martes, 20 de marzo de 2018
Chistes de Catón para la Primavera 2018
Se acerca ya el inicio de la primavera de 2018, y es el momento propicio para decirle adiós al invierno de abrir una entrada con algunos de los chistes del humorista tocayo mío Armando Fuentes Aguirre mejor conocido como Catón.
Como en anteriores entradas similares, los chistes han sido agrupados de veinte en veinte, para permitir a los lectores de ésta bitácora el poder regresar al punto exacto en donde había quedado su lectura en caso de no haber terminado de ver los chistes.
Rondín # 1
El obsequioso caballero: “Y dejando a un lado el incidente, ¿qué tal estuvo la función, señora Lincoln?”.
El antropófago al misionero metido hasta el cuello en la olla puesta al fuego: “Ya habíamos abandonado esta bárbara costumbre, pero se nos ocurrió independizarnos, y ahora afrontamos un problema de falta de alimentos”.
El intérprete del árabe a la fea turista de Occidente: “El señor dice que es una pena que algunas de nuestras mujeres no se cubran el rostro”.
Don Algón a la preciosa chica: “Daría 500 pesos por besar esa boquita”. Ella, con una sonrisa: “¿Y por qué no aspira usted al gran premio de los 5 mil pesos?”.
El confesor: “Por haber hecho el amor con tu novio te impongo como penitencia rezar dos rosarios”. La penitente: “Que sean cuatro, padre. Esta noche voy a salir con él otra vez”.
El elegante señor al pordiosero: “¿Que le dé 100 pesos del limosna? ¿Por qué tanto?”. El pedigüeño: “Es que hoy quiero terminar temprano”.
La señora en la fiesta, viendo que su marido señalaba una medida con las manos: “O está mintiendo sobre el tamaño del robalo que pescó, o está presumiendo acerca de lo que no tiene”.
El gato, a la gatita: “Por ti daría al menos cuatro de mis nueve vidas”.
La esposa: “Esta noche no. Me duele la cabeza”. El esposo: “Te prometo que la cabeza no te la tocaré”.
El réferi de box a uno de los peleadores: “¡Buena suerte, campeón!”. Y al otro: “Y usted, amigo, pronto restablecimiento”.
La dueña de la tienda, a una amiga: “Mi mayor placer lo obtengo de mi dedo de en medio. Con él marco las ventas en la caja registradora”.
La mujer a San Pedro: “La verdad, no entiendo. En la Tierra: ‘Amaos los unos a los otros’. Y aquí: ‘¡Al infierno, por p…!’”.
El lugareño: “El pueblo donde vivo es tan pequeño que no tenemos motel de paso. Nos prestamos nuestras recámaras por turno”.
Don Poseidón, al pretendiente de su hija: “El hombre que se case con Margaritona se llevará una joya”. El pretendiente: “¿Podría enseñármela por favor?”.
El padre Arsilio: “Los curas viviríamos mejor si los esposos nos dieran por casarlos lo mismo que les dan a los abogados por divorciarlos”.
El socio del club nudista a la atractiva socia: “¡Te amo con todo el corazón, Godivia! Pero ¿por qué bajas la vista?”. Ella: “Para ver si no es puro deseo”.
Aunque vivió en el Medioevo, el conde Nadoh no era medioeval: era más bien medio cabrón. Entre todos los nobles del Languedoc fue el único que no se apuntó para ir a las Cruzadas. El arzobispo Chispo le preguntó con acrimonia: “¿Qué? ¿No te interesa ir contra los infieles?”. “No –replicó el conde lisa y llanamente–. Prefiero quedarme con las infieles”.
Ms. Mo Bydick era una señora bastante entrada en carnes. Una mañana su marido les contó a sus amigos: “Anoche mi mujer se cayó de la cama”. Quiso saber uno: “¿De qué lado?”. Contestó el otro: “De los dos”.
Aquel señor tocaba la guitarra –al menos el chundata chundata– y cantaba pasablemente las antiguas canciones de Esparza Oteo, Lerdo de Tejada y Jorge del Moral. Un día le comentó a su esposa: “Mi compadre Trovo y yo vamos a formar un dueto. Se llamará ‘Dueto Vernáculo’”. Acotó con desabrimiento la señora: “Seguramente el compadre será Verna”.
Doña Panoplia de Altopedo y su esposo don Sinople fueron a cenar en el restorán “La hermana de lord Byron”, que por esos días estaba muy de moda. La señora, dama de buena sociedad, se jactaba de saber mucho de vinos, de modo que quiso ordenarle personalmente al encargado de servirlos el tinto que en la cena iban a degustar. Le preguntó al mesero: “¿Dónde está el sommelier?”. “Donde siempre, señora –le informó el individuo–. Al fondo a la derecha”.
Rondín # 2
Don Magistro, reconocido historiador, le dijo a su mujer: “No sé qué tema abordar en mi próximo libro”. Le sugirió ella: “¿Por qué no escribes acerca de sexo?”. “¿De sexo? –se azaró don Magistro–. ¿Cómo voy a escribir acerca de sexo? Yo soy historiador”. “Precisamente –confirmó la señora–. Para ti el sexo ya es historia”.
“Le advierto, compadre, que mi marido llegará dentro de tres horas”. Así le dijo la señora de la casa al compadre de su esposo, que había ido a preguntar por él. “¿Por qué me dice eso, comadrita? —se sorprendió el compadre—. No he intentado nada”. Respondió la señora: “Se lo digo por si quiere intentar algo, para que sepa que no necesita darse prisa. Tenemos suficiente tiempo”.
Pepito le contó a Juanito: “El profe de aritmética me iba a poner un 5, pero le llevé un six”.
Hacía muchos meses que no llovía en la comarca. El padre Arsilio pidió en la misa: “Oremos, hijos míos. Sólo el Ser Supremo puede hacer que venga la lluvia”. Don Martiriano se volvió hacia doña Jodoncia y le dijo con asombro: “¡No sabía que también puedes hacer que llueva!”.
Babalucas le contó a la linda chica: “Me compré un reloj muy fino y muy caro, a prueba de golpes, de magnetismo, de agua y de cambios bruscos de temperatura”. Pidió la muchacha: “A verlo”. “Ya no lo tengo –respondió tristemente el badulaque-. Lo perdí”. “Ah, vaya –comentó la chica-. No era a prueba de pendejos”.
Amaltea, estudiante de Medicina, era dueña de ubérrimo tetamen. Usaba brassiére copa A: ¡Ah jijo! En compañía de su profesor de Clínica examinó a un paciente joven. Se inclinó para auscultarlo con el estetoscopio, y en seguida le dijo al maestro, preocupada: “Nunca había oído a un corazón latir tan rápido”. Dictaminó el facultativo: “Le late así por dos motivos”. “¿Cuáles son?” –preguntó la muchacha preparando su libreta para anotar la enseñanza. Le indicó el sabio profesor: “Retírese un poco. Así el paciente dejará de ver los dos motivos que le digo, y los latidos de su corazón volverán a la normalidad”.
Babalucas le comentó a un amigo: “Fui a Chihuahua”. Quiso saber el otro: “¿Y cómo encontraste el clima?”. Respondió el badulaque: “Bajé del avión y ahí estaba”.
El propietario se presentó a cobrar el alquiler de la casa. La bella mujer que ahí vivía lo invitó a pasar y le dijo: “Permítame ofrecerle una silla”. Contestó el casero: “Ese ofrecimiento procedería si debiera usted un mes de renta. Pero ya debe seis. Ofrézcame una cama”.
Don Acisclo dejó olvidado su paraguas en el cuarto del hotel. Cuando volvió a buscarlo encontró la habitación ocupada por una pareja de novios. A través de la puerta el buen señor oyó el amoroso y apasionado diálogo de los recién casados: “¿De quén son estas coshitas?”. “¡Tuyas, mi amor!”. “¿De quén son estas coshotas?”. “¡Tuyas, mi cielo!”. Les gritó don Acisclo: “¡Cuando lleguen a un paraguas, ése es mío!”.
Terminada la jornada de trabajo don Algón, salaz ejecutivo, esperó a que todos los empleados salieran de la oficina y luego le hizo una proposición indecorosa a Rosibel, su linda secretaria. Ella lo rechazó con enojo: “No acostumbro salir con hombres casados”. Replicó el cachondo señor: “Para lo que quiero hacer no necesitamos salir”.
El padre Arsilio terminó de oficiar la misa de bodas y felicitó a los novios: “Ya son ustedes marido y mujer”. “¡Fantástico, Pichorro! –le dijo la muchacha, jubilosa, a su flamante maridito–. ¡Seguiremos haciendo lo mismo que hacíamos antes, pero ahora ya no será pecado!”.
Avaricio, individuo cicatero, se las arreglaba para no gastar mucho en el restorán. Le decía a su mujer: “A ver qué quiere pedir mi regordeta esposa”.
El doctor Ken Hosanna estaba examinando a una linda paciente, para lo cual le había pedido que se despojara por completo de su ropa. Frente a ellos se había formado una fila de 15 ó 20 médicos que aguardaban para ver de cerca a la joven y hermosa paciente. Le dijo ésta al facultativo: “Estoy de acuerdo en que necesite usted una segunda opinión, doctor, y hasta una tercera, pero creo que esto se pasa de la raya”.
Rosilita, equivalente femenino de Pepito, le pidió a su mamá: “¿Podrías darme algunas de tus píldoras anticonceptivas? Ya no quiero que Santa me traiga más muñecas”.
Estaba lloviendo por unanimidad. La esposa de don Languidio Pitocáido, senescente caballero, le sugirió al añoso señor: “Saca eso para que se te moje. Dicen que con la lluvia todo cobra vida”.
El maduro galán le dijo a su linda y joven dulcinea: “Me apena que te vayas a casar conmigo, Avidia, que soy un hombre viejo y feo”. “Te quiero así como eres –respondió la muchacha –. Millonario”.
“Violeto es muy tímido –contó Pirulina hablando de su novio–. Hasta la cuarta vez que lo llevé al motel se animó a pedirme que fuera su novia”.
Aquellos esposos vieron tallado en el tronco de un árbol un corazón atravesado por una flecha y abajo esta inscripción: “Bill y John se aman”. Le comentó el señor a la señora: “Cómo han cambiado los tiempos, ¿verdad?”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Su mujer salió del salón de belleza; Capronio la vio y le dijo: “Bueno, la lucha se le hizo”.
Doña Macalota le pidió a su esposo don Chinguetas: “Hagamos un viaje de placer”. Preguntó él: “¿Significa eso que iríamos cada uno por nuestro lado?”.
Rondín # 3
Jactancio es un sujeto presuntuoso, pagado de sí mismo y con una autoestima del tamaño del mundo. Para ilustrar su egocentrismo baste decir que cierto día estuvo en un motel con una chica de tacón dorado. Al terminar las acciones, le dijo la muchacha: “¿Y el dinero?”. Respondió, displicente, el tal Jactancio: “Déjamelo sobre el buró”. En otra ocasión el faceto individuo se hallaba con mujer casada en el domicilio conyugal de la señora. En el curso del trance fornicario la pecatriz exclamó de repente: “¡Ahí viene mi marido!”. Sin turbarse, contestó Jactancio: “Tendrá que esperar su turno”.
El padre Arsilio preguntó a los fieles: “¿A quién de ustedes le gusta el pecado? Póngase de pie aquél a quien el pecado le guste”. Todos permanecieron sentados, menos Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, que se levantó. (Afrodisio, no la carne). El buen sacerdote le preguntó, asombrado: “¿Cómo es eso, hijo? ¿Te gusta a ti el pecado?”. “Ah, perdone, padrecito –se disculpó Pitongo–. Yo oí ‘el pescado’. Pero, bueno, de cualquier modo me quedaré de pie. El pecado también me gusta bastante”.
Llena de angustia la tortuga le preguntó al veterinario: “Dígame la verdad, doctor. ¿Cuántos años me quedan de vida? ¿Cien? ¿Doscientos?”.
En casa de doña Panoplia de Altopedo se conservaba la costumbre navideña de besar a las jóvenes que se pusieran bajo la guirnalda hecha de muérdago, planta distintiva de la temporada. Don Sinople, el esposo de doña Panoplia, le dijo a Babalucas: “¿Verdad que es muy agradable besar a una chica en el muérdago?”. “Es cierto –confirmó el badulaque–. Pero para eso se necesita tener mucha confianza con ella, y que no se escandalice porque se le besa ahí”.
“Este pueblo ha llegado a extremos de lujuria jamás vistos”, denunció el buen padre Arsilio en su sermón de la misa del domingo. Y añadió, severo: “Antes oía yo en el confesonario únicamente pecados de hombre con mujer. Ahora escucho también pecados de hombre con hombre y de mujer con mujer”. Pepito le dijo en voz baja a su amigo Juanilito: “Y se le está pasando el pecado de yo con yo”.
Capronio es un sujeto ruin y desconsiderado cuyas majaderías no conocen límite. Cierto día su señora suegra comentó: “Dejé ayer la escoba en el jardín, y alguien se la llevó”. “¡Qué barbaridad, suegrita! –exclamó el majadero con fingida consternación–. ¿Y ahora cómo le va a hacer para viajar?”.
El hombre adulto tiene 32 dientes, 16 en cada maxilar. Se dividen en incisivos, caninos, premolares o bicúspides y molares, entre ellos el dens sapientiae o muela del juicio. De todas esas piezas dentales, don Chiflis conservaba solamente dos: un incisivo y un molar. Alguien le aconsejó: “¿Por qué no vas con un odontólogo a que te ponga una dentadura postiza?”. Replicó con desdén el desdentado: “No me hace flauta”.
Don Cornulio y su mujer vivían en un décimo piso. Una tarde el señor llegó antes de lo esperado y se extrañó al ver abierta la ventana de la alcoba. Se asomó, y vio a un tipo colgando de ahí. Le preguntó a su esposa: “¿Quién es ese individuo?”. Con toda calma respondió ella: “Ha de ser el agente de seguros. ¡Qué hombre tan terco! Como ya no le abro la puerta no halla por dónde colarse para venderme uno”.
Acnecio, muchachillo adolescente, fue al cine con Ninfulita, chiquilla de su misma edad. Cada uno pagó su boleto, pero al entrar él le compró a ella unas palomitas. Se apagaron las luces de la sala, y de inmediato el nervioso galán pasó su brazo sobre el hombro de Tirilita y le pidió con ansia incontenida: “¿Puedo darte un beso?”. Respondió ella, terminante: “No”. Le dijo Acnecio con enojo: “Entonces devuélveme mis palomitas”…
Don Algón, el jefe de la oficina, oyó ruidos extraños en el cuarto del archivo. Entró y vio a la linda secretaria Rosibel y al empleado Libidiano en ajustado trance de erotismo. “¿Qué es esto?” –inquirió airado. Cualquiera podía ver qué era eso, pero aun así respondió el tal Libidiano: “Perdone, jefe. Es que se fue la señal del internet, y no hallábamos en qué entretenernos”.
Don Chinguetas puso en la sala de su casa un enorme cuadro al óleo con un desnudo de mujer. “¡Santo Cielo! –se escandalizó su esposa, doña Macalota–. ¿Por qué compraste esa pintura?”. Explicó él: “Es que la pared se veía muy desnuda”.
Florimelia dio a luz una hermosa bebita. Sus amigas se sorprendieron: “Nos dijiste que estabas esperando un varón”. “Y era verdad –replicó ella, mohína–. Sigo esperando al papá de la criatura”.
Don Acisclo iba una noche por la calle cuando le salió al paso una mujer de las de trato público. La dicha dama, he de decirlo, era opulenta en carnes, por no decir que gorda. Debe haber pesado sus buenas 10 arrobas. (Cada arroba equivale a 11 kilos y medio). En cuestión de féminas, sin embargo, don Acisclo gustaba de las del tipo Rubens, de modo que le preguntó: “¿Cuánto cobras?”. Respondió ella: “Dos mil pesos”. “Es mucho” –opuso el rijoso señor. “Haga cuentas el caballero –sugirió la mujer–, y verá que kilo por kilo le salgo más barata que una hamburguesa”.
Lord Highrump se divorció de su esposa. El juez de lo familiar le indicó: “Sólo podrá usted visitar a sus hijos un día cada mes”. “Me parece muy bien, su señoría –aceptó el lord–. Pero lo que me gustaría saber es cuántas veces al mes podré visitar a la mucama”.
“¿Hay alguna causa por la cual quiere usted divorciarse de su esposo?”. Eso le preguntó el juez de lo familiar a doña Gorgolota. “Sí, su señoría –contestó ella-. La causa maternal”. El juzgador se desconcertó: “¿Qué causa es ésa?”. Replicó doña Gorgolota: “Ya me tiene hasta la madre”.
El papá de Pepito leyó la carta que el chiquillo le escribió a Santa: “Quiero un iPhone y un iPad; un balón de futbol soccer y otro de americano; un avión de control remoto; unos patines de hielo; 14 juegos electrónicos; una bicicleta de montaña y una guitarra eléctrica. Y mis demandas no son negociables”.
Doña Macalota le dijo a su casquivano esposo don Chinguetas: “Ten este champú. Sirve para evitar la caída del cabello”. Contestó don Chinguetas: “A mí no se me cae el cabello”. “A ti no —replicó su mujer—, pero a tu secretaria sí”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, y don Sinople, su marido, hacían un viaje por ferrocarril. Frente a ellos iba un sujeto que, se veía a las claras, estaba lejos de pertenecer al Country Club. En efecto, no tardó el tipo en demostrar su condición cerril: soltó de pronto un sonoroso cuesco que debe haberse oído hasta en las islas Aleutianas. “¡Cochino, marrano, cerdo, guarro, puerco! –se indignó don Sinople-. ¡Cómo se atreve usted a ventosear delante de mi esposa!”. “Perdone, caballero –se disculpó el pedorro-. No sabía yo que íbamos por turno”.
Ya conocemos a Usurino Cenaoscuras.Es el hombre más avaro en la comarca. Su abnegada esposa le pidió tímidamente: “A ver si esta Navidad me compras un vestido”. Respondió el cutre: “No sabía que vendieras vestidos”.
Él: “Si fuera yo rico ¿me amarías?”. Ella: “No sé si te amaría, pero sí me casaría contigo”.
Rondín # 4
En el velorio del difunto su viuda lloraba con gemebundo acento. Una comadre suya trató de confortarla: “No llore, comadrita. Consuélese pensado que mi compadre le dejó siete hijos”. “¡Ande! –replicó entre hipidos la mujer-. ¡Ni siquiera son suyos!”.
Un individuo llegó a la consulta del doctor Ken Hosanna. Lo revisó el facultativo e hizo una anotación en su expediente. La enfermera vio el registro y exclamó llena de alarma: “¿El paciente presenta fiebre carbonosa?”. “Leyó usted mal —le indicó el médico—. No dice ‘fiebre carbonosa’. Dice ‘fuerte cabronazo’”. Tras hacer la curación correspondiente, y luego de vendarle la cabeza al hombre, el galeno le preguntó por qué mostraba esa tremenda descalabradura. Con voz doliente relató el herido: “Fui a pedirle una taza de azúcar a mi vecina, mujer muy bella, de atractivas formas. Me recibió con sonrisa acogedora, y me invitó a pasar. Estaba vestida sólo con un vaporoso negligé que dejaba a la vista todos sus encantos, aun los más recónditos y ocultos. Me dio la taza de azúcar, y luego me preguntó: “¿No quiere alguna otra cosita?”. Le respondí que no. Ella se me acercó, sinuosa, y volvió a preguntarme si no quería yo algo más. Traté de recordar si me hacía falta algo, pero recordé que acababa de surtir la despensa, de modo que le contesté que no necesitaba nada. Otra vez me repitió: “¿Está seguro de que no quiere otra cosa?”. Me pareció rara su insistencia. Nuevamente le dije que no. Al despedirme noté en ella una expresión de enojo, tanto que cuando salí me dio un portazo. Llegué a mi departamento, y ahí me cayó el veinte. Fue entonces cuando me di el cabezazo contra la pared”. (A mis lectores en el extranjero les diré que eso de caerle a alguien el veinte proviene del tiempo en que los teléfonos públicos en México operaban con una moneda de 20 centavos, que caía en la caja recolectora cuando se establecía la comunicación).
La muchacha y su galán eran ardientes, y el cochecito de él era compacto. Así, cuando llegaron al soledoso paraje llamado El Ensalivadero ella bajó con prontitud del automovilito y se tendió sobre el de grama césped no desnudo. (La frase pertenece a Góngora). Le dijo a su novio, que tardaba en descender del automóvil: “Si no bajas del coche se me van a pasar las ganas”. Respondió él, apurado: “Y si a mí no se me pasan las ganas no voy a poder bajar del coche”.
El maduro señor estaba inspirado aquella noche. Se había tomado un par de whiskies, y vio en su DVD escenas de la película “Deep throat”, con Linda Lovelace. Esa motivación lo llevó a realizar con su esposa el acto del connubio. La señora, por desgracia, no se hallaba en la misma tesitura emocional, de modo que mientras su marido se afanaba con ímpetu vehemente en el antiguo in and out ella empezó a tratar asuntos que nada tenían que ver con el momento, sino que pertenecían al prosaico ámbito de la cotidianidad. En vez de decir algo así como: “¡Papacito!”, “¡Negro santo!” o “¡Cochototas!” la mujer se puso a hablar de la crisis económica y la inflación reinante. Dijo: “Ha subido la luz, ha subido el teléfono, ha subido el gas… El azúcar ha subido, lo mismo que la leche, las tortillas y el pan. Todo ha subido”. “No todo—replicó el esposo, mohíno, al tiempo que se quitaba de su sitio y se tendía de espaldas en el lecho–. Acabas de conseguir que algo baje”.
Aquella joven era tan romántica que se llamaba Isolda. Una tarde se hallaba con su novio en un farallón frente al océano como los de “The white cliffs of Dover”, la película de la Metro (1944) con Irene Dunne, Roddy McDowall y Van Johnson. Rugía abajo el mar, y se veía en el cielo el misterioso lampo de los rayos. La escena parecía sacada de “Cumbres borrascosas”, el maravilloso film de Samuel Goldwyn (1939) con Merle Oberon, David Niven y Laurence Olivier. Isolda se emocionó al contemplar el vuelo de las aves sobre la tempestad. Volaban las gaviotas estridentes; volaban los albatros, de vuelo majestuoso en las alturas y ridículo andar sobre la tierra; volaban las aves que en inglés se llaman frigates, de las cuales se dice que hacen el amor en pleno vuelo. Conmovida por el volar de aquellos pájaros marinos Isolda le preguntó a su novio, que –ahora lo sabemos –era Babalucas: “¿Qué harías, Baba, si tuvieras dos alas?”. Respondió él: “Vendería una y me compraría un comedor”.
“Ya no hallo cómo frenar los ímpetus eróticos de mi mujer –le contó cierto señor a un amigo–. Quiere estar haciendo el amor a todas horas”. “Me extraña tu preocupación –acotó el otro–. Muchos hombres estarían felices con una esposa así”. Sombrío replicó el señor: “Lo están”.
Babalucas le preguntó al encargado de la tienda de conveniencia: “¿Hablas inglés?”. “Un poco” —respondió el muchacho. “Qué bueno —se alegró Babalucas–. Dame un six”.
La maestra le indicó a Pepito: “El curso ha terminado. Ya no tengo nada qué enseñarte”. Arriesgó con cautela el muchachillo: “¿Se admiten sugerencias?”.
Don Languidio Pitocáido y su esposa hicieron un viaje de turismo a la India y vieron el consabido espectáculo del faquir flautista que con su música hace que una cuerda se levante. Al terminar el espectáculo la mujer fue con el hombre de la flauta. “Perdone, señor faquir —le preguntó–. ¿Nada más levanta cuerdas?”.
Don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, sufría problemas graves de disfunción eréctil. Más bien los sufría su mujer. Eso no inquietaba mucho a don Languidio –ella era de confianza–, pero tenía una amiguita a la que visitaba una vez por semana, generalmente los viernes por la noche. Fallarle a esa amistad sí mortificaba al señor Pitocáido, pues a los amigos no debe uno fallarles, y a las amigas menos. Buscando remediar tal deficiencia echó mano a toda suerte de potingues y mejunjes, particularmente aquellos a los cuales las consejas populares atribuyen virtudes para que el varón pueda enfingir: la infusión de hierba damiana; el té de la otra hierba llamada garañona; las criadillas de toro; los ostiones; la hueva de liza, etcétera. Ninguna de esas sustancias funcionó, y por lo tanto siguió sin funcionar el tribulado caballero. Recurrió en seguida a los específicos de que dispone la farmacopea, tanto los antiguos –la yohimbina, por ejemplo–, como los más modernos, cuyos nombres desconoce el escritor por no tener aún necesidad de ellos, praise the Lord. Tampoco tales medicamentos fueron útiles para poner a don Languidio en aptitud de izar la grímpola de su masculinidad. Iba ya a apelar a cosas de brujería –vade retro, Satana– cuando alguien le habló de las miríficas aguas de Saltillo, capaces de reanimar al más desanimado másculo. Soy originario y vecino de esa ciudad, y por lo mismo se me puede tachar de no ser objetivo, pero como prueba de las virtudes de esas aguas diré que en el último número de la revista “The M.D. Companion” aparece un artículo firmado por el doctor Carterio, especialista en antigüedades egipcias, quien declara que por vías de experimentación vertió unas cuantas gotas de aquellas taumaturgas linfas en los labios de una momia de varón existente en el Museo del Cairo, con el pasmoso resultado de que la tal momia, de 3 mil años de antigüedad, rompió el vendaje que le cubría la alusiva parte, y sin usar las manos. De ese portentoso hecho son testigos dos muftis egipcios y un mujic ruso que estaba ahí porque extravió la ruta en el camino de Kiev a Vladivostok. Pero advierto que me he apartado del relato. Vuelvo a él. Su primer pensamiento fue dar gracias a San Guignolé, santo que alivia disfunciones, pero luego pensó que lo debía a las miríficas aguas de Saltillo". Don Languidio se las arregló para conseguir un centilitro de las miríficas aguas mencionadas. Tuvo suerte, ya que esas linfas escasean a veces por la enorme demanda que hay de ellas. Pues bien: ni siquiera fue necesario que el provecto señor las bebiera. Con sólo mirarlas en el frasco volvió a tener 20 años, al menos en la parte en que más necesitaba regresar a esa edad vernal, o sea primaveral. Don Languidio no daba crédito a lo que sus ojos contemplaban. Tanto tiempo hacía que no miraba una tumefacción así que ya hasta se le había olvidado cómo era. Sintió correr por sus venas una plétora de ardiente sangre, y creyó ser aquel árabe sin cuitas que el poeta dijo, “que siempre está de vuelta de la cruel continencia del desierto, y que en medio de un júbilo de huríes las halla a todas bellas y a todas favoritas”. Su primer pensamiento fue dar infinitas gracias a San Guignolé, miraculoso santo que alivia disfunciones como aquella que padecía él, pero luego pensó que el prodigio lo debía a las miríficas aguas de Saltillo, e hizo voto de ir en peregrinación a esa ciudad a agradecer el prodigio que sus linfas habían obrado en él. Luego llamó a gritos a su mujer. Vino corriendo la señora, pensando que algo malo le había pasado a su marido, y lo que vio en él la llenó al mismo tiempo de asombro y regocijo. Al punto empezó a despojarse de la ropa. “¡No te hablé para eso! –la detuvo don Languidio–. ¡Rápido! ¡Tráeme la cámara! ¡Mis amigos del café no me van a creer esto!”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo una proposición indecorosa a Dulciflor. Ella se indignó sobremanera. Profirió airada: “¡No soy una prostituta!”.
Acotó, cachazudo, el tal Pitongo: “Nadie habló de pago”… Libidiano, otro tipo igualmente dado a cosas de la cachondez, estaba por casarse con una linda chica. Le preguntó un amigo: “¿Dónde vas a pasar tu luna de miel?”. Respondió el salaz sujeto: “En Camagüey”. Volvió a inquirir el otro: “¿En Camagüey, Cuba?”. “No —precisó Libidiano—.
En cama, güey”… Todos tenemos un sosias, es decir un doble. En algún lugar del mundo hay alguien tan parecido a ti que podría ser confundido contigo. (La suegra de Capronio le contó: “En el súper alguien me confundió con una artista de cine”.
“¿Con Lassie, suegrita?” –preguntó fingiendo inocencia el ruin sujeto). Había un señor que se asemejaba grandemente al buen Papa Francisco. Era su vivo retrato. Y decía con pesaroso acento aquel señor: “Ésa es la cruz que cargo”. “¿Por qué? —se extrañó alguien—.
Debería enorgullecerte el parecido”. “Sí —replicó él—. Pero cuando estoy en el baño del restorán el tipo que está a mi lado me ve, y volviéndose hacia mí exclama sorprendido: ‘¡El Papa!’.
¡Y siempre traigo un lado del pantalón todo mojado!”… Dos pericos escapados de su jaula salieron a la calle. Pasaron frente a una rosticería y vieron a los pollos que daban vueltas y vueltas en el rosticero.
“¡Por fin! —se puso feliz uno de los loros-. ¡Siempre había querido conocer un table dance!”… En la ceremonia nupcial el padre Arsilio le preguntó a la novia: “¿Prometes amar a tu esposo, respetarlo, serle fiel y estar con él en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte los separe?”.
Dijo la desposada: “Son demasiadas promesas. Que escoja una”… Himenia Camafría y Solicia Sinpitier, madura señoritas solteras, vieron a un apuesto joven que en la esquina esperaba el autobús.
Le dijo Himenia por lo bajo a su amiguita: “¡Qué gran silueta tiene!”. “No es la silueta —respondió Solicia con voz igualmente queda-. Es el llavero que trae en el bolsillo del pantalón”… Un individuo le dijo en la tienda a la guapa dependienta: “Quiero regalarle unos guantes a mi novia”. Inquirió la muchacha: “¿Conoce la medida?”.
Contestó el cliente: “No”. “Ponga su mano en mi mano —le pidió la chica—, y dígame si más o menos es de este tamaño”. Respondió el tipo que ésa era la medida, y añadió en seguida: “También quiero regalarle un brassiére”… Llegaban cuando la gente menos lo esperaba. Eran unos grandes sobres blancos con una orla de luto.
Rondín # 5
Las lenguas vespertinas (así dice doña Panoplia de Altopedo por decir “viperinas”) afirman que en el Cielo hay solamente un abogado. Es San Ivo, de quien se dijo en la Edad Media: “Advocatus et non latro, res miranda populo”. Es abogado y no es ladrón, lo cual admira al pueblo. Desde luego esa frase entraña una generalización injusta. En la profesión del Derecho, como en todas, hay gente honesta y otra a la que ni siquiera le puedes decir dónde está el baño, porque el jabón se pierde. Advierto, sin embargo, que me estoy apartando del relato, y ni siquiera lo he comenzado todavía. Sucedió que el buen San Pedro les informó a Adán y Eva: “Me asesoré con Ivo, y él estudió el asunto concienzudamente. Su conclusión es que no pueden ustedes cobrar regalías por el acto que inventaron después de que el Señor los echó del Paraíso”.
Don Chinguetas, libidinoso caballero, logró al fin que Famulina, la linda criadita de la casa, accediera a recibirlo en su cama aquella noche. En la oscuridad el rijoso señor aguardó a que su esposa, doña Macalota, estuviera roncando ya en todos los tonos de la escala, y luego se deslizó con paso tácitos hacia el cuarto de la apetecible mucama. Ella le abrió la puerta y le espetó una pregunta inusitada: “¿Tiene usted herpes?”. Sorprendido por tan insólita cuestión replicó don Chinguetas: “¡Claro que no!”. La chica, entonces, lo admitió en su lecho. Consumada la deleitosa acción que ahí lo había llevado el salaz empleador le preguntó a la chica: “¿Por qué me preguntaste si tengo herpes?”. Respondió ella: “Porque a mí me pegaron eso hace unos días, y no quería que usté me lo fuera a pegar otra vez”.
Un soldado vio en el arsenal del cuartel una mina explosiva, y le pidió permiso a su jefe de llevársela. “¿Para qué la quieres?” –le preguntó, intrigado, el superior. Respondió el soldado: “Tengo sospechas acerca de la fidelidad de mi mujer. Llevo un mes fuera de la casa. Hoy pondré la mina en la puerta trasera. Entraré a medianoche por la puerta principal y gritaré: ‘¡Ya vine!’. Luego me sentaré en la sala a oír la explosión”.
Respondió ella: “No”. “Anda —repitió él—. Regálame aquellito”. Volvió a negar ella: “No y no”. “¿Qué te cuesta? —porfió el salaz sujeto—. Entrégate a mí”. Replicó Flordelisia: “No, no y no”. “Vamos —insistió él—. Ofréndame la gala de tu doncellez”. Reiteró ella, firme: “No, no, no, y mil veces no”. “Está bien —se resignó el tal Libidiano-. Otro día te volveré a pedir lo mismo. Hoy te veo algo indecisa”.
Sir Richard Burton estuvo a punto de morir de sed en el desierto por causa de la lentitud de su camello, que se mostraba remiso al caminar. Sólo de milagro consiguió el audaz explorador llegar a un aduar o aldea de beduinos en el cual vio un letrero que decía: “Taller mecánico. Se arreglan camellos”. Llevó el suyo y le dijo al encargado que el animal era muy despacioso. “Súbalo a la rampa” –le pidió el beduino.
Cuando el tardo animal estuvo en lo alto el mecánico se colocó bajo él y con un mazo de madera le propinó tremendo golpe en los testes, dídimos o compañones. Al sentir aquel fuerte mazazo el camello salió corriendo con tal velocidad que en cosa de segundos se perdió en el horizonte. “Bloody be! —maldijo sir Richard Burton en el más puro estilo de Eton—. ¿Y ahora cómo podré alcanzarlo?”. Con laconismo le indicó el beduino: “Suba a la rampa”.
Dos cuentecillos pertenecientes a la Edad de Piedra cierran hoy el telón de esta columneja… Rupestra, bella mujer de la época de las cavernas, llegó ante sus amigas luciendo un estupendo abrigo de piel de dinosaurio. Le preguntó una: “Mpff ggghh?”. Eso, en lengua antediluviana, significa: “¿Quén pompó?”. Les informó Rupestra con orgullo: “Amigas: ¡anoche inventé la profesión más antigua del mundo!”… Troglodito, el equivalente de Pepito en el período jurásico, le mostró a su papá su tabla de calificaciones. La revisó el hombre y dijo luego con disgusto: “Me explico que hayas reprobado Agricultura: todavía no la practicamos. También te admito que hayas salido mal en Decorado de Cavernas: esos adefesios que pintaron en Altamira pronto desaparecerán. Lo que no te perdono es que hayas reprobado Historia. ¡Apenas llevamos media página, cabrón!”.
Con tres palabras puede una mujer abatir el ego (y lo demás) de cualquier hombre. Esas tres palabras son: “¿Ya estás ahí?”.
Después de correrse una de sus acostumbradas parrandas Empédocles Etílez llegó a su casa a las 7 de la mañana. Le ordenó a su mujer: “Guísame unos huevos”. Respondió encalabrinada la señora: “¿Cómo los quieres? ¿Fritos, revueltos o intravenosos?”.
La señorita Peripalda, catequista, fue a confesarse. Empezó: “Me acuso, padre…”. “Momento –la interrumpió una voz de hombre-. No soy el sacerdote. Soy carpintero, y estoy arreglando el confesonario”. Inquirió la penitente: “¿Dónde está el señor cura?”. “No lo sé –respondió el hombre-. Pero si oyó cosas como las que yo he oído en este rato, seguramente fue a dar parte a la policía”.
La llorosa secretaria que mostraba evidentes señas de embarazo le reclamó a su jefe: “Usted me dijo que en esta empresa había oportunidades de crecimiento, ¡pero no precisó que de esta clase de crecimiento!”.
En la reunión de señoras se hablaba del valor del tiempo. Dijo una: “¿Saben ustedes cuántos segundos hay en un año?”. “¿Segundos? —suspiró una de las presentes—. ¡Ya me conformaría yo con unos cuantos primeros!”.
Un niñito salió llorando del consultorio del doctor Ken Hosanna. En la antesala se hallaba Pepito, que quiso saber por qué lloraba el pequeño. Gimió éste: “Me hicieron un examen de sangre, y me picaron el dedito con una aguja”. “Entonces a mí me va a ir peor –se preocupó Pepito-. Me van a hacer un examen de orina”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, practica el sexo seguro. Antes de empezar las acciones pregunta siempre: “¿A qué horas llega tu marido?”.
El vendedor de seguros entrevistó a don Cornulio en la sala de su casa. Pretendía venderle un seguro de vida, pero el presunto cliente resistía todos los argumentos de venta. Finalmente el vendedor recurrió al resorte sentimental. Le dijo al renuente señor: “¿No se ha preguntado usted qué hará su esposa el día que usted emprenda el viaje que no tiene retorno?”. Contestó don Cornulio: “Supongo que simplemente ya no se esconderá para hacer lo que hace ahora que emprendo viajes que sí tienen retorno”.
Un mes después de la fiesta de Navidad en la oficina la linda secretaria Rosibel comentó que sentía antojo de pepinillos con fresas. Por efecto de esa ominosa frase al dia siguiente cuatro empleados no regresaron ya al trabajo.
Terminó el partido de futbol femenino. Las jugadoras estaban en las regaderas cuando entró el árbitro. Todas empezaron a gritar y a taparse lo que podían con lo que podían. Les dijo el silbante, burlón: “¿Por qué se cubren, chicas? ¿No gritaban en la cancha: ‘¡El árbitro está ciego!’?”.
Astatrasio Garrajarra, el borrachín del pueblo, fue a la iglesia y le pidió a la Virgen que le hiciera el milagro de mandarle algunos pesos, pues a causa de las parrandas de la temporada se había quedado sin dinero. Volvió al día siguiente, pero sucedió que por la Navidad el señor cura había quitado la imagen de la Virgen, y en su lugar puso al Niño Dios. Lo vio Garrajarra y le preguntó: “Oye, chamaco: ¿tu mamá no te dejó un dinero para mí?”.
Doña Macalota llegó a su casa y encontró a don Chinguetas, su marido en la cama con una guapa chica. Antes de que la señora pudiera decir palabra don Chinguetas se adelantó a explicar la situación. “Esta pobre muchacha —relató— vino a pedirme algo de comida. Le ofrecí de cenar. Traía unos zapatos tan gastados que le regalé unos tuyos que ya no usas. Su suéter estaba tan raído que le di uno que tampoco usas desde hace varios años. Su pantalón lo traía ya lleno de parches, y le entregué uno que has dejado de usar. Ya iba saliendo de la casa, pero se devolvió y me preguntó: ‘Señor: ¿de casualidad no hay algo más que su esposa ya no quiere usar?’.
“¿Cuánto cobras?”. Esa pregunta le hizo un hombre joven a la madura daifa que en una esquina ofrecía sus servicios a los que pasaban. Respondió la mujer: “Cobro mil pesos por lo acostumbrado, y mil 500 si quieres las tres cosas. ¿Vamos?”. “No, gracias —declinó el sujeto—. Sólo quería saber cuánto me voy a ahorrar si aplico el método de hágalo usted mismo”. (Nota de la redacción. Nuestro estimado colaborador omitió decir cuáles son esas tres cosas que la sexoservidora ofrecía a su clientela).
Después de visitar al médico don Algón le comentó a su esposa: “El doctor me recomienda hacer más ejercicio”. Inquirió la señora: “¿Y lo harás?”. “Sí –aseguró el ejecutivo-. En vez de ver golf en la tele ahora veré tenis”.
Rondín # 6
Simpliciano, varón de poco mundo, casó con Pirulina, muchacha sabidora. En la noche de bodas el joven llevó a cabo el acto natural guiado un 5 por ciento por la naturaleza y un 95 por su desposada. Al terminar la acción Simpliciano cuestionó a Pirulina: “¿Soy yo el primero?”. “No —respondió ella con franqueza—. Pero quizá te alegrará saber que estás entre los 10 primeros”.
Don Solino, célibe irredento, les contó a sus amigos: “En Nochebuena disfruté una cena de siete cubiertos”. “¿De veras?” —se asombró uno de ellos. “Sí —confirmó el solterón—. Una pizza y un six de cerveza”.
Dulciflor, linda muchacha, comentó: “Tengo dudas acerca de la fecha de mi matrimonio. Mi novio quiere que la boda sea el próximo diciembre; mis papás me piden que sea en agosto, y yo quiero casarme en junio. Pero la cigüeña dice que debe ser lo antes posible”.
Lord Feebledick regresó a su finca rural después de la cacería de la zorra. Venía mohíno y encalabrinado, lo mismo que los otros cazadores, pues en el curso de la persecución se les escabulló la presa. Vio a un aldeano que iba por el camino y le preguntó: “¿Viste a la zorra?”. “Sí —contestó el hombre—. Pero no era zorra: era zorro. El mismo del año pasado”. “¿Cómo lo sabes?” –inquirió milord. Explicó el lugareño: “Porque cuando se metió en su madriguera dijo: ‘Otra vez me los volví a pasar por abajo de los hue…’”. Al entrar en su casa lord Feebledick oyó ruidos provenientes de la alcoba. Lo que ahí vio aumentó su mohína y desazón. He aquí que su esposa, lady Loosebloomers, estaba en concilio de carnalidad con Wellh Ung, el pelirrojo mancebo encargado de la cría de los faisanes. Al observar el erótico denuedo que la irregular pareja ponía en aquel trance clamó lord Feebledick con iracundia: “¿Qué es esto?”. “Ay, marido —se impacientó lady Loosebloomers—. Nosotros aquí tan ocupados y tú vienes con tus preguntas tontas”.
Tres madres jóvenes estaban alardeando de la inteligencia de sus respectivos críos. Dijo una: “Mi hijo tiene 4 años y ya sabe leer”. Declaró la segunda: “El mío tiene tres años y ya sabe las tablas de multiplicar”. “Eso no es nada –se jactó la tercera-. Mi bebé tiene 6 meses y ya sabe cómo está la situación del país”. Dijo una de las amigas, suspicaz: “¿Medio año de nacido y ya conoce la situación del país? ¿Cómo sabes que ya la conoce?”. Replicó la mamá: “Porque se la pasa llorando todo el tiempo”.
El especialista en temas de sexualidad entrevistó a doña Facilda. Le preguntó: “¿Cuántas veces por semana hace usted el amor?”. Respondió ella: “Cinco o seis veces. En ocasiones más”. Quiso saber el interrogador: “¿Y acostumbra hablar con su esposo en el curso del acto?”. “Ni loca —contestó doña Facilda—. A menos que en ese momento él me llame por el celular”.
La mamá de Dulciflor, linda muchacha, consultó el reloj. Marcaba las 12 de la noche. Se preocupó bastante la señora, pues su hija estaba en la sala con su enamorado. Asomó por la escalera y preguntó: “Dulciflor: ¿tu novio todavía está ahí?”. “Ya no, mami -respondió ella-. Ahora estamos viendo la tele”.
Babalucas fue a una casa de mala nota y le dijo a la dueña del establecimiento —la madama, mariscala, madrota o mamasanta— que deseaba tener trato con una de las señoras que ahí hacían comercio con su cuerpo. La mujer le preguntó si disponía de pecunia suficiente para pagar lo que cobraban por sus servicios las damas en cuestión. “Traigo 300 pesos” –declaró con orgullo el badulaque. “¡Uh! —se burló la añosa daifa—. Con ese dinero apenas te alcanza para un trabajo manual”. Dio las gracias el fallido cliente y salió de la ramería seguido por la mirada desdeñosa de la maturranga. Media hora después regresó. “¿Qué quieres ahora?” –le preguntó, impaciente, la mujer. Respondió Babalucas: “Vengo a pagar”.
Astatrasio Garrajarra llegó al domicilio conyugal a las 6 de la mañana después de una de sus cotidianas pítimas. Su esposa lo recibió enojada: “No me hables. Estoy de genio”. “¡Ah! —exclamó con alegría Garrajarra—. ¡Si estás de genio cúmpleme un deseo que traigo!”.
Dos directores del cine francés conversaban entre sí. Dijo uno: “En mi nueva película el protagonista le besa los pies a su amante; luego le besa las piernas y los muslos; seguidamente le da besos en el mons veneris; después le besa el bajo vientre y el ombligo; en seguida le besa con ardor la grupa; a continuación le llena de besos los ebúrneos senos, y finalmente le besa los labios”. Exclama el otro, escandalizado: “¡¿Los labios?!”.
Doña Facilda tenía una hija en edad de merecer cuyo nombre era Galatea. Mucho se preocupó la señora cuando supo –las vecinas se encargaron de informárselo– que la muchacha estaba saliendo con don Nato, el lechero que desde tiempo atrás surtía a la colonia. Le dijo a Galatea: “No andes con ese hombre, hija. Podría ser tu padre”. “¡Oh, madre mía! –replicó la joven, que era dada a expresarse con términos altílocuos–. ¡El fuego del amor incendia toda diferencia y reduce a cenizas las edades!”. Replicó doña Facilda: “No me entendiste”.
Un tipo le contó a otro: “Adopté un perro callejero. A consecuencia de un atropellamiento había perdido los testículos y las patas traseras. Yo hice que le pusieran unos de metal, pero las patas no se las pudieron poner, y el pobrecillo camina arrastrándose”. Preguntó el amigo: “¿Cómo se llama el perro?”. Contestó el otro: “Chispas”.
Babalucas estudiaba en la ciudad vecina. Su padre le envió un mensaje: “Necesito hablar contigo. ¿Vienes o voy?”. Respondió el badulaque: “Sí”. Inquirió el genitor: “Sí ¿qué?”. “Perdón –contestó Babalucas–. Sí señor”.
El atrevido galán le preguntó a la linda joven: “¿Traes un celular en aquellito?”. Ella se desconcertó: “¿Por qué me dices eso?”. Explicó el tipo: “Es que siento que me está llamando”.
Era larga la fila que se había formado ante la puerta del Sans Souci, antro de lujo. Dijo una chica al pasar frente al hombre que vendía los boletos de entrada: “El de atrás paga”. En efecto, su novio cubrió el importe del ingreso. Otras dos chicas dijeron lo mismo: “Los de atrás pagan”. Y sus acompañantes liquidaron el monto de los boletos. Llegó una curvilínea mujer y dijo: “Las de atrás pagan”. Le indicó el boletero: “Eres la última de la fila”. Y replicó la fémina, burlona: “¿Necesito precisarte más?”.
El novio de Dulciflor era estudiante de Medicina. Una noche estaba en la sala de la casa de ella mientras los papás de la chica disfrutaban de la cálida noche en el jardín. La señora oía música en su iPad y el marido bebía un tequilita y jugaba con los cacahuates de la botana. Uno por uno los arrojaba al aire y trataba de recibirlos en la boca. En una de ésas uno de los cacahuates le cayó en el poro de la nariz, y ahí se le atoró. El señor intentó sacárselo, pero no pudo. Inútil fue también que la señora tratara de extraerlo. El hombre empezó a toser; a sentir dificultades para respirar. Su esposa se alarmó bastante, pero recordó que el novio de su hija estudiaba Medicina, y apresuradamente fue por él. Vino el muchacho. Hábilmente, con serenidad profesional, dilató con los dedos índice y pulgar de la mano derecha el poro nasal del apurado señor, y usando la izquierda le dio un golpecito en la nuca. Con eso salió el cacahuate y el señor pudo ya respirar tranquilamente. El estudiante regresó a la sala con su novia. “¡No cabe duda! –comentó con orgullo la señora–. ¡El muchacho va que vuela para doctor!”. “No –replicó su esposo–. Por lo que pude percibir más bien va que vuela para yerno”.
“Padezco eyaculación prematura”, así le dijo el angustiado señor a la atractiva médica. Ella se inclinó para hacer la anotación en su expediente y, al hacerlo, dejó ver las opulencias de su ubérrimo tetamen. Inquirió la doctora: “¿En qué momento de la relación termina usted?”. Respondió con voz feble el desdichado: “Ya”.
El encargado del censo le preguntó al señor: “¿Cuál es su nombre?”. Respondió él: “Juajuajuán Pepepérez”. “Extraño nombre” -comentó el visitante. Respondió el entrevistado: “En realidad me iba a llamar Juan Pérez, pero mi papá era tartamudo y el oficial del Registro Civil era un hijo de la tiznada”.
“Tengo muchas amigas complacientes -declaró Afrodisio-, pero la más accesible es una cuyo apodo es ‘El compás’”. Preguntó alguien: “¿Por qué lleva tan peregrino mote?”. Explicó el verraco: “Porque siempre está con las patitas abiertas”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, resentía mucho la falta de un hombre en su vida. Una vez fue a cierta librería donde, además de muchas otras cosas, vendían también libros. Don Añilio, senescente caballero que la cortejaba con caballerosa discreción, le había hablado de un escritor de vida arrebatada apellidado Hemingway, y le recomendó la lectura de sus obras, todas las cuales -le dijo- estaban llenas de pasión. La señorita Himenia le preguntó al librero: “¿Tiene usted algo de Hemingway?”. “Sí -respondió el tipo-. Me gustan de a madre los daiquiris, los mojitos y los martinis”. “No hablo de bebidas espirituosas -aclaró ella-. Le pregunto si tiene alguna obra de ese célebre escritor”. Ya orientado dijo el de la librería: “Tengo ‘El viejo y el mar’”. Pidió la señorita Himenia: “Deme El viejo”.
Rondín # 7
A don Augurio Malsinado lo persigue de continuo un hado adverso que en ocasiones contagia a su mujer. Cierta noche fue con ella a una de esas fiestas donde los asistentes hacían cambio de pareja: los maridos ponían dentro de una caja las llaves de su coche; las señoras sacaban al azar uno de los llaveros y se iban con el dueño del vehículo al que correspondían las llaves. Regresaban todos a determinada hora, y aquí no ha pasado nada, aunque hubiera pasado mucho. Pues bien: al final de la rifa quedaron solamente Malsinado y su mujer, y ella sacó el llavero de su esposo.
Tres jóvenes esposas en estado de buena esperanza, o sea embarazadas, charlaban acerca de su vida conyugal. Dijo una: “Cuando hacemos el amor mi marido se pone siempre arriba. Eso quiere decir que voy a tener un varoncito”. Comentó la segunda: “Cuando mi esposo y yo tenemos sexo yo me coloco siempre sobre él. Eso quiere decir que tendré una mujercita”. “¡Cielo santo! -se preocupó la tercera-. ¡Entonces yo voy a dar a luz un cachorrito!”.
Dos hombres de negocios, amigos entre sí, se toparon en la calle. Uno le preguntó al otro: “¿Cómo te ha ido?”. “No muy bien -respondió el otro con tristeza-. Me acabo de separar…”. “Hiciste bien -opinó el primero-. Todos sabíamos que tu esposa te ponía el cuerno. Se le ha visto saliendo del Motel Kamagua con su profesor de tenis, su maestro de yoga, su entrenador del gimnasio, su agente de seguros, su asesor en el taller literario, su nutriólogo, su mecánico de confianza, su director espiritual… Yo mismo…”. “¡No le sigas! -profirió el amigo, airado-. ¡Ah, esa mala costumbre que tienes de interrumpirme cuando hablo! Te iba a decir que me acabo de separar de mi socio”.
Babalucas y su mujer vieron por primera vez el mar. “¡Cuánta agua!” –se asombró la señora-. Exclamó el badulaque con mayor asombro aún: “¡Y abajo hay más!”.
Los grandes hombres tienen a veces problemas en su trato con mujeres. Bach, por ejemplo, intentó una tocata con la organista de la iglesia, y ella le respondió con una fuga. Y Edison. ¡Pobre Edison!, su esposa le dijo una noche en la cama.: “No me importa que tú hayas sido quien inventó el foco. Con la luz prendida no”.
“Soy lesbiana”. Ese anuncio le hizo una linda muchacha a su papá. “Díselo a tu madre –respondió él sin levantar la vista de su tablet–. Entiendo que ésas son cosas de mujeres”.
A principios del pasado diciembre naufragó el barco en el que iban don Chinguetas y doña Macalota. Por milagro, llegaron los esposos a una isla desierta tan pequeña que ni siquiera figuraba en las cartas de navegación. “Estamos perdidos –gimió, desolada, doña Macalota-. Nadie podrá hallarnos aquí”. “No desesperes –la tranquilizó don Chinguetas–. Tu mamá dijo que vendría a pasar con nosotros la Navidad, el Año Nuevo, el 6 de Reyes, el 2 de la Candelaria, el 14 de febrero y la Semana Santa. Seguramente ella nos encontrará”.
Simpliciano, joven varón con poca ciencia de la vida, se casó con Pirulina, sabidora fémina. Al mes del desposorio le preguntó, solemne: “¿Cuántos hombres ha habido en tu vida?”. “Déjame ver –ponderó ella-. Telémaco, Avelino, Desiderio, Malco, Venerino, Teofrasto, Zósimo, Wenceslao… Luego me casé contigo. Y siguieron después Cirino, Domiciano, Leovigildo, Tario, Críspulo…”.
Don Minucio sufría amargas penas por la reducida dimensión de su atributo varonil, cuya extremada brevedad no sólo le atraía insolentes cuchufletas en las regaderas y baño de vapor del Country Club, sino que también era causa de comentarios de su esposa en los cuales faltaba por completo la caridad cristiana. El lacerado señor oyó hablar de un brujo que elaboraba cierta conmixtión a base de polvos de cantárida, colofonia, precipitado mercurial y lanolina, el cual ungüento tenía la virtud de acrecer la dimensión del órgano que no es Wurlitzer ni Hammond. La tal pomada resultó efectiva. Tan pronto don Minucio se la aplicó en la consabida parte, ésta empezó a crecer en forma tal que pegó en el techo de la habitación. “¡Santo cielo!” –exclamó la esposa de don Minucio. Salió corriendo y regresó con un hacha. “¿Qué haces, mujer?” –exclamó lleno de espanto don Minucio-. ¿Acaso me la vas a cortar?”. “Lejos de mí tan temeraria idea –replicó la señora-. Voy a abrir un agujero en el techo para que crezca todo lo que le dé la gana”.
Chiste rojo. Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, coleccionaba arte africano. En la sala tenía una figura de hombre que mostraba un marcado priapismo. La nueva criadita de la casa le preguntó (a doña Panoplia, no al hombre que mostraba un marcado priapismo): “¿Qué es eso?”. Le informó doña Panoplia: “Es un símbolo fálico”. “Perdone la señora –replicó la fámula–, pero a mí me parece otra cosa”.
Chiste cruel. Avaricio Cenaoscuras es el hombre más cicatero del condado. Un día su esposa le dijo: “¿Por qué no podemos tener un aparato triturador de basura como el que tienen todos los demás?”. Contestó el avaro: “Tú cállate y sigue masticando”.
Chiste absurdo. Babalucas preguntó en el teléfono: “¿A dónde hablo?”. Respondió una voz de hombre: “Al uno, uno, uno, uno, uno”. Inquirió, cauteloso, el badulaque: “¿Atila?”.
Chiste feminista. Un hombre caminaba por la playa. Las olas arrojaron a sus pies una lámpara extraña. La recogió el sujeto y la frotó para limpiarla. ¡Broooom! Del interior de la lámpara surgió una nube de humo que se condensó en la forma de un genio de Oriente. “¡Gracias, mi señor! –dijo el gigante empleando una expresión propia de meseros de la Ciudad de México–. ¡Me has liberado de mi prisión eterna! ¡Pídeme tres deseos y te los concederé!”. Pidió el tipo: “Quiero ser inmensamente rico”. El genio hizo un movimiento con la mano y el sujeto se vio entre enormes montones de monedas de oro y plata, cerros de pacas de dólares y euros y bolsas llenas de pan de pulque de Saltillo. Feliz por su riqueza el individuo expuso su segundo deseo: “Quiero tener muchas mujeres”. (¡Menso! Con el oro, la plata, los billetes y el pan de pulque saltillero te habrían sobrado féminas sin necesidad de la intervención del genio. A Hilaire Belloc se debe esta ingeniosa rima que algo tiene de cinismo y mucho de verdad: “I’m tired of love. I’m still more tired of rhyme. But money gives me pleasure all the time”). Al punto, el tipo tuvo ante sí un harén de hermosísimas mujeres: huríes ondulantes, sensuales odaliscas, cariciosas sílfides, voluptuosas náyades, etéreas ninfas y nereidas danzoneras. Pidió el hombre su tercer deseo: “Quiero ser más inteligente que todos los hombres del mundo”. Está bien –accedió el genio–. Pero ¿no te importará tener dos o tres días incómodos cada mes?”.
Chiste de Pepito. El precoz niño cursaba la primaria en un colegio tipo americano donde la A era la más alta calificación y la F la peor. Un día el chiquillo vio la credencial de elector de su mamá y le dijo a la señora: “Ahora entiendo por qué mi papi se va todas las noches al cuarto de la muchacha. En el renglón de sexo tienes F”.
Empédocles Etílez, ebrio consuetudinario, le preguntó con ansiedad al médico: “¿Está usted seguro, doctor, de que los síntomas que experimento se deben simplemente a que ando crudo? ¡Bendito sea Dios! ¡Yo pensé que tenía tuberculosis, influenza, polio, infarto, dislalia, principios de ceguera y sordera, desprendimiento de vejiga, chikungunya, meningitis cerebroespinal, y que además estaba embarazado!”.
Chiste anfibológico. Un buzo iba por el fondo del mar cuando vio a un grupo de bellísimas sirenas que danzaban en el interior de una gruta submarina. Describir los encantos de esas míticas criaturas me haría caer en las demasías sicalípticas de Felipe Trigo o El Caballero Audaz. Tendría que repetir aquello de “senos que parecían modelados en un ciborio de vino de Lesbos”; “talle cimbreante de palmera”; “grupa de potra arábiga”, etcétera. Le pidió el buzo a la sirena que custodiaba la puerta de la gruta: “¿Puedo pasar?”. “Lo siento –respondió ella–. No tenemos entradas”.
Don Cucufate, señor entrado en años, y soltero, cortejaba con asiduidad a la señorita Himenia, célibe como él y también de edad madura. A ella no le atraía el galán, pues no tenía medios, y menos aún enteros. Eso suscitaba recelos en la dama: pensaba que a su pretendiente lo movía el interés y sobre todo el capital. Don Cucufate recurría a todo para conquistar a la señorita Himenia. En tono altílocuo le juraba amor eterno: “¡Si no me da usted por lo menos su corazón prefiero mil veces trocir!”. Eso de trocir era un estudiado término para decir “morir”. La noche del sábado el añoso señor llegaba al pie del balcón de su dama y la obsequiaba con una sentida serenata. En su mandolina interpretaba antiguas piezas como “Dolce colloquio”, de Golinelli, y a sus acordes entonaba romanzas de rendido amor, como “Caro mio ben”, de Giordani. La esquiva dulcinea no asomaba a la reja y ni siquiera encendía la luz de su aposento para dar a entender al trovador que había oído sus madrigales. Entonces don Cucufate cantaba con lacrimoso acento, “Vorrei morire”, de Tosti y luego se iba con todo y mandolina a la taberna llamada “Mi despacho”, donde bebía horribles changuirongos para aliviar su pena. Tanto porfió, sin embargo, que se cumplió el plebeo refrán que dice: “La mujer y la gata, de quien la trata”. Una noche la señorita Himenia le abrió por fin la puerta de su hogar después de una de esas serenatas. “¡Vida mía! –exclamó lleno de emoción don Cucufate–. ¡Si me veo a solas con usted no respondo!”. Ella le ofreció una copita de vermú. “¡Mi cielo! –profirió él-. ¡Si me bebo esta copa no respondo!”. La otoñal doncella se sentó en la otomana al lado de don Cucufate. “¡Ángel de mi corazón! –declamó el galán-. ¡Si está usted cerca de mí no respondo!”. Decidida ya a entregar su corazón y partes adyacentes, la señorita Himenia condujo a su pretendiente a la recámara. Y ahí don Cucufate cumplió al pie de la letra su promesa: no respondió.
Una linda chica le dijo a su ardiente galán: “No debo hacer eso que me pides. Tengo escrúpulos”. Respondió él: “No importa. Estoy vacunado”.
Mi historia de hoy, como anuncié ut supra, trata de cosas de la carne. No de la que se come, sino de aquella que la Iglesia considera enemiga del alma. Esto quiere decir que el cuento trata de mujeres. ¿Habrá alguna historia, grande o pequeña, que no trate de una mujer, sea Cleopatra o Juanita Pérez? Las mujeres son las protagonistas de la vida; las protagonistas de todas las vidas, al menos de la mía, pues sin mujer, igual que el poeta de Jerez, no atino ni en lo pequeño ni en lo grande. La narración tiene lugar en Oaxaca. Ciudad más bella que ésa será difícil encontrar. Si algún malhadado día —¡no lo permita Dios!— tuviera yo que salir de Saltillo, me iría a vivir ahí. En Oaxaca la zona de tolerancia se hallaba en la calle Trujano. Pobre de don Valerio, guerrillero insurgente en cuyo honor esa rúa fue bautizada. Los varones oaxaqueños decían: “Vamos a Trujano”, y eso era lo mismo que decir en Saltillo: “Vamos a Terán”. Significaba ir a la zona de tolerancia. Un cierto señor de Oaxaca, hombre avaro y cicatero, debía llevar una carga de maíz a una tienda del centro de la ciudad. A fin de no gastar en cargadores pidió ayuda a dos sobrinos suyos, fornidos mozos de recios lomos y membrudos brazos. Ellos subieron al carretón los pesados bultos y luego los descargaron en el lugar de su destino. Terminaron ya tarde la tarea. Los había visto trabajar el tío desde el pescante de su carromato, fumando o dormitando, y cuando los muchachos acabaron la tarea los invitó a subir para llevarlos a su casa. La noche era cálida, y de luna. Los sanos cuerpos de los mozos les pedían una cerveza y algo de más sustancia y entidad. Esperaban alguna invitación de su tío a modo de recompensa por el duro trabajo que habían hecho sin cobrarle nada. Pero el hombre no daba trazas de hacer la invitación. Mohínos iban, pues, los dos muchachos; en silencio. Pasaron cerca de la calle de Trujano, donde, como ya dije, estaba la zona colorada. “Tío —se atrevió a sugerir uno cautelosamente—. Está cerca Trujano”. Replicó el avaro con hosca y dura voz: “Más cerca está la mano”. Y dándole con el látigo a la mula se alejó presuroso de aquel lugar pecaminoso cuya visita, por causa de la sed y los rijos de sus sobrinos, le habría salido más cara que el pago de los cargadores.
Dice un antiguo dicho: “El médico y el cura no tienen hora segura”. Pasaba ya la medianoche cuando sonó el teléfono en la casa de aquel joven pediatra. Quien llamaba era una angustiada madre de familia. “¡Venga pronto, doctor! –clamó desesperada–. ¡Mi bebé tiene una pierna dobladita!”. “Tardaré algo en llegar, señora –respondió el facultativo–. En este momento mi esposa tiene dobladitas las dos”.
Rondín # 8
El papá de Pepito lo reprendió: “¿Cómo es posible que hayas salido reprobado en el examen de Música?”. Explicó el chiquillo: “Es que no llevé acordeón”.
La señorita Peripalda, catequista, se compró un perico. Seguía la tradición de las solteronas de antes, que a causa de tal costumbre eran llamadas “cotorronas”. Por desgracia el tal loro le salió muy majadero. Con la mayor naturalidad decía palabras como “pendejo”, “cabrón”, “chingado” y otras de similar jaez. (Según una linda leyenda, esos voquibles les fueron enseñados a los indios de México por los frailecitos franciscanos venidos de España, en tiempos de la Colonia. Hicieron que los aprendieran para que no blasfemaran al maldecir como hacían los españoles. La idea dio resultado: los mexicanos decimos aquellas palabrotas, pero no nos metemos con Dios, con la Virgen o con la hostia, como se hace en la Península). La señorita Peripalda le contó al buen padre Arsilio acerca de su soez cotorro. El sacerdote le dijo que él tenía una periquita que se la pasaba todo el tiempo en oración. Rezaba el Alabado, la Magnífica, la porla, el confiteor, el agnusdéi y el Ángelus, y más de un extenso repertorio de letanías, responsos y jaculatorias. Supuso el señor cura que si ponían a la piadosa cotorrita en la jaula del lenguaraz perico seguramente éste dejaría de maldecir. Así lo hicieron. Cuando el loro tuvo ante sí a la periquita le dijo, soez como siempre: “¡Quihubo, mamacita! ¿Nos echamos uno?”. “¡Claro que sí, guapo! –respondió, feliz, la cotorrita–. ¡Eso es lo que pedía en mis oraciones!”.
Donald Trump se hallaba en su despacho de la Casa Blanca, el llamado Salón Oval (“Oral” en tiempos de Bill Clinton). De pronto irrumpió en el despacho el chofer del presidente yanqui, un individuo de nombre Waspo. Su aspecto era de lo más extraño. Venía con el cabello y las ropas en desorden, traía en el rostro manchas de lápiz labial, presentaba evidentes signos de embriaguez y llevaba en las manos un pay de manzana. “Holy shit! –exclamó Trump con asombro-. ¿Qué te sucedió?”. Respondió el chofer: “Déjeme contarle, jefe. Yo vivo en una granja en las afueras de la ciudad. Ahí todo mundo me conoce y sabe que soy el chofer del Presidente. Ya no me llaman por mi nombre, ahora todos me dicen ‘el chofer de Trump’. Venía yo hacia acá en el automóvil cuando una mujer que iba en dirección contraria me gritó: “¡Marrano!”. Furioso por aquel insulto le mostré el dedo y le grité a mi vez: “Fuck you!”. Había yo entendido mal, señor Presidente. Lo que me quiso decir la señora es que más adelante estaba un cerdo en medio de la carretera. No alcancé a frenar. Lo atropellé y lo dejé sin vida. Conocía yo al dueño del animal pues es vecino mío. Lo encontré en el jardín de su casa, con su esposa y su hija. Seguramente advirtió que iba yo alterado, pues me preguntó con inquietud: “¿Qué te pasa?”. Le dije: “Acabo de matar al cerdo”. Al oír eso los tres aplaudieron jubilosamente, me abrazaron y bailaron llenos de alegría alrededor de mí. El vecino abrió una botella de whisky y me hizo brindar con él repetidas veces. La señora me llevó a la recámara y me dijo que como premio por lo que había hecho podía hacerle el amor. Y la hija me regaló un pay de manzana. La verdad, señor Presidente, no entiendo. No entiendo”.
El primer día de clases la maestra les dijo a los niños: “Si alguno de ustedes tiene ganas de ir al baño levante la mano”. Preguntó Pepito: “¿Levantando la mano se quitan las ganas?”.
Adivinanza de Babalucas: “¿Cómo se llama la perra que aparece en la película ‘Las aventuras de Lassie’?”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, fue con sus amigas al museo de arte. El guía les iba mostrando los cuadros: “Éste es un Van Gogh… Éste un Renoir… Éste un Manet…”. Doña Panoplia quiso mostrar sus conocimientos de pintura: “Y ése es un Picasso, ¿verdad?”. “No, señora –indicó el guía-. Es un espejo”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Un día su abnegada esposa se quejó: “Trabajo en la casa todo el día como esclava, y todavía en la noche debo ser tu amante. Dame dinero para pagar una mujer que haga el trabajo de la casa”. Replicó Capronio: “No. Mejor usaré el dinero para pagarle a una mujer que sea mi amante por la noche. Tú sigue haciendo el trabajo de la casa”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, fue invitado por un amigo a oír una conferencia intitulada “Aproximación a los agujeros de ozono”. Al final de la disertación el amigo del salaz sujeto le comentó: “Noté que te aburriste. ¿Por qué?”. Contestó Pitongo, mohíno: “Es que creí que Ozono era el nombre de una mujer de oriente”.
Doña Paya, nueva rica, decía con orgullo: “El novio de mi hija es muy guapo. Parece artista de Halloween”. La muchacha la corregía: “De Hollywood, mamá, de Hollywood”…
“¡Qué frío hace! –le dijo a doña Macalota su vecina-. Hoy en la mañana tardé 15 minutos para hacer que mi coche funcionara”. “Eso no es nada –replicó doña Macalota-. Anoche yo tardé una hora para hacer que funcionara mi marido”.
El doctor Ken Hosanna le dijo a Babalucas: “Le haré un examen de orina. Llene por favor aquel frasquito que está sobre el estante”. “Perdóneme, doctor –se disculpó el badulaque–, pero no creo que la llegue desde aquí”.
Calorina, joven mujer de cuerpo complaciente, dio a luz un robusto bebé. Una amiga le preguntó: “¿Ya tienes nombre para el niño?”. “Olvídate del nombre –repuso ella–. No tengo apellido”. Propuso la amiga: “¿Por qué no le pones el del hombre que puede ser su padre?”. “Imposible –respondió Calorina–. Tendría que llamarse Todoelbarrio”.
Una señora llegó con el otólogo y le pidió, angustiada: “¡Ayúdeme, doctor! ¡Ya tengo 14 hijos!”. “Se equivocó usted de consultorio –le indicó el facultativo–. Yo soy especialista en el oído. Lo que necesita usted es un ginecólogo”. “No, doctor –opuso la mujer–. Lo necesito a usted. Sufro principios de sordera. Todas las noches mi marido llega a la casa y me dice: ‘¿Cenamos o qué?’. Como no oigo bien le contesto: ‘¿Qué?’. Por eso tengo 14 hijos”.
Terminó el trance de amor en el Motel Kamagua. Dulcilí, núbil doncella, le entregó ahí la gala de su virginidad a Libidiano, untuoso seductor. Agotados los ímpetus de la pasión se tendió él de espaldas en el lecho, encendió un cigarrillo y le dijo a la inocente joven: “Creo, Dulcilí, que deberíamos casarnos”. “¿De veras, Libi?” –exclamó ella, emocionada. “De veras–replicó él-. Claro, a su tiempo y cada uno por su lado”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto desconsiderado y ruin. Cierto amigo le preguntó: “¿En verdad tu suegra es tan fiera como dices?”. “Y me quedo corto -respondió Capronio-. Mira: el otro día fuimos de campamento ella, mi esposa y yo, y pasamos una noche en la montaña. Los lobos encendieron fogatas para mantener alejada a mi suegra”.
Doña Jodoncia, la tremenda esposa de don Martiriano, invitó a una amiga a merendar en su casa. Le ordenó a su marido: “Ve a traer el pan para la merienda”. Salió el sumiso señor. Le dijo doña Jodoncia a la amiga: “Es tan tonto que ya verás, se le va a olvidar el pan”. Al cabo de un buen rato regresó don Martiriano. Le preguntó doña Jodoncia: “¿Por qué tardaste tanto?”. Explicó él: “Al salir me topé con la nueva vecina, esa mujer tan guapa y atractiva. Me dijo que quería conocerme, y me llevó a su departamento. Ahí nos tomamos varias copas, tras de lo cual bailamos el popular bolero “Amor perdido”. Luego me condujo a su cama y me hizo el amor. Por eso tardé”. Doña Jodoncia se volvió hacia su amiga y le dijo: “¿Lo ves? Se le olvidó el pan”.
“Pon las manos entre mis muslos”. Eso le dijo Pirulina a Simpliciano cuando se quejó de que las tenía muy frías. La noche era de invierno, y la parejita estaba en El Ensalivadero, solitario lugar al que acudían los novios que buscaban la amorosa intimidad. Ahí se mecían los automóviles como si estuvieran en un sismo, pero no había otro sismo más que el de la pasión. En el coche, Simpliciano declaró aquello de que tenía muy frías las manos. A eso respondió Pirulina con la sugerencia mencionada: “Pon las manos entre mis muslos”. Simpliciano se apresuró a decir: “También tengo muy fría la nariz”.
Picio es un hombre más feo que el pecado. Que los pecados feos, digo, porque hay algunos muy bonitos. Su esposa le tomó una foto junto al mandril del zoológico, y cuando la subió al facebook le puso esta inscripción: “Picio es el de la derecha”. Sucedió que en el curso de un trámite oficial la empleada le preguntó al feo señor: “¿Qué edad tiene usted?”. Respondió Picio: “40 años”. Preguntó nuevamente la muchacha: “¿Cuánto es eso en términos humanos?”.
A propósito de médicos, el doctor Ken Hosanna le informó a doña Macalota: “Tiene usted inflamadas las meninges”. “No es que las tenga inflamadas, doctor –repuso doña Macalota–. Así se me ven cuando estoy sentada”.
Hubo una gran inundación en la comarca, y don Poseidón y su esposa doña Holofernes se vieron obligados a salir de su granja para ir a un albergue a esperar a que las aguas se alejaran. En el citado albergue las mujeres dormían en una barraca y los hombres en otra. A don Poseidón le correspondió la parte de arriba de una litera. Sucedió que cierta noche, dormidos ya todos los de la barraca, al vejancón le dieron ganas de desahogar una necesidad menor. Medio dormido como estaba pensó que se hallaba en su casa, y automáticamente echó la mano abajo para buscar la bacinica, utensilio que se usaba en los ranchos para tal efecto. La tal bacinica recibía otros nombres eufemísticos para disfrazar el suyo, que se consideraba propio del vulgacho. En vez de decir “la bacinica” la gente bien decía “la taza de noche”, “la borcelana”, “la perica”, “la necesaria”, “la miravisiones”, “el tibor”, etcétera. Echó pues entre sueños don Poseidón la mano abajo para buscar el utensilio mencionado, y lo que agarró no fue la borcelana, etcétera, sino cierta parte del señor que dormía en la litera baja. “¡Epa, amigo! –se despertó sobresaltado el hombre al sentir el agarrón–. ¿Qué busca?”. “Perdone, caballero –se disculpó don Poseidón, ya bien despierto–. Es que me dieron ganas de hacer de la chorra”. Replicó furioso el otro: “¡Pos haga con la suya, desgraciado!”.
Rondín # 9
Don Hermógenes era un señor de los de antes. En pleno siglo actual seguía vistiendo chaqué con pantalón a rayas; gastaba polainas y zapatos de charol; se cubría con bombín; usaba reloj de bolsillo con leontina y no salía a la calle sin sus guantes y su bastón de junco. Fue a un pueblo llamado Cuitlatzintli a recibir la herencia que su tía Clotilde le dejó –la casa de la familia y una huerta de chicozapotes-, y ahí conoció a doña Veremunda, viuda de dos maridos, le dijeron, y amiga íntima de tres (eso no se lo dijeron). Don Hermógenes se había mantenido célibe –“El buey solo bien se lame”, solía decir-, pero doña Vere, a más de un abundoso tetamen y un prominente nalgatorio, era dueña de la única botica del lugar, de varios coches de alquiler y de la hacienda La Victoria, especializada en la producción de nopalitos. A doña Vere no le fue indiferente el añoso galán. La atrajo sobre todo la huerta de chicozapotes. Además el señor cura la exhortaba a tomar estado nuevamente para evitar habladurías, pues en el pueblo le decían sottovoce “La 23” en alusión a los dos maridos que había enterrado y a los tres que recibía en su casa, cada uno en diferente noche, claro, pues no era mujer promiscua. Don Hermógenes cortejó a la dama con caballerosa discreción, y ella admitió sus atenciones. Entornaba los ojos como Pola Negri cuando él le recitaba poemas de Julio Flórez o Manuel Acuña, y aceptaba los ramos de flores de garambullo que le enviaba. Una tarde doña Veremunda invitó a su pretendiente a merendar. Lo recibió en la sala de su casa, y para ambientar la ocasión puso en la vitrola el vals “Club Verde”, original del maestro Campodónico. Luego le ofreció un vaso de agua de tuna y un platito de galletas marías. Don Hermógenes estaba emocionado. Al ver el fino trato que le daba su dulcinea pensó en desposarla. Se vio frente a la caja registradora de la droguería y recorriendo en un tílburi la nopalera. Iría a la capital –se dijo- a liquidar sus muy escasos bienes, y tornaría al pueblo a dar mano de esposo a la atractiva viuda. Le dijo: “Debo ir a la ciudad, amiga mía, pero pronto regresaré, pues la llevo ya en mi corazón. Entretanto ¿me permitirá tener con usted una relación epistolar?”. Grande, muy grande fue la decepción del atildado caballero cuando ella le respondió con desenfado: “A ver: enséñeme la pistola”. Ahí acabó el romance.
El marido le preguntó a la esposa: “¿Qué puedo hacer para que alcances la plena satisfacción sexual?”. Respondió ella: “Auséntate de la casa un par de noches”.
Doña Tebaida Tridua, censora de la pública moral, cayó casi tilinte cuando leyó el siguiente cuentecillo… Un tipo le preguntó a otro: “¿Cómo te ha ido este nuevo año?”. Respondió el interrogado: “Estoy a 00”. “¿A cero cero? –se desconcertó el amigo-. ¿Cómo es eso?”. Explicó el otro: “Nada más me hace falta un palito para estar a 100”.
El marido llamó por teléfono a su esposa. Le dijo: “Trabajaré hasta tarde en la oficina. No me esperes antes de las 11 de la noche”. Inquirió la señora: “¿Puedo estar segura de eso?”.
Unos novios llegaron a la oficialía del registro civil y le pidieron al titular que los casara. Era viernes por la noche, y el encargado y su personal se disponían a retirarse. Aun así el funcionario se mostró dispuesto a oficiar el matrimonio de los jóvenes. Sucedió, sin embargo, que el muchacho no traía su acta de nacimiento y a la chica le faltaba una identificación. “Sin esos documentos no puedo casarlos —les indicó el oficial—. Consíganlos y vuelvan el próximo lunes”. Preguntó la novia, ruborosa: “¿Y no puede decirnos algunas palabritas que nos sirvan para el fin de semana?”.
En el club comentó uno de los socios: “El sexo entre un hombre y una mujer puede ser maravilloso”. Lord Highrump le dio una fumada a su pipa y declaró, solemne: “Yo nunca lo he hecho, pero ciertamente debe ser interesante eso de hacerlo entre un hombre y una mujer”.
Este otro chascarrillo también causó el desmayo de doña Tebaida Tridua… Acnerito, muchacho adolescente, se estaba confesando. Le dijo al sacerdote: “Me acuso, padre, de ser bígamo”. “No digas tonterías –se irritó el confesor-. ¿Cómo puedes ser bígamo si no estás casado?”. Explicó el muchachillo: “A veces cambio de mano”.
Don Jenizario, policía en retiro, fue con su esposa al parque donde se veían cuando eran novios. En un arrebato de nostalgia le pidió a la señora que hicieran el amor tras los arbustos, como en los años de su juventud. En eso estaban cuando llegó el gendarme de punto. Les dijo: “Quedan ustedes detenidos por faltas a la moral”. “Espera —replicó don Jenizario—. Somos colegas”. Y le mostró su credencial. Manifestó el guardia: “Está bien. A ti no te llevaré. Pero a la mujer sí: con ésta van seis veces que la sorprendo aquí haciendo lo mismo”.
La esposa de Avaricio Cenaoscuras, el hombre más cicatero y ruin de la comarca, no veía más allá de su nariz. Y para colmo era chata. El oftalmólogo le graduó lentes. El avaro, tras resistirse mucho, accedió finalmente a comprárselos. Le advirtió: “Pero te los quitas cuando no estés viendo”.
Don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, hizo una visita urgente al doctor Ken Hosanna. Le dijo: “Me picó una avispa en mi parte varonil y la traigo inflamada y dolorida. Quíteme el dolor, si es tan amable, y déjeme la inflamación”.
Empédocles Etílez, ebrio profesional, le dijo a Astatrasio Garrajarra, también asiduo bebedor: “Tengo problemas para dejar el alcohol”. “No batalles –le sugirió Astatrasio-. Déjalo en mi casa”.
En el restorán el cliente le dijo a la guapa mesera: “Me traes de cabeza”. La mujer pensó en demandarlo por acoso sexual, pero el hombre, viendo la carta de los tacos, completó: “También me traes de costilla, de lengua y de cachete”.
Las personas que son lo suficientemente sabias para dar consejos son también lo suficientemente sabias para no darlos. Un tipo le dio un consejo a su amigo. Éste le preguntó: “¿Sabes qué diferencia hay entre una pizza y el consejo que me acabas de dar?”. El del consejo se desconcertó: “No lo sé”. Le dijo el amigo: “La pizza sí la pedí”.
Una señora dio a luz en el hospital y el marido fue de inmediato a su habitación. Ahí le preguntó al médico que la atendió: “Doctor: ¿cuánto tiempo deberé esperar antes de tener sexo con mi esposa?”. En tono angustiado la señora le pidió al facultativo: “¡Por favor, doctor, dígale que al menos espere a que salga usted del cuarto!”.
Tetina, muchacha de busto generoso, le reclamó a su novio: “Me molesta que no apartes la mirada de mis bubis. Es lo único que me ves”. “No es cierto” –negó el galán, enfático. “Sí lo es –reafirmó la chica-. A ver: ¿de qué color tengo los ojos?”. Arriesgó el novio, cauteloso: “¿36 B?”.
Una mujer que era oficial de tránsito contrajo matrimonio. La noche de las bodas multó a su flamante esposo por exceso de velocidad, por no ponerse casco y por tomar la dirección equivocada.
El chiste que en seguida voy a relatar es muy procaz. No es simplemente soez o majadero: es procaz, vale decir desvergonzado, impúdico, vulgar. Sin embargo, es necesario a veces hacer a un lado los repulgos y tiquismiquis de conciencia para expresar con claridad un pensamiento. Y el que yo quiero manifestar requiere esa desfachatez o desparpajo. He aquí el cuento. Cierto individuo padecía la enfermedad llamada orquitis, esto es inflamación de los testículos. Le comentó a un amigo: “Voy a ver a un médico”. Preguntó el otro: “¿Por qué?”. Respondió el tipo: “Porque se me hinchan los huevos”. “¡Oye! –se asustó el otro–. No te pongas así. ¡Yo nada más preguntaba!”.
En la playa le dijo Capronio a su señora suegra: “Por favor, suegrita, métase al mar antes que nosotros para que espante a los tiburones”.
El famoso intelectual colgó los tenis, si me es permitida esa expresión tan poco intelectual que se emplea para decir que alguien se murió. (También se dice “chupar Faros”, “devolver el envase”, “irse de minero” o “entregar la zalea al divino curtidor”). Un reportero le preguntó a su viuda: “Antes de expirar ¿dijo su esposo algunas palabras dignas de ser recogidas por la posteridad?”. Respondió la señora: “No sé si ‘Ah chingao, ah chingao’ sean palabras dignas de ser recogidas por la posteridad”.
Don Valetu di Nario, señor de edad madura, leía un libro. Le comentó a su esposa: “Aquí dice que el cuerpo humano está hecho en su mayoría de agua. ¡Cómo me gustaría beberme el agua de que está hecha la guapa vecina de al lado!”. Replicó la señora: “¿Con qué te la vas a tomar, si ya ni popote tienes?”.
Rondín # 10
“¡Ay, quién tuviera la dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!”. Antiguo es ese proloquio mexicano, machista como el 90 por ciento de los refranes que se refieren al trato entre la mujer y el hombre. (“La mujer como la escopeta: cargada y en un rincón”. “En cojera de perro y en lágrima de mujer no creer”. “Lo mejor para quitarse el frío es tener una cobija nueva arriba y una vieja abajo”. Y por ahí). Pues bien: aquel recién casado le hacía todos los días el amor a su flamante mujercita. Semejante asiduidad hizo que a los pocos meses el muchacho quedara exangüe y abatido, cuculmeque y escuchimizado. Acudió a la consulta de un facultativo, quien después de un breve interrogatorio clínico dio con la causa de su debilidad. “Está usted abusando de su juventud –le dijo–. En adelante tenga sexo solamente dos días a la semana”. Tan rigurosa dieta entristeció al joven esposo. De regreso en su casa le dio la mala noticia a su dulcinea: “El doctor dice que debemos hacer el amor solamente dos días por semana. ¿Qué días quieres que lo hagamos?”. Respondió ella: “Los que terminen con la letra ese y los que acaben en o”. Caso muy diferente fue el de aquel señor que vivía en tensión constante a causa de su tendencia a preocuparse por todo, lo mismo por sus problemas económicos y familiares que por la situación en Siria y por la posibilidad de que le cayera encima un meteorito. Fue a ver al doctor Ken Hosanna, pero sucedió que era miércoles y el médico se había ido a jugar golf. Le dijo la bella y curvilínea enfermera que lo asistía: “El doctor puede recibirlo mañana a las 5 de la tarde, pero venga a las 9 de la noche, pues generalmente va retrasado en sus citas. Mientras tanto dígame la razón de su visita, para abrir su expediente”. Respondió el visitante: “Sufro lo que en inglés se llama stress y en francés surmenage. De continuo ando al mismo tiempo tenso y agotado”. “En ese caso –sonrió la guapa mujer– no necesita usted ver al doctor. Yo tengo el remedio para su mal. Le costará mil 500 pesos, pero créame: mi tratamiento es más grato y efectivo que cualquiera que mi jefe le pueda recetar”. Así diciendo condujo al señor al interior del consultorio y ahí le hizo el amor cumplidamente. Agradable y eficaz, en efecto, resultó la medicina. A veces Venus es mejor médico que Hipócrates. Al punto el señor sintió alivio en el cuerpo y el alma. Lo invadió un dulce sopor y se olvidó de Siria, del meteorito y de todo lo demás. Tanto le gustó aquel deleitoso fármaco que una semana después regresó al consultorio para tomarlo por segunda vez. Pero ese día sí estaba el doctor. “¿Qué lo trae por aquí?” –le preguntó. Aturrullado contestó el hombre: “Creo que tengo estrés, doctor”. “No hay problema –dijo el facultativo–. Estas pildoritas lo aliviarán. El frasco con 100 cuesta sólo 20 pesos”. Replicó el señor en tono humilde: “Si no le importa, doctor, preferiría el tratamiento de mil 500 pesos”.
Don Chinguetas habló con su esposa, doña Macalota: “Vamos a cumplir 25 años de casados. ¿Te gustaría una segunda luna de miel?”. “¡Claro que sí! –respondió ella entusiasmada–. ¿Con quién?”.
Avidia le pidió a su pretendiente: “Háblame de tus ideales, de tus sueños, de tus ilusiones, de tu sueldo…”.
Don Calendárico, señor septuagenario, fue a confesarse con el señor cura don Arsilio. “Me acuso, padre –le dijo– de que anoche le hice el amor tres veces seguidas a unas mujer que no es mi esposa”. Le indicó el buen sacerdote: “De penitencia rezarás tres rosarios”. “¡Gracias, padre! –exclamó don Calendárico lleno de emoción–. ¡Usted sí me creyó!”.
La palabra “culero” tiene muchas acepciones. En España se aplica a quien es remiso, perezoso, tardo en hacer una tarea. En El Salvador se llama así al homosexual. En Costa Rica es culero el que está al final de una fila o lista de personas. En México recibe ese apelativo el miedoso, cobarde o apocado. Empédocles, sin oír la advertencia de su amigo Astatrasio, se plantó en medio de la cantina y gritó con voz de jaque bravucón: “¡Todos los aquí presentes son culeros!”. Se levantó de su mesa un fortachón sujeto y le propinó un puñetazo que lo dejó tendido en tierra echando sangre por cinco de los nueve orificios naturales de su cuerpo. Fue a levantarlo Astatrasio, y Empédocles le dijo: “Bueno, me equivoqué nomás por uno”.
“Mi papi es muy valiente –comentó Pepito en la reunión familiar–. Es bombero voluntario, y cuando suena la sirena salta de la cama y se va a combatir el incendio. En cambio el vecino es muy miedoso: tan pronto escucha la sirena viene y se acuesta con mi mami”.
Don Chinguetas tenía una amiguita a la que cariñosamente llamaba “mi chiquita”. Una noche, tras de tomarse un par de copas, le confió al barman: “Voy a ver a mi chiquita”. Contestó el hombre: “El baño está al fondo a la derecha”.
Eglogio, rústico galán, le dijo a Bucolina, zagala pizpireta: “Vamos atrás de los nopales, chula. No te voy a hacer nada”. Replicó la lozana campesina: “Si no me vas a hacer nada, ¿entonces pa’ qué vamos?”.
Clorinda le preguntó a Veneranda, su mejor amiga: “¿Cómo te ha ido en tu matrimonio con Russio?”. “Muy bien –contestó ella, feliz–. No ha habido otra mujer en su vida más que yo. Es marido amoroso; hombre de virtud acrisolada; esposo fiel”. “Será todo eso –replicó Clorinda–, pero anoche estuve con él, y ronca mucho”.
Satanasia, la mujer de Satanás, se quejó con su marido. “Ya no hallo qué hacer con tu hijo –le informó–. Todo el día se ha portado como un ángel”.
Don Sinople, el esposo de doña Panoplia de Altopedo, les comentó a sus amigos: “Mi señora me hizo millonario”. “¿De veras?” –se admiró uno. “Sí –confirmó don Sinople–. Antes era multimillonario”.
Don Cornulio llegó a su casa antes de lo esperado y sorprendió a su cónyuge en apretado abrazo de fornicio con un desconocido. “¡Vulpeja inverecunda! –le gritó furioso–. ¡No puedo regresar de un viaje sin hallarte en coición adulterina!”. “Tú tienes la culpa –se defendió la pecatriz–. En vez de usar zapatos usas tenis. Así no puedo oírte cuando llegas y no tengo tiempo de esconder a mis amigos”.
El yerno de doña Gorgolota les contó a sus amigos: “Mi suegra me dice ‘hijo’”. Comentó uno: “Te ha de apreciar bastante”. “Me aprecia madres –replicó el muchacho–. No me dejaste terminar la frase”.
En el bungalow del club nudista la socia le dijo muy divertida a su excitado esposo: “¿Qué nunca has visto vestirse a una mujer?”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, invitó a merendar en su casa a don Añilio, apetecible caballero. Le dijo él dándole un sorbo a la copita de rompope que ella le había servido: “Entiendo, amiga mía, que el cuerpo humano está formado en un 90 por ciento de agua”. Con un mohín de coquetería le preguntó la señorita Himenia: “¿Y no tiene usted sed?”.
El doctor Ken Hosanna le dijo a su enfermera: “En efecto, señorita Dulcimelia: el resfriado que presenta don Tosilio es contagioso. Pero eso no justifica que le aviente usted desde lejos el termómetro rectal, y además con cerbatana”.
En la esquina del ring el mánager de Kid Lona le aconsejó a su peleador, que se veía en apuros: “Cambia de táctica, Kid. Intenta golpearlo”.
Aquella mujer fue a juicio acusada de haber asesinado a su consorte dándole una dosis de estricnina, suficiente para matar un elefante. Frente al jurado el fiscal le pidió que explicara su reprobable acción. “Soy mujer muy religiosa, licenciado –se justificó la criminal–. Quería separarme de mi esposo, pero de una manera decente, no divorciándome como una hereje”.
La esposa de Capronio le dijo en la playa: “Voy a cubrir con arena a mi mamá”. Le aconsejó el ruin sujeto: “Primero ve si hay suficiente arena”.
El atribulado señor le pidió a su hijo de 20 años: “Lugardito: hoy en la noche voy a salir con tu mamá, y quiero impresionarla. ¿Podrías prestarme mi coche?”.
Rondín # 11
Terminada la jornada de trabajo el odontólogo recibió a solas en su consultorio a una amiguita que tenía. Tomó el teléfono y llamó a su esposa. “Tardaré un poco en llegar, mi amor –le dijo–. Tengo que llenar una cavidad”.
En el Motel Kamagua hay este anuncio: “¡Sea usted original! ¡Traiga a su esposa!”.
La mujer del jefe indio le dijo: “Sí, ya sé que te llamas Toro Sentado. Pero también hay otras posiciones”.
Rosibel, la secretaria de don Algón, lo amenazó: “Jefe: o me da el aumento de sueldo que le pido o traigo mi diario y lo leo en la próxima junta de personal”.
Facilda Lasestas causó el asombro a sus antiguas compañeras de colegio cuando en la reunión anual encendió un puro. Le preguntó una, intrigada: “¿Desde cuándo fumas eso?”. Contestó doña Facilida: “Desde que mi marido llegó a la casa cuando no lo esperaba y vio un puro humeando en el cenicero de mi buró”.
En la fiesta le pidieron a una chica que cantara “Despacito”. Lo hizo, aunque de prisa. Al término de la interpretación la felicitó Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne: “¡Qué bien cantas!”. Respondió ella: “Y eso que tengo laringitis”. Pitongo la invitó a bailar. Acabada la pieza volvió a encomiarla: “¡Qué bien bailas!”. Repuso la muchacha: “Y eso que tengo pies planos”. Seguidamente la invitó a su departamento. Una vez efectuado el consabido trance, Afrodisio repitió el elogio: “¡Qué bien follas!”. Declaró la chica: “Y eso que tengo herpes”.
Un tipo discutía con otro en el bar. Le dijo, retador: “Soy hombre de pocas palabras”. “No importa –manifestó el otro–. Te vendo un diccionario. Ahí vienen muchas”.
En la noche de bodas Simpliciano tomó por los hombros a Pirulina, su linda mujercita, y le preguntó, solemne: “¿Soy el primero con quien haces esto?”. Contestó ella: “Antes de responderte necesito que me digas qué vamos a hacer y cómo, para saber si es la primera vez que lo hago”.
La señora Nacareta regresó a su domicilio antes de lo previsto y sorprendió a su esposo Calorino en ilícito consorcio de carnalidad con la joven y bien formada criadita de la casa. “Perdóname, mujer –se justificó el cachondo señor–. Me dejé vencer por el apetito de la carne”. Días después don Calorino encontró a su mujer en trance de fornicio con el vecino de al lado. “Discúlpame, marido –le dijo la señora–. Yo tampoco soy vegetariana”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, abordó el elevador en el piso 36 del edificio para ir a la primera planta. El elevadorista bajó a la velocidad del rayo y detuvo con violencia el ascensor. Tal fue la sacudida que el muchacho se preocupó. “¿Frené demasiado bruscamente?”. “No –replicó doña Panoplia con tono ácido–. Siempre acostumbro llevar los calzones en los tobillos”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, compró un loro. Días después regresó a la tienda de mascotas y le peguntó al dueño si el perico que le había vendido era macho o hembra. “Difícil es saberlo –contestó el hombre–. Pero haga lo siguiente: dele únicamente galletitas a mañana tarde y noche durante un mes. Si al cabo de ese tiempo el cotorro dice con enojo: ‘¡Ya estoy de galletitas hasta los güevos!’, eso significará que es macho”.
El Lobo Feroz le hizo a Caperucita Roja una petición indecorosa. Caperucita la rechazó con energía. Dijo: “Eso no le gustaría a mi abuelita”. Respondió el Lobo: “A tu abuelita eso le encanta”.
Un antropófago le comentó a otro: “Siento hambre”. “Vamos a mi casa –lo invitó el otro–. Tengo ahí un misionero y un pigmeo. ¿A cuál de los dos prefieres?”. “Al misionero –contestó el caníbal–. La botana me quitaría el apetito”.
En tiempos muy pasados los delincuentes de Inglaterra eran enviados a Australia, especie de colonia penitenciaria. Sucedió recientemente que el equipo inglés de críquet fue a Sidney a competir contra el team australiano. A la llegada al aeropuerto un empleado de migración le preguntó a uno de los jugadores británicos: “¿Tiene usted antecedentes penales?”. “No –respondió él–. ¿Qué todavía se necesitan?”.
Un individuo entró en la farmacia y le pidió al encargado un paquete de condones. “Pero los quiero negros” –precisó. “¿Por qué?” –inquirió con extrañeza el farmacéutico. Explicó el tipo: “Mi pobre esposa pasó a mejor vida hace un mes, y le estoy guardando luto”.
Aquel señor estaba leyendo (viendo, más bien) el “Kama Sutra”. Eso no tendría nada de particular de no ser porque el lector tenía más años que un perico. Lo natural habría sido que estuviera leyendo la “Imitación de Cristo”, de Kempis, o “En el ocaso de mi vida”, del maestro Vasconcelos, pero no esa obra de erotismo. Su nieto mayor le preguntó: “¿Qué lees, abuelo?”. Respondió el anciano, pesaroso: “Un libro muy triste”. “¿Triste? –se asombró el muchacho–. Es el “Kama Sutra”. ¿Cómo puedes decir que es triste esa obra que enseña a disfrutar la plenitud del sexo?”. “Hijo mío –suspiró el añoso señor–. A mi edad todo lo que tiene que ver con el sexo es algo muy triste”.
Simpliciano, joven varón sin ciencia de la vida, casó con Pirulina, muchacha sabidora. Al año del matrimonio ella solicitó el divorcio. El juez de lo familiar llamó al joven marido y le comunicó la demanda de su esposa. “Dice que ya tienen un año de casados, y que usted no ha consumado el matrimonio”. Replicó Simpliciano muy desconcertado: “No sabía que tenía prisa”.
Ya conocemos a Capronio. Es un sujeto ruin y desconsiderado. Un amigo le dijo: “He notado que llevas siempre en tu cartera un billete de 20 pesos, y que nunca te deshaces de él. ¿Por qué?”. Explicó el majadero: “Es que no tengo una fotografía de mi esposa, y se parece mucho a don Benito Juárez”.
El padre Arsilio y el rabino Mohel tenían muy buena amistad. Solían jugar dominó todos los viernes, con el compromiso de que ninguno de ellos invocaría al Señor para pedirle que le enviara buenas manos. Una tarde el rabino pasó por el sacerdote a la iglesia, y se encontró con que tenía una fila muy larga de feligreses que iban a confesarse. En eso sonó el celular del padre Arsilio. Quien llamaba era el obispo, que le ordenaba ir de inmediato a su oficina. El buen sacerdote le dijo al rabino: “No puedo pedirles a los fieles que me esperen, y tampoco puedo despacharlos después de tanto tiempo que han esperado. Les diré que eres cura como yo. Simplemente escúchalos e imponles una penitencia. De darles la absolución se encargará el Señor”. El rabino Mohel entró en el confesonario. Una linda muchacha le dijo: “Acúsome, padre, de que anoche hice el amor con mi novio”. “De penitencia –le indicó el rabino– rezarás cien padrenuestros”. “¡Cien padrenuestros! –se asustó la chica–. ¡Por el mismo pecado el padre Arsilio me hace rezar nada más cinco!”. Explicó el rabino: “Es que él no sabe lo sabroso que es eso”.
El señor Manguitas, viejo empleado de oficina así llamado por sus compañeros porque se ponía unas mangas con elástico para no ensuciarse los puños de la camisa al escribir, le pidió a don Algón, su jefe, que le permitiera unas palabras. “Dime” –accedió el ejecutivo. “Señor –dijo con temblorosa voz Manguitas–, tengo 45 años de trabajar aquí. En todo ese tiempo no he faltado un solo día, y sólo llegué tarde –6 minutos nada más– el día que fui a darle cristiana sepultura a mi santa madrecita”. “¿6 minutos? –se puso severo don Algon poniéndose en pie para despedirlo–. En adelante procura ser más puntual”… .
Rondín # 12
El marido regresó a su casa de su visita al médico y le informó a su esposa: “Dice el médico que no puedo hacer el amor”. “¡Caramba! –se admiró la mujer–. ¿Cómo lo supo?”.
Don Chinguetas se sorprendió bastante cuando su esposa doña Macalota, que generalmente se mostraba poco interesada en la cuestión del sexo, le dijo: “Tengo una fantasía. Me imagino que estoy con dos mujeres”. “¿Dos mujeres?” –exclamó con azoro don Chinguetas–. “Sí –confirmó doña Macalota–. Una cocinando, la otra haciendo el aseo de la casa, y yo sentada en un sillón viéndolas trabajar”.
“Sospecho que mi esposa me está engañando con un esquimal” –le dijo un leñador de Alaska a su amigo. Preguntó el otro: “¿Por qué supones eso?”. Explicó el receloso marido: “Llego a mi casa y oigo ruidos extraños. Abro el clóset, y nunca hay nadie ahí”. Acotó el amigo: “Ésos se esconden en el refrigerador”.
El encargado de la sección internacional del diario le informó al director: “Hubo un temblor de 9 grados en Polonia. Desapareció todo un pueblo de nombre Szxplndzajprmntlwf”. Le indició el jefe: “Averigua cómo se llamaba antes del terremoto”.
Terminado el trance de amor, Libidiano le manifestó a su novia Claribel: “¡Cuántas ventajas tienen ustedes las mujeres sobre nosotros los hombres!”. “¿Por qué lo dices?” –quiso saber ella”. Replicó Libidiano: “Después de haber hecho lo que acabamos de hacer tú no tienes que preocuparte de si yo quedé embarazado o no”.
Pepito le preguntó a su madre: “Mami: la guapa vecina del 14 ¿es medicina?”. La señora se extrañó al oír esa pregunta. Contestó: “No entiendo. ¿Por qué piensas que esa mujer es medicina?”. Respondió Pepito: “Porque mi papi, cada vez que la ve, dice: ‘¡Cómo me gustaría recetármela!’”.
Don Calendárico, señor de edad madura, les comentó en el café a sus amigos: “Dicen que los rayos equis pueden ser causa de impotencia. Ha de ser cierto porque hace 50 años me tomé una radiografía y ya me está empezando a hacer efecto”.
El cuento que cierra hoy el telón de esta columnejilla es en extremo osado. Lo leyó doña Tebaida Tridua, censora de la pública moral, y sufrió un repentino yeyo del cual sólo volvió con frotamientos de alcohol en la región del píloro. Las personas que no gusten de leer cuentos osados sáltense hasta donde dice FIN… La nueva criadita de la casa encontró en la recámara un condón. Le preguntó a su patrona: “¿Qué es esto, señito?”. “¡Ay, Manolina! –respondió la señora entre apenada y divertida–. ¿Qué en tu pueblo no hacen el amor?”. “Sí lo hacemos –contestó la muchacha–. Pero no hasta despellejarnos”… FIN.
La manicurista tenía por busto dos globos terráqueos en que cabían los cinco continentes. Don Chinguetas no podía apartar los ojos de aquellas fruitivas redondeces que convocaban lo mismo a la vista que al tacto y al gusto. Mirándolas estaba con delectación morosa cuando la guapa chica advirtió en la mano de su cliente una uña que había crecido más que las otras. Le dijo a don Chinguetas: “Se la voy a cortar”. “¡No, señorita, por favor! –se espantó él–. ¡Yo nomás estaba viendo!”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, entabló conversación en el lobby bar del hotel con una linda chica. Después de invitarle un par de copas le dijo: “Vamos a mi cuarto. Tengo ahí una colección de dibujos chinescos que te gustará”. “Mentira –repuso la muchacha–. Tú lo que quieres es aprovecharte de mí”. “¡Como piensas eso! –protestó Afrodisio–. A ver: ¿cuánto tiempo tenemos de conocernos?”. Respondió la chica: “10 minutos”. Preguntó Afrodisio: “Y en todo ese tiempo ¿te he dicho alguna mentira?”.
Los novios salieron de la iglesia donde acababan de casarse. El flamante desposado vio en el atrio a un grupo de individuos que se retorcían de la risa al tiempo que lo señalaban, burlones, con el dedo. Se volvió hacia su mujercita y le preguntó, severo: “Dime la verdad, Glafira. ¿Esos hombres saben de ti algo que yo no sé?”.
Un elegante tipo con aspecto de magnate pidió hablar con el buen padre Arsilio. “Señor cura –le dijo–, vengo a darle las gracias. Soy hombre rico y mi riqueza se la debo a usted”. “¿Cómo es eso, hijo?” –se sorprendió el sacerdote. “Sí, padre –confirmó el visitante–. Mi fortuna tuvo su origen en un consejo suyo”. Preguntó don Arsilio, intrigado: “¿Qué consejo fue ése?”. Relató el otro: “Una vez usted dijo en su sermón: ‘No vayan a la cantina, hijos. El único que gana ahí es el cantinero’. Me impresionaron tanto sus palabras que puse una cantina. Y en efecto, gané mucho y me hice rico”.
Éstos eran dos actores amigos entre sí (aunque parezca increíble se puede dar el caso de que dos actores sean amigos entre sí). Quizá uno de ellos no tenía idea clara de lo que es la amistad, pues andaba en enredos fornicarios con la mujer de su amigo. Una tarde se estaba refocilando con la pecatriz cuando llegó el esposo. Le preguntó el ofendido cónyuge al cachondo actor: “¿Qué estás haciendo?”. Respondió el sujeto: “Poca cosa. Un papel secundario en una novela y un par de comerciales en la tele. Pero Woody Allen me está buscando para su próxima película”.
La gallinita puso un huevo. En eso se le acercó su “lascivo esposo vigilante, doméstico es del sol, nuncio canoro que, de coral barbado, no de oro ciñe sino de púrpura turbante”. (Esa gongorina descripción del gallo pertenece a Góngora). La apurada gallina vio venir a su marido, y mostrándole el huevo que acababa de poner le dijo en voz baja: “Aquí no, Pisancio. Nos puede ver el niño”.
Aquel marido llegó a su casa cuando no se le esperaba, y al entrar oyó voces y ruidos provenientes de la alcoba. Los ruidos eran parecidos a éste: “chaca chaca”, como de cama que se agita. Las voces eran: “¡Mamashita! ¡Negro santo! ¿De qué chon? ¡Dale más aprisa!”. Irrumpió en la habitación el lacerado y lo que vio lo dejó mudo. He aquí que su mujer estaba concuasando su honra en compañía de un desconocido. “¡Ah! –rugió con furia ignívoma el mitrado esposo dirigiéndose al abarraganado-. ¡Esto me lo va a pagar usted muy caro!”. “Lo entiendo, señor –respondió con mansedumbre el individuo–. Todo ha subido mucho últimamente”.
Don Algón, salaz ejecutivo, fue con la linda Rosibel al solitario paraje llamado El Ensalivadero. En el cielo brillaba la luna (mejor lugar no pudo haber hallado para brillar). Exclamó Rosibel: “¡Cómo me pone romántica la lana! Perdón, la luna”.
Don Pachichi, señor de edad provecta, llegó al pueblo a recibir la herencia que le dejó su tía Marula. Grande fue su desencanto cuando el notario le informó que la tal herencia consistía únicamente en una suscripción de por vida a la revista semestral “Flores y espigas”, órgano de la Cofradía de la Reverberación. El desilusionado señor se consoló recordando un refrán de Sancho Panza: “Desnudo nací; desnudo me hallo. Ni pierdo ni gano”. Otro consuelo halló: la señorita Himenia Camafría, amiga de doña Marula, lo invitó a merendar en su casa. Al principio la conversación giró en torno de la finadita –“¡Tan buena que era! ¡Tan sabrosas que le salían las albóndigas en salsa de chilpotle!” –, pero luego Himenia hizo recaer la charla en cuestiones de mayor interés, al menos para ella: “Y dígame, amigo mío: ¿es usted soltero, casado, viudo o divorciado?”. “Soltero soy, querida señorita. Los lazos de Himeneo no han conseguido aún aprisionarme”. “¿Se puede saber por qué?”. “Es por mi mala suerte; ese destino aciago que me persigue desde el sexenio de don Adolfo”. “¿Ruiz Cortines o López Mateos?”. “De la Huerta. No se ha cruzado por mi senda la mujer a la cual entregaré mi corazón. Y ni siquiera puedo hallar en la bebida alivio a mi tristeza, pues cada vez que tomo, aunque sea un solo trago de licor, me da por arrojarme con intenciones lúbricas sobre la mujer que tengo más cercana”. Dijo entonces la señorita Himenia: “La botella está sobre el refrigerador”.
Don Poseidón le preguntó, severo, al pretendiente de su hija: “¿Está usted seguro, joven, de que puede hacer feliz a Dulciflor?”. “¡Uh! –exclamó con suficiencia el galancete–. ¡La hubiera visto anoche!”.
Un juez local conoció el caso de cierto ciudadano que se quejó de haber sido insultado en una farmacia. Explicó el farmacéutico: “El señor me preguntó qué debía hacer con el supositorio que le recetó el médico. Yo lo único que hice fue decírselo”.
El padre Asilio le reclamó a don Poseidón: “Siempre te duermes en mis sermones”. El vejancón se defendió: “Padre: ¿usted cree que me dormiría si no tuviera absoluta confianza en lo que va a decir?”.
Rondín # 13
Doña Macalota estaba hablando acerca de don Chinguetas, su marido. Dijo: “Cuando nos casamos tenía cuello de atleta; bíceps de atleta; torso de atleta… Ahora lo único que le queda de atleta es el pie”.
Un conocido político viajaba en jet y entabló conversación con su vecino de asiento. Éste, que lo conocía de oídas, le dijo: “Según los periódicos es usted muy indeciso. ¿Es cierto?”. En eso llegó la azafata y le preguntó al político: “¿Quiere usted café o té?”. El hombre ponderó la cuestión y pidió luego: “Mitad y mitad”.
Picio, hombre feo de solemnidad, invitó a Dulciflor a tomar una copa. La muchacha, que era de naturaleza compasiva, aceptó la invitación para no herir los sentimientos del endriago, pero –a fin de no dar lugar a equívocos– invitó a su vez a una amiga suya. Dulciflor y Picio pidieron sendas margaritas y la otra chica pidió un vampiro. Cuando el mesero regresó con las bebidas le preguntó a la amiga de Dulciflor: “¿Usted es la del vampiro?”. “No –respondió la interrogada–. Él viene con mi amiga”.
Llovía copiosamente. La esposa de don Languidio Pitocáido le sugirió: “Saca esa cosa por la ventana. He leído que con la lluvia todo cobra vida”.
Libidio, lascivo galán, llevó a su novia al romántico y solitario paraje llamado El Ensalivadero. Sobre el césped tendió una cobija que para el efecto llevaba preparada y sobre ella tendió a Flordelisia, que así se llamaba la muchacha. Procedió luego a realizar con ella el consabido trance natural. En eso estaban cuando la chica exclamó emocionada: “¿Verdad que es muy hermoso el cielo constelado?”. Entre acezos respondió Libidio: “No estoy en posición de opinar”.
Doña Jodoncia y su abnegado esposo fueron a una cena. El anfitrión le dijo con asombro a don Martiriano: “¡Qué alta es su señora! Calculo que mide más de 2 metros de estatura”. Replicó mansamente don Martiriano: “Cuando se quita la faja mide 1.60”.
Hamponito, el hijo del narco de la esquina, asistió a la fiesta de cumpleaños de uno de sus amiguitos. El cumpleañero sopló sobre las siete velitas de su pastel y las apagó todas. Los asistentes aplaudieron, pero Hamponito se lanzó sobre el niño y le dio un puñetazo. La mamá del pequeño le preguntó azorada: “¿Por qué le pegaste?”. Respondió Hamponito con ominoso acento: “Por soplón”.
Un tipo denunció penalmente a otro por el delito de lesiones. Le dijo al juez que golpeándolo con una pala el acusado lo había dejado sin cara en qué persignarse. El abogado del denunciante adujo ante el juzgador: “Y cuando este individuo atacó a mi cliente él estaba inerme, sin nada con qué defenderse”. Se volvió contra el golpeado y le indicó: “Dígale a su señoría qué tenía usted en las manos cuando el acusado lo atacó. ¿Verdad que no tenía nada?”. “Bueno –acotó el hombre–. Tenía en las manos las pompas de la mujer del acusado, pero ni modo de defenderme con ellas”.
A aquella chica que trabajaba en una fábrica y era de cuerpo complaciente le decían “La pies planos”. Pisaba con toda la planta.
En el lecho conyugal don Chinguetas se acercó amorosamente a su esposa doña Macalota. Era evidente que aquel acercamiento tenía intención erótica. Al sentir la proximidad de su marido la señora hizo una extraña declaración, que ciertamente sacó de onda a don Chinguetas. Manifestó de buenas a primeras: “La amnesia es contagiosa”. “¿Cómo dijiste?” –se desconcertó el señor. Repitió ella: “Dije que la amnesia es contagiosa”. Don Chinguetas habría esperado que su mujer le dijera lo de costumbre: “Esta noche no. Me duele la cabeza”, pero no aquello de “La amnesia es contagiosa”. Le preguntó: “¿Por qué dices eso?”. Contestó doña Macalota: “A ti se te olvidó que ayer fue mi cumpleaños y ahora a mí se me acaba de olvidar cómo descruzar las piernas”.
Don Languidio Pitocáido, señor de muchos calendarios, se estaba aplicando en el rostro un sospechoso mejunje. Su esposa le preguntó, extrañada: “¿Qué es eso que te estás poniendo?”. Contestó don Langudio: “Es una crema rejuvenecedora”. “Ah, vaya –dijo la señora–. Entonces te la estás poniendo en el lugar equivocado”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, asistió a la junta semanal del club Flores de Otoño, formado por adultos mayores. Ahí entabló conversación con un solitario individuo que sin hablar con nadie bebía su vaso de limonada en un rincón. “Nunca lo había visto en el pueblo, señor…”. “Ripper –completó el sujeto–. Soy de aquí y he regresado después de mucho tiempo”. Preguntó, untuosa, la señorita Himenia: “¿Por qué tan larga ausencia, si no es un gran secreto?”. “No lo es –repuso el tipo–. Acabo de salir de la cárcel. Estuve ahí 20 años por haber asesinado a mi mujer. La maté con un hacha porque no me planchó bien una camisa. Primero le corté la cabeza, luego los brazos y las piernas, después hice pedazos el cuerpo y arrojé todo a un albañal”. Con un mohín de coquetería dijo la señorita Himenia: “Ah, con que solterito ¿eh?”.
Don Cucoldo le reclamó enojado a su compadre Braguetino: “Me dijeron, compadre, que lo vieron salir del Hotel Ucho en compañía de mi esposa”. Protestó con vehemencia Braguetino: “¡No es cierto, compadrito! ¡Se lo juro por la Biblia que estaba en el cajón del buró!”.
El padre Arsilio confesaba a un nuevo feligrés, extranjero a juzgar por su modo de hablar. El hombre se acusó de haberle dicho “atorrante” y “pelotudo” a su patrón. “Hiciste mal, hijo mío –lo amonestó el buen sacerdote–. Debes respetar a tus superiores”. “Ya lo sé –admitió el individuo–. Pero hasta ahora no he encontrado a ninguno, che pibe”.
Lord Feebledick inscribió a su caballo en la carrera de Ascot. Grandes fueron su enojo y su mohína cuando el animal llegó a la meta en último lugar, 18 cuerpos atrás del que ocupó el penúltimo. Con acrimonia reprendió al jockey: “¡Pudiste haber llegado antes a la meta!”. “Es cierto, milord –concedió el jinete–. Pero el reglamento me prohíbe bajarme del caballo”.
Por “anfibología” se entiende una manera de hablar que puede prestarse a equívocos. En anfibología incurrió aquella joven señora que lucía un próspero embarazo. Era dueña de un local comercial. Como disponía de más terreno en la parte posterior se propuso construir otro, y empezó la obra. Llegó un sujeto y le pidió que le alquilara el local del frente. Le dijo la muchacha: “Cuando salga de esta ampliación podré ofrecerle tanto el de adelante como el de atrás”.
El hijo mayor de don Chinguetas iba a comprar su primer coche. Le dijo su padre: “Antes de comprarlo recuerda que ahora son más grandes y duran toda la vida”. “No, papá –lo corrigió el muchacho–. Ahora los autos son más pequeños que antes y no duran tanto”. Precisó don Chinguetas: “Hablo de los pagos”.
Don Algón y su empleado Pitoncio fueron a jugar golf. Delante de ellos iban dos mujeres. Declaró Pitoncio: “Una de esas mujeres es mi esposa y la otra mi amante”. “Vaya, vaya –ponderó don Algón–. El mundo es un pañuelo. Estás despedido”.
Tres esposas intercambiaban información acerca de los métodos anticoncepcionales que empleaban. Una recurría a la píldora. Otra usaba el método natural, del ritmo (cada año salía embarazada). Manifestó la tercera: “A mí me da muy buen resultado el método del plato”. “¿Qué método es ése?” –preguntaron las otras, intrigadas. Explicó ella: “Supongamos que mi marido y yo estamos haciendo el amor. Cuando los ojos se le ponen como plato me doy el sacón”.
Las dos guapas modelos procedieron a desvestirse en el camerino. Una notó que su compañera traía marcada en el abdomen la letra A. Le preguntó la razón de esa señal. “No me la había visto –replicó la chica–, pero seguramente se debe a que mi novio, quien tiene hermoso nombre, Armando, me abrazó estrechamente y me quedó grabada la inicial que lleva en la hebilla de su cinturón”. Cuando la otra se quitó la ropa resultó que traía inscritas en la misma parte, el bajo vientre, las letras WMC. “¿De qué son esas letras?” –inquirió su amiga. “Tampoco me las había visto –contestó la modelo–. De seguro se deben a que mi novio motociclista pertenece al World Motorcycle Club. Antes de venir estuvimos juntos, y con las prisas se le olvidó quitarse el casco”.
Rondín # 14
Mis cuatro lectores conocen a Capronio. Es un sacapelotas, o sea un individuo despreciable. La otra noche le dijo a su abnegada cónyuge: “Arréglate, Sufricia. Esta noche vamos a cenar fuera”. Ella se llenó de regocijo pues tal invitación de su marido era en verdad inusitada, tanto que a la señora sus vecinas le decían “La tenencia” porque su esposo la sacaba sólo una vez al año. Se bañó, se maquilló, se perfumó, vistió sus mejores ropas y se emperifolló cumplidamente. Capronio entonces sacó una mesa y dos sillas a la calle y le dijo a su azorada esposa: “Haz la cena y tráela acá. Te dije que íbamos a cenar fuera”. (Nota: además de sacapelotas Capronio es un cabrón).
Gladiolina, muchacha soltera, iba a ser mamá. Sus amigas le hicieron un baby shower y en el curso de la fiesta le preguntaron: “¿Cuál será el nombre del niño?”. Respondió ella: “Se llamará como su padre”. Comentó una por lo bajo: “Tendrá que ponerle Todoelbarrio”.
Pepito y su tía Mascarola iban por el bosque. Se oía el murmurar del viento entre los árboles; había trinos de aves en las frondas y se escuchaba la canción del agua en el riachuelo. “¡Ah, Pepito! –exclamó Mascarola–. ¡Si supieras cuánto amo a la naturaleza!”. “¡Qué buena eres, tíita! –se emocionó Pepito–. ¡La amas a pesar de lo que te hizo!”.
Una ancianita fue sorprendida robándose las cintas funerarias en las tumbas del cementerio militar. El juez le preguntó, severo: “¿Por qué roba usted esas preseas de homenaje a los veteranos de la guerra?”. Respondió la viejecita: “Soy pobre, señor juez. Uso la seda de las cintas para confeccionarme mi ropa interior”. El juzgador ordenó que una mujer policía certificara si era cierto lo que afirmaba la ancianita. La oficial hizo la revisión correspondiente y encontró que su declaración era verdad. En efecto, en el corpiño, la prenda que cubría el busto, tenía una inscripción que decía: “Caído en el cumplimiento del deber”, y la prenda de abajo mostraba otra frase que decía: “Al héroe de mil batallas”.
La linda secretaria Rosibel salió de la oficina de don Algón componiéndose el vestívido y arreglándose el peinávido. En eso llegó Folderita, la encargada del archivo, y le pidió que la anunciara con el jefe. “Voy a pedirle un aumento de sueldo” –declaró. “Regresa en unos días –le aconsejó Rosibel–. Acaba de darme un aumento a mí y tiene completamente agotado el poder de decisión”.
El campeón de golf del club hizo un largo tiro y la pelota fue a caer en una trampa de arena. Dijo Babalucas: “Excelente tiro”. Hizo su segundo tiro el gran golfista y la pelota cayó en el hoyo. Comentó Babalucas: “Ahora sí va a batallar pa’ sacarla de ahí”.
Meñico Maldotado tenía casi despoblada la región de la entrepierna. A pesar de su minusvalía casó con Pirulina, muchacha sabidora. La noche de las nupcias el desposado dejó caer con actitud sensual la bata de cretona azul que su mamá le había confeccionado para la ocasión. Lo vio Pirulina al natural y sugirió: “¿Qué te parece si mejor vemos la tele?”.
El doctor Herrioto, médico veterinario, se disponía a inseminar artificialmente a una vaca. La vaquita habría preferido ser inseminada a la antigüita, pero aún así se volvió hacia el doctor y, para su sorpresa, le habló así: “¿Qué ni siquiera me vas a dar un besito antes?”. (Solía decir la señorita Himenia Camafría, madura señorita soltera: “Yo cuando me muera no quiero que me entierren. Más bien me gustaría que me inseminaran”).
El hijo de don Poseidón se iba a casar. Le dijo solemnemente el viejo: “Hijo mío: éste es el día más feliz de tu vida”. Aclaró el muchacho: “Mañana es cuando me caso, padre”. “Precisamente –confirmó don Poseidón–. Este es el día más feliz de tu vida”.
Don Sinople y doña Panoplia, esposos de buena sociedad, iban a comprar una nueva residencia. El agente de bienes raíces les mostró una. Después de recorrerla opuso don Sinople: “La casa no tiene cuarto de juegos. ¿Dónde voy a meter a mis amigos?”. Y doña Panoplia objetó: “La recámara no tiene clóset. ¿Dónde voy yo a meter los míos?”.
Don Pachito, señor de muchos años, casó con Pomponona, mujer en flor de edad y buenas carnes. Los hijos del provecto galán pensaron en los riesgos que el matrimonio podía traer consigo para su genitor, y acordaron que en la luna de miel los novios durmieran en habitaciones no sólo separadas sino también alejadas entre sí. Para Pomponona reservaron en el hotel el cuarto 101 que estaba al principio del corredor, y para su padre el 150 que se hallaba al final. Al día siguiente de la noche de bodas, la flamante novia y el añoso desposado lucían una sonrisa de felicidad, si bien ella se veía ojerosa y él un poco débil. Los hijos del recién matrimoniado le preguntaron a Pomponona qué había sucedido. Respondió ella: “Sucedió que su papá no me dejó dormir en toda la noche. Cuatro veces me visitó en mi cuarto y las cuatro hizo obra de varón, igual que si tuviera 20 años. Iba por la quinta, pero no tuve fuerzas ya para recibirlo y le pedí que me dejara descansar un poco”. Uno de los hijos, preocupado, le comentó a su orgulloso padre: “Con razón te vez tan cansado, papá”. Replicó don Pachito: “Eso no me cansa. Lo que me fatigó un poco fue el ir y venir por ese corredor tan largo”.
Aquel señor llegó a su casa en hora desusada y oyó en la alcoba ruidos igualmente desusados. Lo que en el aposento vio lo hizo concebir graves sospechas: su esposa se hallaba desnuda sobre el lecho y un hombre en calzoncillos estaba tomándole el pulso. “¿Quién es usted y qué hace?” –le preguntó al sujeto. “Soy médico –respondió el tipo–cautelosamente para no enojarlo–, y estoy examinando a la señora”. “¿En calzones?” –rebufó el marido. “Señor mío –replicó, solemne, el individuo–, cada doctor tiene su propia técnica para examinar”.
Doña Panoplia le comentó a su comadre Gules: “No sé qué pensar. Hallé en un bolsillo de mi esposo una pantaleta de mujer”. “¡Ah! –exclamó la comadre–. ¡Entonces él fue el que se la llevó!”.
Florisela y Dulcibel se encontraron después de algún tiempo de no verse. La primera lucía ropa finísima, zapatos de lujo, bolsa de marca y accesorios caros. Dulcibel le preguntó: “¿Qué haces para tener todo eso?”. Respondió Florisela: “Coso”. Y dijo Dulcibel con fingida admiración: “¡Qué suavecito pronuncias la jota!”.
Don Pachichi era un señor de muchos años. Aun así se las arregló para convencer a Dulciflor de ir con él al Motel Kamagua. Lo que ahí vio la linda chica la sorprendió bastante. “¡Caramba, don Pachichi! –exclamó admirada –. ¡Yo pensé que lo suyo ya estaba en vías de extinción, y estoy viendo que está en vías de extensión!”.
Babalucas le comentó a un amigo: “¿Sabías que Binubio es muégano?”. “¿Cómo muégano?” –se desconcertó el amigo. “Sí, hombre –confirmó el badulaque –. Ésos que tienen dos esposas”.
Los recién casados llegaron al hotel donde iban a pasar su noche de bodas. Les preguntó la recepcionista: “¿Quieren cama king size o matrimonial?”. “king size” –se apresuró a decir la desposada. El enamorado novio le preguntó por lo bajo: “¿Por qué king size, mi amor? En cama matrimonial estaremos más juntitos”. “King size –insistió ella –. Espera a que me quite la faja”.
Un tipo le contó a otro: “Mi esposa y yo éramos muy cachondos cuando novios. Hicimos el amor antes de casarnos”. Replicó el otro: “Muchas parejas hacen el amor antes de casarse”. Preguntó el tipo: “¿En el atrio de la iglesia?”.
Entre meseros, taxistas y maleteros el actor Robert De Niro tiene fama de avaro cuando de dar propinas se trata. Se le llama Robert No De Niro, pues su apellido suena como la palabra “dinero” en español. En cambio Jackie Gleason era muy apreciado por las espléndidas propinas que solía dar. En cierta ocasión le preguntó al croupier de un casino de Las Vegas cuál era la propina más grande que había recibido. “2 mil dólares, mister Gleason” –contestó el empleado. El artista contó 2 mil 500 dólares y se los entregó. “Aquí tienes. Ahora podrás decir que la mayor propina de tu vida te la dio Jackie Gleason. Pero dime: ¿quién te dio la de 2 mil?”. Respondió el croupier: “Usted”.
En tratándose de un ciudadano privado cabe recordar al tipo que ganó 5 millones en la lotería. Se desapareció del pueblo, y al cabo de un año regresó sin un centavo. Alguien le preguntó: “¿En qué gastaste todo ese dinero?”. Respondió el sujeto: “Un millón en mujeres, otro en vino, el tercero en buenas viandas, y lo demás en puras pendejadas”. Ahora soy yo quien dice: “¡Bien haiga!”, recordando el refrán según el cual “Lo comido, lo bebido y lo follado es lo único aprovechado”.
Rondín # 15
“¡Pispolota! ¡Yira! ¡Grosca! ¡Perendeca! ¡Furcia! ¡Magancesa! ¡Tamagás!”. Todos esos voquibles, usados para denostar a la mala mujer, profirió hecho una furia don Astasio cuando halló a la suya entrepernada con un desconocido. “Ay, Astasio –replicó ella con tono de reproche-. Tú roncas; comes galletas en la cama y la dejas llena de migajas; lees hasta muy tarde con la luz prendida… ¿Y acaso yo te digo algo?”.
La señora Di Posa era muy robusta. Fue a comprarse un vestido, y le pidió a la vendedora que le indicara dónde estaba el vestidor para probarse la prenda. A su regreso la empleada preguntó: “¿Le quedó el vestido?”. “Quién sabe –contestó, mohína, la señora Di Posa-. No me quedó el vestidor”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la esposa más fría del planeta. Una mañana, sin ninguna intención, don Frustracio, su marido, comentó: “Esta noche habrá luna llena”. La gélida consorte se apresuró a advertirle: “Desde ahora te digo que me dolerá la cabeza”.
Un cierto candidato pueblerino tenía la certeza de que ese día sería electo alcalde. Le dijo a su mujer: “Esta noche dormirás con el presidente municipal”. Inquirió ella: “¿Vendrá él a la casa o tendré que ir yo a la suya?”.
Don Geroncio, añoso caballero, cortejaba discretamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Cuando la visitaba llevaba consigo su mandolina, y acompañándose con ella le cantaba canciones de mucho sentimiento como “Los arrayanes”, “Corazones sin rumbo” y “Altiva samaritana”. Ella las oía reclinada en un diván, y entornaba los ojos a la manera de Pola Negri en “Paraíso prohibido”, con Rod La Rocque (1928). Una noche, bajo el influjo de tres copitas de rosoli que se había tomado, invitó a don Geroncio a recostarse junto a ella. “Querida amiga –le dijo con hidalguía el huésped-, no quiero aprovecharme de usted”. Replicó la señorita Himenia al tiempo que le hacía sitio a su lado: “En cambio yo no quiero que me desaproveche”. Y el resto de este romance lo sabe Dios…
“Cuando tengas un orgasmo te agradeceré que me lo digas” –le pidió el marido a su mujer. “No puedo” –opuso ella. “¿Por qué?” –se extrañó el hombre. Explicó la señora: “Porque me has prohibido que te llame por teléfono a la oficina”.
Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajara iban en automóvil en competente estado de ebriedad. Gritó de pronto Empédocles: “¡Cuidado con el poste!”. A pesar de la advertencia el coche fue a chocar contra el madero. (Al día siguiente Empédocles les contaría con orgullo a sus amigos: “Anoche me eché un palito de 15 mil pesos”). Salieron los dos beodos del vehículo, y Empédocles le dijo a Astatrasio: “¿No oíste que te grité: ‘¡Cuidado con el poste!’?”. “Sí oí –respondió con voz lastimera el temulento–. Pero tú ibas manejando”.
Para que un matrimonio sea un éxito se necesitan dos. Para que sea un fracaso se necesita solamente uno. Don Chinguetas y doña Macalota hacían todo lo posible para que su matrimonio naufragara. Él era pronto de bragueta con todas las señoras, menos con la suya, y ella por su parte amaba más a sus tarjetas de crédito que a su marido. Pero Chinguetas no quería divorciarse de su esposa, pues a su edad le daba flojera iniciar una nueva relación. Bostezaba nomás de pensar en todo eso de las flores, las citas, los regalos, las invitaciones a cenar y a bailar, la presentación a la familia, etcétera. Así, buscó la asesoría de un consejero familiar. Éste le hizo una sugerencia que don Chinguetas trasmitió a su cónyuge. “Opina el terapeuta que nuestra relación anda mal por aburrimiento. Dice que debo tener una aventura extramatrimonial para dar nuevo interés a mi vida”. “No le hagas caso –repuso doña Macalota–. Yo he tenido varias, y eso no ayuda nada”.
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, le contó muy apesadumbrado: “El jefe me insultó en la oficina. Me dijo que soy medio pendejo”. “No le hagas caso –lo consoló doña Jodoncia–. Es que sólo te conoce a medias”.
Capronio es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierto día extrañó el reloj de bolsillo que en su lecho de muerte su papá le había vendido. (Tenía a quien salir el tal Capronio. Bien decían nuestros ancestros: “Padre petate, hijo tepetate”). Un breve interrogatorio le bastó para sacarle la verdad a la criadita de la casa: ella había sustraído el reloj con intención de regalárselo a su novio. “Lo siento, Ancilia –le dijo Capronio–. Tendré que llamar a la policía”. “¡No me denuncie, patroncito! –suplicó llena de angustia la muchacha–. ¡Hágame lo que quiera, pero no llame a la policía!”. No es que Capronio fuera muy bueno; lo que pasó es que Ancilia estaba muy buena. El vil sujeto se dispuso entonces a cebar en ella su rijosidad. Pero se le cebó el intento, pues por más esfuerzos que hizo no pudo ponerse en aptitud de dar satisfacción a su libídine. Quiero decir que no funcionó. “Lo siento mucho, Ancilia –dijo entonces el desgraciadísimo Capronio–. Siempre sí tendré que llamar a la policía”.
Aquel señor estaba en una cama de hospital vendado de pies a cabeza igual que momia egipcia. Sus compañeros de trabajo fueron a visitarlo, y uno le preguntó por qué se hallaba en tan lamentable estado. “Mi compadre Leovigildo me golpeó” –respondió con voz feble el lacerado. “¿Por qué?” –inquirió el otro. Contestó el señor: “Porque estuve de acuerdo con él”. “No entiendo” –se desconcertó el que preguntaba–. ¿Te golpeó por estar de acuerdo con él?”. “Así es –confirmó el infeliz–. En reunión de amigos comentó: ‘Mi mujer hace muy bien el amor’. Y yo dije: ‘Es cierto’. Por eso me golpeó el compadre ¿ustedes creen? Por darle la razón”.
Floribel era poncella, o sea que nunca había tenido trato con varón. Afrodisio, galán libidinoso, le hizo una propuesta fornicaria. Opuso ella: “No puedo. Soy virgen”. Prometió el salaz sujeto: “Si vas conmigo te prometo un novenario”.
El marido de la famosa escritora comentó en la fiesta: “Mañana voy a enviarle a mi esposa un gran ramo de flores, y por la noche la voy a llevar a cenar. Después de cinco años acaba de terminar un libro”. “¡Caramba! exclamó Babalucas-. ¡Sí que lee despacito la señora!”.
Un mono de nieve le preguntó a otro: “¿No percibes olor a zanahoria?”.
En jerga de borrachos la palabra “cuartito” sirve para designar a una pequeña ánfora de cristal que contiene un cuarto de litro de licor, casi siempre tequila, brandy o ron. Pues bien: a aquel sujeto le decían “El albañil veloz”. A las 10 de la mañana ya llevaba medio cuartito.
El trovador empezó a cantar: “Tengo un pájaro azul”. La señorita Himenia le comentó en voz baja a su amiguita Celiberia: “Ha de andar mal de la circulación”.
Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Le dijo a su suegra: “Voy a dejarme el bigote, suegrita”. Preguntó la señora: “¿Por qué?”. Respondió el majadero: “Porque quiero parecerme a usted”.
Letrero en la puerta de un congal, casa de aquéllas, mancebía, manfla, ramería, burdel o lupanar: “Cerrado por remodelación. Sírvase usted mismo”.
Don Pachichi había llegado a la edad en que te ríes de cosas que antes te hacían llorar y lloras por cosas que antes te hacían reír. Cierto día estaba en un restorán con sus amigos. Sintió la urgencia de tramitar una necesidad menor, para cuyo efecto se dirigió al lugar del trámite. Al regresar a la mesa sus amigos notaron que traía la entrepierna del pantalón toda mojada. Uno quiso saber: “¿Qué te pasó?”. Explicó don Pachichi: “El oculista me puso lentes nuevos. Con ellos veo las cosas más grandes lo que en verdad son. Ahorita que saqué lo que debía sacar para hacer lo que debía hacer la vi tan grande que pensé: ‘No es la mía’. Y la volví a guardar. Fue entonces cuando me mojé”.
El sultán exclamó desolado ante su harén: “¡No es posible! ¿A las trescientas les duele la cabeza?”.
Rondín # 16
Doña Jodoncia trataba de enseñar a su gato a que le trajera las pantuflas. Su hija comentó: “Los gatos son muy libres y muy independientes. Hacen sólo su propia voluntad. Nunca lograrás que te obedezca”. “¡Bah! –opuso con desdén doña Jodoncia –. Tu padre era más independiente y más libre, y míralo ahora”.
En la merienda de los jueves las señoras empezaron a conversar acerca de la asiduidad amorosa de sus respectivos cónyuges. Todas se admiraron –y en el interior sintieron un asomo de envidia – cuando una esposa joven declaró que su marido era de todos los días, y veces hasta de dos veces en el mismo día. Otra dijo que el suyo era de cada tercer día. La siguiente manifestó que su esposo le mostraba su amor una vez por semana. La siguiente reveló que su marido era mesero: una vez al mes. Hubo otra que confesó que su cónyuge era como la declaración de impuestos: anual. “Pues el mío –suspiró una señora – era sexenal. Y nada más llegó hasta Fox”.
Don Algón le dijo a su linda secretaria Rosibel: “Tengo registradas todas las veces que hemos hecho el amor”. “¡Qué romántico! –exclamó Rosibel –. ¿Las tiene usted registradas en su diario?”. “No –replicó el ejecutivo –. En el talonario de mi chequera”.
Un joven que se iba a casar le preguntó a un hombre de experiencia cómo era eso del matrimonio. “Al principio es muy bonito –manifestó el experto-. Pero luego termina la ceremonia, sales de la iglesia y ya es otra cosa”.
Cuatro señoras casadas intercambiaban confidencias sobre los métodos anticonceptivos que empleaban. Una recurría a la píldora. La otra se hizo implantar el IUD. Una tercera prefería el diafragma (ella dijo “el diagrama”). Declaró doña Macalota:”Yo uso aceite de comer”. “¿Aceite de comer?” –se sorprendieron las presentes. “Sí –confirmó ella-. Antes de ir a la cama me unto aceite de comer en todo el cuerpo, y cuando mi marido se me quiere subir se resbala”.
“Mi marido hace el amor de perrito” –declaró doña Macalota en la merienda de los jueves. “¡Mira! –se asombró una de las asistentes-. ¡Tan morigerado él!”. “Tampoco es para que lo insultes” –se atufó doña Macalota-. Aclaró la otra: “Decirle ‘morigerado’ no es ofenderlo. Ese adjetivo se aplica a quien es de costumbres moderadas, temperado”. Intervino una tercera, deseosa de profundizar en la interesante declaración inicial de doña Macalota. Le preguntó: “¿Cómo hace tu marido el amor de perrito?”. Explicó ella: “Cuando le pido sexo se tira de espaldas en la cama y se hace el muertito”.
Astatrasio Garrajarra, briago profesional, llegó a su casa anoche en horas de la madrugada. Su esposa no quería abrirle la puerta. “Ábreme, viejita –suplicó el beodo-. Traigo un ramo de flores para la mujer más hermosa del mundo”. Movida por esa galantería la señora abrió. Garrajarra estaba con las manos vacías. Se molestó la esposa: “¿Dónde está el ramo de flores?”. Replicó Astatrasio: “¿Y dónde está la mujer más hermosa del mundo?”.
EL día de los enamorados un sujeto llegó a la tienda departamental y le dijo a una de las encargadas: “Quiero un regalo caro para dama”. Inquirió la dependienta. “¿Tiene usted algo en mente?”. “Claro que tengo algo en mente –contestó el individuo-. Para eso quiero el regalo caro”.
Don Algón le preguntó al joven que pedía empleo: “A más de su experiencia en computación ¿tiene usted otras habilidades?”. “Sí, señor –respondió el solicitante-. En mi último empleo embaracé a cuatro de mis compañeras”. Don Algón tosió, confuso. “Me refiero a habilidades en el trabajo” –aclaró. “Precisamente –replicó el tipo-. Eso lo hice en horas de trabajo”.
Chanita y Enita eran gemelas idénticas. Una noche Chanita le dijo a su hermana que iba a salir con su novio, y que de seguro llegaría tarde. En efecto, regresó cuando el reloj marcaba ya las 3 de la mañana. Despertó a Enita y le dijo con una gran sonrisa: “Hermana: ¡con la novedad de que ya no somos gemelas idénticas!”.
Don Pecunio era hombre rico. Aunque algunos de sus negocios eran más que dudosos navegaba con bandera de honestidad. (La Biblia dice que es difícil que un hombre rico entre al Cielo, pero no dice que es más difícil aún que entre a la cárcel). Sucedió que el magnate se enamoró de una muchacha desconocida. Sus abogados la hicieron investigar por un detective, temerosos de que el señor cayera en manos de una buscadora de fortunas. El investigador rindió su informe: “La joven es decente y virtuosa, pero últimamente se le ha visto en compañía de un empresario corrupto, sinvergüenza e inmoral”.
Una linda chica llamada Florilí se iba a casar. Muy apenada le dijo a su mamá: “Ahora que voy a casarme quiero hacerte una pregunta, pero me da vergüenza”. “Vamos, hijita –respondió con ternura la señora-. Que eso no te apene. Es la cosa más natural del mundo. Mira: la noche de tu boda te bañas, te perfumas, te pones tu negligé…”. “No, mami –repuso Rosilí-. Todo eso ya lo sé y lo tengo bastante practicado. Lo que quiero que me digas es cómo se hace la sopa de arroz”.
Don Pachichi, señor con más años que un perico, casó con Tetonona, mujer que a más de estar en flor de edad tenía profusión de atributos corporales tanto en el hemisferio sur como en el norte. Ya en la suite nupcial la desposada vio que su flamante esposo escribía algo en un papel que luego ponía en el buró. Aprovechando que don Pachichi había ido por enésima vez al baño para dar trámite a una necesidad menor leyó lo que había escrito. Decía el papel: “Que no se me olviden las dos cosas que debo hacer”. Tal memorándum la dejó muy intrigada. Llegó la hora de la acción matrimonial y Tetonona quedó asombrada –y extasiada- al ver el desempeño de su provecto esposo. He aquí que el maduro señor hizo obra de varón no una sola vez, sino otra, y otra más. Y ya se disponía a emprender la cuarta demostración, pero ella, cansada y satisfecha, le pidió que sofrenara sus eróticos impulsos para dormir un poco. Se entregaron al sueño, pues, los dos, invadidos por ese dulcísimo sopor que posee a los amantes después del amor bien cumplido. Amaneció el nuevo día, y Tetonona despertó. Sintió el lecho mojado, y advirtió que en don Pachichi se había hecho pipí en la cama. Lo despertó y se lo dijo: “¡Caray! –se apenó él-. Se me olvidó ir al baño antes de dormirme. ¡Ésa era la otra cosa que tenía que hacer!”.
Un tipo le dijo a otro: “Mi mujer se fugó con mi contador. ¡Vieras cómo me hace falta!”. “Te entiendo –se condolió el otro-. Una esposa…”. “No –lo interrumpió el tipo-. ¡Vieras cómo me hace falta mi contador!”.
Doña Macalota le preguntó con emoción a su esposo don Chinguetas: “¿Me amarás cuando mi cabello sea blanco?”. “No veo por qué no -respondió él-. Te he amado a través de 18 tintes diferentes”.
El pirata Barbaloca tenía un gancho en vez de mano. Cierto día su esposa llegó a la casa y vio que la piel de la linda criadita de la casa estaba llena de rasgaduras, sobre todo en las piernas y en la región pectoral. Antes de que la fiera señora pudiera pronunciar palabra le dijo apresuradamente Barbaloca: “¡Te juro que se hizo eso pelando papas!”.
Himenia Camafría le preguntó al director de la academia militar: “Perdone, señor: ¿aquí es donde forjan hombres?”. “Así es” –repuso el severo mílite. Pidió la señorita Himenia: “¿Podrían por favor forjarme uno?”.
Una mujer le pidió al farmacéutico: “Deme 100 gramos de estricnina. Mi esposo me engaña y lo voy a envenenar”. El de la farmacia se quedó estupefacto al oír tal cosa. Respondió azorado: “No puedo venderle eso, señora, y menos sabiendo el uso que le va a dar”. La mujer sacó del bolso una fotografía y se la mostró. La amante del marido era la esposa del farmacéutico. “Perdone, señora –le dijo éste a la mujer al tiempo que le entregaba la estricnina-. No sabía que traía usted una receta”.
Hazle a uno de tus cuates la siguiente broma. Relátale el siguiente cuento: “Murió un hombre apuesto y atractivo. Llegó al Cielo y San Pedro le dijo: ‘Antes de entrar aquí deberás cumplir una dura penitencia, pues cometiste adulterio. Regresarás a la tierra y vivirás algunos años con la mujer más fea del mundo’. Regresó el hombre y, en efecto, se vio en una calle del brazo de la mujer más fea del mundo. Masculló entre dientes: ‘No debí cometer adulterio’. En eso vio que venías tú del brazo de una estupenda rubia. Al pasar junto a ella el hombre oyó que la bella mujer que iba contigo mascullaba entre dientes: ‘No debí cometer adulterio’”.
Pepito iba llorando en el centro comercial. Lo vio una bondadosa dama y le preguntó: “¿Por qué lloras, buen niño?”. Contestó el chiquillo entre sus lágrimas: “¡No encuentro a mi abuelito!”. “Vamos, vamos –trató de calmarlo la señora–. Dime: ¿cómo es tu abuelito?”. Pepito hizo una descripción exacta de su abuelo: “Le gustan mucho la cheve y las mujeres nalgonas”.
Rondín # 17
López Velarde habló de “las frutales tapias” de su villa. La rútila metáfora me hace recordar la admonición que a sus hijas casaderas hacían algunas madres de antes para indicarles las libertades que podían permitirle al novio: “De la tapia lo que quiera, pero de la huerta nada”. Eso es lo mismo que, pese a ser el diablo, aconsejaba Mefistófeles en la ópera “Fausto”, de Gounod: “N’ouvre ta porte, ma belle, que la bague au doigt”. “No abras tu puerta, hermosa mía, más que con el anillo en el dedo”. Tal hizo la señorita Himenia Camafría, madura célibe que decía andar “alrededor de los 40”, pero que les había dado ya bastantes vueltas. Una tarde fue a visitarla don Añilio, senescente caballero. La señorita Himenia abrigaba secretas intenciones en relación con él, así que le dijo tras animarlo con varias copitas de vermú: “Si me adivina usted mi edad, querido amigo, podrá besar mis labios y poner sus manos en cualquier parte de mi cuerpo, a condición de que sea de la cintura para arriba”. Don Añilio, que no quería compromisos pues sostenía la idea de que “El buey solo bien se lame”, respondió: “Calculo, señorita, que tiene usted mil 500 años”. Himenia abrió los brazos y exclamó: “¡Vengan el beso y la sobada! ¡Total, año más, año menos!”.
Murió sor Bette, joven religiosa del convento de la Reverberación. En vida fue espejo de piedad y repositorio de todas las virtudes; jamás pasó por su mente ni siquiera la sombra de un mal pensamiento. Por eso se fue directamente al Cielo. La recibió San Pedro, el guardián de las llaves del Reino, y tras consultar su libro de admisiones le dijo con gran pena: “Tienes derecho a entrar, pero por el momento no tengo habitaciones disponibles. Deberás regresar a la tierra –no a tu convento, pues ahí te reconocerían–, y esperar a que te halle un acomodo. Eso sí: ahora que estarás en el mundo cuida de no caer en alguna tentación, pues eso te cerraría las puertas de la bienaventuranza eterna”. Volvió pues a la tierra la monjita, y empezó a vivir la vida mundana. Una semana después llamó por teléfono al Cielo y dijo preocupada: “San Pedro: habla sor Bette. Por favor, consígueme ya la habitación. En el mundo hay muchas tentaciones. ¡Hoy me fumé mi primer cigarro!”. Pasó otra semana, y nuevamente la monjita llamó al Cielo con desesperación: “San Pedro: habla sor Bette. Consígueme habitación lo antes posible. Aquí hay muchas tentaciones. ¡Hoy me tomé mi primera copa!”. Transcurrieron unos días más y otra vez llamó al Cielo la joven religiosa y dijo con ansiedad: “San Pedro: habla sor Bette. Urge que me consigas esa habitación. En el mundo hay demasiadas tentaciones. ¡Hoy un hombre me dio mi primer beso!”. Al día siguiente llamó de nuevo: “Pete: habla Betty. Ya no te molestes en buscarme habitación”.
Don Poseidón, ranchero acomodado, fue a la ciudad a consultar un médico. La asistente del facultativo le pidió: “Dígame la causa de su visita, para abrirle el expediente”. Respondió en voz alta el vejancón: “Me duele el pito”. “¡Shh! –le impuso silencio la asistente, pues había varias señoras en la antesala–. No diga esa palabra. Use alguna otra, por ejemplo ‘dedo’. Ahora dígame: ¿cuál es la causa de su visita?”. A toda voz contestó don Poseidón: “Cuando cojo me duele el dedo”.
“No fornicarán, y no desearán la mujer de su prójimo”. Eso les ordenó Moisés a los israelitas cuando bajó del Monte Sinaí con el decálogo que le entregó Yahvé. Una sonora rechifla siguió a sus palabras. Los hombres silbaban con enojo, y con mayor indignación aún pitaban las mujeres. “Esperen, esperen –se asustó Moisés-. Eso es lo que dice la ley. Falta lo que diga la jurisprudencia”.
Don Poseidón, ranchero acomodado, acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna. “Busco algo para el estreñimiento”. El facultativo precisó: “Querrá usted decir constipación, apretura de vientre, astricción, coprostasis, obstrucción, estipiquez o estipticidad y obstipación”. “No sé qué sea todo eso –se atufó el vejancón-, pero quiero una medecina (así dijo) para el atoro”. Contestó el de la farmacia: “Le prepararé un preparado (así dijo). Mientras tanto disfrute este sabroso refresco de zarzaparrilla, cortesía de la casa”. Bebió don Poseidón el tal refresco, pues en la ciudad sentía siempre mucha sed. El farmacéutico vio cómo lo apuraba. Le preguntó don Poseidón: “¿Y la medecina para el estreñimiento?”. “Se la acaba usted de tomar –respondió el hombre, sonriente-. El refresco que le di es en realidad un poderoso purgante. Vaya ahora mismo a su casa, pues la purga no tardará en hacer efecto”. “¡No cabe duda! –exclamó don Poseidón, admirado-. Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. Pero permítame hacerle tres observaciones”. “Adelante” –concedió el farmacéutico. Enunció don Poseidón: “Primera: a mí las purgas me hacen un efecto instantáneo. Segunda: mi casa está a 50 kilómetros de aquí. Y tercera: ¡la medecina no era para mí, grandísimo pendejo! ¡Era para mi señora!”.
Facilda Lasestas era mujer de cuerpo complaciente. Jamás se supo que hubiera negado ayuda a un prójimo en estado de necesidad. Con tal asiduidad ejerció Facilda esa loable filantropía que las pompas le quedaron flácidas, desmadejadas, decaídas. Recurrió entonces a los servicios de un cirujano plástico, y éste le implantó unas pompas nuevas, con tan buena fortuna que no hubo rechazo del trasplante. Le advirtió a Facilda: “Pero cuídelas, para que no le vuelva a suceder lo mismo”. No había pasado un año cuando Facilda regresó. Otra vez traía las pompas decaídas, desmadejadas, flácidas. “¡Pero, señora! –clamó el médico-. ¿No le dije que cuidara bien sus pompas?”. “¡Uh, doctor! –replicó ella-. ¡No cuidé las mías, menos iba a cuidar las ajenas!”.
Himenia Camafría y Solicia Sinpitier, maduras señoritas solteras, paseaban por el campo cuando acertaron a ver a un hombre desnudo que se disponía a entrar en las cristalinas aguas de un arroyuelo que regaba con sus claras linfas el ameno soto. Aturrullado al darse cuenta de su presencia el encuerado tipo apenas alcanzó a taparse con el sombrero las pudendas partes. Himenia y Solicia advirtieron su confusión y echaron a reír. “No son ustedes unas damas –las reprendió el hombre, enojado-. Si lo fueran no harían mofa de mi apuro”. “Y usted no es un caballero –replicó la señorita Himenia-. Si lo fuera se quitaría el sombrero”.
Don Cornuto le dijo a Pitorrango en tono de admonición severa: “Compadre: quiero hacer de su conocimiento que tengo perfectamente contabilizado lo que se encuentra en la despensa de mi casa. Hay ahí dos kilos de arroz; tres de frijoles; una lata de puré de tomate y otra de chiles jalapeños; una cebolla; cuatro papas grandes; un litro de aceite vegetal; un frasco de café instantáneo; medio kilo de azúcar blanca; seis refrescos y una caja de Corn Flakes”. El tal Pitorrango se desconcertó. ¿Por qué me dice usted todo eso, compadre?” –preguntó intrigado. Respondió Cornuto: “Porque en el barrio se murmura que cuando salgo de mi casa para ir al trabajo usted entra a comerme el mandado”.
Los hombres se dividen en buenos y malos, pero es difícil distinguir entre unos y otros cuando los conoces bien. Un tipo le dijo a otro: “Estoy muy sentido con usted, compadre. Me enteré de que anda diciendo que soy cornudo”. “Perdóneme, compadre –se disculpó el otro sinceramente apenado-. No sabía que quería usted mantener el dato en secreto”.
El sexo es un terreno delicado. Reza un antiguo proverbio: “De la mujer del amigo o el pariente, ni ‘Qué bonito diente’”. Vale decir que no se debe galantear a la esposa ajena, y menos en presencia del marido, si se quiere tener sexo seguro. ¿Cómo hacen los hombres de diversos países para tener sexo seguro? Los norteamericanos recurren al condón. Los mexicanos buscamos a una mujer que no haya tenido nunca trato con varón. Los franceses se informan bien de la hora en que regresará el marido. Y los habitantes del desierto marcan con una equis a las camellas que patean.
Una mujer se presentó a pedir empleo en el departamento municipal de limpieza. Le preguntó el encargado: “¿Tiene usted experiencia en recoger basura?”. “Bastante –respondió la solicitante-. Me he casado cuatro veces”.
Aquel señor se sintió mal en la oficina y se fue a su casa. Cuando llegó se encontró con la novedad de que su señora estaba en concúbito carnal con un sujeto. “¡Es usted un canalla! –le dijo al tipo. “Y usted es un irresponsable -contestó el individuo-. A esta hora debía estar en su trabajo”.
Miss Bubia era organista en la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que pide a sus miembros arrepentirse de sus pecados como condición para luego cometerlos). Miss Bubia era dueña de un espléndido tetamen cuyo tamaño superaba toda proporción, tanto que su brassiére no tenía copas: tenía cubetas. La organista tocaba a ciegas su instrumento, pues su desmesurado atributo le impedía ver el teclado. Se apenaba porque los feligreses varones se distraían por su causa durante el servicio. No ponían atención al sermón del pastor de la iglesia, el reverendo Rocko Fages, por estar contemplando la exuberancia de su región galáctica (la de Miss Bubia, no la del reverendo). Pensó en someterse a una operación quirúrgica de reducción del busto, pero no podía pagarla, de modo que se alegró muchísimo cuando una amiga le dijo que si lo sumergía con frecuencia en una palangana llena de zumo de limón sus bubis se harían más pequeñas, ya que el jugo de ese cítrico tiene cualidades astringentes. Siguió el consejo. Tres veces diarias sometía su busto a ese tratamiento limonar. Sucedió que el siguiente domingo el pastor Fages no pudo pronunciar su sermón, pues traía la boca toda fruncida. Comentó una feligresa: “Hasta parece que ha chupado limón todos los días”.
Don Calendárico, señor de muchos años, decía quejumbroso: “Algunas mujeres dicen que a los hombres sólo nos interesa una cosa. ¡Y a mí ya se me olvidó cuál es!”.
El joven Valdovino iba a casarse, y le pidió al reverendo Amaz Ingrace que oficiara el matrimonio. Preguntó el pastor: “¿Quieres ceremonia tradicional o moderna?”. Replicó Valdovino: “Tanto mi novia como yo somos de la onda actual. Quiero la ceremonia moderna”. El reverendo hizo en su agenda la anotación correspondiente. Llegó el día de la boda, y resulta que llovió copiosamente. Llegó a la iglesia Valdovino, y antes de bajar del automóvil se subió las perneras del pantalón a fin de no mojárselo en la anegada calle. Pero al entrar al templo se le olvidó bajárselas, de modo que llegó ante el pastor con las perneras subidas. Le dijo el oficiante: “Bájate los pantalones”. Respondió Valdovino, asustado: “Pensándolo bien, reverendo, creo que prefiero mejor la ceremonia tradicional”.
Un amigo de Babalucas se lo topó en el súper. Le preguntó. “¿Qué andas haciendo?”. Respondió el tontiloco: “Vengo a comprar champiñones. Le pedí a una chica que saliera conmigo, y me dijo que me fuera freír hongos”.
Grande fue la sorpresa de don Cornario cuando al llegar a su casa al término de un viaje encontró a su mujer celebrando el llamado foqui foqui en unión de un individuo con el cual al parecer tenía familiaridad, pues lo llamaba “negro de mi alma”, “papacito santo” y “cosotas de mamá”, expresiones que no se usan sin con alguien al que se conoce bien. Prorrumpió don Cornario en dicterios para abaldonar a los infames conchabados. A ella –las damas primero- le gritó: “¡Desvergonzada zorra! ¡Vulpeja inverecunda! ¡Raposa sin pudor!”; y a él lo llamó “turro”, “jimio” y “quequier”. “Ay, Cornario –se defendió la mujer-. Recuerda que antes de casarnos te dije que soy algo coqueta”.
Flordelisia se llamaba. Era una chica ingenua, candorosa. Nada sabía acerca de las cosas de la vida, especialmente de aquéllas relacionadas con el sexo. Su señora madre, temerosa de que la inocencia de su hija le atrajera alguna mala consecuencia —En todo estaban de acuerdo, menos en un punto de importancia: ella quería una familia de tres hijos; él deseaba tener solamente uno. “Serán tres” —declaraba ella con firmeza. Y él, con la misma energía: “Será uno nada más”. “Tendremos tres”. “No. Yo quiero sólo uno”. “Está bien —cedió finalmente Anilú—. Pero ojalá quieras a los otros dos como si fueran tuyos”.
Babalucas se prendó de la bella meserita del café. Era tímido, pero venció su timidez y una mañana le habló con temblorosa voz: “Señorita: quiero decirle algo”. Respondió la muchacha: “Usted me dirá”. Respondió Babalucas: “1.75”.
Don Astasio regresó a su casa después de su jornada de trabajo. Colgó en la percha su saco, su sombrero y la bufanda que usaba aun en días de calor canicular, y en seguida encaminó sus pasos a la alcoba a fin de reposar un punto su fatiga. Lo que ahí vio lo llenó de azoro y confusión. He aquí que su esposa Facilisa se hallaba en trance de fornicio con un mancebo en quien el lacerado esposo reconoció al repartidor de pizza. Fue don Astasio al chifonier donde guardaba una libreta en la cual anotaba adjetivos denostosos para enrostrar a su mujer en tales ocasiones. Volvió y le dijo: “¡Chafarota!”. Luego le preguntó, furioso: “¿Qué significa esto?”. “No sé —respondió ella—. Soy adúltera, no psicóloga”.
Rondín # 18
El padre Sotánez, misionero perteneciente a la Orden de la Reverberación, fue a lo más profundo del Continente Negro a fin de llevar la luz de la verdadera fe a una tribu de antropófagos que vivía ahí donde la mano del hombre blanco jamás había puesto el pie. Tan flaco de carnes era el sacerdote, y tan viejo, que los salvajes no le prestaron atención y lo dejaron que predicara entre ellos. Tiempo después el padre Sotánez envió un memorial a Roma a fin de informar acerca de los frutos de su apostolado: “No he conseguido aún —manifestó— que estos infelices renuncien a su bárbara costumbre de comer carne humana. Pero al menos ya logré que siguiendo nuestras piadosas prácticas los viernes de cuaresma coman únicamente pescadores”.
Don Algón, salaz ejecutivo, llegó a un hotel de media estrella acompañado por una mujer. El propietario del establecimiento pertenecía a la Legión Moral, de modo que le preguntó, severo: “Dígame, señor: la dama que viene con usted ¿es su esposa?”. “¡Claro que lo es! –rebufó don Algón, exasperado-. Si no lo fuera ¿la traería a un hotelucho como éste?”.
En tiempos muy pasados el rey de Inglaterra invitó a los reyes de Francia y de Germania a cazar en sus dominios. Acabada la cacería los tres monarcas disfrutaron un ágape campestre en compañía de sus respectivos cortesanos. La conversación vino a recaer en la medida de entrepierna de los monarcas. Cada uno se jactaba de ser en ese campo el mejor dotado por la naturaleza. Apostaron acerca de la cuestión. Mostró lo suyo el rey germano y gritaron sus compañeros, orgullosos. “Deutschland über alles!”. Exhibió el soberano francés su pertenencia y proclamaron los galos, entusiastas: “¡Vive la France!”. Su Majestad Británica dejó ver su atributo, y al verlo exclamaron con azoro todos: “God save the Queen!”.
Afrodisio Pitongo era proclive a la concupiscencia de la carne. Decía: “Cuando hago el sexo siempre le hablo a mi esposa. Le digo: ‘Hoy llegaré tarde a la casa”.
El mejor escudo contra la tentación es preguntarte: “¿Y si se sabe?”. Era día de ayuno y abstinencia, pero el padre Arsilio sintió la irresistible tentación de comerse un buen trozo de carne. Fue a un restorán y pidió un sirloin término medio, jugoso. Sabía lo que los buenos cocineros saben: que lo cocido, bien cocido, y lo asado, mal asado. Sabía también que la única manera de librarse de una tentación es caer en ella. (Una de sus feligresas, la señorita Peripalda, confesaba que nunca luchaba contra las tentaciones. Decía: “¿Y luego si no vuelven?”. Tenía razón: en la primera mitad de la vida es difícil no caer en las tentaciones; después es muy difícil encontrarlas). El mesero le trajo su sirloin al padre Arsilio, y él lo cortó para probarlo. ¡Qué bueno se veía! Estaba tierno, de un incitante color róseo, suculento. Se llevó a la boca el primer trozo de aquel rico manjar. En eso se oyó el fortísimo trueno anunciador de una tormenta de verano. Alzó la vista a lo alto el padre Arsilio y preguntó, contrito: “Señor: ¿tanto escándalo por un poco de carne, y que ni siquiera es de la otra?”.
Babalucas le contó a un amigo: “Mi perro persigue a todos los que pasan en bicicleta”. Le sugirió el otro: “¿Por qué no lo encierras?”. “No me gusta tenerlo encerrado -replicó Babalucas-. Mejor le voy a quitar la bicicleta”.
El sultán reunió a sus trescientas esposas. “Siento decirles que voy a pedir el divorcio. Perdónenme, pero en el corazón no se manda, y me he enamorado de otro harén”.
Don Poseidón tenía en su finca un estanque de aguas claras. Cierto día de calor canicular le vino en gana refrescarse en él, pero lo halló ocupado por cinco hermosas chicas de la ciudad que habían sentido el mismo antojo y disfrutaban en paradisíaca desnudez el frescor reconfortante de las linfas. Al ver a don Poseidón las bellas féminas se sumergieron en el agua hasta el cuello. El vejancón, sin decir palabra, se sentó en el suelo con actitud de quien va a esperar. Le dijo una de las muchachas, irritada: “No saldremos de aquí hasta que usted se vaya. Por mucho que aguarde no podrá vernos sin ropa”. Replicó don Poseidón: “No vine a verlas. Vine a darle de comer al cocodrilo”. Entonces sí el astuto viejo vio a las chicas en todo su esplendor.
Un vanidoso actor fue a entretener a las ancianitas de un asilo, pero ninguna pareció reconocerlo. Le preguntó a una de ellas: “¿No sabe quién soy, abuela?”. “No –respondió la viejecita-. Pero pregunta en la oficina. Ahí te lo recordarán”.
Una huéspeda del hotel se presentó en la administración y reclamó con voz airada: “¿Qué clase de lugar es éste? Alguien llamó a la puerta de mi habitación, y cuando la abrí me encontré frente a un sujeto armado con una escopeta de dos cañones. Me dijo que si no cedía yo a sus impulsos de libídine me quitaría la vida”. “¡Coño! –exclamó el gerente del hotel, que era de barba cerrada, cejijunto y coñodicente, como describía Novo a los peninsulares-. Y ¿qué hizo usted?”. “¿Cómo que qué hice? –rebufó la mujer hecha una furia-. ¿Acaso escuchó usted disparos de escopeta?”.
Leovigildo casó con Febronia, mujer mayor que él, hembra apasionada, ardiente, lúbrica. Pese a ser tan cachonda –perdonen la franqueza – la novia no había conocido amor de lecho, y cuando lo probó le gusto tanto que le hacía a su flamante maridito solicitaciones que él a duras penas podía satisfacer, pues su insaciable Dulcinea le demandaba cada día tres turnos de trabajo. Ya andaba el pobre todo guango, vale decir desmadejado, laso, decaído. Una noche, después de la tercera acción, Febronia le preguntó mimosa: “¿Qué vas a querer para nuestro primer mes de casados?”. Respondió con voz feble el lacerado: “Llegar”.
La esposa de don Chinguetas se enteró de que su marido cortejaba a la joven vecina de al lado. Le preguntó a su casquivano cónyuge: “¿Qué no te basta con hacer el ridículo conmigo?”.
El león, rey de la selva, amenazó al elefante. Le dijo: “Hice una lista de los animales a los que voy a partirles el hocico, y tú estás en ella”. El elefante lo enredó en su trompa y levantándolo en alto le contestó furioso: “¡Y yo voy a partirte tu madre!”. Muy apurado pidió el león: “Bueno, elefantito; si no quieres estar en la lista entonces bájame para borrarte”.
Luisa Lane, la novia de Supermán, le aseguró, nerviosa: “Te juro que no sé qué hace un traje de Batman al lado de mi cama. Debe ser un error de la tintorería”.
La meserita tropezó y derramó la taza de café en la entrepierna del cliente. “¡Perdone!” –se disculpó muy apenada. “No te preocupes –la tranquilizó él –. Sólo dime: el café que me cayó ahí ¿es regular o descafeinado?”. Respondió la muchacha: “Regular”. “¡Qué bueno!” –se alegró el señor. “¿Por qué?” –se extrañó la meserita. Explicó el otro: “Hoy en la noche tengo un compromiso amoroso, y quizá con el café esta cosa se mantenga despierta”.
Dulciflor, compungida, les informó a sus padres que estaba un poquitito embarazada. “¡Dulces Nombres! –exclamó su mamá, que conservaba las jaculatorias aprendidas de labios de la suya- ¿Cómo es eso posible?”. Replicó Dulciflor: “No supe lo que hice, mami, pero mi novio piensa que lo hice muy bien”.
Mamá Osa dijo: “Alguien entró en la casa y se comió mi sopa”. Dijo el osito: “Alguien entró en la casa y se comió mi sopa”. Y Papá Oso dijo: “Olvídense de la chingada sopa. ¡Alguien entró en la casa y se llevó el estéreo y el televisor!”.
El jefe de personal vio la prueba que Babalucas presentó para pedir empleo. Le dijo después de ver su escrito: “Tiene usted dislexia”. Babalucas se preocupó: “¿Huelo mal?”.
Los condones vienen en varias presentaciones. Paquetes de uno, para solteros en sábado. Paquetes de siete para recién casados, uno para cada día. Y paquetes de 12 para casados de mayor edad: una para enero, otro para febrero, otro para marzo.
La esposa del célebre científico llegó sin anunciarse en el laboratorio y vio a su marido en trance de erotismo con su joven y curvilínea asistente. “¿Qué es esto, Alquimio?” –le gritó en paroxismo de iracundia. “Mujer –contestó él-. Recuerda que te dije que estaba tratando de producir la vida en condiciones de laboratorio”.
Rondín # 19
La diversidad sexual está cundiendo. Una señora sorprendió a su hijo adolescente poniéndose ropa de mujer: medias, liguero, pantaleta, zapatos de tacón. Reprendió, severa, al muchacho: “¿Cuántas veces te he dicho que no te pongas la ropa de tu papá?”.
Aquel tipo pelirrojo era padre ya de 14 hijos. En el barrio lo llamaban “El gran cañón del colorado”. Su esposa dio a luz el hijo número 15, y el prolífico padrillo fue a visitarla en el hospital. Se inclinó sobre ella y le dio un beso en la frente. Exclamó con enojo la señora: “¿Ya vas a empezar otra vez?”.
Facilda Lasestas era de cuerpo complaciente. Casada por ambas leyes, el lazo del matrimonio no le redujo la circulación, antes bien pareció estimular sus complacencias. Cierto día sintió un vago asomo de remordimiento que la llevó a confesarse con el padre Arsilio. Le dijo en el confesonario: “Acúsome, padre, de que he engañado a mi marido”. Inquirió el bondadoso sacerdote: “¿Cuántas veces?”. Facilda se amoscó. “Padre –le dijo en tono de molestia-. Pensé que iba usted a confesarme, no a encuestarme”.
El juez conoció el caso de un ladrón. Le dijo: “Está usted acusado de haber robado 20 pesos. ¿Qué puede alegar en su defensa?”. “¡Compadézcase de mí, señor juez! -clamó con desesperación el infeliz-. ¡Robé ese dinero por hambre, para comprar un pan!”. El juzgador se conmovió. Le dijo: “El robo famélico es una circunstancia excluyente de responsabilidad. Dijo Gayo: Semper in dubiis benigniora praeferenda sunt. En caso de duda debe aplicarse el criterio más favorable al acusado. En esos términos sólo por esta vez lo beneficiará la clemencia del tribunal. Queda libre, pero si reincide haré caer sobre usted todo el peso de la ley. Da mihi factum, dabo tibi jus. Dame el hecho; te daré el Derecho”. El ladrón se fue dando profusamente las gracias a su señoría. Llamó el juez al siguiente indiciado. Le dijo: “Se le acusa de haber robado 500 millones de pesos”. Clamó el tipo: “¡Compadézcase de mí, señor juez! ¡También yo robé por hambre!”.
El productor de cine llamó a la aspirante a estrella: “Tengo un papel muy bueno para ti. Vayamos a mi departamento. Ahí te leeré el script”. Replicó la muchacha, suspicaz: “No acostumbro ir al departamento de los productores”. “Qué lástima –dijo entonces el productor-. Ahora que lo pienso, eres demasiado alta para ese papel”.
Al pobre de Augurio Malsinado lo persigue de continuo un hado adverso. Fue a una casa de mala nota y contrató a una de las mujeres que ahí prestaban sus servicios. Ella le pidió el pago por adelantado. Luego, ya en el cuarto, le dijo: “Lo siento. Hoy no. Me duele la cabeza”.
El tren iba a su máxima velocidad y entró en un túnel. Babalucas exclamó con alivio: “¡Qué bueno que el maquinista le atinó al agujero, si no qué chinga nos hubiéramos puesto!”.
El parroquiano que en el bar bebía en silencio su tequila llevaba en la mano una varita. El cantinero, intrigado, le preguntó qué era. Respondió el sujeto: “Le contaré la historia. Iba yo por un bosque y oí unos gemidos. La que lloraba era una hermosa mujer atada a un árbol. Me dijo: ‘Soy un hada. Un ogro malo me amarró aquí. Si me liberas te concederé un deseo; lo que quieras’. Jamás había visto yo una mujer tan bella. Pude haberle pedido fortuna, saber, gloria, pero sus atractivos me rindieron y le dije: ‘¿Qué tal un palito?’. Sírvame otro tequila por favor”.
El alcohol no resuelve ningún problema, es cierto, pero tampoco lo resuelven el agua o la leche. Empédocles Etílez bebía para olvidar, pero se le olvidaba lo que quería olvidar, y eso lo arrastraba de nuevo a la bebida. Solía decir lo mismo que W. C. Fields: “No acostumbro comer entre bebidas”. Después de una de sus frecuentes borracheras le prometió a su mujer: “Me la voy a cortar. Dejaré de beber”. “¡No hagas semejante locura! –se alarmó ella–. Simplemente deja de beber”. Juró Empédocles: “A partir de hoy seré otro hombre”. Al día siguiente, sin embargo, volvió a ponerse una de sus acostumbradas pítimas. Llegó a su casa en horas de la madrugada y le dijo a su señora, que lo esperaba hecha una furia: “¡Con la novedad, vieja, de que al otro hombre también le gustaba la peda!”.
A los 5 años de edad decir que te va bien significa que no te meas en los pantalones. A los 10 años decir que te va bien significa que juegas bien al futbol. A los 15 años decir que te va bien significa que tienes amigos que te aceptan. A los 20 años decir que te va bien significa que sales con chicas guapas. A los 30 años decir que te va bien significa que tienes un buen empleo. A los 40 años decir que te va bien significa que te has casado con una buena mujer y tienes una linda familia. A los 50 años decir que te va bien significa que has creado tu propia empresa, y que es exitosa. A los 60 años decir que te va bien significa que tus hijos ya se han establecido, están casados y te han dado nietos. A los 70 años decir que te va bien significa que gozas de buena salud. A los 80 años decir que te va bien significa que no te meas en los pantalones.
El joven Pitorrango conoció en el bar de moda a una chica, y después de invitarle varias copas –champaña, pidió ella– la invitó a ir con él al solitario sitio llamado El Ensalivadero, lugar alejado de la ciudad en el cual las parejitas se entregaban a expansiones prematrimoniales. En el asiento de atrás del automóvil se efectuó un trance que no describo aquí por escrúpulos de moralina, pero que mis cuatro lectores imaginan ya. Acabado el ocasional connubio la muchacha le dijo a Pitorrango: “Olvidé comentarte que soy prostituta. Me dedico a esto profesionalmente. Son mil pesos de la follada”. Replicó Pitorrango: “Y yo olvidé comentarte que soy taxista, también de profesión. Si no quieres caminar de regreso a la ciudad son mil pesos de la dejada”.
Dulciflor estaba en la sala de su casa en compañía de su novio. Su mamá, preocupada porque la muchacha no subía a su cuarto, le preguntó desde la escalera: “Hija: ¿está ahí Leovigildo?”. Respondió Dulciflor: “Todavía no, mami, pero ya se va acercando”.
En la reunión de mujeres dijo una: “Me prometí a mí misma no hacer el amor con nadie hasta encontrar al hombre perfecto”. Opinó otra: “Eso debe ser muy difícil”. “Para mí no lo es –declaró la primera. Pero mi marido está bastante molesto”.
Don Cornulio llegó a su casa cuando no se le esperaba y encontró a su mujer celebrando el H. Ayuntamiento con un desconocido. En paroxismo fúrico le espetó a la pecatriz los nombres de algunas famosas cortesanas: “¡Friné! ¡Cleopatra! ¡Thais! ¡Mesalina!”. “Ay, Cornulio –replicó ella, impaciente. ¿Acaso no te has dado cuenta de que estamos viviendo tiempos de alternancia?”.
Tres amigos hablaban acerca de la amenaza nuclear. Preguntó uno: “¿Qué harían ustedes si supieran que en 5 minutos iba a caer una bomba atómica?”. Respondió uno: “Yo me follaría a lo primero que se moviera”. Dijo el otro: “Y yo me quedaría quietecito”.
Don Cornato llevó a varios amigos a que conocieran su nueva casa. Su mujer, nerviosa, se oponía a que pasaran. La casa, les dijo, estaba todavía en desorden. Pero don Cornato insistió, y guió a sus invitados: “Éste es mi estudio. Éste es mi salón de juegos. Ésta es mi cantina... Subamos ahora al segundo piso. Ésta es mi recámara. Ésta es mi cama. Éste es mi clóset. Y éste es mi compadre Pitongo”.
El tímido galán fue a pedir la mano de su novia al rudo y mal encarado papá de la muchacha. “Don Fosco –le dijo vacilante – vengo a pedirle la mano de Susiflor”. “¡La mano! –se burló el avinagrado genitor. Ya sabía yo que eres de los que se conforman con muy poco”.
Don Geroncio, maduro caballero, iba por la calle cuando en la esquina lo detuvo una muchacha muy pintada. Le preguntó la musa nocturnal: “¿Te gustaría pasar un rato conmigo, guapo?”. “Lo siento –contestó don Geroncio. Es algo tarde”. “No es tarde –replicó ella. Son apenas las 9 de la noche”. “No, linda –aclaró el señor con gran tristeza. Son 20 años tarde”.
Una investigadora extranjera hacía un recorrido por una zona rural de México. Cierto día, acompañada por un joven ranchero, descansaba a la orilla de un camino cuando una culebrilla se acercó a donde estaba sentada. Se asustó tanto que levantó las piernas, y al hacerlo dejó al descubierto todo lo que no se debe descubrir a la mirada de un extraño. Pasado el susto la mujer le dijo al ranchero para disimular su turbación: “¿Vio usted mi agilidad, Bucolio?”. “La vi, señora Bloomersless” –respondió el campesino todavía con los ojos muy abiertos. Claro que la vi”. Por la noche, ya en el rancho, Bucolio les dijo a sus amigos: “¿Saben qué? A aquella parte las extranjeras la llaman ‘la agilidad’”.
Una madre de familia llegó angustiada a la consulta del doctor Ken Hosanna. Llevaba en brazos a un bebé. “¡Doctor! –clamó con desesperación. ¡Mi hijo se tragó una bala de pistola!”. “No se asuste, señora –la tranquilizó el facultativo. Le administraré a la criatura un laxativo poderoso y la arrojará. Pero entretanto hágame el favor de voltear el culito del niño hacia la pared”.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario