Han transcurrido ya tres meses desde que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) terminó sus labores de dos años en México el 30 de abril de 2016 en relación al caso Ayotzinapa, y hasta la fecha la cosa sigue igual que al principio desde antes de que los expertos internacionales llegaran a México. Los que estaban en la cárcel siguen en la cárcel y ninguno de ellos ha sido absuelto como resultado de las opiniones del GIEI, los padres de los normalistas (o mejor dicho, los anarquistas que han tomado a los normalistas desaparecidos como bandera de lucha) siguen insistiendo en que están vivos “por allí en algún lado” exigiendo el regreso de los 43 normalistas con vida con todo y que dos de ellos ya fueron declarados oficialmente muertos por los científicos forenses en Austria (los mejores del mundo), y las protestas con bloqueos carreteros siguen igual que antes.
El GIEI no vino de a gratis. Le costó al país dos millones de dólares. Gastar tanto dinero para nada resulta una frustración, sobre todo cuando esos dos millones de dólares no salieron de los bolsillos de los funcionarios del gobierno o de los bolsillos de los presuntos culpables del asesinato en masa de los 43 normalistas o de los padres de los 43 normalistas o de los grupos de presión que han tomado a los normalistas desaparecidos (muertos) como bandera de lucha, sino de los bolsillos de los ciudadanos mexicanos que no tuvieron culpa alguna de lo sucedido en Ayotzinapa.
En todo esto, hay algo que se pudo haber hecho y que no se hizo, y que tal vez aún se pueda hacer aunque su efectividad pueda haber disminuído con el paso del tiempo. Se trata de la confrontación cara a cara de los presuntos culpables con los padres de los normalistas. Antes de este encuentro, programado por expertos psicólogos y peritos forenses, se les podría señalar a los presuntos culpables que tal vez ese encuentro sea su única oportunidad y su última oportunidad de pedirle perdón en persona a las madres de los normalistas muertos con una confesión espontánea no de los culpables ante las autoridades sino de los victimarios ante los familiares de sus víctimas, advirtiendo que si en lugar de ello tratan de fingir inocencia y desaprovechar esa oportunidad para liberar ese peso de sus conciencias, no solo cargarán con el silencio de sus culpas por el resto de sus vidas, sino que el fingir inocencia no les servirá de nada para disminuír sus condenas.
De haberse hecho tal cosa, es posible que uno que otro de los detenidos se habría quebrado ante alguna de las madres de los desaparecidos y empezaría perdón. No es necesario que todos y cada uno de los presuntos culpables termine desvencijándose ante alguna de las madres o una de las madres de los normalistas. Habiendo 113 detenidos y 132 consignados en el caso, basta con que uno solo de ellos truene bajo la presión psicológica (menos del uno por ciento de los detenidos) para terminar de hundir al resto y dar el caso por cerrado. Hasta los grupos de presión que han tomado a los 43 normalistas como bandera de lucha no podrían neutralizar de manera efectiva una confesión espontánea con una petición personal de perdón de uno de los victimarios a la madre o las madres de las víctimas.
En el libro Sala de Jurados (Courtroom) de Quentin Reynolds en donde se narra la historia de la vida profesional de un famoso abogado y juez norteamericano de nombre Samuel Leibowitz, se relata en su capítulo Enemigos públicos cómo el ilustre jurisconsulto intentó hacer algo parecido a lo que aquí se propone en el famoso caso del secuestro del hijo de Charles Lindbergh, en donde Leibowitz tuvo oportunidad de entrevistar en varias ocasiones al acusado responsable del secuestro, un inmigrante alemán de nombre Bruno Hauptamnn que pidió el rescate pero del cual nunca se supo la verdadera historia sobre si tuvo cómplices en el secuestro. Si realmente había mas cómplices esto ya no se supo pues terminó sentenciado y muerto en la silla eléctrica. Leibowitz no solo estaba convencido de la culpabilidad de Hauptmann sino que buscó hacer una maniobra de este tipo para hacer cantar a Hauptmann, aunque no fue posible llevarla a cabo perdiéndose para siempre la oportunidad de poder llegar a la verdad histórica y castigar a todos los responsables. Pero en el caso de Ayotzinapa, esta posibilidad sigue abierta, y de hecho tal vez sea la única manera en la cual se pueda cerrar el caso, sacándole de paso algunas lágrimas a los sicarios y a los autores intelectuales mientras hacen las paces con las madres de las víctimas. Pocas cosas suelen ser tan dramáticas como una confrontación cara a cara de los victimarios con las víctimas, y aunque un victimario no tiene rubor alguno en fingir inocencia cuando le están siendo leídos los cargos por la autoridad, es cosa diferente cuando la madre o las madres de las víctimas le ruegan que les confirme su supuesta inocencia ante ellas antes de pedir clemencia ante la justicia para los victimarios.
La otra alternativa es escarbar en el presupuesto del erario público para sacar otros dos millones de dólares para traer nuevamente al grupo de expertos del GIEI a pasear a México para que por segunda ocasión dejen el caso tal y como lo encontraron cuando arribaron al país por vez primera, lo cual no parece una alternativa muy atractiva.
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