miércoles, 5 de octubre de 2016

Chistes de Catón para el Otoño 2016



Evidenciado de manera cada vez más pronunciada por la caídas de las hojas, el pasado miércoles 22 de septiembre a las 3:21 horas en la Ciudad de México empezó la temporada de Otoño, y ya empieza a refrescar con todo y pese al calentamiento global. Las tiendas ya están decoradas o están siendo decoradas en su mayoría con adornos propios para la temporada de Halloween, y ya se empieza a oler el pan de muertos junto con el chocolatito caliente o el champurrado que se se preparan en la víspera del Día de los Difuntos en México.

Nada mejor para arrancar esta temporada otoñal que una colección de algunos de los chistes de mi tocayo Armando Fuentes Aguirre “Catón”, los cuales someto a continuación a la consideración de mis lectores en rondines de chistes de veinte en veinte, así separados para facilitar un regreso a la lectura de los mismos en caso de no poderse leer todos en una sola lectura.


Rondín # 1


Todas las tardes un hombre joven llegaba a la farmacia y pedía un condón. Luego, por la noche, llegaba de nueva cuenta y pedía otro condón. Y así día tras día; dos veces diarias; de lunes a domingo. Por fin el farmacéutico le dijo: “Es muy satisfactorio para nosotros tener un cliente como usted, joven; pero, si me permite una sugerencia, ¿por qué mejor no se la plastifica?”.

Declaró Babalucas: “No soy supersticioso. Eso podría traerme mala suerte”.

El recepcionista del hotel le informó al recién llegado: “La habitación cuesta sólo 400 pesos la noche, pero usted mismo tendrá que hacerse su cama”. Replicó el hombre: “No hay problema”. “Bien –dijo entonces el del hotel dándole la llave–. En el clóset encontrará usted madera, clavos y martillo”.

 La señora le comentó a su marido cuando se iban a acostar: “Estamos hechos el uno para el otro, viejo. Tú nunca puedes y yo jamás tengo ganas”.

Un individuo acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le dijo lleno de angustia: “Doctor: a consecuencia de una enfermedad tropical mi parte de varón se llenó de agujeros. Cuando voy al baño a hacer del uno aquello es una de chisguetes que no vea usted. ¿Hay algún remedio para mi mal?”. El médico le echó una ojeada a la susodicha parte y luego le anotó al paciente una dirección en un papel. Preguntó esperanzado el individuo: “¿Me envía usted con un especialista?”. “No –respondió el facultativo–. Lo envío con un profesor de flauta. Él le enseñará cómo evitar esos chisguetes”.

Un fatigado gallo decía entre jadeos: “Hacerles el amor no es lo que cansa. Lo que jode bastante es ir tras ellas”. (Recordemos la mexicanísima jaculatoria: “¡Ay, quién tuviera la dicha del gallo, / que nomás se le antoja y se monta a caballo!”).
Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, le dijo al médico de la familia: “Doctor: mi mujer se quedó completamente afónica; no puede hablar, y me envió a pedirle una cita urgente. ¿Podría dársela, por favor, para dentro de unos cuatro o cinco meses?”.

Pepito rezaba devotamente de rodillas en su cama. “¡Por favor, Diosito! –rogaba suplicante–. ¡Haz que Tokio sea la capital de China!”. Le preguntó su padre, extrañado: “¿Por qué pides eso?”. Explicó el chiquillo. “Porque fue lo que puse en el examen”.

Un adolescente le dijo a otro: “Creo que podrías llamarme bígamo. A veces cambio de mano”.

Vehementino, robusto mozallón, ardía en deseos de la carne. Se los inspiraba Pomponona, mujer rica en atributos corporales tanto delanteros como pertenecientes a la parte posterior. El encendido joven le pedía una y otra vez a la incitante fémina la dación de sus encantos, pero ella los regateaba, experta, y negaba lo que se le pedía. Una noche Vehementino le dijo con ansiedad a Pomponona: “¡Dame la luz de tu amor!”. “Lo siento –respondió ella–. Por esta noche tendrás que usar lámpara de mano”.

La maestra le preguntó a Pepito: “¿Qué es el píloro?”. Contestó él: “Ignórolo”.
Himenia Camafría, madura señorita soltera, llegó a su casa y escuchó ruidos en la segunda planta. Subió, temerosa, y al entrar en su recámara vio que se movían las sábanas. Salió asustada de la habitación y por el celular llamó a su amiguita Celiberia. Le dijo llena de inquietud: “¡Creo que hay un hombre abajo de mi cama!”. “¡Pues súbelo, pendeja!” –fue la inmediata respuesta de la otra soltera.

Rosibel, la linda secretaria de don Algón, le aseguró al insistente vendedor: “De veras, señor, mi jefe no se encuentra en su oficina. Lo que sucede es que esta blusa se me desabotona sola”.

El barman le reclamó con enojo al cliente que acababa de llegar: “¡No mire así a esa señora! ¡Es mi esposa!”. Contestó el sujeto: “No la estoy mirando”. “¡Claro que sí! –profirió el cantinero–. ¡Desde que llegó no le ha quitado la vista del trasero!”. “Está usted equivocado, señor mío –dijo muy digno el individuo–. Soy un caballero; la conducta que usted me atribuye  me es desconocida”. “¡Y todavía se atreve a negarlo! –ardió en cólera el de la cantina–. ¿Acaso me toma por imbécil? ¡No ha quitado usted los ojos del trasero de mi mujer!”. “Vuelvo a decirle que se equivoca –repitió el tipo–. De ninguna manera estaba viendo el trasero de su esposa. Yo tenía la mirada perdida; me ocupaban profundos pensamientos. Es más: ya no me esté molestando. Sírvame un teculo doble”.

Jactancio, individuo presuntuoso, le dijo con orgullo a su compadre: “¿Verdad, compadrito, que mi señora se viste muy bien?”. “Sí –admitió el otro–. Pero muy despacio”.

Los amigos que andaban de parranda subieron al automóvil en que iban. Le dijo uno a otro: “Maneja tú, Briagoberto. Andas demasiado borracho para cantar”.

Una señora pidió en la farmacia: “Quiero píldoras anticonceptivas para calmar los nervios”. El apotecario le indicó: “Las píldoras anticonceptivas no son para calmar los nervios”. “Claro que sí son –afirmó la señora–. Cuando mi hija va a salir con un muchacho hago que se tome la píldora, y eso me calma los nervios”.

Don Añilio, caballero de edad madura pero todavía con humos de tenorio, le preguntó a una linda chica: “¿Te gusta la primavera?”. “Me encanta” –respondió ella. “Entonces nos vamos a entender muy bien –sonrió don Añilio–. Yo tengo 75”.

El hermano mayor de Pepito llevó a cierta amiga suya al romántico paraje llamado el Ensalivadero, en el cual las parejitas solían entregarse a ardientes efusiones que más tendían a lo erótico que a lo sentimental. El muchacho no advirtió que Pepito había subido al coche antes que él y se había quedado dormido en el asiento trasero. Despertó el chiquillo cuando su hermano y la chica que iba con él llegaron al Ensalivadero. Sin siquiera una conversación previa, y menos aún sin el foreplay de besos, caricias y arrumacos diversos que deben preceder al acto del amor a fin de obtener de él mayor disfrute y no convertirlo en mera acción mecánica (nota: tampoco como mera acción mecánica ese acto está tan mal), el hermano de Pepito le preguntó a la muchacha con laconismo estólido: “¿Sí o no?”. Respondió ella, terminante: “No”. “Entonces –le dijo el majadero– te vas a pie a tu casa”. Y así diciendo abrió la puerta del coche, hizo bajar a la chica y arrancó luego perdiéndose en las sombras de la noche. Pepito vio aquello sin ser visto por el muchacho. Y ¡ah, deleznable naturaleza humana! Bien dicen los italianos: Un male tira l’altro. Un mal trae consigo otro. Pepito buscó seguir el ejemplo de su hermano. Al día siguiente invitó a su pequeña vecina Rosilita a ir con él a dar una vuelta en su triciclo. La llevó al parque cercano y ahí le preguntó con el mismo tono de Casanova que su hermano. “¿Sí o no?”. La niña no entendió aquello, pero como tenía actitud positiva ante la vida respondió con una gran sonrisa: “Sí”. Eso sacó de onda a Pepito. Se rascó la cabeza, confuso, y luego le dijo a Rosilita: “Bueno, supongo que entonces tú te llevas el triciclo y yo me voy a pie a mi casa”.

“Tengo remordimientos –le confió Dulciflor a Rosibel–. Anoche dejé que mi novio me pusiera la mano en la rodilla”. Dijo Rosibel: “Mis remordimientos están 40 centímetros más arriba”.

Simpliciano, muchacho candoroso, le pidió con anheloso acento a Pirulina, muchacha sabidora: “¿Lo hacemos, Piru? ¿Eh? ¿Lo hacemos?”. Replicó ella, impaciente: “Una pregunta idiota más como ésa y me saldré de la cama, me vestiré y me iré de tu departamento”.

Doña Tebaida Tridua, lo sabemos, es presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías. Considera que su misión en la vida es impedir que su prójimo la goce, e impone entonces sus criterios de moral a los demás. Esta columna, con todo y su insignificancia, se ve en problemas muchas veces con la ilustre dama. En estos días, por ejemplo, el autor sometió a la consideración de la señora Tridua el cuentecillo llamado “Inequidad”. El solo nombre del relato suscitó la suspicacia de la aspérrima censora, quien además de negar su Nihil Obstat a la publicación de la historieta hizo pagar al escritor una cuenta de farmacia por un frasco de granos de cachunde que doña Tebaida hubo de consumir a fin de mitigar el malestar de estómago que le causó la lectura del tal cuento. Y ¿qué historieta es ésa? Léanla mis cuatro lectores al final… .Viene ahora el execrable cuento llamado “Inequidad” que provocó las iras de doña Tebaida Tridua. Las personas con tiquismiquis de moral deben evitar leerlo. En su lugar pídanle a alguien que se los lea… Los papás de Pepito veían la tele mientras el niño de cinco años y su hermanito de cuatro jugaban en la alfombra. De súbito el señor y la señora sintieron al mismo tiempo rijos amorosos. Él le hizo una discreta seña a ella y ambos se levantaron del sillón para ir a la recámara. Les dijo el papá a los chamaquitos: “Sigan jugando, hijos. Su mamá y yo vamos a descansar un rato antes de la cena”. Se encaminaron a su cuarto entonces, aunque no precisamente a descansar. Como tardaban en volver subió Pepito. La puerta de la alcoba estaba cerrada, pero se asomó, curioso, por el ojo de la cerradura. Volvió rápidamente a donde estaba su hermanito y le pidió que fuera con él a la recámara de sus papás, pues quería mostrarle algo. Mientras lo llevaba de la mano por la escalera le dijo al pequeñín: “Sólo quiero que tomes en cuenta que la mujer a la que en seguida vas a ver es la misma que nos da nalgadas a nosotros porque nos chupamos el dedo”.


Rondín # 2


Terminó el trance erótico y ella se echó a llorar. “¡No sabía lo que estaba haciendo!” –gimió llena de congoja. “Me extraña que digas eso –replicó él–. Lo hiciste bastante bien”.

En la cantina dos solitarios individuos se embriagaban concienzudamente, cada uno en un extremo de la barra. El tabernero, compasivo como todos los de su oficio, le preguntó al primero: “¿Por qué bebe así, amigo?”. Contestó el lacerado: “Mi mujer se fue con otro”. “Y usted, amigo –se volvió hacia el segundo–,  ¿por qué se emborracha en esa forma?”. Respondió el tipo: “Yo soy el otro”.

El niñito le reclamó a su madre: “¿Por qué amarraste a Famulina?”. Famulina era la joven y linda criadita de la casa. A la señora le sorprendió la acusación. Le dijo al niño: “No hice tal cosa. ¿Por qué piensas que amarré a Famulina?”. Explicó el pequeñín: “Porque oí que le decía a mi papá: ‘Suélteme, señor; suélteme’”.

No diré que Taisia era ninfómana. Eso sería dar carácter patológico a lo que era sólo un apetito erótico ligeramente exagerado. Lo cierto es que esta joven recién casada le pedía una y otra vez a su marido el cumplimiento de sus deberes conyugales. Había descubierto los goces de himeneo, y tanto le gustaron que a mañana, tarde y noche demandaba la repetición de ese deliquio placentero. A resultas de eso el infeliz Pachito –tal era el nombre del esposo– andaba feble y agotado, sin fuerzas casi para tenerse en pie. Una noche, tras terminar la tercera demostración de amor –de la noche, no del día–, Taisia le dijo a su exangüe galán  “La próxima semana cumpliremos un mes de casados, amorcito. ¿Qué quieres para nuestro aniversario?”. Con una sola palabra respondió Pachito: “Llegar”.

Si los infantes disfrutan la infancia ¿por qué los adultos no hemos de disfrutar el adulterio? Tal es el sofístico argumento que esgrime Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, para justificar sus desvíos maritales. No toma en cuenta el zorrastrón que su esposa puede emplear esa misma especiosa sutileza para ponerle el cuerno, y más en estos tiempos de equidad de género, en que el hombre propone y la mujer dispone. El caso es que una mañana Afrodisio se estaba refocilando con una señora casada en el domicilio de la pecatriz. Siempre he pensado que para todo hay hora, y las de la mañana deben dedicarse al trabajo fecundo y creador, pero reconozco que para los goces de la vida todo tiempo es bueno, ya se hable del día, ya se hable de la vida. Evoco aquí la frase que alguna vez leí inscrita en la piedra de un reloj de sol: Horas non numero nisi serenas. Sólo cuento las horas  sin nubes. Así deberíamos hacer con los recuerdos: conservar solamente los felices, y alejar en lo posible las memorias tristes. Advierto, sin embargo, que estoy perdiendo el hilo del relato. Vuelvo a él. Entregado estaba el tal Pitongo a su ilícito connubio cuando he aquí que entró el marido de la liviana fémina. En ese momento el reloj marcaba las 10 de la mañana. “¡Es usted un canalla!” –le dijo el coronado esposo al follador. “Y usted, señor mío –respondió muy digno Afrodisio–, es un irresponsable. A esta hora debería estar en la oficina”. “Lo que sucede –se justificó el hombre–, es que me atacó una jaqueca muy fuerte, en la cabeza para colmo, y el gerente me dio permiso de venirme a mi casa, a condición de que la próxima cefalea no me dé en el curso de la jornada laboral”. “Entiendo –concedió Pitongo–. Debe usted dar gracias por tener un jefe tan considerado”. “Así es –reconoció el marido–. El día de mi cumpleaños me llevó un pastel de almendras, que es el que más me gusta”. “Lo tendré en cuenta para cuando se ofrezca traerle un regalito” –prometió Pitongo. “Es usted muy amable –agradeció el mitrado–. Su gentileza, sin embargo, no hace menos grave su falta”. Se volvió en seguida hacia su esposa y le dijo: “Y tú, vulpeja inverecunda, ¿puedes justificar tu proceder?”. “Claro que sí –respondió ella–. ¿Cómo podía yo saber que te iba a dar la jaqueca? La próxima vez que eso suceda avísame que vienes a la casa –para eso está el teléfono o el wachap–, y te aseguro que no me volverás a sorprender en esta situación. Soy respetuosa de mis deberes de casada”. Pitongo hizo uso de la voz. Dijo: “Como ve usted, amigo mío, todo esto se debió a un lamentable malentendido. Aclarada ya la situación le ruego únicamente que salga unos momentos de la alcoba para poder vestirme y retirarme luego”. El otro frunció el ceño, receloso: “¿No aprovechará usted mi salida para seguir yogando con mi esposa?”. “¡Me ofende usted! –protestó con energía Pitongo–. Soy un caballero. Frecuentemente”. “Perdone mis sospechas –se disculpó el marido–. Pero usted entenderá: en las actuales circunstancias…”. “Está usted disculpado –le contestó, magnánimo, el galán–. Y ahora, si es tan amable, salga por favor”. Salió, apenado, el hombre. Y me resisto a narrar lo que pasó después. Afrodisio no cumplió su promesa. Tan pronto el incauto marido salió de la alcoba volvió otra vez a su ejercicio adulterino con la colchonera. A veces pienso que exageran quienes hablan de la pérdida de los valores en nuestra sociedad, pero en presencia de hechos como los que he narrado me veo constreñido a darles la razón. Es cierto: la decadencia de Occidente está a la vuelta de la esquina.

Al empezar la noche de las bodas el anheloso novio se tendió nerviosamente en el tálamo nupcial. Vestía la piyama de seda azul celeste que su mamá le había comprado para la ocasión, con sus iniciales bordadas a mano –las de la mamá–, pero eso no le quitaba el nerviosismo. Salió del baño su flamante mujercita. Iba cubierta por una vieja bata de cretona floreada y calzaba unas pantuflas de peluche en forma del famoso gato Garfield. Se quitó la muchacha la peluca rubia que usó a lo largo del noviazgo; se sacó los pupilentes que daban a sus ojos el color de la jacaranda en flor; se despojó de los rellenos que le permitían lucir galas de tetamen que en verdad no poseía, e hizo lo mismo con ciertos complementos glúteos que ponían en su parte posterior atractivas redondeces, pero mentirosas. Finalmente metió en un vaso con agua la placa dental que imitaba su perfecta dentadura. “¡Santo Cielo! –exclamó el tribulado novio–. ¿Qué no tienes nada natural?”. “Sí –respondió ella–. Un hijo”.

Le confió Susiflor a Rosibel. “Me da muy mala espina ese psiquiatra. Tiene diván matrimonial”.

Entremos sin llamar en la oficina de don Algón. Lo que veremos nos dejará patidifusos, turulatos: el salaz ejecutivo se halla tendido en decúbito dorsal, o sea, de espaldas, en la alfombra. Sobre él, a escarramanchones, está su linda secretaria Rosibel. ¿Qué significa eso de “a escarramanchones”? Quiere decir a horcajadas, en la posición que los americanos llaman woman on top o cowgirl. Oigamos ahora lo que con expresión extática le dice don Algón a la bella muchacha: “¡Tenía usted razón, señorita Rosibel! ¡Hay cosas que usted puede hacer y la computadora no!”.

Seguramente no pasará mucho tiempo sin que escuchemos al viajar en jet este anuncio: “En el poco probable caso de una pérdida de presión, las mascarillas de oxígeno caerán automáticamente. Tome la más cercana; colóquela sobre nariz y boca, y para activar el flujo de oxígeno simplemente inserte su tarjeta de crédito”.

 A este pobre señor le dicen “El unicornio”. Su mujer lo hace medio pendejo.

La señora le dijo a su comadre: “Me molesta mucho la costumbre que tiene mi marido, de darse la vuelta cuando terminamos de hacer el amor y ponerse a roncar. Voy a decírselo”. “Evítese la molestia, comadrita –le aconsejó la otra–. A mí me hace lo mismo; hablé con él, y fue como hablarle a la pared”.

El manager del boxeador Babalucas se quedó estupefacto cuando lo vio en el vestidor minutos antes de la pelea: el púgil lucía una vaporosa prenda femenina de encaje y seda. “¿Qué esto, Kid Babas? –le preguntó asombrado–. ¿Por qué estás vestido así?”. Explicó el tonto roque: “Usted me dijo que iba a entrar en la pelea de fondo”.

Dos recién casadas compartieron sus respectivas experiencias en la noche de bodas. Dijo una: “Veremundo manejó todo el día. Cuando llegamos al hotel inmediatamente se tiró en la cama y se durmió al segundo”. Dijo la otra: “Lo mismo le pasó a Leovigildo; pero él se durmió al tercero”.

Don Astasio llegó a su casa después de su cuidosa jornada de 10 horas de trabajo como tenedor de libros. Colgó en la percha el saco, el sombrero y la bufanda que usaba aun en los días de calor canicular y encaminó sus pasos a la alcoba a fin de reposar unos momentos su fatiga antes de la cena. Lo que vio ahí lo dejó suspenso y sin ánimos para cenar: su esposa Facilisa estaba en el lecho conyugal apichonada con un desconocido, un individuo chiquilicuatro, chaparro y esmirriado, que al estar en la posición del misionero sobre su conchabada, mujer en buenas carnes y de estatura procerosa, parecía lagartija en peña, si me es permitido ese atrevido símil. El enojo de don Astasio fue tan grande que ni siquiera tuvo la calma necesaria para ir a buscar la libreta en la cual anotaba voquibles denostosos para abaldonar a su mujer en tales ocasiones. Sólo acertó a decirle un adjetivo adocenado: “¡Infiel!”. Respondió, tranquila, doña Facilisa: “Medio infiel solamente, marido. Te ruego que repares en la corta estatura del señor”.

Afrodisio Pitongo invitó a su amigo Cástulo a ir a un lupanar o mancebía. “No, gracias –declinó él–. Ni siquiera puedo acabarme lo que tengo en mi casa”. Dijo Afrodisio: “Entonces vamos a tu casa”.

Dulcilí, muchacha ingenua, les anunció a sus papás que estaba un poquitito embarazada. “¿Cómo?” –exclamó desolada su mamá. “El cómo ya me lo imagino –rebufó el padre–. Lo que quiero saber es el con quién”.

Hablando de un hecho consumado dijo alguien: “A lo hecho pecho”. “Sí –confirmó solemnemente Babalucas–. O si no, biberón”.

La futura madre quiso conocer la carta astrológica de su bebé. Para tal fin acudió a la consulta de una astróloga. Le preguntó la mujer: “¿Bajo qué signo concebiste a tu criatura?”. Le informó la muchacha: “Bajo uno que decía: ‘No pise el césped’”.

La señora Mo Bydick, robusta dama, fue a comprarse un vestido. La encargada de la tienda le mostró uno, y le indicó dónde estaba el vestidor para que se lo probara. Poco después apareció doña Mo. Le preguntó la vendedora: “¿Le quedó el vestido, señora?”. “No sé –respondió ella, apenada–. El vestidor no me quedó”.

Susiflor regresó de su luna de miel. Una amiga le comentó: “Se ve que estás feliz”. Contestó la recién casada: “Más felices aún están mis piernas”. “¿Tus piernas? –se extrañó la amiga–. ¿Por qué?”. Explicó Susiflor: “Están acostumbradas a estar juntas, y estas dos semanas estuvieron casi todo el tiempo separadas”.


Rondín # 3


En la puerta del Cine Coloso la chica le dijo muy molesta a su galán: “No te hagas el tonto, Fecundino. En mi mensaje te pedí que me llevaras al gine-cólogo”.

“Acúsome, padre, de que anoche hice el amor con Bellizia Buené”. Así le dijo aquel hombre en el confesonario al padre Arsilio. “Dime –preguntó el sacerdote–. Esa Bellizia con la que tuviste trato de fornicio, y además adulterino, pues sé que eres casado, ¿es esa hermosísima mujer recién llegada al pueblo, que tiene el rostro de Gene Tierney, el cabello de Maureen O’Hara, los ojos de Elizabeth Taylor, los pómulos de Lauren Bacall, los labios de Sophia Loren, la nariz de Kim Novak, el cutis de Grace Kelly,  el cuello de Audrey Hepburn, el busto de Jayne Mansfield, la cintura de Gina Lollobrigida, las caderas de Marilyn Monroe, las piernas de Cyd Charisse y los pies de Ava Gardner?”. “Así es, padre –respondió el que se confesaba–. Y la voz de Barbara Stanwyck. No sé cómo una mujer de hermosura tal me favoreció con sus encantos, a mí, entre todos los hombres. Se me ofreció, regalo inesperado de la vida, y yo la tomé y la disfruté como a fruto prohibido. Pequé, padre; no pude resistir la tentación. Fui consenciente. Gocé a plenitud el cuerpo de esa ninfa, náyade, dríade, nereida; de esa sirena de inefable belleza que me brindó la mejor noche de mi vida, cuyo recuerdo habrá de acompañarme para siempre. Vengo ahora de rodillas ante usted, padre, a confesar mi culpa y pedirle que me absuelva”. “No puedo hacerlo, hijo –respondió, severo, el sacerdote–. No puedo darte la absolución”. “¡Por favor, señor cura! –rogó el hombre–. Necesito que me absuelva. Mi hijita va a hacer hoy su primera comunión, y debo comulgar”. “Pues ya te digo –repitió el confesor–. No puedo absolverte”. “¿Por qué, padre?” –inquirió con angustia el penitente. Replicó don Arsilio: “Porque para recibir la absolución el pecador debe mostrar una contrición sincera, ¡y estoy seguro de que tú no estás arrepentido, grandísimo suertudo!”.

El amigo del escritor le preguntó: “¿Cómo te ha ido?”. “No muy bien –repuso el pendolista–. Pero al menos el próximo mes tendré para comer. Vendí tres artículos”: “¿De veras?” –se interesó el amigo. “Sí –contestó el escritor–. La pluma, el anillo y el reloj”.

Dulcilí, muchacha ingenua, mostraba las evidentes señas de un próspero embarazo. Relató: “Mi novio Anselio es fotógrafo, y me dijo que me iba a hacer una ampliación. ¡Nunca pensé que sería ésta!”.

Doña Macalota, la esposa de don Chinguetas, regresó de un viaje antes de lo esperado y sorprendió a su casquivano marido en el lecho conyugal en compañía no de una mujer, sino de dos: una morena con pasión de trópico y una rubia de languidez boreal. Al ver aquel ilícito ménage à trois doña Macalota prorrumpió en dicterios: “¡Truhán, bellaco, pícaro, bergante, patán, tunante, pillo, perillán!”. Hizo una pausa y continuó: “¡Y ustedes, furcias, maturrangas, pelanduscas, soletas, sincalzones, mosconas, calientacamas, mundarrias, peladas del colchón!”. “¡Ah, mujer! –protestó en tono de reproche don Chinguetas–. Si traigo amigos a la casa te enojas. Si traigo amigas te enojas también. ¿Quién te entiende?”.

Don Valetu di Nario, senescente caballero, hizo construir en su casa una estructura de madera para sostener una parra que tenía en el jardín, cuyos pámpanos formaron así una agradable sombra. Le dijo a Himenia Camafría, célibe madura: “Querida señorita: la invito a ir a mi casa. Ahí le mostraré mi pérgola”. “¡Por Dios, amigo mío! –se ruborizó ella–. ¡Soy una mujer decente!”.

En el bar le preguntó Afrodisio a la muchacha: “¿Cuántas copas se necesitan para ponerte beoda?”. “Con tres tengo –respondió ella–. Pero no me llamo Beoda”.

El doctor Wetnose, reputado ginecólogo, examinó cumplidamente a su paciente. Salió y le dijo al marido de la mujer: “No me gustó nada el aspecto de su esposa”. “Bueno, doctor –razonó el tipo–. Lo que le vio usted no es su mejor ángulo”.

La señorita Peripalda, catequista, se estaba confesando con el padre Arsilio. “En la noche –relató– me asaltan malos pensamientos y tentaciones de la carne”. Manifestó el buen sacerdote: “Esas son cosas del enemigo malo. Para luchar contra ellas asperja tu lecho con agua de San Ignacio. Así huirán esos mórbidos pensamientos y se alejarán de ti las insanas tentaciones”. “Pero, padre –se preocupó la señorita Peripalda–. ¿Y luego si ya no regresan?”.

Tirilita, muchacha adolescente, le dijo a su papá: “Quiero saber algo a propósito del sexo”. Tosió el señor, turbado, y le indicó a la chiquilla: “Habla con tu mamá”. “No –respondió Tirilita–. No quiero saber tanto”.

Praxila, joven mujer con gran sentido de la realidad, le dijo a su novio Leovigildo que si quería casarse con ella tendría que juntar primero la suma de 500 mil pesos, cantidad que ella consideraba apenas suficiente para iniciar la vida de casados. Una noche, sin embargo, fueron los dos al romántico paraje llamado el Ensalivadero, al cual acudían las parejitas para entregarse a sus efusiones amorosas. Ahí, a la luz de una Luna coruscante y con acompañamiento de lo que parecía canto de grillitos, pero que en verdad era ruido de zippers que se abrían, Praxila y Leovigildo llegaron no sólo a la tercera base, sino a home. En medio del deliquio final le preguntó ella a él entre jadeos: “¿Cuánto dinero has juntado, mi amor?”. Respondió él acezando también: “300 pesos, vida mía”. “Casémonos entonces –concluyó Praxila–. Ya te falta poco para completar el medio millón”.

El príncipe de Gales visitó Fidji a principios del pasado siglo. Las bellas isleñas recibieron el encargo de formar valla para recibirlo, pero como acostumbraban llevar el busto al aire –quiero decir que andaban topless– el Gobernador les pidió que se lo cubrieran a fin de no faltar al decoro del ilustre visitante. Así lo hicieron las hermosas jóvenes: al tiempo que el príncipe iba pasando se alzaban las faldas para taparse el pecho, aunque al hacerlo destapaban otra parte de mayor reserva. Con eso quiero decir que la moral es cosa relativa.

Solicia Sinpitier, madura señorita soltera, le preguntó al gerente de la tienda: “¿Hoy es la venta de empleados?”. “Así es” –contestó el funcionario. Pidió la señorita Sipitier: “Quiero aquel alto, moreno, de bigotito”. (De milagro no le preguntó el gerente: “¿Se lo envuelvo o se lo lleva puesto?”).

Tras de la pérdida del paraíso Adán vio venir a Eva con una manzana en la mano. “¿Otra manzana? –se espantó–. ¿No escarmentaste con la primera?”. Respondió Eva: “Ésta no es para ti. Es para el gorila”.

Viene ahora el cuento que doña Tebaida Tridua reprobó… Afrodisio Pitongo le contó a su amigo Libidiano: “Conocí a una muchacha extraordinaria. Tiene tanto pelo que se hace cola de caballo”. Dijo Libidiano: “Muchas mujeres se hacen cola de caballo”. Replicó Afrodisio: “No te dije dónde se la hace”.

Al mudito del pueblo le preguntaron su nombre. El muchacho encendió un cerillo y se lo acercó a la parte posterior de su cuerpo. Su mamá tradujo: “Dice que se llama Luciano”.

Doña Macalota supo sin lugar a dudas que su calamocano esposo, don Chinguetas, andaba de picos pardos con una mujerzuela. Le reprochó su infame proceder que –sollozó– “hacía traición a la fe que él le había jurado al pie del ara cuando le dio el dulcísimo título de esposa”. Don Chinguetas le pidió comprensión. Dijo: “Son efectos de la juventud”. “¡Tienes 70 años, maldecido! –clamó doña Macalota pasando sin transición del gemiqueo al rebudio–. ¿Cuál juventud?”. “La de ella” –completó el tarambana.

La linda chica le dijo a su pareja: “Bailas muy bien, Astero”. “Gracias –respondió él–. Es que tomé un curso de baile”. Continuó ella: “Y pones en tu manera de bailar un sello distintivo”. Explicó Astero: “Es que el curso era por correspondencia”.

Rosilita, la pequeña vecina de Pepito, le contó: “A mí me trajo la cigüeña; a mi hermanito lo encontró mi mami entre las hojas de una col, y a mi hermanita la encargó a París”. Pepito le preguntó, intrigado: “¿Qué tus papás no saben follar?”.

Los cazadores discutían cuál es el animal de peor carácter en la naturaleza. Uno dijo que era el monstruo de Gila. Otro opinó que el dragón de Komodo. Un tercero mencionó al búfalo africano. Don Huberto declaró que el animal más hosco del planeta es el Enka Bronado. Describió: “Tiene la cabeza 10 veces más grande que el resto de su cuerpo, tanto que su peso le impide subir sobre la hembra”. Inquirió uno: “¿Cómo celebra entonces el acto natural?”. “No lo puede celebrar –replicó don Huberto–. ¿Por qué creen que se llama como se llama?”.


Rondín # 4


Dos lindas chicas caminaban por la playa. Una iba completamente en peletier, quiero decir desnuda, corita, nuda, destocada. La otra cubría sólo su intimidad más íntima con un brevísimo trozo de tela. El gendarme de punto las detuvo y las llevó ante el juez. A la que iba completamente en cueros el letrado le impuso una multa de 50 pesos. A la que llevaba el trocito de tela la multó con 500. “¡Oiga! —clamó ésta—. ¿Por qué a mí me multa con 500 pesos, si llevo cubierto aquello, y a mi amiga, que lleva todo al descubierto, le cobra nada más 50?”. Razonó el juzgador: “50 pesos es la multa por faltar a la moral. 500 es lo que debe pagar la persona que oculta un artículo de primera necesidad”.

Don Nacario, nuevo rico, asistió a una cena de gala que ofreció doña Panoplia de Altopedo, dama de buena sociedad. En el curso del ágape comentó la anfitriona: “Las Amigas del Bosque compramos dos góndolas para el lago de Chapultepec”. Acotó don Nacario: “Hubieran comprado una góndola y un góndolo. A lo mejor se habrían reproducido”.

La señorita Peripalda, catequista, lo contó al padre Arsilio un lindo sueño que había tenido la noche anterior: “Soñé que en el Cielo había una gran fiesta a la que asistieron todos los santos. Ahí andaba San Pedro; andaba San José; andaba Santa Lucía; andaba San Antonio… Andaba hasta la Madre Teresa”. “¿Santa Teresa? —se azoró el padrecito—. ¡Caramba, no le conocía a la abulense esa afición etílica!”.

Eglogio, mozo campesino, casó con Bucolina, zagala del lugar. Ni siquiera había pasado un mes del desposorio cuando la llevó a devolver a sus papás. “¿Por qué la tráis?” –quiso saber el padre de la joven. Contestó, mohíno, Eglogio: “Porque la encontré indiferente”. “¿Cómo indiferente?” —preguntó el genitor. “Sí —explicó Eglogio—. In-diferente cama”.

La esposa del diablo le dijo a su marido: “Me preocupa Luzbelito, viejo. Dice que todas las noches sueña con los angelitos”.

Sor Bette, la ecónoma del convento de la Reverberación, llevó a las novicias a comprarles abrigos, pues se acercaba la estación hiemal. Así dijo la reverenda por decir que estaba próximo el invierno. La encargada de la tienda le mostró dos tipos de abrigos. “Éste —le dijo— es de lana común. Cuesta 500 pesos. Este otro es de lana virgen. Cuesta mil”. Sor Bette se volvió a las novicias y les dijo llena de alegría: “¿Lo ven, niñas? ¡La virtud paga!”.

Hay varios modos en que un galán puede acercarse a una chica. Le puede decir, por ejemplo: “Me gustaría besarte apasionadamente, y luego ir elevando mis besos hasta llegar a tu cintura”… O bien: “Perdí mi número telefónico. ¿Puedes prestarme el tuyo?”… O si no: “Vayamos a mi departamento y hagamos lo que de cualquier manera les contaré a mis amigos que hicimos”… Todas esas formas de galanteo tienen algo de ingenioso. La que ningún ingenio muestra, sino antes bien salacidad insinuativa, es la que suele usar Afrodisio Pitongo. Les dice a las muchachas: “¿Acostumbras dormir sobre tu estómago? ¿No? ¿Me permites que yo lo intente?”.

Comentaba una chica a quien le preocupaba su tendencia a engordar: “Algunas personas tienen miedo a las alturas. Yo les temo a las anchuras”.

En el bar un individuo le preguntó a otro: “¿Traes fotos de tu esposa desnuda?”. “¡Claro que no!” —se atufó el otro. Aventuró el primero: “¿Me compras unas?”.

El amigo de Babalucas le dijo: “Ya sé que vas disfrazado de pirata, pero el parche no se lleva en los dos ojos”.

Un forastero entró en la cantina de aquel apartado pueblo de pastores de ovejas y pidió una copa de vino blanco. Todos se volvieron a verlo, curiosos y amenazantes. Le preguntó el de la taberna: “¿De dónde viene, amigo?”. Respondió el visitante: “De la Capital”. Inquirió el cantinero: “Y ¿a qué se dedica?”. Contestó el otro: “Soy taxidermista”. “¿Qué diablos es eso?”. “Monto animales”. Al oír eso el tabernero se vuelve hacia sus parroquianos y les dice con una gran sonrisa: “¡No hay problema, muchachos! ¡Es uno de nosotros!”.

Un marino se presentó en la consulta del doctor Ken Hosanna y le dijo: “Cuando en el barco me acuesto por la noche experimento síntomas extraños. Si me acuesto boca arriba me molesta el estómago. Si me acuesto del lado derecho me molesta el riñón. Si me acuesto del lado izquierdo me molesta el hígado”. Sugirió el facultativo: “¿Por qué no se acuesta bocabajo?”. “¡Oh no! —se asustó el hombre—. ¡Entonces me molestarían los demás marinos!”.

Doña Macalota le pidió a don Chinguetas: “Necesito dinero para comprar otra plancha”. “¿Otra plancha? —replicó el cutre—. Ya tienes una ¿no?”. “Así es —admitió la señora—. Pero lo pasa lo mismo que a ti”. “¿Qué le pasa?” —se amoscó don Chinguetas—. Replicó doña Macalota: “Tarda mucho en calentarse; muy pronto se le quita lo caliente, y le falla la resistencia”.

Un joven estudiante de Medicina atendía pacientes en su casa. Su vecina, una guapa mujer, le advirtió: “Ten cuidado. Un día te va a traer consecuencias eso de estar ejerciendo la Medicina sin licencia”. Poco después el futuro médico y la dama se vieron en ocasión de trance erótico. Antes le preguntó él: “¿Estás tomando la píldora?”. Respondió ella: “No”. Le dijo entonces él: “Ten cuidado. Un día te va a traer consecuencias eso de estar ejerciendo la licencia sin medicina”.

Don Pinino y don Rugacio, ancianos señores, se toparon en la calle. Preguntó don Pinino: “¿Cómo estás?”. “Muy mal —se quejó don Rugacio—. Padezco ciática, lumbago, reumatismo, coxalgia, artrosis, gota, osteomalacia, neuritis, raquitismo y descalcificación. Y tú ¿cómo estás?”. Replicó el otro: “Como un bebé”. “¿De veras?” —se admiró don Rugacio. “Sí —confirmó don Pipino—. Pelón, sin dientes, y me acabo de hacer pipí”.

La cantina del barrio estaba abarrotada cuando entró un gigantesco individuo de rostro fiero y musculatura lacertosa. Se plantó en medio del local y paseando una mirada amenazante por los parroquianos dijo con voz de trueno: “¡De aquí a la pared de la derecha todos son unos maricones!”. Hizo una pausa y luego preguntó: “¿Alguien tiene algo qué decir?”. Nadie abrió la boca. Continuó el toroso farfantón: “¡Y de aquí a la pared de la izquierda todos son unos pendejos!”. Tras otra pausa desafió: “¿Alguien tiene algo qué decir?”. Un pequeño señor de esa sección se levantó de su asiento. “¿Qué? —rugió el temible barbaján—. ¿Usted tiene algo qué decir?”. “No —respondió con voz feble el señorcito—. Parece que estoy en el lado equivocado”.

Pepito iba a entrar en la escuela, y su papá lo instruyó sobre la manera correcta de hacer pipí, por si se le ofrecía ahí. Le dijo: “Debes seguir, en orden, estos pasos: 1-. Bájate el zipper. 2-. Saca tu cosita. 3-. Haz pipí. 4-. Sacude tu cosita. 5-. Guarda tu cosita. 6-. Súbete el zipper. 7-. Lávate las manos”. El primer día de clases Pepito le pidió permiso a la maestra de ir “a los cuartitos”. Como tardó más de lo debido en regresar la profesora fue a buscarlo. Tras la puerta del cuartito oyó que Pepito estaba diciendo: “¡Cuatro, cuatro, cuatro…!”.

Doña Aflictivia hizo que su marido la acompañara a consultar a la doctora Wetfingers, conocida uróloga. Le dijo: “Mi marido está excesivamente desproporcionado en la parte correspondiente a la entrepierna, y eso me causa indecibles trastornos y fatigas”. La doctora hizo que el hombre se descubriera, y con un lápiz le movió la mencionada parte. Luego le dijo a la señora: “No advierto en su marido ninguna desproporción o exceso”. “¡Claro! –respondió con molestia la mujer-. Usted lo está toreando con el lápiz. ¡Toréelo con las pompas, pa’ que vea!”.

Don Crésido era inmensamente rico: tenía mucho dinero. Don Crésido era inmensamente pobre: no tenía nietos. Una noche invitó a sus hijas e hijos a cenar, y les pidió que llevaran a sus maridos y mujeres. Cuando estuvieron todos juntos el dineroso señor dijo en la mesa: “Mi esposa y yo estamos muy tristes, pues no tenemos nietos. Todos nuestros amigos son abuelos ya, y nosotros no conocemos esa dicha. He decidido darle un millón de dólares al primero de ustedes que nos regale un nieto o una nietecita. Ahora demos gracias a Dios por nuestros alimentos”. Inclinó la cabeza para decir la oración. Cuando la levantó se vio solo en la mesa con su esposa.

Aquel señor era tan viejo que cuando pedía en el restorán unos huevos tres minutos lo hacían que pagara por adelantado.


Rondín #  5


Un individuo llegó a la cantina llevando consigo una jerga muy grande y una canasta con muchos quesos. Ofreció su mercancía al tabernero. Éste le preguntó: “¿Por qué vende esas cosas tan distintas, quesos y jerga?”. Explicó el sujeto: “Una vez encontré una lámpara y la froté. Se me apareció un genio y me dijo que pidiera dos deseos. Le pedí muchos pesos y una muy grande. El genio no oía bien”.

Don Alfayate le confió a su amigo: “Estoy preocupado. Sorprendí a mi hijo haciendo el amor con mi mejor modelo”. Razonó el amigo: “Tu muchacho tiene 20 años. Eso es algo muy propio de su edad”. Precisó don Alfayate: “Fabrico ropa de hombre”.

Después de la batalla el soldado Babalucas le informó lleno de orgullo a su sargento: “Hice un prisionero”. Preguntó el sargento: “¿Dónde está?”. Respondió Babalucas: “No quiso venir”.

La tortuga macho le dijo a la hembra: “¿En tu concha o en la mía?”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, invitó a don Calendárico, senescente caballero, a que la visitara en su casa. Ahí le ofreció una merienda que consistía –dijo ella– en “una tacita de té y unas pastitas”. El té era de zacate de limón y las pastitas eran galletas marías. Sé que es de mala educación hablar de la edad de las personas. La señorita Himenia rondaba la cincuentena –tenía ya varios años rondándola–, en tanto que don Calendárico era septuagenario, aunque se adivinaba que tenía aún pedacitos aprovechables. La prueba –lo digo aquí entre nos, sin que se entere la señorita Himenia– es que las beneméritas pastillas que la farmacopea moderna ha puesto a disposición de los varones lo ponían en aptitud de visitar todos los jueves a cierta señora que lo recibía con cálida hospitalidad a cambio de un modesto obsequio pecuniario que el visitante le dejaba discretamente en su bolso antes de despedirse de ella. El trato entre la señorita Himenia y don Calendárico, si bien puramente amistoso, no dejaba de tener cierto matiz de flirteo que ambos disfrutaban por igual. En aquella ocasión la anfitriona y su invitado conversaron acerca de temas que les eran familiares: las canciones del maestro Esparza Oteo; las películas de Pola Negri; la inmoralidad de las costumbres de hoy. Don Calendárico rememoró, nostálgico, sus días primaverales, y evocó aquello de: “Juventud, divino tesoro…”, de Rubén. Así dijo: “de Rubén”. Ella correspondió a esa cita literaria con un suspiro igualmente literario. Cayó la tarde, y su caída hizo que se convirtiera en noche. La señorita Himenia encendió el velador de la sala, con lo cual el aposento quedó en una incitante penumbra. Le dijo a don Calendárico: “Espero, amigo mío, que no se valdrá usted de esta sugestiva semioscuridad; del hálito amoroso que los efluvios del verano ponen en las almas y los cuerpos –sobre todo en los cuerpos– ; de mi condición de mujer débil y de mi soledad para aprovecharse de mí”. “¡Señorita! –se ofendió don Calendárico–. Recuerde usted que soy un caballero, socio tanto del Apostolado Apostólico como de la Cámara de Comercio, y además portaestandarte de la Confraternidad Fraterna. Para intentar una acción tan torpe y ruin como la que usted sugiere necesitaría yo estar ebrio”. “Entonces permítame un momentito, por favor –pidió la señorita Himenia–. Voy a traer la botella”.

A la maestra Mariquita, profesora del jardín de niños en la entrañable Villa de Arteaga –ahora Pueblo Mágico–, cercana a mi ciudad, Saltillo, alguien le preguntaba: “¿Qué edad tiene, Mariquita?”. Respondía ella: “Si te lo digo ¿te saco de algún apuro?”. “N-no” –se desconcertaba el preguntón (o preguntona). “Pues entonces no te lo digo” –terminaba ella, terminante.

La esposa de don Languidio Pitocáido le propuso: “Hagamos el amor en el suelo”. “¿Por qué?” –se sorprendió el feble señor. Explicó la señora: “Quiero sentir algo duro”.

Babalucas cenaba en un restorán. Con el codo empujó el plato, que cayó y se hizo añicos. Acudió el mesero, y Babalucas le reclamó: “¿No me dijiste que éste era el plato fuerte?”.

Un tipo invitó a su compadre a ir a un bar. Después de tres o cuatro copas se animó y le dijo: “Compadre: le pedí que viniéramos aquí porque tengo que decirle algo muy grave acerca de su esposa, mi comadre”. Preguntó con inquietud el otro: “¿De qué se trata?”. Respondió el tipo: “Creo que nos está engañando”.

Un señor de edad más que avanzada acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y se quejó de sentir cansancio, debilidad, agotamiento general. Un breve interrogatorio bastó para que el médico diera con la causa de esos síntomas: el maduro caballero tenía 80 años, y a pesar de eso hacía el amor todos los días. Le indicó: “A los 80 años es peligroso ese ejercicio. Debe usted suspenderlo inmediatamente”. Tiempo después decía el señor: “Quisiera llegar ya a los 90 años. El doctor me dijo que a los 80 años es peligroso hacer el amor, pero de hacerlo a los 90 no me dijo nada”.

En la tienda de departamentos don Algón le pidió a la dependienta que lo atendió: “Quiero un regalo caro. Es para mi secretaria”. Preguntó la encargada: “¿Tiene algo en mente?”. “Claro que sí –contestó don Algón–. Precisamente para eso necesito el regalo”.

La señora le dijo a su marido: “Hoy no. Me duele la cabeza”. “Qué bueno que me lo dices –replicó él–. Me pondré ahí polvos de aspirina”.

Comentaba Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne: “Eso del control de los nacimientos me parece ridículo. Cuando se necesita el control es 9 meses antes”.

Doña Macalota le informó a su esposo don Chinguetas: “El doctor opina que la causa de mi nerviosismo es la falta de sexo. Me recetó hacer el amor 10 veces al mes”. Dijo don Chinguetas: “Espero que eso dé resultado. A mí apúntame con dos”.

Iba pasando el ciempiés hembra. El ciempiés macho le comentó a un amigo: “¡Mira qué par de piernas!... ¡Qué par de piernas!... ¡Qué par de piernas!...”.

Un rabino y un sacerdote eran amigos entre sí. Cierto día fueron a comer en restorán, y el sacerdote pidió lechón. Le ofreció en broma al rabino: “¿Gustas?”. Contestó él: “Tú sabes que no puedo comer carne de cerdo. Mi religión me lo prohíbe”. Exclamó el sacerdote: “¡Pues de lo que te has perdido!”. Cuando se despidieron el rabino le pidió al cura: “Me saludas a tu mujer”. Respondió el sacerdote: “Tú sabes que no tengo mujer. Mi religión me lo prohíbe”. Y el rabino, feliz: “¡Pues de lo que te has perdido!”.

A la salida del banco un pordiosero le pedía siempre al gerente: “¡Una limosna por el  amor de Dios!”. El hombre pasaba a su lado sin mirarlo. Un día el mendigo cambió su melopea. Dijo: “¡Una limosna por el amor de Dios y de María Santísima!”. Entonces el banquero echó mano a su cartera: “Así con dos firmas sí”.

Un muchachillo adolescente le preguntó a la dama de la noche que ofrecía sus servicios en la esquina: “Perdone usted, señora: ¿cuánto cobra?”. Le informó la mujer: “500 pesos. ¿Vamos?”. “No, gracias –respondió el mozalbete–. Sólo quería saber cuánto me estoy ahorrando con el método de hágalo usted mismo”.

Don Añilio, señor de muchos años, casó con Dulcimela, doncella candorosa de 19 primaveras. Llegó la hora de consumar aquellas desiguales nupcias, y el provecto señor le preguntó a su desposada: “¿Sabes lo que se hace en estas ocasiones?”. Respondió ella: “No, no lo sé”. Suspiró entonces don Añilio: “Pues estamos arreglados, linda. ¡Tú que no lo sabes, y a mí que ya se me olvidó!”.

Dos sujetos bebían en el bar, y empezaron a intercambiar confidencias acerca de sus respectivas vidas conyugales. Uno le preguntó al otro: “¿Tu esposa grita al hacer el amor?”. “Vaya que sí grita –respondió el otro–. Algunas noches salgo a caminar al parque de la colonia, que está a dos cuadras de la casa, y hasta allá oigo sus gritos”.


Rondín # 6


Er Niño del Cormao, torero de cartel, tomó la muleta y el estoque y con paso gallardo fue a los medios de la plaza. Ahí lo aguardaba, amenazante y fiero, el quinto de la tarde, un guapo mozo de Miura, negro bragado, botinero, astifino, de 550 kilos de peso, llamado Insulero. Después de una valiente y artística faena el diestro se perfiló para la suerte final. En los tendidos se hizo un profundo silencio, pues el toro se había mostrado peligroso a todo lo largo de la lidia. Ya se disponía Er Niño a intentar un volapié, riesgoso lance si los hay, cuando se le acercó un hombrecito de traje gris, sombrero y portafolios que había entrado al ruedo sin que nadie se percatara, y le dijo: “Creo que éste es el mejor momento, matador, para ofrecerle un seguro de vida”.

Doña Jodoncia le informó a don Martiriano, su marido: “Ahora que vamos a cumplir 25 años de casados renovaremos nuestros votos”. Preguntó él, esperanzado: “¿Qué ya expiraron?”.

Diez cosas que los hombres saben acerca de las mujeres: 1-…… 2-…… 3-…… 4-…… 5-…… 6-…… 7-…… 8-…… 9-…… 10-. Tienen bubis…

Le preguntó el juez al fiscal: “¿Quiere usted decir que este hombre golpeó ferozmente a su esposa en un salón de baile, y luego la estranguló con saña en presencia de 500 personas, y sin que nadie interviniera?”. “Sí, señor juez –respondió el fiscal–. La gente pensó que estaban bailando un tango”.

Una destacada científica asistió a una convención, y en el bar del hotel acertó a entablar amistosa charla con una dama cuya profesión se adivinaba a primera vista. Le preguntó la científica, curiosa: “¿Cuánto ganas al mes en tu oficio?”. Respondió la call girl: “Un promedio de 200 mil pesos, después de gastos”. “¡200 mil pesos! –se asombró la otra–. ¡Yo soy maestra en ciencias, y no gano ni la mitad de eso!”. Dijo la dama de la noche: “Yo tampoco lo ganaba cuando era doctora en matemáticas”.

El niñito le preguntó a su padre: “Papi: ¿cómo es el otro lado de la Luna?”. El papá sonrió, orgulloso: al parecer su hijo pensaba que él lo sabía todo. Quiso saber: “¿Por qué me preguntas eso?”. Explicó el pequeñín: “Es que mi mami le dijo al vecino: ‘Ni te preocupes. Mi marido no se dará cuenta de nada; siempre está en la Luna’”.

Doña Macalota le comentó a su esposo don Chinguetas: “Fui con el médico, y traigo dos noticias, una mala y una buena. Estoy perdiendo la voz”. Inquirió don Chinguetas: “Y ¿cuál es la mala noticia?”.

El juzgador interrogó a  la acusada: “¿Por qué si tenía usted una pistola, un rifle y una escopeta, mató a su marido con arco y flecha?”. Explicó la mujer: “Me dio lástima despertar a los niños”.

Un majadero tipo le dijo a su esposa: “¿Para qué compras brassiéres, si no tienes nada qué poner en ellos?”. Le contestó la señora: “Tú también compras calzones ¿no?”.

Impericio llegó a su casa. Iba animado por tres o cuatro copas que se había tomado, de modo que le dijo a su mujer: “¡Te voy a hacer el amor como nunca antes te lo he hecho!”. Respondió ella entusiasmada: “¿Bien?”.

En el baño de vapor del club uno de los socios le preguntó con admiración y envidia a otro que estaba excepcionalmente bien dotado: “¿Cómo le hiciste para tener eso?”. Explicó el interrogado: “Provengo de familia pobre, y cuando era niño no tenía otra cosa con qué jugar”.

Eglogio y Silvestrina, campesinos, fueron a vivir en la ciudad. Al cabo de poco tiempo se vieron en apuros económicos, y para no fenecer de hambre acordaron poner en práctica un recurso extremo: ella ofrecería su cuerpo a la lascivia de los hombres, por más que no tenía ninguna experiencia en ese giro. Así lo hicieron. Una noche Silvestrina salió a la calle pintada como coche y ataviada con la vestimenta que juzgó propia del oficio: falda ajustada; escote pronunciado; medias de malla; zapatos de tacón aguja; boa de plumas y bolsa de chaquira. Cerca de la madrugada regresó a su casa y le entregó a su marido mil 25 pesos. Preguntó Eglogio, extrañado: “¿Y esos 25 pesos?”. Explicó Silvestrina: “Es lo que le cobré a cada uno”.

Empédocles Etílez entró en su casa a las 3 de la mañana. Su esposa le reclamó hecha una furia: “¿Qué horas de llegar son éstas?”. Contestó el temulento: “¿Quién te dijo que estoy llegando? Nada más vengo por la guitarra”.

Al empezar la noche de bodas Simpliciano le preguntó solemnemente a Pirulina: “¿Soy yo el primero?”. Respondió ella: “Sí”. “¡Gracias, mi amor! –profirió el desposado al tiempo que abrazaba a su mujercita con ternura-. ¡Me emociona saber que soy el primero!”. Completó por lo bajo Pirulina: “El primero que me cree”.

En el programa de preguntas y respuestas el conductor le preguntó a un concursante: “¿Qué es el cloruro de sodio?”. Nosotros sabemos que el cloruro de sodio es la sal común, pero el concursante no lo sabía. Así, quedó en silencio. Le dijo el locutor: “Voy a darle una pista: ¿qué le pone usted a los huevos en la mañana?”. Respondió triunfalmente el individuo. “¡Talco!”.

Un tipo invitó a otro a jugar póquer esa noche. “No puedo –dijo el otro-. Es miércoles, y la sinfónica toca música de Mozart”. “Entonces el viernes” –reiteró el primero la invitación. “Tampoco puedo –volvió a decir el otro-. Esa noche la orquesta toca música de Beethoven”. “¿Y el domingo?”. “Imposible. Ese día la orquesta interpreta obras de Brahms”. El primero se asombró: “No sabía yo que te gustara tanto la música clásica”. Replicó el otro: “Me es indiferente. Pero cuando toca la sinfónica voy a la casa del músico que toca el corno inglés y paso un agradable rato con su esposa”.

Llegó a su casa doña Macolota y sorprendió a su casquivano marido, don Chinguetas, en trance de refocilación con la linda criadita de la casa. “¡Bribóncanallainfamedescarado!” –le dijo en un solo golpe de voz. “Compréndeme, por favor –contestó el tarambana–. A ella nunca le duele la cabeza”.

A la salida de la función de ópera Babalucas y su amigo, que pasaban por el teatro, vieron a un elegante caballero que lucía un extraño lente. Babalucas le preguntó a su amigo: “¿Qué es eso?”. Le informó el otro: “Es un monóculo”. Volvió a preguntar el badulaque: “¿Y entonces por qué lo lleva ahí?”.

“Er Ninio der Cormao”, torero de profesión, llegó a su casa después de la corrida hecho un nazareno; quiero decir lleno de lacerias, con varias costillas rotas y sangrando por nariz, boca y orejas. “¡Virgen de las Angustias! –clamó su esposa, consternada–. ¿Te cogió el toro?”. Replicó Er Ninio con gemebundo acento: “¡Nomás eso le faltó al desgraciao!”.

“¡Qué potente eres, mi amor! –felicitó Pirulina a Simpliciano–. ¡Apenas ayer regresamos de la luna de miel y el doctor me dice que ya tengo cinco meses de embarazo!”.


Rondín # 7


Ovonio estaba en su oficina repatingado en el sillón, con los pies sobre el escritorio y silbando la conocida melodía llamada “Souvenir”. Pasó por ahí el jefe, don Algón, y le dijo: “No me gusta que los empleados silben mientras trabajan”. Replicó Ovonio: “¿Y quién está trabajando?”.

El doctor Ken Hosanna le dijo a su paciente: “Su salud va mejorando rápidamente. Creo que lo daré de alta dentro de 300 mil pesos”.

El maestro les indicó a sus pequeños alumnos: “Hoy estudiaremos a las aves, que son criaturas ovíparas. Eso quiere decir que nacen de un huevo. A ver, Juanilito: pasa al pizarrón y dibuja un huevo”. Pasó el chiquillo, tomó un gis y empezó a dibujar la figura que el profesor le había pedido. Al hacerlo se metió una mano en el bolsillo del pantalón. Pepito gritó desde su asiento: “¡Hey, profe! ¡Está copiando!”.

Otra historietilla de Pepito acerca del mismo tema. El maestro les dictó a los niños el cuento llamado “La gallina de los huevos de oro”. Al salir a recreo Juanilito le preguntó a Pepito: “La palabra ‘huevos’ ¿se escribe con be grande o con ve chica?”. “No sé respondió Pepito–. Por si las dudas yo puse: ‘La gallina de los cojones de oro’”.

El rudo vaquero llegó a un hotel de la ciudad. Lo acompañaba una estrepitosa rubia cuya profesión se adivinaba a primera vista. (“No me digas en qué trabajas: se te ve la credencial”). Al registrarse el hombre firmó con una equis, pues al parecer sus andanzas por los vastos territorios del Oeste le habían impedido aprender a leer y escribir. Una vez que puso la equis procedió a rodearla con un círculo que dibujó trabajosamente. El encargado del registro le dijo sorprendido: “Me explico que firme usted con una equis, pero ¿por qué el círculo?”. Respondió el vaquero bajando la voz: “La señorita que viene conmigo no es mi esposa. No puedo poner mi verdadera firma”.

Un amigo le preguntó a Babalucas: “¿Supiste que Ultimio murió de pulmonía doble?”. “¡No lo puedo creer! –exclamó el badulaque–. ¡Él, tan sencillo!”.

El viajero entró al pueblo por la única calle que tenía. Le llamó la atención ver a numerosos hombres que se afanaban en cavar una zanja alrededor de la iglesia del villorrio. Entró en la casa de mala nota del pueblo, que estaba frente al templo, y le preguntó a la dueña por qué aquellos hombres cavaban con tanta prisa. Le explicó la mujer: “El condado emitió una nueva ley que dice que no puede haber un burdel a menos de 100 metros de una iglesia. Mis clientes van a cambiar la iglesia de lugar”.

Empezó a sonar la música. Astatrasio Garrajarra, ebrio como de costumbre, se adelantó y dijo: “¿Bailamos, negra linda?”. La respuesta, lapidaria y contundente, fue un rotundo “No”. “¿Por qué, mamacita?” –preguntó Astatrasio. “Por cuatro motivos –fue la contestación– Primero: porque anda usted borracho. Segundo: porque no estamos en un salón de baile. Esto es un velorio. Tercero: porque el Ave María de Schubert no es para bailarse. Y cuarto: porque no soy tu negra linda ni tu mamacita. ¡Soy el cura del pueblo, cabrísimo grandón!”.

Tres chicos adolescentes vieron a una hermosa mujer que en el jardín de la casa vecina tomaba el sol cubierta solamente por un brevísimo bikini. Dos de ellos se aplicaron a verla con morosa delectación, en tanto que el tercero se dio la vuelta para no mirarla. Al día siguiente los tres muchachillos vieron otra vez a la fémina que tomaba el sol, pero ahora sin la prenda superior de su bikini. De nuevo dos de los chicos se entusiasmaron con la contemplación de la mujer, mientras el otro se tapó los ojos. Al siguiente día la vecina apareció completamente en peletier, quiero decir sin ropa. Los dos adolescentes se pusieron a verla con avidez. El tercero, en cambio, se dispuso a huir. Lo detuvieron sus amigos y le preguntaron con asombro por qué actuaba así; por qué se negaba a deleitar la vista con la belleza de aquella estupendísima señora. Explicó el asustado mozalbete: “Mi mamá me dijo que si veía a una mujer desnuda me convertiría en estatua de piedra. ¡Y ya me estoy endureciendo!”.

Un individuo laboraba en un circo. Su trabajo consistía en recoger las heces de los elefantes. Su jornada era de 12 horas diarias, de lunes a domingo, y ganaba 3 mil pesos al mes. Un día su hermano lo llamó por teléfono y le dijo: “Buenas noticias, carnal. Te conseguí un empleo fabuloso. Mi amigo el político te dará una chamba en una oficina burocrática. Irás ahí 4 horas diarias con semana inglesa, y tu sueldo será de 30 mil pesos mensuales”. Respondió el de los elefantes: “Te lo agradezco mucho, pero me es imposible aceptar tu proposición”. “¿Por qué?” –preguntó con asombro el hermano. Contestó el otro: “No puedo renunciar al mundo del espectáculo”.

Cierto señor le hizo a su amigo una confidencia perteneciente a su vida íntima: se quejó de que su esposa siempre le pedía que apagara la luz para la celebración del acto conyugal. Le dijo el amigo: “Muchas esposas piden eso”. “Sí –replicó el señor–. Pero la mía después de apagar la luz se esconde”.

“En todo el mes no le he hecho el amor a mi mujer –le confió un individuo a su compadre–. El médico descubrió que es portadora de un extraño virus que me puede dejar sordo si tengo contacto sexual con ella”. Dijo el otro: “Hable más fuerte, por favor, compadre. No le oigo absolutamente nada”.

Don Alacrano Ijoepú fue toda su vida un gran cabrón. (Hablo de su vida y no de bajada, como se dice cuando se habla mal de un muerto). El día que murió –mala hierba siempre muere– los vecinos de su calle acudieron en masa a la agencia funeraria. La viuda de don Alacrano les preguntó, al mismo tiempo asombrada y conmovida: “¿Vienen a presentar sus respetos a mi esposo?”. “No, señora –respondió uno por todos–. Venimos a ver si de veras está muerto”.

A esta chica le dicen “La pizza”. En media hora se entrega.

Master Bwana, famoso adiestrador de animales, consiguió que un pulpo aprendiera a tocar con depurada técnica y hondo sentimiento varios instrumentos musicales, a saber: la espineta, el batintín, la cornamusa, el figle, la zambomba, el bugle, la pipiritaña, el dulcémele, la carraca, el bombardino y el bajón. Un empresario contrató a Bwana para que llevara al pulpo a actuar en el Club Escocés de Ittoqqortoormiit, entrando por Scoresby a mano izquierda. El entrenador juzgó conveniente que el pulpo aprendiera a tocar también la gaita. Una vez que la dominara le enseñaría a interpretar “Amazing grace” para halagar a los nacidos en Escocia. Le puso, pues, al pulpo una gaita en su jaula a efecto de que se familiarizara con el instrumento. Al día siguiente le preguntó: “¿Aprendiste a tocar la gaita?”. “¿Tocarla? –se sorprendió el octópodo–. ¡Joder, toda la noche estuve tratando de cogérmela!”.

Dijo solemnemente don Chinguetas: “El amor de una esposa por su esposo no reconoce límites. Supe de una mujer cuyo marido falleció, y ella murió el mismo día”. Alguien que escuchaba el relato exclamó con emoción: “¿De veras?”. “Sí –confirmó don Chinguetas–. Murió el mismo día, un martes, pero 30 años después”.

A las 2 de la mañana sonó el teléfono en la casa del doctor Ken Hosanna. Levantó él la bocina, casi dormido, y oyó la voz de un paciente que le dijo: “¡Doctor, venga a mi casa! ¡Rápido, por favor!”. Preguntó el facultativo: “¿Qué le pasa?”. Contestó el hombre: “Me duele un poco el estómago”. El médico estalló: “¿Y por un leve dolor de estómago me llama a esta hora y me pide que vaya a su casa?”. Respondió con angustia el individuo: “Entiéndame, doctor. Mi esposa está consultando el libro ‘Qué hacer mientras llega el médico’. ¡Y si no llega usted me lo va a hacer!”.

Hijo adolescente: castigo de Dios por haber disfrutado el sexo alguna vez.

Doña Tebaida Tridua, presidenta ad vitam interina de la Pía Sociedad de Sociedades Pías y censora de la pública moral, calificó el cuento que sigue de “execrable, vitando, abominable y nefando”. Las personas que no gusten de leer cuentos así deben suspender ahora mismo la lectura… Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, pasó frente a la sección de cosméticos de una tienda departamental y se sorprendió al ver el anuncio de un tinte “para la intimidad más íntima de la mujer”. La dependienta notó el interés del cliente y le dijo con sonrisa traviesa: “Y lo tenemos en varios colores, señor”. “Olvídese del color –respondió con ansiedad Pitongo–. ¿En qué sabores viene?”.

Un hombre acudió a la consulta del doctor Ken Hosanna y le dijo que sufría una extraña afección: su atributo varonil estaba siempre en posición eréctil. “Al principio –manifestó el enfermo de priapismo– eso me gustó, pero al paso de los días se me ha vuelto molestia”. Inquirió el médico: “¿Ha estado usted bebiendo las miríficas aguas de Saltillo? Se lo pregunto porque la erectilidad es uno de los efectos que producen esas taumaturgas linfas”. El paciente aseguró que nunca las había consumido. Procedió entonces el galeno a examinar la parte afectada por aquel raro fenómeno, y descubrió que en el bálano había anidado una pulguita diminuta. Con una pinza retiró cuidadosamente el insecto. De inmediato el miembro volvió a su estado de reposo habitual. “Gracias, doctor –dijo el paciente–. ¿Cuánto le debo por su intervención?”. “Nada –respondió el facultativo–. Con que me deje la pulguita estoy más que pagado”.


Rondín # 8


Alguien le preguntó al rey Salomón por qué tenía quinientas esposas y quinientas concubinas. Respondió el sabio monarca: “Porque así tengo una buena oportunidad de que por lo menos a una de ellas no le duela la cabeza por la noche”.

Un individuo llegó a su casa a las 3 de la mañana y encontró a su mujer en la cama con otro hombre celebrando el H. Ayuntamiento. Al ver a su marido la señora le preguntó, furiosa: “¿Por qué llegas a esta hora? ¿Dónde andabas?”. Inquirió el esposo a su vez: “¿Quién es este hombre?”. Respondió ella, iracunda: “¡No me cambies la conversación!”.

Rumpville era un pequeño pueblo muy frecuentado por cazadores, pues cerca de él había un lago al que llegaban patos, gansos y otras aves migratorias. Cierto día un cazador entró en la carnicería del lugar. Lo acompañaba una estupenda rubia. El hombre le preguntó al carnicero: “¿Tiene un pato?”. “No, señor” –contestó el hombre. Volvió a preguntar el otro: “¿Y un ganso?”. “Tampoco –respondió el carnicero–. Pero tengo una gallina”. “¡Una gallina! –se molestó el cazador–. ¿Voy a decirle a mi esposa que cacé una gallina?”.

Las canas y las arrugas son hereditarias. Los padres las heredan de sus hijos.

Aquel señor nunca llevaba trabajo a su casa. Aducía: “No quiero hacer aquí lo mismo que hago en la oficina”. Su esposa, que trabajaba también, lo rechazó una noche cuando él se le aproximó con intención evidente de erotismo. Le dijo la señora: “Yo tampoco quiero hacer aquí lo mismo que hago en la oficina”.

Cuando estalló la epidemia llamada “de las vacas locas” una vaquita le preguntó a otra: “¿No te preocupa eso de las vacas locas?”. “No” –respondió la otra muy quitada de la pena. “¿Por qué no?” –se asombró la otra. Replicó la vaquita: “Porque yo no soy vaca. Soy Josefina la de Napoleón”.

Dos ratones estaban en su agujero. No salían de él porque habían oído el maullido de un gato. De pronto escucharon: “¡Guau, guau!”. Salieron entonces, pues pensaron que había llegado el perro y que el gato había huido. El minino, que estaba al acecho, los atrapó y se los zampó. Dijo relamiéndose los bigotes: “Tenía razón papá: es muy útil saber un segundo idioma”.

A la salida del súper Pepito le preguntó a un señor: “¿Perdió usted un billete de 100 pesos?”. El hombre fingió buscar en sus bolsillos y dijo luego: “Sí. Traía un billete de 100 pesos, y al parecer se me cayó. ¿Lo encontraste?”. “No –dijo Pepito–. Pero estoy investigando cuántas personas han perdido hoy un billete de 100 pesos. Con usted van 82”.

Un hombre joven recibió una llamada telefónica de su padre, que vivía en otra ciudad. Dijo el señor: “Te llamo para decirte que voy a divorciarme de tu mamá”. El hijo quedó estupefacto. “¿Cómo es posible, padre? ¡Tienen 50 años de casados!”. “Eso no importa –replicó el señor–. Me voy a divorciar”. El hijo se consternó: “¿Por qué vas a hacer eso?”. Contestó el padre: “El motivo es lo de menos. Voy a pedir el divorcio”. Preguntó el muchacho, afligido: “¿Ya lo pensaste bien?”. “Lo he pensado muy bien –respondió con firmeza el señor–. Mi decisión está tomada”. “Espera por favor, papá –rogó el hijo–. Voy a comunicarles esto a mi hermana y mis hermanos, e iremos a hablar con ustedes. No hagas nada hasta que lleguemos”. “Está bien –accedió el padre–. Los espero”. Colgó el teléfono el señor y le dijo a su esposa: “Parece que la idea funcionó. Van a venir todos. Pero ¿qué vamos a hacer para que vengan los siguientes años?”.

Lady Loosebloomers tuvo una tremenda discusión con su mucama. Declaró ésta: “Usted me tiene tirria porque soy más guapa que usted”. “¿Quién te dijo eso?” –se amoscó milady. “Su marido” –respondió desafiante la cocinera. En seguida añadió: “Además en la cama soy mucho mejor que usted”. Bufó lady Loosbloomers: “¿También eso te lo dijo mi marido?”. “No –replicó la muchacha–. Eso me lo dijeron el mayordomo, el jardinero y el chofer”.

Se cumplió la terrible pesadilla que Stanley Kubrick intuyó en “Dr. Strangelove”, y el mundo fue destruido por una serie de explosiones nucleares. Sobrevivió nada más una pareja de monos. Pasada la conflagración el macho se acercó a la hembra con evidente intención procreativa. Ella lo rechazó. Le dijo: “No quiero comenzar todo otra vez”.

Doña Macalota ingresó en un club nudista, pero duró ahí sólo un día. Le explicó a su esposo: “No me gusta estar en un lugar donde todas las mujeres traen lo mismo”.

Libidio se quejó del hospital donde había estado: “Lo que más me molestaba era esa costumbre de las enfermeras de hablar en plural: ‘¿Cómo amanecimos?’; ‘¿Cómo nos sentimos hoy?’ Lo peor fue cuando le agarré las pompis a una. Nos dio una cachetada”.

Un limpiador de ventanas cayó desde el piso 100 de un edificio. Su inconsolable viuda cobró el seguro de 5 millones de pesos. Le dijo el hombre que le entregó el cheque: “Con este dinero podrá  usted rehacer su vida”. “No lo creo –contestó la mujer entre sus lágrimas–. Pero si me vuelvo a casar será con otro limpiador de ventanas”.

Don Cornulio llegó a su casa en horas en que no se le esperaba, y sorprendió a su esposa con un desconocido. Desconocido para don Cornulio, digo, pues la señora parecía conocerlo bien: lo llamaba “pichoncito”, “cosa rica” y “papachón”. Al ver a su mujer en ese trance don Cornulio prorrumpió en dicterios: “¡Zorra, vulpeja, raposa! ¡Víbora, crótalo, sierpe! ¡Escorpión, sabandija, alacrán!”. “¡Ay, Cornulio! –le dijo ella con tono quejumbroso–. Tú estás fuera todo el día; ves gente; andas en la calle… ¿Y yo no puedo tener una distracción?”.

En un baile para adultos mayores doña Avidia conoció a un atractivo caballero. Peinaba canas el señor, y ya se sabe que las canas hacen que los hombres tengan un no sé qué que qué sé yo, como decía Corín Tellado. Doña Avidia le echó las luces altas, quiero decir que lo le dirigió una mirada invitadora. En eso la orquesta empezó a tocar la bella melodía “Silver threads among the gold”, o sea “Hilos de plata entre el oro”, de H. P. Danks, éxito de John McCormack y Bing Crosby. Muy adecuada era la pieza para que la bailaran los asistentes al sarao, pues la canción fue escrita en 1873. De inmediato el senescente galán nombró a doña Avidia, o sea que la invitó a bailar. Ella, claro, aceptó la invitación. En el curso de la danza entabló conversación con su pareja. Resultó que el señor era viudo, sin hijos, y a más de no sufrir ningún achaque era hombre rico: vivía en una mansión en la colonia más exclusiva de la ciudad; tenía una flotilla de coches de lujo; viajaba en su propio yate y en su avión particular, y era dueño de un condominio en Miami, un departamento en Nueva York, un hotel en París, un viñedo en la Toscana y una casa de descanso en Saltillo. Tras oír eso dijo doña Avidia: “Querido amigo: me hace usted pensar en mi tercer marido”. “¿Su tercer marido? –se asombró el señor–. Pues ¿cuántas veces se ha casado?”. Respondió ella con un mohín de coquetería: “Dos”.

Himenia Camafría, madura señorita soltera, enfermó de laringitis. Su amiguita Solicia Sinpitier, también célibe otoñal, le comentó: “Cuando a mí me duele la garganta chupo un Salvavidas”. “Eso es fácil para ti –replicó la señorita Himenia–. Vives muy cerca de la playa”.

Pomponona, mujer en flor de edad, iba a casar con don Calendo, maduro caballero viudo desde hacía dos décadas, y además congregante de la Legión de San Zenón. Alguien le aconsejó a Pomponona: “Ponte una inyección contra el tétanos. Ha de tener oxidada aquella parte”.

Llegó un señor a la farmacia y le dijo al encargado: “Quiero mi droga recreativa”. El dependiente se azaró: “Aquí no vendemos drogas”. Respondió con una sonrisa el cliente: “Mi droga recreativa es el Viagra”.

Una adolescente le dijo a otra: “Tendré que arreglar mi cuarto. Ayer sonó mi teléfono y no lo pude hallar”.


Rondín # 9


La trabajadora social fue a una comunidad rural. En una choza vio a una madre que daba a su bebé recién nacido el alimento en biberón. Con acento severo la reprendió: “Señora: ésa no es forma de alimentar a su hijo. El mejor modo de hacer que crezca fuerte y sano es amamantarlo”. La mujer le señaló a un alto y robusto mocetón que estaba partiendo leña con tal fuerza que cada golpe que daba con el hacha hacía temblar la tierra. Le dijo a la visitante: “Mire señorita: aquel muchacho que ve allá es mi hijo mayor. Está fornido y musculoso, y goza de cabal salud. Pues bien: quiero que sepa que nunca tuvo una teta en la boca sino hasta que se casó”.

Don Languidio Pitocáido, sensecente caballero, se encerraba todos los días en su estudio con su estuche de química. Se esposa hacía burla de él por ese afán que lo ocupaba durante horas cada día, pero se lo toleraba porque ese tiempo lo dedicaba ella a jugar Candy Crush. Un día se abrió la puerta del estudio y ante el asombro y estupefacción de la señora apareció don Languidio desnudo de medio cuerpo abajo, y mostrando una tumefacción en la entrepierna como sólo podía mostrarla un varón joven, u otro no tan joven pero que hubiera bebido un centilitro de las miríficas aguas de Saltillo. Lleno de orgullo por su erguido lábaro le dijo Pitocáido a su mujer: “A ver qué dices ahora de mis estúpidos experimentos”. (Debo añadir que don Languidio patentó su fórmula erectiva, y para sacarla al mercado farmacéutico le puso un sonoroso nombre: “Thángani”, vocablo de origen purépecha que significa “poner una cosa enhiesta”. Todas las palabras que empiecen con “tanga”, como  Tangamanga, nombre de un río y un parque en la hermosa ciudad de San Luis Potosí, tienen esa filiación tarasca. Felicito a don Languidio Pitocáido por su portentoso hallazgo, que quizá lo pondrá en la precisión de no llamarse ya como se llama).

Ahora entiendo en qué consiste la llamada reforma energética: consiste en elevar el precio de los energéticos.

Hace ya muchos años un vendedor de tacos me dio una lección de economía mejor que las que contenía el viejo texto de Gide que estudiábamos en primer año de Leyes. Vendía ese taquero su sabrosa mercancía a 20 centavos cada taco. Un día me encontré con la novedad de que ahora costaban 25. Le pregunté la causa de ese aumento. Me dijo: “Es que subió el azúcar”. Opuse yo: “Los tacos no llevan azúcar”. Respondió él con lapidario laconismo: “Pero mi cafecito sí”.

Un tipo bebía triste y solo en el bar. Le dijo al cantinero: “Yo lo tenía todo en la vida: una hermosa casa; un coche deportivo del año; una joven y bella mujer que me adoraba y me daba el mejor sexo del mundo. Todo eso lo perdí en un día”. Inquirió el tabernero, contristado: “¿Qué sucedió?”. Respondió con infinita pesadumbre el individuo: “Me descubrió mi esposa”.

Un turista iba en su coche por un camino apartado. En la puerta de una choza vio a un niño vestido pobremente y con traza de estar pasando hambre. Se detuvo y le preguntó: “¿Dónde está tu mamá?”. Replicó el chamaco: “No tengo mamá”. Volvió a preguntar el viajero: “¿Y tu papá?”. Contestó el niño: “Tampoco tengo papá”. Se entristeció el hombre: “¿Los dos murieron?”. “No”, respondió el niño: “Nunca tuve mamá ni papá. Un desgraciado turista se aprovechó de una tía”.

Tres parejas fueron a pasar la noche a la orilla de un lago. Al llegar descubrieron que sólo llevaban dos tiendas de campaña, de modo que acordaron dormir los hombres en una y las mujeres en otra. Eran las 2 de la mañana, y todos dormían ya. De pronto uno despertó, y despertó luego al amigo que dormía a su lado. “¡Mira cómo estoy! –le dijo al mismo tiempo feliz y con asombro mostrándole lo que tenía en la mano–. No sé si es el aire de la montaña o el hechizo de la luna llena, pero hace mucho tiempo no me veía yo en una disposición así para hacer el amor. ¡Voy a buscar a mi esposa!”. Ofreció el otro: “Te acompañaré”. Preguntó el primero: “¿Para qué diablos voy a querer que me acompañes?”. Replicó el amigo: “Tendré que acompañarte. Lo que tienes en la mano es mío”.

Don Chinguetas y doña Macalota fueron a jugar golf. Apenas habían empezado el recorrido cuando una avispa le picó en la mejilla a la señora, con lo que le causó un dolor intenso. Corrió don Chinguetas a la casa club y le pidió al encargado: “¡Dame al botiquín de primeros auxilios! ¡Una avispa le picó a mi esposa!”. Preguntó el tipo: “¿Dónde?”. Contestó don Chinguetas: “Entre el hoyo uno y el dos”. “¡Caramba! –se sorprendió el otro–. ¿Cómo diablos se le metió ahí?”.

Los arqueólogos israelíes encontraron el esqueleto de un hombre. Dictaminó uno: “Este hombre murió de un súbito ataque al corazón”. Los demás se asombraron: “¿Cómo lo sabes?”. Explicó él: “Lean este papiro que tenía en la mano. Dice: ‘Le voy a Sansón, y apuesto 5 mil monedas de oro’”.

La mujer le informó a su marido: “Quiero que sepas que estoy saliendo con tu mejor amigo”. Preguntó el hombre: “¿Y te va a llevar con él?”. Respondió ella: “No”. Dijo el esposo: “Entonces no es mi mejor amigo”.

Una mujer acudió a la consulta del dermatólogo. Presentaba grandes excoriaciones en las rodillas y las palmas de las manos. El médico le preguntó si tenía alguna idea acerca del origen de su problema. Explicó la paciente: “Todas las noches mi marido y yo hacemos el amor en la posición que en inglés se denomina doggie style, o sea de perrito, y eso me hace estar mucho tiempo con las manos y las rodillas apoyadas en la cama”. Le indicó el facultativo: “Según Masters y Johnson hay 124 posiciones para el sexo, y la Iglesia Católica registra 426, de las cuales condena 425. Podrían ustedes usar alguna otra postura”. Replicó la mujer: “No si queremos seguir viendo la televisión”.

Don Languidio Pitocáido, señor de edad madura, no tenía ya molinillo para batir el chocolate, si mis cuatro lectores me entienden. Eso lo desazonaba grandemente, pues compartía la tesis de Mencken, que decía: “Hay cuatro razones para vivir la vida. La primera es el sexo. Las otras tres no las recuerdo ya”. Cierto día Pitocáido conoció a una linda chica que avivó en él la última pavesa que aún ardía, vacilante, en las cenizas de sus pasadas glorias. Los turgentes encantos de la muchacha, la fruta fresca de su juventud, hicieron que don Languidio pasara en cuestión de minutos de neneque a terete, tanto que pudo hacer obra de varón en la gustosa ninfa. Y bien que cumplió su compromiso, porque puso en práctica destrezas de alcoba que nada más los años pueden dar. Sapientia melior auro, decían los latinos. La sabiduría es mejor que la riqueza. (Se admiten opiniones en contrario). Quedó la joven fémina ahíta y satisfecha. Su sabidor galán la llevó con experta lentitud al culmen del deliquio mejor que cualquier muchachillo de esos que a veces acaban antes de empezar. El intenso trance, sin embargo, dejó a don Languidio desmadejado y laso. Le dijo, extática, la ávida fémina: “¡Esto me encantó! ¿Cuándo lo repetimos?”. Respondió Pitocáido con voz feble: “Tú dime el día y la hora, linda, y yo te diré el año”.

El padre Arsilio llevaba horas ejerciendo el apostolado de la nalga. Así se llama en el argot del clero el sacramento de la reconciliación. Llegó a confesarse doña Trisagia, la beata más beata de la parroquia. El buen sacerdote, cansado ya,  le dijo impaciente: “Todos los días vienes a confesar nimiedades. Retírate, a menos que hayas cometido adulterio”. Salió Trisagia, y en el atrio se topó con su amiga Querubina. Le advirtió: “Si vienes a confesarte ni entres. El padre está admitiendo hoy únicamente a las adúlteras”.

Doña Macalota le contó a una amiga: “Mi marido no sabe beber ni jugar póquer”.  “¡Qué bendición!” –exclamó la otra. Contestó doña Macalota: “Lo sería si no bebiera ni jugara póquer”.

Meñico Maldotado, infeliz joven con quien la naturaleza se mostró avara en la parte correspondiente a la entrepierna, sufría mucho por causa de su cortedad. Un día caminaba por la playa, y las olas arrojaron a sus pies una lámpara de forma extraña. La frotó para quitarle la arena que la cubría y ¡wham! de la lámpara surgió entre nubes un genio del oriente. Le dijo al sorprendido Maldotado: “Me has liberado de mi prisión de siglos. En recompensa te cumpliré dos deseos”. Opuso Maldotado: “Según la tradición deben ser tres”. “Es cierto –reconoció el genio–, pero con esto de la crisis se han reducido a dos”. “Qué le vamos a hacer –suspiró Meñico–. Yo pertenecí a una ONG que protestaba contra la inflación, pero renuncié porque subieron las cuotas. En fin: mi primer deseo es que me alargues mi atributo masculino. Lo tengo tan exiguo que una vez le dije a una dama: ‘Un centímetro más y podría ser tu amante’, y ella me respondió: ‘Y un centímetro menos y podrías ser mi amiga’. Elonga, pues, mi pequeñez, y mi agradecimiento será proporcional a tu generosidad”. El genio puso en práctica sus poderes, y de inmediato la menguada parte empezó a crecer. Mas sucedió que en los siguientes días siguió creciendo, tanto que ahora Meñico se tropezaba al caminar. Frotó otra vez la lámpara, y acudió el genio. Antes de que Maldotado pudiera hablar le dijo: “Ya sé cuál es tu segundo deseo: me has llamado para pedirme que ahora te acorte esa parte”. “No –replicó Meñico-. Te he llamado para pedirte que ahora me alargues las piernas”.

Pimp y Nela forman una extraña pareja. Ella es sexoservidora, y él su administrador. En cierta ocasión Nela le dijo, preocupada, a Pimp: “Dejé insatisfecho a mi cliente. A lo mejor no nací para esto”. “Claro que naciste para esto —replicó el hombre—. Eres una excelente sexoservidora”. Prosiguió Nela: “Me dio tanta pena con él que no le cobré”. Manifestó entonces Pimp: “Tienes razón. No naciste para esto”.

Pepito le reclamó a su mamá: “No me grites. No soy tu esposo”.

El reverendo Rocko Fages, pastor de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus fieles el adulterio a condición de que no lo cometan el día del Señor), dijo en su sermón que existen 178 pecados de la carne. Al terminar el servicio fue abordado por 435 feligreses y feligresas que le pidieron una lista de esos pecados, no para incurrir en ellos, le aseguraron, sino para prevenirse contra sus peligros. Una de las hermanas declaró: “Quiero saber de lo que me he perdido”, y un congregante sugirió que la lista de pecados incluyera un manual de instrucciones para cometerlos. El siguiente domingo el pastor predicó otro sermón con el título: “15 razones para la castidad”. Nadie le pidió la lista. ¡Ah, mundo!.

Relató Capronio: “Me enamoré de esa mujer a primera vista. Fue la segunda vista la que lo echó todo a perder”.

Sonó el teléfono de Himenia Camafría, madura señorita soltera. Ella descolgó la bocina y oyó una voz de hombre que le anunció: “Voy para allá. Espérame en la sala. Te besaré apasionadamente, y después de tomarte en mis brazos te llevaré por la escalera como Clark Gable a Vivien Leigh en “Lo que el viento se llevó”. Te haré el amor como nunca te lo he hecho, y luego disfrutaremos juntos el jacuzzi”. Himenia se desconcertó: “No tengo jacuzzi”. El que llamaba se desconcertó también: “¿A dónde hablo?”. “A la casa de Himenia Camafría”. “Ah, perdone. Me equivoqué de número”. Preguntó con angustia la señorita Himenia: “¿Significa eso que ya no va a venir?”.


Rondín # 10


Superman iba volando sobre una playa solitaria y vio a la Mujer Maravilla tendida en decúbito dorsal sobre la arena, desnuda y con las piernas flexionadas. Aquella incitante visión hizo que el Hombre de Acero se endureciera aún más, de modo que se lanzó en picada sobre ella. Al terminar el súbito y fulminante trance le dijo con sonrisa aviesa: “Apuesto a que te sorprendí”. “Es cierto —admitió la Mujer Maravilla—. Pero sorprendiste más al Hombre Invisible”.

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, participó en una orgía. La mañana siguiente su amigo Libidiano le preguntó cómo le había ido. “La cosa estuvo bastante confusa —relató Pitongo—. Al final no supe a quién darle las gracias por lo que le hice, ni a quién reclamarle por lo que me hizo a mí”.

Declaró una señora: “Perdí a mi esposo en el mar”. Alguien inquirió, compasivo: “¿Era marino, o pescador?”. “Ni una cosa ni la otra —replicó la mujer—. Conoció a una rubia en un crucero que hicimos al Caribe”.

La hijita de una mamá moderna se extravió en el centro comercial. El encargado de seguridad le aconsejó: “Procura siempre agarrarte a la falda de tu mami”. Replicó la pequeña: “No la alcanzo”.

Terminó el trance de amor en el Motel Kamagua y la cándida chica le dijo a su labioso galán: “Ahora tendremos que casarnos”. “Sí —admitió él—. A ver si hallamos con quién”.

Don Poseidón y su esposa doña Holofernes hicieron un viaje a la ciudad. Su hija Floretina quedó a cargo de la granja, para lo cual el granjero le dio sus instrucciones. Llegó un señor y preguntó por don Poseidón. “No está —le informó la muchacha—, pero si viene usted por el toro semental mi papá me dijo que sus servicios cuestan tres mil pesos”. Replicó secamente el visitante: “No me interesa el toro”. “Ah —prosiguió ella—. Entonces ha de venir usted por el caballo semental. Mi papá me dijo que sus servicios cuestan 5 mil pesos”. “Tampoco el caballo me interesa —rebufó el hombre—. Vengo porque tu hermano Silvestre embarazó a mi hija”. Le indicó Floretina: “Entonces tendremos que esperar a que regrese mi papá. No me dijo cuánto cuestan los servicios de Silvestre”.

“Señor, Dios mío: este día ha sido el más trágico de mi vida. En unas cuantas horas se abatió sobre mí una terrible sucesión de desgracias dolorosas. Mi santa madre falleció. Mi esposa me dejó para irse con mi mejor amigo. Después de 25 años de trabajo perdí mi empleo. Me robaron el coche. Mi hijo fue detenido y llevado a la cárcel por ser jefe de una banda de ladrones. Me enteré de que mi hija está viviendo con un narcotraficante. La empresa en que invertí todos mis ahorros quebró, y me quedé en la ruina. El médico me llamó para decirme que estoy muy mal del corazón y que en cualquier momento puedo sufrir un ataque cardíaco mortal. Señor, Dios mío: todas esas desdichas, con ser tan grandes, las puedo soportar. Pero, por favor, ¡que no le pase nada a mi iPad!”.

Doña Holofernes, propietaria rural, tenía tres hijas, a cual más fea. Una se llamaba Anfisbena; la segunda Uglilia, y la tercera respondía al nombre de Picia. La madre de esas infelices sabía bien que nunca encontrarían marido, de modo que se alegró cuando cierto día llegó al pueblo un viajante de comercio que tampoco era un adonis: se parecía a Donald Trump, pero en blanco y negro. Lo buscó, y con el tono de quien trata un asunto de negocios le dijo: “Sé que mis hijas son muy feas. Sin embargo llevarán una buena dote al matrimonio. Si usted se casa con Anfisbena, que tiene 18 años, recibirá 18 mil dólares. Si desposa a Uglilia, que cuenta 20 años, tendrá 20 mil dólares. Y si contrae matrimonio con Pifia, de 25 años, cobrará 25 mil dólares”. Preguntó con marcado interés el viajero: “¿Por casualidad no tiene una hija de 75 años?”.

El vaquero Shithead le contó a un amigo: “Mi fiel caballo Bag O’Fleas cayó en un hoyo, y tuve que darle un balazo ahí mismo”. Preguntó el amigo: “¿En el hoyo?”. “No –replicó Shithead–. En la cabeza”.

Frase poco célebre: “La vida es una enfermedad trasmitida sexualmente”.

Se sospechaba que Babalucas había asaltado a una mujer. La policía lo hizo formar junto con otros seis sujetos a fin de que ella lo identificara. Entró la asaltada, y de inmediato exclamó Babalucas: “¡Ella es! ¡Podría reconocerla a 100 metros de distancia!”.

Le dijo don Chinguetas a su esposa: “No sé qué me sucede. Hoy en la mañana sostuve la taza de café y se me cayó. En la oficina sostuve el teléfono y se me cayó”. Le dijo con alarma la señora: “Cuando vayas al baño yo te la sostengo”.

La señorita Peripalda cometió un error de esos que cambian la vida: subió sola al coro de la iglesia parroquial. Ahí estaba maese Pélez, el organista, quien aprovechó la sacra soledad del templo para incautarse a la incauta catequista. Consumado que fue aquel erótico trance el salaz músico le preguntó en tono nasardo a la señorita Peripalda: “¿Le contarás esto al padre Arsilio?”. “Desde  luego –respondió ella–. Se lo diré en confesión”. “¿Qué le dirás?” –se inquietó el organista. Contestó la catequista: “Le diré que usted se aprovechó de mí dos veces. Claro, si no está muy cansado”.

Brindó Capronio: “Por las mujeres a las que amamos; por nuestras esposas”. Bebió de su copa y añadió: “Y porque nunca se conozcan”.

Babalucas se enteró de que un amigo suyo había pasado a mejor vida. Trabajaba en una empresa cervecera, y le cayó encima un barril de 200 litros de cerveza oscura. “Qué mala suerte –se condolió el badulaque–. Si ha sido cerveza ligera a lo mejor la libra”.

El marido le dijo a su mujer: “Ya no recuerdo la última vez que hicimos el amor”. Replicó ella: “Yo sí la recuerdo. Por eso ya no lo hemos vuelto a hacer”.

Una mujer acudió a la consulta del doctor Duerf y le dijo que estaba preocupada por su salud mental. (Por la de ella, aclaro, no por la del célebre analista). El siquiatra le dio un muñequito de chocolate y le pidió que lo comiera. Ella empezó a comerlo por la cabeza. “Es suficiente –la detuvo el médico–. El hecho de que haya empezado usted a comerse el muñequito por la cabeza me hace pensar que es una persona normal. Si hubiera empezado a comerlo por los pies, eso me habría hecho pensar que padece usted un complejo de inferioridad”. Preguntó, traviesa –y curiosa–, la paciente: “¿Y si hubiera empezado a comerme el muñequito por cierta parte?”. Respondió el doctor Duerf: “Eso me habría hecho pensar que no es usted casada”.

Don Chinguetas, atufado, le dijo a su esposa doña Macalota: “Me gustaría saber a dónde se va el dinero que te doy”. Replicó ella más amoscada aún: “Mírate la panza y lo sabrás”.

Un señor le comentó a cierto político: “He oído hablar mucho de usted”. “Sí –replicó el hombre–, pero nunca me han probado nada”.

Dos compadres, Inepcio e Impericio, intercambiaron confidencias acerca de sus respectivos matrimonios. Ambos se mostraron poco satisfechos de la relación conyugal con sus esposas. Acordaron que sería conveniente un cambio de pareja: esa interesante variación podría evitar que la rutina y el aburrimiento hicieran peligrar su vida de casados. Hablaron con sus mujeres, y las dos estuvieron de acuerdo en poner en práctica la idea. Se llevó a cabo, pues, el experimento; se hizo el intercambio. Ya en la alcoba le preguntó Inepcio a su nueva pareja: “¿Cómo la estarán pasando nuestras esposas, compadre?”.


Rondín # 11


Noche de bodas. La ávida novia le dijo con enojo a su agotado maridito: “¿Cómo que me espere? ¡Hasta en la tele hay repetición instantánea!”.

Don Crésido, maduro y rico señor, les contó a sus amigos: “Estuve en Europa, y por pura curiosidad me inscribí para pasar dos días en una playa nudista. ¡Qué experiencia tan desagradable!”. “¿Por qué?” –le preguntó uno. Contestó don Crésido, atufado: “Cuando salí sin ropa a la playa todos me decían: “¿Cómo está usted, señora?”.

El joven esposo se dio cuenta de que estaba muy concentrado en su trabajo. No sacaba nunca a su mujercita, ni siquiera los fines de semana. Pensó en cambiar aquella situación, y habló con ella: “Dulciflor –le dijo–. Creo que nos hemos encerrado demasiado. No estamos gozando la vida. Deberíamos salir por las noches cuando menos tres veces a la semana, a pasear y divertirnos”. “¡Qué buena idea, Leovigildo! –se entusiasmó  la muchacha–. Pongámosla inmediatamente en práctica. Tú podrías salir los lunes, martes y miércoles, y yo los jueves viernes y sábados”.

Don Poseidón, granjero, acomodado, llamó con un grito a su hija: “¡Loretela!”. La muchacha, que estaba en el granero, respondió con otro grito: “¡En un minuto termino, padre!”. Luego, dirigiéndose al muchacho que con ella se agitaba en urentes movimientos de amor, le dijo con premiosa voz: “Dale más aprisa, Libidiano. Nunca le he echado una mentira a mi papá”.

Rosibel, la secretaria de don Algón, le confió a una amiga: “Antes de salir con el jefe yo siempre estaba pendiente del reloj. Ahora que salgo con él estoy pendiente del calendario”.

Don Geroncio, señor octogenario, se fue a confesar con el buen padre Arsilio. “Acúsome, padre –le dijo– de que le hice el amor tres veces seguidas a una muchacha”. “¡Qué barbaridad! –se sorprendió el buen sacerdote–. ¿Cuándo fue eso?”. Contestó don Geroncio: “Hace 60 años. Pero me gusta recordar el acontecimiento”.

Capronio, sujeto ruin y desconsiderado, le dijo a una pobre chica muy poco agraciada, según él para consolarla: “No es que seas fea, Anfisbena. Lo que sucede es que a lo mejor no estás en el planeta correcto”.

El señor y la señora fueron con el consejero matrimonial y le dijeron que su vida matrimonial era muy pobre. “Deben ustedes ejercitar la fantasía –les recomendó el terapeuta–. La próxima vez imaginen que están en un barco en medio del mar. Eso les ayudará a sentirse mejor, a disfrutar más de todo”. Una semana después el consejero llamó por teléfono a la señora. Le preguntó: “¿Cómo van las cosas?”. “De mal en peor” –respondió ella. Inquirió el terapeuta: “¿Hicieron aquello que les dije, imaginar que iban en un barco en alta mar?”. “No lo hicimos –contestó la señora–. Mi marido no pudo levantar el ancla”.

La recién casada estaba feliz con su nueva vida. Le contó a su mamá: “Mi marido me da todo lo que le pido”. “Hija mía –le dijo la señora–, eso lo único que significa es que no le estás pidiendo lo suficiente”.

Un limpiador de ventanas pasó a mejor vida al caer del piso 85 de un edificio. Su esposa, llorosa y compungida, se presentó a cobrar el seguro, y el gerente de la empresa le entregó en un cheque bastante sustancioso. “Sentimos mucho su pérdida, señora –le dijo–. Esperamos que encuentre consuelo en su dolor. La vida seguirá. Pasará el tiempo; conocerá usted nuevas personas. Quizá hasta vuelva a casarse’’. “Posiblemente –suspiró la viuda echándole una ojeada al cheque entre sus lágrimas–. Pero sólo con otro limpiador de ventanas”.

Cierto hotel para recién casados ofreció una merienda de bienvenida a las novias que habían llegado a pasar ahí su luna de miel. Ninguna de ellas asistió al convivio. El administrador le preguntó al encargado de relaciones públicas: “¿Qué sucedió? ¿No le hiciste publicidad a la merienda?”. “Y mucha –aseguró el empleado–. En la pared de cada cuarto les puse a las novias el cartel de invitación”. “¡Ahí no lo vieron, tarugo! –exclamó el otro con enojo–. ¡Se los hubieras puesto en el techo de la habitación!”.

La maestra de Pepito envió este recado a los papás del tremebundo niño: “Si me prometen no creer todo lo que Pepito les diga que pasa en mi salón yo les prometo no creer todo lo que Pepito me cuenta que sucede en la casa de ustedes”.

Dos señores que viajaban en avión quedaron sentados el uno junto al otro. “Soy Borsalino Leperuza –se presentó uno. “¿Leperuza? –dijo el otro–. Una vez conocí a un Leperuza. Creo que se llamaba Wildegario. ¿Es su pariente?”. Respondió el otro: “Es mi hermano lejano”. “¿Cómo su hermano lejano?” –dijo el pasajero sin entender. “Sí –explicó Borsalino–. Mi mamá tuvo 21 hijos. Wildegario es el mayor y yo soy el menor”.

A aquella muchacha le decían “El vaso de agua”. A nadie se lo negaba.

Chicholina Grandnalguier estaba en una fiesta. De pronto empezó a dirigirse uno por uno a todos los hombres presentes. “De ninguna manera –les iba diciendo–. No acepto ir contigo a tu departamento”. La dueña de la casa, igual que todos, se sorprendió mucho ante la extraña conducta de la joven. Le preguntó: “¿Por qué haces eso?”. Respondió ella: “Estoy rechazando esas invitaciones mientras todavía puedo hacerlo”.

Hobo y Trampo, vagabundos, pasaron frente a un restorán en cuyo escaparate se exhibían suculentas viandas. Propuso Hobo: “Imaginemos que estamos comiendo esos manjares. Así engañaremos el hambre”. Se aplicaron ambos a la contemplación de los platillos. En eso pasó una estupenda chica. Trampo se le quedó viendo con  intensidad, y de pronto cayó al suelo sacudido por fuertes convulsiones. Le dijo Hobo: “¿Lo ves? Eso te pasa por follar después de comer”.

Un pajarero vendió todas sus aves en la plaza, menos un jilguero cantador. Como no le quedó ninguna jaula se metió el ave en un bolsillo del pantalón y fue a la iglesia a oír misa. En medio del sermón del señor cura el jilguero empezó a cantar sonoramente, con lo que le cortó al predicador el hilo de la inspiración. “Salga el que traiga pájaro” –ordenó molesto el sacerdote. Todos los hombres se levantaron y salieron, menos un ancianito. Fue una mujer y le dijo: “¿No oyó lo que dijo el sacerdote? ¿Qué usted no tiene pájaro?”. “Sí tengo –respondió con mansedumbre el viejecito–. Pero el mío ya no canta”.

Empédocles Etílez y Astatrasio Garrajarra, los más notorios borrachos del pueblo, iban por una calle del pueblo. Empédocles le sugirió a su contlapache: “Tengo una idea: caminemos hacia aquella cantina”. Replicó Astatrasio: “Yo tengo una idea mejor: corramos”.

El automóvil hizo alto en el semáforo, y el hombre y la mujer que iban en él aprovecharon el momento para darse apasionados besos. Un sujeto empezó a golpear con fuerza la ventanilla del coche. El conductor bajó el cristal y le reclamó airadamente: “¿Por qué golpea así la ventanilla? ¡El coche no es suyo!”. Bufó el otro hecho una furia: “¡El coche no, pero la esposa sí!”.

Babalucas se hallaba en la ducha. Su esposa entró en el baño con la confianza —y el desinterés— que dan 20 años de matrimonio, y se sorprendió al ver que la entrepierna de su marido estaba llena de espuma. Le preguntó alarmada: “¿Por qué tienes tanta espuma ahí?”. El badulaque le mostró el frasco del champú y le explicó: “La etiqueta dice: ‘Champú de huevos’”.


Rondín # 12


Un señor de edad madura trotaba sudoroso por el parque. Le comentó a un amigo: “El médico me dijo que mi vida sexual mejorará si corro cinco kilómetros cada día. Hoy he corrido 30, a ver si eso me sirve para hoy en la noche”.

El doctor le pidió al hombre que estaba en el lecho de hospital: “Diga ‘A’”. Enunció penosamente el enfermo: “W... X... Y... Z...”. El facultativo se volvió hacia los familiares del señor y les dijo: “Está en las últimas”.

San Pedro reunió a las señoras recién llegadas y les pidió: “Aquellas de ustedes que en vida engañaron a sus maridos den un paso al frente”. Todas dieron el paso, menos una. Les anunció San Pedro con severidad: “Irán al purgatorio a expiar su culpa. Y tú, esposa fiel, entra en el Cielo”. Intervino en eso el ángel de la guarda de la mujer: “Díselo por señas, Pedro. Es completamente sorda”.

Un agente viajero llegó a un pequeño pueblo. Era sábado en la noche, y el hombre se estaba aburriendo en su cuarto del hotel. Fue al lobby y le preguntó al encargado: “¿Hay alguna vida nocturna en este pueblo?”. “Había —responde el individuo—, pero hace una semana se casó”.

Contó un tipo en el bar: “Tuve un accidente en la fábrica y sufrí quemaduras en el rostro. Afortunadamente un excelente cirujano plástico me puso un injerto de mi propia piel, y no me quedó ninguna huella”. Alguien le preguntó: “¿De dónde te tomó la piel para el injerto?”. Respondió el tipo: “Me da pena decirlo, pero cada vez que me canso la cara se me quiere sentar”.

En la sección de escultura del museo de arte la señorita Himenia Camafría, madura célibe, estaba admirando un desnudo  masculino tallado en mármol. La estatua se llamaba “La primavera”. En la entrepierna del apuesto mancebo se veía la clásica hoja de parra. El guardia observó que Himenia tardaba demasiado en la contemplación de la parte cubierta por la hoja. Fue hacia ella y le preguntó: Dígame: ¿está usted esperando que llegue el otoño?”.

El gerente de la compañía oyó decir que el empleado Ovonio Grandbolier era muy flojo. Tomó el teléfono y le dijo: “Eggón: le voy a bajar el sueldo”. “No se moleste, jefe –respondió el grandísimo haragán–. Yo subiré a recogerlo”.

El vaquero Tom iba por la llanura cuando oyó gritos de mujer. Al galope de su caballo acudió al lugar de donde provenían los gritos y vio ahí a una hermosa mujer desnuda atada por las manos a la rama de un árbol. “¡Auxilio, señor vaquero! –clamó con desgarrado acento la muchacha–. ¡Unos pieles rojas nos atacaron! ¡Se llevaron a mi marido; incendiaron la carreta; se robaron los caballos y vacas que traíamos, y a mí me dejaron aquí, sin ropa y amarrada!”. Dijo el vaquero al tiempo que empezaba a desatarse el cinturón: “Definitivamente, linda, creo que éste no es tu día”.

El médico rural se dirigió al fornido mancebo que recién se había casado: “Te felicito, Garañolo. Tu esposa está embarazada”. “No me sorprende –respondió tranquilamente el mozallón–. Desde que nos casamos le di tres oportunidades cada noche para que se embarazara”.

Una mujer subió al autobús seguida por una bulliciosa turba de seis niños y seis niñas. Le preguntó un amable señor: “¿Son todos suyos, señora, o es un picnic?”. “Todos son míos, caballero –respondió ella–. Fueron 12 picnics”.

En el edificio vivía una estupenda morenaza dueña de ubérrimos encantos. Al llegar la noche se aligeraba la ropa sin bajar la cortina de su alcoba, y luego se tendía en la cama llevando encima únicamente el peso de su voluptuosidad. Todas las señoras del edificio estaban furiosas por aquella exhibición impúdica. Todas, menos, una. Le preguntaron las otras: “¿No te molesta eso?”. “¡Claro que no! –respondió ella, feliz–. ¡Es lo que le echa a andar la maquinita a mi marido!”.

El siquiatra le preguntó al señor que acudió a su consulta: “¿Qué le hace pensar que su esposa es frígida?”. “Bueno –explicó el hombre–. Cada vez que abre la boca para decirme que no, se le enciende adentro un foquito”.

Pomponona, mujer en flor de edad, desposó a don Gerontino, caballero de muchos calendarios. Al poco tiempo de casada les contó a sus amigas: “Mi marido se parece a mi vestido de novia”. “¿Por qué?” –preguntaron ellas, que no entendieron aquella insólita comparación. Explicó Pomponona: “Nada más me sirvió el día que me casé”.

El relato que abre hoy el telón de esta columnejilla es de pésimo gusto. Seguramente lo habrían reprobado de consuno la señora Amy Vanderbilt, maestra en cosas de etiqueta, y don Manuel Antonio Carreño, árbitro de la urbanidad y las buenas maneras. He aquí ese deleznable chascarrillo… Gustavo Adolfo Pecker, poeta romántico, estaba departiendo con su amada en la reja de la joven. De pronto –¡oh, sino aciago!– le llegó al liróforo un urente imperativo de la Naturaleza, que le exigía dar salida a una fuerte ventosidad o flatulencia. Ya se sabe: “Pedum retentum venenum est”. Turbado le dijo a su dulcinea: “Creo haber oído la voz de tu progenitor. Iré a la esquina a ver si viene”. Fue, en efecto, y ahí dio libre curso al sonoroso cuesco. Regresó y continuó el dulcísimo coloquio con su amada. Mas sucedió que a poco fue acometido de nuevo por el mismo trance. Repitió: “Iré otra vez a la esquina. Creo que vienen tus hermanos”. Fue, en efecto, y pagó ese censo que a nuestra parte física debemos. Cuando regresó al lado de su musa le dijo ella arriscando la nariz: “Tavo Popo, mejor hazle al revés: echa aquí el trueno, y el perfume llévatelo a la esquina”.

 Avaricio Cenaoscuras, hombre sórdido, ruin y cicatero, no le daba a su mujer lo necesario para la diaria subsistencia. Cuando ella se lo pedía contestaba: “En vez de dinero te daré un rato de amor”. Cierto día el cutre abrió el refrigerador y lo vio lleno de carne, verduras, fruta, cerveza, refrescos, todo. Asombrado le preguntó a su esposa: “¿De dónde sacaste eso?”. Respondió la señora: “De la tienda de don Pitorro”. Inquirió Avaricio, receloso: “Y ¿con qué le pagaste?”. Replicó ella: “Con los ratos de amor que tú me das en vez de dinero”.

Bucolia, joven campesina, iba a dar a luz. Eglogio, su marido, llamó a don Averroes, el médico de la comarca, para que atendiera el alumbramiento. Entró el facultativo en el cuarto de la parturienta. Salió a poco y le preguntó al esposo: “¿Tienes unas pinzas?”. El muchacho se las trajo. Poco después el obstetra salió otra vez. “¿Tienes un desarmador?”. Eglogio, inquieto, fue por él. Al rato el galeno apareció de  nuevo: “¿Tienes un martillo y una sierra?”. “¡Doctor! –exclamó el joven esposo sin poder ya contenerse–. ¿Qué le sucede a mi esposa?”. “Nada –contestó don Averroes–. Lo que pasa es que no puedo abrir mi maletín”.

Las señoras que vivían en el edificio ponían a secar la ropa en los balcones. Cierto día sopló un ventarrón y todas las prendas fueron a dar al patio en confuso revoltijo. “Vaya lío –comentó don Chinguetas–. Será un problema que cada quien reconozca su ropa”. “Ningún problema –lo corrigió su esposa doña Macalota–. Mira: aquella trusa negra es del vecino del 14; aquellos calzones rojos son del muchacho del 18; aquella tanga es del señor del 16…”.

La joven mujer le anunció a su galán: “Voy a tener un hijo. Tendremos que casarnos”. El tipo se defendió: “Un hijo no es razón suficiente para que un hombre y una mujer se casen”. “¡Sí, cabrón! –se indignó ella–. ¡Pero nosotros ya tenemos cinco!”.

Un tipo encontró a su esposa, mujer poco atractiva, en la cama con su mejor amigo. Muy sentido le dijo a éste: "No me lo explico, Pitorraudo. Yo tengo que hacerlo ¿pero tú?".

El curita recién ordenado le pidió al buen padre Arsilio que lo oyera confesar y le diera luego su opinión. Oyó, en efecto, el anciano sacerdote al nuevo presbítero y luego le manifestó: "No lo haces del todo mal, Nepomuceno. Sólo te recomiendo que cuando oigas un pecado grave hagas: 'Mm', y no: "¡Uta!", y que le digas al penitente: 'Prosigue, hijo mío', en vez de: '¡No manches, güey'!".

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