Esta es la temporada navideña, y se acerca ya la Nochebuena y el fin de este año 2016 que muchos en México preferiríamos olvidar, un año pletórico de “grinches”, como el
“grinch” de Veracruz que le estuvo robando al pueblo veracruzano sus dineros saqueando las arcas públicas a todas horas del día y embolsándose miles de millones de pesos de los veracruzanos y que hoy anda libre y prófugo posiblemente disfrutando de la vida en alguna lujosísima mansión o hacienda en Brasil con una enorme alberca y caballería y hasta zoológico particular, o como el
“grinch” Luis Videgaray culpable de idear la ocurrencia de que se invitara en calidad de jefe de estado al candidato republicano de Estados Unidos pese a que anteriormente ya se había manifestado abiertamente como un racista xenófobo que detesta a los mexicanos y que antes de venir a México estaba cayendo en las encuestas pero que gracias a su visita a México, y el trato de estadista que se le dió en México logró volver a hacerlo subir nuevamente en las encuestas hasta emparejarse con Hillary Clinton, o como el
“grinch” de la Reforma Energética del presidente Peña Nieto que habiendo prometido dentro del
Pacto por México que gracias a esa reforma bajarían considerablemente los costos de las gasolinas y los energéticos y que después de haberse aprobado la susodicha reforma los precios de la gasolina y los energéticos no han parado de subir y ya para el 2017
se espera que seguirán subiendo provocando una nueva escalada inflacionaria justo cuando Donald Trump ha advertido sus intenciones de terminar con el Tratado de Libre Comercio con México y de llevarse todas las industrias maquiladoras norteamericanas de regreso a los Estados Unidos. Con tanto “grinch” no nos la vamos a acabar en esta Nochebuena.
La mejor manera de olvidar a tanto malhadado “grinch” que están aquí en la Tierra todos ellos para recordarnos a los que tenemos que sufrir a estos demonios que Satanás es quien gobierna en el planeta, es recurriendo a un poco de humorismo, y es en ocasión de ello que pondré en esta entrada algunos de los chistes que he estado coleccionando del gran humorista Catón, con los cuales ojalá mis lectores puedan olvidar a tanto “grinch”.
Al igual que en otras ocasiones, los chistes están puestos en rondines de veinte en veinte, para que los seguidores de esta bitácora puedan regresar al punto en el cual hayan dejado pendiente su lectura en caso de no haber tenido tiempo de poder leer todos los chistes que obran aquí.
Rondín # 1
Ingresó un nuevo socio en el Club de la Tercera Edad Entrando Ya a la Cuarta. El encargado le hizo saber: "En este club no hablamos de política, pues eso da lugar a agrias discusiones. Tampoco hablamos de religión, por respeto a las creencias de cada quien. Ah, y tampoco hablamos de sexo". Preguntó el recién llegado: "¿Porque lo consideran un tema inconveniente?". "No -replicó el veterano señor-. Porque ya no nos acordamos".
Astatrasio Garrajarra, el borrachín del pueblo, iba cae que no cae por un oscuro callejón cuando de pronto le salió al paso el conde Drácula. Abrió su capa el vampiro, le mostró al azumbrado los colmillos y luego le preguntó con ominoso acento: "¿Te doy miedo?". "No, gracias -replicó tembloroso el beodo-. Ya tengo un chingo".
Aquella mañana lord Feebledick estaba de excelente humor. Por el Times se enteró de que sus acciones en la mina de diamantes del Transvaal habían subido medio punto. Juguetón, le dio un garnuchito en el trasero a su mujer, lady Loosebloomers, y le dijo con tono burloncillo: "Si tuvieras más firme esto podrías prescindir de la faja". La señora no respondió a esa burda cuchufleta, pero pronunció en su interior una expresión interjectiva que habría hecho ruborizar a un hooligan. Poco después lord Feebledick le dio otro garnuchito, ahora en el tetamen. Riendo, le dijo a su esposa: "Si tuvieras más firme esto podrías prescindir del sostén". Y así diciendo soltó una estruendosa carcajada. Ya no se pudo contener lady Loosebloomers. Le dio a su marido un fuerte garnucho en su parte de varón y le dijo con voz ácida: "Y si tú tuvieras más firme esto podríamos prescindir del mayordomo, del jardinero, del caballerango, del perrero, del guardabosque, del montero, del cocinero y del chofer".
Pinocho estaba triste. ¿Por qué estaba triste Pinocho? Tenía éxito con las mujeres -todas querían saber qué se sentía hacerlo con un muñeco de madera-, pero después del trance erótico sus parejas se quejaban siempre de que les había clavado una astillita en cierta parte donde una astilla duele mucho. Así pues Pinocho fue con Geppetto, su papá, y le contó aquel problema que tanta pesadumbre le causaba. El anciano carpintero lo tranquilizó. Eso, le dijo, tenía fácil solución. Le dio una hoja de papel de lija y le indicó que se frotara con ella la astillosa parte. Después de una semana Geppetto le preguntó a su hijo cómo le iba ahora con las mujeres. "¿Mujeres? -respondió Pinocho-. ¿Quién necesita mujeres?".
Don Languidio Pitocáido, senescente caballero, iba a casar con Pomponona Bustonier, mujer en flor de edad y frondosa por donde se le viera. Le dijo con feble voz a la fornida novia: “Quiero que nos casemos el día 2 de febrero”. Inquirió ella, extrañada: “¿Por qué precisamente en esa fecha?”. Explicó el maduro señor: “Porque esa noche son las levantadas”.
Aquella señora, hay que decirlo, no dominaba el arte culinario. Tampoco en la cocina era muy buena. Sabía hacer solamente dos platillos: pastel de carne y pay de zarzamora. Y nunca se sabía cuál era cuál. Un día el pequeño hijo de la mujer pronunció una mala palabra en la mesa. La señora le ordenó: “¡Te me vas a tu cuarto sin cenar!”. “Mujer –la reprendió el esposo–. Hay que castigar al niño, no premiarlo”.
Una atractiva mujer llamada Taisa llegó al domicilio conyugal en horas de la madrugada. Lucía un finísimo collar de perlas que a las claras se veía costaba las de la Virgen. Su marido le preguntó, receloso: “¿De dónde sacaste ese collar?”. Contestó ella: “Lo vi en el escaparate de una joyería y le pedí al joyero que me lo mostrara. Él me dijo que si me gustaba me quedara con él. Me quedé, y me lo regaló”.
Declaró Afrodisio Pitongo: “Mi esposa tiene un reloj en las pompas”. Explicó: “Se las agarro en la cama y me dice: “¡No manches, caborón! ¡Son las 3 de la mañana!.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, iba por un oscuro callejón, y le salió al paso un asaltante que le dijo al tiempo que la amenazaba con su pistola: “No grite. Lo único que quiero es su dinero”. Respondió ella con enojo: “Si lo único que quiere es mi dinero entonces sí voy a gritar”.
Don Gerolano, señor de muchos calendarios, fue a un motel de los de corta estancia con una chica del talón. Desgraciadamente a la hora de la verdad su parte de varón le echó mentira, y el maduro galán no pudo ponerse a la altura de las circunstancias. La sexoservidora palpó la sobredicha parte y dijo: “Esto está blando”. “¿De veras? –se interesó don Gerolano–. Y ¿qué dice?”.
“¿Cuánto cobras?” –le preguntó el tipo a la sexoservidora. “Mil pesos” –contestó ella. Ofreció el sujeto: “Te daré 10 mil, en efectivo y por adelantado. Pero debes saber que soy sádico: necesito golpear a mi pareja para experimentar placer sexual”. Inquirió, temerosa, la mujer: “¿Y me golpearás mucho?”. Repuso el individuo: “Nada más hasta que me devuelvas los 10 mil pesos”.
Ulpiano y su novia Pandecta se recibieron de abogados. El mismo día que obtuvieron su título profesional, él habló con el papá de la muchacha y le dijo que quería contraer matrimonio con su hija. “Tienen ustedes mi bendición –respondió el padre–, pero creo que antes de casarse deberían practicar por lo menos un año”. “¡Uh, señor! –exclamó orgulloso Ulpiano–. ¡Ya llevamos practicando más de dos!”.
El hombre deja de fumar cuando tiene fuerza de voluntad. Deja de beber cuando tiene fuerza de voluntad. Y deja de andar con mujeres cuando tiene la voluntad pero le falta la fuerza.
El nieto mayor de don Feblicio se sorprendió al ver que su provecto abuelo estaba leyendo “Los placeres de Nanette”, un libro claramente pornográfico. Le preguntó asombrado: “¿Qué lees, abuelo?”. Contestó el añoso señor: “Un libro de historia”. “¿De historia? –repitió el muchacho–. Abuelo: ese libro trata de sexo”. “Precisamente –replicó don Feblicio–. Para mí el sexo ya es historia”.
Con voz serena, pero firme, dijo Nuestro Señor: “El que esté libre de culpa que lance la primera piedra”. De entre la gente salió una piedra que le pegó en la cabeza. El certero proyectil había partido de la mano de María, su divina madre. Se frotó Jesús la dolorida parte y añadió: “Se me olvidó decir que aplican restricciones”.
Don Cornulio llegó a su domicilio y encontró a su mujer en el lecho conyugal, sin nada de ropa encima y poseída por singular agitación. Le preguntó, suspicaz: “¿Por qué estás así, desnuda?”. Balbuceó ella: “Es que no tengo nada qué ponerme?”. “¿Que no tienes nada que ponerte?” –se enojó don Cornulio. Así diciendo fue al clóset, abrió la puerta, y empezó a preguntar al tiempo que removía los numerosos vestidos de la señora: “¿Y esto? ¿Y esto? ¿Y esto?... ¿Y éste?”.
Don Cornulio supo sin lugar a dudas que su esposa le estaba adornando la cabeza. Le dijo con dramático acento: “Mesalina: ¡lo sé todo!”. “Ay, sí; lo sé todo –se burló ella–. A ver: ¿quién va a ganar? ¿Hillary o Trump?”. (Las redes sociales se han encargado ya de propalar la especie: al terminar el debate en que Hillary puso al republicano como palo de gallinero, jaula de perico, mecate de cochino o trepadero de mapache, Monica Lewinsky le comentó a Trump: “Ya te había yo dicho que los Clinton dejan siempre un mal sabor de boca”).
Don Poseidón y su esposa doña Holofernes tuvieron la visita de Candorio, el novio de su hija. “Vengo –dijo solemnemente el boquirrubio– a pedirles la mano de Arletina”. Don Poseidón se volvió hacia su mujer. “¿Lo ves? Te dije que es un indejo. ¡Se conforma con la mano!”.
Rosibel, atractiva secretaria, recibió del doctor Wetnose, ginecólogo, la interesante noticia de que estaba ligeramente embarazada.
“¡Caramba! –se consternó–. ¡Y ni modo de echarle la culpa de este error a la computadora!”.
La frase pertenece a Vasconcelos. Se discutía si la Constitución del 17 era roja, o sea socialista, o blanca, vale decir liberal. “No es ni blanca ni roja –dictaminó el filósofo–. Es violada”.
Rondín # 2
Sor Bette, la maestra del jardín de niños, les dijo a los pequeños: “Creo que estoy resfriada. Tengo el cuerpo cortado”. “No, madre –la corrigió Pepito–. Lo que pasa es que es usted monja e ignora ciertas cosas. No es que tenga el cuerpo cortado: son las pompas”.
Era el tiempo de las Cruzadas. Había dos herreros en el pueblo: Vulcanio vendía los cinturones de castidad a 5 escudos, y Hefestino los daba a 2. “¿Cómo puedes ofrecerlos a ese precio?” –le preguntó éste a su colega. Respondió Vulcanio: “Me emparejo vendiéndoles la llave a las señoras”.
Al día siguiente de la noche de bodas los recién casados despertaron en el tálamo nupcial. Pirulina, la flamante novia, se estiró, gozosa. “¡Qué buen hotel es éste! –le dijo con tono de satisfacción a su maridito Simpliciano–. No es como los demás en donde he estado. Aquí puedes dormir tranquilamente sin que te molesten a cada rato tocándote la puerta para decirte que ya se acabó el tiempo y que tienes que dejar libre la habitación”.
“¿Por qué quiere usted divorciarse de su esposo?” –le preguntó el juzgador a la mujer. “Por adulterio, señor juez –respondió ella–. Sospecho que no es el padre de mis hijos”.
Era el primer día de clases en la escuela del ejido Disminuya. (Se llama así porque cuando se hizo la carretera se puso un letrero a los automovilistas: “Ejido. Disminuya”, y la gente creyó que aquel era su nombre). El pequeño Silvestrito le pidió permiso a la maestra de ir a la letrina. Regresó a poco y le dijo: “No la pude hallar”. La profesora le dio indicaciones precisas para llegar a la letrina, pero el pequeño Silvestrito volvió otra vez y repitió: “No la pude hallar”. La maestra le ordenó entonces a un alumno del sexto grado: “Llévalo”. Cuando regresaron la docente le preguntó al muchacho: “¿Por qué no la podía hallar?”. Explicó éste: “Traía los calzones con lo de atrás para adelante”.
La secretaria del abogado contrató a una mujer de servicio. Le indicó. “Lo único que tendrá usted que hacer es limpiarle el bufete al licenciado”. “¡Ah no! –protestó la afanadora con vehemencia–. ¡Le tendré limpia la oficina, pero el bufete que se lo limpie él mismo!”.
El doctor Ken Hosanna entró en el cuarto del hospital en el que estaba un niño. En ese preciso momento el chamaquito prorrumpió en un grito desgarrador: “¡No puedo ver! ¡No puedo ver!”. El médico se puso una mano en la barbilla a fin de adquirir aire de sapiencia, según había aprendido en la facultad. Le dijo a la mamá del pequeño: “Éste es el caso más dramático de ceguera mental, psíquica o histérica que he presenciado desde que obtuve mi título profesional en la Universidad de Hootenanny, con el segundo lugar de mi grupo (el primero se lo dieron al hijo de una mujer que tenía dimes y diretes con el secretario de la escuela), y aun así fui designado valedictorian de mi generación, y en mi discurso –por cierto muy aplaudido– dije que debíamos cambiar al mundo, pero desgraciadamente el mundo no se dejó cambiar y seguimos en las mismas, todo por culpa del capitalismo y el calentamiento global, mitad y mitad. Pero dígame, señora: ¿Desde cuándo el niño no puede ver?”. Respondió la mamá: “Desde que entró usted y se puso delante del televisor”.
En el departamento 14 vivía una estupenda rubia de sinuosa anatomía y voluptuosa traza. Cierta mañana un individuo llamó a su puerta. “Soy su vecino –le dijo–, y vengo a que me haga el favor de prestarme una taza de azúcar”. Contestó la nereida, suspicaz: “Usted no es mi vecino”. “Claro que lo soy –replicó el sujeto–. Vivo en la ciudad vecina”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, se topó en la calle con Famulina, que había sido su trabajadora doméstica. La muchacha iba vestida lujosamente, con prendas finísimas, de marca. Le preguntó doña Panoplia: “¿Cómo hiciste para poder comprar ropa tan cara?”. Respondió con desenfado Famulina: “Me quité la ropa barata”.
Don Añilio cortejaba discretamente a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Un día la visitó en su casa, y para dar altura a la conversación le preguntó: “Dígame, amable señorita: ¿le gusta a usted La Traviata?”. “¡Señor mío! –se indignó ella–. ¡Soy una mujer decente!”.
El pintor presentó en la exposición un desnudo femenino. “¡Qué barbaridad! –exclamó su esposa al verlo–. ¡Todos tus amigos, tus colegas, los vecinos de la colonia, los socios del club de tenis y nuestros compadres sabrán que yo posé para ese cuadro!”. “¿Cómo podrán saberlo? –se asombró el marido–. Le puse un rostro completamente diferente al tuyo”. “Sí –replicó la mujer–, pero le dejaste el lunar que tengo en la nalga derecha”.
Don Algón llegó al hotel de playa en compañía de una estupenda fémina de voluptuosas formas y provocativa traza. Le preguntó el recepcionista: “Su viaje, señor, ¿es de negocios o de placer?”. Respondió el salaz ejecutivo: “El mío es de placer. El de ella es de negocios”.
Babalucas puso un salón de masajes. No funcionó porque era de autoservicio.
Don Cornulio acudió ante el juez de lo familiar. Quería divorciarse de su mujer. Le preguntó el juzgador: “¿Por qué quiere separarse de ella?”. Contestó el demandante: “Por adúltera y afrentosa”. “Entiendo lo de adúltera –declaró su señoría–. Pero ¿qué es eso de ‘afrentosa’?”. Para dar luz al funcionario diré que el adjetivo “afrentoso”, muy usado en sus canciones por el genial Piporro, sirve para calificar a aquél que por su arrogancia o suficiencia provoca a los demás y les causa incomodidad y enojo. “Mire usted, señor juez –explicó don Cornulio–. Ayer llegué a mi casa antes de lo esperado y encontré a mi mujer yogando con un desconocido. Por eso digo que es adúltera. Sin dejar de hacer lo que estaba haciendo me dijo ella: ‘Siéntate en esa silla, Cornulio, y fíjate bien cómo lo hace este señor, para que aprendas’. Por eso digo que es afrentosa”.
Meñico Maldotado, infeliz mancebo con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, casó con Pirulina, joven mujer dueña de mucha ciencia de la vida. Al terminar el primer trance de amor Meñico interrogó a su desposada: “¿Fue ésta tu primera vez?”. “¿Cómo que ‘fue’? –contestó ella–. ¿Qué ya lo hiciste?”.
Aquella comunidad rural se llamaba Tres Ejidos. Cierto visitante le preguntó a una vecina de la localidad. “Su esposo, señora, ¿es de Tres Ejidos?”. “¡Uh! –respondió desdeñosa la mujer–. ¡Ya ni siquiera uno completa!”.
Arodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, yacía en una cama de hospital vendado de pies a cabeza igual que momia egipcia. Su contlapache Libidiano fue a visitarlo y le preguntó por qué se hallaba en tan lamentoso estado. Con una palabra respondió el infeliz: “Vionos”. Libidiano retrocedió unos pasos, asustado, e inquirió: “¿Es eso una bacteria peligrosa, algún microbio letal o virus contagioso de los que ahora afligen a la humanidad doliente?”. “No –aclaró Pitongo con dolorida voz–. Estaba yo con una mujer casada. Llegó el marido y vionos”.
Mentorio le dijo a Bragueto: “Me enteré de que vas a casarte con Frinesia. Sé bien que es inmensamente rica, pero mi obligación de amigo es decirte que tiene un pasado muy dudoso”. “Lo conozco –replicó Bragueto–. Pero más dudoso aún es mi futuro, por eso me caso con ella”.
Un individuo llegó a la consulta del doctor Ken Hosanna. Gimió: “¡Me quebré el brazo en dos partes!”. Le indicó el facultativo: “No regrese a ninguna de las dos”.
Rondín # 3
Babalucas logró por fin realizar su sueño de viajar a Europa. A su vuelta le preguntó un amigo: “Supe que fuiste a Inglaterra. ¿Qué te parecieron las británicas?”. Respondió Babalucas: “Atractivas, pero un poco frías”. “Supe igualmente –prosiguió el amigo– que estuviste en Francia. ¿Qué te parecieron las galas?”. “Hermosas –opinó Babalucas–, pero algo frívolas”. “Y entiendo –siguió el otro– que también visitaste Portugal. ¿Qué te parecieron las lusitanas?”. “Muy bellas –replicó Babalucas–, pero algo melancólicas”. “Y me enteré –continuó el amigo– de que llegaste hasta Noruega. ¿Qué te parecieron los fiordos?”. “¡Óyeme no!” –protestó con vehemencia el badulaque–. ¡Yo solamente lo hago con mujeres!”.
Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, le dice a su marido “El menudo blanco”. ¿Por qué tal remoquete? Explica ella: “Es pura panza y nada de picante”.
La película era abiertamente pornográfica. Se llamaba “Juegos ilegales”. En nada se parecía, claro, a la famosa obra maestra de René Clément que pedí en una tienda de videos. Le pregunté a la encargada: “¿Tienen ‘Juegos prohibidos’?”. Con mirada glacial me respondió: “Aquí no vendemos pornografía”. Esta otra película que digo era efectivamente pornográfica, lúbrica, sicalíptica, erótica.
Babalucas la veía con ojos bien abiertos. En una de las más tórridas escenas el protagonista empezó besar a su amante en todo el cuerpo, menos en los labios. La besó en las orejas, el cuello y los hombros. Luego besó morosamente sus ebúrneos y turgentes senos. En seguida puso sus besos en su vientre, sus caderas, sus muslos, sus piernas y sus pies. Por último se aplicó a besar concienzudamente la intimidad más íntima de la lasciva fémina. Babalucas se inclinó hacia su compañero de asiento y le dijo con tono desdeñoso: “El tipo es un indejo. Ni siquiera sabe dónde se debe besar a una mujer”.
El padre Arsilio reprendió a Pitorro: “He sabido, hijo mío, que tienes dos mujeres. Con una estás los lunes, miércoles y viernes; con la otra vas los martes, jueves y sábados. El domingo descansas, según entiendo, por lo cual te felicito: tu ejemplo de respeto al día del Señor es sumamente edificante. Sin embargo, eso de tener dos mujeres es pecado grave, a más de constituir el delito de bigamia. Te exhorto, entonces, a que retornes al camino bueno y renuncies a esa doble vida que hace injuria lo mismo a las leyes humanas que a las divinas”. Al oír aquello Pitorro se mesó los cabellos y exclamó con voz llena de desesperación: “¿Quién le contó de mí tan grande badomía? Calumnia más grande que ésa no puedo concebir. Soy hombre casto, señor cura; espejo de pureza; acrisolado ejemplo de virtud. Sigo el patrón de vida de Señor San José. Lo que usted dice me ofende grandemente. Una sola mujer tengo, que es mi santa esposa, la mujer a quien al pie del ara le juré fidelidad eterna. Sería incapaz yo de faltar a ese sagrado voto. ¡Antes muerto que perjuro!”. El buen sacerdote se azaró al escuchar respuesta tan vehemente. Confuso, aturrullado, se disculpó: “Caray, hijo, perdóname. No quise lastimarte. Si mis palabras te agraviaron las retiro inmediatamente. Anda, vete en paz con tu mujer”. Preguntó el tal Pitorro: “¿Con cuál de las dos?”.
Aquel señor oyó ruidos extraños en el cuarto de su hija. Esos sonidos eran, por orden alfabético: acezos, jadeos, resoplos y resuellos. También se escuchaban “húmedos y anhelantes monosílabos”, como escribió López Velarde en su bellísimo poema “Tierra mojada”. Intrigado por aquellos ruidos el paterfamilias se atrevió a abrir cautelosamente la puerta de la habitación de la muchacha. Lo que miró lo dejó –también por orden alfabético– atónito, aturdido, desconcertado, estupefacto, turulato y zurumbático. Su hija estaba en la cama acompañada por un guapo doncel, ambos en puris naturalibus, es decir sin ropa. “¡Clavelina! –prorrumpió el genitor con iracundia–. ¿Qué significa esto?”. Respondió calmosamente la muchacha: “Salí al jardín y vi una ranita que me dijo: ‘Soy un príncipe al que una bruja mala convirtió en rana. Si me das un beso regresaré a mi ser natural’. Traje la ranita a mi recámara; le di el beso que me pedía, y efectivamente, se convirtió en este príncipe que ves”. Clamó, fúrico, el señor: “¿Acaso piensas que voy a creerte ese cuento?”. “Papá –replicó Clavelina en tono de reproche–. Cuando tú me lo contaste yo te lo creí”.
La mamá de Pepito lo llevó con un médico a fin de que calificara su desarrollo físico y mental. El facultativo sentó al niño en su mesa de exámenes y le preguntó: “A ver, amiguito: ¿dónde están los ojos?”. Pepito, aunque extrañado, se señaló los ojos. “¿Y dónde está la nariz?”. El pequeño se puso un dedo en la naricilla. “¿Y dónde está la boca?”. Pepito ya no se pudo contener. Le dijo a su mamá: “Vamos con otro doctor, mami. Este indejo no sabe ni dónde están las partes corporales”.
Don Mercuriano, agente viajero representante de “La victoria de Wellington”, casa especializada en la fabricación de botones, alfileres e imperdibles, iba en su coche por un camino vecinal cuando vio un arroyuelo de cristalinas aguas que parecían convocarlo en aquella hora de sesteo bochornoso. Detuvo su automóvil (era un Packard modelo 57, color azul con azulito), y valido de la soledad de aquel umbrío paraje se despojó de su vestimenta y fue a refrescarse en las invitadoras linfas del regato. Buen rato estuvo gozando morosamente el placer del delicioso baño. Lo sacó de su disfrute el ruido que hizo su coche al arrancar. Había dejado puesta la llave de encendido del vehículo; alguien aprovechó su imprudente descuido y se lo robó. Salió don Mercuriano a toda prisa y se encontró con otra mala novedad: el ladrón se había llevado también su ropa. Sólo quedaba el sombrero, uno de fieltro que escapó a la mirada del ladrón. En eso acertaron a pasar por ahí tres mujeres. Nosotros las conocemos: eran Solicia Sinpitier, Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras. Al advertir su presencia el viajante se cubrió apresuradamente sus partes de varón con el sombrero. Las tres amigas vieron su turbación y se echaron a reír. Eso mortificó a don Mercuriano. Les dijo con enojo: “Si fueran ustedes unas damas no se burlarían de mí”. Por las tres respondió Himenia: “Y si fuera usted un caballero se quitaría el sombrero”.
El marido le dijo a su mujer: “Hoy me quedaré a trabajar hasta tarde en la oficina. No me esperes antes de la medianoche”. Respondió la señora: “¿De veras puedo contar con eso?”.
Un hombre agonizaba de sed en el desierto. Se arrastraba en la arena bajo el candente sol al tiempo que repetía una y otra vez con desesperación: “¡Perrier! ¡Perrier!”. (Era hombre acomodado). En eso vio venir a un beduino en su camello. “¡Estoy salvado!” –pensó. Llegó el beduino y le dijo: “Vendo corbatas”. Clamó el viajero: “¡Dame agua, por piedad! ¡Estoy a punto de morir de sed!”. “Vendo corbatas” –repitió, estólido, el hombre del camello. “¡No necesito una corbata! –gimió el otro–. ¡Quiero agua!”. Volvió a decir con voz monótona el beduino: “Cómpreme una corbata”. “¡Por favor, dame agua!” –suplicó el agonizante. “Ah, agua –dijo entonces el hombre del desierto–. Tengo agua en mi tienda de campaña. Está aquí cerca. Si quiere lo llevo”. “¡Sí, llévame! –se alegró el viajero–. ¡Gracias, gracias!”. Le dijo el beduino: “Pero para entrar se necesita corbata”.
Doña Macalota llegó a su casa antes de lo esperado y encontró a su coscolino esposo, don Chinguetas, besando prolijamente –incluso en los labios– a la linda criadita de la casa. “¡Verriondoinfamecanallabarbaján! –le gritó doña Macalota, airada, en un solo golpe de voz. “¿Qué oigo? –exclamó don Chinguetas alzando los brazos al cielo en un gesto de asombro que habría envidiado el mismo Talma, príncipe de los actores–. ¿Qué no estaba contigo, esposa mía? ¿Quién es entonces la mujer que disfrutaba mis caricias? ¡Ah, te digo que ya estoy necesitando lentes!”.
Recesvindo citó en un bar a Merulano, amigo suyo de la infancia. Le dijo solemne, circunspecto y grave: “Querido Reces. O, si lo prefieres mejor, querido Vindo. Debo informarte algo que te concierne en forma directa y personal. Sé que te dolerá lo que voy a decirte, pero la amistad me obliga a hacer de tu conocimiento este penoso asunto. Has de saber que tengo un compañero de trabajo llamado Pitorraudo. Ayer me pidió que le prestara 50 mil pesos. Me dijo que los necesita para escapar de la ciudad con una mujer casada. Le dije que no podía prestarle ese dinero, pero un hábil interrogatorio me bastó para saber quién es la mujer con la que está conchabado para huir. Querido amigo: lamento decirte que esa mujer es tu esposa”. “¿Mi esposa? –repitió Merulano como si no pudiera dar crédito a lo que sus oídos acababan de escuchar–. ¡Santo Cielo!”. Sacó la chequera y rápidamente hizo un cheque por 50 mil pesos. Le pidió ansiosamente a Recesvindo: “¡Anda, amigo! ¡Por favor ve y entrégale ahora mismo este cheque al señor Pitorraudo! ¡Que la cosa no quede por dinero!”.
Don Gandolfo, dineroso hacendado, era como aquel granjero del que hablaba Lincoln, que no ambicionaba tener toda la tierra, sino sólo la que iba colindando con la suya. Soñaba con ser dueño de la finca vecina, una vasta heredad llamada “Las glorias del Edén”, rica en fértiles prados, umbríos bosques y opimas labores de pan ganar. Su sueño, por desgracia, era imposible: desde hacía muchos años sostenía con el propietario un enconado litigio judicial por cuestión de aguas y límites. El largo pleito los había hecho enemigos acérrimos. Don Hermógenes –así se llamaba el hosco dueño de aquel predio– decía siempre y en todas partes que a cualquiera le vendería su hacienda, hasta al mismísimo Patetas (tal es uno de los nombres del demonio), pero jamás a su vecino, que era un cabrón, etcétera. Cierto día un compadre de don Gandolfo apodado el Charrán le dio cita en la cantina del pueblo. Quería tratar con él, le dijo, un asunto de importancia capital. Cuando estuvieron en la mesa frente a sendos caballitos de tequila, cada uno con su correspondiente yegua –o sea una cerveza–, el Charrán le dijo a su compadre que don Hermógenes le había ofrecido en venta su propiedad. “Usted sabe que yo no puedo adquirirla, compadrito. Estoy desempleado desde hace 54 años, y no he podido hallar el puesto gerencial que busco y que merezco. Usted tiene dinero para comprar ‘Las glorias del Edén’, pero don Hermógenes no se las dará a usted. ‘Las glorias del Edén’, quiero decir. Si me proporciona el dinero compraré el predio a mi nombre, y ya en mi poder la finca le endosaré a usted las escrituras. El viejo quiere 10 mil pesos oro por la propiedad”. Don Gandolfo creyó estar soñando. Esa misma noche, en el mayor secreto, puso en manos de su compadre dos talegas repletas de monedas. El Charrán le aconsejó que al día siguiente saliera del pueblo y fuera a la ciudad para que don Hermógenes no sospechara nada. Así lo hizo el hacendado. A lomos de su caballo “El 2 de abril”, así llamado en homenaje a don Porfirio Díaz, salió al camino y de intención pasó frente a la casona de don Hermógenes para que éste viera que iba de viaje. Pensó al pasar: “Al cabo dentro de poco tu hacienda será mía, viejo móndrigo”. Aquella noche el tal Charrán fue a visitar a la guapa mujer de don Gandolfo. “Comadrita –le dijo expeditamente–, no quiero prevalerme de la ausencia de mi compadre, a quien respeto y quiero, pero en su presencia no podría tratar un asuntito que quiero desahogar. Bien sabe usted que siempre me ha gustado. Anhelo pasar una hora –o más tiempo, si se puede– en la intimidad de su alcoba, y disfrutar sus muníficos encantos. A cambio de eso le daré dos talegas llenas de monedas de oro por la cantidad de 10 mil pesos”. La señora sintió el impulso de indignarse, y quizá lo habría hecho de haber sido solamente una talega. Pero eran dos, y pensó en todo lo que podría comprarse con aquella apetecible suma. Así pues cedió a la instancia de su salaz compadre, que vio cumplido cabalmente su deseo, tras de lo cual entregó a la ávida mujer la suma convenida. Ella contó las monedas –“Los chismes y el dinero son para contarse”, declaró–, y dio por recibido de conformidad el pago. A la mañana siguiente, muy temprano, el Charrán emprendió el viaje a la ciudad. Buscó a don Gandolfo en el mesón al que llegaba siempre, el “Luis XIV, Rey de Francia”. Ahí le dijo: “Compadre: le tengo una mala noticia. El viejo Hermógenes se patraseó. Dijo que siempre no vendía ‘Las glorias del Edén’. Para no traer conmigo el dinero que usted me dio se lo dejé en su casa con la comadrita”.
Don Mercuriano, agente viajero al servicio de “La victoria de Wellington”, casa especializada en la fabricación de botones, alfileres e imperdibles, se mortificaba con su pequeño hijo, pues no quería dormirse. “Duérmete –le ordenó–, porque no tarda en llegar Juan Pestañas”. “¡Éjele! –se burló el chiquillo–. ¡Ése viene solamente cuando tú no estás!”.
¿Cuál es el animal que cambia de peso tres veces al día? El hombre. En la mañana su esposa piensa: “¿A qué horas se irá este güey?”. Entonces pesa media tonelada. A mediodía la mesera del restorán comenta: “¡Miren cómo traga ese marrano!”. Su peso bajó a 70 kilos. Y por la noche su amiguita le dice: “¡Méngache mi pichoncito lindo!”. Ahora pesa 150 gramos.
Doña Cocorica, la gallinita del corral, clamaba con angustia, como La Llorona: “¡Mis hijos! ¿Dónde están mis hijos?”. El hombre de la rosticería la tranquilizó: “No se preocupe. Están dando la vuelta”…
Don Algón le dijo a su empleado Perillano: “Eres como un hijo para mí”. “¿De veras, jefe?” –se emocionó el sujeto. “Sí –confirmó don Algón–. Irresponsable, rebelde, respondón…”.
El barbero le preguntó, apurado, al gendarme de la esquina: “¿Vio usted pasar a un hombre corriendo? Me pidió que lo afeitara y luego escapó de la peluquería sin pagar”. Inquirió el agente: “¿Alguna seña particular?”. “Sí –contestó el fígaro–. Iba sangrando, y le falta media oreja”.
El recién casado llegó a su casa y sorprendió a su flamante mujercita en el lecho conyugal acompañada por dos sujetos con los cuales se entretenía en un movidísimo ménage à trois. “¡Infame maturranga! –le gritó en paroxismo de cólera–. ¡Vulpeja inverecunda; mala pécora sin sombra de pudor!”. Le respondió ella, quejosa: “No te entiendo, Verulano. Esta mañana te dije que estaba esperando unos cuatitos, y te alegraste mucho”.
“Mi virginidad! ¡Ay de mi virginidad!”. Así clamó con desgarrado acento la linda Dulcimela después de perderla. Había ido con su novio a un motel de corta estancia o pago por evento, y ahí le hizo dación de la impoluta gala de su doncellez. “¿Qué será en adelante de mi vida? –gimió desesperada– ¿Cómo podré ir por el mundo con la frente en alto? No soy ya digna de presentarme ante mis padres, de quienes recibí siempre buen ejemplo, y tampoco mereceré ver a los ojos a las madres del Colegio Monseñor Tihamér Toth, que me enseñaron el valor de la pureza. ¡Soy una perdida! Ya no me miraré al espejo, así de grande es la vergüenza que me causa mi impudor. Como dijo el poeta: ‘¡Qué hondo y tremendo cataclismo! ¡Qué sombra y qué pavor en la conciencia, y qué horrible disgusto de mí mismo!’. De mí misma en este caso”. Pitulfo –así se llamaba el novio de Dulcimela– se conmovió al escuchar los quejos de su amada, y al ver las lágrimas que corrían por sus mejillas róseas. Le dijo con emoción: “No llores más, mi vida. Repararé mi falta casándome contigo. Mañana mismo pediré tu mano”. “¿De veras, Pitulfo? –exclamó Dulcimela, ilusionada–. Ah, entonces vamos a echarnos el otro”.
Rondín # 4
“Me acuso, padre de ser un lujurioso”. Así le dijo al padre Arsilio el hombre que llegó al confesonario. “A ver, a ver –contestó el buen sacerdote acomodándose bien en el asiento para oír la relación del penitente–. ¿Por qué te acusas de lujuria, pecado grave si los hay?”. “Mire usted, señor cura –respondió el sujeto–. Me considero un buen cristiano. Soy hombre trabajador; ciudadano responsable al corriente en el pago de sus impuestos. Siento un amor tan grande por las criaturas de Nuestro Señor que cuando salgo al campo me pongo unas campanitas en los tobillos para advertir de mi paso a las hormigas y los gusanitos a fin de que se aparten, no sea que yo los pise inadvertidamente. Y, sin embargo, estoy poseído por la concupiscencia de la carne. En lo que va del mes he arrancado la flor de su virginidad a seis muchachas, y eso que apenas es miércoles 12, Día de la Raza”. Profirió, escandalizado, el padre Arsilio: “¿En menos de dos semanas has desvirgado a seis doncellas? ¡Desgraciado! ¡En otra parte deberías ponerte las campanitas!”.
“Soy ninfómana y promiscua” —le dijo aquella mujer a Babalucas cuando éste le pidió que se casara con él. Contestó el badulaque: “No me importan tu lugar de origen ni tu religión. Lo único que espero de ti es que me seas fiel”.
El médico le informó a doña Jodoncia: “Su marido está en franca vía de recuperación. Cuando ya todos lo dábamos por muerto don Martiriano tuvo un restablecimiento milagroso. Dentro de unos días lo daré de alta”. “¡Qué barbaridad! —se consternó doña Jodoncia—. ¡Y yo ya vendí toda su ropa!”.
Don Algón reprendió al empleado que llegó a la oficina con retraso: “¿Por qué vienes a esta hora?”. Explicó el muchacho: “Usted sabe, jefe, que soy recién casado. Esta mañana tardé en rasurarme, y cuando bajé a la cocina ya se había enfriado el desayuno. Mi esposa me dijo: ‘¿Te caliento?’. Y me calentó. Por eso llegué tarde”.
El señor Balancio recibió un telefonema. Quien llamaba le dijo: “Hace unos meses mi mujer se trastornó mentalmente. Empezó a pedirme que le consiguiera hombres”. “No siga —lo interrumpió el señor Balancio—. El número de mi teléfono es parecido al del psiquiatra, pero yo soy contador”. Respondió el que llamaba: “Es a usted a quien busco. Estamos ganando tanto dinero que ya necesitamos quien nos lleva la contabilidad”.
El niñito le preguntó a su padre: “¿Por qué mi mami nunca me cuenta cuentos?”. “Qué raro —se extrañó el señor—. A mí me cuenta uno cada noche: que le duele la cabeza; que está muy cansada; que al día siguiente tiene que levantarse muy temprano…”.
Don Cornulio llegó a su casa antes de lo esperado, y el entrar en la recámara vio ahí a un sujeto completamente en pelotier, quiero decir sin ropa. Antes de que el estupefacto señor pudiera articular palabra le dijo con toda calma el individuo: “No podía usted llegar en mejor momento, caballero. Represento a la Caja de Ahorro ‘Samuel Smiles’, y precisamente le estaba diciendo a su señora que si no empieza usted ahora mismo un plan de ahorros con nosotros, tarde o temprano se quedará en cueros, como me veo yo en esta demostración”.
Don Cucoldo regresó de un viaje. Venía preocupado, pues dejó enfermo a su compadre Pitorraudo, y no sabía de su salud. Le preguntó a su esposa: “¿Cómo se encuentra mi compadre?”. Antes de que la señora pudiera responder se adelantó su hijito: “Es muy fácil, papi. Lo único que tienes que hacer es abrir la puerta del clóset. Ahí lo encontrarás”.
Rosibel le contó a su amiga Susiflor: “Anoche salí con un ganadero del norte, alto y fornido. Me dejó una impresión muy profunda”. “¿De veras?” –se interesó Susiflor. “Sí –confirmó Rosibel–. Se me echó encima, y me quedó grabada en la barriga la hebilla de su cinturón”.
Un individuo llegó al Cielo. San Pedro, el portero celestial, le dijo: “Podrás entrar en la morada de la eterna bienaventuranza, pero antes tendrás que superar tres pruebas que en el infierno te pondrá el demonio. Yo iré contigo a ver cómo te comportas”. Descendieron, pues, los dos al orco. La primera prueba consistió en hacer que el hombre pasara frente a una mesa llena de viandas exquisitas. El tipo ni siquiera las miró. Exclamó con alegría: “¡San Pedro! ¡Vencí la tentación de gula!”. Luego se le hizo pasar por un aposento lleno de monedas de oro. El individuo hizo un gesto desdeñoso. Le comunicó feliz, al apóstol de las llaves: “¡San Pedro! ¡Vencí la tentación de la avaricia!”. La tercera prueba era la más difícil: se trataba de saber si el individuo podía resistir la tentación de la lujuria. Lo introdujeron en una sala llena de hermosísimas huríes, bayaderas y odaliscas que danzaban con movimientos lascivos al compás de una música sensual. El hombre pasó frente a ellas impávido, impertérrito e incólume. Prorrumpió lleno de júbilo: “¡San Pedro! ¡Vencí la tentación de… ¡San Pedro! ¡San Pedro! ¿Dónde estás, San Pedro?”.
La pequeña Rosilita gemía desconsoladamente: “¡Se va a morir Clorilia!” –sollozaba. Clorilia era la joven y atractiva criadita de la casa. Su madre se sorprendió: “¿Por qué supones eso?”. Replicó la niñita entre sus lágrimas. “Oí que mi papá le dijo: ‘De esta noche no pasas, chula’”.
Don Añilio, señor rico en calendarios, cortejaba con discreción a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Una tarde le dijo lleno de emoción romántica: “Querida amiga: la veo y palpito”. “¡Repórtese usted, caballero! –se indignó la señorita Himenia–. ¡Yo no soy pa’ eso que usted dice!”.
“¿De quién son estas nalguitas?”. La insólita pregunta rompió el silencio que reinaba en la oscuridad del coche dormitorio en aquel viaje por ferrocarril. ¿Quién preguntó eso en voz tan alta y con impaciencia tal? La pregunta la hizo un anheloso recién casado que junto con su flamante mujercita ocupaba una litera en el vagón. Aquel galán había empezado su tierno interrogatorio en voz muy baja y dentro de los límites de la decencia: “¿De quién son estos ojitos?”. Y ella, ruborosa: “Tuyos, mi amor”. “¿Y esta boquita?”. “Tuya, mi cielo”. “¿Y este cuellito de gacela?”. “Tuyo, mi vida”. “¿Y esta cinturita de palmera arábiga?”. “Tuya, ángel mío”. Fue entonces cuando el encendido novio tomó otro derrotero. Sin poderse contener preguntó entre acezos: “¿De quién son estas nalguitas?”. La pregunta fue tan abrupta, tan inesperada, que la cándida doncella quedó sin habla, confundida. El muchacho volvió a inquirir, tremoso: “Estas nalguitas ¿de quién son?”. Tampoco ahora respondió la chica. Poseído por el ardiente rijo, con urgencia que lo hizo levantar la voz sin darse cuenta, preguntó por tercera vez el desposado: “¿De quién son estas nalguitas?”. Se oyó una voz de enojo venida desde el fondo del vagón: “La persona que haya perdido unas nalguitas favor de reclamarlas, a ver si ya nos dejan dormir en paz”.
En la arena de la Sociedad Mutualista “Obreros del Progreso”, donde se hacían las funciones de lucha libre en mi ciudad, solía surgir de entre el público un grito para incitar a los púgiles a poner más acción en el combate: “¡Quiero ver sangre!”. La respuesta era obligada: “¡Vete al rastro!”.
Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, se quejaba de toda suerte de achaques, ajes, alifafes y arrechuchos. Sus hermanos le dijeron: “Te vamos a poner un médico de cabecera”. Preguntó tímidamente la señorita Sinpitier: “¿No podrían ponérmelo de toda la cama?”.
Nalgarina Grandchichier le comentó a su amiga Pomponona: “Ya no estoy tomando la píldora. Tengo miedo de los efectos laterales”. “Yo la sigo tomando –dijo la otra–. Tengo más miedo de los efectos frontales”.
Uglicio, hombre muy feo, declaró en la fiesta: “Soy de la Sociedad Protectora de Animales”. Le preguntó una chica: “¿Protector o protegido?”.
Don Algón entró en el cuarto de archivo y ¿qué miró? A su linda secretaria Rosibel y al contador Pitorro entregados al acto natural que con diversos nombres se conoce: el H. Ayuntamiento; el foqui foqui; gastar el petate o desvencijar la cama; regar el culantrito, etcétera. Exclamó con enojo don Algón: “¿Qué significa esto?”. Replicó el tal Pitorro: “Los dos habíamos acabado ya nuestro trabajo, jefe, y no nos gusta estar sin hacer nada”.
“Anoche un hombre entró en mi alcoba”. Eso le contó Himenia Camafría, madura señorita soltera, a su vecino don Ornato. “¡Qué barbaridad! –se consternó el buen señor–. ¿Y no pidió auxilio?”. “Iba a pedirlo –replicó la señorita Himenia–, pero no lo dejé”.
El doctor Ken Hossana le informó a su paciente: “Le tengo dos noticias: una mala y una buena. La mala es que al hacerle la circuncisión se me resbaló el bisturí. La buena es que se la mandé forrar en bronce, como se hace con los zapatitos de bebé”.
Sor Bette, directora del Colegio de las Escolapias, le dijo a don Poseidón: “Lamento comunicarle que sorprendimos a su hija en comercio carnal con un varón”. “¡Qué susto me dio, madre! –suspiró con alivio el labrador–. ¡Pensé que la habían pescado follando con algún cabrón!”.
Rondín # 5
En el programa de preguntas y respuestas el conductor le preguntó a una dama del público: “¿Quién fue la primera mujer?”. La concursante vaciló. Alguien de la fila de atrás le ayudó en voz baja: “Eva”. Repitió ella en son triunfo: “¡Eva!”. El conductor inquirió, molesto: “¿Quién se la sopló?”. Respondió la mujer con tono más triunfal aún: “¡Adán!”.
Florilí regresó de la luna de miel. Su mamá, entre curiosa y pícara, le preguntó: “¿Cómo te fue en tu noche de bodas?”. “Regular -contestó ella–. Tú me dijiste que Clotaldo me iba a dar una sorpresa muy grande y, la verdad, no es tan grande”.
Kid Grogo, boxeador profesional, bebía su cerveza en la cantina. Un pequeño señor se plantó frente a él y le dijo: “¿Quiere usted que le enseñe algunos golpes?”. Se molestó el forzudo peleador. Alzó los brazos en posición de combate y le respondió al petiso, desafiante: “Vamos a ver”. El hombrecito entonces se quitó el sombrero y le mostró a Kid Grogo la cabeza llena de cardenales, moretones, chirlos, contusiones, magulladuras, tolondrones, moraduras y chichones. Le dijo al tiempo que estallaba en llanto: “¡Todos estos golpes me los dio anoche mi señora!”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, invitó a la linda Susiflor a pasar la noche en su departamento. “No puedo –declinó ella la invitación–. Mañana debo levantarme a las 6”. Repuso el salaz sujeto: “Si para esa hora no he terminado todavía te levantas y te vas”.
El capitán del barco avistó a lo lejos una columna de humo que salía de una isla que en sus cartas náuticas aparecía como desierta. Fue hacia ella y encontró ahí a dos náufragos, una bella mujer y un hombre joven. En el tronco de la única palmera que había en la isla se veían 10 rayas hechas con machete. “¡Qué barbaridad! –se condolió el marino–. ¿Ya tienen usted aquí 10 meses?”. Contestó ruborosa la muchacha: “Las marcas no indican tiempo, capitán. Llegamos apenas ayer”.
Don Cornulio entró en la alcoba y sorprendió a su esposa en el lecho conyugal ocupada en eróticos meneos con un desconocido. El sujeto, se veía a las claras, dominaba los menesteres del colchón, pues conducía a su pareja con más pericia y arte que Rudolf Nureyev a Margot Fonteyn en “El lago de los cisnes”. “¡Hetairacortesanafalenameretriz!” –le gritó el mitrado marido a la señora en un solo golpe de indignada voz. “¡Ay, Cornulio! –protestó ella en tono de reproche–. ¡Tú insultándome y yo aquí aprendiendo habilidades para darte un servicio mejor!”.
Después de haber dado a luz seis hijas aquella señora tuvo un varoncito. Su marido, jubiloso, llamó por teléfono a su padre para darle la noticia. Preguntó el señor: “Y ¿a quién se parece el niño?”. “No le he visto la cara –respondió el feliz papá–. Pero en lo que le estoy mirando se parece a ti y a mí”.
Lord Mortimer Highrump, famoso explorador inglés, iba sin rumbo por el Sahara. Su guía y porteadores lo habían abandonado después de robarle los efectos que llevaba. Le dejaron solamente su camello, un ejemplar de “Las Mil y Una Noches” en la traducción de Richard Burton y una caramayola con agua. Así vagó durante muchos días por las arenas del desierto. Falto de compañía femenina sintió bien pronto el deseo de la carne. Lo contuvo mediante ciertos ejercicios de la mente aprendidos de los lamas en el Himalaya. Llegó un momento, sin embargo, en que tal disciplina no fue ya suficiente. Entonces –¡quién lo creyera! – aquel estricto gentleman pensó en sedar esa concupiscencia en su camello. Al punto desechó tan impropio pensamiento. ¿Cómo hacer eso con el animal, si nadie los había presentado? Pero al paso de los días creció su urgencia de carnalidad. Desechó, pues, sus escrúpulos sociales y fue hacia el camello poseído por malas intenciones. Se diría que el jorobeta las adivinó, pues con un trotecillo lento se alejó para ponerse a salvo. Fue de nuevo tras él milord, y otra vez el camello corrió en defensa de su honor. Insistió Highrump en perseguirlo, pero cuando ya lo iba a alcanzar el animal se le escapaba repetidamente. En eso el audaz explorador vio a siete beduinos que perseguían en sus caballos a una hermosa mujer a la que disparaban con sus espingardas. Tomó Lord Mortimer su fusil belga de repetición, y con aquella infalible puntería que le permitió dar caza en la India al temible tigre cebado de Madrás desmontó a seis de los beduinos. El único sobreviviente huyó a toda carrera mostrando el puño y profiriendo maldiciones contra Lord Highrump y Su Majestad Británica. Entonces la mujer se echó en brazos de su salvador. Le dijo emocionada: “¡Os debo la vida, caballero! ¡Pedidme lo que queráis! ¡Nada os negaré!”. Respondió el audaz explorador: “Perdonadme el atrevimiento, milady, pero estoy poseído por el deseo de la carne. ¿Podríais detenerme el camello?”.
En la oficina la linda secretaria Rosibel le dijo a su compañera Dulcilí: “¿Ya viste qué bonita silueta tiene el nuevo gerente?”. “No es la silueta, tonta –la corrigió ella–. Es el llavero que trae en el bolsillo del pantalón”.
Afrodisio Pitongo, hombre salaz, concupiscente y lúbrico, asediaba con pertinaces demandas de erotismo a Pirulina, muchacha sabidora. Ella era socia del Club de Fans de Amelita Galli-Curci, la célebre soprano, y conocía por tanto aquella frase de la ópera “Fausto” de Gounod: N’ouvre ta porte, ma belle, que la bague au doigt. No abras tu puerta, hermosa mía, más que con el anillo en el dedo. (Ese eufemismo, “tu puerta”, equivale en lenguaje plebeo a las piernas, si me es permitido hacer la acotación). Le dijo Pitongo a Pirulina: “Dispuesto estoy a desposarte, pero a fin de saber el terreno que piso necesito que antes del desposorio me des una muestra de tus artes amatorias”. Replicó al punto Pirulina: “Muestras no acostumbro dar, pero referencias te puedo dar todas las que quieras”.
El doctor Duerf, psiquiatra de prestigio, se topó en la calle con uno de sus antiguos pacientes. Le dijo el individuo: “¿Se acuerda de mí, doctor? Usted me trató hace tiempo de una extraña forma de locura: me creía perro. Después de tres años de tratamiento me dejó curado”. “Lo celebro –respondió el famoso analista–. Y dígame: ¿cómo se ha sentido?”. “Estoy muy sano –aseguró el sujeto–. Mire: tóqueme la nariz”.
Babalucas llegó a la casa de Florilí llevando un par de muletas. “Son para su hija –le informó al papá de la muchacha–. Me dicen que dio un mal pasito”.
Don Añilio y don Calendárico, señores de edad más que madura, casaron el mismo día con dos hermanas, Pomponona y Nalgarina, ambas mujeres en plenitud de vida. Al día siguiente de la noche de bodas los vetustos galanes se reunieron a cambiar impresiones sobre su desempeño en el amoroso trance. Confesó don Añilio, desolado: “Tendré que ir con el urólogo. No pude hacerle el amor a mi mujer”. “Yo tendré que ir con el gerontólogo –dijo don Calendárico igualmente afligido–. Ni siquiera me acordé de que tenía que hacérselo”.
La mamá de Pepito le habló en la media lengua con que las madres se dirigen cariñosamente a sus hijos pequeños: “¿De quén es este muchachito pechocho?”. Le contestó Pepito, molesto: “¡No vayas a salirme ahora con que no sabes quién es mi papá!”.
Don Ultimio fue intervenido por el cirujano. Después de la operación repetía en su lecho una y otra vez: “Quiero que venga Mesalina, mi fiel esposa”. “No hagan caso –les indicó el médico a los familiares–. Con la anestesia se pierde el sentido de la realidad”.
¿En qué se diferencia Fecundino, padre de 15 hijos, de un tren inglés? El tren inglés siempre sale a tiempo”.
“Anoche mi marido halló por fin la forma de satisfacerme”. Eso les contó doña Frigidia a sus amigas. “¿Qué hizo?” —inquirió una. Respondió la gélida señora: “Se fue a dormir a otro cuarto”.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le dijo en la playa a su mujer: “Pídele a tu mamá que se meta en el mar antes que nosotros”. “¿Por qué? —se extrañó ella. Contestó el majadero: “Para que ahuyente a los tiburones”.
El excelso intelectual pasó a mejor vida. Un periodista le preguntó a su viuda: “¿En el momento de su muerte pronunció el excelso intelectual algunas palabras dignas de ser recogidas para la posteridad?”. Repuso la señora: “No sé si ‘Ah chingao; ah chingao’ sean palabras dignas de ser recogidas para la posteridad”.
Papá cocodrilo le dijo al cocodrilito: “Alguna vez tendrás mucho dinero”. “¿Cuándo?” —quiso saber, ansioso, el pequeño cocodrilo. Respondió su papá: “Cuando con tu piel hagan una cartera”.
Rondín # 6
Don Chinguetas sintió los rigores del invierno y fue a comprarse un abrigo. La encargada de la tienda le mostró uno y le informó: “Cuesta 10 mil pesos”. “¿Por qué tan caro?” —se sorprendió el señor. Explicó la vendedora: “Es de pura lana virgen”. Pidió don Chinguetas: “Enséñeme otro más barato, aunque sea de lana de borregas que ya las hayan dado”.
Un marino estaba ya harto de tener un amor en cada puerto. (“Amo el amor de los marineros, que besan y se van”, etcétera). Decidió, pues, arriar las velas y poner al pairo el barco de su vida. Quiero decir que quiso sentar cabeza. Para eso pensó en casarse: nada como el matrimonio para aquietar a un hombre. No lo haría, sin embargo, con mujer que tuviera el menor contacto con el mar o la marinería. Conoció por fin a una muchacha que mostraba absoluta ignorancia en temas náuticos. Le enseñó un remo y ella preguntó extrañada: “¿Qué es eso?”. “No cabe duda –pensó con alegría el marino-. Es de tierra adentro, como María, la novia triste de Ramón López Velarde”. La desposó, pues. Pero al empezar la noche de bodas ella le dijo al pie del lecho: “¿Qué lado prefieres, guapo? ¿Babor o estribor?”. (¡Mujer falsaria! ¡Cómo no le preguntaste si prefería la proa o la popa!).
Facilda le preguntó a su esposo: “¿En qué piensas?”. Sonrió él y contestó: “En la casta, honesta y fiel mujer con la que me casé”. Al oír eso ella se indignó: “¡Nunca me dijiste que ya habías estado casado!”.
Doña Panoplia de Altopedo visitó la cárcel. Lo hacía una vez al año como parte de su labor social. Uno de los presos se echó a llorar ante ella. “¡Me echaron 50 años!” –sollozó. “No haga caso, buen hombre –lo consoló Panoplia-. Le aseguro que no representa más de 35”.
Al terminar el recital de canto el amigo de Babalucas le preguntó: “¿Qué te pareció el repertorio de la soprano?”. “Muy bueno –opinó el badulaque–. Lástima que nada más se le veía cuando se daba vuelta”.
Se iba a casar Eglogio, el primogénito de don Poseidón, labriego acomodado. El día de las nupcias el viejo le entregó a su hijo un pincel de pelo de camello, varios pomos de pintura al temple y un grueso tomo de la monumental obra “México a través de los siglos”. “¿Pa’ qué es todo eso, ‘apá?” –preguntó intrigado Eglogio. Contestó el genitor: “Hoy en la noche píntese m’hijo los güevos de colores. Si su mujer le pregunta: ‘¿Por qué tienes los güevos de colores?’, eso querrá decir que ya no es inocente. Entonces dele un librazo en la cabeza”.
“¡Ay, quién tuviera la dicha del gallo, que nomás se le antoja y se monta a caballo!”. Ese expresivo dicho mexicano muestra la admiración —y envidia— que el varón siente ante ese “… lascivo esposo vigilante, / doméstico del Sol, nuncio canoro / que, de coral barbado, no de oro / ciñe, sino de púrpura turbante”, o sea el gallo, en la culterana definición de Góngora. Don Poseidón, labriego acomodado, tenía un gallo por el cual sentía dilección particular. Siempre andaba engallado el gallo tal. Sultán del gallinero, tenía a las gallinas en permanente agobio, pues una y otra vez las hacía objeto de su amoroso rijo. Las pobres gallinitas andaban todas derrengadas, ojerosas y escuchimizadas, pues a mañana y tarde, y aun de noche, el cachondo gallo las solicitaba para sedar en ellas su concupiscencia aviar. Un amigo de don Poseidón que visitó su granja no pudo menos que notar la singular potencia genésica del gallo, que si se bajaba de una gallina era sólo para subirse a otra. “¡Qué calenturiento es tu gallo! –le dijo a su anfitrión—. No deja en paz a las gallinas”. Replicó don Poseidón: “Y eso no es nada. El méndigo aprendió a nadar, y ahora les está llegando también a las gansas del estanque”.
Doña Gorgolota estaba en el lecho de su última agonía. A su lado se hallaban su hija y su yerno. La muchacha lloraba desconsoladamente: “¡No te vayas, mamita!”. De pronto la agonizante abrió los ojos. Volvió la vista a la ventana, por la que entraban los primeros rayos de sol del nuevo día, y dijo con voz feble: “¡Qué hermoso amanecer!”. Al ver que la agonizante volvía a la vida el yerno exclamó lleno de apuro: “¡No se me distraiga, suegrita! ¡No se me distraiga!”.
Don Crésido era un hombre muy rico: tenía mucho dinero. Don Crésido era un hombre muy pobre: lo único que tenía era dinero. Cierto día una reportera le hizo una entrevista. Le preguntó: “¿Cuál es el origen de su fortuna?”. Contestó el magnate: “La debo a mi esposa”. “¡Qué emocionante! —se conmovió la periodista. “Era frígida —prosiguió don Crésido—. No me dejaba ni que le acercara. Un día me dije: ‘Ya que no puedo joderme a mi mujer saldré a joderme al mundo’. Fue así como me hice rico”.
Doña Jodoncia fue a un desfile de modas, y arrastró con ella a su abnegado esposo don Martiriano. Salió una modelo cubierta sólo por un mínimo vestido que por arriba dejaba ver hasta abajo, y por abajo dejaba ver hasta arriba. “¡Qué barbaridad! –se escandalizó doña Jodoncia—. ¡Si yo vistiera así no saldría de mi cuarto!”. Suspiró don Martiriano: “Si tú vistieras así yo tampoco saldría de tu cuarto”.
La señorita Peripalda les preguntó a los niños: “¿Quién fue la madre de Moisés?”. Pepito respondió: “La hija del faraón”. “No –lo corrigió la catequista—. La hija del faraón lo encontró en el Nilo flotando dentro de una canastilla”. Dice Pepito: “Eso fue lo que la hija del faraón le contó a su papá”.
Don Chinguetas le comentó a su esposa Macalota: “Leo aquí que el cuerpo humano está en su mayoría compuesto por agua. ¡Cómo me gustaría beberme a Kim Kardashian!”. “¿Con qué? –le dijo secamente doña Macalota—. ¡Ya ni popote tienes!”.
Todos los jueves don Chinguetas se ausentaba de su casa de 9 a 11 de la noche. Le decía a su esposa, doña Macalota, que iba a la junta semanal del Club de Fans de Amelita Galli-Curci. Mentira, vil mentira. No era socio de esa fraternidad de admiradores de la célebre soprano, que además sesiona los martes, no los jueves. Lo que en verdad hacía era ir a visitar a cierta dama de frondoso cuerpo que por dos horas le brindaba lo mejor de su extenso repertorio erótico. Debo decir que don Chinguetas no podía corresponder a los empeños de su amiga. Estaba ya bastante entrado en años, y no disponía de las miríficas aguas de Saltillo, un centilitro de las cuales habría bastado para poner al mismísimo Matusalén en aptitud de levantar el pendón de su varonía. Así, el inerme galán debía recurrir a otros expedientes. En cosas de sexo lo que natura no da, Salamanca sí presta, y don Chinguetas suplía con experiencia y maña aquello que le negaba la perdida juventud. Eso explica el suceso que le aconteció el pasado jueves. Llegó al edificio donde vivía su musa semanal y se halló con la ingrata novedad de que el elevador estaba fuera de servicio. El departamento de la señora se hallaba en el quinto piso; había que subir 10 tramos de escalera para llegar a él. En circunstancias ordinarias don Chinguetas se habría arredrado, pero ese jueves lo poseía una cachondez mayor que en otras ocasiones, de modo que impulsado por el amoroso rijo se decidió a escalar aquel empinado Everest. Lo hizo con lentitud, no fuera a darle algún insulto cardíaco. De cuando en cuando –cada tres peldaños– se detenía a cobrar aliento. Media hora después de haber iniciado el ascenso llegó por fin a la anhelada meta echando el bofe. Antes de llamar a la puerta de la dama se secó el copioso sudor que le perlaba el rostro y se compuso la desordenada ropa. Luego oprimió el timbre. Salió de inmediato la señora, que lo esperaba ya. Exclamó don Chinguetas respirando con agitación: “¡Vengo con la lengua de fuera!”. “No comas ansias, papito –le dijo la mujer–. Primero vamos a tomarnos una copa”.
Claretino, joven deportista, tuvo la desgracia de perder las pompas en un accidente lamentable. Sintió mucho esa pérdida, pues aunque no las veía nunca sentía por ellas gran aprecio, y ahora que le faltaban experimentaba un enorme vacío. A los pocos días el médico que lo atendió le dio una magnífica noticia. Le dijo: “Podemos hacerle un trasplante de pompas con muchas posibilidades de éxito. Debo informarle, sin embargo, que las únicas que tenemos en existencia pertenecieron a una mujer afroamericana que antes de pasar a mejor vida las donó a la ciencia médica. Usted es muy blanco, y con esas pompas se verá algo raro, por decir lo menos”. “¡Póngamelas, doctor! –clamó desesperado el infeliz–. El color no me importa: soy de ideas liberales. Lo que quiero es poder sentarme bien; llenar los pantalones”. Procedió el facultativo, pues, a hacer el trasplante susodicho. La intervención fue afortunada: a pesar de la diferencia cromática las pompas pegaron bien, y unos días después Claretino fue dado de alta luciendo muy orgulloso su flamantísimo trasero. Poco tiempo después el médico lo llamó por teléfono y le preguntó: “¿Cómo le ha ido con sus nuevas pompas?”. “Perfectamente bien, doctor –respondió feliz Claretino–. Ando muy a gusto con ellas. Claro, en el baño de vapor llaman mucho la atención. Mis amigos me hacen chunga por ellas. Algunos hasta me las agarran”. “¿Cómo es posible? –se escandalizó el doctor–. Y usted ¿qué hace?”. “Los dejo que agarren –contestó Claretino–. Al cabo que ni mías son”.
El doctor Ken Hosanna le dijo a la enfermera: “Entiendo su temor a los contagios, señorita Florenciana, pero no está bien eso de lanzarles a los pacientes los supositorios desde la puerta del cuarto y con cerbatana”.
En la calle un hombrecito de corta estatura, escuchimizado, abordó a otro de estatura procerosa y musculatura atlética. Le dijo: “Señor mío: sé que anda usted tras de mi mujer. La llama por teléfono y le envía mensajes insinuantes. Sepa que si sigue cortejando a mi esposa…” “¿Qué?” –preguntó el fortachón con voz amenazante irguiendo toda su estatura. Completó la frase el chaparrito, amenazante: “Se la voy a dejar”.
Himenia Camafría y Celiberia Sinvarón, maduras señoritas solteras, fueron de vacaciones a una playa. En el bar del hotel las abordó un maduro galán de pantalón acinturado, saco de solapa ancha y zapatos de dos colores. Les dijo con untuoso acento: “Amables señoritas: ¿me permitirían invitarles una copa?”. “Lo siento mucho, caballero –respondió por las dos la señorita Himenia–. No podemos aceptar la invitación de un desconocido. Necesitamos dos”.
La palabra “culero” es malsonante, pero la registra el Diccionario de la Academia, y si aparece en ese docto lexicón bien puede salir también aquí. Un borrachito se plantó en medio de la abarrotada cantina y proclamó a voz en cuello: “¡Todos los que están aquí son culeros!”. Se levantó de su mesa un individuo y le propinó al deslenguado temulento una competente dosis de trompadas, mojicones, guantadas, bofetones, puñadas y tolondrones. Quedó el infeliz beodo derrengado en el suelo. Desde ahí dijo: “Bueno, me equivoqué nomás por uno”.
Doña Macalota llegó a su domicilio cuando no la esperaba su esposo don Chinguetas, y lo sorprendió en conchupancia de carnalidad con Tirilita, la linda y joven mucama de la casa. Presa de iracundia la señora le gritó a su cónyuge en un solo golpe de voz, sin siquiera tomar respiración: “¡Bribóncanallapícarotunantevillanoinfametorpedescaradoruin!”. “Mujer, mujer –replicó en tono de reproche don Chinguetas–. Ya te he dicho que no tratemos nuestros problemas en presencia de la servidumbre”.
Susiflor se iba a casar, y su mamá le aconsejó que tomara algunas clases de cocina. Le recordó la conocida máxima: “El camino al corazón de un hombre pasa por su estómago”. Contestó Susiflor: “No necesito esas clases, mami. Yo encontré un caminito mejor que pasa un poco más abajo”.
Rondín # 7
Se hizo una encuesta entre 10 mil hombres de diversos países del mundo. Se les preguntó qué clase de mujeres preferían, si las de muslos delgados o las de muslos gruesos. Sin excepción los 10 mil respondieron que preferían lo intermedio.
El novio de Dulcilí le preguntó a la ingenua chica: “¿Crees en el más allá?”. Preguntó ella, suspicaz: “En el más allá ¿de dónde?”.
Facilda Lasestas les confió a sus amigas: “Tengo con mi esposo un grave problema de incompatibilidad de caracteres. A él le gusta la alta fidelidad, y yo prefiero la alta frecuencia”.
Babalucas pidió en el restorán un vaso de agua. Le preguntó el mesero: “¿Natural?”. “Sí –contestó el badulaque–. La sobrenatural me asustaría”.
Don Languidio Pitocáido y su esposa Frondosia cumplieron 35 años de casados, y su hijo mayor les regaló un viaje a una palaya de moda para que fueran a pasar una segunda luna de miel. A su regreso el muchacho le preguntó a su padre, en tono pícaro, cómo le había ido en la nueva noche de bodas. “Fue muy diferente de la otra –respondió con un suspiro don Languidio–. En la primera tu mamá no hallaba cómo contenerme. Ahora no hallaba cómo consolarme”.
Sir Mortimer Highrump, audaz explorador, fue a África a buscar al famoso misionero David Dyingstone, desaparecido misteriosamente desde hacía ya 5 años. En su búsqueda llegó a una aldea de caníbales y les preguntó si lo habían visto. “Sí —respondió el jefe de la tribu—. Lo hallamos en una choza perdida en lo más profundo de la selva, donde la mano del hombre jamás ha puesto el pie”. “¡Asombroso! —exclamó Highrump—. ¡Yo llevo varios meses buscándolo infructuosamente! ¿Cómo lo encontraron?”. Respondió el antropófago: “Muy duro”.
Don Laureano, norteño adinerado, se hallaba en París. Su viaje era de placer: había dejado en Perros Bravos a su esposa Dominga. Fue con el concierge del hotel y le dijo en voz baja: “Quiero preguntarte algo”. “Ya sé —sonrió con aire de complicidad el tipo—. Monsieur desea saber dónde puede encontrar una muchacha”. “No, no” —se azoró don Laureano. “¡Ah, vaya! —le guiñó un ojo el sujeto—. Entonces Monsieur desea saber dónde puede encontrar un muchacho”. “¡Tampoco!” —enrojeció el vejancón. “Entonces —inquirió el concierge, desconcertado— ¿qué desea Monsieur?”. Le preguntó don Laureano ansiosamente: “¿No sabes de algún restorán que venda cabrito?”.
Una esposa le contó a su marido: “Vino a buscarte tu socio Pitorraudo”. “No te fíes de él —le dijo el esposo, inquieto—. Tiene una labia tal que las mujeres acaban por rogarle que les haga el amor”. Declaró con orgullo la señora: “Yo no tuve qué rogarle”.
Don Añilio y doña Pasita cumplieron 60 años de casados. La noche del aniversario ella le dijo a él en la cama: “Recuerdo que en nuestra noche de bodas, ya acostados, empezaste a morderme la orejita”. Al oír eso don Añilio se levantó prontamente del lecho. Le preguntó doña Pasita, extrañada: “¿A dónde vas?”. Contestó don Añilio: “A ponerme la dentadura”.
Babalucas andaba en viaje de turismo por la India. Se apartó del grupo, y en la espesura lo atacó una víbora. Fue el tonto roque con el guía y le dijo asustado: “¡Me mordió una serpiente!”. Inquirió el hombre: “¿Cobra?”. “No –respondió Babalucas–. Fue gratis”.
El agente vendedor llegó a un pequeño pueblo y se sorprendió al ver que el encargado de la tienda tenía 90 años, y aún estaba activo en el mostrador. Le dijo el hombre: “Ahora no puedo atenderlo. Voy a cerrar la tienda porque debo asistir a la boda de mi papá”. “¿Se va a casar su padre? –exclamó boquiabierto el vendedor–. Pues ¿cuántos años tiene?”. Respondió el anciano: “Acaba de cumplir 110”. Dijo el agente, estupefacto: “¿Y a esa edad se quiere casar?”. “No quiere –aclaró el señor–. Tiene qué”.
Los esquimales son tan hospitalarios que cuando llega a su iglú un visitante le ofrecen a su esposa para que se regodee con ella. Cierto día Nanuk el esquimal recibió a un amigo. Le dijo muy apenado: “En esta ocasión me es imposible ofrecerte a mi mujer: se fue con otro. Pero quiero hacer honor a la ley de la hospitalidad. Estoy a tu disposición”.
Termino esta perorata con un cuentecillo que algo tiene que ver con la cuestión de las incineraciones. Dijo Himenia Camafría, madura señorita soltera: “Pues lo que es yo no quiero que me entierren. Más bien me gustaría que me inseminaran”.
Doña Macalota estaba en negligé. Había enfriado una botella de champaña y tenía en el estéreo música de Cole Porter y Jerome Kern con la orquesta de Andre Kostelanetz. Cuando entró su marido la señora bajó la intensidad de la luz, de modo que la habitación quedó en una penumbra incitadora. Don Chinguetas vio todo aquello y preguntó: “Dime la verdad, Macalota: ¿otra vez chocaste el coche?”.
Babalucas les comentó en voz baja a sus compañeros de oficina: “Rosibel la secretaria tiene un amante griego”. “¿Cómo lo sabes?” –inquirió uno. Contestó el badulaque: “Me enteré de que está en la cama con hepatitis”.
La policía llegó a la casa de Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera. Le dijeron: “Tenemos información en el sentido de que anda rondando por aquí un maniático sexual”. Respondió la señorita Celiberia: “Vengan mañana. Ahorita está tomando un baño de tina, y luego voy a darle de cenar”.
El niñito les contó muy orgulloso a los invitados a la fiesta en su casa: “Mi papi es muy valiente. Cuando oye la sirena se pone su uniforme de bombero voluntario y sale a combatir el incendio. En cambio el vecino es tan miedoso que viene corriendo y se mete en la cama de mi mamá”.
Sir Mortimer Highrump, famoso explorador, fue a África a buscar las fuentes del Wamba-Nanga. La expedición resultó un fracaso, pues el Wamba-Nanga no era río: era un volcán. En esa ocasión lo acompañó su esposa, lady Highrump. La señora sospechaba que su marido aprovechaba sus viajes de exploración para hacer otro tipo de exploraciones en las nativas de los lugares a donde viajaba. Una tarde el guía de la expedición le dijo al audaz explorador: “Sir Mortimer: le tengo dos noticias, una mala y otra peor”. “By Jove! –exclamó Highrump, que no había olvidado los juramentos aprendidos en Eton–. ¿Cuál es la mala noticia?”. Le informó con voz grave el guía: “Su esposa entró por equivocación en una aldea de antropófagos”. “Bloody be! –volvió a jurar sir Mortimer–. Y ¿cuál es la noticia peor?”. Respondió el guía con acento sombrío: “Los caníbales ya habían comido”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le propuso a Dulciflor: “¿Te gustaría posar desnuda para mí?”. “No soy modelo” –rechazó ella. “Eso no importa –replicó el salaz sujeto–. Yo tampoco soy pintor”.
Un individuo acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le contó: “Anoche estuve en una casa de mala nota. Me disponía a ir al cuarto con una de las muchachas cuando estalló una riña entre los parroquianos. En el curso de la trifulca uno de ellos arrojó una botella que me golpeó fuertemente en la rodilla”. Le preguntó el facultativo: “Y ¿cojeó usted?”. “Ay, doctor –respondió, triste, el individuo–. Con el dolor ya ni quién pensara en eso”.
Rondín # 8
Un joven y apuesto boy scout llamó a la puerta de Himenia Camafría, madura señorita soltera. Le pidió: “Cómpreme estas galletitas”. “Nada de galletitas, guapo –respondió la señorita Himenia al tiempo que jalaba al mocetón y lo metía en su casa–. Te voy a decir cuál va a ser hoy tu buena obra del día”.
Usurino Matatías, sujeto avaro, ruin, fue al Seguro y le dijo a su médico familiar que se sentía nervioso, desasosegado. Después de un breve examen y de un interrogatorio aún más breve el facultativo dictaminó que tal estado se debía a la falta de actividad sexual, y le aconsejó que tuviera trato con mujer. Usurino acudió a una casa de mala nota y se holgó con una de las señoras que ahí prestaban sus servicios. Al término de la coición ella le pidió que la pagara. “¡Ah no! –opuso con energía el cicatero–. Ve y cóbrale al Seguro. Ahí me dieron la receta”.
“¿Se siente usted capaz de hacer feliz a mi hija?”. Eso le preguntó don Poseidón, labriego acomodado, al mozalbete que le pedía la mano de la joven. “¡Uh, señor! —respondió con orgullo el boquirrubio—. ¡Si la viera usté! ¡Hasta grita!”.
Capronio, hombre ruin y desconsiderado, acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le expuso su problema: “Cada vez que una mujer me pide que le haga el amor empiezo a sudar frío y se me erizan los cabellos en la nuca”. “Extraño síndrome ése —ponderó el facultativo—. ¿A qué lo atribuye usted?”. Contestó el tal Capronio: “A que esa mujer es mi esposa”.
Una feligresa le regaló al padre Arsilio el bendito escapulario de Santa Veneranda. Es bien sabido que a quien lo porta no se le puede acercar el demonio a menos de 50 metros de distancia, de modo que las tentaciones se las tiene que poner por e-mail. Ciriolo, el sacristán del templo, había anhelado siempre llevar ese escapulario, pues todas las noches lo acometía el deseo de la carne, y como no tenía mujer debía recurrir a la solitaria práctica que la Iglesia describe como “Voluntaria seminis effussio absque concubitus”, efusión voluntaria del semen sin haber cópula. Le pidió entonces al padre Arsilio que le obsequiara aquel santo escapulario. El buen sacerdote se disculpó: no podía regalar lo que a él le habían regalado. Ciriolo insistió en su petición. Una y otra vez la reiteraba; hacía caso omiso de la constante negativa del párroco. Lo traía acosado: le enviaba mensajes; le llamaba por teléfono a su casa; cuando el cura oficiaba misa le hacía señas alusivas. Fue tanto el tesón del rapavelas que por fin el padre Arsilio se dio por vencido y le entregó el escapulario. Días después la señorita Peripalda, piadosa catequista, fue a confesarse con el sacerdote. Le dijo: “Acúsome, padre, de que un hombre me está pidiendo que le haga ofrenda de mi virginidad. Por medio de la oración y las mortificaciones he podido hasta ahora resistir sus lúbricas instancias”. Preguntó el confesor: “¿Quién es el hombre que te solicita?”. Respondió la señorita Peripalda: “Es Ciriolo, el sacristán”. “Hija mía —suspiró con tristeza el Padre Arsilio—, olvídate de rezos y mortificaciones. Ya puedes darte por cogida”.
Jactancio Elátez, sujeto presuntuoso, le dijo en terminantes términos a Dulcilí, muchacha ingenua: “Iremos a mi departamento; follaremos y luego comeremos pizza”. Respondió la linda chica con elocuente laconismo: “No”. “¿Por qué no? –se asombró Jactancio al oír la inesperada negativa–. ¿Acaso no te gusta la pizza?”.
Capronio ha sido siempre un majadero. Cierto día le llevó un ramo de flores a su suegra. La señora se sorprendió bastante, pues nunca el devandicho yerno había tenido una atención así para ella. Acertó apenas a decirle: “Gracias”, y puso las flores en un búcaro con agua. Capronio, que había seguido con atención sus movimientos, le dijo de repente: “Es usted una mentirosa, suegra”. La mujer se azaró ante ese ataque repentino. Le preguntó: “¿Por qué me dices eso?”. Respondió el barbaján con tono rencoroso: “Siempre ha dicho que si alguna vez tenía yo un detalle amable con usted se caería muerta por la sorpresa, y no se cayó”.
Doña Frigidia, ya se sabe, es la mujer más fría del planeta. En cierta ocasión vio el anuncio de la comedia musical “South Pacific” (Rodgers y Hammerstein, 1949, con Mary Martin y Ezio Pinza), y eso bastó para que se helara la cosecha de ananás en todas las islas de los Mares del Sur. Una noche estaba en un hotel de playa con don Frustracio, su marido. Se oía el rumor del mar; había luna llena, y de lejos llegaban los ecos de una canción de amor. Se acercó doña Frigidia a su marido y le dijo: “¿Sabes qué? Esta noche no me duele tanto la cabeza”.
“Me disculpan; voy a ver a mi chiquita”. Así les dijo en el restorán aquel tipo a sus amigos al tiempo que se levantaba para retirarse. Le indicó, atento, el mesero: “El baño está al fondo a la derecha”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, salió del banco donde tenía sus inversiones. En la calle fue abordada por un astroso pordiosero que le pidió con gemebunda voz: “Una limosna para este pobre que alguna vez fue rico igual que usted”. Le preguntó doña Panoplia: “¿Cuánto hace que fue usted rico, buen hombre?”. Respondió, triste, el pedigüeño: “Hace dos esposas”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, convenció finalmente a Dulciflor, joven doncella, de que le hiciera dación de la presea de su doncellez. El entregamiento tuvo lugar en el Motel Kamagua, preferido por el salaz sujeto porque a sus huéspedes les regalaba un peine. Al terminar el episodio coital Dulciflor le preguntó a Afrodisio, ilusionada: “Cuando nos casemos ¿me harás el amor como me lo hiciste ahora?”. “Y hasta mejor –respondió el lúbrico galán–. Siempre me excita mucho estar con la mujer de otro hombre”.
Hacía bastante tiempo que no tenía yo un diferendo con doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías y guardiana de la moralidad. Ayer, sin embargo, sometí a la consideración de la señora el chascarrillo que viene al final de este espacio, y su lectura le causó un accidente convulsivo que la dejó imbele en su lecho. Le aparecieron en la cara unas extrañas crústulas que su médico de cabecera le trató con té de palqui, potente planta que sirve lo mismo para combatir la tiña que para hacer jabón de lavar ropa. Cuando la ilustre dama volvió a sus sentidos calificó a ese cuento de “porcaz”. Supongo que quiso decir “procaz”, pero al equivocarse hizo sin querer una linda greguería. Lean mis cuatro lectores el cuento mencionado y juzguen si doña Tebaida tuvo razón al sufrir aquel soponcio. Viene ahora el cuento vetado por doña Tebaida… El odontólogo le dijo en el teléfono a su esposa: “Llegaré tarde a cenar, mi vida. Tengo una cavidad qué llenar”. Colgó en seguida, se quitó la bata y le preguntó a su linda asistente: “¿Ya estás lista, Clarabel?”.
Don Blandino, señor de edad madura, estaba disfrutando un plato de menudo, condumio sabrosísimo que se conoce también con el nombre de pancita. Gozando estaba don Blandino ese riquísimo platillo cuando el plato resbaló de la mesa y su contenido le cayó todo en la entrepierna. “¡Aleluya! –exultó llena de júbilo la esposa del añoso comensal. ¡Demos gracias a Dios por este venturoso acontecimiento!”. “¿Cuál venturoso acontecimiento? –se atufó don Blandino–. ¿No tomas en cuenta que me he echado a perder el pantalón?”. “El pantalón es lo de menos –replicó, feliz, la señora–. Mira dónde te cayó el plato. Y he oído decir que el menudo es capaz de resucitar un muerto”…
Flordelicia se casó, y con su novio fue de luna de miel a las cataratas del Niágara. A su regreso sus amigas le preguntaron si le habían gustado las cataratas. “No mucho –respondió ella con desabrimiento–. Fueron otra de las cosas que no resultaron ser tan grandes como yo esperaba”.
El rey Pedipe Segundo gustaba mucho de empinar el codo. El vino hay que saber mearlo, dice don Abundio el del Potero, y este monarca no se contenía. Una noche bebió tanto que cayó al suelo privado de sentido. El duque Lambetón, uno de sus serviles cortesanos, comentó admirado: “Eso es lo que me gusta de Su Majestad. Siempre sabe el momento justo en que debe dejar de beber”.
En una fiesta Libidiano le dijo al doctor Ken Hosanna: “Traigo una enfermedad venérea. ¿Qué me recomienda?”. Le indicó el facultativo secamente: “Haga una cita con mi secretaria”. Replicó Libidiano: “Ya la hice. Por eso traigo la enfermedad venérea”.
Doña Sufricia, la abnegada esposa de Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le contó a una vecina: “Mi marido me trata como a la tenencia de su automóvil”. “¿Cómo?” –se extrañó la mujer sin entender el símil. Contestó doña Sufricia: “Me saca cada año”…
El papá del niñito le preguntó: “¿Qué quieres ser cuando estés grande?”. Respondió el pequeño: “Repartidor de pizzas”. “¿Repartidor de pizzas? –se asombró el señor-. ¿Por qué?”. Explicó el niño: “Para que mi mami me deje acostarme con ella cuando tú no estás”.
Lord Feebledick amaneció acatarrado. Atribuyó su malestar al viento frío que había soplado el día anterior durante la cacería de la zorra. Aún así no alteró su rutina cotidiana, pues era hombre metódico, de costumbres arraigadas. Cada mañana solía agarrar a besos a Lilibeth, la linda mucama de la casa, y le daba algunos pellizquitos en su región más cárnea. La muchacha no oponía resistencia, pues encontraba graciosa la vetusta salacidad de su patrón y además sabía que de ahí no podía pasar. Aquel día lord Feebledick hizo lo mismo de siempre. Sucedió, sin embargo, que Lady Loosebloomers, su mujer, lo sorprendió en tales escarceos. “Eres un irresponsable, Feebledick –lo reprendió–. Le vas a contagiar tu catarro a la mucama; ella se lo va a contagiar al chofer, y el chofer me lo va a contagiar a mí”.
El indocumentado mexicano que trabajaba en un rancho de Texas le escribió a su esposa: “Mi patrón es muy católico. Siempre que se dirige a mí invoca a
San Abagán y
San Ababich”.
Rondín # 9
La señorita Peripalda les hablaba a los niños del pecado original. Pepito estaba distraído, y la piadosa catequista le preguntó de pronto: “A ver, Pepito: ¿cuál fue el pecado que cometieron Adán y Eva?”. El muchachillo enmudeció. “Te voy a ayudar –le ofreció la señorita Peripalda–. Fue el pecado ori… ori…”. “¡Ah sí! –exclamó Pepito-. ¡El pecado horizontal!”.
He aquí una tierna historia de amor. La luciérnaga y el ciempiés hembra eran amigas. Se casaron el mismo día con sus respectivos novios, y juntas las parejas fueron de luna de miel. Al día siguiente las dos hembritas se reunieron a comentar sus experiencias. La luciérnaga le preguntó a su amiga: “¿Cuántas veces te hizo el amor el ciempiés anoche?”. “Una vez” –respondió. “¿Una vez nomás? –se burló la luciérnaga–. Mi marido me hizo el amor a mí tres veces, y eso que le pedí que apagara la luz”. Explicó, humilde, la hembra del ciempiés: “Es que ustedes no tardan tanto en quitarse los zapatos”.
Un sacerdote y un rabino tenían buena amistad, y fueron a comer en restorán. El cura quiso embromar a su colega: “¿Cuándo comerás carne de cerdo?”. Sonriendo le contestó el rabino: “En tu banquete de bodas”.
La linda secretaria Rosibel le dijo a su compañera Dulciflor en la fiesta de la oficina: “Don Algón debe andar bien borracho. Se llevó al cuarto del archivo a su esposa”.
En el barrio vivía una pareja de casados que en cinco años de matrimonio no habían conseguido tener un hijo. Cierto día la señora creyó hallarse en estado de buena esperanza, pues su vientre empezó a crecer. Llenos de ilusión fueron los esposos a la consulta del doctor Wetnose, ginecólogo. Después de un breve examen el facultativo los desengañó: aquella inflamación era puro aire. “Lo peor de todo –comentaba después el esposo, mohíno– es que ahora los chiquillos de la colonia me dicen: ‘Se me desinfló una llanta de mi bicicleta, señor. ¿Me hace el favor de inflármela con su ésta?’”.
Don Leovigildo Garriles, pilar de la comunidad, se quejaba amargamente de lo injusto que es el mundo: “Fundas una empresa exitosa. ¿Te dice la gente ‘el empresario Garriles’? No. Con frecuencia haces donativos para obras de caridad. ¿Te dice la gente ‘el filántropo Garriles’? No. ¡Ah, pero que no te vean besándote con un muchacho, porque hasta el fin de los tiempos serás ‘el puto Garriles’!”.
Don Cornulio y doña Colchona, su mujer, ofrecieron una fiesta en su casa. En el curso del sarao el anfitrión advirtió que su esposa no atendía a los invitados. Fue a buscarla. No estaba en la cocina. Eso no sorprendió a don Cornulio, pues la señora no iba nunca ahí. Tampoco se hallaba en la sala ni en el comedor. El marido fue entonces a la alcoba. Ahí estaba doña Colchona, en trance de fornicio con el compadre Pitorraudo. Don Cornulio iba a prorrumpir en voces de iracundia, pero su esposa le impuso silencio: “¡Shhh! El compadre está tan borracho que cree que eres tú”.
Un experto en eficiencia fue contratado para mejorar el desempeño de cierta oficina burocrática. Lo primero que hizo fue entrevistar a los empleados. Le preguntó a uno: “¿Qué es lo que hace usted aquí?”. “Nada” –respondió el tipo con la mayor desfachatez. “¿Y usted?” –se dirigió a otro. “Nada, tampoco” –replicó éste con el mismo desparpajo. “¡Ah! –exclamó el experto–. ¡Duplicidad de funciones!”.
La señorita Peripalda, catequista, le preguntó a la pequeña Rosilita: “¿Qué es un falso testimonio?”. “No sé exactamente –vaciló la niña–. Entiendo que es algo que se les levanta a los hombres”.
Capronio celebró sus bodas de plata en el casino de la ciudad. Al final de la cena se puso en pie, alzó su copa y dijo con emoción profunda: “Quiero brindar por la persona que a lo largo de estos 25 años me ha dado su compañía en las horas felices y su consuelo en los momento tristes; que me ha ayudado con sus consejos y ha tenido siempre para mí palabras de sabiduría”. Se volvió hacia el cantinero del casino y dijo: “¡Por ti, Baquílides!”.
Don Blandino y don Algón, jefes de empresa, solían reunirse de vez en cuando para hablar de sus conquistas amorosas. En su último encuentro –fue ayer– don Algón le preguntó a Blandino. “¿Cómo te ha ido con Nalgarina?”. Nalgarina era una corista de segunda en un teatro de tercera. Respondió con orgullo don Blandino: “La traigo muerta”. Bajó la voz don Algón y le recomendó: “¿Por qué no tomas Viagra?”.
Hubo un incendio en el convento, y las madres salieron hechas ídem. El siniestro fue rápidamente controlado, tras de lo cual el jefe de bomberos llamó aparte a la superiora y le dijo: “Le sugiero, reverenda madre, que busque usted al padre capellán”. Preguntó la sor: “¿Para informarle del incendio?”. “No –respondió el apagafuegos–. Para que cambien de ropa. En las prisas por salir usted se puso su sotana y él trae su hábito”.
Babalucas fue a una casa de mala nota y preguntó por la tarifa, tasa, coste, honorarios o arancel de las muchachas que ahí prestaban sus servicios. “Mil pesos” –le informó con laconismo la madama. “Sólo traigo 200” –manifestó apenado el badulaque. “Con ese dinero –replicó desdeñosa la mujer– apenas te alcanza para un trabajo manual”. Babalucas salió de la mancebía sin decir palabra. Poco después llegó de nuevo y llamó a la puerta del establecimiento. Apareció la mamasanta: “¿Qué quieres ahora?” –preguntó impaciente. Babalucas le entregó dos billetes de 100 pesos y le dijo: “Vengo a pagar”.
El borrachín del pueblo agonizaba en el hospital de pobres, víctima de sus excesos. Un sacerdote acudió a impartirle los últimos auxilios de la religión. “Dime, Beodio –le preguntó–. ¿Renuncias a Satanás?”. Contestó el borrachín: “Perdóneme, padrecito, pero no. En la situación en que me encuentro no creo conveniente indisponerme con nadie”.
Tres amigos expertos en amoríos hablaban de un tema interesante: la ropa íntima femenina. Dijo uno: “A mí esa ropa me gusta sencilla y sin adornos”. Opinó otro: “A mí me agrada que tenga encajes y otros detalles atrevidos”. Manifestó el tercero: “Yo prefiero que la ropa íntima femenina sea como las series que veo. Le preguntaron, desconcertados: “¿Cómo?”. Respondió: “Con un gran contenido humano”.
Lord Grandrump les dijo a sus amigos en el club: “A mi hijo le ha dado por tener amoríos con la servidumbre”. “Vamos, old chap –acotó uno de los amigos–. Todos tuvimos alguna vez amores con las mucamas”. Replicó lord Grandrump: “Mi hijo los tiene con el chofer, con el jardinero, con el mayordomo…”.
El atractivo pero tímido muchacho le dijo en su automóvil a la avispada chica: “Pirulina: tú sabes que soy muy corto”. La muchacha lo interrumpió. “No te preocupes, Simpliciano –le dijo para tranquilizarlo–. Realmente el tamaño no importa tanto”.
Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajara, ebrios consuetudinarios, se estaban corriendo una de sus parrandas habituales. Salieron de la enésima cantina, y en la calle propuso Garrajarra: “Vayamos a un congal”. Empédocles, menos borracho que su amigo, simuló aceptar, pero como vio que Astatrasio ya ni siquiera se podía sostener en pie no se dirigió a aquel lugar pecaminoso sino a la casa de Astatrasio. Llegó, lo recargó en la puerta, tocó el timbre y se alejó apresuradamente para no exponerse a las iras de la señora de la casa. Abrió la puerta la mujer. Con ojos vidriosos la miró Astatrasio y luego prorrumpe lleno de furia: “¡Ah, vulpeja inverencunda, infame meretriz! ¿Conque aquí trabajas?”.
La esposa del sheriff se estaba refocilando en el lecho conyugal con un cowboy. Le dijo de pronto al ardiente galán: “Siempre me has dicho que te gustaría morir con las botas puestas”. “Así es” –contestó el rudo vaquero. “Pues póntelas aprisa –le sugirió la mujer–. Ahí viene mi marido”.
Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, pasó a mejor vida. (Hasta los hombres que son como él pasan a mejor vida). Tiempo después uno de sus hijitos le preguntó a su madre: “Mami: ¿mi papi está en la gloria?”. “Está en el cielo, hijito –respondió la viuda–. La que está en la gloria soy yo”.
Rondín # 10
Don Languidio subió con su esposa a la Pirámide del Sol. Cuando estuvo arriba se quitó el sombrero. “¿Por qué te lo quitas?” –se extrañó su esposa. Explicó don Languidio: “Me descubro para servir de antena y recibir en la cabeza la energía solar”. Le pidió secamente la señora: “Entonces descúbrete la antenilla. Ahí es donde necesitas la energía”.
Lord Fluffyrump, gentleman inglés perteneciente a la nobleza rural de Devonshire, recibió una extraña invitación: un antiguo compañero de Eton lo invitó a participar en una orgía. Preguntó con interés milord: “¿A qué hora se servirá el té?”. Respondió el otro: “En las orgías no se sirve té”. Milord se sorprendió: “¿Entonces cuál es el propósito de la reunión?”.
Babalucas le comentó a un amigo: “¿Conoces a Didelfo? Es muégano”. “¿Muégano?” –se desconcertó el otro. “Sí, hombre –precisó el badulaque–. Es de esos que están casados con dos mujeres”. (El tonto roque quería decir “bígamo”).
Usurino Matatías, hombre cicatero, avaro y ruin, visitó una casa de mala nota a fin de sedar la concupiscencia de la carne. La sexoservidora que le fue asignada le preguntó en el cuarto si tenía alguna preferencia en materia de erotismo. Pidió el cutre: “Me gustaría que me lo hicieras como me lo hace mi esposa”. Preguntó la daifa, interesada: “¿Cómo te lo hace tu esposa?”. Contestó Usurino: “Gratis”.
En la noche de bodas la emocionada novia le dijo a su flamante maridito: “¡Mis cabellos son tuyos, uno a uno! ¡Mi frente es tuya! ¡Tuyos son mis ojos! ¡Te pertenecen mis mejillas, y eres rey y señor de mis brazos, mis hombros y mis pies!”. “¡Uh no! –protestó él–. ¡Te estás guardando lo mejor para ti!”.
Don Corneto y doña Sabanilia, casados entre sí, llegaron al mismo tiempo al Cielo. San Pedro, el apóstol de las llaves, le preguntó al esposo: “¿Cuántas veces le fuiste infiel a tu mujer?”. “Una vez” –respondió don Corneto, avergonzado. Le indicó el portero: “Deberás dar una vuelta en torno de la muralla celestial”. Se volvió hacia doña Sabanilia: “Y tú ¿cuántas veces engañaste a tu marido?”. Preguntó tímidamente ella: “¿Tienes una bicicleta?”.
“Mi virginidad es tu regalo”. Así le dijo el joven Goreto, virtuoso doncel portaestandarte de la Cofradía de la Reverberación, a su novia Pirulina al empezar la noche de sus nupcias. Añadió emocionado: “Vencí todo impuro deseo de la carne y toda insana tentación, y me conservé íntegro hasta hoy para ofrendarte como precioso obsequio la impoluta gala de mi virginidad. Ese es mi regalo de bodas para ti”. “Gracias, mi amor —contestó Pirulina—. Al regresar de la luna de miel yo te compraré una corbata”.
Frente a la librería “Inter folia fructus” (Entre las hojas está el fruto) se había formado una larga fila de hombres y mujeres que ansiosamente esperaban su turno para comprar un libro de nueva aparición llamado “Mil diferentes posiciones”. El dueño de la librería, desconcertado, le comentó a su asistente: “Nunca había visto que interesara tanto un libro de ajedrez”.
El árbitro de futbol llegó a su casa después del partido que había pitado y encontró a su mujer en claro fuera de lugar con un sujeto en quien el silbante reconoció a un futbolista retirado del juego, pero muy acercado a la señora. Sacó una tarjeta y le advirtió, severo, al conchabado: “Ahora es amarilla. La próxima será roja ¿eh?”.
Doña Uglicia, mujer poco agraciada, le preguntó a su esposo: “¿Qué harías si supieras que yo te engañaba con otro hombre?”. Replicó al punto el marido: “Le rompería el bastón al invidente y le daría una patada a su perro lazarillo”.
La mujer de don Atenodoro pasó a mejor vida, y el atribulado viudo fue a una marmolería a ordenar una lápida en su memoria. Le pidió al encargado: “Quiero que la lápida diga por los dos lados: ‘Descansa en paz, esposa mía’. Cuando le entregaron la piedra funeral decía la inscripción: “Por los dos lados descansa en paz, esposa mía”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, llegó a su casa luciendo un finísimo abrigo de piel. Le informó a su marido que lo había sacado a crédito en la tienda. “¡Pero, mujer! —clamó desesperado don Sinople-. ¿Cómo voy a hacer para pagarlo?”. “Ay, mi amor —replicó doña Panoplia con voz dulce-. ¿Quién soy yo para darte asesoría financiera?”.
Aquella casa de mala nota, mancebía, manflota o lupanar, tenía un rimbombante nombre: se llamaba “La marquesa y el marqués”. Un recién llegado al pueblo le preguntó al maniblaj del sitio (en jerga de ganforros el maniblaj es el criado de un burdel): “¿Por qué se llama así este lugar?”. Respondió el interrogado: “Porque aquí trabajan un marqués y una marquesa. La marquesa te da el mejor sexo que imaginar se pueda”. Inquirió el visitante: “¿Y el marqués?”. Contestó el otro: “Te da lo mismo, pero al revés”.
Baraelito, niño de 3 años, de familia protestante, y la pequeña Lupita, de padres católicos y 4 añitos de edad, se quitaron toda la ropa a fin refrescarse en la alberquita del jardín. Vio la niña a su vecinito y exclamó llena de asombro: “¡Caramba! ¡No sabía yo que hubiera tantas diferencias entre católicos y protestantes!”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, iba por la calle y oyó el pregón de un vendedor de fruta que decía: “Traigo naranjas y higos”. Lo llamó para amonestarlo: “Se ve que es usted un ignorante. No se dice: ‘Naranjas y higos’; se dice: ‘Naranjas e higos’”. Respondió el frutero: “Gracias, vieja méndiga e hija de la retiznada”.
A quienes hablan con excesivo atildamiento les puede suceder lo que a aquel actor de mi ciudad que salió en una obra con su esposa, a quien le faltaba un ojo. En cierta escena, por decir: “Está muerta” dijo: “Está muéreta”. “¡No! —le gritó un pelado desde la galería—. ¡Está tuéreta!”. En el habla de cada día la excesiva corrección deviene en afectación.
Voy a narrar ahora el cuento intitulado “Usted no es de aquí, ¿verdad?”. Muy largo es el relato, pero en este caso lo bueno, si extenso, es dos veces bueno. Sacrifico, pues, la brevedad en aras de la gracia… Sir Mortimer Highrump, miembro de número de la British Society of World Travelers, llegó a un pequeño pueblo en Eurasia. Iba en busca de datos para escribir la biografía de Mock Dullard, el audaz explorador que descubrió las cataratas del rey Aiku, que lo hacían ver doble. Llegó al villorrio un domingo por la tarde, y a fin de entretener las horas –las tardes de los domingos son aburridas hasta en París, Nueva York o Saltillo- decidió ir al cine. Se formó en la fila de los que iban a comprar boleto en la taquilla. El taquillero lo llamó y le dijo: “Oiga: usted no es de aquí ¿verdad?”. Respondió el viajero: “No, ¿por qué?”. Le informó el de la taquilla: “Porque aquí los hombres blancos entran al cine sin pagar. Sólo los nativos deben sacar boleto”. Sir Mortimer se encogió de hombros, fue a la sala y ocupó una butaca. El hombre que estaba al lado le dijo: “Oiga: usted no es de aquí ¿verdad?”. Extrañado, contestó sir Highrump: “No, ¿por qué?”. Le indicó el sujeto: “Porque aquí los blancos van al segundo piso. La planta baja es para nosotros los nativos”. Agradeció el británico la indicación y fue arriba. A la mitad del espectáculo sintió ganas de desahogar una necesidad menor. Le preguntó al europeo que estaba al lado: “Perdone: ¿dónde está el baño?”. Respondió el hombre: “Usted no es de aquí ¿verdad?”. “No –manifestó sir Mortimer cada vez más asombrado-. ¿Por qué?”. Explicó el otro: “Porque aquí los blancos no necesitamos tener baño. Simplemente nos acercamos al barandal y hacemos de las aguas sobre los nativos”. Inhumana le pareció a sir Highrump esa práctica, además de poco higiénica, pero el llamado de la naturaleza no admitía más dilación, de modo que hizo lo que el hombre le había dicho: fue al barandal y desde ahí empezó a hacer lo que tenía que hacer. Entonces un nativo le gritó desde abajo: “¡Oiga! Usted no es de aquí ¿verdad?”. “No –gritó a su vez sir Mortimer-. ¿Por qué?” Respondió el nativo hecho una furia: “¡Porque los que son de aquí se menean la pija para esparcir el chorro, y usted me lo está echando todo a mí, cabrón!”.
“¡Soy una mujer decente! —clamó ella—. ¡Quiero hacerlo con la luz apagada!”. “Está bien —se resignó él—. Entonces cerraré la puerta del coche”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, fue a un recital de Remi Fasol, tenor de mérito. Invitó a su amiga Solicia, célibe como ella. “Me encanta este tenor —dijo la señorita Himenia-. Lo que más me gusta de él es su Rigoletto”. Solicia le preguntó en voz baja: “¿Tan íntimamente lo conoces?”.
Lord Feebledick llegó a su finca rural después de la cacería de la zorra. Al entrar oyó ruidos extraños en la alcoba. Abrió la puerta y vio a su esposa, lady Loosebloomers, en ilícito connubio con Wellh Ung, el pelirrojo mancebo encargado de la cría de los faisanes. Enarcó milord las cejas y dijo: “¿Qué es esto?”. “¡Ay, Feebledick! —se impacientó lady Loosebloomers—. Nosotros aquí tan ocupados y tú vienes a hacer preguntas tontas”.
Rondín # 11
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, comentó con orgullo en una fiesta: “Mi marido es campeón de polo”. Preguntó Babalucas: “¿Norte o Sur?”.
Doña Fecundina le dijo muy ufana a la trabajadora social: “Tuve nueve hijos, señorita. Tres con mi primer esposo, tres con el segundo y los otros tres yo solita”.
Un joven recién graduado consiguió trabajo en un remoto campamento minero. A su llegada le dijo el sobrestante: “La vas a pasar bien entre nosotros, chico. Los lunes, miércoles y viernes nos emborrachamos”. Declaró el recién llegado: “La verdad, no disfruto mucho el alcohol”. Continuó el otro: “Los martes, jueves y sábados traemos mujeres al campamento”. Manifestó el muchacho: “Tampoco disfruto estar con mujeres en esas condiciones”. Preguntó el hombre: “¿Eres gay?”. Respondió el joven: “No”. “Caramba —se preocupó el sujeto—. Entonces tampoco vas a disfrutar los domingos”.
El señor regresó de un viaje y su esposa le informó: “Anoche entró un ladrón en la casa”. “¡Qué barbaridad! —se alarmó el señor—. Y ¿qué se llevó?”. Replicó ella: “Tanto como llevarse no se llevó nada, pero en la oscuridad de la recámara yo creí que eras tú”.
El cliente llegó al departamento de cosméticos de la tienda. Le dijo a la encargada del mostrador: “Mi novia me pidió que le comprara una crema para las piernas”. Le informó la mujer: “Las hay de varias clases. ¿Qué marca usa ella?”. “Olvídese de la marca —replicó el sujeto—. ¿Qué sabores tiene?”.
El recién casado despertó a media mañana al día siguiente de la noche de bodas y vio a su flamante mujercita llorando desconsoladamente. Le preguntó, alarmado: “¿Qué te pasa, mi vida? ¿Por qué lloras?”. “¡Mira! —gimió ella señalando la parte de varón del muchacho, que a esa hora estaba en absoluto reposo—. ¡Anoche nos la acabamos toda!”.
El acto de amor entre Lisbel, muchacha sin ciencia de la vida, y Afrodisio, hombre salaz, terminó en un grandioso orgasmo simultáneo. Los dos amantes quedaron tendidos de espaldas en el lecho, poseídos por esa dulce languidez que invade el cuerpo –y el alma– de quienes han gozado a plenitud la entrega. “¡Qué hermoso fue esto! –exultó Lisbel–. ¿Será así cuando nos casemos?”. “No lo sé –respondió Afrodisio–. Depende de quién nos toque”.
Don Blandino, señor de edad madura, empezó a usar corbatas de lazo. Le preguntó su esposa: “¿Por qué te ha dado por ponerte esas corbatas que parecen agujeta de zapato?”. Contestó don Blandino: “Me hacen sentir más joven, más fuerte, más firme, más viril”. Sugirió con tono ácido la mujer: “Entonces póntelas en otra parte”.
Madame Faussaire, cartomántica, le adivinó el futuro a Pirulina. (El pasado cualquiera se lo podía adivinar con solo verla). Le anunció: “Llegará a tu vida un hombre”. Sonrió la muchacha y dijo: “Ya llegó”. “No me refiero a ése –opuso la vidente–. Hablo del que te entregarán en la clínica de maternidad dentro de ocho meses y medio”.
Tiempos de la Segunda Guerra y de los blitz o bombardeos sobre Londres. Una noche empezaron a sonar en la heroica ciudad las sirenas de alarma que anunciaban la llegada de los aviones nazis. Lord Rummysot, que se había negado a dejar su casa en Lambeth, bebía en su estudio el enésimo whisky, asiduidad que lo había puesto en un estado cercano a la inconsciencia. Baco, ya se sabe, ha ahogado a más hombres que Neptuno. El mayordomo James acudió a bajar las cortinas de las ventanas y le dijo a su patrón: “Milord: las sirenas”. Respondió lord Rummysot flemático y zurumbático: “Que pasen”.
Don Abraham le contó a Isaac: “Tengo tres hijas. Sara, de 28 años, se llama así por su mamá. Rebeca, de 25 años, se llama así por su abuela. Y una niña de tres años que se llama Inés”. “¿Inés? –se extrañó Isaac–. ¿Por qué Inés?”. Explicó don Abraham, mohíno: “Por inesperada”….
Ricarda, cuarentona célibe, era fea pero rica. O rica pero fea, según el ángulo desde el cual se aborde la cuestión. La conoció un sujeto apellidado Braguetto, de bigotito fino, cabello engominado y sonrisa untuosa. A los tres días de tratarla le pidió que se uniera a él en matrimonio. Le dijo la muchacha, suspicaz: “No lo niegues, Braguetto: te quieres casar conmigo porque tengo dinero”. “Todo lo contrario, Ricardita –contestó el avieso galán–. Me quiero casar contigo porque yo no tengo dinero”.
Don Cornulio llegó a su casa inesperadamente y sorprendió a su esposa en ejercicio de cohabitación con Gasdé, el pintor que le daba clases de acuarela. Enarcó las cejas el cuclillo y declaró gravedoso: “Esto no me gusta nada”. Replicó el artista: “Tiene usted mucha razón, señor. Visto desde afuera el espectáculo no ofrece mucho atractivo estético”. (Acerca del tema comentó Voltaire: “Le plaisir est court et la position ridicule”).
Los padres de Pepito le habían explicado los misterios de la vida usando el viejo símil de los pajaritos y las florecitas. Un día la familia fue a una boda. El novio era hombrecito enclenque, escuchimizado, cuculmeque, en tanto que la desposada era una mujerona de estatura gigantea, membruda de brazos y de piernas, dueña de un tetamen capaz de guarir a un batallón de infantería y portadora de un profuso nalgatorio de la medida que hoy se llama super plus, king size o brut. Vio Pepito a la disímbola pareja y le comentó en voz baja a su mamá: “Se me hace mucha floresota para tan poco pajarito”.
Molido, lacerado, tundido, derrengado, dolorido y desguanguilado el jefe vikingo salió por fin de abajo del enorme toro y les dijo a sus compañeros, furibundo: “¡Vikingo o no vikingo ya no voy a usar este gorro con cuernos! ¡Se presta a muchas confusiones!”.
Babalucas cursaba la carrera de enfermería. Fue a hacer sus prácticas en un hospital, y le tocó asistir a un cirujano en la mesa de operaciones. “Bisturí” –pidió el facultativo. “Bisturí” –repitió Babalucas poniéndoselo con firmeza en la mano. “Pinzas” –solicitó el facultativo. “Pinzas” –le entregó Babalucas. Dijo el cirujano: “Gasas”. Y el badulaque contestó: “De nada”.
Thomas Alva Edison le reclamó muy enojado a su mujer: “¿Cómo que con la luz apagada? ¿Entonces para qué demonios crees que inventé el foco?”.
La maestra les preguntó a los niños: “¿Cuáles son los pajaritos que vuelan más alto?”. Respondió Juanilito: “Las golondrinas”. Opinó Rosilita: “Los halcones”. Pepito dijo triunfalmente: “¡Los de los astronautas!”.
El joven recién casado llegó a su casa por la noche. Su mujercita le sugirió, solícita: “¿Qué te parecería una buena cena, mi amor?”. Contestó él: “Vengo cansado. Esta noche preferiría cenar en casa”.
El galancete se presentó en la casa de su novia y le dijo al padre de la chica: “Aunque mi matrimonio con su hija debe darse por hecho, vengo a cumplir la formalidad de pedir su mano”. Al severo paterfamilias le molestó la jactanciosa seguridad con que se conducía el boquirrubio. Le preguntó, atufado: “¿Quién dice que su matrimonio con mi hija debe darse por hecho?”. Replicó el tipejo: “El ginecólogo”.
Rondín # 12
Al empezar la noche de bodas Simpliciano le dijo a Pirulina: “Quiero que sepas que eres la primera mujer con quien hago esto”. “¡Uta! –se impacientó ella–. ¡Otro principiante!”.
Dos muchachillos, Nito y Jito, estaban discutiendo en la calle. Dijo Nito: “Mi papá es mejor que tu papá”. Contestó Jito: “No es cierto”. Declaró Nito: “Mi hermano es mejor que tu hermano”. Replicó Jito: “No es cierto”. Manifestó Nito: “Mi mamá es mejor que tu mamá”. Después de una pausa admitió Jito: “Creo que ahí sí me ganas. Mi papá dice lo mismo que tú”.
“Compadre: sospecho que no sabe usted hacerle el amor a una mujer”. Así le dijo Hornacio a su compadre Pitorraudo. “Si sé, compadre –lo contradijo éste–. Y si no me lo cree pregúntele a mi comadre”.
Don Poseidón, granjero acomodado, y su esposa doña Holofernes eran padres de una hija a quien la naturaleza regateó sus dones. En efecto, Anfisbena –tal era el nombre de la joven– era más fea que el pecado. Que un pecado feo, aclaro, porque hay algunos muy bonitos. Sé bien que la belleza del cuerpo no importa; lo valioso es la belleza interior. Sin embargo, mientras ésta se manifiesta cuenta más la otra. Dice un proloquio francés: De belle femme et fleur de mai / en un jour s’en va la beauté. “La belleza de la mujer hermosa, lo mismo que la de la flor de mayor, se va en un día”. (Probablemente, pero ¡qué día!). Llegó al pueblo un agente vendedor al servicio de la casa comercial Asperges, distribuidora de bombas de flit. Los papás de Anfisbena vieron en él a un prospecto matrimonial para su hija, pues el muchacho era de condición modesta: vestía un viejo saco de color azul que combinaba con un lustroso pantalón café; calzaba tenis y se cubría la cabeza con una gorra de los Cacharros de Hediondilla de Abajo, equipo de beisbol desaparecido en 1936. Lo llamaron, pues, con el pretexto de comprarle uno de sus productos, y cuando lo tuvieron enfrente le dijeron: “Nos gusta usted para yerno, con todo y gorra. Quizá le interese saber que el hombre que se case con nuestra hija se llevará una dote de 100 mil pesos y un marrano grande de pilón”. El forastero pidió ver a la muchacha, y doña Holofernes fue a traer a Anfisbena. La vio el vendedor y dijo: “Lo que ustedes ofrecen no es dote: es indemnización”.
Salacito, muchacho de 12 años, fue acusado por la trabajadora doméstica de su casa de haberla hecho víctima de su incipiente libídine y su precoz lubricidad. Relató la mucama que estaba ya en la cama cuando el hijo de sus patrones irrumpió en su cuarto y sació en ella sus inaugurales rijos. Llevado el chamaco ante el juez de lo familiar el abogado de la familia le pidió (al chamaco, no al juez de lo familiar) que se bajara el pantalón y lo demás. Luego se dirigió al juzgador: “¿Usted cree, su señoría, que con esta cosita tan pequeña…?”. Y al tiempo que decía eso agitaba con el dedo índice la partecita de varón de Salacito. Le advirtió éste en voz baja: “No le siga tilineando, licenciado, porque vamos a perder el pleito”.
El joven vicario de la diócesis le dijo al padre Arsilio: “Al oficiar la misa de hoy recuerde que el señor obispo les pidió a los párrocos que hablen de la crisis económica; de las dificultades de los padres de familia para mantener su hogar; de lo caro que están los alimentos…”. Respondió el padre Arsilio: “Hablaré de todo eso, hijo, pero después de la colecta”.
“¿Está caliente?”. Eso le preguntó don Algón a su nueva secretaria cuando la curvilínea chica le llevó el café. “No, señor —respondió la muchacha—. Pero puedo calentarme rápidamente”.
Don Martiriano le contó entre risas a doña Jodoncia, su mujer: “Tuvimos en la oficina una junta muy divertida. Se trataba de ver quién va a llevar el pastel para la reunión de Navidad, y alguien propuso que lo llevara el más pendejo”. “¿Y tú por qué?” –saltó de inmediato doña Jodoncia.
Nasardo, joven organista, sostenía una ilícita relación de carácter fornicario con su vecina, señora que gustaba del repertorio organístico, especialmente de la obra de Bach. Una tarde, cuando la irregular pareja estaba apenas en el foreplay o prolegómenos de la coición, se oyó llegar un coche. “¡Mi marido! –exclamó llena de sobresalto la mujer-. ¡Rápido! ¡Suspende la tocata y emprende la fuga!”.
La maestra les preguntó a los niños: “¿Quién dijo: ‘El respeto al derecho ajeno es la paz’?”. Pepito levantó la mano para responder, pero la profesora le dio la palabra a Juanilito. Contestó el niño: “Lo dijo don Benito Juárez”. “Muy bien –admitió la maestra-. ¿Y quién dijo: ‘Va mi espada en prenda, voy por ella’?”. Otra vez Pepito quiso contestar, pero la profesora le dio la oportunidad a Rosilita. Respondió la niña: “Lo dijo Guadalupe Victoria”. “Perfectamente –la felicitó la profesora-. Con esto damos por terminadas las preguntas sobre frases célebres”. Pepito, irritado, masculló con enojo desde el fondo del salón: “¡Vieja mamona!”. La maestra alcanzó a oír aquello y preguntó furiosa: “¿Quién dijo eso?”. Respondió Pepito: “¿Ya se le olvidó, maestra? Lo dijo Bill Clinton cuando Mónica Lewinsky contó lo que le hacía en la Casa Blanca”.
Las comparaciones son ¡oh! diosas. A Groucho Marx –el Marx bueno- le preguntaban: “¿Cómo está su esposa?”. Él solía responder con otra pregunta: “¿Comparada con la de quién?”.
Doña Jodoncia fue a visitar a su hija casada. El yerno le preguntó: “¿Va a meterse en la tina de baño, suegra?”. A la señora le sorprendió la pregunta: “¿Meterme en la tina de baño? –preguntó extrañada–. ¿Por qué?”. Respondió el yerno: “Como se mete en todo…”.
Don Astasio llegó a su casa y, como de costumbre, halló a Facilisa, su mujer, en brazos y todo lo demás de un individuo. Echó mano a la libreta donde tenía anotadas palabras de gran peso para decirlas en ocasiones semejantes, y procedió a denostar a la pecatriz en los siguientes términos: “¡Maturranga! ¡Cochonera! ¡Mujer de ramería!”. El fulano aprovechó la lectura para vestirse y salir de la habitación. “Eres muy injusto, Astasio –protestó con tono lastimero la mujer–. Todo me lo dices a mí. ¿Por qué no le dijiste nada a él?”.
Celiberia Sinvarón, madura señorita soltera, le dijo a su amiga Himenia Camafría, célibe también: “Supe que andas de novia con un negro”. “Sí –respondió la señorita Himenia–. Estoy harta de pasarme las noches en blanco”.
En la fiesta le dijo un invitado a otro: “Mire qué mujer tan fea aquélla. Ni por dinero me la soplaría”. “¡Oiga usted! –protestó el otro–. ¡Es mi esposa!”. “Perdone, caballero –se disculpó el individuo–. Entonces sí me la soplo. Es más: de gratis”.
Daré salida ahora un malhadado cuentecillo cuya desmesura es al mismo tiempo en tamaño y en majadería. Hago tal advertencia a fin de que quienes tengan escrúpulos de moralina hagan omiso caso de esa vitanda relación... Naufragó un barco. Tres bellas mujeres y un marino fueron a dar a una isla desierta. Sucedió lo que tenía que suceder: el idílico ambiente de aquel remoto paraíso se conjuró con las naturales apetencias de la carne, y bien pronto el joven marinero hubo de repartir su varonía en partes alícuotas o pariguales entre las tres hermosas féminas. Extraño caso de poligamia era ése, pero explicable. El caso es que el marino llegó a un acuerdo con las tres jóvenes mujeres, cuya sensualidad y celo se acentuaron en la libertad de aquella edénica ínsula sin decálogos ni códigos. El arreglo consistió en que lunes y miércoles le tocaría a una; martes y viernes a otra; jueves y sábados a la tercera. El domingo descansaría el marino, y podría vagar a su antojo por la isla sin tener que cubrir demanda alguna. Al principio todo iba muy bien, y el joven nauta estaba encantado en su papel de sultán de aquel mínimo harén. Pero bien pronto la frecuencia de las continuas refocilaciones empezó a cobrar su cuota: andaba ya el pobrete demacrado; se le veía exangüe. ¡Ah, sólo quien beba las miríficas de Saltillo podrá hacer frente a tales compromisos sin mengua de su vitalidad! Un día los cuatro habitantes de la isla vieron zozobrar a lo lejos otro barco. Nadando llegó uno de los pasajeros, único sobreviviente. El marino se alegró: con él podría compartir la amorosa labor que lo tenían exánime. Al pisar tierra el náufrago caminó hacia ellos con sinuosos movimientos y les dijo con atiplada voz: “¡Ay, qué bueno que encuentro gente aquí!”. El marino alzó los ojos al cielo y suspiró: “¡Adiós domingos!”.
Doña Prolicia era madre de 15 hijos. Acudió a la consulta de su ginecólogo, el doctor Wetnose, y le pidió encarecidamente que le diera algo para ya no tener más. “Señora –la reprendió el facultativo–, desde que dio a luz a su décimo hijo me ha pedido lo mismo. He puesto en práctica con usted todos los métodos anticonceptivos habidos y por haber y ninguno ha dado resultado: cada año, sin faltar ninguno, trae usted un nuevo ser al mundo. Me ha hecho fracasar. La única recomendación que puedo hacerle es que cambie de médico”. “¡Ni pensarlo, doctor! –replicó vivamente la mujer–. Sólo ante usted he descubierto mis intimidades y eso porque sé que es secretario de actas y acuerdos del Colegio de Ginecología y yo ocupo el mismo cargo en la Cofradía de la Reverberación, lo cual en cierta forma nos identifica; de ahí la confianza que le tengo. Por favor hágame otra luchita. ¿Se imagina usted lo que batallaría yo con 16 hijos?”. Contestó el médico: “La verdad no advierto mucha diferencia entre tener 15 hijos y tener 16, pero, en fin: por cumplir el juramento hipocrático que hice al recibir el título de Médico Cirujano y Partero voy a usar con usted un último recurso que no dudo en calificar de heroico. Es un sistema de anticoncepción que yo mismo inventé y que sólo pongo en práctica en casos como el de usted, desesperados. Pienso que surtirá efecto. Pero una cosa debe prometerme: seguirá al pie de la letra mis indicaciones”. “¡Se lo prometo, doctorcito! –clamó doña Prolicia–. Haré cualquier cosa con tal de no traer un mexicano más al mundo, y menos ahora, con Trump de Presidente”. “Muy bien –accedió el doctor Wetnose–. Ponga mucha atención. Ahora que salga de mi consultorio vaya directamente a una tlapalería”. “¿A una tlapalería? –se sorprendió ella–. ¿No querrá usted decir a una farmacia?”. “No, señora –repitió el galeno–. Oyó usted bien: a una tlapalería. Compre ahí una tina o cubeta grande; digamos de 10 litros. Y haga lo siguiente: hoy en la noche, al ir a la cama, lleve la cubeta con usted y meta en ella los pies. Ponga los dos pies dentro de la cubeta y manténgalos ahí toda la noche. Dígale lo que le diga su marido no saque usted los pies de la cubeta. Haga lo mismo todas las noches. Le aseguro que con eso ya no tendrá más hijos”. A doña Prolicia no dejó de parecerle raro aquel remedio, pero sabía que la ciencia médica está en constante cambio, y que sus recursos son multiformes y variados. Supuso entonces que el remedio prescrito por el doctor Wetnose pertenecía a la corriente llamada “medicina alternativa” y salió del consultorio del reputado médico jurándole y perjurándole que seguiría a pie juntillas sus indicaciones. Pasaron unos meses, y cierto día el doctor Wetnose se topó en la calle con doña Prolicia. La mujer, a más de una sonrisa de felicidad, mostraba las evidentes señas de su decimosexto embarazo. “¡Pero señora! –profirió desolado el ginecólogo–. ¿Otra vez?”. “Sí, doctor –se apenó doña Prolicia–. Otra vez”. “Pues ¿qué pasó? –quiso saber el médico–. ¿No siguió usted mis indicaciones?”. “Las seguí puntualmente –aseguró la mujer–. Hice todo lo que usted me dijo”. “No es posible –replicó el facultativo–. ¿Fue a la tlapalería? ¿Compró la tina y metió en ella los pies todas las noches?”. “Así lo hice –volvió a asegurar doña Prolicia–. Nada más que, fíjese, doctor: en la tlapalería no tenían tinas de 10 litros, de modo que compré dos de cinco litros cada una”.
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, se estaba refocilando con Dulciflor, muchacha ingenua, en la habitación 210 del Motel Venus. En el arrebato de la pasión carnal exclamó el salaz sujeto: “¡Te amo! ¡Te quiero como a nadie jamás he querido y como nunca a ninguna querré!”. Preguntó ella entre los acezos y jadeos propios del acto natural: “¿Nos casaremos?”. Y retrucó Pitongo sin alterar el ritmo de su in and out: “¡No me cambies la conversación!”…
Una mujer de nombre Facilda Lasestas se presentó ante el juez de lo familiar y le dijo que quería divorciarse de su esposo. (Lo más familiar que hay ahora es el divorcio). El juzgador le preguntó la razón por la cual quería disolver el vínculo matrimonial. Manifestó la querellante: “Mi marido me es infiel”. Inquirió su señoría: “¿Cómo lo sabe usted?”. Explicó Facilda: “Él no es el padre de mi hijo”.
Doña Tebaida Tridua, ya se sabe, es la encargada –ella misma se confirió el encargo– de velar por la conservación de las buenas costumbres y la moral social. Hacía mucho tiempo que el autor de estas líneas no entraba en pugna con tan ilustre dama. Ayer, sin embargo, sometió a su consideración el cuentecillo llamado “Especialidades médicas”, y la estricta censora se escandalizó en tal forma que prorrumpió en grandes voces de iracundia, lo cual hizo que acudiera con prontitud su ama de llaves y le administrara una dosis de cachunde, no fuera que su corajina le provocara un mal de estómago. ¿Qué cuento es ése que así turbó a doña Tebaida? Mis cuatro lectores lo hallarán al final de esta columnejilla… Viene ahora la vitanda historieta que arriba se anunció y que fue causa de la desazón de doña Tebaida Tridua, quien la calificó de “abominable, detestable y execrable”. He aquí el cuento llamado “Especialidades médicas”… Llegó una señora al consultorio del doctor Wetnose, reputado ginecólogo, y le dijo: “Vengo a que me saque un diente”. “Se equivoca usted –contestó el facultativo–. Yo soy ginecólogo, no odontólogo”. Precisó la mujer: “El diente es de mi esposo”.
Rondín # 13
En el pueblo había un solo hotel. Don Cucoldo, pilar de la comunidad, hubo de pasar una noche ahí en compañía de su mujer, pues su casa había sido fumigada por la abundancia que había en ella de blatarios, eufemismo que ella usaba para no decir “cucarachas”. Al llegar a la hospedería el administrador le pidió a don Cucoldo: “Regístrese, por favor”. Inquirió él: “¿La señora también?”. “No –contestó el empleado–. A ella la conocemos bien; es cliente frecuente del hotel”.
Doña Jodoncia le preguntó a su nuera: “¿Le gusta a mi hijo la comida que le haces?”. “Sí, suegrita –respondió la muchacha–. Cuando regresa del trabajo es la segunda cosa que me pide”.
Llegó una linda chica a la farmacia y le pidió a la dependienta: “Dame una caja de toallas sanitarias”. En seguida alzó los ojos al cielo y exclamó: “¡Gracias, Dios mío!”.
En la clase de catecismo la señorita Peripalda les habló a los niños acerca del demonio. Al término de la lección Juanilito le preguntó a Pepito: “¿Tú crees en el demonio?”. Respondió el chiquillo: “La verdad no sé. Crees en el diablo y luego te salen con lo mismo que con Santa, que es tu papá”.
La encargada del spa le dijo a doña Licantra: “No puedo depilarle las piernas, señora. Tiene usted demasiado vello. Pero si quiere puedo hacerle trenzas, rastas o la permanente”.
Una gallinita del corral le comentó a otra: “¡Qué viento tan fuerte está soplando! ¡Ya me ha devuelto el huevo cuatro veces!”.
En la merienda de los jueves una amiga le preguntó a doña Tristicia, la esposa de don Languidio Pitocáido: “¿Qué te gusta más: la Navidad o hacer el amor con tu marido?”. Me gusta más la Navidad –respondió ella-. Es más seguido”.
Un cierto señor pasó a mejor vida. En la funeraria su viuda gemía pesarosa: “¡Qué hueco tan grande dejas, Leovigildo!”. “Señora –le aconsejó en voz baja un borrachín ahí presente -. No deje que el dolor la lleve a revelar intimidades”.
La ciudad: París. La época: fines del siglo diecinueve. La hora: el amanecer. El lugar: el Bois de Boulogne, donde se dan cita los duelistas que con las armas van a dirimir una cuestión de honor. Esta mañana se batirán en duelo el marqués de Harengsaur y el duque de Écrevisse. Los dos pelean los favores de la condesa Mamelue-Nalguier, mujer de grandes atributos corporales tanto en la parte delantera como en la posterior. Están presentes los padrinos de los adversarios, los testigos del encuentro y el juez de armas. Presente está también el médico que asistirá a los combatientes en caso necesario. Todos visten de riguroso luto, por si acaso. Los dos duelistas portan ya sus pistolas de duelo. El juez de la lid los ha hecho colocarse espalda con espalda. Piensa Harengsaur: “Está muy nalgón el desgraciado. ¿Será eso seña de buena puntería?”. Ecrevise piensa: “El maldecido tiene nalgas de cabrito. ¿Significa eso que sabe tirar bien?”. El juez da la orden, y los dos duelistas avanzan paso a paso. El juez mismo va contando: “Uno… Dos… Tres…”. En eso llega un carruaje tirado por caballos al galope. De él desciende apresuradamente la condesa Mamelue-Nalguier y les grita con desgarrada voz a los duelistas: “¡Deténganse, no sean pendejos! ¡Hay pa’ los dos!”.
“Acúsome, padre, de que anoche le hice el amor tres veces seguidas a una mujer que no es mi esposa”. Así le dijo don Vetulio, señor de edad madura, al padre Arsilio. Prescribió el buen sacerdote: “De penitencia rezarás tres rosarios, uno por cada una de las adulterinas acciones que llevaste a cabo”. A don Vetulio se le iluminó el rostro. Exclamó lleno de alegría: “¿Entonces usted sí me cree, padrecito?”.
Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, fue a la consulta del doctor Ken Hosanna y le pidió que le aplicara la vacuna contra la influenza. “Pero póngamela –le dijo– en alguna parte de mi cuerpo que no se vea cuando estoy actuando”. “La he visto actuar –contestó el facultativo–. Tendré que darle entonces la vacuna oral”.
El mánager de Kid Grogo, boxeador, le comentó a un reportero deportivo: “Mi peleador es un crucigrama”. “¿Muy difícil de descifrar?” –inquirió el periodista. “No –repuso el manejador–. Es un crucigrama porque empieza vertical y acaba horizontal”.
Uglicia era más fea que un coche por abajo. Aun así se las arregló para casarse. Bien dice la sabiduría popular: nunca falta un roto para un descosido. Cierto día su marido llegó a la casa antes de la hora acostumbrada y la sorprendió realizando el foqui foqui con un desconocido. “¡Caramba, Uglicia! –dijo el esposo lleno de sincera admiración–. ¿Cómo le hiciste para convencerlo?”.
Capronio, ya lo sabemos, es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierto día su abnegada esposa le dijo con voz tímida: “El próximo mes cumpliremos 20 años de casados. ¿Qué te parecería una segunda luna de miel?”. “¡Fantástico! –se entusiasmó Capronio–. ¿Con quién?”.
Babalucas entró en una tienda caminando con las piernas abiertas. El gerente le preguntó alarmado: “¿Le sucede algo, señor? ¿Por qué camina así?”. Respondió el badulaque: “En la puerta hay un letrero que dice: ‘Pase usted – Abierto”.
Astatrasio Garrajarra, ebrio consuetudinario, llegó a su casa más borracho que una cuba y a altas horas de la madrugada, como de costumbre. En la oscuridad de la alcoba se desvistió y se acostó en la cama. Su esposa despertó al sentirlo y le preguntó: “¿Eres tú, Astatrasio?”. Contestó el temulento entre los vapores del alcohol: “Si no soy yo vas a ver la que se te va a armar”.
Relató un muchacho: “En mi casa somos 15 hermanos. Tenemos a nuestra madrecita en un pedestal”. Dijo alguien: “Merece el homenaje”. Prosiguió el muchacho: “La otra noche nos descuidamos y papá bajó a mamá del pedestal. Ahora vamos a ser 16 hermanos”.
Una mujer llamada Facilda Lasestas fue a confesarse. El padre Arsilio le preguntó: “¿Le eres fiel a tu marido?”. “Sí, señor cura–respondió ella–. Frecuentemente”.
Pirulina, muchacha pizpireta, le dijo al guapo joven a quien acababa de conocer: “Quiero saber todo de ti, Pepo. Háblame de tus ideales, de tus sueños, de tus ilusiones, de tu sueldo…”.
La mujer se quejó con el cantinero del lobby bar: “Aquel hombre que está allá me dijo ‘Vieja cara de lavativa’”. “Qué pena, señora – repuso el barman–. Para que olvide usted ese mal rato permítame ofrecerle, por cortesía de la casa, una copita de agua tibia”.
Rondín # 14
En España y otros países el verbo “joder” equivale a follar. Por la calle de Alcalá, en Madrid, un lugareño se topó con dos chicas de su pueblo. Las dos vestían ropa de marca, lucían costosos accesorios y joyas rutilantes. Les dijo con admiración: “¡Qué tren de vida llevan!”. Replicó una de ellas, atufada: “Porque podemos”. Preguntó el otro: “¿Qué en Madrid la jota se pronuncia como pe?”.
Llegó Capronio a la farmacia y pidió en voz alta: “Me da un condón”. El farmacéutico se llevó la mano a un ojo a fin de hacerle ver que cerca estaban unas jovencitas. “Para la vista no –dijo Capronio–. Para la pija”.
Un rudo vaquero llamado Iro Nass iba cabalgando por las vastas planicies texanas. Se dirigía a Pecos, pues ahí vivía su novia Daisy Lou. De pronto oyó gemidos lastimeros. Quien se quejaba era una anciana apache. Los suyos la habían abandonado y estaba a punto de fenecer de hambre y de sed. Nass era hombre compasivo: siempre que colgaba a un bandolero le cantaba “Amazin’ grace” después del ahorcamiento, a fin de consolarlo. Le dio agua a la mujer; compartió con ella su comida y luego, para animarla un poco, le cantó “The yellow rose of Texas”. La anciana quedó muy agradecida. Le dijo: “Aquí donde me ves soy una bruja. En premio a tu buena acción voy a concederte tres deseos. Los verás cumplidos al llegar a Pecos, donde vive tu novia Daisy Lou”. El vaquero se admiró por la clarividencia de la apache, y eso lo motivó a pedir los tres deseos. “Quiero – empezó– tener mucho dinero”. “Concedido –le dijo la mujer–. Cuando llegues al pueblo dirígete al International Bank of Pecos. Ahí sabrás que ya eres hombre rico, más, mucho más que John Pierpont Morgan, el del ferrocarril Atchinson, Topeka y Santa Fe. A ese señor –de mí te acuerdas– se la va a poner colorada la nariz como castigo por habernos quitado a los apaches nuestras tierras para hacer pasar sus trenes”. “Seguidamente –pidió Iro– quiero parecerme a Junius Brutus Booth, Jr., el guapo actor teatral”. “Concedido –volvió a decir la anciana–. Pero debo advertirte que John Wilkes, su hermano, será quien asesine a Lincoln en un teatro, con lo cual le echará a perder la función a la esposa del Presidente, que tenía mucha ilusión de ver la obra”. “Por último –pidió el vaquero– quiero tener el órgano genital del tamaño que lo tiene el noble animal que voy montando”. “Extraña petición es ésa –comentó la bruja–. Debes saber que el tamaño no importa. Yo estuve casada con el jefe indio Pirulí el Breve y fui muy feliz, sobre todo cuando se iba a combatir a los comanches y yo me quedaba sola en el aduar con los mocetones que aún no tenían edad para ir a la guerra, pero sí para otras cosas”. Tras decir eso la mujer se despidió de Nass, no sin antes manifestarle que si alguna otra cosa se le ofrecía estaría a sus órdenes en el wigwam 45 bis del campamento, entrando a mano izquierda. Ahí podría visitarla. Ella lo recibiría con mucho gusto, sobre todo tomando en cuenta que ya no había mocetones. Iro agradeció el ofrecimiento y se despidió de ella de besito. Seguidamente volvió a montar y retomó el camino a Pecos. Al llegar lo primero que hizo fue ir al banco y pedir su saldo. Era de un millón de dólares. Con esa cantidad, calculó rápidamente, podría comprar dos millones de steaks con papas, que costaban 50 centavos cada uno. Hambre no pasaría, se dijo, satisfecho. Luego se encaminó a la peluquería del pueblo. Al verlo el barbero exclamó lleno asombro: “¡Junius Brutus Booth!”. Así supo Iro que ahora era hombre guapo. Finalmente fue a la casa de su prometida y le contó lo que le había sucedido con la bruja. A Daisy Lou le entusiasmó lo del dinero, si bien no le gustó la idea de gastarlo todo en steaks con papas. En seguida felicitó a su novio por parecerse a Junius Brutus, aunque le dijo que le gustaba más cuando se parecía a él mismo. Por último le pidió que le mostrara su nuevo órgano genital, el que le había dicho a la bruja que quería tener como el noble animal que iba montando. Al ver lo que Iro le mostró Daisy Lou lanzó un grito de terror. “¿Qué pasa?” –le preguntó Nass con inquietud. Se vio a sí mismo y exclamó luego espantado: “Holy cow! ¡Se me olvidó que iba en la yegua!”.
Cierto sujeto llamado Camelino Patané había perdido un dedo en un accidente, por eso le decían “El Mocho”. La originalidad del pueblo no reconoce límites. Lo que le faltaba de dedo, sin embargo, le sobraba de todo lo demás, y el Mocho tenía gran éxito con las mujeres. Profesaba una sana cercanía erótica. En su lista no había ya princesas reales o hijas de pescador, pero sí casadas, viudas, divorciadas y doncellas (más o menos). Con todas ejercitaba el Mocho sus insignes dotes amatorias. En el foreplay –es decir, en las caricias previas a la consumación del acto– era un maestro supereminente: cuando cualquier otro hombre habría terminado ya y estaría fumando el cuarto cigarrillo, el Mocho apenas iba en el empeine del pie derecho de su compañera. Y no hablemos de su performance. Comparada con su técnica la de Casanova era la de un misionero protestante del siglo 19. ¿Habrá quien se sorprenda, entonces, si digo que doña Sabanisa cayó en sus redes amorosas? Esta señora era una mujer decente, aunque sin exagerar. Casada con un viajante de comercio tenía rijos de erotismo que ni siquiera su esposo conocía. El hombre era poco imaginativo; no sospechaba que bajo la mansa apariencia de su mujer latía una bacante. Ausente su marido con frecuencia, sola y ganosa doña Sabanisa, cayó en los brazos del lascivo Mocho, y ambos entraron en amores lúbricos. La señora recibía a su mancebo en el propio domicilio conyugal, pues ambos coincidieron en que pagar motel habría sido dispendio reprobable en los tiempos que corren, de economía difícil. Una tarde los amantes se estaban refocilando en la alcoba de la pecatriz cuando intempestivamente llegó el marido de regreso de uno de sus viajes. Doña Sabanisa oyó sus pasos. “¡Mi esposo!” –exclamó presa del pánico. Luego dijo la frase que leyó en una novela: “¡Estoy perdida!”. El Mocho empalideció. Recordó la copla que dice: “El que trata con casada / tres cosas debe tener: / buena suerte, buen oído / y patas para correr”. La dijo con premura a su querindonga: “Saldré por la puerta de atrás”. “No hay puerta de atrás” –le informó ella. Replicó el Mocho con temblorosa voz: “¿Dónde quieres que te haga una?”. Le dijo la mujer: “Métete abajo de la cama y no salgas de ahí sino hasta que te diga”. Se escondió el Mocho abajo del lecho. Cuando el marido llegaba ya doña Sabanisa tomó un libro que tenía sobre el buró. Me apena decir que el libro era una Biblia. Mucho se sorprendió el marido al ver a su mujer leyendo las sagradas escrituras in puris naturalis, es decir en cueros. Le preguntó amoscado: “¿Por qué lees la Biblia en pelotier? Deberías ponerte al menos un chal de devoción”. Respondió, calmosa, doña Sabanisa: “Cuando hago lecturas de piedad acostumbro despojarme de toda vestimenta a fin de que las galas mundanales no me aparten de la devoción y para recordarme a mí misma que desnuda nací, desnuda me hallo y que todo es vanidad de vanidades y sólo vanidad”. Quedó impresionado el marido al escuchar aquello. Calmados sus recelos inquirió: “Y ¿qué lees?”. Le mostró doña Sabanisa la página en que abrió el libro y dijo: “Salmo ocho”. Al oír esas palabras el Mocho salió de abajo de la cama y preguntó: “¿Ya se fue el güey?”. ¡Mentecato! Doña Sabanisa dijo: “Salmo ocho”, no: “Sal, Mocho”. No quiero ni imaginar lo que sucedió después.
“¡Más de 50 coristas!”. Atraído por ese llamativo anuncio don Tirilito entró al teatro. Poco después salió muy enojado. Le reclamó enojado al taquillero: “Sí, son más de 50 coristas, pero son coristas de más de 50”.
El agente de la aseguradora trataba de convencer al difícil cliente de que comprara un seguro de vida. Le dijo: “Piense, señor: ¿qué hará su esposa si usted emprende el viaje que no tiene retorno?”. Respondió, calmoso, el individuo: “Supongo que seguirá haciendo lo mismo que hace ahora cuando emprendo viajes que sí tienen retorno”.
Un señor le preguntó a su vecino: “¿Por qué tienes dos antenas parabólicas?”. “¿Dos antenas parabólicas?” –se extrañó el otro. Y en seguida exclamó consternado: “¡Santo Cielo! ¡Ya se partió el tinaco!”.
Las madres del convento de la Reverberación fueron a cocinar al seminario. Estaban haciendo la comida cuando sor Tilegio, linda novicia, exclamó de repente: “¡Necesito un curita!”. “Hermana –le sugirió sor Bette, la superiora–. Si se cortó usted póngase una telita de cebolla”. “Reverenda madre –contestó sor Tilegio–. ¿Quién dijo que me había cortado?”.
Se llevó a cabo un juego de futbol soccer femenino. A lo largo del partido las integrantes de uno de los equipos trajeron a mal traer al árbitro. Lo acusaban de parcial; de no marcar las faltas ni los fuera de lugar del equipo contrario. Terminó el juego con la derrota de las reclamantes, que se fueron a los vestidores mascullando dicterios contra el silbante. Estaban las futbolistas bajo las regaderas cuando de súbito entró el árbitro. Entre gritos de alarma todas se cubrieron con lo que tuvieron a mano para tapar lo que debían taparse. “No se preocupen, chicas –las tranquilizó el árbitro–. Ustedes mismas dijeron que el árbitro está ciego”.
Una joven esposa acudió a la consulta del doctor Wetnose, reputado ginecólogo. Le dijo: “Tengo ya dos años de casada y no he logrado tener un hijo”. El facultativo se dispuso a examinarla. Le indicó: “Quítese la ropa y acuéstese ahí”. Replicó la paciente: “Como usted diga, doctor; pero me habría gustado que el hijo fuera de mi esposo”.
Babalucas conoció a un irlandés. Le preguntó: “¿Cómo te llamas?”. Respondió el otro: “Patrick O’Malley”. “¿Por fin? –se molestó el badulaque–. ¿Patrick o Malley?”.
Un campesino iba guiando su carreta de bueyes. Llevaba en ella unas gallinas que su mujer le había encargado y un perico que había comprado para regalárselo. De pronto volvió la vista y advirtió con sorpresa que las gallinas iban caminando detrás de la carreta. Al mismo tiempo oyó que el perico les decía: “Ya saben, chicas. La que me dé lo que les pedí puede volver a subir”.
Los empleados de aquella oficina tenían una mala costumbre. El jefe salía a media mañana para ir al banco, y ellos aprovechaban su ausencia e iban a tomar algo en la cafetería de enfrente. Uno de los empleados no hacía eso, pues era muy cumplido y no quería faltar a sus obligaciones. Cierto día, sin embargo, se decidió a salir con sus compañeros. Pero no fue a la cafetería, pues no traía dinero. Fue a su casa, que estaba cerca, a tomarse un cafecito. Cuando llegó oyó ruidos extraños en la alcoba. Subió y abrió la puerta con cautela. ¿Qué vio? ¡A su esposa, refocilándose con el jefe! No dijo ni hizo nada. Salió en silencio y regresó a la oficina. Al día siguiente, como de costumbre, los empleados fueron a tomar el café tan pronto salió el patrón. Alguien invitó a su compañero: “¿Vienes con nosotros?”. “¡Ni loco! –exclamó el otro, asustado–. ¡Ayer por poco me pesca el jefe!”.
La señorita Peripalda era dueña de un perico. El maldecido loro acostumbraba salirse de su jaula e ir al corral de las gallinas a saciar en ellas sus rijos de libídine. Eso mortificaba mucho a la piadosa catequista, tanto que un día le dijo al lujurioso pájaro: “Si sigues abusando de mis gallinitas te desplumaré la cabeza”. El cotorro no hizo caso de la admonición, antes bien reincidió en su perversa conducta. La señorita Peripalda, entonces, le desplumó el coco. Sucedió que esa noche recibió en su casa la visita del cura párroco y de su vicario. Ambos eran calvos de solemnidad. Los vio el perico y les dijo con tono de reprobación: “¡Cochinos! ¡Ya sé lo que han estado haciendo!”.
“¿Con qué frecuencia hace usted el amor?”. Eso le preguntó el doctor Ken Hosanna al maduro caballero en quien advirtió síntomas de lo que en francés se llama surmenage, vale decir agotamiento físico y mental. Respondió el paciente: “Hago el amor cuatro veces al año. Cinco, en los años buenos”. El facultativo tuvo que reprimir una sonrisa. Comentó: “No me parece mucho”. “Lo es –replicó el consultante– si se toman en cuenta tres factores. Tengo 70 años de edad. Siempre he sido tímido con las mujeres. Y soy obispo”.
Jolilo era un bueno para nada. Más güevón que la quijada de arriba, en toda su desgraciada vida no completaba un turno de ocho horas de trabajo. Estaba casado con mujer joven y guapa que sufría a su lado hambres y necesidad. El haragán tenía un hermano rico. Cierto día le puso un mensaje: “Estoy en el último extremo de la necesidad. Si no me remites de inmediato 10 mil pesos asesinaré a mi esposa y en seguida me suicidaré”. Le contestó el hermano: “Te mandaré cinco mil. A tu mujer no la toques: antes de suicidarte envíamela”.
Aquel muchacho se veía inquieto y desasosegado. Su padre le preguntó a la mamá del chico: “¿Qué le sucede?”. Contestó la señora: “Está pensando en casarse”. “Entonces no nos preocupemos –la tranquilizó el señor–. Un hombre que piensa no se casa”.
Don Sinople, el marido de doña Panoplia de Altopedo, le dijo con orgullo a su compadre: “La revista ‘Monadas’ dice que mi esposa es la mujer mejor vestida de la ciudad”. “Es cierto –confirmó el otro–. Se viste muy bien. Pero muy despacito”.
Pirulina le anunció a su novio que estaba ligeramente embarazada. “¿Cómo es posible? –se asustó el muchacho–. ¡Tú me dijiste que no había peligro!”. Explicó ella: “Es que antes tuve una experiencia igual, y pensé que ya había quedado inmunizada”.
Un tipo le dijo a su amigo: “Mi señora siente asco y antojos”. Opinó éste: “Ha de estar embarazada”. “No –repuso el tipo–. Siente asco de mí y se le antojan su maestro de yoga, el profesor de tenis, su entrenador del gimnasio, el hijo del vecino…”.
Rondín # 15
Llorosa, tribulada, gemebunda, Dulciflor le anunció a su mamá: “Estoy embarazada”. La señora reaccionó pronunciando una jaculatoria de su tiempo: “¡Mano Poderosa!”. Los cinco dedos de la mano a que alude esa pía invocación simbolizan a la Sagrada Familia: Jesús, José y María, y a los ancianos padres de la Virgen: señora Santa Ana y señor San Joaquín. Con su poderosa intercesión toda necesidad se alivia y se disipa todo mal. Dulciflor oyó la exclamación y le aclaró muy apenada a su mamá: “No fue con la mano”.
Avaricio Cenaoscuras, hombre cicatero y ruin, andaba de novio con una linda chica. Fueron a cenar en restorán, y al final ella pidió la cuenta. “¡Ah no! –protestó con energía Avaricio–. Tú has pagado las últimas 10 veces. Vamos a echar un volado a ver quién paga ahora”.
Don Languidio Pitocáido le comentó a su esposa: “Fui a ver al médico para que me tratara esa debilidad general que siento. Me dijo que no puedo cargar cosas pesadas ni hacer el amor”. Replicó la señora: “Lo de las cosas pesadas se adivina sólo al verte. Pero ¿cómo supo lo otro?”.
El entrevistador interrogaba al joven profesionista que pedía trabajo. Le comentó: “Veo en su solicitud que es usted soltero. ¿Tiene actualmente alguna relación monógama?”. “Sí, señor –respondió el muchacho–. De hecho tengo varias”.
Llegó un tipo a una farmacia y le pidió al dependiente: “Quiero una docena de condones”. Buscó el empleado, regresó y le dijo: “Lo siento mucho, caballero. Sólo tenemos 11”. “¿Qué clase de farmacia es ésta? –se indignó el sujeto–. ¡Por falta de inventario ya me echaron a perder la noche!”.
Babalucas hizo un viaje a Roma y visitó, claro, la Basílica de San Pedro. Separado del grupo en que iba se extravió en uno de los extensos corredores. Vio una puerta con un letrero, la abrió y le pidió al elegante señor que estaba ahí: “Quiero un chile relleno. Me lo da con su arroz y sus frijolitos”. El hombre no entendió ni papa, pero alcanzó a advertir que el visitante hablaba en castellano. Llamó a un prelado español, y éste le preguntó al solicitante: “¿Qué es lo que usted desea?”. Repitió Babalucas: “Quiero un chile relleno. Me lo da con su arroz y sus frijolitos”. Respondió, desconcertado, el otro: “Aquí no hay eso”. El badulaque se amoscó. Adujo: “El letrero de la puerta dice: ‘Cocina Económica’”. “No –lo corrigió el dignatario–. Dice: ‘Concilio Ecuménico’”.
En la rosticería de la esquina los pollos daban vueltas en los espigones. Pasó por ahí una periquita, vio aquello y profirió con disgusto: “¡Caramba! ¿Cuándo se acabará esta ola de pornografía?”.
Pepito le confió a Rosilita: “Ya sé a dónde se va la cigüeña después de traerme un hermanito”. Preguntó la pequeña, curiosa: “¿A dónde se va?”. Respondió Pepito bajando la voz: “Se mete en el pantalón de mi papi”.
Don Algón le dijo a su nueva y linda secretaria: “En esta empresa todos somos como una familia, señorita Rosibel. Por tanto no le extrañe que de vez en cuando le pida que sea usted como mi esposa”.
Tetonina, joven mujer de exuberante busto, tenía dos pretendientes: Tonino y Ninoto. Ambos anhelaban desposarla, pero ella se mostraba renuente al matrimonio. Pensaba que al casarse perdería su libertad. Así, un día les manifestó: “No me casaré con ninguno de los dos. Con nadie me casaré jamás. Pero ustedes han sido los únicos hombres en mi vida, de modo que para recordarlos me haré tatuar sus rostros, uno en cada seno”. Cuando se despidieron de la chica Tonino le preguntó a Ninoto: “¿Qué te pareció eso de los tatuajes?”. “No me gustó nada –declaró éste–. Al paso de los años vamos a andar los dos con caras largas”.
“Querida Doctora Corazón: ¿por qué siempre que mi esposo me hace el amor cierra los ojos? Atentamente, Picia”. “Estimada Picia: Para responder a tu pregunta necesito que me envíes una fotografía tuya”.
En el aeropuerto del lugar donde vive Babalucas hay un letrero: “No les echen semillitas. Bajan solos”.
El jefe revolucionario cayó en manos de sus enemigos. Después de un juicio sumarísimo –duró 15 segundos– el prisionero fue condenado a muerte: sería fusilado en la madrugada del siguiente día. Le preguntó, caballeroso, el capitán que dirigiría el pelotón de fusilamiento: “¿Cuál es su última voluntad, mi general?”. Respondió el mílite: “Quiero pasar la noche con mi esposa”. “¿Con su esposa? –se asombró el otro, que conocía bien a la señora–. ¿No preferiría mejor…?”. “No –insistió el reo–. Con mi esposa”. Llamaron, pues, a la mujer, y los dejaron solos en la celda. El capitán habría querido ofrecerles champaña y una cena con filete, pero eran tiempos de revolución, y entonces les hizo servir tacos de nopalitos con chile colorado y pulque curado de guayaba. Terminado el condumio el general le hizo el amor a su esposa. Luego, tras una hora de sueño, volvió a hacérselo otra vez. Después de otra hora la despertó para lo mismo. “Ya no, Gladino –opuso la señora–. Recuerda que tienes que levantarte temprano”.
Unos recién casados llegaron al hotel donde pasarían su noche de bodas. El botones que los acompañó a su habitación se intrigó al oír que el novio decía una y otra vez: “PC”, en tanto que la novia contestaba: “No. PD”. Repetía él: “Te digo que PC”. “No –volvía a negar ella–. PD”. Ya que los dejó en el cuarto el botones le preguntó aparte al muchacho: “Perdone, joven. Si no es indiscreción ¿qué significa eso de ‘PC’ y ‘PD’?”. Explicó el novio: “Ella quiere que primero desempaquemos”.
Babalucas no tenía reloj. Se consiguió una pistola y con ella asaltó una joyería. Amenazó al dueño: “¡El reloj o la vida!”. El hombre, tembloroso, le entregó uno y le dijo: “Es el mejor que tenemos. Cuesta 100 mil dólares”. El tonto roque vaciló: “¿No tiene algo más barato?”.
Don Chinguetas fue a consultar a un médico, pues presentaba síntomas de agotamiento. Después de examinarlo el facultativo le informó: “Le tengo dos noticias: una mala y una buena. Ya no podrá hacer el amor con su esposa”. Preguntó don Chinguetas: “Y ¿cuál es la mala noticia?”.
En Las Vegas se ve de todo. Un cocodrilo abordó un taxi. Llevaba una lujosa maleta. El taxista le preguntó: “¿Pongo atrás su maleta, caballero?”. “Sí –respondió el cocodrilo–. Pero tenga cuidado. Es mi suegra”.
Con motivo de la reciente elección presidencial en Estados Unidos se le aparecieron en sueños a Mónica Lewinsky los fantasmas de sus pasados extravíos. Soñó que dejaba este mundo terrenal y se veía a las puertas del Cielo. Salía San Pedro, y ella se arrodillaba para pedir que la admitiera. El portero celestial la veía así, de rodillas frente a él, y le decía con tono de reconvención: “¡Ay, muchacha! ¿Ya vas a empezar otra vez?”.
Un gachupín de nombre Hijoesú le platicaba a Babalucas acerca de un tatarabuelo suyo: “Yo tuve un tatarabuelo con una pata de palo que se llamaba Capitán Morgan”. Respondióle Babalucas: “Y cómo se llamaba la otra pata?”.
Dos señoras que no se conocían entre sí entablaron conversación en una banca del centro comercial. Ambas tenían que esperar a que se les enfriaran sus tarjetas de crédito. Dijo una: “Mi esposo es tocólogo”. Declaró la otra: “El mío es meteorólogo”. “¡Qué afortunada eres! —exclamó la primera—. Tu marido no deja las cosas empezadas”.
Rondín # 16
Don Cornulio vio una atractiva oferta de viaje en el periódico. Tomó el teléfono y llamó a su esposa. “¿Qué te parecería una semana de vacaciones en Cancún? Haríamos el amor a la luz de la luna, arrullados por la canción del mar, y comeríamos pescado al mojo de ajo”. “¡Encantada! –exultó la señora-. Sólo tengo una pregunta”. Replicó don Cornulio: “Dime”. Preguntó ella: “¿Quién habla?”.
El rabino Chochem se preocupó mucho al saber que un joven perteneciente a la comunidad judía estaba cursando estudios en una universidad católica, y para colmo a cargo de jesuitas. Lo llamó y le comunicó su inquietud: “He oído decir que los sacerdotes de la Compañía son particularmente inteligentes, y diestros en cambiar la conducta de sus educandos. Aunque apenas llevas unos días en su universidad ¿no temes que puedan influir demasiado en ti?”. Respondió el muchacho: “De ninguna manera, padre”.
Sor Bette, encargada de una casa de reposo para ancianos, se conturbó bastante cuando uno de ellos le dijo: “Esta noche follo”. Se tranquilizó, sin embargo, cuando el mismo viejecito continuó: “Y mañana furé de fafas”.
Tenacio era hombre terco y obstinado. Cuando se le metía una idea en la cabeza no había poder humano que se la sacara. Cierta noche bebía en un bar con sus amigos cuando de pronto señaló a un individuo que estaba en una mesa del rincón acompañado por una mujer cuyo oficio se adivinaba a primera vista. “¡No lo puedo creer! –dijo-. ¡Aquel hombre es el Papa!”. “Estás loco –respondió uno de los amigos-. ¿Cómo se te ocurre pensar que el Papa puede estar en este pueblo rabón, y menos en una cantina, y con una maturranga?”. “Les digo que es el Papa –insistió Tenacio-. Quizá viene de incógnito, pero ahora mismo voy a presentarle mis respetos y a agradecerle su honrosísima presencia en nuestra comunidad”. “No cometas semejante estupidez –le advirtió el otro-. Te vas a meter en un lío”. Tenacio desoyó la admonición. Fue a la mesa donde estaba el individuo y le dijo. “Perdone, mi estimado. Con todo respeto: ¿es usted el Papa?”. El sujeto pensó que se burlaba de él. Respondió airado al tiempo que se ponía en pie: “¡El Papa tu tiznada madre!”. Y así diciendo le propinó un mamporro que lo mandó de regreso a su mesa. Sangrando por nariz y boca les dijo Tenacio a sus amigos: “¡Caramba! ¡No sabía que Su Santidad pudiera ser tan agresivo!”.
Lord Feebledick regresó de la cacería de la zorra y sorprendió a su mujer, lady Loosebloomers, en trato de fornicación con Wellh Ung, el membrudo mancebo encargado de la cría de faisanes. Le dijo con iracundia a la mujer: “¡Mesalina! ¡Thais! ¡Friné! ¡Dalila! ¡Aspasia! ¡Jezabel! ¿Esto es lo que haces cuando estoy ausente?”. “No –replicó milady–. También tomo el té; cultivo rosas; hago labor de aguja; leo el Times…”.
Un señor le confió a otro: “Mi hijo mayor me preocupa. Tiene 25 años y no fuma, no bebe, no anda con mujeres. Es trabajador y responsable”. El otro se asombró: “¿Y te preocupa que tu hijo tenga esas cualidades?”. “Sí –respondió el tipo–. Es tan distinto a mí que me hace pensar que yo no soy su verdadero padre”.
Don Martiriano llamó por teléfono a su casa. Le preguntó a su esposa, doña Jodoncia: “¿Cómo estás?”. “Muy bien –respondió ella–. Feliz, contenta, queriéndote mucho y deseando verte”. Después de una pausa dijo don Martiriano: “Perdón. Me equivoqué de número”.
Llegó una linda chica a la tienda de la esquina y le pidió al dueño: “Me da una barra de pan, y si tiene huevos, una docena”. El abarrotero le gritó con voz fuerte a su ayudante: “¡Una docena de barras de pan!”.
Doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad, entró por equivocación en una librería. Al verse ahí pidió un libro para disimular su error. Le dijo el encargado: “Nos acaba de llegar ‘El cardenal’”. Contestó ella: “No leo literatura religiosa”. Aclaró el hombre: “El libro trata del pájaro”. Replicó doña Panoplia: “Pornografía menos”.
Don Artricio, caballero de la tercera edad entrado ya a la cuarta, visitó en su casa a Himenia Camafría, madura señorita soltera. Tras conducirlo a la sala le dijo ella con melifluo acento: “Querido amigo: permítame ofrecerle un póculo de colemono para el hibierno”. El maduro señor se quedó en Babia. Igual me quedé yo, pero tenía a mano el lexicón de la Academia y supe entonces que póculo quiere decir vaso, que colemono es una bebida elaborada a base de café con leche al que se añaden especias y aguardiente, y que hibierno es arcaísmo para decir invierno. Seguidamente entablaron los dos una honesta conversación acerca del clima, las películas de Pola Negri y el hundimiento del Titanic que, aunque sucedido hace más de un siglo, sigue conturbando a la señorita Himenia. De pronto, para sorpresa del añoso visitante, le dijo su anfitriona: “Espero, don Artricio, que no se aproveche usted de mi debilidad de mujer y de la soledad en que nos encontramos, para intentar robarme un beso”. “Señorita –se ofendió él–. Está usted con un caballero. Pertenezco a la Legión Condal y soy portaestandarte de la Cofradía de la Reverberación. Sólo borracho me atrevería a hacer eso”. “Permítame un momento –dijo entonces la señorita Himenia–. Voy a traer el tequila”.
Un amigo le dijo a Babalucas: “¿Sabías que Gladiolo es pederasta?”. Replicó el badulaque, despectivo: “¿Cómo puede ser eso, si ni siquiera terminó la secundaria?”.
Don Chinguetas le dijo a su esposa doña Macalota: “Voy al Banco de Órganos a donar mi corazón y mis riñones”. Le sugirió ella: “¿Por qué no donas mejor tu pija y tu cerebro? Es lo que menos usas”.
Babalucas ingresó en la Fuerza Aérea. En una de las prácticas el instructor les dijo a los reclutas: “El avión subirá a mil metros de altura. Desde ahí saltaremos”. Con temblorosa voz propuso Babalucas: “Mi capitán: ¿no sería mejor que saltáramos de una altitud, digamos, de 50 metros?”. “Claro que no –replicó el jefe–. A esa altura no se abriría el paracaídas”. “Ah, vaya –suspiró con alivio Babalucas–. Llevaremos paracaídas”.
Don Poseidón, dineroso labrador, llamó a su hija Loretela, que estaba en el granero: “¡Lore! ¡Ven acá!”. Respondió la muchacha: “¡En un minuto termino, padre, y luego estoy contigo!”. En seguida le pidió al toroso gañán con el que estaba en refocilo erótico: “Dale rápido, Pitorro. Jamás le he echado una mentira a mi papá”.
La recién casada, ruborosa, le anunció a su maridito: “Mi vida: dentro de poco seremos tres en esta casa”. “¿De veras?” –se emocionó el muchacho. “Sí –confirmó ella–. Mi mamá vendrá a vivir con nosotros”.
Don Sufricio, viudo desde hacía varios años, pasó a mejor vida –mejor aún que la de su viudez– y llegó a lo que parecía ser el Cielo. Digo que parecía porque en vez de puertas de oro y plata adornadas con jade y alabastro el lugar tenía puertas de madera de pino forrada con formica y sololoy. También allá la crisis ha pegado. Se abrió la puerta y apareció San Pedro. Inquirió, vacilante, don Sufricio: “Perdone usted: ¿se encuentra aquí mi esposa Gorgolota?”. El portero de la mansión celeste consultó sus libros. “No está aquí” –le informó. “¡Bendito sea el Señor! –exclamó jubiloso don Sufricio–. ¡Entonces sí es el Cielo!”.
Piropeó el gusanito: “¡Adiós, mamacita!”. Al punto oyó una tenue voz: “No seas indejo. Soy tu otro extremo”.
Empédocles Etílez, ebrio consuetudinario, se encaminó a su casa después de dos días de parranda. Iba temeroso de las iras con que seguramente lo recibiría su mujer. Cuando llegó vio a un ladrón que trataba de abrir la puerta. Se acercó y le dijo. “Yo te abro, a condición de que entres tú primero”.
Pirulina se confesó con don Arsilio: “Acúsome, padre, de que pequé con mi novio. Lo hice por debilidad”. El buen sacerdote la amonestó: “¿Y acaso piensas que lo que tiene tu novio es reconstituyente?”.
Ya conocemos a lord Mortimer Highrump, famoso explorador inglés. Fue él quien descubrió las fuentes de ingresos de lady Chesty, quien llevaba un tren de vida claramente superior al monto de sus rentas. En uno de sus viajes, lord Highrump iba con su fiel criado James por el desierto del Sahara. De pronto una serpiente mamba, de letal veneno, mordió al explorador en parte muy sensible: su atributo varonil. “¡Pronto, James! –le ordenó a su asistente–. ¡Busca en la mochila el “Manual de Instrucciones en Caso de Mordedura de Serpiente Mamba” y sigue el procedimiento de salvación que ahí se indica!”. El fiel criado sacó el libro y leyó: “Primer paso: hacer un torniquete y aplicarlo en la parte de la mordedura”. Hizo James el torniquete y con el mayor cuidado lo aplicó en la susodicha parte. Siguió leyendo: “Segundo paso: Con una navaja practicar una incisión en el sitio donde la sierpe inyectó su veneno”. James pensó que no había tiempo para practicar, y sin más trámite hizo la incisión. En seguida leyó: “Tercer paso: Chu…”. En ese punto se interrumpió y le dijo con voz grave a su patrón: “Lo siento mucho, milord. Me temo que ha llegado para usted la hora de encontrarse con su Creador”.