jueves, 1 de septiembre de 2016

R.I.P. al Día del Presidente



En este primero de septiembre de 2016, con el cambio de formato llevado a cabo por el Presidente Enrique Peña Nieto consistente en simplemente hacer llegar su informe anual por escrito al Congreso de la Unión y llevando a cabo posteriormente una reunión con jóvenes para sostener un diálogo de preguntas y respuestas tratando de emular las town hall meetings que se acostumbran usar en los Estados Unidos, terminó de morir la ceremonia acartonada en la cual se endiosaba al presidente de México rindiéndole honores y pleitesía mientras leía ante el Congreso un resumen de muchas cifras numéricas pretendiendo rendir cuentas a la nación sobre los resultados del desempeño anual de su gestión.

Después de la Independencia de México, fue en la Constitución de 1824 cuando se sentaron las bases jurídicas del informe presidencial, ya que en su Artículo 120 quedó establecido “que los responsables de cada secretaría de Estado, y no el presidente, estaban obligados a dar cuenta de la situación en la que se encontraba su respectivo ramo”. Tiempo después, el artículo 63 de la Constitución de 1857 establecía que: “A la apertura de sesiones del Congreso asistirá el presidente de la Unión y pronunciará un discurso en que manifieste el estado que guarda el país. El Presidente del Congreso contestará en términos generales”. Dicha norma fue heredada por la Carta Magna de 1917 ya que estableció en su artículo 69 que el informe tendría que ser presentado, sólo que en esta ocasión se precisó que sería por escrito.

El primer presidente en rendir un informe fue el general Guadalupe Victoria, quien, a pesar de que no estaba obligado, se presentó ante el Congreso para dar cuenta sobre la marcha de su gobierno. Aquél primero de enero de 1825, el presidente Victoria dio a conocer que, a pesar de las penurias económicas por las que atravesaba el país, después de la lucha por la Independencia y del fallido imperio de Agustín de Iturbide, se había logrado vestir, armar y aumentar el ejército, pagar los sueldos atrasados de los empleados y atender —en la medida de lo posible— la administración de justicia. Guadalupe Victoria, entonces, creó la tradición que los siguientes presidentes continuaron: asistir en persona a la presentación del informe presidencial al Congreso, fecha que años después se conoció como el Día del Presidente. En el trajinar de la política mexicana, este evento, que ha cambiado de fecha, sirvió para atacar la política de grupos contrarios a la facción que ordenaba desde la Presidencia o convertirse en centro de alabanza y “lambisconería”; de aquellos tiempos en los que si el mandatario preguntaba: “¿Qué hora es?”, la respuesta era: “La que usted diga, señor Presidente”. En la época del PRI, de 1929-2000, se instauró por orden de la tradición el llamado “Día del Presidente”, en el que la grandeza de los caudillos del Revolucionario Institucional era coloreada con mítines multitudinarios en la calle, banderitas de colores, papelitos volando y el cierre: Un concierto de aplausos ofrecido por los legisladores; mientras el “líder”, con las dos manos saludando, miraba para todos lados. El Presidente Abelardo L. Rodríguez profirió el “resumen” administrativo más largo en la historia: Necesitó de siete horas con 35 minutos.

Los aplausos prolongados, las lisonjas, la lambisconería desmedida, los elogios sin fin, en el Día del Presidente, no eran tan honestos como pudiera suponerse. En la época del partido único que comenzó con la fundación del Partido Nacional Revolucionario, que después cambió sus siglas pero siguió siendo lo mismo, en los tiempos del autoritarismo en los cuales un solo hombre, el Presidente de México, podía conferir cargos importantes dentro del gobierno e inclusive escoger personalmente a su sucesor en la presidencia, todos los políticos de México se peleaban y competían entre sí para ver quién podía ofrendarle al Presidente las mejores alabanzas, para que de este modo el Presidente agradecido por las muestras de servilismo premiara al más lisonjero con una muy buena chamba en el poder.

Al consolidarse el PRI como la única vía posible para poder aspirar a un cargo público de diputado, senador, gobernador e incluso simple alcalde, el Día del Presidente continuó institucionalizándose en los tiempos de los presidentes Miguel Alemán Valdez, Adolfo Ruiz Cortines, Adolfo López Mateos, permaneciendo como un día dedicado no tanto a la recepción y evaluación del informe presidencial sino a glorificar y alabar la enorme grandeza del Presidente de México prácticamente hincándose de rodillas ante el primer mandatario, a grado tal que entre los diputados, senadores, gobernadores, jueces, magistrados y ministros siempre había una competencia genuina para ver quién se destacaba por los mejores elogios a la figura presidencial.

Así pues, durante décadas el inicio de septiembre estuvo marcando la fecha para que el máximo representante del Poder Ejecutivo presentara al pueblo de México todas las decisiones tomadas durante su gestión en el año en curso, y supuestamente en teoría era una ceremonia de rendición de cuentas. Pero en la praxis era todo lo contrario. Ese día era la personificación del histrionismo y la burocracia en su máximo esplendor. El informe de gobierno representaba la oportunidad ideal para que el Presidente en turno se exhibiera ante los ojos del país y pudiera presumir su enorme grandeza que lo situaba como un ser especial con una sapiencia muy por encima del resto de los mortales ordinarios. Recurriendo frecuentemente a una jerigonza ininteligible, el Presidente se daba el lujo de estar hablando durante horas de asuntos que en teoría deberían ser simples, pero que bajo el guión que le preparaban sus subordinados se volvían intrincados laberintos cuyo significado sólo estaba reservado para unos cuantos iniciados.

Al final de la lectura del informe presidencial, siempre había una respuesta al informe elaborada por el Congreso de la Unión en la voz de su representante. Pero esa respuesta jamás contenía crítica alguna, y de hecho ni siquiera hacía referencia a lo que hubiera hecho o hubiera dejado de hacer el Señor Presidente. Recuérdese que eran los tiempos en los cuales el Congreso estaba controlado por una mayoría aplastante ejercida por un solo partido político que a su vez estaba supeditado por completo al Presidente de México. Puesto que la respuesta era leída (o improvisada) inmediatamente después de haber terminado el Presidente de leer su informe, no había espacio alguno para análisis y disección de lo informado. La respuesta oficial e inmediata del Congreso en la voz de su representante era siempre una cadena interminable de alabanzas y glorificaciones que constituían lo que hoy se conoce como un culto a la personalidad. El primero de septiembre era un día dedicado por completo al Presidente, y nada más. Era lo que se dió en llamar el besamanos.

El Día del Presidente solidificó la conversión del Presidente en un tlatoani por antonomasia en su gestión, terminó siendo el retrato vivo del presidencialismo mexicano. Autoritario por vocación; populista y demagogo hasta lo insufrible; megalómano a niveles planetarios; político con discurso democrático y prácticas represivas; encantador de intelectuales, defensor de la libertad de expresión y, al mismo tiempo, censor de la crítica.

El endiosamiento a niveles grotescos de la figura presidencial llegó a tener un efecto no anticipado y no deseado, incluso devastador: el enloquecimiento a causa del poder desmedido ejercido por el Presidente. Resistiendo a duras penas la tentación de caer en la locura ocasionada por el ejercicio desmedido del poder, en el anecdotario presidencial de aquellos tiempos que cada vez se antojan más lejanos conforme la democracia en México sigue evolucionando, se atribuye a Adolfo López Mateos haber dicho lo siguiente en referencia al sexenio presidencial: “Durante el primer año la gente te trata como Dios y la rechazas con desprecio; en el segundo te trata como Dios y no le haces caso; en el tercero te trata como Dios y lo toleras con incredulidad; en el cuarto te trata como Dios y comienzas a tomarlo en serio; en el quinto te trata como Dios y no sólo lo crees: lo eres”.

El Día del Presidente empezó a llegar a su fin tras el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, el autor intelectual y responsable directo como comandante en jefe del Ejército Mexicano de la matanza estudiantil en Tlatelolco en 1968. Luego de la masacre de Tlatelolco, Díaz Ordaz aceptó su parte en los hechos en su último informe de gobierno en 1969. Por primera vez un Presidente asumía la responsabilidad de un acto represor pero a sabiendas de que no sería llevado jamás ante ningún tribunal para responder por sus crímenes. Eran los tiempos del autoritarismo, eran los tiempos del partido único controlado con mano de hierro por el Presidente de México y con una oposición simbólica que solo servía para hacerle el juego a una dictadura de partido que pretendía ser una democracia. Nadie de los que estuvieron allí presentes en el último informe de gobierno de Gustavo Díaz Ordaz se atrevió a interpelarlo en su presencia ni a emitir un gesto o un signo de desaprobación por la terrible matanza. Después de todo, era un hombre que con solo mover un dedo o hacer un gesto podía enviar a su tumba a cualquiera usando ya sea a la funesta y hoy extinta Dirección Federal de Seguridad, a la Policía Federal, o ultimadamente al mismo Ejército como ya lo había demostrado en 1968. Ese último informe de un Presidente asesino tuvo el sabor de algo irreal, una especie de pesadilla. En esta ocasión no hubo tantas alabanzas para un presidente que ya se iba. Lo trascendental del último informe de gobierno de Gustavo Díaz Ordaz es que a partir de ese momento se le fue perdiendo respeto a la figura presidencial.

Pese a la mala experiencia que México tuvo con el autócrata asesino Gustavo Díaz Ordaz, la figura presidencial aún sostuvo algo de buena salud -hablando en términos relativos- a principios de la década de los setentas, incluso con el ambiente restrictivo que se hacía presente en varios ámbitos. El sucesor de Gustavo Díaz Ordaz, escogido personalmente por Díaz Ordaz y presentado por la propaganda oficial como un gran hombre, salvador de México etcétera etcétera, fue Luis Echeverría Alvarez. Al inicio de cada sexenio, la esperanza renacía, el optimismo florecía, y todos querían que al Presidente le fuera bien porque si le iba bien al Presidente entonces era porque le estaba yendo bien a la nación. Sin embargo, la terrible devaluación del peso anunciada en la cercanía del último informe presidencial de gobierno de Luis Echeverría sumada a otra represión brutal al estilo Tlatelolco, esta vez sin recurrir al Ejército pero usando para ello a un bien financiado grupo paramilitar que llevó a cabo otra terrible matanza en un Jueves de Corpus, ninguno de cuyos paramilitares fue jamás enviado a prisión al gozar de la protección directa que se les estuvo dando desde Los Pinos y desde el Congreso con la mayoría absoluta ejercida por el partido que controlaba al Congreso con una mayoría aplastante, todo ello contribuyó a que la figura presidencial continuara demeritándose, a grado tal que el mismo Luis Echeverría se estuvo quejando de que afuera en la calle había una campaña orquestada de rumores que acusaba a Luis Echeverría de intentar dar un golpe de estado para proclamarse presidente vitalicio recurriendo para ello al asesinato de su sucesor José López Portillo. Es posible que en efecto tal cosa haya estado a punto de ocurrir, y el pánico que se desató ante tal posibilidad quedó plasmado en el libro Los últimos 91 días de Carlos Loret de Mola publicado en 1978 (su hijo Rafael Loret de Mola está convencido de que represalia por la publicación de tal libro el gobierno autoritario unipartidista de ese entonces que el escritor peruano Mario Vargas Llosa llamó la dictadura perfecta estuvo detrás de lo que fue en esencia un asesinato por revancha política). Cuando los legisladores del Congreso acudieron al último informe presidencial de Luis Echeverría, el respeto hacia la figura presidencial en el Día del Presidente estaba ya en picada ante un hombre que muchos daban ya por loco. Por esto mismo, la salida de Luis Echeverría de la presidencia así como la entrada de José López Portillo fueron bien vistas y bien recibidas por todo México con satisfacción y enorme alivio, y nuevamente la propaganda oficial presentó al presidente entrante con optimismo desenfrenado, una especie de redentor que salvaría a México de los legados de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría. ¡Qué tan equivocados estaban los analistas de ese entonces!

José López Portillo es quizás el Presidente de México de quien la gente recuerda con menos fortuna. durante su sexenio las devaluaciones y la inflación estuvieron a la órden del día. Como remate, durante su último año quedó grabada para la posteridad su frase en la que prometía defender al peso “como un perro”. Al final, en su último informe presidencial, en el ya para entonces agonizante Día del Presidente, a López Portillo sólo le quedó romper en llanto después de haber hundido por completo la economía de la nación mientras se le construía una opulenta mansión en la Colina del Perro. Todo un histrión que, al igual que su antecesor, parece haber terminado igual de loco.

Tras la salida de un José López Portillo ya desequilibrado en sus facultades mentales, le tocó a su sucesor Miguel de la Madrid cargar con el peso de la culpa. El enorme daño causado a la figura presidencial por los mandatarios anteriores a partir de Gustavo Díaz Ordaz tuvo su primera consecuencia fuerte en el Día del Presidente de Migual de la Madrid, porque fue cuando se presentó ante el Congreso a rendir su último informe que por vez primera y en lo que en otros tiempos hubiera sido tomado no solo como una falta de respeto sino como una blasfemia, unverdadero sacrilegio, Miguel de la Madrid fue interpelado mientras estaba hablando, en un hecho que fue realizado por políticos que luego formarían parte de la izquierda en México en protesta por lo que consideraron como un escandaloso fraude electoral que con el pretexto oficial de la caída del sistema les robó la presidencia para garantizársela al PRI. La figura presidencial había dejado de inspirar el respeto institucional de que se le había revestido, y no solo se le perdió el respeto institucional, sino que también se le empezó a perder el miedo en una etapa histórica en la que ya nadie consideraba al Presidente como un ser infalible y en la que los tiempos del autoritarismo se empezaban a acercar a su fin. Miguel de la Madrid ya no tuvo oportunidad de poder enloquecer porque la gente ya no se arrodillaba ante la figura presidencial como antes, y el presidente en vez de ser visto como un líder de enorme sabiduría empezó a ser visto como un burócrata inepto que solo llegó a la silla presidencial por la vía del dedazo ejercido por su predecesor.

A Carlos Salinas de Gortari, sucesor de Miguel de la Madrid, le tocó ser depositario de la primera acusación abierta de fraude electoral, luego de que se erigiera como Presidente en 1988. No obstante, logró completar su sexenio, aunque no se libró de las interpelaciones que año con año se volvieron más habituales en los informes presidenciales. Entre ellas destaca la del ex alcalde de Acapulco, Félix Salgado Macedonio, quien se plantó durante todo un informe frente a la tribuna con un cártel en el que acusaba de mentiroso a Salinas. El Día del Presidente, en vez de ser un besamanos pletórico de alabanzas, empezó a convertirse en un calvario que tenía que ser tolerado por meras consideraciones históricas y de protocolo. Pero mucho más importante, marcó una etapa en la cual el Congreso de la Unión, aunque fuese solo en parte a través de las facciones opositoras, empezó a marcar su distancia del Presidente dejando de ser un órgano palero para empezar a constituírse en un poder independiente del Ejecutivo.

El sucesor de Carlos Salinas de Gortari, Ernesto Zedillo, el cual llegó a la presidencia única y exclusivamente porque el candidato del PRI Luis Donaldo Colosio fue asesinado antes de que se celebraran las elecciones presidenciales, tuvo que hacer frente a otro demérito al enorme poder presidencial, Ya como presidente, tuvo que aguantar un duro golpe que le fue propinado por una ciudadanía ansiosa por sepultar los tiempos de la dictadura de partido con los cuales se beneficiaron ampliamente los miembros de la casta política pertenecientes al que había sido el partido oficial por siete décadas consecutivas. Con las elecciones federales de 1997 y a la mitad de su sexenio, Ernesto Zedillo fue el primer presidente que perdió la mayoría absoluta de la cual gozaba el PRI en el Congreso y de la cual gozaban los presidentes anteriores con la cual tenían garantizada la aprobación automática con sello con olor a burocracia bien pagada de cualquier ley o cambio constitucional que querían ver aprobado. Antes, el Congreso de la Unión, supeditado por la mayoría absoluta y aplastante del PRI, era un congreso simbólico, de membrete, nunca le rechazaba al Presidente ninguna de las iniciativas que enviara al Congreso las cuales se podían considerar aprobadas de antemano. A partir de 1997, se volvió necesario negociar para obtener consensos y llegar a acuerdos con la oposición. Y en lo que toca a los informes presidenciales, durante la década de los noventas las protestas durante el acto político ya habían pasado de ser un mero protocolo burocrático a un desfile de dimes y diretes en el que la oposición no perdía la oportunidad de reclamarle al Ejecutivo sus desaciertos. El caso de Ernesto Zedillo no fue la excepción  y culminó una época de alborotos en el recinto de San Lázaro.

Con la llegada del Partido Acción Nacional al poder, la primera ocasión que el PRI perdía la presidencia de México, Vicente Fox apeló tiempo después a una nueva estrategia para evitar las confrontaciones o reclamos por parte del poder legislativo durante la presentación del informe presidencial. A partir del Sexto Informe de Gobierno de Vicente Fox, en 2006, se terminaron los discursos desde la tribuna de San Lázaro, pues ante el desconcierto dentro del recinto y los reclamos de una izquierda que nuevamente se decía robada en otra elección presidencial, el guanajuatense simplemente se limitó a entregar su resumen en persona al presidente de la Mesa Directiva pero de manera escrita sin ocupar mayor tiempo para leerlo ante la concurrencia. y después dar un mensaje en cadena nacional. De este modo, Vicente Fox emitió el informe más corto en la historia de estos eventos oficiales. Sólo emitió 65 palabras de su último resumen administrativo, en el que culpaba a legisladores de no permitirle hablar ante la nación: “Secretarios, senadores y diputados: en cumplimiento a lo señalado por el artículo 69 de la Constitución, he asistido a este Congreso de la Unión y hago entrega del Informe correspondiente al último año de mi gestión. Ante la actitud de un grupo de legisladores que hace imposible la lectura del mensaje que he preparado para esta ocasión, me retiro de este recinto.”

Puede decirse que el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa, sucesor de Vicente Fox, fue el que enterró definitivamente la “fiesta del mandatario”. El candidato panista había comenzado su administración con serias dificultades después de una elección sumamente cuestionada en la que hasta la fecha abundan las sospechas de un fraude electoral (sobre todo cibernético), y la ceremonia de transferencia de poderes y la protesta constitucional se tuvo que realizar casi furtivamente, ante la presión de los partidos de izquierda, que reclamaban el presunto fraude electoral contra Andrés Manuel López Obrador. Con el sucesor de Vicente Fox, también surgido de la oposición, en lo que toca al informe presidencial se pasó de lo escrito entregado personalmente al Congreso a la ausencia total del Ejecutivo en el Congreso de la Unión. Luego de que Calderón siguiera el modelo de Fox, también optó por presentar su informe de manera escrita, bajo la excusa de agilizar el acto. Sin embargo, ya para su tercer año de mandato la figura presidencial ni siquiera se apareció en el recinto legislativo y envió en su lugar al titular de Gobernación. En efecto, a partir de una reforma constitucional llevada a cabo en el año 2008, el día del Informe Presidencial dejó de ser el “besamanos” y el “día del Presidente”. Fue así como desde 2008 el país dejó atrás la época cuando en el día del Informe se descansaba (era un día de descanso obligatorio) porque los mexicanos debían escuchar a su Presidente leer informes larguísimos que eran usados por el Presidente para lucirse y presumir los logros de su administración.

La introducción del nuevo formato llevada a cabo por el Presidente Enrique Peña Nieto, respondiendo a preguntas hechas por un auditorio selecto de jóvenes entregando por escrito y por separado a través de su Secretario de Gobernación el informe presidencial al Congreso, no hace sino subrayar el hecho de que se acabó (y esperamos que para siempre) la hilera interminable de políticos acomodaticios que competían entre sí para ver quién era el que más elogiaba al mandatario y por lo tanto era candidato a ser beneficiado con favores de índole política. Pero aún, con la pifia de haber invitado a México precisamente en la víspera del informe presidencial a un candidato presidencial norteamericano que ha ofendido y ha injuriado mucho a los mexicanos, dándole la categoría de jefe de estado sin serlo, casi nadie se fijó ni le dió importancia al hecho de que el primero de septiembre de 2016 era el día del informe presidencial. El informe pasó a ser un mero trámite burocrático que no llama la atención de nadie, y tal vez ni siquiera de los mismos miembros del gabinete presidencial, pasó a ser un día como cualquier otro.

El Día del Presidente, hecho para alabar y honrar al presidente, ha muerto, fuimos testigos de sus pompas fúnebres en 2008, y es hora de festinar el clavo final puesto en el ataúd del día de la humillación nacional este primero de septiembre de 2016 por el Presidente Enrique Peña Nieto. En vez de la respuesta protocolaria preparada de antemano en el Congreso con una sola voz al informe sin haber leído ni siquiera el primer párrafo del mismo, el informe ahora será desmenuzado y analizado con tiempo y con lupa, sobre todo por los diputados y los senadores de los partidos de oposición. Al morir la antigüa ceremonia de endiosamiento, podemos preguntarnos ahora seriamente: ¿cómo pudieron aguantar las generaciones anteriores la farsa del besamanos, como pudieron tolerar el ritual anual de estar elevando al Presidente a la categoría de una especie de dios en la tierra, como se pudieron prestar a semejante humillación de la dignidad republicana?

Un aspecto positivo de que el besamanos que alguna vez fue el informe de gobierno haya pasado a los libros de historia como un mal recuerdo es que los presidentes actuales no están expuestos a terminar locos. Las limitaciones que han sido impuestas a presidentes que ya no controlan a los congresos con mayorías absolutas y aplastantes, limitaciones mucho mayores que las limitaciones casi inexistentes al poder presidencial que había en los tiempos de Gustavo Díaz Ordaz, los obligan a poner los pies en la tierra y a dejar de creerse semidioses. Ya no enloquecerán como consecuencia de ejercer un poder ilimitado. Y se verán cada vez más obligados y comprometidos a guiarse por la voluntad democrática expresada en las urnas que por la voluntad presidencial propia. Esto ya es un avance. Por algo se empieza.

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