró Tirilita.

El conductor del programa de preguntas y respuestas le pidió a la concursante: “Dígame: ¿quién fue el primer hombre?”. “No se lo puedo decir –opuso la mujer–. Le prometí guardar el secreto”.


Rondín # 10


Don Algón reprendió al empleado Ovonio: “La nueva archivista hace el doble de trabajo que tú”. “Es que acaba de entrar –razonó Ovonio–. Con el tiempo se corregirá”.

Loretela, romántica muchacha, deshojaba una margarita en el jardín. Al hacerlo pensaba en Teodorico, el galán que la cortejaba. Arrancó el último pétalo de la flor y le dijo feliz a su mamá: “¡Me quiere, mami! ¡La margarita dice que me quiere!”. Sugirió con sequedad la madre: “Ahora pregúntale: ‘Me quiere ¿qué?’”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, tenía un perico, según uso de las llamadas “cotorronas”. El tal loro, según uso de los pericos, era lascivo y lúbrico. Solía meterse de rondón en el corral de las gallinas y cebar en ellas sus carnales rijos. Harta de los desmanes del libidinoso pajarraco la solterona lo amenazó, severa: si volvía a hacer “aquello” con las gallinas le arrancaría las plumas de la cabeza. Sucedió que el cura párroco del pueblo y su vicario fueron a visitar a la señorita Himenia. Ambos eclesiásticos eran calvos de solemnidad. Los vio el loro y les dijo con disgusto: “¡Cochinos!”.

Don Chinguetas añoraba los buenos viejos tiempos en que las mujeres usaban medias de nailon negras y liguero. Mórbidas, voluptuosas y sensuales eran esas medias con raya en medio, lo mismo que la prenda para sostenerlas. Algún enemigo –o enemiga– del masculino género inventó las llamadas pantimedias, especie de pantaloncillo que si bien facilita el vestimento de las damas es contrario a las fantasías eróticas de los caballeros. Evocar la imagen de Sophia Loren y su memorable striptease ante Marcello Mastroianni en la película “Ayer, hoy y mañana” es revivir uno de los más vívidos sueños varoniles. Ahora esas medias y ligueros se encuentran sólo en las sex shops, benéficos establecimientos que, al decir de don Chinguetas, deberían ser tan numerosos como los Starbucks y vistos con la misma naturalidad con que se ve la tienda de conveniencia de la esquina. Todas esas disquisiciones hubo de hacer el mencionado señor ante sus compañeros del club de golf cuando éstos descubrieron, intrigados y divertidos a la vez, que don Chinguetas traía liguero femenino. Uno le preguntó, curioso: “¿Desde cuándo acostumbras llevar esa prenda?”. Respondió él, mohíno: “Desde que mi esposa encontró un liguero en el asiento trasero de mi coche, y le dije que era parte del atuendo que se usa para jugar golf”.

Don Algón sacó de un apuro muy grande a su linda secretaria Rosibel. Le dijo ella, emocionada: “¡No tengo palabras para agradecerle lo que hizo por mí!”. Permítame sugerirle algunas –propuso el salaz ejecutivo–. Cancún… Fin de semana… Hotel… Cama”…

Babalucas iba a ingresar a la universidad, pero no sabía qué estudios emprender. Le preguntó a un amigo: “¿En qué carreras se puede ganar más dinero?”. El amigo, bromista, respondió: “En las del hipódromo”. “¡Cabrón! –se enojó Babalucas–. ¿Y quieres que estudie pa’ caballo?”.

El chico adolescente le pidió a su papá: “Háblame de sexo”. “¡Ay, hijo! –suspiró el señor–. Tengo 15 años de casado con tu madre. ¡Ya casi olvidé todo lo concerniente al tema!”.

Aquel muchacho tenía extraño nombre: se llamaba Encore Menuhin-Moore. Explicaba: “Es que mis padres formaban un dúo de violín y piano, y yo no estaba en su programa”.

Don Cornulio sorprendió a su esposa en brazos de su mejor amigo. Le reprochó, indignado, a la mujer: “¿Por qué me haces esto? ¡Y con mi mejor amigo!”. Replicó ella: “Deberías estar agradecido. Pude hacértelo con el peor”.

El ordenador le preguntó a la computadora: “¿Qué te parece si nos enchufamos, linda?”. Respondió ella: “Esta noche no. Traigo un virus”. “¡Lástima! –exclamó el ordenador–. ¡Ahora que traía el disco duro!”.

“Quítate los lentes. Me lastimas con ellos”. Recostada en el ameno prado la linda chica le pidió eso a su galán. Y luego, inmediatamente: “Vuélvetelos a poner. Estás besando el pasto”.

La lección trataba de alimentos lácteos. El maestro le solicitó a Pepito: “Dime cinco cosas que contengan leche”. Respondió prontamente el chiquillo: “Cinco vacas”.

La joven esposa le contó a su vecina, señora ya de edad: “Entre acto y acto mi marido se fuma un cigarrito”. “Eres afortunada –le dijo la señora–. Entre acto y acto el mío se fuma aproximadamente doscientas cajetillas”.

El nuevo paciente del doctor Duerf, célebre analista, se quejó: “Batallo mucho para llevarme bien con la gente, doctor. Pero de seguro usted no sabrá decirme por qué. Tiene cara de imbécil”.

Los recién casados de Monterrey y Saltillo que emprendían su viaje nupcial en automóvil no solían pasar más allá de Matehuala. Los detenía en ese punto el vehemente deseo de consumar su matrimonio. Estratégicamente situado había ahí un hotel al cual, por razón que desconozco, se le llamaba con el nombre del histórico puerto del cual salieron las carabelas de Colón: Puerto de Palos. (Las parejitas regiomontanas que hacían el viaje en tren no conseguían sofrenar sus impulsos tanto tiempo. A muchas novias les preguntaban en qué momento sus apasionados galanes las habían requerido en el camerino del vagón. “No lo sé exactamente –respondían ellas–. Pero había un olor como a tabaco”. Y es que a unas cuantas cuadras de la estación del ferrocarril estaba la fábrica de cigarrillos).

Don Carmelino, senescente caballero, cortejaba con discreción a Himenia Camafría, madura señorita soltera. La llamaba “hénide”, o sea ninfa de los prados, y le llevaba a regalar chocolatines. Aun así ella se desesperaba, pues el provecto galán no daba trazas de formalizar la relación. Un día, sin embargo, la señorita Himenia llamó por teléfono a Solicia, su amiga más cercana, y le dijo llena de alegría: “¡Creo que Carmelino está pensando ya en casarse conmigo!”. Preguntó Solicia: “¿Por qué lo supones?”. Explicó ella: “Me hizo un pregunta muy romántica. Quiso saber si ronco”.

Un tipo le comentó a su vecino: “El médico me aconsejó no hacer el amor con mi mujer. Padece una enfermedad infecciosa, y si me la contagia puedo quedar sordo”. El vecino se puso una mano en el oído: “¿Cómo dices?”.

Noche de bodas. Simplicio, el joven desposado que del mundo sólo sabía que era algo redondo, tomó por los hombros a Sabilia, su flamante mujercita, y le preguntó con acento inquisitivo: “Dime, mujer: ¿conservas todavía la joya de tu virginidad?”. “Ya no –respondió ella–. Pero está a tu disposición el estuchito en que venía”.

El antropófago sorprendió a su esposa yogando con el explorador blanco. Antes de que el caníbal pudiera articular palabra le dijo ella: “No pienses mal, marido. Te estoy calentando la comida”.

La señorita Peripalda, catequista, fue a la tienda de abarrotes de don Acisclo y le pidió: “Deme una veladora, y si tiene huevos una docena”. El abarrotero fue a la trastienda y regresó con 13 veladoras.


Rondín # 11


Don Eglogio, campesino acomodado, le pidió al maestro de la escuela que reprendiera a Pepito, pues le había dicho burro. “Yo no le dije así –se defendió el chiquillo–. Lo vi venir montado en su jumento, y lo único que dije fue: ‘¡Ah! ¡Un burro de dos pisos!’”.

El general Ote, veterano de la Revolución, acudió aquella tarde a la tertulia semanal de la señorita Himenia Camafría, madura señorita soltera. A esa reunión asistían mujeres en busca de marido y maridos en busca de mujeres. Se cantaban canciones de Guty y Palmerín (“Un rayito de sol” y “Peregrina”); se recitaban versos de Darío y Nervo (“Sonatina” y “Gratia plena”); se decían adivinanzas (“Para bailar me pongo la capa. Para bailar me quito la capa. Porque sin la capa no puedo bailar. Porque con la capa no puedo bailar”. El trompo),  y se jugaban juegos de prendas (“Ahí va un navío cargado cargado de…). La anfitriona le pidió al viejo soldado que narrara alguna anécdota de su vida militar. “Tendrá que disculparme, Himenita –se azaró el general–, pero no estoy hecho a los usos sociales de la sociedad. Mi existencia transcurrió en el vivac y los cuarteles. Plebeyo es mi vocabulario, y temo ofender a las damas presentes si en el curso del relato se me escapa alguna mala razón o expresión vulgar”. “Vamos, vamos, general –lo animó la señorita Himenia–. Cuéntenos algo. Si tiene que usar alguna palabra inconveniente disimúlela diciendo una metáfora”. “Siendo así –replicó el veterano–, ahí va el relato. Era yo militar joven; apenas había participado en ocho revoluciones y 16 asonadas. En el baile con que se festejó la toma de Hediondilla conocí a una hermosísima mujer. Tenía senos opulentos, y aun así enhiestos, firmes y que se adivinaban duros al tacto varonil. Era dueña de una cimbreante cintura que habría yo podido ceñir con índice y pulgar. Poseía una grupa de yegua en celo que en sus ondulantes movimientos prometía ignorados paraísos,  y unas piernas que parecían torneadas en marfil y cuyos muslos eran puerta a inefables placeres orientales…”. Hizo una pausa el general Ote, se enjugó el sudor con un paliacate y dijo muy apenado: “Perdonen las damas presentes, pero con sólo recordar los encantos de aquella sensual mujer ya estoy sintiendo no sé qué en la metáfora”.

Ciervo Veloz y Pluma Blanca, él un joven piel roja, ella una mujer casada de su misma tribu, estaban refocilándose sobre la grama de un ameno prado. A lo lejos y a su alrededor se elevaban numerosas nubes de humo. Le dice Pluma Blanca a su jadeante galán: “Tenemos que ser más discretos, Ciervo. Los vecinos empiezan a murmurar”.

El niño se llamaba Expósito, pero le decían Pocito. Sufría acerbamente por causa de ese hipocorístico, pues en la escuela sus pícaros compañeros lo hacían víctima de toda suerte de albures rufianescos e infames calambures. Le decían por ejemplo: “Pocito, dame razón de tu mamá”. El inocente contestaba dando un informe pormenorizado del estado de salud de su señora madre, lo cual hacía que los majaderos chamacos soltaran el trapo de la risa. Eso desconcertaba al infeliz Pocito, que no entendía el motivo de la hilaridad. Pasó el tiempo y Pocito se convirtió en un mancebo lacertoso, de aventajada estatura, cuello de toro y puños como mazo de ferrón. Si alguno de sus antiguos condiscípulos le hubiera dicho entonces uno de aquellos detestables retruécanos o plebeas chocarrerías le habría sacado las tres potencias del alma –memoria, entendimiento y voluntad– con un sólo mamporro. Ya no era Pocito: ahora todos lo llamaban Pocho, pues no solamente lo respetaban, sino además le temían. Dice una copla de pueblo: “Hasta los palos del monte / tienen su destinación: / unos sirven pa’ hacer santos / y otros para hacer carbón”. Pues bien: la destinación de Pocho fue caer en amores con la Chonona, una garrida moza llamada Encarnación, alta y fornida como él, abundosa de carnes, bien plantada y ansiosa de conocer obra de varón, pues andaba ya cerca del ta (veintinueve años; trein-ta) y conservaba aún su doncellez, que a esas alturas era estorbo, y aun molestia: todas sus amigas habían oído ya un “méngache mi chula” pronunciado en la penumbra de la alcoba conyugal, y ella no había sentido nunca ni siquiera un furtivo guacamoleo. (Guacamoleo, define don Francisco J. Santamaría en su invaluable “Diccionario de Mejicanismos”, es “manoseo de una hembra –de una mujer, se entiende– por el hombre; cachondeo, que también se dice”. Pichoneo se dice también, añado yo). Después de un breve noviazgo la Chonona y el Pocho se casaron. La noche de las nupcias él se mostró ante ella desnudo de cintura arriba. “¡Qué pechote, Pocho!” –exclamó con tono admirativo la Chonona al ver los músculos torácicos de su galán. Sin responder palabra él mostró su fortaleza abdominal. “¡Qué panchota, Pocho!” –profirió con igual admiración la flamante desposada. Ya no se anduvo con rodeos el Pocho: dio a ver el resto de su anatomía frontal. La vio Chonona y preguntó, ahora con acento de desilusión: “¿Qué pachó, Pocho?”.

“¡Eres un imbécil! –le dijo un tipo a otro—. ¡Estoy seguro de que ni siquiera sabes fornicar!”. “¡Ah! –exclamó enojado el otro—. ¡Ya te vino con el chisme tu mujer!”.

El grupo de científicos iba a intentar la reproducción humana in vitro. El director del laboratorio les informó: “Colegas: esta noche no podremos llevar a cabo el experimento. A la probeta le duele la cabeza”.

Don Chochito, señor de 90 años, contrajo matrimonio con doña Pachuchita, de 85. La primera noche de casados él le tomó la mano, y después de un rato los dos se quedaron dormiditos. La segunda noche él le volvió a tomar la mano, y lo mismo hizo la tercera noche, y la cuarta, y la quinta. Cuando en la sexta noche don Chochito iba a tomarle otra vez la mano, doña Pachuchita la retiró y le preguntó, molesta: “¿Qué clase de hombre eres? ¿Un maniático sexual?”.

El marciano encargado de la flotilla de platos voladores le informó a su jefe: “Uno de nuestros platos se estrelló”. Inquirió el líder, preocupado: “¿Cuál?”. Respondió el otro: “El H3-F124”. “Menos mal –se tranquilizó el jefe-. No era de la vajilla fina”.

Pepito le pidió a su mamá que le comprara una sandía para llevársela a su maestra. La señora se extrañó. “¿Por qué quieres llevarle una sandía a tu maestra?”. Explicó el chiquillo: “Porque le llevé una manzana y me dio un beso. A ver qué me da si le llevo una sandía”.

El agente de seguros le dijo a Babalucas: “Cómpreme un seguro de vida”. “No sirven para nada –opuso el tonto roque-. Un tío mío compró uno, y de cualquier modo se murió”.

A la mamá de Dulcilí no le parecía bien que su hija se apresurara cuando iba a verse con su galán. La amonestó: “Yo siempre hacía que tu padre me esperara. Es impropio que tú llegues a la cita antes que tu novio”. “No pasa nada, mami –respondió Dulcilí-. A él le encanta que le agarre la delantera”.

Al día siguiente de la noche de bodas la recién casada le dijo a su flamante maridito: “Anoche me hiciste el amor como ningún hombre me lo ha hecho nunca”. Preguntó con orgullo el desposado: “¿Cómo te lo hice?”. Respondió ella: “Gratis”.

Una linda azafata de aviación le contó a su compañera: “Anoche salí con un piloto veterano. Tiene muchas horas de vuelo, pero conmigo no pudo ganar altura”.

Doña Macalota le reclamó a su esposo don Chinguetas: “Anoche hablaste dormido, y me llenaste de maldiciones”. Repuso don Chinguetas: “¿Quién te dijo que estaba dormido?”.

Troglo, hombre de la Edad de Piedra, pintó en la pared de la gruta un mamut con ocho pares de colmillos. Su mujer le dijo: “No hay mamut que tenga ocho pares de colmillos”. “Ya lo sé –respondió Troglo con una gran sonrisa–. Pero voy a volver locos a los paleontólogos”.

Los caníbales tenían ya al explorador en la olla en que lo iban a cocer. Dentro del recipiente con agua habían puesto chiles, cebollas, jitomates, rábanos, zanahorias, nabos, betabeles, papas, repollos, coliflores y calabazas. El cocinero le pidió al asustado explorador: “Hágame el favor de voltearse. Las verduras no son para el caldo: son para el relleno”.

Picio era más feo que el pecado. Que un pecado feo, se entiende, pues hay algunos muy bonitos. Cayó en amores con una linda chica y le propuso matrimonio. Un amigo le preguntó después muy interesado: “Y ¿qué respondió ella? ¿Sí o no?”. “Ni una cosa ni la otra –suspiró Picio con tristeza–. Respondió: ‘¡Guácala!”’.

El dueño de la hamburguesería de pueblo anunció con orgullo que había vendido su hamburguesa número 10 mil. El reportero del periódico local fue a entrevistarlo. Le preguntó. “¿De modo que vendió ya 10 mil hamburguesas?”. “Sí –contestó el tipo–. Voy a tener que comprar otra vaca”.

El odontólogo le dijo a su amiguita: “No podemos seguir viéndonos en mi consultorio”. “¿Por qué? –preguntó ella–. Mi marido no sospecha nada”. “Es cierto –admitió el facultativo–. Pero ya nada más te queda un diente”.

Muchas estatuas hay en la República. Demasiadas, me temo. Casi todas están dedicadas a la prodigiosa capacidad que tenía don Benito Juárez de retener nombres, fechas, datos, etcétera. Por eso dice la inscripción en sus monumentos: A la memoria de don Benito Juárez.


Rondín # 12


Decía un mexicano trabajador de un rancho en Texas: “El gringo, nuestro patrón, es medio pendejo. Cree que sus trabajadores somos santos. A mi compadre le dice San Abagán y a mí San Ababich”.

Don Algón, salaz ejecutivo, conoció en el lobby bar de un hotel de playa a una dama de bonanzosas prendas posteriores y anteriores. Después de un par de copas la invitó a ir con él a su habitación, y ahí tuvo lugar el consabido trance. Al terminar la acción exultó don Algón: “¡Jamás olvidaré esta noche!”. La dicha dama le mostró las fotos que subrepticiamente había tomado y le preguntó con aviesa sonrisa: “¿Cuánto me vas a dar para que la olvide yo?”.

Un tipo le dijo a otro: “Sospecho que mi mujer me engaña. Estamos construyendo nuestra nueva casa, y le pidió al arquitecto que el clóset de la recámara tenga puerta a la calle”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Solicia, célibe como ella: “Anoche un hombre estuvo a punto de hacerme el amor a punta de pistola. Pero llegó un policía y me quitó la pistola”.

Un tipo le confió a su compadre: “En el curso del acto del amor a mi mujer le sucede algo muy raro: hace el bizco”. “¡Mira! –exclamó el compadre–. ¡Y yo pensé que era mi imaginación!”.

La pequeña Rosilita le propuso a Pepito: “Vamos a jugar a que estábamos casados”. “No –rechazó el chiquillo–. Mejor juguemos a que éramos novios. Si jugamos a que estábamos casados, no haremos cositas”.

Rosie Lou, linda muchacha de Amarillo, Texas, le contó a su amiga Dixie Mae: “Anoche arruiné al mismo tiempo mi peinado, mi maquillaje y mi vestido”. Preguntó Dixie Mae: “¿Cómo fue eso?”. Relató Rosie: “Fui a un baile con Bobby Lee. De pronto él me puso una mano en una bubi y la otra en una pompi. Me enojé tanto que le propiné una tremenda bofetada. Olvidé que estaba mascando tabaco. Arruiné al mismo tiempo mi peinado, mi maquillaje y mi vestido”.

Candidito, muchacho con poca ciencia de la vida, casó con Revolicia, que en cosas de mundanidad sabía un mundo. Antes de consumar el matrimonio el desposado tomó por los hombros a su flamante mujercita, clavó en ella una mirada penetrante y le preguntó, solemne: “Dime, Revolicia: ¿eres virgen?”. “¡Ay, Candi! –respondió ella–. Apenas estamos en agosto ¿y ya estás pensando en poner el nacimiento?”.

El juez penal leyó el expediente del acusado: “Asalto a mano armada… Fraude... Lesiones... Allanamiento de morada... Acoso sexual. Acoso sexual. Acoso sexual. Acoso sexual… Ya solamente acoso sexual”. “Señor juez –razonó el individuo–. En estos tiempos la competencia está tan dura que tiene uno que especializarse en algo”.

Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su esposa le dijo: “Mi mamá casi se muere de la risa con los chistes que contaste anoche”. “Haberlo sabido –lamentó Capronio–. Hubiera contado otros mejores”.

La pareja formada por doña Jodoncia y don Martiriano entró en crisis. Ella decidió que fueran con un consejero matrimonial. Le dijo éste al esposo: “Su mujer se queja de que usted no le ha hablado desde hace ya tres años”. Explicó tímidamente don Martiriano: “Es que me da miedo interrumpirla”.

El galán tenía un cochecito compacto. Fue con su dulcinea al romántico paraje llamado El Ensalivadero y le pidió que se pasaran al asiento de atrás. Replicó ella: “No soy de esa clase de mujeres”. El muchacho se azaró. Le preguntó apenado: “¿De las fáciles?”. “No –precisó la chica–. De las contorsionistas”.

Una joven recién casada le contó a su amiga, soltera y bastante gordita: “Mi marido me da una vida muy difícil. Por causa de sus malos tratos bajé 20 kilos en tres meses”. Pidió suplicante la amiga: “¿Me lo prestas?”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, fue novio de Azulina. Jamás consiguió que ella le ofrendara su más íntimo encanto. De la cintura para arriba le permitió todo, pero de la cintura para abajo nada. Cuantas veces él le pidió “aquellito” ella le respondió que sólo haría “eso” hasta después de casarse. Frustrado, chasqueado, desencantado y desilusionado, Afrodisio rompió la relación. Pasó un año, y cierto día el salaz tipo recibió una llamada telefónica. Era Azulina, que le pedía verlo aquella noche. No alargaré una historia que por su propia naturaleza es corta: todas las historias de amor puramente pasional son siempre cortas. Esa misma noche fueron al Motel Kamagua, y en el cuarto 110 Azulina le entregó a Afrodisio lo que siempre le había regateado. Luego de consumarse la mencionada transferencia él le preguntó por qué le había otorgado lo que antes no le quiso dar. Contestó Azulina: “Recuerda que te dije que no haría esto hasta después de casarme. ¡Y ya me casé!”.

Don Avucastro, atildado caballero, visitaba asiduamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Tres veces por semana iba a su casa, y ella le ofrecía un merienda de chocolate y piononos con un bajativo de vermú al final. Himenia, hay que decirlo, albergaba intención esponsalicia hacia su frecuente visitante, pero don Avucastro no parecía tener igual propósito. Le decía cosas, eso sí; la llenaba de galanterías; de vez en cuando le hacía un pequeño obsequio –un pirulí, alguna charamusca–; mas no mostraba el deseo de unir su vida a la de su anfitriona, a la que llamaba “querida amiga”, siendo que ella anhelaba que le dijera nada más “querida”. Una tarde la señorita Himenia ya no se pudo contener y habló con su visitador: “Señor don Avucastro: me agradan mucho sus visitas y disfruto bastante su conversación. Me pregunto, sin embargo, si no es tiempo ya de que formalicemos nuestra relación. La gente empieza a murmurar, y eso no conviene a mi honra de mujer sola. Le ruego entonces que me diga cuáles son sus intenciones”. “Querida amiga –se azaró don Avucastro al escuchar el ultimátum que le presentaba la señorita Himenia–, mis visitas obedecen a un propósito puramente amistoso, y no tienen otro objeto que el de gozar su fino trato y su agradable charla”. “Ya hemos charlado mucho –replicó, terminante, la señorita Himenia–, y me ha tratado usted lo suficiente. Además ya se ha comido usted 356 piononos, y se ha bebido 144 copas de vermú. Le agradezco el pirulí y la charamusca, pero eso no es bastante. Cásese conmigo y así podremos reanudar nuestras conversaciones”. “Tal cosa es imposible, señorita –se decidió a hablar don Avucastro–. Voy a revelarle un secreto de mi vida que le ruego no comunique a nadie: soy sodomita y pederasta”. “¿Y eso qué? –respondió la señorita Himenia–. Su religión no me importa, y en cuanto a lo demás, para eso hay Alcohólicos Anónimos”.

Don Mercuriano, viajante de comercio, llegó a su casa el sábado en la noche después de una ausencia que duró un mes. Ardía en ganas de estar en la intimidad con su señora, pero su pequeño hijo no quería irse a dormir. “Ya duérmete, Curito –lo amonestó el viajero–. No tarda en llegar Juan Pestañas”. “¡Éjele! –se burló el chiquillo–. No se llama Juan Pestañas. Se llama Afrodisio Pitongo, y vive en el 14”.

Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. En cierta ocasión su suegra le contó muy afligida: “Me hice de palabras con una mujer, y me llamó ‘vieja bruja’”. “No le haga caso, suegrita –la consoló Capronio–. No es usted vieja”.

Dulciflor, muchacha ingenua, le dijo a su amiga Rosilí: “Anoche mi novio me puso una mano en la cintura”. Declaró Rosilí: “El mío busca siempre horizontes más amplios”.

Estamos en el Ritzy, elegante restorán de moda. Asidua comensal del establecimiento era doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad. Cierta noche llevaba un vestido de escote tan bajo que al hacer un movimiento brusco se le salió una bubi, que quedó expuesta a la vista de la concurrencia. Un mesero, nuevo en el restorán, fue apresuradamente hacia doña Panoplia y con un diestro movimiento de la mano diestra le volvió a su lugar la descubierta parte. El maitre, espantado, lo llamó y le dijo: “¿Qué has hecho, insensato?”. Respondió el camarero: “Lo que pensé que se debía hacer. La señora estaba en un apuro, y le puse la bubi en su sitio”. “¡Desdichado! –clamó el maitre-. ¡En el Ritzy eso lo hacemos con dos cucharas tibias!”.

La linda secretaria habló con su jefe: “Le tengo dos noticias, don Algón: una buena y una mala”. “¿Cuál es la buena?” –inquirió el ejecutivo–. Le informó la muchacha: “No es usted estéril como creía”.


Rondín # 13


Konfurio, campeón municipal de karate, casó con una chica de exuberantes prendas corporales. La noche de boda el karateca se puso junto al tálamo nupcial en posición de ataque; gritó: “¡¡¡Yaaaa!!!”, y luego se lanzó sobre su dulcinea. Un minuto después ella le preguntó con tono desolado: “¿Ya?”.

Un joven soldado regresó a su casa después de un año de servicios en el extranjero. Al día siguiente de su llegada les contó a sus amigos en el bar: “Cuando llegué lo primero que hicimos mi mujer y yo fue follar, follar y follar. Luego recogí mis maletas y entramos en la casa”.

Don Astasio llegó a su casa después de su jornada de 10 horas de trabajo en la Compañía Jabonera La Espumosa, S.A. de C.V. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular y seguidamente se dirigió a su alcoba a fin de reposar unos minutos antes de la cena. Lo que ahí vio le quitó el apetito. He aquí que su esposa Facilisa estaba entrepernada con un sujeto en quien el cuclillo reconoció al técnico de la televisión. “¡Ah, joven noneco! –clamó don Astasio dirigiéndose al mancebo–. ¡Por eso no has arreglado el aparato después de cuatro meses de venir todos los días a la casa! ¡Eso de la refacción que tardaba en llegar de Rusia era una vil mentira! Pondré el caso en conocimiento de la Profeco”. Dicho eso fue al chifonier donde guardaba una libreta en la cual solía anotar palabras denostosas para banir a su mujer con ellas. A su regreso le espetó a la pecatriz las últimas que había registrado: “¡Quillotra! ¡Trestiga! ¡Marranchona!”. “¡Ay, Astasio! –replicó doña Facilisa con tono quejumbroso–. ¡Tienes un mal día en la oficina y vienes a desquitarte conmigo!”.

En el querido y entrañable Club El Pájaro, de Monterrey –antes llamado El Pájaro Dormido por integrar su membrecía únicamente con señores de madura edad–, se recordaba el caso de aquel maestro de pueblo que ahorró durante varios años y pudo al fin cumplir su sueño de hacer un viaje a España. Al cabo de un par de semanas regresó convertido –según él– en español. Ceceaba al hablar, y aunque eran los días más ardientes del verano salía a la calle enredado en una capa de amplios vuelos y cubierto con una boina vasca. Cierta noche se apersonó en la cantina del lugar y hablando a lo peninsular le pidió al cantinero: “Venga, chaval. Escánciame un chato de tu antañona cava”. Respondió muy serio el de la taberna: “No ofenda, profe. Usté tiene una hermana puta y yo jamás le he dicho nada”.

Trogla, mujer de la Edad de Piedra, llegó luciendo un precioso abrigo hecho con piel de mamut. Les dijo con orgullo a las demás mujeres: “¡Felicítenme, chicas! ¡Acabo de inventar la profesión más antigua del mundo!”.

La señora fue corriendo y le dijo llena de angustia a su marido: “¡Viejo! ¡Mi papá le va a pegar a mi mamá!”. El hombre, que estaba leyendo el periódico, le respondió: “Dile que empiece. Tan pronto acabe de leer este artículo iré a ayudarle”.

Opinó uno de los invitados a la cena: “El perro es el mejor amigo del hombre”. “No –opuso Babalucas–. El mejor amigo del hombre es el cocodrilo”. El otro se desconcertó: “¿Por qué el cocodrilo?”. Razonó el tontiloco: “La hembra del cocodrilo pone 10 mil huevos, y el cocodrilo se come 9999. Si no hiciera eso estaríamos hasta la madre de cocodrilos”.

Una señora tenía ya cinco años de casada y no se había embarazado. Su vecina le contó: “Yo estuve en el mismo caso que tú. Oí decir que el cura párroco de Cuitlatzintli tiene fama de hacer milagros. Fui con él; me dio su bendición, y de inmediato quedé embarazada”. Pasaron unos meses y la señora le dijo a su vecina. “Mi esposo y yo fuimos a Cuitlatzintli, y el cura párroco me dio su bendición. Aun así no me he embarazado”. Le indicó la vecina bajando la voz: “Debes ir sola”.

Una hermosa doncella llegó al cielo y pidió ser admitida en la mansión celeste. Le preguntó San Pedro, el ceñudo apóstol de las llaves: “¿Eres virgen?”. Respondió ella: “Sí”. El portero, desconfiado, llamó a un ángel ginecólogo y le ordenó que examinara a la muchacha. Tras revisarla el especialista rindió su informe pericial: “La joven es virgen pero presenta siete rasguños en la membrana de su doncellez”. Manifestó San Pedro: “Si la tiene íntegra eso significa que ha conservado la virginidad. Puede entrar”. Se volvió hacia la joven y le pidió: “Dime cómo te llamas, para registrarte”. Respondió la muchacha: “Blanca Nieves”.

Don Abdómero sufría mucho a causa de su obesidad. Los doctores le diagnosticaron un mal que la ciencia médica conoce con el nombre de Adiposis Orchalis, forma de hipertrofia asociada con la falta de desarrollo genital. Le recomendaron que hiciera alguna dieta. Don Abdómero hizo cinco al mismo tiempo, pues una sola no le permitía los suficientes alimentos. Ni un solo gramo pudo bajar el infeliz; antes bien siguió aumentando más de peso. Cuando subía a la báscula se oía una vocecita que decía: “Por favor, sólo una persona a la vez”. La que hablaba era la báscula. ¡Pobre don Abdómero! Su peso le complicaba mucho la existencia, sobre todo en el renglón sexual. Cuando hacía el amor le pedía a su esposa: “Muévete”. Contestaba ella: “Pos bájate”. La gota que derramó el vaso llegó un día que don Abdómero estaba en su automóvil, con las ventanillas levantadas. Un niño le preguntó a través del cristal: “Perdone, señor: los vidrios ¿son de aumento?”. Fue entonces cuando se decidió a ir a un spa que ofrecía curar la obesidad. La técnica del establecimiento consistía en hacer correr a los pacientes hasta el límite de su resistencia, para lo cual les ofrecía estímulos diversos. El primer día un médico llevó a don Abdómero a la pista de carreras y le presentó a un joven atleta que llevaba en la mano un talego lleno de billetes, con un letrero que decía: “Si me alcanzas será tuyo el dinero”. Salió corriendo el deportista. Atrás de él corrió el pobre don Abdómero. Bien pronto hubo de detenerse, pues iba echando ya los bofes. Al día siguiente el médico le dijo: “El estímulo que le pusimos ayer fue insuficiente. Hoy le tenemos preparado uno más poderoso”. El tal estímulo resultó ser una atractiva joven de estupendas curvas en cuyo bikini se leía: “Si me alcanzas podrás hacerme el amor”. Esta vez don Abdómero se esforzó más, pero tampoco pudo recorrer ni la décima parte de la pista: su enorme peso lo venció, y cayó derrengado en el tartán. “Empeño vano el nuestro, afán inútil –dijo el facultativo, que por esos días tomaba un diplomado en literatura española del Siglo 19–. Mañana pondremos en práctica con usted nuestro más potente estímulo”. Cuando al día siguiente don Abdómero llegó a la pista encontró en ella un enorme gorila con un letrero al cuello que decía: “Si te alcanzo podré hacerte el amor”. Ese día ¡vaya que corrió el obeso señor!... (Nota: En su caso cualquiera de nosotros habría también corrido, y seguramente con mayor velocidad).

Un sujeto que siempre había profesado el ateísmo decidió cambiar de religión. (El ateísmo es también un credo religioso). Así, se convirtió a la fe católica. Después de un tiempo de preparación el padre Arsilio se dispuso a bautizarlo Al comenzar la ceremonia le preguntó al neófito: “Dime, Constantino: ¿renuncias al mundo, al demonio y a la carne?”. “No tan de prisa, señor cura –respondió el individuo–. Al mundo y al demonio renuncio desde ahora, pero eso de la carne mejor lo dejamos para después”... (Nota: Sin saberlo el tal Constantino se parecía a San Agustín, quien de joven era asediado de continuo por las tentaciones que trae consigo la libídine. Le pedía a Dios en su afligido rezo: “Hazme casto, Señor, pero todavía no”).

El doctor Ken Hosanna le comentó a un colega: “Le hice a mi esposa una operación radical de cirugía plástica”. “¿Qué tipo de operación le hiciste?” –se interesó el otro. Respondió el doctor Hosanna: “Le cancelé todas las tarjetas de crédito”.

La señora regresó de su caminata matutina y vio que una vecina suya corría apresuradamente. Le dijo: “Para rebajar de peso no necesitas correr a tanta velocidad”. “Ya lo sé –contestó la otra sin dejar de correr–. Pero estoy haciendo la dieta de los 18 litros diarios de agua, y ésta es una emergencia”.

Dos secretarias hablaban acerca de sus respectivos jefes. “El mío sabe estimularme –comentó una–. Cuando hago bien algún trabajo me da una palmadita en la espalda”. Dijo la otra: “Lo mismo hace mi jefe, pero sus miras no son tan altas”.

Un senador demócrata de Estados Unidos compraba todos los días el Washington Post, echaba una ojeada a la primera plana y luego lo arrojaba sin más en el bote de la basura. El encargado del puesto de periódicos le preguntó, curioso: “Perdone, senador: ¿qué es lo que busca usted en el Post?”. “El obituario” –respondió el demócrata. Le indicó el puestero: “El obituario viene en la página 5”. “Ya lo sé –contestó el senador–. Pero cuando se vaya de este mundo el SOB cuya muerte estoy esperando, su obituario vendrá en primera plana”.

Aquel médico dejó su coche en el estacionamiento y caminando se dirigió al hospital. Todas las mujeres con las que se topaba iban llorando, y todas decían con lamentoso acento: “¡Murió Longino! ¡Murió Longino!”. Al llegar al hospital vio que las enfermeras lloraban también. “¡Murió Longino! –gemían todas–. ¡Murió Longino!”. El cortejo de las plañideras parecía venir de la morgue. Hacia allá fue el médico. En torno de una de las mesas del anfiteatro estaba otro coro de mujeres que lloraban. “¿Por qué te nos fuiste, Longino? –clamaban gemebundas–. ¿Qué vamos a hacer sin ti?”. Se abrió paso el facultativo y vio tendido sobre la plancha el cuerpo de un individuo joven, musculoso y excepcionalmente bien dotado en la parte correspondiente a la entrepierna. Por él –y por eso– lloraban las mujeres. Cuando el médico volvió a su casa le comentó a su esposa: “Ahora que fui al hospital todas las mujeres lloraban por un individuo que murió. Estaba en la morgue. Jamás había visto yo a un hombre tan bien dotado por la naturaleza”. “¡Cielos! –exclamó la señora rompiendo en llanto–. ¡No me digas que murió Longino!”.

El joven marido le comentó a su mujercita: “Estoy pensando en comprar un condominio”. “Tú sabrás –replicó ella–. Yo seguiré usando la píldora”.

Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, se quejó ante el juez de que un sujeto la había recargado contra la pared y así, estando de pie ella, la hizo objeto de sus lascivos apetitos de carnalidad y pasional fornicio. “Pero, señorita –objetó el juez–. Usted es muy alta, y el acusado es sumamente bajo de estatura”. “Bueno –se ruborizó Solicia–. Reconozco que me agaché un poquito”.

“Quiero un regalo caro para dama”. Así le dijo aquel hombre a la empleada en la tienda de departamentos. Preguntó ella: “¿Tiene algo en mente, caballero?”. “Claro que tengo algo en mente –respondió el tipo–. Por eso necesito el regalo caro”.

El turista quiso hacer un retiro de mil dólares en un cajero automático en Las Vegas. Le salió un papelito que decía: “¿Doble o nada?”.


Rondín # 14


Comentaba Capronio, sujeto incivil y majadero: “Cuando me casé quería poner a mi mujer sobre un pedestal. Ahora me gustaría ponerla bajo el pedestal”.

Preguntaba, confusa, una muchacha: “¿Por qué si el sexo es algo tan natural hay tantos libros que dicen cómo hacerlo bien?”.

El jefe de personal le preguntó al hombre que pedía empleo: “¿Qué otras habilidades tiene usted, a más de las de computación?”. Respondió el individuo con orgullo: “Modestia aparte, soy un eminente follador. En cierta ocasión le hice cinco veces seguidas el amor a una mujer”. Entra un saltillense en la columna y le pregunta: “¿Por qué tan pocas veces, primo? ¿Andabas desganado?”). El jefe tosió, desconcertado. Le aclaró al tipo: “Me refiero a habilidades en el trabajo”. “Precisamente –replicó el otro–. Eso lo hice en horas de trabajo”.

Este señor don Eduardo era todo un señor don. Comerciante entre los más destacados de su ciudad natal gozaba de general aprecio por su caballerosidad y buenas cualidades, que incluían un recio sentido común y un claro conocimiento de las cosas. En cierta ocasión un grupo de amigos suyos cuya edad pasaba ya de los 60 y se acercaba con insolente prisa a los 70 discutían en el casino de la localidad acerca de diversas sustancias o alimentos a los cuales se atribuían virtudes potenciadoras de la libido. A ellos solían recurrir en aquel tiempo los varones que por causa del invencible asedio de los años miraban abatida la bandera de su masculinidad, antes dispuesta siempre a los combates, ahora tristemente doblegada. (“¿Por qué, Amor, cuando expiro desarmado de mí te burlas...?”, endechó, dolorido, El Nigromante). No conocían aquellos señores las miríficas aguas de Saltillo, capaces de poner a la mismísima momia de Tutankhamon en aptitud de hacer obra de varón, por eso hablaban de los presuntos méritos de la hierba damiana, también llamada garañona; de la hueva de lisa o los ostiones; de la yohimbina, antecedente de los modernos fármacos incitadores del deseo erótico en el másculo. Don Eduardo detuvo con imperioso ademán aquel debate y haciendo a un lado su proverbial mesura sentenció terminante: “Señores: no nos hagamos pendejos. Eso, cuando se acaba, ¡se acaba!”.

Don Poseidón, paterfamilias de moral severa, tenía una hija de nombre Flordelisia. La había educado en colegio de monjas a fin de que adquiriera las virtudes que una señorita decente ha de tener, especialmente la pureza, preservadora de la virginidad que le permitiría hacer un matrimonio ventajoso, igual que una mercancía sin maca puede venderse mejor que una que ha sufrido daño o merma. Grande fue la sorpresa del genitor, por tanto, cuando una noche llegó a su casa y sorprendió al novio de su hija haciéndole el amor a la muchacha sobre el diván u otomana de la sala. “¿Qué es esto, descastado? –le gritó en paroxismo de iracundia-. ¿Qué le haces a mi hija?”. (¡Vaya pregunta!). “Perdóneme, señor –se disculpó el mozalbete-. Flordelisia estaba melancólica, y para alegrarla un poco me la follé”. “¿Me la… qué?” –se enfureció don Poseidón. “Melancólica, señor –precisó el novio-. Así como tristecilla”.

Nalgarina gustaba de vestir faldas ceñidas que hacían resaltar sus opulencias posteriores. Les comentó a sus amigas: “En la oficina mis compañeros dicen que soy un símbolo sexual”. Preguntó una con intención aviesa: “Y tu marido ¿qué opina?”. Respondió Nalgarina: “Él usa otra palabra”.

Impericio, joven sin ciencia de la vida, casó con Taisia, linda chica con bastante mundo. Al terminar el primer acto de amor ella suspiró y dijo: “Bueno, después de todo yo tampoco sé cocinar”.

La chica de tacón dorado le contó a su cliente: “Tengo dos hermanas. Una es monja y la otra es maestra”. Preguntó el tipo: “¿Y cómo fue que tú llegaste a este oficio?”. “Reamente no lo sé –contestó ella–. Supongo que fue mi buena suerte”.

Ya conocemos a Babalucas. Es muy bueno pero bastante tonto. Piensa que “fornicar” es una tarjeta de crédito.

El salvavidas de la playa vio venir a una turista oriental toda despeinada y con el traje de baño en desorden. “¿Qué le sucedió, señorita? –se consternó–. ¿La revolcó una ola?”. “No –respondió ella–. Solamente fuelon cualenta minutos”.

Empezó la noche de bodas. El novio tomó por los hombros a su flamante mujercita y le preguntó solemne: “Dime, Susiflor: ¿soy yo el primer hombre con el que duermes?”. Exclamó ella desolada: “¿Qué nos vamos a dormir?”.

Babalucas regresó a su casa y le informó a su esposa: “Busqué en todas las papelerías, y ninguna tiene el papel para muerto que me encargaste”. “¡Ay, Baba! –suspiró la señora–. ¡Te dije ‘papel parafinado’!”.

Avaricio Cenaoscuras, hombre ruin y cicatero, bebía una piña colada en el bar de playa de un hotel de Cancún. Lo vio alguien de su pueblo y le preguntó: “¿Qué andas haciendo por acá?”. Respondió Cenaoscuras: “Estoy de luna de miel”. Quiso saber el otro: “¿Y tu esposa?”. Contestó el cutre: “Se quedó en la casa. Me casé con viuda, y ella ya pasó por esto”.

Lord Feebledick llegó a su casa después de la cacería de la zorra y sorprendió a su esposa, lady Loosebloomers, en apretado trance de fornicio con Wellh Ung, el encargado de la cría de faisanes. “¡Descastado! –le gritó al toroso mancebo–. ¿Para esto te pago, mala bestia?”. “No, milord –respondió el gañán–. Milady le podrá informar que esto lo hago en forma completamente gratuita”.

El juez le dijo al individuo: “Ahora que ha sido absuelto del cargo de bigamia puede usted irse a su casa”. Preguntó el tipo: “¿A cuál de las dos?”.

Rosilí contrajo matrimonio. Al salir de la iglesia una tía suya la felicitó por su nueva vida. Le dijo: “Ahora que te has casado la tendrás más fácil”. “Sí, tía –contestó Rosilí bajando la voz–. Y más seguido”.

La joven esposa se presentó con su vecina: “Soy Caperucita Roja de Feroz”. “¿De Feroz? –se sorprendió la otra–. ¿Qué no te comió el lobo?”. “No –respondió Caperucita–. En la versión impresa cambiaron una letra”.

La esposa de don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, le dijo a su vecina en tono de queja: “Hace dos semanas que mi marido no me toca”. Opinó la vecina: “Dos semanas no es mucho”. Precisó la señora: “Dos semanas santas”.

Declaró don Astasio: “Las minorías merecen respeto”. “Qué bueno que pienses eso –se alegró su esposa Facilisa–, porque leí que el 92 por ciento de las mujeres de mi edad les son fieles a sus maridos, y yo estoy en la minoría”.

Susiflor le contó a Rosibel, su compañera de cuarto: “Anoche salí con Lovigildo. Al principio se portó como un caballero, pero luego estuvo maravilloso”.


Rondín # 15


Don Arsilio sorprendió a su sacristán Cerelio sustrayendo el dinero de la limosna. “¡Bribón! –le reclamó enojado–. ¿Cómo te atreves a robarle su dinero al Señor?”. “No se lo estaba robando, señor cura –contestó el rapavelas–. Como soy tan viejo pensé en llevárselo personalmente”.

El joven esposo le estaba haciendo el amor a su mujercita. En el deliquio de la sensual pasión le dijo en arrebato erótico: “¡Mi amor! ¡En estos momentos no me cambiaría ni por Luis Miguel!”. “¡Ay! –respondió ella–. ¡Qué malo eres!”.

Noche de bodas. La novia salió del baño ataviada con un vaporoso negligé que dejaba a la vista sus más recónditos encantos. Se sorprendió al advertir que su flamante maridito estaba viendo la televisión. “¡Gerineldo! –le dijo con tono de reproche–. Es nuestra primera noche de casados ¿y te vas a poner a ver la tele?”. Respondió él sin apartar la vista de la pantalla: “Me hiciste esperar tres años para darme lo que ahora me vas a dar, ¿y no puedes esperar tres minutos a que acabe la tanda de penales?”.

El joven Carmelino y su novia Glorilú iban en el automóvil de él. Se dispuso el muchacho a dar vuelta en una esquina, pero recordó que al coche se le habían descompuesto las luces direccionales. Le pidió entonces a su dulcinea: “Rápido, saca la mano”. Le dijo ella apenada: “¿Lo ves? ¡Te dije que nos iban a ver!”.

Babalucas apuntó la receta de un filete de res al vino tinto que vio en un libro de cocina. Quiso preparar él mismo aquel rico platillo, para lo cual fue al súper con su esposa a comprar la carne. A la salida un perro callejero le arrebató el paquete y escapó con él. Comentó Babalucas meneando la cabeza: “¿De qué le va a servir la carne al desgraciado animal? No tiene la receta”.

La enfermera Tetonina, a quien natura había beneficiado con generosidad en la región torácica, le informó muy preocupada al médico: “El paciente del cuarto 101 tiene sumamente acelerado el pulso. ¿Qué debo hacer, doctor?”. Le indicó el facultativo: “Abrocharse la blusa”.

Don Algón se vio escaso de fondos al final del mes. Le preguntó a su esposa: “Llegó el recibo de la compañía de luz, y llegó también el de mi urólogo. Sólo tengo dinero para pagar uno de los dos recibos. ¿Cuál crees que debo pagar?”. “El de la compañía de luz –respondió sin vacilar la señora–. El urólogo no te la puede cortar”.

Putin asistió en París a una conferencia dictada por Bill Clinton. Al término de la disertación se llevó a cabo un coctel en honor del conferencista. El anfitrión francés les sirvió a los dos ilustres visitantes el licor que pensó podía agradar a cada uno. Le dijo a Putin al tiempo que le tendía la copa: “Le vodka”. Enseguida le dijo a Clinton alargándole el vaso: “Le whisky”. El expresidente se asustó: “¡Ni me la recuerdes!”.

Dos náufragos llegaron a una isla. En la playa vieron dos que parecían ser enormes tiendas de campaña de forma circular. Exclamó uno, feliz: “¡Estamos salvados! ¡Hay aquí presencia humana!”. “No te apresures a alegrarte –opuso el otro–. Me temo que estamos en la Isla de los Gigantes. Mira lo que dice la etiqueta: ‘Brassiére bikini. Talla pequeña”.

En horas de la madrugada tres borrachos llamaron con grandes golpes a la puerta de una casa. Asomó por la ventana del segundo piso una adormilada señora. Uno de los temulentos le preguntó con tartajosa voz: “¿Aquí es la casa de Astatrasio Garrajarra?”. Respondió con enojo la mujer: “Sí; aquí es”. Le pidió el beodo: “Baje por favor y díganos cuál de nosotros tres es Astatrasio Garrajarra”.

Don Chinguetas pintó el asiento de madera de la taza de baño, pero olvidó advertirle a su mujer que el tal asiento estaba recién pintado. Llegó la señora, se sentó y quedó pegada a la tabla. Por más esfuerzos que hizo no se pudo despegar. Llamó a su esposo, y éste tampoco logró liberarla, y eso que desatornilló la tabla para poder maniobrar mejor. Llamó entonces a los bomberos a fin de que los auxiliaran en ese singular apuro. Don Chinguetas le dijo al jefe de los apagafuegos mostrándole la situación en que se hallaba doña Macalota: “¿Cómo ve?”. Ponderó detenidamente el bombero la cuestión y luego respondió: “Está bastante bien, pero no como para ponerle marco”.

El licenciado Antolín Borras era pilar de su comunidad. Consejero del Banco Agrícola y Agrario (BAYA), era también secretario perpetuo de la Venerable Asociación y Archicofradía (VAYA); presidente honorario de la Benemérita Agrupación Llanera del Altiplano (BALLA) y vocal Z de la Vinícola, Aceitera, Llantera y Atunera (VALLA). Precisamente por ser pilar de la comunidad el licenciado Borras se azaró grandemente cuando su esposa Pumaleona le dijo que tenía deseos de conocer el Cabaret Hucho, pues cierta amiga suya le había hablado de él y de sus muchos y variados atractivos. “Mujer –le dijo consternado–, yo nunca he ido a ese lugar, pero según he oído es un sitio de mal tono, infecto antro al que concurren solamente personas de baja condición social; cueva de reunión de hombres y mujeres de mal vivir y peor actuar. ¿Y pretendes que vayamos a semejante zahúrda y cochiquera?”. “No sé que sean ‘zahúrda’ y ‘cochiquera’  –replicó doña Pumaleona–, pero quiero conocer el citado cabaret. Hoy mismo iremos. Y es mi última palabra. Si quieres, di tú la penúltima”. Ya no puso reparos el licenciado Borras. Apechugó, y llevó a su esposa al mentado Cabaret Hucho. Al entrar lo saludó el portero: “Buenas noches, licenciado Borras”. La señora enarcó las cejas, pero no dijo nada. Los recibió el capitán de meseros. “Licenciado Borras –se inclinó obsequioso–, es un gusto volver a saludarlo”. Cuando el hombre se retiró doña Pumaleona, suspicaz, le preguntó a su esposo: “¿Por qué te saludó como si te viera con frecuencia? ¿No dices que nunca has venido aquí?”. “Y jamás he venido –contestó él, nervioso–. Ha de ser algún antiguo cliente”. Llegó el mesero. “Licenciado Borras, bienvenido. ¿Le traigo lo de siempre?”. Doña Pumaleona se encrespó. Balbuceó el lacerado: “Te juro que no me explico esto. Seguramente me confundió con otra persona”. En eso empezó la variedad. Salieron seis exuberantes chicas cubiertas sólo por exiguas ropas y comenzaron a bailar al son de alegre música. De pronto interrumpieron la danza, se pusieron de espaldas para mostrar al mundo su derriére y gritaron a coro: “¿De quién son estas nalguitas?”. Se volvieron  al público y respondieron a toda voz señalando al abogado: “¡Del licenciado Borritas!”. No aguantó más doña Pumaleona. Entre las risas de la concurrencia salió de ahí empujando con violencia a su marido. Al cruzarse con el portero éste le dijo muy divertido al infeliz señor: “¿Qué pasó, licenciado? ¡Vaya que esta noche se agarró a la más vieja, brava y fea!”.

“Tengo cama de agua”. Con esas sugestivas palabras una linda chica invitó a Babalucas a ir a su departamento. “Gracias —respondio el badulaque—. No tengo sed”.

El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Quinta Venida —no confundir con la Iglesia de la Quinta Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que sea con una sola persona a la vez—, fue a llevar la luz de la fe a los aborígenes de las Islas Salsi. Se enteró de que las parejas de esposos, aunque estables, vivían en uniones libres, no consagradas por un ministro del Señor. (El reverendo Fages, dicho sea entre paréntesis, se había casado cuatro veces, pero siempre conforme a los ritos de su iglesia). Reunió, pues, a los indígenas y les anunció que el día siguiente celebraría un matrimonio colectivo a fin de poner fin a la pecaminosa situación en que vivían. En efecto, llevó a cabo la ceremonia connubial, acabada la cual se sirvió un ágape. El reverendo Fages, satisfecho de su piadosa acción, le preguntó a una nativa qué le había parecido aquel acto religioso. “¡Sensacional! —exclamó con regocijo la mujer—. ¡Todas agarramos viejo nuevo!”.

Una gallinita cruzó el camino de la granja. Venía una aplanadora y pasó sobre ella. Se levantó la gallinita, aturrullada, se sacudió las plumas y dijo llena de entusiasmo: “¡Ésos son gallos, y ésas son pisadas!”.

En la merienda de los jueves las señoras empezaron a discutir acerca de las ventajas de la leche materna. Una de las asistentes declaró que todas las madres deberían dar la teta a sus bebés, pues así se criarían sanos y robustos, y al paso de los años serían hombres saludables y fornidos. “Todo eso es exageración –opinó doña Macalota-. Mi hijo se crió muy bien; es un muchacho fuerte y musculoso, y nunca supo de tetas sino hasta que se casó”.

Por enésima vez Pepito llegó tarde a la escuela. Le indicó la maestra: “Deberás traerme un recado de tu papá donde me explique por qué siempre llegas tarde”. Manifestó el chiquillo: “Se lo traeré de mi mamá”. Preguntó la profesora: “¿Por qué de tu papá no?”. Contestó Pepito: “Porque dice mi mamá que para explicar las llegadas tardes mi papá da unas razones muy pendejas”.

El novio le dijo a su noviecita: “Cuando nos casemos haré que nos toquen La Bamba en vez de la Marcha Nupcial. A partir de ese día me vas a tener arriba y arriba”.

Don Gurmando se jactaba de ser gran catador de vinos. Afirmaba que con sólo dar un sorbo a cualquiera que le presentaran podía decir qué clase de vino era, y su edad. Un amigo suyo quiso ponerlo a prueba y le escanció una copa de un cierto tinto no muy conocido. Aspiró su aroma don Gurmando; le dio un trago; chasqueó luego la lengua con deleite y dijo con seguridad: “Zeferina, 21 años”. El amigo se desconcertó. “No conozco esa variedad”. Precisó el gran catador: “Me refiero a la muchacha que pisó la uva, y a su edad”.

Manifestó un sujeto en la cantina: “La vida sexual de mi esposa y mía ha mejorado considerablemente desde que tenemos camas separadas”. Preguntó uno, extrañado: “¿Cómo es eso?”. “Sí –confirmó el tipo–. Su cama está en nuestra casa, y la mía en otra”.


Rondín # 16


La maestra del jardín de niños les indicó a los pequeños: “Vamos a contar con los deditos del 1 al 10”. De inmediato Pepito se abrió la portañuela o braguetita. “¿Por qué haces eso?” –le preguntó con inquietud la profesora–. Respondió Pepito: “Es que yo sé contar hasta 11”.

Doña Chalina le comentó a su esposo: “En la merienda de los jueves hicimos una encuesta para determinar quién es la más chismosa del grupo”. Quiso saber el señor: “¿Y quién sacó el segundo lugar?”… Aquella muchachita adolescente tenía un noviecillo de su misma edad. Una amiga le dijo: “Te vi en el cine besándote con Acnerino. ¡Qué bárbaros! ¡El besó duró 5 minutos!”. Explicó la chiquilla: “Es que se nos trabaron los frenos”.

Doña Facilisa fue con su club de damas a visitar la estación de bomberos de la localidad. Vio ahí un tubo que le llamó la atención, y le preguntó al jefe de los apagafuegos: “¿Para qué es ese tubo?”. Respondió el bombero: “Es para que los hombres puedan salir rápidamente en caso de emergencia”. “¡Qué buena idea! –se alegró doña Facilisa–. ¡Voy a poner uno en mi clóset!”.

Babalucas estaba esperando el autobús cuando acudió a todo correr un policía. Le preguntó: “¿No vio a un individuo doblar la esquina?”. “No –respondió el tontiloco–. Cuando yo llegué ya estaba doblada”.

El doctor Ken Hosanna habló con su paciente: “Le tengo dos noticias; una mala y una buena. La mala es que al hacerle la circuncisión se me resbaló el bisturí. La buena es que ninguno de los dos tenía señas de enfermedad maligna”.

“¿Hacemos el amor?”. La linda chica no respondió a la pregunta que su novio le hizo. “¿Qué te pasa? –le preguntó el galán–. ¿Estás sorda?”. Replicó ella: “¿Y qué te pasa a ti? ¿Estás paralítico?”.

Pepito dijo sus oraciones de la noche: “Por favor, Diosito, haz que mi papá me compre la bicicleta que le pedí. Y me permito recordarte que no es la primera vez que te trato este asunto”.

La esposa de cierto político tenía amistad con la de un diplomático oriental. Un día le comentó: “Mi esposo anda muy tenso. El próximo mes tendrá una elección”. La esposa del diplomático se desconcertó. “¿Y pol qué esa tensión? –quiso saber–. Mi malido tiene una elección todas las noches, y anda tan tlanquilo”.

Don Chinguetas gritó en la orilla de la playa: “¡Mi esposa se está ahogando! ¡Daré 100 mil pesos al que la salve!”. Un lanchero se arrojó a las olas y trajo a la señora sana y salva. Al verla exclamó con asombro don Chinguetas: “¡No es mi esposa! ¡Es mi suegra!”. “Ah, caramba, señor –se consternó el lanchero–. ¿Cuánto le debo?”.

Un tipo iba corriendo por la calle en camiseta y calzoncillo. Otro que corría también le preguntó: “¿Entrenamiento para el maratón?”. “No –respondió el tipo–. Marido que llegó temprano”.

Aquel antropófago no se portaba bien. Todos los días se embriagaba con agua de coco fermentada; reñía con los demás caníbales y perseguía a las mujeres de la tribu. Su esposa le comentó a una amiga: “No sé qué hacer con mi marido”. Le ofreció la otra: “Si quieres te presto mi recetario”.

Ovonio Grandbolier, el hombre más haragán de la comarca, veía en la tele el partido de futbol. Tenía una lata de cerveza en cada mano. Su mujer le preguntó por qué. Respondió Ovonio: “El médico me recomendó llevar una dieta balanceada”.

“¿Por qué estás tomando clases de tenis?”. “Porque ya me cansé de ser zapato”… “¿Por qué Laurencio ya no anda en su moto?”. “Porque cayó con ella en una laguna y no la ha podido sacar”. “Ha de ser Honda”.

Don Poseidón tenía tres vacas. Todos los sábados, temprano en la mañana, las llevaba en su carretón de mulas a hacer una visita al toro semental. Uno de esos sábados don Poseidón se levantó más tarde que de costumbre. Lo que vio al salir de su casa lo dejó estupefacto: dos de las vacas se habían subido ya al carromato, y la tercera estaba unciendo a las mulas.

“Mi esposa se fugó con mi mejor amigo”. Así le dijo un tipo a otro en el conocido bar Ahúnda. “¡Qué canallada!” –se indignó el otro–. ¿Quién es tu mejor amigo?”. Respondió el tipo: “No lo sé. Ignoro con quién se fugó mi esposa”.

La caravana de pioneros que iban al lejano Oeste puso en círculo sus carros, pues los rodeó una numerosa banda de indios belicosos. Tan pronto se ocultó el sol empezaron a sonar los tambores de los pieles rojas. El guía de la caravana le dijo lleno de preocupación al jefe de los pioneros: “No me gusta nada el sonido de esos tambores”. Se oyó la voz de uno de los aborígenes: “Es que hoy no vino nuestro percusionista titular”.

Doña Gules P. di Gree, señora de la alta sociedad, fue a confesarse. Lo hizo a la hora de la misa, para que la gente viera que cumplía las prescripciones de la Santa Madre Iglesia. Le dijo al confesor: “Acúsome, padre, de que todas las noches dejo que suba a mi cama un pastor alemán”. Repuso el sacerdote: “Costumbre no muy higiénica es ésa de dormir con un perro, pero tal acto, si bien poco recomendable, no figura en la lista de las 114 mil 875 acciones que constituyen pecado según el Padre Raboteux, canónigo penitenciario de la catedral de Saut-de-Loup”. “No me entendió usted bien, señor cura –aclaró doña Gules–. Acúsome de que todas las noches dejo que suba a mi cama un predicador germano”.

Don Hamponio, delincuente consuetudinario, llevó una noche a su mujer a pasear por el centro de la ciudad. La señora vio en el escaparate de una joyería un fino collar de perlas y le dijo a su marido: “Me gustaría tenerlo”. Don Hamponio tomó una piedra, con ella quebró el vidrio del aparador y le entregó el collar a su mujer. Poco después la señora vio en otra tienda un reloj caro, y le dijo a su marido que le gustaba mucho. Don Hamponio tomó otra piedra, rompió el cristal y le dio el reloj a su consorte. Luego fue un bolso lo que le gustó a la señora. “Bueno, mujer –se irritó don Hamponio–. ¿Tú crees que las piedras se dan en árboles?”.

Florilí, joven soltera, no hallaba cómo decirle a su novio Fecundino que creía estar embarazada. Por fin se decidió y le comunicó tímidamente: “Nino: hace dos meses que no me enfermo”. El tal Nino le dio una gran palmada en la espalda y le dijo alegremente: “¡Así me gustan! ¡Sanotas!”.

Un cierto circo anunciaba como su mayor atractivo a un artista llamado el Divo Diver, extraordinario clavadista. Sus hazañas, decía la propaganda, eran grandiosas. Se había lanzado a las cataratas del Niágara desde un avión; se tiró un clavado desde lo alto del Empire State al estanque de Central Park, etcétera. Aún así las demostraciones que el Divo Diver hacía en la carpa eran aún más asombrosas. Cuando el circo llegó a la ciudad las localidades se agotaron en una hora. Al comenzar el espectáculo no cabía en la carpa un alfiler. Lo bueno fue que no acudió ninguno. El público siguió con indiferencia la actuación de los payasos; los volatines de los trapecistas; las piruetas de los acróbatas; los sugestivos retorcimientos de la contorsionista; las bravuconadas del domador de fieras… Llegó por fin el momento esperado. “Señoras y señores –anunció el director de pista–: esta empresa se enorgullece en presentar a su máximo artista, ¡el Divo Diver!”. Sonó una fanfarria y apareció un gallardo atleta. Iba cubierto por una larga capa de terciopelo negro bordado con lentejuelas rojas. “El Divo Diver –dijo el anunciador– subirá a un trampolín de 10 metros de altura y se tirará de clavado ¡a un barril con agua!”. Subió por una escala el clavadista y se colocó en el trampolín. Ahí se despojó de su capa, que dejó caer en medio de un “¡ah!” de la muchedumbre. Se oyó redoble de tambores y el Divo Diver se lanzó de cabeza al barril, del cual emergió indemne entre el aplauso de la nutrida concurrencia. “Ahora –dijo el director– nuestro audaz artista subirá a un trampolín de 25 metros de altura y se lanzará de clavado ¡a una cubeta con agua!”. Subió al trampolín el Divo Diver y se arrojó al vacío. Cayó en la cubeta y reapareció con una sonrisa de triunfo. El público lo ovacionó de pie, entusiasmado, y se dispuso luego a retirarse. ¿Qué otra hazaña después de ésa podía consumar el clavadista? “Un momento, señoras y señoras –manifestó el director de pista–. Falta todavía lo mejor. El Divo Diver subirá a un trampolín de 50 metros de altura y se tirará de clavado ¡a un trapeador húmedo!”. Nadie podía creer aquello. Una joven ayudante puso en el centro de la pista un trapeador, que desplegó con donairoso giro. Seguido por el haz de luz de un reflector el clavadista subió a aquella vertiginosa altura y se colocó en el trampolín. Pidió el anunciador: “Suplicamos al respetable público guardar absoluto silencio, pues la más leve distracción podría costar la vida del artista”. En medio de un completo silencio y de la angustiosa expectación de todos se lanzó de clavado el Divo Diver. Cayó en el trapeador y se levantó maltrecho y dolorido, echando sangre por nariz y boca. Exclamó hecho una furia: “¿Quién fue el hijo de la tiznada que exprimió el trapeador?”.


Rondín # 17


“Este pueblo ocupa el segundo lugar en adulterios”. Así dijo a sus feligreses el padre Arsilio, preocupado, tras conocer un informe de la diócesis. Levantó la mano doña Facilisa: “Y podríamos tener el primero, señor cura, pero hay algunas que no cooperan”.

Pirulina se inscribió en un club nudista. “Ahí aprendí –les comentó a sus amigas– que la Declaración Universal de los Derechos del Hombre está completamente equivocada”. “¿Por qué lo dices?” –se extrañó una–. Respondió Pirulina: “No todos los hombres son iguales”.

Un amigo de Babalucas le contó: “Tengo un telescopio de extraordinario alcance. Aunque vivo a un kilómetro de tu casa pude ver perfectamente a través de tu ventana, ayer por la tarde, cómo hacías el amor con tu mujer”. “Éjele! –se burló Babalucas–. Tu telescopio no sirve. La tarde de ayer no estuve en mi casa”.

Un individuo apellidado Jackoff  le comentó a un amigo: “Para nosotros los solteros se ha vuelto sumamente complicado eso de hacer el amor. En primer lugar sale muy caro. Luego, tienes que dedicarle mucho tiempo. Y por último está el riesgo de contraer alguna enfermedad venérea. He optado entonces por recurrir al método norteamericano”. Preguntó el amigo: “¿Qué método es ése?”. “Do it yourself –replicó Jackoff–. Hágalo usted mismo”.

Un tipo le contó a su amigo: “Después de casarnos, a mi mujer le cambió la voz”. “¿Cómo estuvo eso?” –se extrañó el amigo. Explicó el tipo: “Cuando era mi novia me decía siempre: ‘¡Sí, sí, sí!’. Tan pronto fue mi esposa empezó a decirme: ‘No, no, no’”.

Babalucas fue al circo. Se presentó en la pista The Great Pointer, lanzador de cuchillos. Ponía a su linda ayudante ante un cuadro de madera y dibujaba en él su silueta lanzándole desde una distancia de 10 metros agudísimos cuchillos que se clavaban en la tabla. Después de que le tiró cinco puñales que se clavaron a unos milímetros del cuerpo de la joven, Babalucas le gritó al artista. “¡Concéntrate, güey, a ver si le atinas por lo menos uno!”.

Doña Fecundina dio a luz a su hijo número 14. “Señora —le preguntó el obstetra—, ¿qué su marido no toma precauciones?”. Respondió con tono apesadumbrado la mujer: “Él sí, doctor, pero los otros no”.

En el manicomio un loco acariciaba una muñeca. El director le explicó a un visitante: “Es que su esposa lo dejó para irse con otro”. En el extremo opuesto de la sala un segundo alienado se daba cabezazos contra la pared. Añadió el director: “Ése es el otro”.

A doña Trombeta no le gustaba la barba que usaba su marido. Le decía: “Es como si te hubieras tragado un animal peludo y la cola se hubiera quedado afuera”. Aun así el hombre se dejaba la barba, pues pensaba que le daba personalidad, siendo que no tenía ninguna. Sucedió, sin embargo, que llegó el día del cumpleaños de la señora, y el sujeto pensó en quitarse la barba como regalo sorpresa para su mujer. Acudió pues a un barbero –“Tonsorial artist”, decía su tarjeta de presentación-, y el hombre lo rasuró de tal manera que el rostro le quedó mondo y lirondo, como nalga de princesa. Así afeitado llegó a su casa por la noche. Su esposa dormía ya. El tipo se desvistió, se acostó junto a la mujer, le tomó la mano y se la puso en la cara. Ella despertó y le dijo en la oscuridad: “Está bien; nomás que sea rapidito, porque ya no tarda en llegar el barbón”.

El niñito le preguntó a su padre: “¿Por qué cuando estás en la recámara con mi mamá la cama hace chirín chirrín?”. El señor tosió, nervioso. Le dijo al pequeño: “¿Por qué quieres saber eso?”. Respondió el niño: “Porque cuando está el vecino la cama hace: ¡cuaz! ¡whom! ¡zas! ¡paf! y ¡bonk!”.

Don Rutilio era fanático del rey de los deportes, el beisbol, tanto que por ver en la tele todos los partidos tenía en el abandono a su mujer. Las cosas llegaron a tal extremo que la señora le exigió que fuera con un consejero matrimonial. El especialista le dijo a don Rutilio: “Su esposa se queja de que usted no habla más que de beisbol”. Respondió él: “Comete error al decir eso; está fuera de base, out; ponchada. No haga usted caso de esa rola”.

El obispo se dispuso a bendecir a las monjitas del convento de la Reverberación, que celebraban el aniversario de su orden. Todas se hincaron para recibir la bendición de Su Excelencia, menos sor Bette, que por sufrir dolores de columna no podía arrodillarse. “Hínquese, madre” –le pidió el jerarca. Sor Bette permaneció de pie. Molesto repitió el jerarca: “Hincada, madre”. Y se enojó sor Bette: “Así con maldiciones menos me hinco”.

Un producto para quitar las manchas de la ropa ostentaba la marca Veloz, y sus fabricantes crearon para su publicidad un personaje con ese mismo nombre que ofrecía premios a las señoras que lo usaban. (Al producto, digo, no al personaje). Llegó a cierto domicilio el tal Veloz y le dijo a la señora de la casa tan pronto abrió la puerta: “Le daré 5 mil pesos si…”. “¡Retírese inmediatamente! –exclamó llena de sobresalto la mujer-. ¡Mi marido no tarda en llegar!”. “Soy Veloz” –aclaró el promotor. “Ah, bueno –se tranquilizó la señora-. Entonces pásele. Si es rapidito sí”.

El cuentecillo que sigue es de color subido… Don Algón, ejecutivo de empresa, fue al banco y retiró todos los fondos que tenía ahí. Al día siguiente volvió a depositarlos, y un día después los retiró otra vez, sólo para depositarlos de nuevo al día siguiente. El gerente del banco habló con él. Le dijo: “Don Algón: con tanto meter y sacar, meter y sacar, va usted a perder interés”. Se quedó pensativo el empresario y luego dijo: “Quizá tenga razón. Lo mismo me pasó en mi matrimonio después de 20 años de casado”.

“Tienes un lindo culo”. Así le dijo el primer actor a la damita joven en el curso de aquella obra de teatro español. Aconteció que entre el público estaban doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad. Al oír aquella palabra  abandonaron al punto la sala arrastrando tras de sí a sus respectivos cónyuges. Al día siguiente las dos señoras se apersonaron en la oficina del alcalde y pusieron en su conocimiento aquel atentado contra la moral que ponía en inminente riesgo el futuro de la patria y amenazaba los cimientos de la sociedad. Esa misma noche el munícipe fue al teatro. Cuando el primero actor apareció en escena el alcalde se puso en pie y le advirtió con enérgica y sonora voz: “Si dices ‘culo’ haré que se suspenda la función”.

La señorita Peripalda, catequista, se propuso hablarles a los niños acerca del pecado original. Les preguntó: “¿Cómo se llama el pecado que cometieron Adán y Eva?”. Nadie supo la respuesta. La catequista procuró ayudarles: “Se llama pecado ori… ori…”. “¡Horizontal!” –completó Pepito triunfalmente.

Los vestidos femeninos deberían ser como las cercas de alambre de púas, que protegen lo necesario pero sin obstruir la vista.

El maduro caballero llegó al consultorio médico y le dijo a la recepcionista: “¿Está el doctor? Necesito que me haga una receta para Viagra”. Preguntó la muchacha: “¿Tiene usted cita?”. “Sí –respondió el provecto señor–. Hoy en la noche. Por eso necesito la receta”.

“¡Mal hombre! ¡Infame! ¡Descastado! ¡Miserable! ¡Bribón! ¡Rastrero! ¡Vil!”. Todos esos calificativos le espetó doña Macalota a don Chinguetas, su marido, cuando lo sorprendió en el lecho conyugal refocilándose con una espléndida morena cuyas exuberancias anatómicas saltaban a la vista, y más al tacto. Tranquilo, poniendo cara de extrañeza, habló el señor: “¿Por qué me dices esas cosas?”. “¿Cómo por qué? –rebufó la airada cónyuge–. ¿Te atreves a traer a mi cama a otra mujer?”. Don Chinguetas acentuó más su gesto de confusión: “¿Cuál mujer?” –preguntó volviendo la vista a todas partes–. “¿Que cuál mujer dices, infeliz? –clamó doña Macalota en parasismo fúrico–.  “¡La que está ahí contigo, desgraciado”. “Aquí no hay ninguna mujer” –repuso con absoluta flema el abarraganado–. “¿Cómo te atreves a decir tal cosa, descarado, cínico?” –rugió la señora–. ¡Si la estoy viendo con mis propios ojos!”. Dijo entonces don Chinguetas con tono de reproche: “Eso es lo que no me gusta de ti, Macalota. Les haces más caso a tus ojos que a mí”.

Durante su noviazgo, que duró 5 años, tanto él como ella sofrenaron sus instintos naturales y se mantuvieron dentro de los estrechos límites de la castidad. Así, cuando se casaron y estuvieron por fin solos en la habitación del hotel, dieron libre curso a sus deseos, tan largamente contenidos, y se entregaron con pasión urente a consumar sus nupcias. Lo hicieron con tal fogosidad que la cabecera de la cama empezó a pegar con fuerza en la pared. El ocupante de la habitación vecina, molesto por esos ruidos, dio también golpes en la pared para mostrar su enojo. El galán le dijo a su acezante dulcinea: “Debemos contenernos, Nalgarina. El vecino de al lado ya protestó”.  Respondió ella: “Tú síguele, Afrodisio, y dale más aprisa. Ha de estar clavando un clavo”.


Rondín # 18


“¿Te gustaría tener sexo perfecto?”. Esa atrevida pregunta le hizo Inepcio a Dulciflor. Estaban en El Ensalivadero, solitario lugar al que acudían las parejas a hacer lo que los americanos llaman necking, palabra que, al decir de Groucho Marx, quien la inventó no tenía ningún conocimiento sobre anatomía. Cuando Inepcio le preguntó si quería tener sexo perfecto Dulciflor respondió tajantemente: “No”. Él se alegró. Le dijo a la muchacha: “Entonces estás con el hombre adecuado”.

Lord Highrump les narraba a los socios del Gentlemen’s Club sus aventuras cinegéticas en África: “Mi instinto de cazador, queridos compañeros, me hizo presentir que el león estaba cerca. Aparté cuidadosamente los arbustos con el cañón de mi rifle Magnum y, en efecto, vi a la fiera. Se hallaba a menos de 30 centímetros de mi cara. Ya se imaginarán ustedes lo que sentí cuando el león me hizo: ‘¡¡¡Prrr!!!’”. Intervino uno de los oyentes: “Los leones no hacen ‘Prrr’. Hacen ‘Grrr’”. Aclaró lord Highrump: “Éste se hallaba de espaldas”.

Simpliciano, muchacho sin ciencia de la vida, no dio crédito a sus amigos cuando le dijeron que Pirulina, de quien él estaba perdidamente enamorado, había tenido dimes y diretes con todos los hombres del pueblo en edades comprendidas entre los 18 y los 60 años, menos con él. “¡Eso es falso! –negó el ingenuo joven con vehemencia–. ¡Piru es pura! ¡A la belleza de su rostro añade la hermosura de su alma! ¡Es casta y honesta! ¡Su virtud no ha sido maculada nunca ni siquiera por un mal pensamiento!”. Al oír esas efusivas expresiones los amigos soltaban el trapo de la risa, pues todos conocían bien a Pirulina: le habían numerado los lunares de su cuerpo y se sabían de memoria hasta las más recónditas comarcas de su geografía. Uno le sugirió al cándido muchacho: “Este domingo invita a Pirulina a tu departamento y trátale el punto. Verás que no sólo te da eso, sino también la coma, el punto y coma, y todo lo demás que le pidas. Así sabrás que tu dulcinea tiene un impedimento del habla: jamás ha podido decir ‘no’”. Aunque en modo reluctante Simpliciano aceptó hacer la prueba y, en efecto, invitó a Pirulina a que lo visitara en su departamento el siguiente domingo por la noche. Llegó ella, puntual. Como sabía el buen concepto en que su enamorado la tenía llevó un vestido cuasi monjil que le cubría desde el cuello hasta los pies; unos zapatos de piso y un viejo bolso que perteneció a su abuela. Después de una copita de rompope y un rato de conversación Simpliciano le trató el punto. “¡Ah no! –rechazó la sugerencia Pirulina, enérgica–. ¡Es domingo, y no voy a hacer hoy lo mismo que hago todos los días!”.

Don Gerontino, señor de 80 años, casó con Cosho Totas, cuarentona en su jugo y dueña de poderosos atributos que entretener podrían a todo un regimiento. Los hijos del provecto desposado se preocuparon mucho por aquellas desiguales bodas. Temieron que su anciano genitor dejara los alientos de la vida en el tálamo del himeneo. Así, cuando los esposos regresaron del viaje nupcial los muchachos se reunieron con su padre y le preguntaron cómo le había ido. “No muy bien –respondió don Gerontino con tristeza–. He perdido facultades, y tuve problemas para hacer el amor con mi mujer”. “Eso es muy explicable, padre –trató de consolarlo uno de los hijos–. A tu edad la potencia sexual ya no existe, o ha disminuido hasta casi desaparecer”. “Con la potencia sexual no tuve ningún problema –precisó don Gerontino–. Hacíamos el sexo maravillosamente bien. Pero después de cada acto de amor yo batallaba mucho para recordar el nombre de la muchacha y preguntarle si quería que se lo hiciera por segunda vez”.

Pese a mis advertencias leyó esta narración doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías, y sufrió un repentino ataque de pénfigo que la retiró del trato humano durante dos semanas. Las personas con escrúpulos de moralina, o que profesen las doctrinas feministas, deben abstenerse de leer ese vitando cuento, que atenta no sólo contra la moral, sino también contra las buenas costumbres, cada día más escasas en nuestra sociedad. Viene ahora el cuento que arriba se anunció… Don Leovigildo iba a cumplir años. Su esposa Burcelaga quiso hacerle un obsequio original. Una corbata, por ejemplo. Pensó, sin embargo, que ya le había regalado muchas, las más de ellas de color morado con rayas verdes y circulitos rojos y amarillos. ¿Un suéter, quizá? No: con eso del calentamiento global la temperatura del planeta está subiendo un grado cada siglo, y al rato ya no se lo podría poner. Una cartera nueva. Tampoco: tenía en tan alta estima la que usaba –regalo de su madrecita santa- que de seguro cualquiera otra la arrojaría en un cajón y se olvidaría de ella. Se le ocurrió entonces una idea: le compraría a su esposo un animalito. Eso le recordaría sus días infantiles y lo ayudaría a olvidar las tensiones del trabajo y las angustias –aún más grandes- del hogar. Fue pues doña Burcelaga a una tienda de mascotas y le pidió al dueño que le mostrara alguna para obsequiarla a su marido. Dijo el hombre: “Tengo algo que de seguro le gustará a su esposo”. Lo que le presentó dejó en suspenso a la señora: era una rana de tamaño grande. Preguntó, confusa: “¿Cree usted que a mi marido le gustará una rana?”. “No sólo le gustará –aseguró el sujeto-: lo volverá loco. La rana se llama Mónica Lewinsky”. Nada le dijo ese nombre a doña Burcelaga, pues no estaba versada en historia de los Estados Unidos, siglo XX, de modo que aceptó la argumentación del vendedor y le compró la rana. El regalo, en efecto, pareció gustarle mucho a su marido, tanto que se encerraba en su cuarto horas enteras con el animalito. Cierto día, en horas de la madrugada, doña Burcelaga oyó ruidos extraños que parecían provenir de la cocina. Fue ahí, y lo que vio la dejó estupefacta: la rana estaba sobre la estufa meneando una olla, y don Leovigildo sostenía frente a ella un recetario de cocina. Antes de que doña Burcelaga pudiera articular palabra le dijo don Leovigildo: “Estoy enseñando a la rana a cocinar. Si aprende, ve preparando tus maletas”.

A aquella chica le decían “La bayoneta”. Estaba calada.

Picio era el hombre más feo de la comarca, y el más pobre. Por causa de su extrema fealdad, y sobre todo de su condición de impecune, no había encontrado a su media naranja. Fue a una agencia matrimonial y le pidió a la encargada: “Quiero una esposa rica, virtuosa, bella, simpática, hacendosa y sexy”. Comentó la representante: “Una mujer con todas esas cualidades tendría que ser idiota para casarse con alguien como usted”. Replicó Picio: “El cociente de inteligencia no me importa”.

El doctor Ken Hosanna interrogó al paciente: “¿Qué edad tiene?”. “50 años”. “Y dígame: ¿con qué frecuencia hace el amor?”. “Un promedio de dos veces al mes”. “¿Dos veces? –se sorprendió el facultativo-. Caray, yo tengo 10 años más que usted, y lo hago por lo menos 12 veces en el mes”. “Es muy probable –concedió el paciente-. Pero no es lo mismo ser médico en Nueva York como usted que ser obispo en Poughkeepsie como yo”.

El doctor Duerf, célebre analista, recibió en su consultorio a una guapa mujer de opimas dotaciones anatómicas tanto en la región anterior como en la posterior. Le dijo: “Doctor: pienso que soy ninfomaníaca. No puedo ver a un hombre de cualquier clase y condición sin sentir un deseo irrefrenable de entregarme a él”. “Vaya, vaya, vaya –ponderó el psiquiatra-. Tiéndase en el diván; póngase cómoda y hábleme de su problema. Pero ¿qué le parece si mientras tanto ponemos a helar una botella de champán?”.

Don Frustracio, el esposo de doña Frigidia, estaba conversando con un amigo. Le preguntó éste: “¿Has visto esos cubos de hielo con un orificio en medio?”. Respondió, mohíno, don Frustracio: “Estoy casado con uno”.

La vecina de don Languidio Pitocáido, señor de edad provecta, fue muy alarmada a su casa. “Don Languidio –le informó-: la gente de la colonia anda diciendo que usted abusó sexualmente de una mujer joven”. “No es cierto  -negó el vetusto caballero-. Pero de cualquier modo agradezco el rumor”.

“Me acuso, padre, de que soy casado, y sin embargo estoy teniendo sexo con Chichonia Nalgatier”. Así le dijo aquel hombre al padre Arsilio. Preguntó el sacerdote: “¿No eres tú el marido de Uglilia Gélida, esa mujer de agrio carácter, desprovista de todo atractivo físico y espiritual, y no es la tal Chichonia esa bella y simpática muchacha de busto exuberante y opimo caderamen que, según dicen, domina todas las artes del amor sensual?”. “Así es, padre” –respondió, contrito, el penitente. Le indicó el confesor: “Entonces no puedo darte la absolución”. “¿Por qué, señor cura?” –inquirió, desolado, el individuo. Contestó el padre Arsilio: “¡Porque tengo la seguridad de que no estás arrepentido, desgraciado!”.

El buen Dios hizo llamar a San Pascual Bailón, patrono celestial de guisanderos, y le pidió que preparara una comida para los bienaventurados que estaban en la gloria celestial. “Quiero agasajarlos –le dijo- por haber cumplido mis santos mandamientos. Toma nota del menú”. Trajo San Pascualito lápiz y papel, y el Señor le dictó: “A los que cumplieron el primer mandamiento les servirás un platillo de perdiz. A los que observaron el segundo, un platillo de salmón. A quienes obedecieron el tercero, un platillo de pollo. A los bienaventurados que acataron el cuarto mandamiento les harás un platillo de faisán. A los que no se apartaron del quinto, un platillo de lechón. A los que respetaron el séptimo un platillo de carnero. A los que pusieron en práctica el octavo un platillo de cerdo. Y finalmente, a los que se sujetaron al décimo les ofrecerás un platillo de ternera”. San Pascual revisó sus notas. “Señor: te saltaste el sexto y el noveno mandamientos: no fornicarás y no desearás la mujer de tu prójimo”. Dijo el Señor: “Ésos son los más difíciles de cumplir. A los bienaventurados que obedecieron esos dos mandamientos les prepararás un platillo particularmente espléndido: caviar con setas y caracoles; pâté de foie gras y crema Besében con reducción de lenguas de canario, esfumado de aletas de hipocampo y sugerencias de chicharrón de aldilla de Saltillo, todo bañado en espuma de champaña”. “¡Ah no, Señor! -protestó San Pascual-. ¡Busqué en Internet, y en el Cielo hay nada más un hombre que cumplió el sexto y el noveno mandamientos! ¡No voy a preparar un platillo tan complicado solamente para un comensal!.

El papá de Pirulina vio cómo el galán de su hija la besaba con ignívomo arrebato pasional. Al día siguiente la reprendió: “No me gustó cómo te besaba ese muchacho”. “A mí tampoco, papi –replicó Pirulina–. Pero ya aprenderá; ya aprenderá”.

Don Escolástico pasó a mejor vida. En la funeraria su único hijo lloraba desconsoladamente. Su mamá lo abrazó con ternura: “No llores, hijo mío. A lo mejor ni era tu padre”.

Una mujer llegó hecha una furia al consultorio del doctor Miltonio. Le dijo en tono airado: “Antes mi marido me hacía el amor diariamente, y en ocasiones hasta dos veces en el mismo día. Lo hice venir aquí a fin de que usted le bajara el ímpetu sexual, y ahora ya nunca se me acerca. ¿Eso es lo que hace un psiquiatra?”. “No soy psiquiatra, señora –replicó el facultativo–. Soy oftalmólogo. Y lo único que hice fue graduarle lentes a su esposo”.

Don Añilio, maduro caballero, le aconsejó a su nieto mayor: “En la vida, hijo, hay vino, mujeres y canto. Tú concéntrate en las mujeres. Cuando tengas mi edad te sobrará tiempo para cantar y emborracharte”.

Los recién casados llegaron a la suite nupcial donde pasarían su noche de bodas. El novio, nervioso, no acertaba a meter la llave en la cerradura de la puerta. “Espero –le dijo su flamante mujercita– que después tengas mejor puntería”.

Un individuo fue a la consulta del doctor Ken Hosanna y le dijo: “Doctor: tengo un apetito sexual incontenible. No me puedo quitar el deseo de la mujer”. Le recomendó el facultativo: “Cásese. Así ese deseo se le irá quitando poco a poco”.

Babalucas era asediado de continuo por un sujeto que a toda costa quería venderle un tostador de pan que funcionaba con el vapor de una caldera. Cierto día vio a través de la ventana de su casa que el insistente vendedor venía a buscarlo. Le dijo apresuradamente a su mujer: “¡Dile que no estoy!”. Y se fue la cocina para que el tipo no lo viera. A poco la señora fue y le dijo: “Ya le repetí varias veces que no estás, pero no me lo cree”. “Bueno –suspiró resignado Babalucas–. Pásalo, a ver si yo lo puedo convencer”.

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