viernes, 5 de agosto de 2016

País ingrato



Para algunos mexicanos, irse a vivir y trabajar en los Estados Unidos no es solo un deseo o una ilusión, es una verdadera obsesión y están dispuestos a hacer todo lo que se tenga que hacer para poder cumplir con su ansía irrefrenable de radicar por el resto de sus vidas en el país del  sueño americano. Y algo que varios de ellos hacen es enrolarse en el Ejército norteamericano (aún muchos que están en calidad de indocumentados) en plena disposición de derramar su sangre por el país vecino, demostrándole así al gobierno norteamericano su lealtad incondicional y absoluta al país del dólar y del sueño americano, dispuestos a tomar el juramento de bandera y a tomar las armas incluso si se les manda a pelear en contra del país del cual son originarios. Muchos de ellos regresan de la guerra mutilados, desfigurados, locos, o muertos. Estos mexicanos ignoran o no quieren escuchar el viejo refrán que dice que “Mal paga el Diablo a quien bien le sirve”. Porque resulta que, en agradecimiento por haberle servido tan bien peleando con valor en el frente de batalla en un país lejano que ni siquiera conocen, el gobierno norteamericano no se tienta el corazón para corresponderles a su sacrificio echándolos fuera de los Estados Unidos por el resto de sus vidas en cuanto cometan una infracción así se trate de una infracción menor. En el caso de los mexicanos indocumentados, esto resulta particularmente trágico, como lo es para las comunidades mexicanas en donde se quedan a vivir sin recibir un solo centavo de la pensión militar a la cual supuestamente tiene pleno derecho todo soldado que ha expuesto su vida en el frente de batalla, porque al regresar mutilados o locos terminan convirtiéndose en una pesada carga social para el país del que habían por irse en la búsqueda del idílico sueño. Están deportando incluso hasta los mexicanos condecorados así como aquellos heridos a quienes el gobierno norteamericano ve como una carga social que no le es ya de ninguna utilidad ni en el frente de batalla ni en el campo laboral. En efecto, los agentes migratorios de Estados Unidos que los llevan hasta el puente internacional entre México y Estados Unidos para darles un puntapié en el trasero echándolos de regreso a México les están diciendo: “¿Querías tu premio? ¡Toma tu premio! ¿Querías tu sueño? Pues quédate en México para vivir tu sueño, you rotten goddamn Mexican good for nothing, you stinking Mexican dog. Stay there and never come back!”. Al menos aquellos extranjeros que se enrolan en la Legión Extranjera reciben su ciudadanía francesa como premio a su sacrificio, pero para muchos mexicanos ilusos lo único que hay es una trompetilla y una señal obscena diciéndoles Adiós, hasta la vista baby. Pero esto no aplica a los mexicanos, legales o indocumentados, que están en la mejor disposición de dar incluso su vida por un país que no les agradecerá su sacrificio.

Un ejemplo entre muchos de un mexicano veterano de guerra de los Estados Unidos echado fuera de la Unión Americana es mi tocayo Armando Cervantes de 63 años. Él es un hombre que a cada paso parece que lleva una pila de ladrillos a cuestas. Se apoya en un par de muletas viejas, desde que se lesionó cuando fue soldado de Estados Unidos. Es un sobreviviente, condecorado por el gobierno, “¿pero de qué sirvió?”, se pregunta, fue desechable. A pesar de ser un héroe de guerra, a su primera falta producto del estrés postraumático fue echado de ese país, porque nació en México. Mi tocayo Armando, un hombre que parece de 80, nació en Michoacán; sin embargo, desde pequeño emigró a EU, a los 18 años se enlistó en el ejército y fue condecorado con la medalla de la valentía. Su padre también fue un combatiente, otro mexicano que luchó en la Segunda Guerra Mundial; hoy está enfermo, vive en la indigencia en Tijuana. En sus pesadillas diarias, mi tocayo aún recuerda con lágrimas en los ojos cómo después de los disparos de metralletas los cuerpos cayeron en una zanja repletos de orificios. A unos, las balas les alcanzaron el rostro, a otros les agujerearon sus cabezas y a los que les apuntaron directo al rostro quedaron irreconocibles: una masa tumefacta cubierta de costras de sangre. Han pasado décadas y los combatientes de guerra como Armando Cervantes aún sienten una náusea espantosa que les surge del estómago cuando recuerdan la escena. Los cuerpos desmembrados por la noche, la sangre color púrpura en la comida y el olor a pólvora al amanecer. El zumbido de las balas perfora sus sueños y parece prolongarse eternamente, aunque ya están a salvo. Recuerda mi tocayo: “Pero todos los días llega como balazo, llegan a mi cabeza pedazos de cuerpos, sesos y vísceras. Y luego todo se pone rojo. Y luego negro, y siento que pierdo la noción del tiempo, que muero”. Cuando se le pregunta si no hubiera sido mejor para él quedarse en México, sus ojos se llenan de lágrimas al imaginarse la vida que pudo haber tenido en su país de nacimiento en vez de la pesadilla diaria que equivale a una condena anticipada del infierno.

Unos 3 mil veteranos de guerra como Armando han sido deportados por el gobierno estadounidense desde 1996, cuando faltas menores se consideraron delitos graves. Siendo residentes legales se inscribieron en las Fuerzas Armadas y prestaron su servicio en conflictos como Vietnam, el Golfo Pérsico, Kosovo, Irak y Afganistán. Ahora viven en ciudades de la frontera norte con las múltiples enfermedades y lesiones que dejo la guerra, y esperando la promesa que les hicieran cuando se enlistaron: que algún día serían ciudadanos estadounidenses.

Todavía hay algunos que, rebajados a la calidad de pordioseros pidiendo misericordia a un gobierno extranjero que no les agradece absolutamente nada del sacrificio que hicieron, se unen para exigir lo que creen que es un derecho de ellos que se ganaron con su sacrificio y no una limosna que se les da como un acto de lástima si es que acaso esa limosna se les da.

Después de años de expulsiones, varios veteranos de guerra mexicano (veteranos combatiendo por Estados Unidos, no por México, se aclara) se enfrentaron a su país de adopción que hoy los rechaza y no quiere saber nada de ellos. El 7 de julio de 2016 a las dos de la tarde inició en Tijuana, la frontera más importante de México, la ofensiva de estos ilusos, en las puertas giratorias de las garitas de inspección migratoria. Nueve ex militares y marinos se acercaron casi postrados de rodillas pidiendo asilo humanitario. Y lo merecían: rodillas rotas, columnas fracturadas y tobillos dislocados, algunos llegaron con sus trajes de gala que portaban en el ejército, sacos azulados, boinas e insignias, otros con camisetas negras, con un estampado en inglés: “Tráiganlos a casa”. Marcharon entonando canciones que memorizaron cuando estuvieron en las Fuerzas Armadas, acompañados por otros veteranos de guerra que sí nacieron en Estados Unidos, como César Medrano, sargento retirado. Uno de ellos, el sargento Medrano, dijo: “Es terrible, tengo seguro médico, todos los beneficios. Porque después de la guerra regresas muy mal, tienes que estar armado todo el tiempo, no confías en nada, ni en nadie. Y pensar que ellos no tienen nada es terrible, que nadie los apoya”. El sargento Medrano, un hombre de casi dos metros y más de 60 años, fue quien llevó los papeles de sus compañeros de armas a los fríos e indiferentes agentes de migración encargados de decidir quiénes son aptos para recibir un permiso humanitario, que les permita regresar a Estados Unidos, Antes de cruzar a la Unión Americana para entregar sus papeles— como si estuvieran en un campamento militar— arrancó el pase de lista. Nueve marinos y militares, todos con una historia similar: regresaron de la guerra, no recibieron tratamiento médico, siquiátrico, recurrieron a las drogas y cometieron alguna infracción que hizo que los expulsaran del país.

Otro ejemplo es el de Antonio Romo Reyes que fue reclutado por la Marina de Estados Unidos cuando apenas iba a cumplir 18 años. Había nacido en Jalisco, México, pero en 1989 le entregaron su permiso para poder vivir legalmente en ese país y ese mismo año se enlistó. Sus superiores decidieron colocarlo en el área de antiterrorismo y desactivación de explosivos. Dos años después formaría parte del grupo denominado Tormenta del Desierto, una ofensiva del ejército de Estados Unidos contra Irak. Antonio Romo vio tantas cosas que aún se le aparecen como figuras fantasmagóricas, y las cuenta de la siguiente manera: “Cuando regresé estaba en un estado de paranoia, escuchaba los helicópteros en el cielo y sentía que me iban a bombardear. Que iba a caer una bomba química sobre mi casa, que regresarían a matarme”. Antonio Romo estaba alterado todo el tiempo, después de muchas riñas fue encarcelado. En julio de 2008 cumplió el tiempo en prisión e inmediatamente fue deportado. “Me echaron por Tamaulipas, fue muy difícil, no tenía nada de dinero, me contrataron unos días como luchador, El Malvino, y compré un boleto para el camión a Tijuana. Busqué trabajo y soy entrenador en un gimnasio”. Pero terco en su necedad por querer seguir viviendo en el país del  sueño americano, Antonio quiere regresar a Estados Unidos con sus padres, con sus amigos, sus colegas y para sanar los dolores que siente en el cuerpo.

Otro ejemplo de estas tragedias humanas de mexicanos que mejor se hubieran quedado en México y que de hecho están ahora en México pero en contra de su voluntad es Rafael Marrón, el cual batalla para hablar en español. Llegó a Estados Unidos desde los dos años. Nació en Jalisco y obtuvo su residencia legal en 1985. Ese mismo año ingresó al ejército, manejaba los tanques de guerra y recibió entrenamiento militar en explosivos. Estuvo en servicio en Japón, Corea, Tailandia y Filipinas hasta 1993. Cuando regresó, calmó sus nervios con cristal y metanfetaminas; rápidamente se volvió adicto. A los meses se había convertido en vendedor. Relata: “Era horrible, todo el tiempo sentía la necesidad de tener una pistola en la mano, para defenderme, porque sientes que te van a matar, que te persiguen cuando vas a comprar comida, cuando vas a llevar a tus hijos a la escuela”. En 1999 fue encarcelado por portación de drogas y liberado. Fue deportado hace dos meses, perdió la casa que estaba pagando y no ha visto a su hijo adolescente desde que llegó a Tijuana. Al igual que sus compañeros nunca recibió tratamiento siquiátrico.

Otro caso tal vez aún más triste que los anteriores es el de Félix Peralta. Nació en Culiacán, Sinaloa, hace 53 años. Félix Peralta es un hombre que aún conserva el acento norteño y la voz tosca. Fue llevado por sus padres a los seis años a Estados Unidos. Fue gracias a ellos que le concedieron su residencia legal para vivir allá. Recuerda que desde niño su papá le compraba tanques de guerra y en la escuela aprendió a honrar la bandera estadounidense. En 1982 ingresó a las Fuerzas Armadas y estuvo activo en la base de Kentucky. “Me tuve que salir del cuartel por problemas familiares, pero yo tenía 18 años y el entrenamiento me había hecho agresivo. Así empezaron mis peleas contra todo el mundo, la policía. Me trastornó la mente”. Fue encarcelado en 1998 por enfrentarse a la policía de Utah y luego de tres años en prisión fue deportado por Ciudad Juárez. Regresó a Culiacán, pero México era un lugar desconocido, del que sólo había escuchado hablar a sus padres. Ahora vive en Tijuana y para él más que el dolor que dejó el entrenamiento militar en sus huesos, vive traumatizado porque no pudo acudir al funeral en Estados Unidos de su hija, de 16 años, que se suicidó hace dos.

Un último caso del que vale la pena hablar es el de Jesús Juárez Castillo, un mexicano que nació en Tijuana, pero emigró cuando tenía tres años, porque su padre trabajaba en el campo. En la década de 1970 cayó de un camión militar cuando cumplía servicio en Puerto Rico para el Ejército de Estados Unidos. Recuerda que cayó en coma y estuvo hospitalizado más de un mes en un hospital militar. Se lesionó las rodillas y jamás volvió a caminar igual.

No todos los mexicanos están en ninguna disposición de irse a vivir a los Estados Unidos ni en dar una sola gota de sudor y mucho menos una sola gota de sangre para un país que tan mal paga a los mexicanos que se sacrifican en el campo de batalla. Hay millones que no están interesados en ir a vivir ese “sueño americano”, Para aquellos que embobados con las historietas fantásticas de unos cuantos están pensando seriamente en desarraigarse abandonando todo lo que tienen en México para irse a vivir a los Estados Unidos, he preparado esta entrada, con el objetivo de que la piensen dos, tres o hasta cuatro veces antes de tomar una decisión que  puede resultar fatal. Porque algunos de estos ilusos terminan regresando a México desmembrados, mutilados, desfigurados horriblemente, habiendo perdido sus atributos viriles por alguna explosión de bomba. Y otros más regresan a México en ataúdes. Antes de irse de México, más vale que lo piensen bien. Y que recuerden en todo momento casos como el de mi tocayo Armando Cervantes, el sargento César Medrano, Antonio Romo Reyes, Rafael Marrón, Félix Peralta y Jesús Juárez Castillo. Estoy seguro de que varios de ellos, si pudieran darle vuelta hacia atrás al reloj, mejor se habrían quedado en México antes de irse a trabajar para un país ingrato que no les agradece en nada o les agradece muy poco a los mexicanos que van allá dispuestos a partirse el alma para ganarse un lugar en una sociedad norteamericana que, en agradecimiento, le presta oídos a xenófobos racistas anti mexicanos como Donald Trump a los cuales toma tan en serio que están dispuesto a apoyarlo con millones de votos para llevarlo a la Presidencia de los Estados Unidos, escuchando su retórica anti mexicana y la promesa de la construcción del famoso Muro Trump con el cual se planea mantener fuera del territorio norteamericano a esos apestosos y asquerosos mexicanos brown aunque estén dispuestos a luchar hasta la muerte por un país tan ingrato.

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