viernes, 1 de julio de 2016

Chistes de Catón para el Verano 2016

En México, este año la temporada de verano comenzó exactamente el lunes 20 de junio, y por lo tanto es buen tiempo para hacer un resumen de algunos de los chistes elaborados por mi tocayo el más prolífico humorista de México Armando Fuentes Aguirre “Catón” que he ido coleccionando cuando tengo tiempo para ello. Tal y como lo he hecho en ocasiones anteriores en donde he presentado este tipo de colecciones de chistes, los chistes de Catón que aquí reproduzco estarán separados en rondines de veinte en veinte, con el propósito de facilitar el regresar en un tiempo posterior a retomar la lectura en el lugar en donde quedó pendiente leer el resto del material por falta de tiempo para leerlo todo de corrido. ¡Buen provecho!


Rondín # 1


Una hermosa chica iba caminando por la calle. Todos los hombres volvían la mirada para contemplar sus ondulantes curvas. Pepito fue hacia ella y le dijo: “Perdone, señorita: ¿sería tan amable de darme el número de su teléfono?”. La chica rio divertida. “Eres un niño –le dijo–. ¿Para qué quieres mi número telefónico?”. Respondió el chiquillo: “Para venderlo”.

Avaricio Cenaoscuras, hombre ruin y cicatero, fue a un estudio fotográfico en compañía de su esposa y sus hijos. Le pidió al fotógrafo: “Quiero unas fotos de familia. Pero tómenos nada más del cuello para abajo”. “¿Del cuello para abajo? –se sorprendió el fotógrafo–. ¿Por qué?”. Replicó el avaro: “Me dijeron que así no salen caras”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, llegó a su casa en horas de la madrugada y oliendo a jabón chiquito. Ante la aquilina mirada de su esposa procedió a desvestirse. Se quitó el saco, la corbata, los zapatos y los calcetines, los pantalones y finalmente la camisa. Ésa era toda la ropa que llevaba. “¡Sinvergüenza! –le gritó furiosa la mujer–. ¿Dónde dejaste tu ropa interior?”. Afrodisio se miró a sí mismo y luego exclamó con simulada alarma: “¡Carajo! ¡Los rateros se están volviendo cada día más hábiles!”.

Un hombre llegó angustiado a la consulta del doctor Duerf, célebre analista. “¡Doctor! –clamó desesperado–. ¡Tengo un grave problema! Me ha dado por pensar que abajo de mi cama hay alguien. Me asomo y no hay nadie, pero apenas empiezo a conciliar el sueño la inquietud me asalta otra vez, y vuelvo a  mirar abajo de la cama a ver si hay alguien. Y así hora tras hora, y noche tras noche. ¡Llevo ya cuatro meses durmiendo sólo a ratos!”. Le informó el doctor Duerf: “Con un tratamiento de dos años puedo quitarle esa obsesión. Venga a mi consultorio tres veces por semana, dos horas cada sesión. Mis honorarios son de 500 pesos la hora”. “Lo pensaré” –respondió el hombre. Un mes después el siquiatra encontró al sujeto en la calle. Le reclamó: “No volvió usted a mi consultorio”.  Explicó el tipo: “No tengo ya aquella obsesión. Un cantinero me la quitó por 35 pesos, valor de una cerveza”. Inquirió el doctor Duerf, intrigado: “¿Cómo le hizo?”. Explicó el individuo: “Me aconsejó que le cortara las patas a la cama”.

Un médico le confió a uno de sus colegas: “No sé qué hacer con mi esposa. ¿Conoces ese refrán inglés que dice: An apple a day keeps the doctor away?, una manzana al día mantiene lejos al médico?”. Dijo el colega: “Lo conozco, sí”. Estalló el otro: “¡Pues mi mujer me da una manzana todas las noches!”.

A Rosibel le regalaron un hermoso perro afgano. Le dijeron, sin embargo, que el animalito tenía pulgas. La chica fue a la farmacia y pidió algo contra las pulgas. “Este producto es muy bueno –le dijo el farmacéutico alargándole un frasquito–. Simplemente ponga unas cuantas gotas en las sábanas y se acabará el problema. “No se trata de eso –aclaró Rosibel–. Lo quiero para mi afgano”. “Ah, caray –se preocupó el de la farmacia–. En ese caso aplíqueselo con mucho cuidado. Esa parte es muy delicada; se le podría irritar”.

Don Languidio Pitocáido le anunció a su esposa que se proponía donar sus órganos a la ciencia. Le sugirió ella: “Dona el cerebro y el pizarrín”. “¿Por qué precisamente eso?” –se intrigó don Languidio. Respondió la señora: “Es lo que menos usas”.

Un pobre señor tenía un tic que lo hacía guiñar constantemente un ojo. Cierto amigo suyo fue a su casa y se sorprendió al ver que tenía cajas de condones por todos lados: en la sala, en la recámara, en la cocina. “¡Caramba! –se admiró el visitante–. ¡Advierto que tienes una tremenda actividad sexual!”. “Ninguna tengo –respondió pesaroso el infeliz–. Pero frecuentemente me duele la cabeza, y cuando voy a la farmacia y pido una caja de aspirinas el dependiente me guiña también un ojo y me vende otro paquete de condones”.

Dos directores de cine se encontraron. Uno de ellos se quejó: “No me ha ido muy bien. Estoy dirigiendo nada más películas porno”. “¿De veras?” –se interesó el otro–. Dime: ¿cómo se dirigen esas películas?”. “Igual que las demás –respondió el primero–. Sólo que en vez de decir: ‘¡Corten!’ gritas: “¡Échenles agua!”.

Doña Gordoloba, señora más que corpulenta, iba a darse un chapuzón en el mar. Oyó que un niño le proponía a otro: “¿Nos metemos en el mar?”. “Ahora no podemos –dijo el otro–. La señora lo va a usar”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, fue con una fémina al motel. Olvidó cerrar el grifo del lavabo, y el agua empezó a caer en la habitación de abajo. Gritó un airado tipo: “¡Tú, el que estás en el cuarto de arriba! ¡Cierra ese grifo, indejo!”. Replicó Afrodisio: “Cuida tu vocabulario. Estoy con una dama”. Vociferó el otro: “¿Y con quién crees que estoy yo, cabrísimo grandón? ¿Con un pato?”.

Bucolina, garrida moza campirana, le dijo su novio Eglogio. “Mis papás han observado que siempre traes la misma ropa. Deberías sorprenderlos poniéndote algo nuevo”. El mocetón fue al pueblo y se compró una camisa nueva, un pantalón nuevo, sombrero y huaraches nuevos, incluso ropa interior nueva. Luego subió en su burro. “Vamos, Jumencio –le dijo a la bestezuela–. Sorprendamos a los papás de Bucolina”. En el camino pasaron por un arroyuelo de frescas y cristalinas aguas. Eglogio bajó del asno; se desvistió; quemó toda la ropa vieja y se dio un buen baño. Cuando regresó a ponerse la ropa nueva se dio cuenta de que alguien se la había robado toda. No se afligió, sin embargo. En cueros subió a lomos del pollino y le dijo: “Vamos, Jumencio. Así los sorprenderemos todavía más”.

El  padre Arsilio les hizo una pregunta a los niños del catecismo. “¿Cómo reconocerían ustedes a Adán en el Cielo?”. Esperaba que le dijeran que aquel que no tuviera ombligo sería Adán. Pepito levantó la mano y sugirió: “Yo les diría a todos los hombres que están ahí: ‘¡Vayan a tiznar a su madre!’. Adán sería el único que no iría”.

Dulcilí era ávida lectora de novelas románticas. En ese tono le dijo a Libidiano, maestro en dicacidades lujuriosas: “Lo siento, Libi. Jamás podrás entrar en mi corazón”. Inquirió el lúbrico galán: “¿Entonces dónde podré entrar?”.

La bondadosa dama le dio una moneda al pordiosero. “Tenga, buen hombre. Pero no se lo vaya a gastar en la primera cantina”. Preguntó con interés el astroso sujeto: “¿Es mejor la segunda?” .

La noche era preciosa. Esplendían la Luna y las estrellas; en el jardín brillaban las luciérnagas y se escuchaba el canto de los grillos. Don Cornamuso se puso sentimental. Pasó el brazo sobre el hombro de su esposa y le preguntó con tierna voz: “¿Me has querido siempre, Facilda?”. Respondió ella: “Claro que sí, mi amor. Siempre te he querido”. Siguió él: “¿Y siempre me has llevado en tu pensamiento?”. Dijo la señora: “Desde luego, mi vida. Siempre estoy pensando en ti”. Volvió a preguntar él: “¿No te has arrepentido de haberte casado conmigo?”. “No, mi cielo –declaró la esposa–. Jamás me he arrepentido de haberme unido a ti”. Preguntó entonces el señor: “Y dime, Facilda: ¿siempre me has sido fiel?”. Dijo ella: “¡Ay, Cornamuso! ¡Qué preguntón te has vuelto!”.

Empédocles Etílez llegó con el doctor Ken Hosanna y se quejó de que le dolía una pierna. Quiso saber el médico: “¿Cuándo le empezó el dolor?”. Respondió el sujeto: “Hace un mes”. Lo examinó el facultativo, y luego dijo con asombro: “¡Qué barbaridad, señor! ¡Trae usted la pierna quebrada! ¿Por qué no había venido antes?”. “No me decidía, doctor –se apenó Empédocles–. Cada vez que voy a ver a un médico me dice que deje de beber”.

Uglicia, mujer poco agraciada, les contó a sus sobrinos: “Docenas de hombres aspiraron a mi mano”. “¿Y qué sucedió, tía? –preguntó uno–. ¿Después vieron lo demás?”.

Una señora le comentó a otra: “Mi hija tuvo trillizos. He oído decir que eso sucede nada más una de cada 100 mil veces”. “¡Caramba! –se asombró la otra–. ¿Y a qué horas descansaba la pobre?”.

El cuento que ahora sigue es al mismo tiempo tierno y pícaro. ¿Cómo se pueden reunir ambas calidades? Leamos… La esposa de Babalucas se sorprendió al ver a su marido completamente en peletier, o sea sin ropa, y con un bote de pintura y un pincel. Le preguntó, intrigada: “¿Qué haces?”. Respondió él: “Mi jefe me invitó a jugar golf en la nieve, y me aconsejó pintar de color mis pelotitas para que no se me vayan a perder”.


Rondín # 2


Fertilia le dijo a su novio: “Mi relación contigo me ha hecho crecer, Libidiano”. “¿De veras?” –replicó él, complacido. “Sí, –confirmó la muchacha–. Y en los próximos meses voy a crecer más. Estoy embarazada”.

Un geólogo, un clérigo y un vaquero contemplaban desde la altura el Gran Cañón de Colorado. Exclamó el geólogo: “¡Qué maravilla de la naturaleza!”. Exclamó el clérigo: “¡Qué majestuosa obra del Señor!”. Exclamó el vaquero: “¡Qué lugar tan caón pa’ perder una vaca!”.

El pastor Amaz Ingrace logró por fin convencer a Salacino de que aceptara la verdadera religión. Le preguntó: “¿Renuncias al mundo, al demonio y a la carne?”. “Al mundo y al demonio sí, –respondió el converso, pero a la carne por el momento no. No quiero aparecer como un fanático”.

Florilí acompañaba en el piano a su novio, que cantaba la sentida romanza intitulada “Soy como la golondrina”. El papá de la chica entró en la sala, y lo que vio lo puso en paroxismo de iracundia: al tiempo que cantaba, el muchacho metía las manos en el escote de la pianista. Dijo furioso el genitor: “Usted no es como la golondrina, joven. ¡Es como la shingada!”.

Don Algón recibió en su empresa la visita de un inspector del trabajo. Le preguntó éste: “¿Cuántos empleados tiene, separados por sexo?”. “Ninguno –respondió el ejecutivo–. Aquí el sexo no separa a los empleados. Más bien los une”.

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, casó con Pirulina, muchacha sabidora de la vida. Al empezar la noche de bodas el anheloso novio dejó caer la bata que lo cubría. Vio Pirulina lo que tenía que ver y exclamó luego con disgusto: “¡Carajo! ¡Y ni siquiera voy a poder decir: ‘Lo siento’!”.

Un joven marido decidió dar a su mujercita una  fiesta sorpresa el día de su cumpleaños. Le dijo: “Arréglate, mi vida. Vamos a salir. Ella subió a la recámara; su maridito abrió la puerta, hizo entrar a todos los amigos y apagó la luz. En eso apareció la muchacha en lo alto de la escalera, que estaba muy iluminada. Iba sin nada de ropa encima, y le dijo a su esposo: “Ven ahora, mi amor, porque al regresar me vas a salir, como siempre, con que vienes muy cansado”.

Astatrasio Garrajarra llegó borracho a su casa en horas de la madrugada. “¡Ábreme, viejita!” –le rogó a su esposa. “¡Lárgate! –gritó ella con destemplada voz–. ¡Vete de aquí, beodo, briago, dipsómano, azumbrado, temulento, ebrio, chispo, alcoholizado, pellejo, mamado, borrachín!”. “Ábreme  –insistió el catavinos–. Te traigo una sorpresa. ¡Me saqué en una rifa una estufa y un trinchador!”. La mujer abrió la puerta. Dijo: “No los veo”. Replicó el beodo: “Con esta corcholata los puedo reclamar. Mira, lee: ‘Estufa y trinchador’”. “¡Qué estufa y trinchador ni qué tus narices! –se enfureció la mujer–. ¡Aquí dice ‘Estudia y triunfarás!’”.

El oficial del Registro Civil le dijo ya molesto al hombrecito que lo visitaba en su despacho: “Le suplico que no siga viniendo cada semana, don Martiriano. Ya le he dicho que su contrato de matrimonio no tiene fecha de vencimiento”.

Don Geroncio, señor de edad madura, casó con Pirulina, muchacha en flor de edad. La noche de las bodas el añoso galán le preguntó a su desposada: “¿Eres virgen?”. “¿Por qué? –respondió ella–. ¡Ah, ya sé! ¡Necesitas un milagro!”.

La parejita se presentó ante el padre Arsilio a fin de fijar la fecha de su matrimonio. Le preguntó el cura al novio: “¿Nombre?”. “Carmelino Patané”. Se dirigió a la novia: “¿Y usted?”. “Hermosinda Patané”. Inquirió el sacerdote: “¿Alguna relación?”. “Sí —respondió el novio—. Dos anoche y una hoy en la mañana”.

Declaró el conferencista: “Sólo usamos la tercera parte de nuestro cerebro”. “¡Caramba! —se inquietó Babalucas—. ¿Y qué hacemos con la otra mitad?”.

Pepito le dijo a Rosilita: “La verdad no entiendo. ¿Quién es el sexo opuesto? ¿Tú o yo?”.

La guerra iba a estallar, y se hizo una leva para reclutar a todos los hombres en edad de combatir. Un muchacho escapó a todo correr para no ser reclutado. Lo persiguió un piquete de soldados. En un recodo del camino el fugitivo vio a una monja que venía rezando su rosario. “¡Reverenda madre! —le suplicó lleno de angustia—. ¡Sálveme por favor! ¡Escóndame bajo sus sagrados hábitos! ¡No quiero ir a la guerra!”. La sor se alzó las faldas y el muchacho se ocultó bajo ellas. Llegaron los soldados y le preguntaron a la religiosa: “¿No ha visto usted pasar a un hombre?”. “Sí –respondió la sor—. Fue por allá”. Se  alejaron los persecutores, y la monja le dijo al fugitivo que ya podía salir. “Me ha salvado usted, madre —le dijo el muchacho—. A modo de gratitud le diré con el mayor respeto que tiene usted un lindo par de piernas”. Contestó la monja con voz ahora ronca: “Y si te hubieras fijado bien, compañero, habrías visto entre ellas otro lindo par de cosas. Yo tampoco quiero ir a la guerra”.

En una habitación del Motel Kamagua (“Absoluta higiene, comodidad total y bastante discreción”) iba a tener lugar el trance erótico. El galán le mostró a la muchacha su toroso cuello y le dijo: “Mira: como Hulk”. En seguida le enseñó sus fuertes bíceps: “Mira: como Superman”. Luego exhibió la musculatura de su tórax: “Mira: como Rambo”. Finalmente dejó caer la última prenda que cubría su lacertoso cuerpo. Ella lo vio y dijo: “¡Mira! ¡Como Pulgarcito!”.

Una feminista radical subió al atestado autobús. Un pequeño señor se puso en pie, pero la mujerona –tenía aspecto de luchador de sumo– lo empujó por los hombros y lo hizo sentar al tiempo que le decía: “No necesito que ningún hombre me dé su asiento”. En la siguiente esquina subió una señora. El hombrecito se levantó otra vez. “Siéntese –rugió la feminista–. Las mujeres no aceptamos ninguna consideración de los machistas”. Y con violencia lo volvió a sentar. Luego subió al autobús una ancianita. De nueva cuenta el pequeño señor se levantó: “¿Qué no entiende? –rebufó la feminista–. Siéntese”. Gimió el hombrecito: “Por favor déjeme salir. Ya me pasé cuatro calles de mi esquina”.

Babalucas relató: “Anoche fui a una sala de masaje, pero era de autoservicio”.

Declaró con orgullo Corneliano: “Mi mujer realmente me ama. Cuando regreso de viaje se pone tan contenta que a todos los hombres que llaman a la puerta les dice: “Mi marido está en casa… Mi marido está en casa…”.

El cura terminó de casar a la pareja. Le dijo al contrayente: “Puede usted besar a la novia”. Ella lo detuvo: “Hoy no. Me duele la cabeza”.

Don Languidio Pitocáido le comentó a su esposa: “Cuando me rasuro siento que me quito 20 años de encima”. Sugirió ella: “¿Por qué no te rasuras en la noche?”.


Rondín # 3


Cuando Ultimiano regresó de la luna de miel sus amigos le preguntaron cómo le había ido. “No muy bien –respondió él, sombrío–. Al terminar el primer acto de amor me dejé llevar por mis costumbres de soltero y le di a mi novia un billete de mil pesos”. “Vamos, vamos –lo tranquilizó uno de los amigos–. Eso es para tomarse a risa”. “A risa lo tomé –contestó, hosco, el recién casado–, pero se me quitó cuando ella me dio 500 pesos de cambio”.

 Decía Capronio: “Espero que Dios no sea mujer. Me mandaría al infierno, y ni siquiera sabría yo por qué”.

El cuento que pone fin a esta columnejilla es de la categoría que los franceses llaman risque, o sea arriesgado. Bajo su propio riesgo lo leerán mis cuatro lectores… Noche de bodas. Los flamantes desposados estaban ya en el tálamo donde iban a consumar sus nupcias. La novia le dijo a su anheloso maridito: “Antes de empezar quiero que sepas que no todo lo que parece mío es mío”. Así diciendo se despojó de la peluca rubia que lucía; se sacó un ojo de vidrio; se quitó la dentadura postiza que usaba y apartó los rellenos de gutapercha con que daba atractivas redondeces a su magro tetamen y a su exigua parte posterior. El novio se levantó del lecho. Ella le preguntó con inquietud: “¿Vas a dejarme?”. “No –replicó el galán–. Voy a revisar mis correos. Cuando llegues a aquello me lo avientas”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a una fiesta y conoció ahí a un hombre con aspecto de solitario. Entabló conversación con él y le preguntó. “¿Por qué nunca lo había visto por aquí?”. Respondió el sujeto, hosco: “Acabo de salir de la cárcel. Estuve preso 20 años porque maté a mi esposa”. La señorita Himenia le dio un travieso piquetito en la panza y le dijo con una gran sonrisa: ¡Ah! Conque solterito ¿eh?”.

Dulcilí le contó, feliz, a Rosibel: “Mi novio dice que se va a casar con la chica más linda, más simpática y más inteligente de la ciudad”. “¡Mira qué desgraciado! –exclamó Rosibel muy enojada-. ¡Te había dicho que se iba a casar contigo!”.

Una rana fue con una adivinadora. La mujer consultó su bola de cristal y le dijo: “Llegará a tu vida un guapo joven que querrá saber todo acerca de ti”. “¡Fantástico! –exclamó la rana-. ¿Conoceré a ese joven en el jardín de su palacio?”. “No –le informó la adivinadora-. Lo conocerás en el laboratorio de la clase de Biología”.

La noche de bodas iba a comenzar. El novio salió de la habitación a fin de que su mujercita se dispusiera para el himeneo. Cuando regresó vio algo que lo dejó sin habla: su flamante esposa se hallaba en el tálamo nupcial entregada a una orgía de erotismo que ni siquiera Tinto Brass hubiese podido imaginar. La acompañaban dos botones del hotel, el chef del restorán y el gerente de reservaciones. Antes de que el estupefacto novio pudiera articular palabra le dijo la muchacha: “No te hagas el sorprendido, Corneliano. Siempre has sabido que soy algo coqueta”.

Tetina era una chica de mucha pechonalidad. Sus encantos delanteros eran opimos, ubérrimos, muníficos, exuberantes. Cierta noche llegó a una fiesta luciendo un ajustado suéter que hacía resaltar esos magnificentes atributos. Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le preguntó, salaz: “¿Por qué usas ese suéter?”. Respondió Tetina: “Por tres razones. La primera: para protegerme del frío”. Afrodisio la interrumpió: “No me digas las otras dos. Saltan a la vista”.

Conocemos a Avaricio Cenaoscuras: es el hombre más ruin de la comarca. Agarrado, cicatero, cutre, no da ni los buenos días. En todo quiere ahorrar. Su esposa le suplica: “¿Me permites ver la tele?”. “Está bien –concede el miserable–. Pero no la enciendas”. El tal Cenaoscuras tuvo sólo un hijo, pues pensaba que los hijos son un lujo tan caro que nada más los pobres se lo pueden dar. Ahora el muchacho tiene 20 años, y siente las inquietudes propias de su edad. Hace unos viernes le dijo a su progenitor: “Voy a salir, apá. ¿Podría darme 5 pesos, por favor?”. ¡5 pesos! ¿Pasan ustedes a creer? ¿Qué podía comprarse el infeliz con esa cantidad? Ni siquiera una soda, como se dice por acá para decir “refresco”. Y es que el muchacho conocía bien a su papá, y sabía que sacarle un peso era como arrancarle un trozo de carne de su cuerpo. Pero bien decían los latinos: Necessitas caret lege. La necesidad carece de ley. (De esa locución, mal interpretada, nació la expresión popular según la cual “La necesidad tiene cara de hereje”). De mala gana Cenaoscuras le dio a su hijo esa menguada cantidad. El siguiente viernes el muchacho quiso salir otra vez, y se atrevió entonces a pedirle a su papá 10 pesos. El mísero sujeto no quería darle esa suma, pero intervino la mamá del chico –“Dale el dinero; es joven y lo necesita” –, de modo, que marmoteando y todo, Cenaoscuras se desprendió de los 10 pesos. Este viernes último la demanda creció: el mozalbete le pidió a su padre 20 pesos. El avaro ya  no se pudo contener. Tomó por un brazo a su retoño, lo llevó aparte y le dijo con severidad: “A mí no me engañas: tú tienes una querida”.

El pobre Picio era muy feo. Cuando su papá le pedía sexo a su mamá la señora le mostraba a Picio y le decía: “¿Acaso quieres que tengamos otro igual?”.

Un señor pasó a mejor vida. Su esposa arregló lo del sepelio, y le dijo al empresario de pompas fúnebres que no se parara en gastos: quería lo mejor para su marido. Con pompa y circunstancia, pues, se llevó a cabo el funeral, con profusión de flores y carroza color obispo. La mañana siguiente, muy temprano (a las 7 de la mañana), el cobrador de la funeraria acudió a la casa de la viuda y le presentó un recibo por un millón de pesos La señora pagó sin protestar esa elevada cantidad, pues había pedido un funeral de lujo. Transcurrió un mes y volvió el cobrador, ahora con un recibo por 30 mil pesos. Lo pagó también la viuda, sin saber de qué era ese concepto. Al mes siguiente le fue presentado otro recibo igual, y lo mismo los siguientes meses. Fue entonces la señora a la funeraria y le preguntó al gerente por qué le estaban cobrando esos 30 mil pesos mensuales. Explicó el hombre: “Usted me dijo que quería lo mejor para su esposo, de modo que le alquilé un esmoquin”.

Aunque Pepito tenía ya cinco años se chupaba el dedo. Su mamá lo amonestó: “Si te lo sigues chupando te va crecer la barriga”. Días después llegó de visita la tía de Pepito luciendo las evidentes señas de un próspero embarazo de ocho meses. La vio el chiquillo y le dijo con tono de reproche: “Ya sé lo que hiciste para estar así”.

Los jóvenes recién casados le preguntaron al padre Arsilio si podían tener relaciones sexuales y luego comulgar. “No lo aconsejo —respondió el buen sacerdote—. Podrían distraer a los demás fieles que van a recibir la comunión”.

Don Algón, salaz ejecutivo, revisó el mensaje que había tecleado en la computadora su nueva y linda secretaria, y luego le dijo con meloso acento: “Estás haciendo progresos impresionantes, Rosibel. ¡Solamente cometiste cinco errores! Veamos ahora el segundo renglón”.

Babalucas vio pasar un camión cargado de pasto en rollo. Comentó: “Cuando sea rico yo también mandaré mi pasto a que lo poden”.

La pareja estaba comiendo en restorán. Desde la ventana un individuo no le quitaba la vista de encima a la mujer. El tipo que acompañaba a la atractiva fémina se levantó furioso y fue hacia el sujeto: “¡Le ordeno que deje de mirar así a esa dama! ¡Es mi novia!”. Replicó el otro: “La miraré todo el tiempo que me dé la gana. Es mi esposa”.

La niñita le preguntó a su mamá: “Mami: ¿por qué me llamo Rosa?” Explicó la señora: “Porque cuando eras bebé te cayó en la cabecita un pétalo de rosa”. Preguntó el hermanito pequeño: “Mumu: ¿mbé mbamo Rmbrefebrfogdr?”. Contestó la madre: “No seas preguntón, Refri”.

Dulciflor, muchacha ingenua, regresó de su viaje de bodas. Comentó: “No sé por qué dicen que la luna de miel es algo muy bonito. Yo me aburrí soberanamente: lo único que oí en toda la semana fue rechinidos de cama, y no vi otra cosa más que el techo de la habitación”.

Viene ahora un cuento de color subido. Las personas que no gustan de que los colores suban deben saltarse hasta donde dice FIN… Un individuo fue a confesarse. “Me acuso, padre —le dijo al sacerdote— de que anoche estuve con una mujer, y usé con ella mi parte de varón. Pero no la introduje; solamente la froté”. “Frotarla es lo mismo que introducirla –dictaminó, severo, el confesor-. De penitencia reza cinco credos y deposita 10 pesos en el cepo de las limosnas”. Fue el sujeto a cumplir la penitencia, y el cura lo siguió con la mirada. “¡Hey! –le gritó desde el confesonario-. Ya vi que no echaste la moneda en la caja; solamente la frotaste en ella”. “Padre –replicó el tipo-, usted mismo lo dijo: frotar es lo mismo que introducir”.


Rondín # 4


Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. Una vez entró a nadar en el lago de Chapala y lo congeló. Su esposo, don Frustracio, sufre mucho, pues a su cónyuge le ha dado ahora por jugar Candy Crush mientras él jadea y se afana en el acto del amor. (Cambian las modas: antes la señora hacía sudokus, y más antes resolvía crucigramas). Una noche le dijo tímidamente a doña Frigidia: “Quiero hacerte el amor”. Repuso ella: “Sobre mi cadáver”. Suspiró don Frustracio: “Así te lo he hecho siempre”.

El aficionado al paracaidismo le pidió a su instructor: “Quiero lanzarme el próximo domingo”. “Imposible –negó el hombre–. Los paracaídas no abren los domingos”.

En su lecho de hospital, un individuo yacía vendado de pies a cabeza, igual que momia egipcia. Una mujer fue a verlo, y le preguntó: “Ahora que ya le dijiste lo nuestro a tu esposa ¿cuándo se lo dirás a mi marido?”.

Dulcilí felicitó a Susiflor: “Veo que te has quitado algunos kilos”. Replicó Susiflor muy orgullosa: “Estoy haciendo la dieta del cucurucho: como poco y follo mucho”.

Linda palabra es “coyotita”. Se usa en mi tierra, y de seguro en otras, para designar el acto de entregarse brevemente al sueño. “Me sentía muy cansado, pero me eché una coyotita y luego le seguí a la chamba”. El padre Arsilio reprendía a Pirulina, muchacha de cuerpo complaciente. “Hija mía –le dijo–. He oído decir que acostumbras dormir con hombres”. “No hay tal, señor cura –respondió ella–. A lo más de vez en cuando me aviento alguna coyotita”.

En el crucero un señor se mareó tanto que fue con el médico del barco. “No se preocupe –lo tranquilizó el facultativo–. Nadie se ha muerto de mareo”. “¡Ay, doctor! –gimió el pasajero–. ¡Me acaba usted de quitar la última esperanza que tenía!”.

La pareja estaba en la sala de maternidad con su hijo acabado de nacer. Entró el médico y le indicó al marido: “Deberá usted abstenerse de hacerle el amor a su esposa durante una semana”. “Caray, doctor –se preocupó el sujeto–. Debió haberme dicho eso hace 20 minutos”.

Terminó el trance erótico, y Pirulina le dijo a Inepcio: “Eres un pésimo amante”. Él protestó: “¿Cómo puedes decir eso después de sólo 10 segundos?”.
La joven recién casada tenía un canario. Cierto día el pajarillo dejó de cantar, y estaba melancólico en su jaula. La muchacha consultó el caso con el pajarero que le había vendido el ave. Le dijo el hombre: “Es primavera, señora. Consígale una pareja”. Opuso ella: “No quiero tener dos pájaros. Si le pongo un espejo en la jaula ¿quedará satisfecho el canario?”. Replicó el pajarero: “¿Quedaría usted satisfecha con un espejo?”.

El Vaticano acaba de emitir el siguiente dictamen pastoral: “Se hace del conocimiento de los fieles que gritar ‘¡Dios mío! ¡Dios mío!’ durante el acto del amor no cuenta como oración”.

El jefe de personal interrogó al tipo que solicitaba empleo: “¿Tiene usted experiencia como vendedor?”. “Sí –respondió el otro–. Ya vendí la casa, el coche y las joyas de mi mujer”.

Antes de ir a la cama, doña Macalota se puso un lodo verdinegro en la cara, pues una amiga le dijo que ese mejunje le quitaría las arrugas. Al día siguiente se lavó bien el rostro y le preguntó a su esposo: “Esa máscara de lodo ¿me hizo ver mejor?”. “Bastante –contestó don Chinguetas–. ¿Por qué te la quitaste?”.

“Una monja y cierto monseñor / conocieron lo que es el amor. / Ella era madre superiora. / Desde luego ya no lo es ahora / ¡pero sí una mamá superior!”.

Víctima de un súbito mal que lo hizo sentirse al borde de la muerte el marido le dijo con vez feble a su mujer: “Antes de irme, Gordoloba, quiero confesarte que te estaba engañando con mi secretaria, con la vecina del 14, con la comadre Nalgarina y con Chichonia, tu mejor amiga”. “No te angusties, mi amor –respondió ella–. Todo eso ya lo sabía. Tranquilízate y deja que el veneno haga su efecto”.

La esposa de Babalucas dio a luz trillizos. El badulaque le exigió hecho una furia: “¡Dime quiénes son los otros dos papás!”.

Don Algón invitó a cenar a Rosibel. En el restorán la linda chica veía una y otra vez el menú. Le preguntó el salaz ejecutivo: “¿No sabes qué escoger?”. “Sí lo sé –respondió ella–. Pero primero cenamos”.

Pepito iba sentado en un carrito tirado por su perro. El pobre can llevaba una cuerda atada a sus atributos de animal macho, aparte de la soga con que tiraba del vehículo. El carrito tenía un letrero: “Patrulla de policía”. Un transeúnte vio aquello y le preguntó a Pepito: “¿Para qué es la cuerda que el perro lleva en los testículos?”. Respondió el chiquillo: “La estiro cuando quiero que suene la sirena”.

El juez le aplicó una severa multa al ebrio que escandalizó en la vía pública. Farfulló el temulento: “Con todo respeto, su señoría, es usted un indejo”. Impuso el juzgador: “5 mil pesos más de multa, por insultos a la autoridad”. Prosiguió el beodo: “Además es usted un caborón”. “5 mil más –prescribió usía–, por desacato al tribunal”. Seguidamente le preguntó al borracho: “¿Tiene usted algo qué añadir?”. Respondió el achispado: “Con esos precios no. Avíseme cuando esté en oferta, para venir a recordarle la mamá”.

Rosibel charlaba con Dulciflor. Quiso saber ésta: “¿A dónde fuiste de vacaciones?”. Contestó Rosibel: “A San Francisco”. “¡Ah! –suspiró la romántica Dulciflor–. Yo fui el año pasado, y dejé mi corazón en San Francisco”. “¡Tonta! –le dijo Rosibel–. ¡Lo que yo usé allá me lo traje de regreso!”.

Don Algón y don Moneto eran entrañables amigos, y además socios. Todo lo compartían: oficina, automóvil, incluso los favores de Rosibel, la exuberante secretaria que juntos contrataron. Cierto día se presentó un problema grave: la muchacha iba a ser mamá. ¿Cómo saber cuál de los dos era el padre? Hablaron del asunto, y como buenos amigos y socios acordaron compartir la responsabilidad. Se llegó el día en que la chica iba a dar a luz. En la sala de espera de la maternidad los dos amigos y socios aguardaban nerviosamente. Dijo don Algón: “No puedo más. Voy a salir al aire. Si algo sucede me llamas”. En efecto, poco después llegó don Moneto, cariacontecido. “¿Malas noticias?” –le preguntó don Algón, alarmado–. “Sí –respondió el otro abrazándolo–. Dame el pésame, amigo mío. Rosibel tuvo gemelitos, y el mío no sobrevivió”.

En tiempos de la Segunda Guerra unos soldados alemanes llegaron a una aldea francesa. La encontraron desierta, pues todos los habitantes habían huido del lugar. Permanecieron allí solamente un granjero y su esposa. El jefe de los soldados le ordenó al hombre: “Consíguenos comida”. Respondió el granjero, tembloroso: “Nada más tengo medio pan, pero es para mi esposa”. “Lo siento –dijo el germano arrebatándole el pan–. La guerra es la guerra”. Enseguida le exigió: “Consíguenos de beber”. “Sólo tengo media botella de vino –contestó el de la granja–. Pero es para mi esposa”. Volvió a decir el militar: “La guerra es la guerra”. Y le quitó la botella. “Ahora –le pidió– consíguenos mujeres”. “Sólo quedó una en el pueblo –dijo el granjero–, y es mi esposa”. El oficial se compadeció: “Está bien. Mis soldados y yo buscaremos en otra parte”. “¡Hey! –gritó desde su cuarto la señora–. ¡La guerra es la guerra!”.


Rondín # 5


Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, elogiaba las bellas piernas de una chica. Le dijo ella: “Las tengo así porque las cuido mucho. Son mis mejores amigas”. “Qué bien –la felicitó el salaz sujeto–. Pero supongo que aunque sean amigas no han de ser inseparables”.

Dulciflor le contó a Rosibel: “Don Algón me invitó a ir a su departamento. Me dijo que quiere enseñarme un Picasso que tiene”. “¡Qué Picasso ni qué Picasso! –se burló Rosibel–. ¡Tiene un piquillo de este tamañito!”.

Dos sujetos murieron el mismo día y hora, y llegaron juntos a las puertas del Cielo. Les informó San Pedro, el portero celestial: “Ambos tienen derecho a estar aquí. Desgraciadamente en este momento todas las habitaciones están ocupadas, de modo que deberán esperar antes de tener la suya. Vayan a la Tierra por unos 15 días. Podrán regresar en la forma que deseen”. Dijo el primero: “Siempre soñé con ser un águila real. En esa forma quiero regresar”. Preguntó el otro, cauteloso: “¿De veras puedo volver en la forma que desee?”. “Escoge nada más” –lo autorizó el de las llaves. “Muy bien –dijo el individuo, retador–. Quiero ir a París, y ser ahí un semental”. “Concedido” –aceptó el apóstol. Pasaron las dos semanas, y San Pedro le pidió a un ángel que fuera a buscar a los sujetos. Inquirió el enviado: “¿Cómo los reconoceré?”. Respondió él: “Con el primero no habrá dificultad: águilas reales quedan ya muy pocas. Con el otro tendrás mayor problema: en París debe haber muchos montones de cemento”.

Rosilita le gritó a su mamá: “¡Mami, mami!”. “Ya te he dicho, hijita –la reprendió con calma la señora–, que nunca hables agitadamente. Cuando te sientas nerviosa cuenta hasta diez antes de hablar”. “Está bien” –contestó Rosilita–. Y así diciendo empezó a contar: “Uno... Dos... Tres... Cuatro... Cinco... Seis... Siete... Ocho... Nueve... Diez... ¡Mami, mami! ¡¡¡Traes una tarántula en la espalda!!!”.

Rosilí, muchacha ingenua, hubo de casarse apresuradamente con Simpliciano, un compañero de oficina tan cándido como ella. Sucedió que inocentes todo– tuvieron un episodio de amor en el trabajo, y a consecuencia del encuentro ella iba a ser mamá. Cumplido el término natural Susiflor dio a luz tres robustos bebés. “No me lo explico –le dijo muy pensativa a Simpliciano–. ¿Por qué tuve triates, si nada más lo hicimos una vez?”. “Es cierto –admitió él–. Pero recuerda que lo hicimos sobre la copiadora”.

Famulina, la linda criadita de la casa, se quejó con doña Frigidia: “Cuando usted no está, su esposo don Frustracio trata de abrazarme, besarme y todo lo demás”. “Ignóralo –le aconsejó doña Frigidia–. También conmigo quería hacer lo mismo, pero cuando vio que no le hacía caso se le quitó la maña”.

Sor Bette, monjita de la Reverberación, llegó a su convento con los hábitos en desorden. Le preguntó, asustada, la madre superiora: “¿Por qué viene así, hermana?”. Contestó sor Bette: “¡Qué bien maneja ese taxista!”. “Hermana –se preocupó más la superiora–, su respuesta no corresponde a mi pregunta. ¿Por qué sus hábitos están todos revueltos? Y ¿qué significa eso de lo bien que maneja aquel taxista?”. “Permítame explicarle, reverenda madre –dijo sor Bette–. Venía yo en taxi al convento, y en la carretera se precipitó sobre nosotros un camión pesado que seguramente no traía frenos. De seguro íbamos a chocar con él; íbamos a morir. Le grité al taxista: ‘¡Si nos libra de ésta podrá usted hacer conmigo lo que quiera!’. Y, madre... ¡qué bien maneja ese taxista!”.

El agente viajero llegó a un pequeño pueblo y se instaló en el único hotel que había en el lugar. La habitación no tenía televisor, y él no llevaba ni siquiera una revista, de modo que abrió el cajón del buró y ahí encontró una Biblia. En la primera página leyó: “Si estás triste, busca en la página 52. Si no hallas consuelo en tus aflicciones, busca en la página 85. Si te sientes solo, busca en la página 123”. Más abajo había una anotación escrita a mano: “Y si nada de eso te da resultado, llama a Rosibel, teléfono 8455-235-426. Ella te alegrará, te consolará y te acompañará”.

En el restorán el cliente ordenó su comida. Le dijo al mesero: Para empezar quiero la ensalada César”. “No se la recomiendo –le dijo éste–. El chef no la sabe preparar como se debe, y además sirve una porción muy reducida. Está mejor la ensalada de berros”. “Muy bien, tráigala –aceptó el señor–. Me gustaría luego un consomé al jerez”. “¡Uh, no! –exclamó el mesero–. “Es un líquido chirle; un caldo soso, insípido. Pida mejor la crema de calabaza”. “Bueno, sírvamela –concedió el cliente–. En seguida tráigame el filete a la mostaza’’. “Ni por equivocación pida eso –manifestó el camarero–. En primer lugar no es filete: es bistec. Luego, la mostaza que usan es de pésima calidad, la más barata. En todo caso pida un sirloin. No es la gran cosa, pero le sabrá mejor que lo otro”. “Bien –accedió el hombre–. Traiga el sirloin. De postre voy a pedir los duraznos Melba”. “Permítame aconsejarle, señor –replicó el tipo– que ordene otra cosa. Las latas de durazno que tenemos son ya muy viejas; no le vaya a hacer daño ese postre. Pida algo del día; por ejemplo, el flan de la casa”. “Perfecto –admitió el señor–, tráigame el flan. Y para terminar ¿qué me aconseja? ¿Café o té?”. “Pida lo que se le antoje –respondió secamente el mesero–. El gerente nos tiene prohibido hacer sugerencias a los clientes”.

A aquel tipo, hombre muy feo le decían El Nono. Cuando nació y lo vio por vez primera su mamá, la pobre empezó a gritar: “¡No, no!”. Y así se le quedó: Nono.

Cierto diplomático asistió a una recepción en una embajada. A la hora de servirse la cena, se encontró sentado junto a una espléndida rubia de provocativas formas. Algunas copas de vino hicieron que la conversación con ella se volviera íntima, tanto que el hombre se sintió autorizado a poner discretamente la mano en la rodilla de su vecina por abajo del mantel. Al ver que ella no oponía resistencia empezó a subir la mano poco a poco, en busca de atractivos más recónditos.  De pronto ella se inclinó y le dijo al oído: “No suba más la mano, señor embajador. Me llamo Jack y soy agente secreto al servicio de la CIA”.

El Lic. Ántropo recibió una llamada de doña Pasita. La madura y rica señorita soltera le dijo al abogado que deseaba hacer su testamento. Tenía 4 millones de pesos en el banco, le informó. Uno sería para la Cruz Roja, otro para el asilo de ancianos, uno más para los bomberos y el último para el orfanatorio. Añadió: “Tengo además aquí un millón en efectivo. Se lo daré al hombre que me enseñe lo que es el amor. No quiero irme de esta vida sin saberlo”. El Lic. Ántropo se ofreció a ser él quien supliera esa falta de conocimiento. Doña Pasita aceptó, a condición de que obtuviera el permiso de su esposa. El abogado la llamó por teléfono. Cuando la señora supo que había de por medio un millón de pesos otorgó prontamente su autorización. Llegó el día de la actuación, y la señora se preocupó, pues su marido tardaba en regresar. Lo llamó a su celular. El Lic. Ántropo le informó en voz baja y agitada: “Ya cobré el millón. Cobré igualmente el de la Cruz Roja y el del asilo de ancianos. Dame un par de horas más y haré que se olvide también de los bomberos y del orfanatorio’’.

Dos amigos se encontraron en la calle. Uno iba todo cubierto de vendajes. Y caminaba penosamente con muletas. “¿Qué te sucedió?” –le preguntó el otro, consternado. Relató el individuo: “Una mujer casada me invitó a su casa. Inesperadamente llegó el marido. Me preguntó quién era yo, y le dije lo primero que se me ocurrió: que era el plomero, y que había ido a la casa a hacer una reparación. ¡Y sucedió que él es plomero!”.

El doctor Ken Hosanna le dijo con voz de urgencia a su enfermero: “¡Dele a la paciente del 14 respiración de boca a boca mientras yo voy por el oxígeno!”. Cuando el facultativo regresó se fue de espaldas al ver que el enfermero y la muchacha estaban entregados a eróticos deliquios de voluptuosa pasión concupiscente. Lleno de enojo se dirigió al sujeto: “¡Le dije que le diera a la paciente respiración de boca a boca!”. Respondió el tipo entre jadeos, resuellos, acezos y resoplidos: “¡Así empezamos!”.

Las personas que sólo gusten de leer cuentos de color bajado deben saltarse hasta donde dice “FIN”… El joven Madano era alto y gordo. El médico le impuso una dieta draconiana que le quitó una buena cantidad de kilos. Surgió un problema, sin embargo: a Madano le quedó mucha piel colgante. El doctor recurrió a un expediente radical: le levantó el pellejo, se lo ató por encima de la cabeza con un nudo y cortó lo que sobraba. Unos días después Madano fue a una fiesta. La anfitriona le dijo:  “Qué bueno que saliste bien de la operación. Pero veo que te quedó un grano en la frente”. “No es grano –respondió mohíno Madano–. Es el ombligo. Y esto que parece corbata no es corbata”. FIN.

En el zoológico una señora le preguntó al encargado de los reptiles: “¿Qué hace usted cuando lo muerde una serpiente?”. Explicó el hombre: “Me chupo la parte donde me mordió, para extraer el veneno”. Inquirió de nuevo la visitante, ahora con tono picaresco: “¿Y si alguna vez la serpiente lo muerde en una parte que usted no se pueda alcanzar?”. Respondió el individuo: “Señora: ese día sabré si entre mis compañeros tengo un verdadero amigo”.

La mamá de Pepito dio a luz gemelos. La maestra le preguntó al chiquillo: “¿Cómo está tu mamá?”. “Bien –respondió Pepito–. Tuvo un bebé y el repuesto”.

La esposa de don Algón les contó a sus amigas: “Un día fui a la oficina de mi esposo y conocí a su secretaria. Era una espléndida morena, sensual y exuberante. Me preocupé, y esa noche le dije a mi marido: “No tiene caso estar gastando en secretaria. Despídela. Yo iré a trabajar en su lugar. Con el dinero que ahorraremos podremos comprar a plazos un departamento en Cancún”. En efecto, poco después mi esposo compró ahí un departamento”. “¡Fantástico! –dijo una de las amigas–. ¿Ya lo estrenaste?”.  “No –respondió mohína la señora–. Ya lo estrenó la que era su secretaria”.

Un tipo le contó a su amigo: “He estado engañando a mi mujer. Voy a pedirle perdón”. Llega a su casa el arrepentido esposo, confesó su infidelidad y le pidió a su señora que lo perdonara. “Te perdonaré –contestó ella– si me dices el nombre de la mujer con la que me engañaste”. “Eso no te lo puedo decir –respondió el hombre–. Soy un caballero”. “Ya sé –dijo la esposa–. Ha de ser la vecina del 14. Le encantan los maridos ajenos”. Él calló. “O si no –prosiguió la señora–, ha de ser la comadre Ardilia. Más de una vez le ha puesto los cuernos al compadre”. El marido guardó silencio. “Si no es ninguna de ellas –prosiguió la señora– entonces ha de ser Coñeta, mi mejor amiga. Es ligera de cascos”. Al día siguiente el amigo del tipo le preguntó: “¿Te perdonó tu esposa?”. “No –respondió él–. Pero me dio muy buenas pistas”… .

Un hombre de muy baja estatura llegó con un doctor. Le dijo preocupado: “Tengo un continuo dolor en la entrepierna, y siempre traigo inflamados los testículos”. El galeno lo examinó. Luego, sin decir palabra, trajo unas tijeras de tamaño impresionante. “¡Santa Críspida! -exclamó con angustia el petiso–. ¿Qué me va a cortar, doctor?”. “A usted nada –contestó el facultativo–. Pero a sus botas les voy a cortar la parte de arriba. Eso es lo que está causando el problema”.


Rondín # 6


Himenia Camafría, madura señorita soltera, llegó a la farmacia y le preguntó al encargado: “¿Venden aquí condones extragrandes?”. “Sí –contestó el hombre–. ¿Quiere uno?”. Respondió Himenia: “No. ¿Le importa si me siento a esperar que llegue un cliente y lo pida?”.

“¿Cuánto cobras?” –le preguntó Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, a la muchacha de vida no difícil–. “5 mil pesos” –respondió ella–. “¡Estás loca! –se indignó Pitongo–. Por la mitad de eso yo dejaría que me hicieran lo que te hacen a ti”.

Ya conocemos a Avaricio Cenaoscuras, hombre cicatero. Una mañana su esposa le dijo con sugestiva voz: “Anoche soñé que me comprabas un vestido”. “Qué bueno –dijo el cutre–. Ojalá esta noche sueñes el dinero para comprarlo”.

Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajarra bebieron una noche en la cantina. Antes de irse acordaron volver a encontrarse ahí el siguiente mes, en la misma fecha y a la misma hora. Llegado el día, Empédocles entró en la taberna a la hora exacta de la cita. Su amigo estaba ya esperando. Le preguntó Empédocles: “¿A qué hora llegaste?”. Farfulló Astatrasio: “No me he ido”.

A aquel muchacho le decían “El pollito”. Nació exactamente a los 21 días de que se casaron sus papás.

Capronio es un sujeto ruin y desconsiderado, indigno de ocupar un lugar en el espacio. Cierto día su pobre esposa le preguntó tímidamente: “¿Tú crees que soy fea?”. “No, mi vida –respondió con fingida ternura el desgraciado–. Pero ¿qué puede mi humilde opinión contra la del resto del mundo?”.

El ciempiés, poseído por urentes ansias lúbricas, le pidió a la hembrita: “¡Anda, Miria! ¡Abre las piernas, por favor!”. Replicó ella terminante: “¡No, no, y cien veces no!”.

Un sujeto que tenía el tic de abrir y cerrar los ojos fue al pipisrúm del restaurant. El tipo que estaba a su lado, un chaparrito, empezó a abrir y cerrar los ojos, igual que él. El individuo se molestó. “No me remede” –le dijo amenazante–. Contestó el chaparrito: “Pos no me salpique”.

El señor que tuvo un infarto le preguntó a su médico: “¿Cuándo puedo volver a tener sexo?”. “En un par de semanas –respondió el facultativo–. Pero solamente con su esposa, ¿eh? No quiero que se me excite demasiado”.

El autobús iba atestado. El viaje era muy largo, y Susiflor estaba muy cansada, de modo que aceptó la invitación que le hizo un muchacho para que se sentara en sus rodillas. A poco dijo nerviosa Susiflor: “Perdone, joven: siento algo que me cala”. “Discúlpeme, señorita –se apenó el muchacho–. Es mi pipa”. Intervino un señor de edad madura: “Venga a sentarse en mis piernas, linda. Hace 20 años que yo ya no fumo”.

Se iba a casar Pirulina, joven mujer que había tenido dares y tomares con la vida. Temerosa de que su novio advirtiera que la noche de bodas no sería función de estreno, la pizpireta chica consultó el caso con una amiga. Ella le dijo: “Ponte un petardo ahí donde te platiqué. En el momento preciso enciéndelo disimuladamente. Cuando el petardo estalle, tu novio te preguntará qué fue eso. Dile que fue el tronido que hizo tu virginidad al irse”. Paso a paso siguió el consejo Pirulina. Cuando en la noche nupcial estalló el petardo, el flamante marido preguntó asustado: “¿Qué fue eso?”. Respondió con un suspiro Pirulina: “Fue el tronido que hizo mi virginidad al irse”. Le suplicó él, angustiado: “Pues dile que me traiga mis éstos. Se fueron con ella”.

Susiflor llegó feliz a su departamento. Contó que había conocido a un muchacho lindísimo. Su compañera de cuarto le dijo sonriendo: “Veo que te picó el gusanito del amor”. Contestó Susiflor: “No fue un gusanito”.

El alambrista callejero puso dos trípodes, y entre los dos tendió el alambre para sus acrobacias de funámbulo. Estaba en equilibrio sobre el alambre cuando un muchachillo empezó a moverle uno de los soportes. “Niño –le dijo desde la altura–. No me moleste, que estoy trabajando. Cuando tu mamá está en su trabajo, yo no voy a moverle la cama”.

Terminó el voluptuoso trance de pasional amor, y el guerrero maya se esforzaba en consolar a la princesa Kipe, que se afligía por haber cedido a la pasión. Le dijo: “Trata de ver el lado bueno, Kipe: como ya no eres virgen ya no corres el riesgo de que los sacerdotes te arrojen al cenote”.

Babalucas le suplicó ansiosamente a la muchacha: “¿Hacemos el amor, Pirulina? ¿Hacemos el amor?”. Respondió ella, molesta: “Otra pregunta idiota como ésa y me levantaré de la cama, me vestiré y me iré a mi casa”.

Dos recién casadas comentaban sus experiencias de la noche nupcial. “Leovigildo manejó todo el día –relata una–. Cuando llegamos al hotel se tiró en la cama y se durmió al segundo”. “Bronaldo también –comenta la otra–. Pero él se durmió al tercero”.

El cuento que cierra el telón de esta columnejilla es parecido al que lo abrió. Casó un rústico mancebo con una chica que había vivido mucho. Ella, temerosa del enojo del muchacho cuando se enterara de su pasado, le dijo: “Eglogio: antes de casarnos quiero que sepas que hace tiempo tuve un tropezón”. “No importa, mi vida –respondió él–. Con tropezón o sin él te quiero igual”. La noche de las bodas él se dio cuenta de que su mujercita era fruta ya calada. “¡Ah! –le dijo con enojo–. ¿De modo que no soy yo el primero?”. “Mi cielo –contestó ella–. Recuerda que te dije que hace tiempo tuve un tropezón”. “Sí –aceptó él–. Pero en mi rancho los tropezones se dan con las patas, no con las nachas”.

Simpliciano, joven inocente, visitó a Rosibel en su departamento. Apenas se sentaron la pizpireta chica apagó las luces, de modo que la habitación quedó en una grata penumbra que invitaba al amor. Preguntó el cándido muchacho: “¿Apagas las luces para ahorrar energía?”. “No -respondió Rosibel-. Las apago para quitártela toda”.

El médico le preguntó al soldado Babalucas: “¿Cómo te pudo pasar esta tragedia?”. Desde su lecho de hospital relató con voz débil el recluta: “Es que nunca aprendí a contar bien, y cuento con los dedos. Me dijeron que le quitara la espoleta a la granada y contara hasta 10 antes de lanzarla. Para poder contar me la puse entre las piernas. Y creo que conté muy despacio”.

Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, fueron a un pintoresco pueblo, pues alguien les dijo que había allí más hombres que mujeres. Vieron en una esquina a un gallardo mocetón, y Celiberia le preguntó, coqueta: “Dime, amable joven: ¿qué horas son?”. Respondió el muchacho: “Diez para las dos”. Himenia, que no había escuchado la pregunta, exclamó muy contenta: “¡Ah! ¡Nos tocan cinco a cada una!”.


Rondín # 7


Pimp y Nela formaban una pareja singular. Él era rufián, y ella su pupila. Cierto día Pimp le preguntó a Nela si había llegado el casero a cobrar la renta. “Sí” –contestó ella. Inquirió el ribaldo: “¿Con qué le pagaste?”. Usó ella una expresión vulgar. Dijo: “Con cuerpomático”. Quiso saber el mantenido: “¿Y quedó conforme?”. “Sí –le aseguró ella-. No sólo se dio por pagado, sino que además me regaló mil pesos”. “Entrégamelos” –le ordenó Pimp. “Está bien -accedió de mala gana Nela-. Pero la próxima vez que no tengamos dinero para la renta se la pagas tú”.

Don Cornulio le contó a un amigo: “Mi esposa siente asco y antojos”. Sugirió el otro: “Posiblemente está embarazada”. “No –dijo don Cornulio-. Siente asco de mí y se le antojan el vecino del 14, el repartidor de pizzas y el que viene a arreglar la tele”.

Un señor de edad madura y aspecto muy formal acudió a la consulta de un reputado médico especializado en problemas de la sexualidad. “Doctor -le dijo- he notado una marcada disminución en mis facultades amatorias”. Preguntó el galeno: “¿Con qué frecuencia las ejercita usted?”. Respondió el consultante: “Cuatro veces al año”. El facultativo no pudo ocultar una sonrisa. Comentó: “No es mucho”. Replicó el señor: “Tratándose de mí no está tan mal. En primer lugar tengo 65 años. Luego, tiendo a ser tímido. Y en tercer lugar soy cura”.

Don Valetu di Nario, senescente caballero, regresó a su casa a media mañana, pues había olvidado llevar consigo unos papeles de la oficina. Para su sorpresa sorprendió a su esposa en situación comprometida con un desconocido. Para colmo el sujeto era un astroso pordiosero. “¿Qué es esto, Mesalina?” –se indignó. Explicó la mujer: “Este pobre señor llamó a la puerta y me pidió un vaso de agua. Después me pidió algo de comer. Y ya se iba, pero me preguntó: ‘¿Y no podría darme algo que ya no use su marido?’”.

El jefe de personal entrevistaba a  varias chicas que pedían empleo. Preguntó a una de ellas: “¿Cuál fue su última posición?”. La muchacha se ruborizó: “¿Quiere que se lo diga aquí, delante de todos?

En el pueblo habían proliferado las damas de la noche, y el alcalde ordenó que se hiciera una redada de ellas. Un juez las interrogó antes de fijarles la fianza. “¿A qué se dedica usted?”. Respondió una: “Soy secretaria”. “¿Y usted?”. “También yo soy secretaria”. “¿Y usted?”. “Secretaria también”. Tocó el turno a otra: “Y usted ¿a qué se dedica?”. Lisa y llanamente respondió la mujer: “Soy prostituta”. Al juzgador le agradó su franqueza. Le preguntó: “Y ¿cómo va el negocio?”. “Mal, señor juez –respondió ella–. Hay demasiadas secretarias haciendo lo mismo que yo”.

Un hombre era operario de una fábrica, y le consiguió a su compadre un empleo ahí. El primer día de trabajo lo instruyó sobre los procedimientos de la planta. Por ejemplo, había que pedir permiso para recabar en el almacén los elementos necesarios para hacer la chamba. Le dijo: “Vamos a pedir un permiso para tornillos”. Poco después: “Vamos a pedir un permiso para tuercas”. Y así. Llegó la hora de la comida. Después de consumir sus alimentos el hombre le dijo a su compadre: “Vamos a pedir ahora un permiso para pernos”. “¡Ah no! –estalló el otro–. ¡Si hasta para eso hay que pedir permiso yo no quiero trabajar aquí!”.

Al terminar el trance de amor, la madura y experta muchacha le preguntó a su novel galán: “¿Te gustó, Impericio, haber encontrado el caminito del amor?”. “Sí –respondió el muchacho–. Pero más que caminito me pareció autopista de cuatro carriles”.

Sentados en la banca de un parque dos viejecitos veían a las lindas muchachas que pasaban libres y alegres, y a las parejas que se besaban apasionadamente. “Te noto triste –le dijo uno de los ancianos a su amigo–. ¿Qué te pasa?”. “Pienso en nuestra mala suerte –respondió con un suspiro el otro–. El mundo en plena revolución sexual, y nosotros ya sin parque”.

Dos muchachas estaban en la playa cuando pasó frente a ellas un hombre joven, alto, robusto, musculoso. “¡Ése es mi tipo de hombre! –le dijo muy entusiasmada una de las chicas a la otra–. ¡Ya me imagino lo feliz que sería yo por las noches si me casara con él!”. Acotó la otra: “No te guíes por las apariencias. Un vecino mío tiene en su casa un garaje enorme, para cuatro automóviles, y lo único que tiene en él es una bicicletita”.

Un pordiosero abordó en la calle a Usurino Matatías, el hombre más avaro y ruin de la comarca. “Perdone, señor –le dijo humildemente–. Desde hace tres días no he comido”. Con gesto magnánimo respondió el cutre: “Está usted perdonado”.

Don Añilio, señor septuagenario, casó con Pomponona, mujer en flor de edad. Se fueron de luna de miel a un hotel de playa. Al día siguiente de la noche de bodas, la camarera llamó a la puerta de la habitación y preguntó discretamente: “¿Se puede?”. Desde adentro le contestó don Añilio con voz feble: “Se trata”.

A los nueve meses de su matrimonio la joven esposa dio a luz trillizos. Le comentó a una amiga: “Dice el doctor que esto sucede solamente una de cada 100 mil veces”. Exclamó la amiga, boquiabierta: “¿En nueve meses lo hicieron 100 mil veces?”.

Don Algón, salaz ejecutivo, necesitó una nueva secretaria. Varias aspirantes acudieron a pedir el empleo, y ahí mismo llenaron la solicitud. En el renglón correspondiente a “Sexo” una curvilínea chica puso: “Sí”. Don Algón le dio el empleo.

Se llevó a cabo en la feria del pueblo el concurso de la marranita encebada. El que lograra agarrarla se quedaría con ella. Nadie podía asir a la cerdita: estaba profusamente engrasada, y a todos se les escurría de las manos. Un forastero fue el que la agarró. Le preguntó alguien: “¿Cómo le hiciste?”. Explicó el fuereño: “Es que juego boliche”.

Esta preciosa niña, Cory, cantaba muy bonito, pero era tímida como una violeta. Cuando su maestra del jardín de niños le pidió que cantara en la fiesta de los abuelitos, Cory dijo que no. La profesora habló con los papás de la pequeña. Ellos, para convencerla, le dijeron que si cantaba en el festejo le comprarían un perrito. Cory siempre había anhelado tener un perrito. Accedió entonces a cantar. Su abuelo, que es dueño del don divino de la música, compuso una canción especial para ella, y se la ensayó con la guitarra. El día de la presentación sucedió lo inesperado que todos debieron esperar: minutos antes de su actuación a Cory la invadió el pánico escénico, y le anunció a la maestra que siempre no iba a cantar. “Pero, Cory –adujo la profesora–, tu nombre viene en el programa”. “No voy a cantar”. “Cory: ya está en el teatro tu abuelito con su guitarra, para acompañarte”. “No voy a cantar”. “Si no cantas me enojaré contigo”. “No voy a cantar”. Nerviosa, la maestra hizo llamar a los padres de Cory. “Si no cantas –le dijo su papá– no te compraremos el perrito”. “No voy a cantar”. “Está bien –suspiró resignada la mamá de Cory–. Entones ve y dile a tu abuelito que no vas a cantar”. Salió la niña al escenario, y ante todo el respetable público, que fijó en ella los ojos, le gritó a su abuelo desde el foro: “¡Abuelito! ¡Se chingó el perrito!”.

Un maduro caballero llegó a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo: “Ando muy cerca ya de los 80. Hace cinco años enviudé, y desde entonces no había tenido trato con mujer. Anoche estuve con una chica de 20, y le hice el amor tres veces seguidas”. Le preguntó el buen sacerdote: “¿Cuándo fue la última vez que te confesaste, hijo?”. Replicó el provecto señor: “Jamás me he confesado. Soy ateo”. “¿Ateo? –se asombró el padre Arsilio–. ¿Y entonces por qué vienes aquí a contarme eso?”. Respondió lleno de orgullo el veterano: “¡A todo el mundo se lo estoy contando!”.

Rosibel, joven secretaria, fue víctima de un acto de lubricidad en el cuarto del archivo. Cuando le preguntaron quién había sido su atacante respondió: “No pude verlo, pues todo estaba oscuro; pero seguramente fue uno de los jefes: yo tuve que hacer todo el trabajo”.

Don Chinguetas faltó dos noches a su casa. Su esposa Macalota fue con una amiga a denunciar su desaparición ante la policía. El oficial de guardia le preguntó: “¿Cómo es su marido?”. Respondió ella: “Es alto, musculoso, y tiene cabello oscuro y ondulado”. La amiga la llevó aparte: “¿Por qué diste esa descripción? ¡Tu marido es chaparro, panzón y calvo!”. “Sí –replicó doña Macalota–, pero a ése ¿quién lo quiere?”.

Un cierto político tuvo fundadas sospechas de que su esposa lo engañaba. Hizo que dos de sus guaruras la siguieran, con instrucciones de darle una tunda al amante si sus sospechas eran confirmadas. Esos temores resultaron ser verdad histórica: los jenízaros vieron a la mujer entrar con su querido en un motel de paso. Uno de los guaruras le indicó al otro: “Vamos tras él”. “¡Magnífica idea! –se alegró el sujeto–. Pero yo primero ¿eh?”.


Rondín # 8


Una pareja sostenía su enésimo pleito. Gritó ella: “¡Me voy con mi mamá!”. Replicó él: “¡Y yo me voy con mi esposa!”.

Dos águilas en vuelo vieron pasar un jet. Dijo una, admirada: “Ese pájaro sí que va aprisa”. Replicó la otra: “Tú irías igual si también se te fuera quemando el fundillo”.

Aquel ejecutivo dejó olvidado el portafolios en su casa. Regresó, y al entrar en la recámara –ahí lo había dejado– vio a su mujer desnuda pesándose en la báscula del baño. Fue a ella, le dio una cariñosa nalgadita y le preguntó: “¿Cuánto ahora, linda?”. Sin volverse respondió la señora: “Lo mismo de siempre: dos litros de leche y 100 gramos de mantequilla”.

Un tipo entró en su casa cuando no era esperado, y sin más le preguntó a su esposa: “¿Con quién estabas?”. “Con nadie” —respondió ella nerviosamente. Dijo el sujeto: “¿Y entonces el vuelito de la mecedora?”. Y es que el coime de la mujer había estado con ella en la sala, y al oír que el marido llegaba salió a escape por la puerta de atrás y dejó la mecedora en movimiento. En eso de las relaciones ilícitas hay una gran desigualdad. El adulterio del hombre es generalmente admitido, en tanto que el de la mujer es unánimemente reprobado. Sin embargo también a la inversa hay desigualdad: la mujer engañada es compadecida, pero el marido de la infiel es objeto de burlas y sarcasmos. Declaremos, entonces, un empate.

El padre Arsilio le preguntó en el confesonario a doña Facilisa: “¿Le eres fiel a tu marido?”. Respondió ella, orgullosa: “Con bastante frecuencia, señor cura”. Otro confesor interrogó a la penitente: “¿Engañas a tu esposo?”. Preguntó ella a su vez: “¿Pues a quién más, padrecito?”. En el lecho de muerte el agonizante le pidió a su mujer: “Ahora que ya voy a morir dime la verdad: ¿alguna vez me fuiste infiel?”. “¡Ah no! —se negó la señora a responder—. ¿Y luego si no te mueres?”.

Don Astasio y su esposa Facilisa estaban cenando con sus 8 hijos y un compadre de la pareja. El jefe de la casa se mostraba molesto por los mosquitos o zancudos que lo asediaban, y se libraba de ellos con sonoros golpes. El visitante lo amonestó: “No los mate, compadre. Son los únicos aquí que llevan su sangre”.

Otro marido entró en la alcoba conyugal y sorprendió a su esposa haciendo el amor con un individuo en la postura que los romanos llamaban “more ferarum”, al modo de los animales, y los americanos nombran “doggy style”, o sea de perrito. Lo vio la señora y le dijo desde su comprometedora posición: “No vayas a pensar mal, Cornulio. No es lo que parece”. Doy fin a esta prolongada relación adulterina con un cuentecillo muy esperanzador. Frente a la puerta del Cielo se había formado una larguísima fila de hombres y mujeres que esperaban ser admitidos en la morada celestial. Todos estaban molestos, pues la fila se movía con una lentitud desesperante. De pronto se oyó un alegre vocerío, y la fila empezó a avanzar rápidamente. Preguntó alguien: “¿Por qué ahora la fila se mueve tan aprisa?”. Otro le contestó, feliz: “¡Es que ya no están contando el adulterio!”.

“Para que yo me vaya a la cama con un hombre –decía Miss O’Varios, feminista radical—, el galán debe tener 10 cualidades: ser bien parecido, alto, delgado, inteligente, simpático, amoroso, comprensivo, delicado, tierno, y estar muy bien dotado. Pero no soy intransigente: si tiene la última cualidad puedo pasar por alto las otras nueve”.

“Hace mucho calor —se quejaba Babalucas—. Debería haber otra Guerra Fría”.

Declaró muy apesadumbrada la inconsolable viuda: “Extraño mucho a mi marido. Con tal de volver a tenerlo a mi lado daría gustosamente la mitad de lo que recibí por su seguro de vida”.

Lord Feebledick llegó a su casa después de terminada la cacería de la zorra y sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en trato de carnalidad y de fornicio con Wellh Ung, el toroso mancebo encargado de la cría de faisanes. “¡Ah, miserable! —le gritó al mozallón hecho una furia—. ¿Así descuidas tu trabajo?”. “No, señor—replicó el lacertoso follador—. Mi turno acaba a las 5 de la tarde. Esto lo hago en mi tiempo libre”.

Una atractiva rubia estaba bebiendo su copa en el bar de solteros. Cada cinco minutos llegaba un tipo a invitarle una copa. Ella rechazaba esas invitaciones: sabía bien lo que los hombres pretendían. En eso entró un marciano y se sentó a su lado. Los demás, asustados por la presencia del extraterrestre, se retiraron a sus mesas. El alienígena pidió un tequila y se aplicó a beberlo lentamente, sin tratar de abordar a la mujer como hicieron los otros. Ella rompió el silencio. Le dijo al extraño visitante: “Todos los hombres que están aquí intentaron tener sexo conmigo. ¿Por qué tú no?”. Respondió el marciano: “Porque nosotros hacemos el sexo en forma muy diferente de como lo hacen ustedes los terrícolas”. La rubia dijo, intrigada: “Me gustaría probar el amor estilo Marte. Vamos a mi departamento”. “No necesitamos ir –repuso el extraterrestre-. Aquí mismo puedo hacerte una demostración”. Y así diciendo puso su dedo índice en la frente de la mujer. Al punto ella empezó a experimentar en todo el cuerpo una deleitosa sensación. La invadió un intenso temblor de voluptuosidad; su pelvis se agitó en movimientos lúbricos; le pareció que los muslos se le iban a derretir. En suma, sintió lo que jamás con ningún hombre había sentido. Aquel éxtasis terminó en un orgasmo que dejó a la mujer totalmente satisfecha y en un estado de deliciosa languidez. “¡Fantástico!” –le dijo al alienígena llena de pasión-. ¡Hazme el amor otra vez!”. Respondió con voz débil el marciano: “Tendrás que esperar una media hora”. Y así diciendo le mostró el dedo índice doblado.

Pepito veía con mirada golosa las manzanas que su mamá había puesto en un canastillo sobre la mesa del comedor. Le dijo la señora: “No vayas a tocarlas. Son para la merienda que ofreceré esta tarde a mis amigas. Yo voy a salir, pero si agarras una, Diosito te verá”. Poco después llegó Rosilita, la niña de la casa de al lado, y de inmediato Pepito la invitó a ir con él a su cuarto. Ahí le propuso jugar al antiquísimo juego infantil llamado en inglés “Show me yours and I’ll show you mine”; enséñame lo tuyo y yo te enseñaré lo mío. La niña rechazó esa salaz proposición. Le dijo a Pepito: “Alguien puede vernos”. “Nadie nos verá –replicó el pequeño Casanova–. Estamos solos en la casa”. Adujo Rosilita: “Nos verá Dios”. “Tampoco él nos verá –le aseguró Pepito–. Mi mami lo dejó en el comedor cuidando las manzanas”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, declaró: “A mí los hombres machistas no me molestan. ¡Cómo me gustaría que me molestaran!”.

Alguien le preguntó a Tetina, mujer en flor de edad, por qué andaba con don Crésido, señor de muchos calendarios. Respondió: “Tiene una de las mejores cualidades que cualquier hombre puede tener: dinero”.

Don Chinguetas estaba viendo por la ventana. De pronto le señaló a su esposa: “¡Mira! ¡Ahí va el tipo con el que se está acostando la vecina!”. Corrió desalada doña Macalota a la ventana y dijo luego decepcionada: “Ese hombre es su esposo”. “Ya lo sé –replicó don Chinguetas–. Con él se acuesta la vecina”.

El cuento que ahora sigue es sicalíptico. Las personas con escrúpulos morales harán bien en abstenerse de leerlo… A don Mondoy Lirondo le afligía ser calvo. Se equivocaba: la calvicie no sólo es señal de inteligencia –“¿Cuándo has visto un burro calvo?”, pregunta la voz popular–: es también signo de virilidad. Su peluquero le recomendó: “Si quiere que le salga pelo ponga la cabeza en la intimidad de su mujer”. Don Mondoy se burló del fígaro. Le dijo: “Usted también es calvo. ¿Por qué no ha hecho eso que me aconseja?”. Replicó el barbero: “Porque a mí no me molesta la calvicie. ¡Pero mire el bigotazo que me cargo!”.

“Me encantan tus rodillas –le dijo Libidiano a Dulcilí en el asiento de atrás del automóvil–. Póntelas en las orejitas para poder vértelas mejor”.

La mamá de Pepito lo amonestó: “Si no estudias nunca llegarás a ser un hombre de provecho”. Replicó el niño: “Yo no quiero ser  un hombre de provecho. Yo quiero ser como mi papá”.

La linda criadita de la casa le informó a su patrona: “El señor está furioso. Alguien le contó que anoche recibió usted a un hombre aquí en la casa”. “¡Por favor, Famulina! –le suplicó , angustiada, la mujer–. ¡Dile que ese hombre vino a verte a ti!”. “¡Uh no! –opuso la muchacha–. ¡El señor se pondría más furioso todavía!”.


Rondín #9


Don Ultimiano, senescente caballero, casó con Pomponona, mujer en flor de edad. La noche de las bodas ella se mostró ávida de disfrutar los placeres de himeneo. Se le subió encima al asustado novio, y luego puso en práctica con él un rico repertorio de posturas y técnicas eróticas. “¡Por favor, mi vida! –le pidió con feble voz don Ultimiano–. ¡Recuerda que tengo débil el corazón!”. Replicó ella sin bajar el ritmo de sus contorsiones: “Con tu corazón no voy a hacer nada”.

La esposa de don Algón fue con sus amigas a Las Vegas. El salaz ejecutivo aprovechó la ocasión para llevar a su casa a una estupenda rubia. Empezaron las acciones, y la muchacha le pidió al maduro galán que usara protección. “No hay problema —dijo él—. Mi señora tiene siempre algunos condones en su cajón, por si me olvido yo de comprarlos”. Los buscó, y no encontró ninguno. “¡Ah, esa mujer! —exclamó con enojo—. Se llevó todos los condones. ¡No confía en mí!”.

El joven McAbaeo, muchacho de acendradas creencias religiosas y acrisolada fe, visitó a don Crésido para pedirle la mano de su hija Lilibel. Le preguntó, severo, el genitor: “¿Tiene usted un trabajo cuyos ingresos le permitan mantener a mi hija?”. “Por ahora estoy sin empleo —declaró con franqueza el galancete—, pero Dios proveerá”. La mamá de la chica se inquietó: “¿A dónde la llevará a vivir?”. Contestó el solicitante: “De momento no tengo un techo qué brindarle, pero Dios proveerá”. Inquirió don Crésido: “Y ¿qué piensa usted hacer si tienen hijos?”. “Realmente no lo sé —confesó el devoto chico—, pero estoy seguro de que Dios proveerá”. El padre de Lilibel le dijo al joven McAbeo que luego le daría la respuesta. Esa misma noche la señora le preguntó a su esposo qué le había parecido el pretendiente. Dijo don Crésido: “Es pobre de solemnidad, y se ve bastante tonto, pero me cayó muy bien: cree que yo soy Dios”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, se ofreció para hacer labor de voluntario en la cárcel de mujeres. Le preguntó la alcaidesa: “¿En qué sección quiere usted trabajar?”. Contestó él: “En la de visitas conyugales”.

Don Chinguetas y doña Macalota contrataron a una linda muchacha pueblerina para que ayudara en las labores de la casa. Le dijo la señora a su marido: “La pobrecilla no sabe nada de la vida. Tendremos que enseñarle la diferencia entre el bien y el mal”. Propuso don Chinguetas: “Tú encárgate de enseñarle lo que es el bien. Yo me ocuparé de la otra parte”.

El encuestador entrevistó al señor de la casa y a su mujer. Tras revisar las contestaciones le dijo al individuo: “Hay una notable diferencia entre las respuestas de usted y las de su esposa. Usted dice que hace el amor una vez por semana, y su señora declara que lo hace de 5 a 10 veces cada día”. “Así es —manifestó al marido—. Y así será hasta que acabemos de pagar la casa”.

Cierto ingeniero joven fue a trabajar en una mina alejada de todo centro de población. No pasó mucho tiempo sin que lo asaltara aquel urente deseo, el de la lubricidad. En el campamento no había mujeres, y el recién llegado le preguntó a uno de sus compañeros qué hacían ahí para sedar la concupiscencia erótica. Le informó éste: “Recurrimos a Florindo, el cocinero. Si quieres haré los arreglos necesarios para que estés con él”. “¡Ah no! —se escandalizó el otro—. A mí no me gustan esas cosas”. Transcurrió un mes, y el ansia de libídine aumentó. El muchacho tenía el remedio a la mano, pero ese recurso le pareció impropio, y un buen día le dijo a su compañero que había decidido recurrir él también al tal Florindo. “Preséntamelo —le dijo—. Pero una cosa te voy a pedir: que nadie se entere de esto”. “No se puede —replicó el amigo—. Forzosamente siete personas lo sabrán”. “¿Siete personas? —se espantó el otro—. ¿Quiénes?”. Respondió el compañero: “Tú, yo, Florindo, y los cuatro hombres que se necesitan para sujetar a Florindo. Tampoco a él le gustan esas cosas”.

Por primera vez aparece aquí el Lic. Ántropo, nuevo personaje de esta columnejilla. Es abogado de profesión, litigante por más señas. Al salir de su casa esa mañana dijo la oración que acostumbraba recitar antes de ir a su despacho: “Santo señor San Alejo: / te pido con devoción / que me quites lo pendejo / y me aumentes lo cabrón”. Luego se dirigió al banco de la localidad a fin de ver a cómo había amanecido el dólar, pues necesitaba un sacudimiento emocional para poder empezar la jornada con el encono necesario. Ahí se topó con un colega. Apenas se estaban saludando cuando irrumpieron en el banco varios sujetos encapuchados y armados que gritaron al unísono, como si tuvieran bien ensayado el acto: “¡Esto es un asalto!”. Muy útil fue esa información, pues varios de los que estaban ahí pensaron que aquello era una manifestación de la CNTE. Dos de los maleantes procedieron a saquear las cajas de la institución bancaria, mientras otros dos les arrebataban a los clientes sus carteras. De inmediato el Lic. Ántropo sacó de la suya unos billetes y se los entregó a su colega. “¿Qué haces?” —le preguntó éste, sorprendido. Respondió apresuradamente el Lic. Ántropo: “Son los 2 mil pesos que me prestaste hace unos días. Estamos a mano”.

Simpliciano, ingenuo joven, contrajo matrimonio. Al regreso de la luna de miel un amigo le preguntó cómo le había ido con su flamante mujercita. “Muy bien –respondió el candoroso desposado—. Y, aquí entre nos, por la forma en que actúa creo que no tardará en darme aquellito”.

Amaneció el día. Facilda Lasestas, mujer que recibía hombres en su departamento, se levantó del lecho y quitó la toalla con que cubría por la noche la jaula de su periquito. En eso llegó su primer cliente. Otra vez Facilda tapó la jaula del perico, pues no le gustaba que el cotorro viera lo que en la alcoba sucedía. Exclamó desconcertado el pajarraco: “¡Caramba! ¡Qué día tan corto!”.

En el aeropuerto un individuo leía un libro: “Cómo servir al prójimo”. Le preguntó su vecino de asiento: “¿Es usted filántropo?”. “No —respondió el tipo—. Soy antropófago”.

El flamante papá le mostró su hijo recién nacido a un compadre. Le dijo muy orgulloso: “Mire, compadre: el niño sacó mis ojos, mi nariz, mi boca…”. “Es cierto —replicó el otro—. Pero ese lunar que tiene en la nalguita lo sacó de mi comadre”.

Los años no pasan en balde: pasan en camión cisterna. Una mañana don Calendárico se vio al espejo y observó en su rostro los primeros estragos de la vejez temida que llegaba. Y no acabó ahí todo: por la noche los efectos de la edad se mostraron también en su desempeño conyugal. Se ha dicho que “miedo” es la primera vez que no puedes la segunda vez, y “pánico” es la segunda vez que no puedes la primera vez. Ni una cosa ni otra han experimentado nunca quienes tienen la fortuna de beber las miríficas aguas de Saltillo, pero don Calendárico no disponía de esas taumaturgas linfas, de modo que fue a la consulta del doctor Ken Hosanna, y el afamado clínico le recetó unas pastillas potenciadoras del ímpetu genésico. Le dijo que debía tomar una antes del acto, pero por si las dudas el senescente caballero apuró cinco. Esa noche esperó a que su esposa estuviese ya dormida. Luego, en la oscuridad del aposento, la despertó y le hizo el amor no una vez ni dos, sino tres veces. Al terminar el último episodio la señora encendió la luz y le dijo con asombro: “¡Te desconozco, Calendárico! ¡Hasta creí que era el compadre!”.

El hijo de don Chinguetas llegó a la edad núbil. Su madre, doña Macalota, le pidió a su esposo que le hablara al muchacho acerca –dijo- “de las abejitas y los pajaritos”. No pudo rehuir don Chinguetas ese deber de padre, de modo que llamó al chico a su despacho y tras cerrar la puerta lo hizo sentar frente a sí. Tosió para aclararse la garganta y luego le dijo nerviosamente: “Hijo: tu madre me ha pedido que te hable acerca de las abejitas y los pajaritos”. “¿Por qué? –se desconcertó el crío-. ¿Qué hacen las abejitas y los pajaritos?”. “Te lo diré —contestó don Chinguetas dispuesto ya a cumplir su obligación paterna-—. ¿Recuerdas aquel viaje que hicimos tú y yo a Las Vegas, cuando tu mamá no pudo ir?”. “Sí lo recuerdo”. “¿Recuerdas a aquellas dos muchachas que conocimos en el casino del hotel?”. “Las recuerdo bien”. “¿Recuerdas que les invitamos unas copas en el bar, y después las llevamos a nuestro cuarto?”. “Lo recuerdo”. “¿Y recuerdas lo que ahí hicimos con ellas?”. “Claro que lo recuerdo”. “Bueno —concluyó don Chinguetas con un suspiro de alivio—. Pues más o menos eso es lo que hacen las abejitas y los pajaritos”.

Pomponona le preguntó a Pirulina: “¿Estás enferma?”. Contestó ella: “¿Por qué me lo preguntas?”. Dijo la otra: “Porque en la madrugada vi salir de tu casa a un médico”. Replicó Pirulina: “A la misma hora yo vi salir de la tuya a un militar ¿y acaso te pregunté si estás en guerra?”.

Declaró Empédocles Etílez, alcohólico nada anónimo: “Para ustedes es un six pack. Para mí es un grupo de apoyo”.

El amigo de don Crésido le dijo con voz de circunstancias: “Me veo en la penosa necesidad de darte una mala noticia. Tu cajero…”. “Mi cajero… ¿qué?” —tembló el magnate de los negocios. El otro completó la frase: “Tu cajero fue visto entrando en un motel de paso con tu esposa”. “¡Qué susto me diste! —exclamó don Crésido aliviado—. ¡Creí que me ibas a decir que se había fugado con el dinero!”.

Decía un sultán, mohíno: “Tengo 300 esposas y 600 medias secándose en el baño”.

Un dinosaurio le contó a otro: “Anoche quise hacerle el amor a mi novia, pero no fue posible: estaba en sus siglos”.

Florilí, ingenua recién casada, le dijo a su doctor que las píldoras anticonceptivas que le había recetado no funcionaban bien. “¿Por qué lo dice?” —se sorprendió el facultativo. Replicó Florilí: “Pienso que no son del tamaño adecuado. Me las pongo ahí y se me caen”.


Rondín # 10


Don Algón, salaz ejecutivo, tuvo una cita erótica con cierta dama de tacón dorado. Al final de ese encuentro de libídine le preguntó el monto de sus honorarios, tarifa o arancel. Ella le dio la información: 5 mil pesos. “Excesiva me parece la cantidad” —se amoscó don Algón. Replicó la suripanta: “Sucede que cobro por servicio, caballero. Si cobrara por tiempo o por medida usted no habría tenido que pagar casi nada”. El ejecutivo hizo caso omiso de esa prosaica cuchufleta, y le dijo a la mujer que luego le haría el pago que considerara justo. Al día siguiente le envió con su secretaria un cheque por 2 mil 500 pesos. A fin de que su empleada no se enterara de la naturaleza de la transacción le escribió a la sexoservidora: “Señora mía: Le envío la mitad de lo que usted me pidió por el alquiler de su departamento. Creo que el pago es justo. En primer lugar el departamento está ya muy usado. En segundo lugar carece de calefacción. Y, finalmente, es demasiado grande para mis necesidades”. Con otro recado contestó la fémina: “Estimado señor: En primer lugar es imposible que un departamento tan bueno tenga poco uso. Hay en él calefacción, pero no supo usted encenderla. Y en cuanto al tamaño, no es que el departamento sea grande; lo que pasa es que tiene usted muy poco mobiliario con qué llenarlo”.

El calentorro galán le estaba haciendo el amor a la preciosa chica. Ella, sin embargo, se mostraba fredda ed immóbile come una statua. Indiferente, quieta, simplemente dejaba hacer, dejaba  pasar, como proponía el liberalismo fisiocrático del Siglo 19. Al ver que su pareja no experimentaba la misma temperie erótica que a él lo poseía, el lúbrico amador le preguntó de súbito: “Dime, Hielina: ¿cómo es el otro mundo?”. Ella se sorprendió al escuchar tan peregrina cuestión, e inquirió a su vez: “¿Por qué me preguntas eso?”. Replicó, irritado, el follador: “¿Qué no estás muerta?”.

El profesor: “¿Qué es el píloro?”. Pepito: “Ignórolo”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, fue llevado al juzgado de lo familiar. El juez lo reprendió, severo: “¿Por qué le propinó usted a su suegra una cachetada, mamporro, guantada o molondrón?”. “Señor juez —explicó Capronio—: su marido no estaba; mi mujer había salido, y mi suegra tenía las manos ocupadas. ¡No era cosa de dejar pasar esa oportunidad!”.

En una redada policíaca fueron detenidas tres prostitutas, y con ellas un borracho. El oficial de guardia interrogó a las mujeres: “¿A qué se dedica usted?”. “Soy enfermera”. “¿Y usted?”. “Soy secretaria”. “¿Y usted?”. “Soy profesora”. “¡Uta! –exclamó con molestia el temulento-. ¡Ahora va a resultar que la piruja soy yo!”.

La comadre le hizo una íntima confesión a su compadre: “Todas las noches me sueño desnuda”. Respondió él: “A mí me sucede lo mismo”. Inquirió la comadre: “¿Todas las noches se sueña desnudo?”. “No —precisó el compadre—. Todas las noches la sueño desnuda a usted”.

Cuando llega la pasión, hasta la piedra es colchón. Aquel salaz ejecutivo conocido nuestro, don Algón, sintió de pronto en su oficina el ignívomo impulso de la carne. Movido por ese rijo incontenible llamó a su secretaria Rosibel, con quien tenía tratos de fornicio. Se despojaron ambos de sus respectivas vestes y sobre la cubierta del escritorio del magnate procedieron a consumar el antiquísimo rito natural. Pero ¡oh desgracia! Por causa de la calentura erótica don Algón había olvidado cerrar la puerta con seguro. Se abrió de pronto y entró la esposa del ejecutivo. Por encima del hombro la vio él y apresuradamente le dijo en voz baja a su secretaria: “Es mi mujer. Actúa con naturalidad”.

Doña Tebaida Tridua, censora de la moral pública y privada, fue con una amiga al Museo de Arte Moderno. Ahí vieron un cuadro abstracto. Lo miró doña Tebaida con atención profunda y luego le dijo a su compañera: “No puedo determinar exactamente qué es, pero estoy segura de que en esta pintura hay algo obsceno”.

Pomponona, mujer en flor de edad, casó con don Calendo, señor ya muy entrado en años. Ella estaba ansiosa de disfrutar los goces de himeneo, pero el provecto galán se mostraba omiso en el cumplimiento de eso que el Código Civil nombra “débito conyugal”. Un día Pomponona le dijo a su vecina doña Frigidia: “Voy a divorciarme de mi marido. Me hace el amor cuatro veces al año”. “Tienes razón al separarte de él —manifestó Frigidia—. A ninguna mujer le gusta estar casada con un maniático sexual”.

Doña Chola vendía gorditas en la estación del ferrocarril. Las tenía de papa, de picadillo y de frijoles, y las daba a 20 centavos cada una. Cierto día llegó en el tren un elegante pasajero. Vestía terno de casimir inglés; calzaba relucientes botines de charol y se cubría con un finísimo sombrero Stetson de aquellos que se llamaban “de cinco pores”, pues estaban marcados con cinco X. Desde la ventana del vagón el curro señor le preguntó a doña Chola a cuánto daba las gorditas. Nosotros ya lo sabemos: a 20 centavos. Pero el tipo se veía catrín, y de posibles, de modo que con la mayor desfachatez le respondió Cholita: “Cuestan a un peso cada una”. El sujeto no mostró asombro por la evidente carestía. Le dijo: “Me da tres”. Ella puso las gorditas en un papel de estraza y se las alargó por la ventanilla. El hombre las disfrutó ahí mismo, en su asiento, mientras abajo Cholita esperaba a que su adinerado cliente acabara el condumio y le pagara. Terminó su colación el individuo y se limpió parsimoniosamente los dedos y los labios con el papel de estraza. Pero no daba trazas de llevarse la mano a la cartera. El tren empezó a andar. Y Cholita: “Señor, págueme”. El tipo volvió la vista a otro lado. “¡Oiga, mi dinero!”. El catrín le dio la espalda; el tren cobró velocidad y se marchó. Quedó Cholita en medio del andén. Hecha una furia le gritó al sujeto: “¡Desgraciado! ¡Pero al cabo que te las di bien caras!”.

Empédocles Etílez, ebrio consuetudinario, se abrazaba a un poste de la calle y decía apretando los dientes: “¡Sal! ¡Tienes que salir!”. Una señora se sorprendió: “Ese hombre quiere sacar el poste”. En torno del temulento se formó un corro de gente que entre divertida e intrigada seguía su lucha con el poste. “¡Sal!” —repetía una y otra vez el borrachín—. ¡Tienes que salir!”. La cara se le enrojecía, y sudaba profusamente por el esfuerzo. De pronto se escuchó un formidable trueno. Y dijo con alivio Empédocles, el rostro iluminado por una beatífica sonrisa: “¡Vaya! ¡Hasta que saliste!”.

La suegra de Capronio, hombre ruin y desconsiderado, le preguntó nerviosamente: “¿Estás seguro, yerno, de que así se hace la cochinita pibil?”. “Así se hace, suegrita –respondió el incivil sujeto-. Ya no diga nada y métase en el horno”.

En cuestión de sexo Pitafio era el hombre más aburrido del planeta. Cuando era adolescente se le dormía la mano, con eso les digo todo. Cierto día salió con una chica, y ella tuvo que darle una cachetada. Para despertarlo. Pitafio, preocupado por su falta de impulso sexual, fue con el doctor Ken Hosanna, y éste le recetó unas píldoras a fin de estimularle la libido. “Tómese ahora mismo tres —le indicó—. Luego vaya inmediatamente a su casa y llame a una muchacha, pues el efecto de las píldoras será rápido y poderoso”. Al día siguiente Pitafio se presentó en el consultorio y le pidió al doctor un linimento para reducir la inflamación. “¿Linimento? —se asombró el médico—. El linimento puede causarle irritación en la parte que usó ayer con la muchacha”. “No es para esa parte —respondió el lacerado Pitafio—. Es para el brazo. La muchacha nunca se presentó”.

Don Chinguetas dijo hablando de su esposa doña Macalota: “Maneja como rayo”. Preguntó alguien: “¿Muy aprisa?”. “No —precisó don Chinguetas—. Siempre pega en los árboles”.

En el catecismo el padre Arsilio le preguntó a Pepito: “¿Dónde murió Nuestro Señor?”. Pepito no sabía la respuesta. Juanilito le sopló en voz baja: “En la cruz”. En voz igualmente baja le preguntó Pepito: “¿En la Roja o en la Verde”.

Pirulina, muchacha pizpireta, invitó a su novio a que fuera a cenar en su casa. Se sirvió la cena, y la mamá de Pirulina declaró muy orgullosa que su hija la había preparado. El novio de la chica, feliz, le dijo a su dulcinea: “Esto es lo primero que pruebo hecho por tu mano”. Replicó Pirulina con una sonrisa evocadora: “¡Mentiroso!”.

Eglogia, muchacha pueblerina, se vio precisada a emigrar a la ciudad en busca de trabajo. Desconsolado se quedó en el pueblo su amante esposo, Bucolino. Pasó un año sin que los dos se vieran. Un día Bucolino recibió un telegrama: ¡Eglogia regresaba al pueblo! Debía esperarla en la estación del tren, tal día a tal hora. Cuando llegó la feliz fecha ahí estaba Bucolino en la estación, a lomos de su burro. Sucedió, sin embargo, que por ahí andaba una burrita, de lo cual no se dio cuenta Bucolino. El asno se alborotó por causa de los efluvios amorosos que la pollina despedía de sí. Empezó a proferir rebuznos wagnerianos; daba corcovas; se agitaba. Advirtió eso su dueño y le dijo al erizado jumento: “¿Qué tienes, tú? ¡Como si el telegrama te hubiera llegado a ti!”.

Don Valetu di Nario volvió de su visita al médico. Le dijo a su esposa: “El doctor me diagnosticó agotamiento sexual terminal. Sólo me quedan 10 actos de amor por realizar. Después habrá acabado para siempre mi vida amorosa”. “No importa -trató de consolarlo ella-. Disfrutaremos esas 10 veces como en los viejos tiempos”. Replicó don Valetu: “Me vas a perdonar, pero ya hice una lista de con quiénes lo voy a hacer esas 10 veces, y tú no estás en ella”.

En el vestidor del club de tenis Dulciflor le preguntó a Pirulina: “¿Por qué usas siempre ligas negras?”. Respondió ella: “Lo hago en memoria de los que han pasado al más allá”.

Doña Uglilia, mujer con quien la naturaleza anduvo avara cuando repartió sus atractivos, estrenó casa. Le dijo a su marido: “Debemos poner cortinas en la ventana de la recámara, pues da a la calle”. “¿Cortinas?  -replicó el hombre-. ¿Para qué?”. “¿Cómo para qué? -se molestó la señora-. Si no ponemos cortinas los vecinos me verán cuando me desvista”. “Que eso no te preocupe –acotó el marido–. Si los vecinos te ven desvestirte ellos pondrán cortinas en sus ventanas”.


Rondín # 11


Pepito era boy scout. Un día le anunció, feliz, a su papá: “Le vamos a hacer un reconocimiento a Rosilita. La nombraremos Boy Scout Honoraria”. Preguntó el señor: “¿Por qué?”. Explicó Pepito: “A todos los de la tropa nos hizo la buena obra que queríamos”.

Un individuo fue con el dentista a que le extrajera una muela. “Voy a inyectarle un anestésico” –anunció el facultativo. “¡No! –se alarmó el sujeto–. ¡Las inyecciones me dan pánico!”. “Bien –concedió el doctor–. Le aplicaré un gas”. “¡Tampoco! –clamó el tipo–. ¡Soy alérgico al gas!”. El odontólogo, entonces, trajo una pastillita azul. “¿Qué es eso?” –pregunta con inquietud el hombre . Respondió el médico: “Es Viagra”. “¿Viagra? –se asombró el individuo–. ¿El Viagra me quitará el dolor?”. “No –contesta el odontólogo–. Pero tendrá usted algo de dónde agarrarse mientras le saco la muela”.

“Esta noche no –le dijo doña Frigidia a su esposo don Frustracio–. Me duele la cabeza”. Replicó él: “En la cabeza no te voy a hacer nada”.

Dos jóvenes maridos aguardaban nerviosamente en la antesala del quirófano a que sus respectivas esposas dieran a luz. Se abrió la puerta y salió una enfermera llevando en brazos a los cuatrillizos que había tenido una de las dos. Uno de los maridos dijo rápidamente señalando al otro: “¡Él llegó primero!”.

Se iba a casar el hijo del señor Abraham, y el viejo comerciante le dijo que los dedos de la mano eran muy importantes en el matrimonio. “Éste –le enseñó el pulgar– lo levantarás para expresarle a tu mujer que hizo algo bueno”. Le mostró en seguida el índice: “Con éste le señalarás a tu mujer lo que debe hacer: ‘Tráeme eso’. ‘Llévate aquello’”. Prosiguió: “En éste, el anular, llevarás el anillo de casado”. Dijo el muchacho: “Se saltó usted el dedo de en medio, ’apá”. “Luego te diré para qué sirve –respondió, misterioso, el señor Abraham–. El dedo meñique lo levantarás cuando tomes la taza. Eso te dará imagen de hombre elegante”. “¿Y el dedo de en medio, ’apá?” –preguntó el joven, ansioso. “Ese dedo –respondió el señor Abraham bajando la voz–, es el dedo del placer”. “¿Del placer ’apá?” –repitió el chico. “Sí, hijo –confirmó el señor Abraham–. Con el dedo de en medio se oprimen en la tienda las teclas de la caja registradora. ¡Vieras qué placer da eso!”.

La gallinita búlica estaba haciendo cosas indebidas con el gallo buleco del corral vecino. De pronto exclamó sobresaltada: “¡Ahí viene mi marido! ¡Conozco perfectamente sus pisadas!”.

La profesora de Pepito quiso hacerle ver a su pupilo que ella era algo más que una simple maestra de banquillo. En efecto, había leído varios capítulos del “Emilio” de Rousseau, y tomó además un diplomado de tres horas —incluido el coffee break— sobre didáctica y técnicas de la educación impartido por el vice sub ayudante suplente auxiliar temporario interino del inspector escolar sustituto. Valida de ese estremecedor currículo le preguntó a Pepito: “¿Sabes qué es una pedagoga?”. Arriesgó, cauteloso, el chiquillo: “¿Una cantina para  la comunidad judía?”.

Don Frustracio, el marido de doña Frigidia, conversaba con un amigo acerca de temas pertenecientes a la intimidad conyugal. Contó el amigo: “Mi mujer se excita mucho cuando brilla la luna”. “La mía —suspiró don Frustracio—se excita solamente cuando brilla la lana”. (La lana es el dinero. Bien decían los antiguos españoles a propósito de la nobleza sin dinero: “El don sin el din no vale nada”).

Doña Jodoncia, la esposa de don Martiriano, conversaba en la fiesta con su vecina de asiento. Señaló a una estupenda rubia y dijo: “Aquella mujer tiene muy mala fama. Es destructora de hogares”. Escuchó eso don Martiriano; fue muy escurridito hacia la rubia y le dijo con voz tímida: “Señorita: entiendo que es usted destructora de hogares. ¿Podría hacerme el favor de destruir el mío?”.

Don Añilio, senescente caballero, visitó en su casa a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Ella le ofreció una sencilla colación —así dijo— consistente en una bandeja de piononos rociados con una copita de malvasía. Don Añilio, que a pesar de su edad tenía competente estómago, dio buena cuenta de todos los bizcochos y apuró más de la mitad de la botella del aromoso vino. El beber y el yantar son goces fruitivos que melifican y molifican el corazón del hombre. Dijo el poeta Terencio: “Sine Cerere et Libero friget Venus”. Sin Ceres y sin Baco —vale decir sin comida y sin bebida— se enfría Venus. Don Añilio había comido bien y bebido mejor, de modo que le pidió con insinuante voz a Himenia: “Querida señorita: ¿me permite que le toque el pan de la vida?”. Ella enrojeció hasta la raíz de los cabellos. “¡Por Dios, amigo mío! —respondió llena de azoro—. Hay cosas que…”. “Veo que vacila usted _la interrumpió don Añilio—. No tome a mal, entonces, que me aproveche de su dubitación y cumpla mi deseo”. Cerró los ojos la señorita Himenia para no mirar lo que iba a hacer su visitante. Así, con los ojos cerrados, escuchó sorprendida las notas de la canción que en su ocarina empezó a interpretar don Añilio: el bolero Obsesión, de Pedro Flores, cuya poética letra dice: “Amor es el pan de la vida, / amor es la copa divina”. ¡Oh decepción! ¡El pan de la vida no era el que pensó la señorita Himenia! Viene aquí a cuento otra frase latina: “Senectus ipsa morbus est”. La vejez es en sí misma una enfermedad.

Don Calendárico, señor de 65 años, le propuso matrimonio a Dulciflor, muchacha veinteañera. “Lo siento—dijo ella—, pero no puedo aceptar su proposición. Cuando usted tenga 85 años yo tendré 40”. “No te preocupes, linda —replicó el maduro galán—. Cuando ese tiempo llegue me buscaré otra mujer más joven”.

Pirulina fue a confesarse con don Arsilio. Comenzó: “Acúsome, padre, de que anoche hice el amor con mi novio”. Sentenció el buen sacerdote: “De penitencia reza 20 padrenuestros”. “Écheme de una vez 40, padrecito —le pidió Pirulina—. A la noche vamos a salir otra vez”.

Doña Macalota entró en la alcoba conyugal y sorprendió a su coscolino esposo, don Chinguetas, en  el preciso instante en que llevaba a cabo el republicano  ayuntamiento carnal con una estupendísima morena. Antes de que la ofendida señora pudiera pronunciar palabra le dijo don Chinguetas: “Tú tienes tus ideas para mejorar nuestro matrimonio, y yo tengo las mías”.

La letra K les comentó a las otras dos letras K: “¿Se han fijado que cuando vamos las tres juntas todo mundo nos ve con malos ojos?”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, le contó a su amiguita Celiberia Sinvarón, también doncella, el apurado trance en que se vio la noche anterior: “Caminaba yo por un oscuro callejón cuando me salió al paso un asaltante. Me dijo que le entregara todo mi dinero, pues si no se lo daba me haría objeto de su concupiscencia pasional y su lascivia erótica”. “¡Qué barbaridad! —se consternó Celiberia—. Y tú ¿qué hiciste?”. Respondió la señorita Himenia: “Fingí que no traía dinero”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, les comentó a sus amigos en el bar: “A pesar de todas las diferencias que me separan de mi suegra tengo con ella algo en común: a los dos nos habría gustado que su hija se hubiera casado con otro hombre”.

Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, no maneja muy bien. La prueba de eso fue que cayó con su automóvil en la alberca de la casa. Fue a informarle lo sucedido a su esposo don Sinople, y le dijo: “Dejé encendidas las luces del coche, para que no tengas dificultad en encontrarlo”.

Pimp y Nela, él gigoló, ella su pupila, fueron a vivir en un arrabal de la ciudad. A los pocos días le dijo Nela a su hombre: “El carnicero, el lechero y el abarrotero me agarraron ayer las pompas. ¿Harás algo al respecto?”. “Claro que sí –respondió Pimp-. Les pediré un descuento en sus mercancías; creo que nos lo merecemos”.

Noche de bodas. Uno. Dos. Tres. Ella quería más, pero él había quedado exhausto, exánime, agotado. Tomó la novia el teléfono y llamó a su mamá. Le dijo contenta y orgullosa: “¡Mami! ¡Acabo de descubrir que las mujeres no somos el sexo débil!”.

Meñico Maldotado, hombre con quien natura se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, conoció a Pomponona, mujer de exuberante anatomía y temperamento pasional. Fue con ella a un motel de los de pago por evento, y para llevar a cabo el tal evento se despojó de la ropa que cubría sus precariedades. Lo vio Pomponona y le dijo con tono desdeñoso: “¿A quién crees que vas a satisfacer con eso?”. Respondió Meñico, orondo y sonrisueño: “A mí”.


Rondín # 12


Don Chinguetas y su esposa Macalota no dan fin a sus desavenencias conyugales. Fueron a una agencia de turismo, y don Chinguetas le dijo al encargado: “Mi mujer y yo queremos hacer un viaje. Continentes separados, por favor”.

Babalucas lucía los dos ojos morados; su rostro y cuerpo estaban llenos de cardenales y laceraciones. “¿Qué te sucedió?” —le preguntó con alarma un amigo. Respondió el badulaque: “Un tipo me golpeó  en la cantina”. Quiso saber el otro: “Y ¿te vengaste?”. “Claro que sí —contestó Babalucas—. Si no me vengo me habría matado”.

Según cierta leyenda la botella de la Coca-Cola fue diseñada siguiendo la silueta del sinuoso cuerpo de Mae West, curvilínea —y talentosísima y simpatiquísima— actriz de cine. Pues bien: había una chica a la que le decían “La Coca-Cola” por sus atractivas redondeces anatómicas. Cuando se supo que estaba un poquitito embarazada le cambiaron el mote. Ahora es “La cuba libre”. Coca-Cola con piquete.

Doña Pasita regresó a su casa entrada ya la noche, pues había asistido a la Velación Nocturna. Al entrar escuchó ruidos extraños en la recámara de su hijo, doncel en flor de vida. Entró en la alcoba, y lo que vio la dejó sin habla: el muchacho estaba en la cama en compañía de dos chicas cuyos desnudos cuerpos, y el propio, apenas alcanzó el mozallón a tapar presurosamente con la sábana cuando su madre entró en el aposento. Aquello, para decirlo en la expresiva lengua de Molière, era un ménage à trois. No lo sabía la cándida señora, que además nunca había oído hablar del celebrado autor del Tartuffe. Se puso seria doña Pasita y le dijo al muchacho: “No me mientas, hijo. Dime con cuál de esas dos jóvenes estás pecando”.

Comentó en el juzgado un tipo: “No entiendo. Cuando hacía feliz a una esposa todos me veían con buenos ojos y era bien recibido en sociedad. Ahora que hago felices a dos me quieren meter a la cárcel por bígamo”.

A esa muchacha le dicen “La Tierra”. Es de quien la trabaja.

La mamá de lady Loosebloomers le anunció a su hija que iría a pasar algunos días en su casa. De inmediato lord Feebledick, el marido de milady, procedió a hacer una lista de los platillos favoritos de la visitante. Se la entregó al cocinero y le dijo: “Estos son los platillos predilectos de mi suegra. Si le hace usted uno solo de ellos lo despediré”.

En la esquina de la calle una perrita le dijo en voz baja a otra: “¡Siéntate rápido! ¡Ahí viene el perro ése de la nariz fría!”.

Dulciflor, muchacha ingenua, le reclamó a Libidiano, hombre salaz: “Usted me dijo que su coche era convertible, y no lo es”. Replicó Libidiano: “Sí lo es, señorita. Tenga la amabilidad de subir al asiento de atrás y verá cómo en un dos por tres la convierto en señora”.

Aquel matrimonio se estaba yendo a pique por los continuos pleitos de los cónyuges. La esposa le dijo a su marido: “Quizá si tuviéramos un hijo se salvaría nuestra relación”. Acotó, extrañado, el hombre: “Pero si ya tenemos cinco hijos”. “Sí —concedió ella—. Pero yo digo uno tuyo”.

Sor Bette estaba ordeñando a la vaca del convento. La vaca se resistía, y daba coletazos y patadas. Le dijo la madrecita con enojo: “Si no te gusta que te agarren las tetas ¿por qué no te metiste de monja?”.

Un oriental llegó a una casa de mala nota y le dijo a la madama: “Quielo una culona”. La mujer le ordenó al coime: “Llama a Nalgarina”. Prosiguió el oriental: “Si no hay culona, entonces tláiganme una Calta Blanca”.

Don Poseidón recibió al novio de su hija, que iba a pedir la mano de la muchacha. Le preguntó: “¿Está usted seguro, joven, de que puede hacer feliz a mi bija?”. “¡Uh, señor! —respondió el galancete—. ¡La hubiera visto anoche!”.

La recién casada le anunció a su maridito: “Estoy tomando clases de natación”. Preguntó él: “¿Por qué?”. Explicó ella: “Recordé lo que me has dicho, que si alguna vez te engaño me arrojarás al mar”.

Babalucas era director de la prisión. Un guardia le anunció: “Se fugó un preso”. “No importa —respondió el badulaque—. Adentro hay más”.

 En la granja de conejos el niño le preguntó al dueño: “¿Cómo se cogen los conejos?”. “Bueno —describió el hombre—. El conejo se le sube a la conejita y…”. “No —intervino el papá del pequeño—. Mi hijo quiere saber cómo se cazan”. Dijo el granjero: “Los conejos no son indejos. Cogen, pero no se casan”.

Hazle la siguiente broma a un amigo. Pídele: “Di una marca de condones… Di dos marcas de cerveza… Di tres marcas de tequila… Ahora di el nombre de cuatro ríos de África que desembocan en el Océano Índico”. Contestará él sin problema las tres primeras cuestiones, pero la cuarta no. Entonces tú le dirás: “¿No sabes lo de los ríos? ¡Caón, deja ya de follar y de beber y ponte a estudiar Geografía!”.

La paciente le preguntó al doctor Ken Hosanna: “¿Puede una mujer tener hijos después de los 40?”. “Señora —respondió el facultativo—, en mi opinión 40 hijos son ya más que suficientes”.

El astroso pedigüeño abordó a la linda chica y le dijo: “¿Podría darme 50 pesos para un café?”. La muchacha se molestó: “Un café no cuesta más de 25 pesos”. Explicó, humilde, el pordiosero: “Tenía la ilusión de que usted me acompañara a tomarlo”.

Don Valetu di Nario mostraba síntomas de agotamiento. El gerontólogo se enteró con sorpresa de que el provecto caballero seguía haciendo obra de varón. Le preguntó qué edad tenía, y don Valetu declaró que acababa de cumplir 85 años. Le indicó el facultativo: “No recomiendo el acto del amor a un hombre que está en los 80”. “Está bien, doctor —se resignó el señor Di Nario—. Esperaré a estar en los 90 pa’ seguirle”.


Rondín # 13


Margaret Thatcher era Primera Ministra de Inglaterra, y Mikhail Gorbachev tenía el mismo cargo en la URSS. Una mañana sonó el teléfono rojo en la oficina de la señora. Quien llamaba era su homólogo soviético. “Maggie —dijo Gorbachev—, el virus del sida nos ha llegado ya, y andamos algo escasos de preservativos. Me preocupa la salud de nuestros soldados; por eso me veo en la necesidad de pedirte que nos envíes un millón de condones para hacer frente a la emergencia”. “No hay problema, Misha —replicó la Dama de Hierro—. Nosotros tenemos excedentes de todo, de manera que te enviaré con gusto esos condones. También andamos sobrados de tachuelas, por si te hacen falta”. “Por ahora nada más necesitamos los condones —acotó Gorbachev—. Una precisión: deben ser de 12 pulgadas de largo”. “Tampoco hay problema —replicó la baronesa—. Los fabricamos en todas las medidas y en una amplia variedad de estilos, colores y sabores”. “¿Sabores también?” —preguntó con curiosidad el ruso, que por causa de la tradicional reserva eslava no conocía ciertas exquisiteces de erotismo. Explicó ella: “Le damos mucha importancia a los sabores. Queremos desmentir el mito de que la cocina inglesa es mala. Hoy por hoy el sabor más pedido es el de ananás con chocolate. El de fish and chips ya pasó de moda”. “El sabor es lo de menos —dijo Gorbachov volviendo a la realidad—. Lo que importa es el tamaño: 12 pulgadas, no se te olvide. Es la medida de nuestros soldados”. “Piece of cake —replicó la señora—. Cosa fácil”. Colgó la ministra y de inmediato hizo venir a un fabricante de preservativos. “Necesito —le dijo—un millón de condones”. “Señora —se preocupó el hombre—, por el bien de la Mancomunidad Británica me atrevo a recomendarle un poco de continencia”. “No son para mí —replicó ácidamente doña Margaret—. Honi soit qui mal y pense. Vergüenza para quien piense así.  Los quiero con propósitos de exportación”. “Eso me tranquiliza —suspiró con alivio el fabricante—. Temía yo por la salud de usted y de la Commonwealth”. Dijo ella: “Los condones deben medir 12 pulgadas”. “Podemos hacerlos de esa longitud” —aceptó el hombre. “Y quiero —añadió la Primera Ministra— que cada uno lleve dos inscripciones. La primera debe decir: ‘Hecho en Inglaterra’”. “Naturalmente —respondió el industrial—. Rule, Britannia! ¿Y la segunda inscripción?”. Respondió la señora Thatcher: “Póngales: ‘Tamaño mediano’”.

Don Cornulio llegó a su casa y se dirigió a la recámara con ánimo de descansar un rato antes de la cena. Lo que vio ahí le quitó no sólo la intención, sino también el apetito: su mujer estaba en el lecho conyugal yogando con un sujeto en la tradicional postura llamada “del misionero”. Antes de que el mitrado esposo pudiera articular palabra le dijo la señora: “Sé que piensas que estoy haciendo algo malo, Cornulio. Puedo leerlo en tu mirada”.

La esposa de Meñico Maldotado le confió a una amiga: “A mi marido le digo ‘el Nilo’”. Inquirió la otra: “¿Por qué le dices así?”. Explicó ella: “Porque Nilo siento”.

En la barra de la cantina un individuo se soltó llorando desgarradoramente. Le preguntó el barman: “¿Qué le sucede, amigo?”. Sollozó el individuo: “¡Mi novia me cortó!”. “Vamos, vamos –trató de consolarlo el tabernero-. Ése no es motivo para llorar así”. Gimió el tipo: “¡Espere a que le diga qué fue lo que me cortó!”.

¿En que se parecen los hombres y los cepillos de dientes? En que sin pasta no sirven para nada. “Pasta”, según el lexicón de la Academia, es un nombre coloquial que se le da al dinero.

Pepito le comentó a su mamá: “Mi papi no sabe contar”. La señora se extrañó: “¿Por qué piensas eso?”. Contestó el chiquillo: “Porque la criada dice que nunca pasa de uno”.

Tres amigas, dos de ellas ricas, la otra no, se casaron el mismo día. Al regreso de sus respectivos viajes de luna de miel se reunieron a intercambiar sus impresiones. Contó la primera ricacha: “La noche de bodas mi marido abrió una botella de finísimo champán. Estuvimos champaneando toda la noche”. Relató la segunda: “Mi esposo abrió una botella del más caro coñac. Estuvimos coñaqueando toda la noche”. Narró la chica de condición económica modesta: “Mi marido abrió unos sobrecitos de Kool-Aid, ¡y vieran qué a gusto nos la pasamos!”.

En un desierto de Corea del Norte sobresalían de la tierra tres enormes cilindros de 15 metros de altura cada uno. Parecían de metal, pero estaban hechos de cartón pintado. El primero terminaba en forma de corneta; el segundo remataba en algo que semejaba boca de pescado, y el tercero mostraba en lo más alto unos como pétalos de flor. El militar a cargo de los estrafalarios armatostes le dijo a un visitante ruso: “La verdad es que son pura escenografía, pero con ellos tenemos muy intrigados a los norteamericanos”.

El hombre de la tienda le mostró al comprador un traje a cuadros verdes, morados y amarillos. Ponderó el cliente: “Si me pongo ese traje mi esposa no va a querer salir conmigo. ¡Me lo llevo!”.

“¡Carajo, Trogla! –se enojó el hombre de la Edad de Piedra con la mujer-. ¿Ahora que he matado mi primer dinosaurio me sales con la onda de que eres vegetariana?”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, fue a la playa con su esposa y su suegra. Le dijo su mujer: “Mamá anda muy juguetona. Quiere que la entierre en la arena”. Respondió con fingida preocupación el tal Capronio: “¿Habrá suficiente?”.

El doctor Ken Hosanna salió de su privado acompañando a la curvilínea chica. Le indicó a su secretaria: “La cuenta de la señorita asciende a 2 mil pesos. Por favor págueselos”.

Pepito le dijo a Rosilita: “La clase de educación sexual para los niños estuvo muy interesante. Nos enseñaron cómo se tienen los bebés”. Contestó Rosilita: “La clase para las niñas estuvo mucho más interesante. Nos enseñaron cómo no se tienen”.

En la mullida cama de su alcoba estaba sin ropa, y con una enorme sonrisa, lord Feebledick, el marido de lady Loosebloomers. Lo acompañaban, igualmente coritas, es decir nudas, en peletier, la bella mucama de la casa, la frondosa cocinera y la exuberante planchadora. Les dijo milord con gran orgullo: “¡Y pensar que cuando mi mujer salió de viaje me dijo que estaba preocupada porque no sabía si yo podría manejar a la servidumbre!”.

El niñito le preguntó a su mamá: “¿Qué es un orgasmo?”. Respondió secamente la señora: “Pregúntaselo a tu papá. Yo nunca lo he sabido”.

“¿Quieres probar estas galletas de animalitos?”. “Oh no. Soy vegetariano”.

Papá Geppetto hizo un muñeco de madera. Esa misma noche Pinocho cobró vida, y se convirtió luego en un niño de verdad. De inmediato papá Geppetto empezó a tallar la figura de una hermosa muchacha de generoso busto y ancas opulentas.

En el restorán dijo don Chinguetas: “Ahí viene la especialidad de la casa: la cuenta”.

Un amigo de don Astasio lo visitó en su casa, y empezó a decir primores de su esposa. Declaró: “Me ama con un profundo amor”. Don Astasio le dijo a Facilisa, su mujer, ahí presente: “Tú también me amas con un profundo amor, ¿verdad, mi vida?”. “Así es, querido” –confirmó ella. Prosiguió el visitante: “Mi esposa cuida de mí con cariñosa solicitud”. Se dirigió don Astasio a su señora: “Tú también me cuidas con cariñosa solicitud, ¿verdad, mi vida?”. “Así es, en efecto” –confirmó la doña. Manifestó el amigo: “Mi esposa me ha sido siempre fiel”. Antes de que don Astasio pudiera abrir la boca le dijo en voz baja doña Facilisa. “Aquí no me hagas la pregunta, porque en esto vamos a quedar muy mal”.

Meñico Maldotado estaba leyendo un libro. Le comentó a su esposa: “Aquí dice que más del 75 por ciento del cuerpo humano es agua”. “¡Mira! –exclamó ella-. ¡Y tú con ese popotillo!”.


Rondín #  14


Himenia Camafría, madura señorita soltera, recibió en su casa la visita de don Almanaquio, senescente caballero. Después de un rato de conversación sobre diversos temas —el clima especialmente— la señorita Himenia le dijo, insinuativa, a su maduro visitante: “Estamos solos en la casa, amigo mío. ¿No aprovechará usted esa circunstancia para intentar algo conmigo?”. Repuso don Almanaquio, digno: “Señorita: soy un caballero. Para faltarle al respeto necesitaría estar borracho”. “Entonces andamos de suerte —se alegró Himenia—. Tengo en el comedor una botella de tequila”.

Don Poseidón, ranchero acomodado, fue a la ciudad. En la plaza del mercado un comerciante le dijo: “Vendo huevos”. Respondió el vejancón: “¡Bonito me voy a ver vendado de esa parte!”.

“La mujer con la que me estoy acostando es una engañadora –le dijo un tipo a otro-. Es una traicionera, una aleve, una desleal. No sabía yo que era casada hasta que me enteré de eso por mi esposa”.

Don Algón le indicó a su secretaria: “Tómate el día, linda. Tengo que trabajar”.

La suegra le hizo a su flamante nuera un obsequio insinuativo: le regaló una escoba. La muchacha la revisó por todos lados y luego preguntó: “¿No vienen las instrucciones?”.

Chichena, mujer en flor de edad, casó con don Francisco Cárcamo, que contaba siete décadas de vida. La noche de las nupcias, ya en el tálamo, el añoso marido apagó la luz. La novia pensó que su provecto esposo iba a dormir, y se dispuso a hacer lo mismo. Para el efecto le dijo: “Don Francisco: retire usted el codo, por favor. Su dureza me está calando mucho”. Respondió él: “No es el codo”. Al oír esa información Chichena exclamó gozosa: “¡Paco!”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, comía siempre con un extinguidor de incendios al alcance de su mano. Le dijo con pesaroso acento su mujer:
“¿Nunca me vas a perdonar que una vez se me quemó la comida?”.

Una amiga de la joven madre le preguntó: “¿Diste a luz en forma natural?”. “Completamente –respondió ella-. Nada de maquillaje”.

El delincuente juvenil le dijo al juez: “Todo lo que hice fue echarme al lago”. El segundo dijo: “También yo lo único que hice fue echarme al lago”. El juez le preguntó al tercero: “¿Tú no te echaste al lago?”. “No, señor –respondió él-. Yo soy el Ago”.

Doña Macalota llegó de un viaje y encontró a su esposo don Chinguetas en el lecho conyugal con una estupendísima morena. “Hijodeputaméndigocabrón!” –le gritó en una sola emisión de voz. “Modérate, mujer –le dijo don Chinguetas-. Yo no me quejo cuando tú lees en la cama hasta la madrugada”.

Un buceador se topó con una sirena, y empezó a refocilarse con ella, hasta donde tal cosa era posible. En eso vieron a un tiburón que venía a todo nadar hecho una furia. Exclamó la sirena con alarma (no es juego de palabras): “¡Santo Cielo! ¡Mi marido!”.

He aquí un principio que no falla: la intensidad de tu comezón es inversamente proporcional al alcance de tu mano.

En tiempos muy pasados se reunieron los reyes de Francia, de España y de Inglaterra en una cacería. Poca fortuna hubieron venatoria –San Huberto, patrono de los cazadores, no fue con ellos ese día-, pero en la noche gozaron el buen comer y el buen beber del campamento, lo cual suele ser más deleitoso aún que la misma cacería. Varias botellas de los mejores caldos apuraron, y ya con las reales testas anubladas por los espíritus del vino dieron en concertar una real justa ante sus respectivas comitivas. Se trataba de ver cuál de los tres monarcas estaba mejor guarnido para los lances del amor. Mostró en primer lugar su equipo el rey de Francia. Estaba tan bien dotado que sus cortesanos gritaron con orgullo: “Vive la France!”. Exhibió lo suyo el rey de España, y superó a su homólogo galo en tal manera que los ibéricos profirieron con patriótico entusiasmo: “¡Santiago y cierra España!”. Tocó el turno al rey de Inglaterra de presentar su herramental. Yo siento viva simpatía por Francia, y a España la considero Madre Patria, pero mi obligación de historiador veraz me pone en el deber de decir que Su Majestad Británica superaba por mucho a los otros dos soberanos. Su desmesura era tal que al verla gritaron al unísono ingleses, franceses y españoles: “God save the Queen!”.

Esta señora se llama Ana y se apellida Conda. Quizá su nombre explica por qué oprime a su esposo, don Resignio. Empieza a decir el infeliz: “Yo opino…”. Y su fiera consorte lo interrumpe: “¡Tú no opinas nada!”. Dice él: “Está fresca la mañana”. Y ella, burlona: “Claro. Es de hoy”. Don Resignio le contó muy divertido: “Hicieron una encuesta en la oficina, a ver quién era el más indejo de la compañía”. “¿Ah sí? —preguntó con desabrimiento doña Ana—. ¿Y quién sacó el segundo lugar?”.

Afrodisio caminaba presuroso por la calle. Un amigo le preguntó: “¿A dónde vas tan de prisa?”. Respondió el salaz sujeto sin detenerse: “Mi compadre Calillas me acaba de contar  que tuvo un pleito con su mujer, y por eso le hizo huelga conyugal: no le hará el amor hasta que ella le pida una disculpa”. Volvió a inquirir el otro: “¿Y por qué te apresuras?”. Contestó Afrodisio: “Voy a hacerle al esquirol con la comadre”.

La mujer de la Edad de Piedra le propinó un garrotazo al troglodita y lo dejó sin sentido. En seguida lo estiró por los pelos y lo metió a su cueva. Le explicó a su vecina: “Son tan tontos que a veces tiene una que tomar la iniciativa”.

Un veterano de guerra le dijo a otro: “¿Recuerdas que cuando estábamos en campaña nos daban un producto para quitar el deseo sexual?”. “Sí —evocó el otro—. Lo recuerdo”. “Bien —completa el primero—.  Yo me casé con un producto parecido”.

Pirulina, muchacha sabidora, le dijo en la oscuridad del cine a Simpliciano, joven sin ciencia de la vida: “Ya saca las manos”. ¡Y es que el indejo las tenía metidas en los bolsillos del pantalón!.

Dulciflor llegó al departamento que compartía con su amiga Rosibel. Le dijo muy agitada: “¡Acabo de tener mi primera experiencia sexual!”. “¡Caramba! —se interesó la otra—. ¡Siéntate y cuéntamelo todo!”. “Contártelo sí puedo —respondió con voz feble Dulciflor—. Sentarme no”.

Cuando el paciente volvió en sí de la anestesia el doctor Ken Hosanna le indicó: “A partir de hoy no fume, no beba, no salga con amigos ni ande con mujeres”. Preguntó con voz dolida el hombre: “¿Hasta cuándo, doctor?”. Respondió el facultativo: “Hasta que acabe de pagarme la operación”.


Rondín # 15


Don Chinguetas le dijo a doña Macalota: “Mañana cumpliremos 15 años de casados. ¿Qué te parece si para celebrarlo vamos al romántico paraje en el que hacíamos el amor cuando éramos novios, y repetimos aquellas horas de pasión?”. Ella accedió, aunque no muy convencida, y juntos fueron al apartado sitio llamado El Ensalivadero. Estaban en pleno trance de carnalidad atrás de unos arbustos cuando un gendarme los sorprendió in fajanti y les dijo que iba a detenerlos por faltas a la moral. “¡Tenga consideración, señor agente! —le suplicó Chinguetas—. ¡Es la primera vez que hacemos esto!”. “Usted sí —replicó el jenízaro—, pero a ella es la quinta vez que la pesco”.

Don Añilio les contó a sus amigos: “Por equivocación me tomé cinco pastillas de Viagra. De milagro no me saqué un ojo”.

Babalucas obtuvo el premio mayor en el Sorteo de la Suerte: 10 millones. Los pidió en billetes de 500 pesos. “La cosa no funciona así, señor —le dijo el encargado—. El reglamento indica que recibirá usted un millón ahora, y luego un millón cada mes”. “¡Ah no! —protestó con vehemencia Babalucas-. ¡Denme mis 10 millones ahora mismo, o si no devuélvanme los 5 pesos que pagué por el boleto!”.

El ginecólogo le informó a su paciente que estaba embarazada. “¡No puede ser!” —exclamó ella. Inquirió el facultativo: “Su marido ¿toma precauciones?”. “Él sí —respondió con tono sombrío la mujer—, pero los otros no”.

El cliente le preguntó al agente de viajes: “¿Cuál es la mejor temporada para ir a París?”. Contestó el hombre: “Entre los 18 y los 30 años”.

Uglicia era tan fea que los hombres la vestían mentalmente.

El señor le dijo al doctor Duerf: “Siento que soy dos hombres a la vez”. “A ver —respondió el célebre analista—. Que pase el primero”.

El golfista le comentó a su compañero: “Desde que mi esposa empezó a jugar golf me da sexo solamente una vez a la semana”. “Eres afortunado —lo consoló el otro—. A los demás nos lo cortó de plano”.

Preguntó la maestra: “¿Alguien puede decirme quién es el Jefe de Gobierno?”. Contestó Rosilita de inmediato: “¡Mi mamá!”.

Dijo don Frustracio hablando de su mujer, doña Frigidia: “Mi esposa nunca se distrae cuando hacemos el amor, sea cual sea el libro que está leyendo”.

Mere y Triz, sobrinas de don Poseidón, dejaron su casa en el pueblo y fueron a la ciudad en busca de un mejor futuro. Su pasado les ayudó, seguramente, pues cuando meses después el tío fue a la capital y se topó con ellas en la calle ambas vestían ropa de marca y lucían joyas rutilantes. Les dijo don Poseidón con tono intencionado: “¡Qué bien vestidas van, sobrinas!”. Respondió una de ellas, amoscada: “Porque podemos, tío”. Prosiguió el viejo: “¡Y esas joyas!”. “Porque podemos” —repitió con molestia la otra. “Díganme —preguntó entonces don Poseidón—. ¿Qué en la ciudad la jota se pronuncia como pe?”…

Contrita, atribulada, arrepentida, Dulciflor le anunció a sus padres: “Perdí mi doncellez”. El señor le dijo: “¿Buscaste abajo de la cama?”…

Babalucas conoció en la fiesta a una linda chica y entabló conversación con ella: “¿De dónde eres?”. Respondió la muchacha: “De Haití”. “¡Ah! —exclamó alegremente el badulaque—. ¡Aloha!”.

Pepito le dijo a su primito: “¿Quieres oír a la abuela aullar como lobo?”. “Sí” —se interesó el pequeño. Fue Pepito con la señora y le preguntó: “Abue: ¿cuándo fue la última vez que el abuelo te hizo el amor?”. Contestó la abuelita: “¡Uuuuuuu!”.

Don Chinguetas vio la película “The revenant”, y de ahí le surgió la idea de tener como mascota un oso. A doña Macalota, su consorte, no le entusiasmó esa posibilidad. Le habría gustado mejor tener a Leonardo DiCaprio. Le preguntó a su marido: “¿Dónde pondremos al oso?”. “En nuestro cuarto —contestó el señor—. Dormirá en la misma cama con nosotros”. Opuso ella: “Pero ¿y el olor?”. “Se acostumbrará —replicó don Chinguetas—. Yo me acostumbré”.

El Cinatit, barco de pasajeros, chocó contra un imprudente iceberg y se iba a hundir en cuestión de minutos. El capitán del crucero habló por el altavoz: “Los clientes que viajan en el sistema de ‘Viaje ahora y pague después’ suban a los botes salvavidas. Los que ya pagaron el viaje pueden permanecer en sus camarotes”.

¿Qué es peor que lápiz labial en el cuello de tu camisa? Crema para las piernas en tus mejillas.

Dos marcianos entraron en un salón de boliche. Con su pistola de rayos gama uno de ellos empezó a aniquilar a los que estaban ahí. El otro se puso a dispararles a las bolas (de boliche, quiero decir). Le preguntó extrañado su compañero: “¿Qué haces?”. Respondió el marciano: “Estoy acabando con los huevos”.

Simpliciano, joven sin ciencia de la vida, estaba en su departamento con Pirulina, muchacha sabidora. Le preguntó de pronto: “¿Tienes ganas de lo mismo que yo?”. Respondió ella con pasión: “¡Sí, mi amor!”. Entonces Simpliciano fue al teléfono y ordenó una pizza…

La madre superiora le sugirió a Sor Bette: “Hermana, cuando le pregunten qué es falso testimonio no diga que es ‘eso que se les levanta a los hombres’”.


Rondín # 16


“Esta noche no —le dijo doña Frigidia a don Frustracio–. Me duele la cabeza”. “¡Lo que tanto había esperado! —se alegró él—. ¡Ven acá! ¡Traigo polvos de aspirina en la ésta!”.

La joven esposa le comentó a su marido: “Dentro de un par de meses cumpliremos 10 años de casados. ¿Qué te parece si nos vamos a un crucero de una semana?”. “Magnífica idea” —respondió él. Y en previsión del viaje fue a una farmacia y compró siete condones y un frasco de píldoras contra el mareo. Una semana después le dijo su mujercita: “Se me ocurrió una idea mejor. ¿Por qué no tomamos un crucero de dos semanas?”. Fue otra vez el esposo a la farmacia y adquirió 14 condones y dos frascos de píldoras contra el mareo. Pasaron unos días, y la muchacha le dijo a su marido: “Encontré una oferta fabulosa para un crucero de tres semanas”. Volvió él a la farmacia y le pidió al farmacéutico 21 condones y tres frascos de píldoras contra el mareo. Le dijo entonces el de la farmacia: “No quiero meterme en su vida privada, joven, pero ¿por qué lo hace tan seguido si se marea tanto?”.

El amigo de don Algón le reclamó: “Me dijiste que Pitoncio es un trabajador responsable, y es un desastre”. Contestó el ejecutivo: “Cuando trabajó conmigo tres secretarias salieron embarazadas, y en los tres casos él fue responsable”.

Pecholina Grandchichier, vedette de tetamen abundoso, le comentó a su amiga Viperinia: “Aseguré mi busto en un millón de pesos”. “¿De veras? —se admiró la otra—. ¿Y qué hiciste con el dinero del seguro?”.

El promedio de sueño que necesita una persona es de 15 minutitos más.

En su conferencia el escritor declaró con orgullo: “Acabo de terminar un libro que me tomó 5 años”. Babalucas le preguntó a su vecino de asiento: “¿Tan despacio así lee el indejo?”.

Don Crésido Moneto, magnate de los negocios, se dirigió a las graduados. Les dijo: “Cuando yo era joven como ustedes pensaba que el dinero trae consigo la felicidad. Ahora que soy rico sé que tenía razón”.

Don Gerontino, octogenario caballero, acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna. Le dijo que se sentía cansado, feble, laso y extenuado. Un breve interrogatorio le bastó al facultativo para dar con la causa de la fatiga crónica de su paciente: el señor tenía sexo todos los días, incluso el del Señor. Le dijo: “Está usted en los ochentas de su edad. Le aconsejo no hacer el amor a diario”. “Muy bien, doctor —concedió don Gerontino—. Esperaré entonces a estar en los noventas”.

El juez le preguntó a la demandante: “¿Por qué quiere usted divorciarse de su esposo?”. “Por adulterio, señor juez —respondió ella—. Tengo fundadas sospechas de que no es el padre de mi hijo”.

El casero llegó a cobrar la renta, y la bella inquilina le abrió la puerta. Desde el sillón de la sala su marido alcanzó a oír el diálogo entre su mujer y el cobrador. “¿Cómo? —exclamó desolado el individuo—. ¿Así, vestida?”. “Sí, don Avaricio —contestó la muchacha—. Este mes sí tengo dinero para pagarle”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, le dijo a su visitante don Autumnio: “¡Si me da un beso seré suya para siempre!”. Replicó él: “Gracias por advertírmelo”. Y salió a toda prisa de la casa.

Un mexicano estaba en Texas, y en una farmacia pidió una aspirina y un supositorio para la calentura. El encargado fue y trajo rodando una aspirina del tamaño de una llanta de automóvil. Preguntó asombrado el cliente: “¿No es demasiado grande?”. Replicó el sujeto: “En Texas todo es demasiado grande”. “Muy bien —dijo el visitante—. Cóbrese la aspirina. El supositorio lo compraré en México”.

El sultán Ben Amí fue acusado de bigamia. Tenía dos harenes.

Don Senilio es tan anciano que cuando en el restorán pide un huevo tibio tres minutos lo hacen que pague por adelantado.

En el hospital el médico le preguntó a la recepcionista: “¿Dónde está el hombre que fue atropellado por una aplanadora?”. Le informó ella: “Cuartos 101, 102, 103 y 104” .

El cliente se espantó al ver que la mesera se sacaba de abajo de la axila la carne de la hamburguesa que había pedido. Le explicó la mujer: “Es para mantenerla caliente”. Dijo el señor: “Pedí también un hot dog. Cancele la orden”.

El cliente le preguntó al mesero: “¿Qué me recomienda?”. Contestó: “Que no se ponga corbata verde con saco azul”.

Liriola, mujer casada, vestía provocativamente. Sus escotes eran tan pronunciados, tan breves las faldas que vestía, que por arriba se le veía hasta abajo y por abajo se le veía hasta arriba. Les comentó, orgullosa, a sus amigas: “Todos los hombres que conozco me dicen que soy muy sexy”. Preguntó una con intención: “Y tu marido ¿qué dice?”. Respondió Liriola: “Bueno, él usa otra palabra”.

Un tipo le dijo a su amigo: “¿Supiste lo que le pasó al mecánico de la esquina? La policía lo detuvo por narcotraficante”. “¡No lo puedo creer! –exclamó el otro–. Tengo 10 años de ser su cliente ¡y hasta ahora me entero de que era mecánico!”.

Don Frustracio, el esposo de doña Frigidia, le dijo a su gélida mujer: “No me gusta que juegues al Candy Crush mientras hacemos el amor”. “¡Ah! —protestó ella con enojo—. ¿Entonces nada más tú quieres disfrutar?”.

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