martes, 21 de julio de 2015

Indulto

El día programado para la ejecución por fin había llegado. El reo se veía nervioso mientras desde su celda veía avanzar las manecillas del reloj conforme se acercaba su hora final. En la mañana, a fin de certificar sus condiciones generales de salud, el médico de la penitenciaría había estado presente checando sus signos vitales. Una de las cosas curiosas de los países en los cuales se aplica la pena de muerte por delitos graves es el interés del Estado por que los reos lleguen al patíbulo en buenas condiciones de salud. Como parte de la inspección médica, el doctor le tomó unas muestras de sangre, seguramente -supuso el reo- para obtener la filiación del ADN del reo y guardarla en los archivos de base de datos, por si acaso se pudiera llegar a ofrecer tal información.

El reo era considerado uno de los peores que hubieran pasado por el penal. Además de haber matado a muchas personas inocentes en sus asaltos a mano armada, su último gran pecado lo cometió al entrar a un auditorio armado con un fusil de alto poder, matando gente a diestra y siniestra por el solo placer de matar. Quería saber lo que se siente matar a mucha gente inocente reunida en un solo lugar. Entre las muchas personas a las que mató mientras se carcajeaba como si estuviera en una fiesta estaba un sobrino del Gobernador, y por esta razón la fiscalía puso especial interés y énfasis en que no se le declarara “no culpable por insania mental temporal”. Después de un largo y costoso juicio, el jurado no le aceptó al abogado defensor su alegato de insania mental temporal, encontrando culpable al acusado, tras lo cual el mismo jurado no vaciló en condenarlo a la pena de muerte.

La terrible masacre había ocurrido hace más de dos décadas, pero la pena de muerte no se le había podido aplicar en virtud de que el abogado defensor había estado interponiendo apelación tras apelación tras apelación argumentando las cosas más inverosímiles que pueda haber, tales como argumentos en contra de la pureza de los químicos a ser usados para la inyección letal, la imposibilidad de ejecutar a un hombre cuya religión -inventada por el mismo reo- prohibe terminantemente la aplicación de la pena de muerte a todo aquél que no haya estado por lo menos cien años en prisión, y así por el estilo. Pero hoy, después de 500 apelaciones, todas ellas desechadas, no había ya ningún otro argumento que pudiera ser usado como táctica dilatoria, como chicana para impedir la ejecución del sentenciado.

Llegada la hora, el reo fue tomado de los brazos por dos guardias para ser escoltado hacia la camilla en donde le iba a ser aplicada la inyección letal, mientras era seguido de cerca por un pastor ministerial que rezaba unas oraciones a las que el reo no concedía ninguna importancia. Una vez en el sitio, fue subido a la camilla y sus brazos y piernas fueron asegurados con correas firmes para impedirle cualquier movimiento, a la vez que entraba al cuarto el enfermero que le aplicaría la inyección letal por vía intravenosa.

Todos miraban hacia el minutero y el segundero del reloj, esperando que fuera la hora exacta para la aplicación de la pena capital. El enfermero le tomó el antebrazo al reao acercando la jeringa.

Y justo cuando iba a introducir la aguja en la piel del reo. Sonó el teléfono. Todos voltearon hacia el guardia que estaba apostado a un lado del teléfono. La única persona que podía llamar a este teléfono era el Gobernador. Y la única razón por la cual se esperaba su llamada era para postponer la ejecución por enésima ocasión, algo a lo que ya estaban acostumbrados con este reo al repetirse la misma escena docenas y docenas de veces.

“Otra suspensión de la ejecución lograda por mi abogado defensor” se dijo a sí mismo el reo. “Les he ganado otra vez la ronda a estos idiotas. Yo siempre gano. Yo soy invencible.”

Después de aflojarle las correas que lo sujetaban, el reo fue bajado de la camilla para ser escoltado nuevamente por los guardias que lo habían llevado hasta ese punto. Seguramente lo iban a llevar de regreso a su celda, se dijo a sí mismo el reo. Pero no, en esta ocasión lo llevaron a la oficina del alcaide. Una vez frente al alcaide, el reo esperó algunos minutos mientras el alcaide terminaba de concluír una llamada telefónica.

-¿Y bien?- dijo el reo.

-Le tengo una noticia que de seguro le va a agradar- respondió el alcaide.

-No me diga. Mi abogado defensor me ha conseguido otra suspensión. ¿No es así? Eso no me lo tiene que decir. Eso ya me lo sé.

El alcaide pausó antes de continuar mientras contemplaba la mueca burlona que le hacía el acusado.

-No, no se trata de una suspensión de la ejecución.

Intrigado, el reo inquirió:

-Si no es una suspensión, ¿entonces de qué se trata? ¿Me van a enviar a otro penal para que allí se me aplique la ejecución, o mejor dicho para que se me trate de aplicar la ejecución, ya que hasta ahora yo he salido ganando y ustedes bola de idiotas todos han salido perdiendo?

-No, tampoco lo vamos a enviar a otro penal.

-¿Entonces?

-A partir de hoy, queda usted en libertad.

Atónito, sin poder creer lo que escuchaba, el reo reaccionó:

-Se trata de una broma, ¿verdad? Pero hoy no es el día de los tontos.

-No se trata de una broma. El Gobernador llamó para ordenar que la ejecución fuese cancelada. Y no solo eso, le ha concedido a usted un indulto total. Está usted libre. Ahorita mismo lo van a acompañar a su celda para que recoja sus cosas y abandone el penal.

Sin poder salir de su asombro, el reo respondió:

-¿En verdad? Pues entonces mi abogado defensor, más listo que todos ustedes, encontró algún tecnicismo legal, alguna chicana, algo en los libros, para mandar por tierra todos los cargos en mi contra y la sentencia que me fue emitida. Entonces yo soy el triunfador, y ustedes, todos ustedes, incluído usted señor alcaide, no han podido contra mí. ¿Qué les dije cuando entré? ¿Lo recuerdan? Les dije que yo era invencible. Y ahora hasta voy a salir libre. Me da mucho gusto haberlos conocido bola de imbéciles. Yo salgo del penal, mientras ustedes siguen laborando aquí. ¡Lo que son las cosas! A ver si nos encontramos después en la calle, señor alcaide, porque tal vez tendrá el honor de ser asaltado por mí y perder en nuestro próximo encuentro todo su dinero y todas sus tarjetas de crédito, y tal vez le respete su vida para que no lo pierda todo.

El reo indultado se soltó carcajeando, como si se estuviera riendo de todos a lo grande. A una señal del alcaide, los custodios sacaron al reo de la oficina y lo llevaron a su celda para que recogiera sus cosas. Tras lo cual lo llevaron al recinto de visitas en donde al reo liberado lo estaba esperando su hermano.

-¡Hola hermano! ¿Como la ves? Estos imbéciles no solo no me ejecutaron, sino que me liberaron. Eso de los derechos humanos de los reos es una cosa fabulosa, porque nos concede muchas oportunidades para escaparnos del sistema.

El hermano lo miraba fijamente, sin responderle.

-¿No me vas a decir nada, carnal? ¿Cómo te la has pasado estos años? Creo que tenemos que ir a un antro a festejar. Y después veré como consigo un arma con mis viejos conocidos para poder hacer lo que hacía antes, o sea vivir a costa de una sociedad estúpida a la que no le debo nada.

El hermano no le respondió, y en lugar de ello, lo llevó hacia su carro en donde lo llevó a su casa sin decirle absolutamente nada en el camino.

Al llegar y entrar en la casa, el indultado se veía visiblemente molesto por el silencio de su hermano, y no tardó en recriminarle su silencio:

-¿No me vas a felicitar? ¿No me vas a decir absolutamente nada? Yo le he ganado a la sociedad, yo le he ganado al sistema. yo he triunfado sobre toda esa bola de estúpidos que nacieron para trabajar duro de sol a sol a fin de poder ganarse el dinero que yo les voy a quitar. ¿No es eso algo digno de festejar?

El hermano rompió su silencio mientras tomaba un folder de manila entre sus manos:

-¿Así que crees que has ganado. que te has burlado de todos los que te rodean y a los cuales llamas una bola de idiotas?

-Pues sí. ¿Acaso no me ves libre? ¡Libre, libre, libre! Para seguir haciendo de las mías.

-¿Estas completamente seguro de que en esta ocasión te has salido con la tuya?

-¡Pues claro! No podía ser de otra manera, porque yo soy el astuto, el que no se deja maniatar ni por las leyes de la sociedad ni por la religión, el hombre completamente libre sin ningún remordimiento de conciencia.

Tomando un respiro profundo, el hermano le mostró el folder de manila que sostenía entre sus manos, diciéndole:

-¿Ves esto que tengo en mi mano derecha?

-Pues claro que lo veo. Es un simple folder. ¿Qué tiene eso de extraordinario? Nada que llame la atención.

-Recuerdas el médico que te hizo la última revisión médica antes de que te llevaran a la sala de ejecuciones?

-Mmmmm, creo que sí, lo recuerdo.

-¿Recuerdas que te tomó una muestra de sangre?

-Si, de seguro para eso del ADN. ¿No es así?

-No, no es así.

-¿Entonces?

-En ese chequeo médico, el doctor encontró algo anómalo en tus signos vitales. Y en base a un pre-diagnóstico tomó una muestra de tu sangre para confirmar sus sospechas.

-¿Cuales sospechas?

-Resulta, apreciable hermano -respondió al momento de sacar del folder de manila una hoja que contenía los resultados de unos análisis de laboratorio- que tienes una forma mortal de leucemia, una forma sumamente rara cuyos síntomas apenas empiezan a aflorar, en pocas palabras... estás condenado a muerte. Y en esta ocasión, no hay tribunales de apelaciones o indultos.

Estupefacto, como si le hubieran dejado caer una loza de concreto en su cabeza, el indultado reaccionó:

-Dijiste que... ¿estoy condenado a muerte porque tengo una leucemia rara e incurable?

-En efecto, eres un enfermo terminal. Y te sacaste el premio negro de la lotería de la vida, porque es el tipo de leucemia más doloroso y agotador que en su etapa final neutraliza los calmantes de dolor.

El indultado se quedó callado. Ahora era él quien guardaba silencio. Su hermano continuó:

-Dijiste que todos eran una bola de idiotas, incluído el Gobernador que te indultó en lo que tu creías que era el resultado de una argucia legal de tu abogado defensor o el corazón blando de un Gobernador sentimental que no podía condenar a muerte a nadie. Pero tu liberación no fue un acto de misericordia del Gobernador. Antes bien fue un acto de crueldad, y puedes decir que fue un acto de crueldad extrema considerando los terribles dolores con los que llegarás a lo que será para tí una larga agonía. El Gobernador buscó el castigo más duro que pudiera darte, poniendo las alternativas en la balanza. Por un lado, con la inyección letal podrías haber tenido en cuestión de unos cuantos minutos una muerte apacible, tranquila y rápida, como la que tienen los perros y gatos cuando los veterinarios les aplican la eutanasia. Pero por el otro lado, sin el beneficio de la inyección letal, te espera una muerte con una agonía prolongada y dolorosa con la que seguramente vas a pagar con creces todas las que debes. El Gobernador, al darte el indulto, te condenó a una muerte mil veces peor. Quería desquitarse contigo en una forma que fuera legal, y lo logró.

Impactado, con el rostro lívido, pasaron varios minutos para que el reo indultado recuperara su compostura agregando:

-Pero el Gobernador no solo me concedió la anulación de la pena de muerte, sino que también me concedió mi libertad. ¿No es acaso eso un triunfo dentro de todo?

-¡Imbécil! ¡Mil veces imbécil! ¿Acaso no te has dado cuenta aún? Si el Gobernador simplemente te hubiera concedido la anulación de la pena de muerte pero sin darte tu libertad, o sea que hubiera conmutado tu sentencia por otra menos severa, entonces al dejarte en prisión el Estado habría estado obligado a pagarte todas tus medicinas, todos los calmantes de dolor, todas las transfusiones y todos tus gastos médicos para mitigar un poco la agonía que te espera, porque habrás de saber que mientras una persona se encuentra presa todos sus gastos médicos, por caros que sean, corren por cuenta del Estado. Y en tu caso, estamos hablando de varias decenas de miles de dólares. Pero cuando la persona se encuentra libre, el Estado no le paga un solo centavo. Y para tu mala fortuna, en este momento no tienes un solo centavo en ninguna de tus cuentas bancarias que desde hace dos décadas fueron confiscadas para indemnizar económicamente a algunas de tus víctimas. No solo vas a agonizar muriendo a largo plazo en el potro del tormento, sino que no vas a tener un solo centavo ni siquiera para comprar un frasco de aspirinas. Y yo no te puedo ayudar, porque por mi parentesco contigo me perdieron la confianza y perdí mi trabajo y he estado en la quiebra viviendo al día todos estos años. Ahora, dime tú, ¿quién fue el idiota? ¿quién fue el imbécil?

El indultado, condenado ahora a una muerte atroz por orden de la misma Naturaleza, no podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. Estaba petrificado en su asiento, tratando de entender su nueva realidad. Y sabía muy bien que él no podía adelantar la hora de su muerte quitándose su propia vida, porque si bien era un valiente cuando se trataba de quitarle la vida a otros, era un perfecto cobarde a la hora de aplicarse él mismo su propia rutina, era demasiado cobarde como para intentar suicidarse. Era como si la misma Providencia hubiera decidido aplicarle una dura lección y un duro castigo, el más duro de todos, antes de partir de este mundo hacia su juicio final.

El silencio se había apoderado de la habitación en la que se encontraban los dos hermanos, y ambos estaban inmóviles sin decirse nada, hasta que los claxonazos de un carro hicieron que ambos se asomaran por la ventana. Había una limousina en la calle, de la cual en la parte trasera empezó a bajar el vidrio del ventanal. Al terminar de bajar el ventanal de la limousina, se asomó una persona bien vestida. Era el Gobernador, que simplemente llevó dos de sus dedos hacia el pómulo derecho de su frente, tocándose el pómulo de la frente con ambos dedos y sacudiendo el par unido de dedos hacia un lado en un vaivén rápido a manera de saludo se despidió prodigando a su indultado con una amplia sonrisa que más bien parecía una sonrisa de burla que de alegría. Hecho esto, se elevó el cristal del ventanal de la limousina y la limousina se puso en marcha alejándose del lugar, mientras el flamante indultado empezaba a sentir unas punzadas de dolor en su cuerpo que seguramente serían el preludio de muchas otras punzadas más en el ahora sí camino seguro hacia su tumba.

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